El lobo y el perro flaco

Un lobo que merodeaba cerca de un pueblo una noche se encontró con un perro. Resultó ser un perro muy magro y huesudo. El gran lobo jamás habría levantado la nariz ante una comida tan escasa si no hubiera estado más hambriento de lo habitual. Así que comenzó a avanzar hacia el perro, mientras éste retrocedía.

«Permítame recordarle a su señoría», dijo el perro, interrumpiendo sus palabras de vez en cuando para esquivar el chasquido de los dientes del lobo, «lo desagradable que sería comerme ahora. Mira mis costillas. No soy más que piel y huesos. Pero déjeme decirle algo en privado. Dentro de unos días mi amo dará un banquete de bodas para su única hija. Puede adivinar cuán fino y gordo creceré con las sobras de la mesa. Entonces será el momento de comerme».

El lobo no pudo evitar pensar en lo agradable que sería tener un buen perro gordo para comer en lugar del escuálido que tenía delante. Así que se fue abrochándose el cinturón y prometiendo volver.

Unos días después, el lobo volvió para el banquete prometido. Encontró al perro en el patio de su amo y le pidió que saliera para comérselo.

«Señor», dijo el perro con una sonrisa, «estaré encantado de que me coma. Saldré en cuanto el portero abra la puerta».

Pero el «portero» era un perro enorme que, el lobo sabía por dolorosa experiencia, era muy cruel con los lobos. Así que decidió no esperar y se alejó tan rápido como sus piernas se lo permitieron.


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