Había una vez un oso que paseaba por el bosque por la tarde. Llovía a cantaros.
—Toda esta lluvia… realmente no es tiempo de osos, no puedo soportarlo más —refunfuñó—. Mi pelaje está completamente empapado.
Una anémona del bosque que estaba cerca, oyó su refunfuño.
—No me importa la lluvia. Sólo cierro mis hojas y las vuelvo a abrir cuando brilla el sol —dijo—.
¿No puedes simplemente cerrar tu pelaje? —le preguntó al oso.
—No —dijo el oso—. Tengo dos tipos de pelo y me pongo un abrigo nuevo cada año, pero no puedo abrir y cerrar mi pelaje.
—He visto a la mariposa esconderse cuando llueve. Me ha dicho que si le caen gotas gordas de lluvia sobre las alas puede morir —dijo la anémona del bosque—. ¿Será que tú también puedes esconderte?
El oso contestó que le era difícil esconderse, porque era muy grande.
—Entonces tengo una idea mucho mejor —dijo la anémona del bosque—. ¡Vamos a buscarte un paraguas!
Se pusieron a buscar juntos. Después de un rato, encontraron en el suelo una rama muy grande con gruesas hojas de laurel.
—Esta rama tiene exactamente la forma adecuada —exclamó la anémona del bosque.
Al principio el oso protestó, pero en cuanto sostuvo la rama sobre su cabeza, se alegró de no sentir más la lluvia. Le agradeció a la anémona del bosque y siguió caminando orgulloso, como un auténtico caballero, con su nuevo paraguas.
La anémona del bosque regresó rápidamente a su lugar en el bosque, donde esperó que el sol brillara para abrir sus hojas de nuevo.