Érase una vez un niño
Que no siempre hacía lo correcto.
Intentaba mantenerse toda la noche despierto.
Una noche, cuando mamá y papá habían intentado convencerlo de que se durmiera, la vieja tía Raquel subió las escaleras a tropezones. Tomó al niño en brazos y lo acunó en la vieja mecedora.
Mientras se mecían de un lado a otro, el niño se quedó mirando la gran luna y dijo:
—No me gusta una canción para el sueño,
Quiero quedarme toda la noche despierto.
Ante esto, la vieja tía Raquel hizo como que no oía y dijo en plan cantarín:
—Hombrecillos, hombrecillos
saltando sobre la colina y la cañada;
hombrecillos, hombrecillos,
cargando sacos de sueños, ¿y luego qué?
Hombrecillos, hombrecillos,
aquí salen todos otra vez.
—¿Quiénes son los hombrecillos? —preguntó el niño. La tía Raquel se meció de un lado a otro y dijo:
—Míralos arrastrándose sobre la luna.
Pronto habrá uno en tu habitación.
¡Entonces ocurrió lo más sorprendente! El niño miró y, sobre la luna, apareció un hombrecillo con un saco a la espalda. Vino otro, otro, y otro. ¿No dejarían de venir nunca? A medida que se acercaban, se podía oír la canción que cantaba uno de los hombrecillos:
—Balancéate, balancéate de un lado a otro,
traeré un sueño de mecedora, ya sabes.
Un hombrecillo se acercó tanto que se podía oír el repiqueteo de sus piecitos. Luego bailó en el alféizar de la ventana y cantó:
—Hola, ojos brillantes, te haré cosquillas en los dedos de los pies.
Lo digo en serio, Dios lo sabe.
Antes de que la mamá o el niño pudieran decir una palabra, entró el hombrecillo y le hizo cosquillas en los dedos de los pies.
El hombrecillo cantó mientras le hacía cosquillas en los dedos del niño:
—Ca-ca-cabeceando, está tu cabeza.
Ja ja jo jo, es hora de ir a dormir.
En ese mismo momento la cabeza del niño ca-ca-cabeceó. Entonces el hombrecillo le besó ambas mejillas y dijo:—Balancéate, balancéate,
durmiendo hasta el amanecer.
Cuando el niño se quedó profundamente dormido, el hombrecillo sacó de su bolsa un hermoso sueño, y él y el niño se tomaron de la mano y se fueron dando saltitos, lejos, lejos. Dejaron a mamá dormida meciéndose suavemente en la vieja mecedora. Mientras navegaban entre las nubes, el niño dijo:
—Es divertido en la noche navegar,
cuando se ve a la luna y las estrellas brillar.
El hombrecillo dijo:
—Me alegra que, como te dijeron, lo hicieras.
Yo iré a buscar el oro de las hadas.
Allí estaban los hombrecillos de la luna, ¡excavando en busca de oro! Clic, clic, clic con las palas, ¡y salieron piezas de oro! Piezas de oro grandes, pequeñas y medianas. Cuando el niño gritó:
—¡Déjenme cavar! —y tomó una de las pequeñas palas, se despertó y vio que la tía Raquel ya no estaba, pero que la mecedora seguía meciéndose a la luz de la luna.
Estaba sano y salvo en su camita. Metió la mano bajo la almohada y sacó una brillante pieza de oro. En ella estaba escrito:
“Duérmete cuando te lo digan,
entonces recogerás el oro de las hadas”.
¿Te lo puedes creer? Su cabeza volvió a ca-ca-cabecear enseguida, y se durmió en dos minutos.
La mecedora del rincón era muy vieja y sabia. Cantaba:
—Puedo contar otros cuentos, queridos
porque durante cien años me he mecido.
Me pregunto si tu mecedora se mece de un lado al otro en el rincón.