La pequeña Bo Peep ha perdido sus ovejas

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En las hermosas y onduladas colinas de Sussex se alimentan muchos rebaños de ovejas, que son cuidados por muchos pastores y pastoras, y uno de estos rebaños solía estar al cuidado de una mujer pobre que se mantenía a sí misma y a su hijita de esta manera.

Vivían en una pequeña cabaña situada al pie de una de las colinas, y cada mañana la madre tomaba su báculo y salía con sus ovejas para que se alimentaran de las tiernas y jugosas hierbas que abundaban en las colinas. La niña solía acompañar a su madre y se sentaba a su lado en los montículos de hierba y la observaba cuidar de las ovejas y los corderos, de modo que, con el tiempo, ella misma se convirtió en una pastora muy hábil.

Así que cuando la madre se hizo demasiado vieja y débil para salir de su cabaña, la pequeña Bo Peep (como la llamaban) decidió que era totalmente capaz de manejar los rebaños por sí misma. Era una pequeña niña de pelo castaño y grandes ojos grises que encantaban a todos los que miraban sus inocentes profundidades. Llevaba un vestido gris claro, ceñido a la cintura con una bonita faja rosa, con volantes blancos alrededor del cuello y cintas rosas en el pelo.

Todos los pastores y pastoras de las colinas, tanto jóvenes como viejos, pronto llegaron a conocer muy bien a la pequeña Bo Peep, y había muchas manos dispuestas a ayudarla si necesitaba ayuda, cosa que no ocurría a menudo.

Bo Peep solía llevar a sus ovejas a la ladera de una alta colina por encima de la cabaña, y les permitía comer la rica hierba mientras ella misma se sentaba en un montículo y, dejando a un lado su báculo y su amplio sombrero de paja con cintas rosas, dedicaba su tiempo a coser y remendar medias para su anciana madre.

Un día, mientras estaba ocupada, oyó una voz a su lado que decía:

—¡Buenos días, pequeña Bo Peep!

Al levantar la vista, la niña vio a una mujer de pie cerca de ella y apoyada en un bastón corto. Estaba encorvada casi en dos por el peso de muchos años, tenía el pelo blanco como la nieve y los ojos negros como carbones. Tenía profundas arrugas en la cara y en las manos, y la nariz y la barbilla eran tan puntiagudas que casi se juntaban. No era agradable mirarla, pero Bo Peep había aprendido a ser cortés con los ancianos, así que respondió con dulzura:

—Buenos días, madre. ¿Puedo hacer algo por ti?

—No, cariño —respondió la mujer con la voz quebrada —pero me sentaré a tu lado y descansaré un rato.

La muchacha hizo sitio a su lado en el montículo, y la desconocida se sentó y observó en silencio los dedos ocupados en coser las costuras del nuevo vestido que estaba confeccionando.

Al rato la mujer preguntó:

—¿Por qué vienes aquí a coser?

—Porque soy pastora —respondió la niña.

—¿Dónde está tu báculo?

—En la hierba, a mi lado.

—¿Y dónde están tus ovejas?

Bo Peep miró hacia arriba y no pudo verlas.

—Deben haberse extraviado en lo alto de la colina —dijo—, debo ir a buscarlas.

—No tengas prisa —graznó la anciana—, volverán enseguida sin que te molestes en ir a buscarlas.

—¿Tú crees? —preguntó Bo Peep.

—Por supuesto; ¿no te conocen las ovejas?

—Oh, sí, todas me conocen.

—¿Y tú no conoces a las ovejas?

—Puedo llamar a cada una por su nombre —dijo Bo Peep con confianza—, porque, aunque soy una pastora muy joven, quiero mucho a mis ovejas y lo sé todo sobre ellas.

La anciana rio suavemente, como si la respuesta la divirtiera, y respondió:

—Nadie lo sabe todo de nada, querida.

—Pero yo lo sé todo sobre mis ovejas —protestó Bo Peep.

—Ah, ¿sí? Entonces eres más sabia que la mayoría de la gente. Y si sabes todo acerca de ellas, también sabrás que volverán a casa por su propia voluntad, y no tengo ninguna duda de que todas moverán sus colas detrás de ellas, como de costumbre.

—Oh —dijo la pequeña Bo Peep sorprendida—, ¿mueven la cola? Nunca me había fijado.

—¡En efecto! —exclamó la anciana—. Entonces no eres muy observadora para alguien que lo sabe todo sobre las ovejas. Tal vez nunca te hayas fijado en sus colas.

—No —respondió Bo Peep pensativa—. No sé si alguna vez lo he hecho.

La mujer se rio tanto al oír esta respuesta que empezó a toser, lo que hizo recordar a la muchacha que su rebaño se había alejado.

—Tengo que ir a buscar a mis ovejas —dijo, poniéndose de pie—, y entonces me fijaré en sus colas, a ver si las mueven.

—Quédate quieta, hija mía —dijo la anciana—, yo misma iré a la cima de la colina y te devolveré las ovejas.

La anciana se puso de pie y comenzó a subir la colina, mientras la niña la oía decir:

“La pequeña Bo Peep sus ovejas ha perdido,
y no sabe dónde podrían estar.
Pero déjalas tranquilas, y a casa volverán,
moviendo sus colas, las que tienen detrás.”

La pequeña Bo Peep se quedó sentada y observó cómo la anciana subía lentamente por la ladera de la colina y desaparecía por la cima. Al rato pensó, “muy pronto veré a las ovejas regresando”; pero el tiempo pasaba y el rebaño errante seguía sin aparecer.

Pronto la cabeza de la pastorcita empezó a cabecear, y en seguida, pensando todavía en sus ovejas:

La pequeña Bo Peep soñó que las oía balar,
pues se había quedado dormida
pero supo que era un sueño al despertar,
porque seguían perdidas.

La muchacha se inquietó y se preguntó por qué la anciana no había llevado a su rebaño al otro lado de la colina. Pero como ya era hora de comer, abrió su cestita y comió el pan, el queso y las galletas que había traído. Cuando terminó de comer y bebió un poco de agua fresca de un manantial cercano, decidió que no esperaría más.

Así que tomó su pequeño báculo decidida a encontrarlas, y comenzó a subir la colina.

Cuando llegó a la cima, no había ni rastro de ovejas, sólo un valle verde y otra colina más allá.

Ahora, realmente alarmada por la seguridad de sus ovejas, Bo Peep corrió hacia el valle y subió por la ladera de la colina más lejana. Jadeante y cansada llegó a la cima y, deteniéndose sin aliento, miró hacia abajo.

Su rebaño se alimentaba tranquilamente de la abundante hierba y parecía tan pacífico e inocente como si nunca se hubiera alejado de su amable pastora.

Bo Peep lanzó un grito de alegría y corrió hacia ellas; pero cuando estuvo cerca se detuvo asombrada y levantó las manitas con una bonita expresión de consternación. Las había encontrado, en efecto, pero le dolía el corazón, ¡porque se habían quedado sin cola!

A cada oveja no le quedaba más que un pequeño muñón donde debería haber cola, y Bo Peep estaba tan desconsolada que se sentó junto a ellas y sollozó amargamente.

Pero al cabo de un rato la pequeña muchacha se dio cuenta de que todas sus lágrimas no devolverían las colas a sus corderitos, así que se armó de valor, se secó los ojos y se levantó del suelo justo cuando la anciana se acercaba cojeando.

—Así que has encontrado a tus ovejas, querida —le dijo con su voz quebrada.

—Si —respondió la pequeña Bo Peep, reprimiendo con dificultad un sollozo—, ¡pero, mira, madre! Todas han perdido la cola.

—Pues si —exclamó la anciana, y se echó a reír como si algo le hiciera gracia.

—¿Qué crees que habrá sido de sus colas? —preguntó la niña.

—Alguien se las habrá cortado. Ya sabes que en invierno son un bonito adorno — luego dio una palmadita en la cabeza a la niña y se alejó valle abajo.

Bo Peep estaba muy apenada por la pérdida de sus queridas ovejas, así que, conduciéndolas delante de ella, vagó por los alrededores para ver si por casualidad podía encontrar las colas perdidas.

Pero pronto el sol comenzó a ocultarse en las cimas de las colinas, y supo que debía llevar a sus ovejas a casa antes de que la noche las alcanzara.

No contó a su madre su desgracia, pues temía que la vieja pastora la regañara, y Bo Peep estaba decidida a buscar los rabos y encontrarlos antes de contarle a nadie la historia de su pérdida.

Todos los días, durante muchos días después de aquello, la pequeña Bo Peep vagó por las colinas buscando las colas de sus ovejas, y los que se encontraban con ella se preguntaban qué había ocurrido para que la dulce jovencita estuviera tan ansiosa. Pero todos los problemas tienen un final, por graves que parezcan, y…

Sucedió un día, cuando Bo Peep se perdió
en un prado con un viejo arce,
allí, una junto a la otra, las colas vio,
¡colgadas del árbol para secarse!

La pastorcita se alegró mucho del descubrimiento y, levantando el báculo, arrancó del árbol la hilera de hermosas colas blancas y las recogió en su vestido. Pero la cuestión era cómo sujetarlas de nuevo a sus ovejas, y después de meditarlo un rato se desanimó y, pensando que no estaba mejor que antes de encontrar las colas, empezó a llorar y a lamentar su desgracia.

Pero entre lágrimas se acordó de la aguja y el hilo.

—¡Vaya! —exclamó sonriendo de nuevo—. Puedo coserlas, por supuesto.

Suspiró, se secó los ojos
y corrió por los campos, cruzó vados,
e intentó con ahínco coser.
Como una pastora debe hacer
para atar a cada oveja su rabo.

Pero la primera oveja a la que se acercó se negó a dejar que le cosiera la cola y huyó de ella, y las demás hicieron lo mismo, de modo que finalmente se desanimó por completo.

Empezaba a llorar de nuevo, cuando la misma anciana que había conocido antes llegó cojeando a su lado y le preguntó:

—¿Qué haces con mis rabos de gato?

—¡Tus colas de gato! —respondió Bo Peep sorprendida—. ¿Qué quieres decir?

—Vaya, estas colas son todas cortadas de gatitos blancos, y las puse a secar en el árbol. ¿Qué haces con ellas?

—Pensé que eran de mis ovejas —respondió Bo Peep apenada—, pero si realmente son tus colas de gatito, debo buscar hasta encontrar las que pertenecen a mis ovejas.

—Querida —dijo la anciana—, te he estado engañando; decías que lo sabías todo sobre tus ovejas, y yo quería darte una lección. Pues, por muy sabios que seamos, nadie en este mundo lo sabe todo sobre nada. Las ovejas no tienen el rabo largo; sólo un pequeño muñón hace las funciones de cola. Tampoco tienen cola los conejos, ni los osos, ni muchos otros animales. Y si hubieras estado observando, habrías sabido todo esto cuando dije que las ovejas moverían la cola detrás de ellas, y entonces no habrías pasado todos esos días buscando lo que no se encuentra. Así que ahora, pequeña, huye a casa, e intenta ser más considerada en el futuro. Tus ovejas nunca echarán de menos las colas, porque nunca las han tenido.

Y ahora,
La pequeña Bo Peep ya no lloró;
mi cuento de colas aquí ha acabado.
Cada gato tiene una,
pero las ovejas no tienen ninguna;
¡lo cual, sin duda, es bastante raro!


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