Érase una vez una veloz liebre a la que le encantaba presumir de lo rápido que corría. Una mañana soleada, vio a una tortuga que caminaba lentamente por el sendero. La liebre se rio a carcajadas y gritó:
—¡Tortuga, que lenta eres! Apuesto a que ni siquiera sabes correr.

La tortuga, sabia y con calma, miró a la liebre y dijo:
—Puede que sea lenta, pero apuesto a que puedo ganarte en una carrera.
La liebre se echó a reír.
—¿Tú? ¿Ganarme? Es lo más gracioso que he oído nunca. Pues hagámoslo. ¡Hagamos una carrera!
El zorro, que era su amigo, aceptó marcar el recorrido y ser juez.
—En sus marcas, listos, ¡ya! —gritó el zorro, y se pusieron en marcha.

La liebre salió disparada, con las patas borrosas mientras corría por el sendero. La tortuga empezó a andar a paso lento y constante, como siempre.
Al poco tiempo, la liebre le llevaba tanta ventaja que decidió echarse una siesta. “Soy tan rápida que puedo permitirme una siesta”, pensó mientras se tumbaba a la sombra de un árbol y se quedaba profundamente dormida.

Mientras tanto, la tortuga seguía avanzando, paso a paso, sin detenerse nunca. Pasó junto a la liebre dormida, en silencio y con paso firme, hasta llegar a la meta.
Cuando la liebre despertó, vio que la tortuga se acercaba a la meta. Se levantó de un salto y corrió tan rápido como pudo, pero ya era demasiado tarde. La tortuga ya había cruzado la meta.

El zorro declaró:
—¡Gana la tortuga!
La liebre no lo podía creer.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó, desconcertada y un poco avergonzada.
La tortuga sonrió y dijo:
—Despacio y con constancia se gana la carrera.
