El maravilloso mago de Oz (Libro Completo)


Capítulo 1: El ciclón

Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de Henry. Su casa era pequeña; la madera para construirla hubo que cargarla muchos kilómetros en carreta. Había cuatro paredes, un piso y un techo que formaban una habitación; esta habitación tenía una rústica estufa de cocina, un armario para la vajilla, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en un rincón, y Dorothy una pequeña cama en otro. No había ni ático ni sótano, excepto por un pequeño agujero cavado en el suelo, llamado “el sótano del ciclón”, donde la familia podía ir en caso de que llegase uno de esos grandes torbellinos lo suficientemente poderoso como para aplastar cualquier edificio en su camino. Se accedía a él por una trampilla en el suelo, en medio de la habitación, donde bajaba una escalera hasta el pequeño y oscuro agujero. 

Cuando Dorothy se paró en la puerta y miró a su alrededor, no pudo ver nada más que la gran pradera gris en todas partes. Ni un árbol ni una casa rompían la enorme extensión de terreno llano que llegaba al borde del cielo en todas direcciones. El sol había convertido la tierra arada en una masa gris, con pequeñas grietas que la atravesaban. Ni siquiera el pasto era verde, porque el sol había quemado la punta de las largas hojas hasta que tuvieron el mismo color gris que se veía por todos lados. Una vez pintaron la casa, pero el sol ampolló la pintura y las lluvias la lavaron, y ahora la casa es aburrida y gris como todo lo demás.

Cuando la tía Em se mudó allí era una esposa joven y hermosa. El sol y el viento la habían cambiado a ella también. Se llevaron el brillo de sus ojos y le dejaron un gris austero; se llevaron el rojo de sus mejillas y sus labios, que también se volvieron grises. Estaba delgada y demacrada, y ya no sonreía. Cuando Dorothy, que era una niña huérfana, llegó a su vida, la tía Em se había sobresaltado tanto con la risa de la niña, que cada vez que la voz de Dorothy llegaba a sus oídos gritaba y se llevaba la mano al corazón; y seguía mirando a la niña asombrada de que pudiera encontrar algo de lo que reírse. 

El tío Henry nunca se reía. Trabajaba muy duro desde la mañana hasta la noche y no sabía lo que era disfrutar. Él también era gris, desde su barba larga hasta sus ásperas botas. Parecía severo y solemne, y rara vez hablaba. 

Era toto quien hacía reír a Dorothy, y la salvó de crecer gris como todo a su alrededor. Toto no era gris; era un pequeño perro negro con pelo largo y sedoso y pequeños ojos negros que parpadeaban alegremente a ambos lados de su pequeña y graciosa nariz. Toto jugaba todo el día y Dorothy jugaba con él y lo quería mucho. 

Sin embargo, hoy no estaban jugando. El tío Henry se sentó en el umbral y miró ansiosamente al cielo, que estaba más gris de lo normal. Dorothy estaba en la puerta con Toto en sus brazos, y miró también al cielo. La tía Em estaba lavando los platos. 

Escucharon un lamento grave en el viento que venía desde el lejano norte, y el tío Henry y Dorothy podían ver como el largo césped oleaba antes de que llegue la tormenta. Ahora llegó un silbido agudo en el aire desde el sur, y al girar la vista, vieron ondas en el césped que venían también desde esa dirección.

De repente el tío Henry se levantó. 

—Viene un ciclón viene en camino, Em —dijo a su esposa—. Iré a proteger el ganado —dijo, y corrió hacia los cobertizos donde estaban las vacas y los caballos. 

La tía Em dejó lo que estaba haciendo y corrió a la puerta. Una sola mirada le indicó el peligro que se avecinaba.

—¡Rápido, Dorothy! —gritó—. ¡Corre al sótano!

Toto saltó de los brazos de Dorothy y se escondió bajo la cama; ella comenzó a buscarlo. La tía Em, muy asustada, abrió de par en par la trampilla del suelo y bajó por la escalera hasta el pequeño y oscuro agujero. Finalmente, Dorothy logró atrapar a Toto y siguió a su tía. Cuando estaba a mitad de camino se oyó un gran chillido del viento, y la casa tembló tan fuerte que Dorothy perdió el equilibrio y cayó sentada en el suelo.

Y entonces sucedió algo extraño. 

La casa giró dos o tres veces y se levantó lentamente en el aire. Dorothy sintió como si estuviera elevándose en un globo. 

El viento del norte y del sur se encontraban justo donde la casa estaba, y así se convirtió en el centro exacto del ciclón. En general, en el medio de un ciclón, el aire está quieto; pero la enorme presión del viento en cada lado de la casa la levantaba cada vez más y más alto, hasta que estuvo en la parte superior del ciclón; y allí se mantuvo y fue llevada a kilómetros y kilómetros de distancia tan fácilmente como se podría llevar una pluma. 

Estaba muy oscuro y el viento aullaba horriblemente a su alrededor, pero Dorothy descubrió que cabalgaban con bastante facilidad. Después de los primeros giros —y de una vez en que la casa se inclinó peligrosamente—, sintió como si la mecieran suavemente como a un bebé en su cuna. 

A Toto no le gustaba. Corría alrededor de la habitación, ahora aquí, ahora allí, ladrando muy fuerte; pero Dorothy se quedó quieta sentada en el suelo y esperó a ver que sucedía. 

En cierto momento, Toto se acercó mucho a la trampilla y cayó dentro; y al principio la niña pensó que lo había perdido. Pero pronto vio una de sus orejas asomándose por el agujero, pues la fuerte presión del aire lo mantenía en pie para que no pudiera caer. Dorothy se arrastró hasta el agujero, agarró a Toto de la oreja y tiró hasta que estuvo de nuevo en la habitación. Luego cerró fuerte la trampilla para que no hubiera más accidentes.

Las horas pasaban y pasaban, y lentamente Dorothy superó su miedo; pero se sentía bastante sola y el viento chillaba tan fuerte a su alrededor que casi se queda sorda. Al principio se preguntaba si se haría pedazos cuando la casa volviera a caer; pero como las horas pasaban y nada terrible sucedía, dejó de preocuparse y resolvió esperar con calma para ver qué traería el futuro. Finalmente se arrastró por el suelo hasta su cama y se tumbó en ella; Toto la siguió y se acostó a su lado. 

A pesar del vaivén de la casa y el ulular del viento, Dorothy cerró los ojos y rápidamente se quedó dormida.


Capítulo 2: El consejo de los Munchkins

La despertó una sacudida tan severa y repentina que, si Dorothy no hubiera estado acostada en la cama, se podría haber lastimado. La sacudida le hizo recobrar el aliento y preguntarse qué había sucedido; Toto puso su pequeña y fría nariz contra su cara y gimió desconsoladamente. Dorothy se levantó y se dio cuenta que la casa no estaba en movimiento; tampoco estaba oscuro, porque el brillo del sol entraba por la ventana, inundando de luz la pequeña habitación. Saltó de la cama y corrió a abrir la puerta con Toto a sus talones. 

La niña dio un grito de asombro y miro a su alrededor con los ojos cada vez más y más grandes ante la maravilla que estaban viendo.

El ciclón había aterrizado la casa muy suavemente —para un ciclón— en medio de un campo precioso. Había hermosos parches de césped por todos lados, con majestuosos árboles que daban frutos sabrosos y ricos. Por todas partes se veían bancos de flores hermosas, y pájaros de plumajes extraños y brillantes que cantaban y silbaban en los árboles y arbustos. Un poco más lejos había un pequeño arroyo que corría y salpicaba las verdes orillas, y murmuraba con una voz muy agradecida para una niña que había vivido tanto tiempo en las praderas secas y grises. 

Mientras ella miraba ansiosa la extraña y hermosa vista, notó que se acercaba un grupo de las más extrañas personas que había visto jamás. No eran tan grandes como los adultos que siempre acostumbraba ver; aunque tampoco eran tan pequeños. De hecho, parecían de la misma altura que Dorothy —que era una niña bien crecida para su edad—, aunque eran, en cuanto a aspecto, mucho mayores.

Eran tres hombres y una mujer, todos llevaban vestimentas raras. Usaban sombreros redondos con una pequeña punta que se elevaba un pie por encima de sus cabezas, con pequeños cascabeles alrededor que sonaban dulcemente al moverse. Los sombreros de los hombres eran azules; el sombrero de la pequeña mujer era blanco, y llevaba un vestido blanco que caía con pliegues desde sus hombros. Sobre él habían salpicadas pequeñas estrellas que brillaban al sol como diamantes. Los hombres iban vestidos de azul, del mismo tono que sus sombreros, y llevaban botas bien pulidas con un rollo de azul profundo en la parte superior. Los hombres, pensó Dorothy, tenían más o menos la misma edad que el tío Henry, ya que dos de ellos tenían barba. Pero la pequeña mujer era sin dudas mucho mayor. Su cara estaba repleta de arrugas, su cabello era casi blanco y caminaba con cierta rigidez.

Cuando estas personas pasaron cerca de la casa donde Dorothy estaba parada en la puerta, se detuvieron y susurraron entre ellos, como si temieran acercarse más. Pero la pequeña anciana caminó hacia Dorothy, hizo una pequeña reverencia y con una dulce voz le dijo:

—Eres bienvenida, noble Hechicera, a la tierra de los Munchkins. Les estamos muy agradecidos por haber matado a la Bruja Malvada del Este y liberar a nuestra gente de la esclavitud. 

Dorothy escuchó con asombro su discurso. ¿Qué podía querer decir la anciana al llamarla hechicera y decirle que había matado a la Bruja Malvada del Este? Dorothy era una inofensiva e inocente niña, que había sido arrastrada por un ciclón muchos kilómetros lejos de casa; y nunca había matado a nadie en toda su vida.

Pero evidentemente, la mujer estaba esperando una respuesta. Así que Dorothy le dijo: 

—Es usted muy amable, pero debe haber un error. Yo no he matado a nadie.

—Tu casa lo hizo —respondió la mujer riendo— y es lo mismo, ¿ves? —continuó mientras señalaba la esquina de la casa—. Ahí están sus dos pies, todavía sobresaliendo de abajo de un bloque de madera. 

Dorothy miró, y dio un pequeño grito de susto. Allí, en efecto, justo debajo de la esquina de la gran viga sobre la que descansaba la casa, sobresalían dos pies con zapatos plateados en punta.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, querida! —gritó Dorothy, juntando sus manos consternada—. La casa debe haber aterrizado sobre ella. ¿Qué hacemos?

—No hay nada que hacer —dijo con calma la mujer. 

—Pero, ¿quién era? —preguntó Dorothy. 

—Como dije antes, era la Bruja Malvada del Este —respondió la mujer—. Ha tenido a todos los Munchkins esclavizados por muchos años, trabajando para ella día y noche. Ahora todos son libres y te agradecen el favor. 

—¿Quiénes son los Munchkins? —preguntó Dorothy.

—Son las personas que viven en la tierra del Este, donde gobernaba la Bruja Malvada. 

—¿Tú eres un Munchkin? —preguntó Dorothy.

—No, pero soy su amiga; sin embargo, vivo en la tierra del Norte. Cuando vieron que la bruja Malvada del Este estaba muerta, la gente de Munchkin me envió un mensajero y vine de inmediato. Yo soy la bruja del Norte. 

—¡Oh, Dios mío! —gritó Dorothy—. ¿Eres una bruja de verdad? 

—En efecto —respondió la mujer—. Pero soy una bruja buena y la gente me quiere. No soy tan poderosa como la Bruja Malvada que gobernaba aquí, o hubiera liberado a la gente yo misma. 

—Yo pensé que todas las brujas eran malvadas —dijo la niña, que estaba un poco asustada por conocer a una verdadera bruja 

—Oh, no, eso es un gran error. Sólo hay cuatro brujas en toda la Tierra de Oz, y dos de ellas, las que viven en el Norte y en el Sur, son brujas buenas. Sé que esto es cierto porque yo soy una de ellas, no puedo equivocarme. Las que habitaban en el Este y el Oeste eran, en efecto, Brujas Malvadas; pero ahora que has matado a una de ellas, solo queda una Bruja Malvada en toda la Tierra de Oz; la que vive en el Oeste. 

—Pero —dijo Dorothy después de pensar un momento—, la tía Em me dijo que las brujas están todas muertas desde hace muchos años. 

—¿Quién es tía Em? —preguntó intrigada la pequeña anciana. 

—Es mi tía que vive en Kansas, de donde vengo. 

La Bruja del Norte pareció quedarse pensando con la cabeza inclinada y los ojos en el suelo. Luego levantó la mirada y dijo: 

—No sé dónde es Kansas, pues nunca escuché nombrar ese lugar. Pero dime, ¿es una tierra civilizada? 

—Oh, sí —respondió Dorothy.

—Entonces eso lo explica. Creo que en los países civilizados ya no quedan ni brujas, ni magos, ni hechiceras. Pero verás, la tierra de Oz nunca fue civilizada, porque estamos aislados del resto del mundo. Por lo tanto, todavía tenemos brujas y magos entre nosotros. 

—¿Quiénes son los magos? —preguntó Dorothy.

—El mismísimo Oz es el Gran Mago —contestó la Bruja, bajando la voz hasta un susurro—. Él es más poderoso que todos nosotros juntos. Vive en la Ciudad Esmeralda. 

Dorothy iba a hacer otra pregunta, justo cuando los Munchkins, que habían estado parados en silencio a un costado, dieron un fuerte grito y señalaron la esquina de la casa donde yacía la Bruja Malvada.

—¿Qué es eso? —preguntó la pequeña anciana; miró y comenzó a reír. Los pies de la Bruja muerta habían desaparecido por completo, y no quedaba más que los zapatos plateados.

—Era tan vieja —explicó la Bruja del Norte—, que se secó rápidamente bajo el sol. Este es su final. Pero los zapatos plateados son tuyos y debes quedártelos y usarlos—. Se agachó para levantar los zapatos, y luego de sacudirles el polvo se los alcanzó a Dorothy. 

—La Bruja del Este estaba orgullosa de esos zapatos plateados —dijo uno de los Munchkins—, y hay algún encanto conectado a ellos; pero nunca supimos qué es. 

Dorothy llevó los zapatos dentro de la casa y los puso sobre la mesa. Luego salió otra vez hacia donde estaban los Munchkins y les dijo: 

—Estoy ansiosa por volver con mis tíos, seguramente estén preocupados por mí. ¿Pueden ayudarme a encontrar el camino? 

Los Munchkins y la Bruja se miraron entre ellos, luego la miraron a Dorothy y negaron con la cabeza.

—Al este, no muy lejos de aquí —dijo uno—, hay un gran desierto, y nadie pudo vivir para cruzarlo.

—Es lo mismo al Sur —dijo otro—, pues estuve allí y lo vi. El sur es la Tierra de los Quadlings. 

—Me han dicho—, dijo el tercer hombre—, que es lo mismo al Oeste. Y esa tierra, donde viven los Winkies, es gobernada por la Bruja Malvada del Oeste, quien te convertiría en su esclava si te cruzaras en su camino.

—El Norte es mi hogar —dijo la anciana—, y en su horizonte está el mismo gran desierto que rodea la Tierra de Oz. Me temo, querida, que tendrás que vivir con nosotros. 

Dorothy empezó a sollozar, pues se sentía sola entre tanta gente extraña. Sus lágrimas parecieron afligir a los bondadosos Munchkins, porque inmediatamente sacaron sus pañuelos y también comenzaron a llorar. En cuanto a la anciana, se quitó el sombrero y colocó la punta en su nariz, mientras contaba: uno, dos, tres,con una voz solemne. Al instante, el sombrero se transformó en una pizarra que tenía escrito en grande, con tiza blanca:

“QUE DOROTHY VAYA A LA CUIDAD DE LAS ESMERALDAS”

La anciana quitó la pizarra de su nariz, y habiéndola leído, preguntó:

—¿Tu nombre es Dorothy, querida?

—Sí—, respondió la niña, levantando la cabeza y secándose las lágrimas.

—Entonces debes ir a la Ciudad de las Esmeraldas. Quizás Oz te ayude.

—¿Dónde es esa ciudad? —preguntó Dorothy.

—Está exactamente en el centro de las tierras y es gobernada por Oz, el Gran Mago del que te hablé.

—¿Es un buen hombre? —preguntó ansiosa la niña.

—Es un buen Mago. No puedo decir si es un hombre o no, pues nunca lo he visto. 

—¿Cómo llego a él? —preguntó Dorothy.

—Debes caminar. Es un largo viaje atravesando tierras a veces amables y otras veces oscuras y terribles. Sin embargo, usaré todas las artes mágicas que conozco para mantenerte alejada de cualquier daño.

—¿No vendrás conmigo? —suplicó la niña, que había comenzado a ver a la anciana como su única amiga. 

—No, no puedo hacer eso —respondió—, pero te daré mi beso, y nadie se atrevería a lastimar una persona que fue besada por la Bruja del Norte.

Se acercó a Dorothy y la beso suavemente en la frente. Donde sus labios tocaron a la niña, dejaron una marca redonda y brillante, que Dorothy descubrió poco después. 

—El camino a Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos amarillos —dijo la Bruja—, así que no puedes perderte. Cuando llegues a Oz, no tengas miedo de él, sino cuéntale tu historia y pídele ayuda. Adiós, querida.

Los tres Munchkins se inclinaron hacia ella, le desearon un buen viaje y luego se alejaron entre los árboles. La Bruja saludó con un pequeño guiño a Dorothy, giró tres veces sobre su talón, y desapareció enseguida para gran sorpresa de Toto, que comenzó a ladrar fuerte, pues había tenido miedo incluso de gruñir cuando todavía estaba ahí.

Pero Dorothy, sabiendo que era una bruja, esperaba que desaparezca de esa manera, y no se sorprendió en lo más mínimo.


Capítulo 3: Cómo Dorothy salvó el Espantapájaros

Cuando Dorothy se quedó a solas comenzó a sentir hambre. Entonces se acercó al armario, cortó un trozo de pan y lo untó con mantequilla. Le dio un poco a Toto, y tomó una cubeta del estante, la llevó hasta el arroyo y la llenó con agua clara y espumosa. Toto corrió hacia los árboles y comenzó a ladrar a los pájaros que se encontraban allí. Dorothy fue a buscarlo, y en el camino vio una fruta deliciosa colgando de las ramas. La tomó y vio que era justo lo que quería para completar el desayuno. 

Luego volvió a la casa, y tras beber un buen sorbo del agua fresca y cristalina, se dispuso a prepararse para el viaje a Ciudad Esmeralda.

Dorothy sólo tenía un vestido más, pero resulta que estaba limpio y colgado en una percha al lado de su cama. Era un vestido a cuadros, blancos y azules; y aunque el azul estaba algo gastado de tanto lavarlo, seguía siendo un hermoso vestido. La niña se aseó cuidadosamente, se puso el vestido a cuadros y un sombrero rosa. Tomó una canasta, la llenó con pan que había en la alacena y la tapó con un paño blanco. Luego se miró los pies y notó lo viejos y gastados que estaban sus zapatos. 

—Seguro no sobrevivirán a un viaje tan largo, Toto —dijo. Toto la miró con sus ojos negros y meneó la cola como muestra de aprobación a lo que ella le decía. 

En ese momento, Dorothy vio sobre la mesa los zapatos plateados que habían pertenecido a la Bruja del Este. 

—Me pregunto si me entrarán —le dijo a Toto—. Serían perfectos para hacer un viaje largo, porque no se desgastarían.

Se sacó sus viejos zapatos de cuero y se probó los plateados, que le quedaron perfectamente, como si estuvieran hechos para ella.

Finalmente, levantó la canasta.

—Ven, Toto —dijo—, nos iremos a Ciudad Esmeralda y le preguntaremos al Gran Oz cómo regresar a Kansas.

La niña cerró la puerta, puso la traba y guardó la llave cuidadosamente en el bolsillo de su vestido. Y así, con Toto trotando a su lado, comenzó su viaje.

Había muchos caminos cerca, pero no le tomó mucho tiempo encontrar el camino de ladrillos amarillos. En poco tiempo ya estaba caminando a paso ligero hacia Ciudad Esmeralda, con sus zapatos plateados tintineando alegremente sobre el duro camino amarillo. El sol brillaba y los pájaros cantaban dulcemente, y Dorothy no se sintió tan mal como pensarían que se sentiría una niña que de repente fue sacada de su tierra y llevada por un ciclón a tierras extrañas. 

Mientras caminaba, se sorprendía de la belleza de las tierras que la rodeaban. Había impecables cercas a los costados del camino, pintadas de un delicado color azul; y más allá de ellas, campos de cereales y vegetales en abundancia. Evidentemente los Munchkins eran buenos granjeros, capaces de cultivar grandes cosechas. De vez en cuando pasaba por delante de una casa, y la gente salía a mirarla y hacer una reverencia al verla pasar; todos sabían que ella había sido la responsable de destruir a la Bruja Malvada y liberarlos de la esclavitud. Las casas de los Munchkins tenían un aspecto extraño, pues cada una era redonda, con una gran cúpula en el techo. Todas estaban pintadas de azul, porque en el País del Este el color azul era el favorito. 

Hacia el atardecer, cuando Dorothy ya estaba cansada de su larga caminata y comenzó a preguntarse dónde pasaría la noche, llegó a una casa más grande que las demás. En el verde jardín delante de la casa había hombres y mujeres bailando. Cinco pequeños violinistas estaban tocando tan fuerte como era posible, y la gente reía y cantaba, mientras una gran mesa cercana estaba llena de deliciosas frutas y nueces, tartas y pasteles, y muchas otras cosas ricas.

La gente saludó a Dorothy con amabilidad, y la invitaron a cenar y pasar la noche con ellos; era la casa de uno de los Munchkins más adinerados de esas tierras, y se había reunido con sus amigos para festejar la liberación de la esclavitud de la Bruja Malvada.

Dorothy comió una abundante cena y fue atendida por el rico Munchkin, que se llamaba Boq. Luego se sentó en un sillón y miró bailar a la gente.

Cuando Boq vio sus zapatos plateados le dijo:

—Tú debes ser una gran hechicera.

—¿Por qué? —preguntó la niña.

—Porque usas zapatos plateados y has matado a la Bruja Malvada. Además, tienes blanco en tu vestido, y sólo las brujas y hechiceras usan blanco.

—Mi vestido es de cuadros blancos y azules —dijo Dorothy, alisándole las arrugas.

—Es muy amable de tu parte usarlo —dijo Boq—. El azul es el color favorito de los Munchkins, y el blanco el color de las brujas. Así que sabemos que eres una bruja amigable.

Dorothy no sabía que responderle, parecía que todos pensaban que era una bruja, y ella sabía muy bien que solo era una niña común y corriente que había llegado en un ciclón de casualidad a tierras extrañas.

Cuando se cansó de mirar el baile, Boq la llevó dentro de la casa, donde le dio una habitación con una bonita cama. Las sábanas estaban hechas con tela azul, y Dorothy se durmió profundamente en ellas hasta la mañana siguiente, con Toto acurrucado en la alfombra azul a su lado.

Comió un abundante desayuno, mientras miraba un pequeño Munchkin bebé que jugaba con Toto y le tiraba de la cola, cacareaba y reía de una manera que divertía mucho a Dorothy. Toto era una gran curiosidad para todos, ya que nunca antes habían visto un perro.

—¿Qué tan lejos queda Ciudad Esmeralda? —preguntó la niña.

—No lo sé —respondió Boq—, nunca estuve allí. Es mejor para las personas mantenerse alejados de Oz, a menos que tengan negocios con él. Pero es un largo viaje hasta Ciudad Esmeralda, y te llevará muchos días. Estas tierras son ricas y placenteras, pero deberás pasar por lugares difíciles y peligrosos antes de llegar al final de tu viaje.

Esto preocupó un poco a Dorothy, pero sabía que solo el Gran Oz podía ayudarla a regresar a Kansas, así que, valientemente, decidió no volver atrás.

Se despidió de sus amigos y retomó otra vez el camino de ladrillos amarillos. Cuando ya había hecho varios kilómetros pensó en detenerse a descansar, así que trepó la cerca junto al camino y se sentó sobre ella. Había un gran campo de maíz más allá de la cerca, y no muy lejos vio un espantapájaros, colocado en lo alto de un poste para alejar a los pájaros del maíz.

Dorothy apoyó su barbilla en su mano y miró pensativa el espantapájaros. Su cabeza era un pequeño saco relleno de paja, con los ojos, la nariz y la boca pintados representando su cara. Tenía en la cabeza un viejo y puntiagudo sombrero azul que debió ser de algún Munchkin; y el resto de la figura era un traje azul desgastado y decolorado, que también estaba relleno de paja. En los pies tenía unos viejos zapatos azules, como los que usaban todos los hombres de ese país, y la figura se elevaba por encima del maíz con un palo clavado en su espalda.

Mientras Dorothy miraba la cara pintada del Espantapájaros, se sorprendió al ver que uno de sus ojos le hizo un pequeño guiño. Al principio pensó que se había equivocado, pues ningún espantapájaros de Kansas le había guiñado nunca; pero enseguida la figura hizo un gesto amistoso hacia ella con la cabeza. Dorothy bajó de la cerca y se acercó a él, mientras Toto corría alrededor del poste y ladraba.

—Buen día —dijo el Espantapájaros, con la voz algo ronca.

—¿Me hablaste? —preguntó asombrada.

—Desde luego —contestó el Espantapájaros—. ¿Cómo está usted?

—Estoy bien, gracias —respondió amablemente Dorothy—. ¿Tú cómo estás?

—No me siento muy bien —dijo el Espantapájaros, con una sonrisa —pues es bastante tedioso estar aquí clavado noche y día para espantar cuervos.

—¿No puedes bajar? —preguntó Dorothy.

—No, porque este poste esta clavado en mi espalda. Por favor, si pudieras quitármelo te estaría muy agradecido. 

Dorothy estiró sus dos brazos y quitó el muñeco del poste; Era bastante liviano ya que estaba relleno de paja.

—Muchas gracias —dijo el Espantapájaros, cuando ya se había sentado en el suelo—. Me siento como un hombre nuevo.

Dorothy se quedó perpleja, pues le resultaba muy extraño oír hablar un muñeco, verlo moverse y caminar delante suyo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el Espantapájaros una vez que se hubo estirado y bostezado—. ¿Y hacia dónde te diriges? 

—Mi nombre es Dorothy —dijo la niña—, y me dirijo a Ciudad Esmeralda para pedirle al Gran Oz que me envíe de regreso a Kansas.

—¿Dónde es Ciudad Esmeralda? —preguntó—. ¿Y quién es Oz?

—¿Por qué, no sabes? —replicó sorprendida. 

—De hecho, no. No sé nada. Verás, estoy relleno, por lo que no tengo cerebro alguno —respondió triste.

—Oh,—dijo Dorothy—, lo lamento mucho por ti.

—¿Piensas que —preguntó—, si voy contigo a Ciudad Esmeralda, ese tal Oz pueda darme un cerebro?

—No puedo afirmarlo —respondió—, pero puedes venir conmigo si quieres. Si Oz no puede darte un cerebro, no estarás peor de lo que estás ahora. 

—Eso es verdad —dijo el Espantapájaros—. Verás —continuó confidencialmente—, no me importa que mis piernas, mis brazos y mi cuerpo estén rellenos, porque así no puedo lastimarme. Si alguien me pisa o me clava un alfiler, no importa porque no puedo sentirlo. Pero no quiero que me llamen tonto, y si mi cabeza se queda rellena de paja en vez de un cerebro, como la tuya, ¿cómo podré saber algo?

—Entiendo cómo te sientes —dijo la pequeña niña, que estaba realmente apenada por él—. Si vienes conmigo, le pediré a Oz que haga todo lo posible por ti. 

—Gracias —respondió agradecido.

Volvieron al camino. Dorothy lo ayudó a cruzar la cerca, y emprendieron el camino de ladrillos amarillos hacia Ciudad Esmeralda. 

Al principio, a Toto no le gustó esta incorporación. Olfateaba alrededor del muñeco como si sospechara que hubiera un nido de ratas entre la paja, y a menudo gruñía al Espantapájaros de manera poco amistosa. 

—No te preocupes por Toto —dijo Dorothy a su nuevo amigo—. Nunca muerde. 

—¡Oh, no estoy asustado! —respondió el Espantapájaros—. No puede lastimar a la paja. Déjame cargar la canasta. No es nada, pues no puedo cansarme. Te contaré un secreto —continuó mientras caminaban—, Hay una sola cosa en el mundo que me asusta.

—¿Qué? —preguntó Dorothy —¿El Munchkin granjero que te creó?

—No —contesto el Espantapájaros—, una cerilla encendida.


Capítulo 4: El camino a través del bosque

Luego de unas horas el camino comenzó a ponerse duro, y la caminata se tornó tan difícil que el Espantapájaros tropezaba a menudo con los ladrillos amarillos, que estaban muy desparejos. A veces, de hecho, estaban rotos o perdidos, dejando agujeros que Toto saltaba por encima y Dorothy rodeaba. En cuanto al Espantapájaros, al no tener cerebro, caminó siempre en línea recta pisando dentro de los agujeros, y cayó de lleno sobre los duros ladrillos. Sin embargo, nunca se lastimó, y Dorothy lo ponía de pie nuevamente, mientras él la acompañaba riéndose alegremente de su propia torpeza. 

Las granjas no estaban tan bien cuidadas aquí como lo estaban más atrás. Había menos casas y menos árboles frutales, y cuanto más se alejaban, las tierras se volvían más lúgubres y solitarias. 

Al mediodía se sentaron a un lado del camino, cerca de un pequeño arroyo, y Dorothy abrió su canasta y sacó un trozo de pan. Le ofreció un pedazo al Espantapájaros, pero él lo rechazó. 

—Nunca tengo hambre —dijo—, y tengo suerte de no tenerla, porque mi boca sólo está pintada, y si le hago un agujero para poder comer, la paja con la que estoy relleno se saldría, y eso echaría a perder la forma de mi cabeza.

Dorothy se dio cuenta en seguida que esto era cierto, así que sólo asintió y siguió comiendo su pan. 

—Dime algo sobre ti, sobre el país de donde vienes —dijo el Espantapájaros cuando ella terminó su cena. Entonces Dorothy le contó todo sobre Kansas, y cómo todo allí era gris y cómo el ciclón la había arrastrado hasta las extrañas Tierras de Oz. 

El Espantapájaros escuchó atentamente, y dijo:

—No entiendo por qué deseas irte de este hermoso país y volver a ese lugar seco y gris que llamas Kansas.

—Eso es porque no tienes cerebro —contestó la niña—. No importa cuán secos y grises sean nuestros hogares; nosotros, las personas de carne y hueso, preferimos vivir ahí antes que en cualquier otra tierra, por más hermosa que sea. No hay lugar como el hogar. 

El Espantapájaros suspiró. 

—Por supuesto que no puedo entenderlo —dijo—. Si sus cabezas estuvieran rellenas con paja como la mía, probablemente todos ustedes vivirían en lugares hermosos, entonces en Kansas no viviría nadie. Es una fortuna para Kansas que ustedes tengan cerebro.

—¿Me contarías una historia mientras descansamos? —preguntó la niña.

El espantapájaros miró a la niña con aire de reproche, y dijo:

—Mi vida ha sido tan corta que realmente no sé nada. Me hicieron anteayer. Lo que pasaba antes en el mundo es desconocido para mí. Afortunadamente, cuando el granjero me hizo, una de las primeras cosas que hizo fue pintarme las orejas, así que podía escuchar lo que estaba pasando. Había otro Munchkin con él, y lo primero que escuché fue al granjero decir:

“—¿Te gustan esas orejas?”.

“—No están alineadas” —respondió el otro.

“—No importa” —dijo el granjero —“Son orejas de todas maneras” —lo que era bastante cierto.

“—Ahora haré los ojos” —dijo el granjero.

—Entonces pintó mi ojo derecho; y tan pronto como terminó me encontré mirándolo a él y a todo lo que había a mi alrededor con mucha curiosidad, ya que era mi primera visión del mundo.

“—Es un ojo muy bonito” —remarcó el Munchkin que estaba observando al granjero —“El color azul es el color perfecto para los ojos”.

“—Me parece que haré el otro ojo un poco más grande” —dijo el granjero.

—Y cuando hubo hecho el segundo ojo, podía ver mucho mejor que antes. Luego me hizo la nariz y la boca. Pero yo no hablaba, porque en ese momento no sabía para qué servía una boca. Tuve el agrado de verlos hacer mi cuerpo, mis brazos y mis piernas; y cuando al final lo unieron a mi cabeza, me sentí muy orgulloso, porque me creía tan buen hombre como cualquiera. 

“—Este compañero asustará los cuervos enseguida” —dijo el granjero —“Parece un hombre”.

“—Porque es un hombre” —dijo el otro. Y yo estaba de acuerdo con él. El granjero me cargó bajo su brazo hasta el campo de maíz, y me clavó en un poste alto, donde tú me encontraste. Él y su amigo se fueron enseguida y me dejaron solo. 

—No me gustó ser abandonado de esa manera. Así que traté de caminar tras ellos. Pero mis pies no tocaban el suelo y me vi forzado a quedarme en ese poste. Fue una vida solitaria, pues habiendo sido fabricado solo uno momento antes, no tenía nada en que pensar. Muchos cuervos y otros pájaros volaron al maizal, pero en cuanto me veían, se iban volando nuevamente, pensando que yo era un Munchkin; y esto me complacía y me hacía sentir que era una persona importante. Un viejo cuervo voló cerca de mí, y después de mirarme detenidamente se posó sobre mi hombro y dijo: “Me pregunto si el granjero pensó en engañarme de esta manera torpe. Cualquier cuervo con sentido común se daría cuenta que solo estás relleno con paja”. Luego saltó a mis pies y comió todo el maíz que quiso. Los demás pájaros vieron que no lo lastimé y se acercaron a comer maíz también, así que en poco tiempo había una gran bandada de ellos a mi alrededor.

—Me sentí triste con esto, porque a final no era un buen Espantapájaros; pero el viejo cuervo me confrontó diciendo: “si tan solo tuvieras un cerebro en tu cabeza, serías tan buen hombre como ellos, e incluso un mejor hombre que algunos de ellos. Un cerebro es lo único que vale la pena tener en este mundo, no importa si eres un hombre o un cuervo”

—Luego de que se fueran los cuervos pensé que estaba terminado, y decidí intentarlo todo para conseguir un cerebro. Por suerte llegaste tú y me bajaste del poste, y por lo que me dijiste, estoy seguro que el Gran Oz me dará un cerebro en cuanto lleguemos a Ciudad Esmeralda.

—Eso espero —dijo Dorothy con toda sinceridad—, ya que pareces ansioso por tener uno.

—Oh, sí; estoy ansioso —respondió el Espantapájaros—. Es una sensación tan incómoda saber que uno es tonto. 

—Bueno —dijo la niña—, vamos—. Y le alcanzó la canasta al Espantapájaros.

Ya no había ninguna cerca al costado del camino, y la tierra era dura y sin labrar. Al atardecer llegaron a un bosque, donde los árboles crecían muy grandes, y tan cerca unos de otros que sus ramas se cruzaban sobre el camino de ladrillos amarillos. Estaba casi oscuro debajo de los árboles, porque las ramas tapaban la luz del sol; pero los viajeros no se detuvieron, y se introdujeron en el bosque.

—Si el camino va hacia adentro, debería tener una salida —dijo el Espantapájaros—, y como Ciudad Esmeralda está en el otro extremo del camino, debemos ir por donde nos lleve.

—Todos deberían saber eso —dijo Dorothy.

—Desde luego; por eso lo sé —contesto el Espantapájaros—. Si se necesitara un cerebro para entenderlo, nunca lo hubiera dicho.

Luego de una hora, cuando la luz se fue, se encontraron tropezando en la oscuridad. Dorothy no podía ver nada, pero Toto sí, ya que algunos perros ven muy bien en la oscuridad; y el Espantapájaros comentó que él podía ver tan bien como cuando era de día. Así que ella lo tomó del brazo y se las arregló bastante bien.

—Si ves una casa o algún lugar donde podamos pasar la noche —dijo—, dímelo, pues es muy incómodo andar en la oscuridad.

Poco después el Espantapájaros se detuvo.

—Veo una pequeña cabaña a nuestra derecha —dijo—, construida con troncos y ramas. ¿Vamos?

—Sí, claro —contesto la niña—. Estoy muy cansada.

Entonces el Espantapájaros la guió a través de los arboles hasta alcanzar la cabaña; Dorothy entró y encontró una cama de hojas secas en una esquina. Enseguida se acostó, y se quedó profundamente dormida con Toto a su lado. El Espantapájaros, que nunca estaba cansado, se quedó de pie en otra esquina y espero pacientemente a que llegara la mañana.


Capítulo 5: El rescate del Leñador de Hojalata

Cuando Dorothy despertó, el sol brillaba entre los árboles y Toto había salido a perseguir pájaros y ardillas. Se sentó y miró a su alrededor. El Espantapájaros todavía estaba parado pacientemente en el rincón, esperándola. 

—Debemos ir en busca de agua —dijo ella.

—¿Por qué quieres agua? —preguntó él.

—Para lavarme la cara llena de tierra del camino, y para beber, para que el pan seco no se pegue en mi garganta. 

—Debe ser incómodo estar hecho de carne —dijo el Espantapájaros pensativo —pues deben dormir, comer y beber. Sin embargo, tienen cerebros, y vale la pena ser capaz de pensar.

Dejaron la cabaña y caminaron entre los árboles hasta encontrar un pequeño manantial de agua cristalina, donde Dorothy bebió, se aseó y comió su desayuno. Notó que no quedaba mucho pan en la canasta, y agradeció que el Espantapájaros no necesitaba alimentarse, ya que apenas había suficiente para alimentarlos a ella y a Toto ese día.

Cuando terminó su comida y estaba apunto de volver al camino de ladrillos amarillos, se sobresaltó al oír un profundo gemido cerca.

—¿Qué fue eso? —preguntó tímidamente.

—No lo sé —respondió el Espantapájaros—, pero podemos ir a ver.

En ese momento, otro gemido llegó a sus oídos; el sonido parecía venir desde detrás de ellos. Se dieron vuelta y caminaron a través del bosque algunos pasos, cuando Dorothy descubrió algo que brillaba al caer sobre él un rayo de sol entre los árboles. Corrió al lugar y se detuvo de repente, con un pequeño grito de sorpresa.

Uno de los grandes árboles había sido parcialmente cortado, y de pie junto a él, con un hacha levantada en sus manos, había un hombre hecho enteramente de hojalata. Su cabeza, sus brazos y sus piernas estaban unidos a su cuerpo, pero permanecía inmóvil, como si no pudiera moverse.

Dorothy y el Espantapájaros lo miraron asombrados, mientras Toto ladraba bruscamente y le mordía las patas de lata, que le hicieron daño en los dientes.

—¿Tu gemiste? —pregunto Dorothy.

—Sí —contestó el Leñador de Hojalata—, fui yo. Estuve gimiendo durante más de un año, y nunca nadie me escuchó o vino a ayudarme.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó suavemente, pues estaba conmovida por la triste voz con la que hablaba.

—Consigue una lata de aceite y aceita mis articulaciones —respondió—. Están tan oxidadas que no puedo moverlas para nada; si estoy bien aceitado, pronto volveré a estar bien. Encontrarán la lata de aceite en un estante de mi cabaña.

Enseguida Dorothy corrió a la cabaña y encontró la lata de aceite, volvió y preguntó ansiosa:

—¿Dónde están tus articulaciones?

—Primero aceita mi cuello —respondió el Leñador de Hojalata. Así que ella lo hizo, y como estaba bastante oxidado, el Espantapájaros agarró la cabeza de hojalata y la movió de lado a lado suavemente, hasta que se liberó y el hombre pudo girarla por sí mismo.

—Ahora aceita las articulaciones de mis brazos —dijo. Y Dorothy las aceitó y el Espantapájaros las dobló cuidadosamente hasta que estuvieron libres de óxido y como nuevas.

El Leñador de Hojalata dio un suspiro de satisfacción y bajó su hacha, que apoyó contra el árbol.

—Esto es un gran alivio —dijo—. Estuve sosteniendo el hacha en el aire desde que me oxidé, y estoy contento de poder bajarla finalmente. Ahora, si aceitas las articulaciones de mis piernas, volveré a estar bien.

Así que aceitaron sus piernas hasta que pudo moverlas libremente; y les agradeció una y otra vez su liberación, pues parecía una criatura muy educada y muy agradecida.

—Podría haberme quedado ahí para siempre si ustedes no hubieran venido —dijo—, así que sin duda me han salvado la vida. ¿Cómo han llegado aquí?

—Estamos camino a Ciudad Esmeralda para ver al Gran Oz —respondió ella—, y paramos en tu cabaña a pasar la noche.

—¿Por qué desean ver a Oz? —preguntó.

—Yo quiero que me envía de regreso a Kansas, y el Espantapájaros quiere que le ponga un cerebro en su cabeza —respondió ella.

El Leñador de Hojalata pareció reflexionar profundamente por un momento y dijo:

—¿Crees que Oz pueda darme un corazón?

—Supongo que sí —respondió Dorothy—. Debería ser tan simple como darle un cerebro al Espantapájaros.

—Es cierto —respondió el Leñador de Hojalata—, así que, si me permiten unirme a ustedes, también iré a Ciudad Esmeralda y le pediré a Oz que me ayude.

—Vamos —dijo cordialmente el Espantapájaros, y Dorothy agregó que ella estaría encantada de contar con su compañía. Así que el Leñador de Hojalata se llevó el hacha al hombro y todos cruzaron el bosque hasta llegar al camino de ladrillos amarillos.

El Leñador de Hojalata le había pedido a Dorothy que guarde la lata de aceite en la canasta. 

—En caso de necesitarla nuevamente, si quedo atrapado en la lluvia y me oxido otra vez —dijo.

Fue una suerte que su nuevo camarada se uniera al grupo, pues poco después de haber emprendido viaje nuevamente, llegaron a un lugar donde los árboles y ramas crecían tan espesos sobre el camino que los viajeros no podían pasar. Pero el Leñador de Hojalata se puso a cortar con su hacha tan bien que en poco tiempo ya había marcado un camino para todo el grupo.

Dorothy estaba tan ensimismada pensando mientras caminaban, que no se dio cuenta cuando el Espantapájaros tropezó con un pozo y cayó rodando al costado del camino. De hecho, se vio obligado a llamarla para ayudarlo a ponerse de pie.

—¿Por qué no esquivaste el pozo? —Pregunto el Leñador de Hojalata.

—No sé lo suficiente —respondió el Espantapájaros con alegría—. Mi cabeza esta rellena con paja, ¿sabes? Por eso voy a pedirle a Oz un cerebro.

—Oh, ya veo —dijo el Leñador de Hojalata—. Pero, de todas maneras, los cerebros no son lo mejor del mundo. 

—¿Tú tienes alguno? —preguntó el Espantapájaros.

—No, mi cabeza esta vacía —contestó el Leñador de Hojalata—. Pero hubo un tiempo en que tuve cerebro y corazón; así que, habiendo tenido ambos, preferiría tener un corazón.

—¿Por qué? —preguntó el Espantapájaros.

—Te contaré mi historia, así lo sabrás. 

Entonces, mientras caminaban por el bosque, el Leñador de Hojalata contó la siguiente historia: 

—Soy hijo de un leñador que talaba árboles en el bosque y vendía la madera para ganarse la vida. Cuando crecí, también me convertí en leñador, y cuando murió mi padre, cuidé de mi madre mientras vivió. Entonces decidí que, en vez de vivir en soledad, me iba a casar para no sentirme solo.

—Había una chica Munchkin que era tan hermosa que pronto llegué a quererla con todo mi corazón. Ella, por su parte, prometió casarse conmigo tan pronto como yo ganase suficiente dinero como para construirle una casa mejor; así que me puse a trabajar más duro que nunca. Pero la chica vivía con una anciana que no quería que se casara con nadie, pues era tan perezosa que deseaba que la chica permanezca con ella para cocinarle y hacer los trabajos de la casa. La anciana fue con la Bruja Malvada del Este y le prometió dos ovejas y una vaca si evitaba el casamiento. Entonces la Bruja Malvada encantó mi hacha, y un día, cuando estaba talando lo mejor que podía, pues estaba ansioso de tener mi nueva casa y mi esposa lo más pronto posible, el hacha se resbaló de golpe y me cortó la pierna izquierda.

—Al principio pareció una desgracia; por lo que yo sabía, un hombre con una sola pierna no podía desempeñarse bien como leñador. Por eso fui con un hojalatero y le hice hacerme una nueva pierna de hojalata. La pierna funcionó muy bien una vez que me acostumbré a ella. Pero mis acciones enojaron a la Bruja Malvada del Este, ya que había prometido a la anciana que yo no me casaría con la chica Munchkin. Cuando comencé a talar nuevamente, mi hacha se resbaló y cortó mi pierna derecha. Fui de nuevo con el hojalatero, y nuevamente me hizo una pierna de hojalata. Después de esto, el encanto me cortó los brazos, uno tras otro. Sin amedrentarme, los reemplacé por unos de hojalata. La Bruja Malvada hizo que el hacha se resbalara y me cortara la cabeza, y al principio pensé que ese era mi final. Pero apareció el hojalatero y me hizo una cabeza nueva de hojalata.

—Pensé que había derrotado a la Bruja Malvada, y trabajé más duro que nunca; pero no sabía lo cruel que podía ser mi enemiga. Ella pensó una nueva manera de matar mi amor por la hermosa Munchkin soltera, e hizo que mi hacha se resbale nuevamente, de tal manera que atravesó mi cuerpo partiéndome en dos mitades. Una vez más, apareció el hojalatero para ayudarme y me hizo un cuerpo de hojalata. Sujetó mis brazos, piernas y cabeza de hojalata a él por medio de articulaciones, para que pudiera moverme libremente. Pero, ¡ay! Ahora no tenía un corazón, por lo que perdí todo mi amor por la chica Munchkin y no me importaba si me casaba o no con ella. Supongo que sigue viviendo con la anciana, esperando que vaya a buscarla.

—Mi cuerpo brillaba tanto al sol que me sentía muy orgulloso, y no importaba si el hacha se resbalaba, porque ya no podía lastimarme. Había solo un peligro más: que mis articulaciones se oxiden; por eso tenía una lata de aceite en mi cabaña y me ocupé de aceitarme cada vez que lo necesité. Sin embargo, hubo un día en que me olvidé de hacerlo, y al verme atrapado en una tormenta con mucha lluvia, mis articulaciones se oxidaron antes que pudiera pensarlo siquiera; y me quedé parado en el bosque hasta que ustedes vinieron a ayudarme. Fue algo terrible, pero durante el año que estuve ahí parado, tuve mucho tiempo para pensar que la mayor pérdida que había sufrido era la de mi corazón. Cuando estuve enamorado, fui el hombre más feliz de la tierra; pero nadie puede amar si no tiene corazón, así que estoy decidido a pedirle a Oz que me dé uno. Si lo hace, volveré a buscar a la doncella de Munchkin y me casaré con ella.

Tanto Dorothy como el Espantapájaros estaban muy interesados en la historia del Leñador de Hojalata, y ahora sabían por qué estaba tan ansioso por conseguir un corazón nuevo.

—De todas formas —dijo el Espantapájaros—, yo pediré un cerebro en vez de un corazón; ya que un tonto no sabría que hacer con un corazón si lo tuviera.

—Yo tomaré el corazón —retomó el Leñador de Hojalata—, ya que un cerebro no te hará feliz, y la felicidad es lo mejor del mundo. 

Dorothy no dijo nada, pues estaba desconcertada por saber cuál de sus amigos tenía razón, y decidió que, si podía volver a Kansas y a la tía Em, no importaba mucho si el Leñador de Hojalata no tenía cerebro y el Espantapájaros corazón, o si cada uno conseguía lo que quería.

Lo que más le preocupaba era que casi se había acabado el pan, y otra comida para ella y Toto dejaría vacía la canasta. Para estar seguros, ni el Leñador de Hojalata ni el Espantapájaros comían jamás, pero ella no estaba hecha de hojalata o paja, y no podía vivir a menos que se alimentara.


Capítulo 6: El León Cobarde

Todo este tiempo Dorothy y compañía habían estado caminando por el bosque espeso. El camino seguía siendo de ladrillos amarillos, pero aquí estaban cubiertos de ramas y hojas secas de los árboles, y la caminata no era nada buena.

Había pocos pájaros en esta parte del bosque, porque a los pájaros les encanta el campo abierto, donde hay mucha luz de sol. Pero de vez en cuando llegaba un profundo gruñido de algún animal salvaje escondido entre los árboles. Estos ruidos hacían latir rápido el corazón de la niña, porque no sabía qué eran; pero Toto sabía, y caminó cerca de Dorothy y ni siquiera ladró en respuesta.

—¿Cuánto tiempo pasará —preguntó la niña al Leñador de Hojalata —antes que salgamos del bosque?

—No sé decirte —fue la respuesta—, pues nunca estuve en la Ciudad Esmeralda. Pero mi padre fue una vez cuando yo era un niño, y dijo que fue un largo viaje a través de tierras peligrosas, aunque más cerca de la ciudad donde vive Oz, las tierras son preciosas. Pero hasta hora no tuve miedo, pues tengo mi lata de aceite, nada puede lastimar al Espantapájaros, y mientras tú lleves en la frente la marca del beso de la Bruja Buena, estarás protegida de cualquier daño.

—Pero, ¡Toto! —dijo ansiosa la niña—. ¿Qué lo protegerá?

—Tenemos que protegerlo nosotros si está en peligro —respondió el Leñador de Hojalata.

Justo cuando hablaba, vino del bosque un terrible rugido, y en ese momento un gran león saltó al camino. Con un solo golpe de su pata, mandó al Espantapájaros dando vueltas y vueltas hasta el borde del camino, y luego golpeó al Leñador de Hojalata con sus garras afiladas. Pero para sorpresa del león, no pudo causar ninguna impresión en la hojalata, aunque el Leñador cayó en el camino y se quedó inmóvil. 

El pequeño Toto, ahora que tenía un enemigo para enfrentar, corrió ladrando hacia el León, y la gran bestia abrió su boca para morder al perro, cuando Dorothy, temiendo que Toto muriera y sin importarle el peligro, se puso delante y abofeteó al León en la nariz tan fuerte como pudo, mientras gritaba: 

—¡Ni se te ocurra morder a Toto! Deberías avergonzarte de ti mismo, una bestia enorme como tú, ¡morder a un pobre perrito!

—No lo mordí —dijo el León, mientras con su pata se frotaba la nariz donde Dorothy lo había golpeado.

—No, pero lo intentaste —respondió—, no eres más que un gran cobarde.

—Lo sabía —dijo el León, agachando la cabeza avergonzado—. Siempre lo supe. Pero, ¿cómo puedo evitarlo?

—No lo sé, estoy segura. ¡Pensar que golpeas a un hombre relleno, como el pobre Espantapájaros!

—¿Está relleno? —preguntó el León sorprendido, mientras la miraba levantar al Espantapájaros y ponerlo de pie, dándole palmaditas para que volviera a su forma.

—Por supuesto que está relleno —respondió Dorothy, que seguía enojada.

—Es por eso que cayó tan fácilmente —remarcó el León—. Me asombró verlo dar tantas vueltas. ¿El otro también está relleno?

—No —dijo Dorothy—, está hecho de hojalata—. Y ayudó al Leñador de Hojalata a levantarse. 

—Por eso casi desafila mis garras —dijo el León—. Cuando arañaron la hojalata, un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Qué es ese pequeño animal que te provoca tanta ternura?

—Es mi perro, Toto —respondió Dorothy.

—Está hecho de lata o relleno? —pregunto el León.

—Ninguno. Es un… un… un perro, de carne —dijo la niña.

—¡Oh! Es un animal curioso y parece extremadamente pequeño, ahora que lo miro bien. Nadie pensaría en morder a alguien tan pequeño, excepto un cobarde como yo —continuó triste el León. 

—¿Qué te convierte en cobarde? —preguntó Dorothy, mirando a la gran bestia con asombro, pues era tan grande como un caballo pequeño.

—Es un misterio —respondió el León—. Yo creo que nací así. Todos los demás animales del bosque esperan naturalmente que sea valiente, porque en todas partes se cree que el León es el Rey de las Bestias. Aprendí que, si rujo muy fuerte, todo ser vivo se asusta y se aparta de mi camino. Siempre que me he cruzado con un hombre he estado terriblemente asustado; pero solo le rugí y siempre corrieron tan rápido como podían. Si los elefantes, los tigres y los osos hubieran intentado luchar contra mí, yo hubiera huido —soy tan cobarde—, pero tan pronto ellos me oían rugir, todos intentaban escapar de mí y, por supuesto, yo los dejaba ir. 

—Pero eso no está bien. El Rey de las Bestias no debería ser un cobarde —dijo el Espantapájaros.

—Ya lo sé —contestó el León, secándose una lágrima con la punta de su cola —Es mi mayor pena, y hace mi vida muy infeliz. Pero siempre que hay peligro, mi corazón empieza a latir rápido.

—Quizás tienes una enfermedad del corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Puede ser —dijo el León.

—Si la tuvieras —continuó el Leñador de Hojalata —deberías estar contento, ya que prueba que tienes un corazón. En cambio, yo no tengo corazón; por eso no puedo tener una enfermedad del corazón.

—Quizás —dijo el León pensativo—, si no tuviera corazón no sería un cobarde. 

—¿Tienes cerebro? —preguntó el Espantapájaros.

—Creo que sí. Nunca me he fijado —respondió el León.

—Yo estoy yendo a ver al Gran Oz para pedirle que me dé uno —remarcó el Espantapájaros—, pues que mi cabeza está llena de paja.

—Y yo estoy yendo a pedirle que me dé un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Y yo estoy yendo a pedirle que nos envíe a Toto y a mí de vuelta a Kansas —agregó Dorothy.

—¿Ustedes creen que Oz pueda darme coraje? —Preguntó el León Cobarde.

—Tan fácilmente como podría darme cerebro —dijo el Espantapájaros.

—O a mí un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—O enviarme de vuelta a Kansas —dijo Dorothy.

—Entonces, si no les molesta, iré con ustedes —dijo el León—, porque mi vida es insoportable sin un poco de coraje.

—Serás muy bienvenido —respondió Dorothy, —pues nos ayudarás a mantener alejadas a las otras bestias salvajes. Me parece que deben ser más cobardes que tú, si permiten que los asustes tan fácilmente.

—Verdaderamente lo son —dijo el León—, pero eso no me hace más valiente, y mientras yo sepa que soy cobarde, seguiré siendo infeliz.

Entonces una vez más el pequeño grupo emprendió viaje, el León caminando con pasos majestuosos a la par de Dorothy. Al principio, Toto no aprobó a este nuevo camarada, pues no podía olvidar lo cerca que estuvo de quedar aplastado por la mandíbula del León. Pero al cabo de un tiempo se sintió más a gusto, y pronto Toto y el León Cobarde se hicieron buenos amigos.

Durante el resto de aquel día no hubo ninguna otra aventura que opaque la paz de su viaje. Una vez, en efecto, el Leñador de Hojalata pisó un escarabajo que se arrastraba por el camino y mató al pobre bicho. Esto hizo muy infeliz al Leñador de Hojalata, pues siempre era muy cuidadoso de no lastimar a ninguna criatura; y mientras caminaba, lloró muchas lágrimas de pena y arrepentimiento. Estas lágrimas caían lentamente por su rostro y sobre las bisagras de su mandíbula, por lo que se oxidaron. Cuando Dorothy le preguntó algo, el Leñador de Hojalata no pudo abrir su boca porque sus mandíbulas estaban muy oxidadas. Se asustó mucho con esto, e hizo muchos gestos a Dorothy para que lo alivie, pero ella no entendía. El León también estaba perplejo por saber qué pasaba. Pero el Espantapájaros tomó la lata de aceite de la canasta de Dorothy y aceitó la mandíbula del Leñador de Hojalata, de modo que luego de unos instantes pudo hablar tan bien como antes. 

—Esto me enseñará una lección —dijo—: mirar por dónde voy. Porque si vuelvo a pisar un bicho o un escarabajo, lloraré nuevamente; y llorar oxida mi mandíbula y me impide hablar.

A partir de entonces caminó cuidadosamente, con sus ojos en el camino, y cuando veía una hormiguita pasar, la pasaba por encima para no lastimarla. El Leñador de Hojalata sabía muy bien que no tenía corazón, por eso se cuidaba mucho de nunca ser cruel ni desagradable con nada.

—Ustedes, personas con corazón —dijo—, tienen algo que los guía, y no tienen por qué equivocarse; pero yo no tengo corazón, por lo que debo ser muy cuidadoso. Cuando Oz me dé un corazón, por supuesto que no me importará tanto.


Capítulo 7: El viaje al Gran Oz

Se vieron obligados a acampar bajo un gran árbol en el bosque esa noche, ya que no había ninguna casa cerca. El árbol formaba una buena y gruesa cubierta que los protegía del rocío, y el Leñador de Hojalata cortó una gran cantidad de leña con su hacha, y Dorothy encendió un fabuloso fuego que la calentó y la hizo sentir menos sola. Ella y Toto comieron el último pan, y no sabía que harían en el desayuno.

—Si tú quieres —dijo el León—, puedo ir al bosque y matar un venado para ti. Puedes cocinarlo al fuego, ya que tu gusto es tan peculiar que prefieres cocinar la comida, y así tendrás un gran desayuno.

—¡No! ¡Por favor no lo hagas! —suplicó el Leñador de Hojalata—, definitivamente lloraría si mataras un pobre venado, y las lágrimas me oxidarían nuevamente. 

Pero el león se adentró en el bosque y encontró su propia cena, y nunca nadie supo qué fue, pues él no lo mencionó. Y el Espantapájaros encontró un árbol repleto de nueces y llenó la canasta de Dorothy con ellas, así no tendría hambre por un tiempo. Le pareció muy amable y considerado por parte del Espantapájaros, pero se rió a carcajadas por la torpe manera en que la criatura recogía las nueces. Sus manos acolchadas eran tan torpes y las nueces tan pequeñas que dejó caer casi tantas como las que metió en la canasta. Pero al espantapájaros no le importaba el tiempo que le llevó llenar la canasta, porque le permitía mantenerse alejado del fuego, pues tenía miedo de que una chispa saltara hasta su paja y lo quemara. Así que se mantuvo a buena distancia de las llamas, y solo se acercó para cubrir a Dorothy con hojas secas cuando ella se recostó a dormir. Esto la mantuvo cómoda y cálida, y durmió profundamente hasta la mañana.

Cuando se hizo de día, la niña se lavó la cara en un pequeño arroyo, y poco después todos partieron hacia Ciudad Esmeralda.

Este sería un día lleno de acontecimientos para los viajeros. Apenas llevaban caminando una hora, cuando vieron delante de ellos una gran zanja que cruzaba el camino y dividía al bosque hasta donde alcanzaban a ver hacia ambos lados. Era una zanja muy ancha, y cuando se acercaron al borde y la observaron, pudieron ver que también era muy profunda, y había muchas rocas grandes y filosas en el fondo. Los lados eran tan empinados que ninguno podía bajar por ellos, y por un momento pareció que el viaje había terminado.

—¿Qué hacemos? —preguntó Dorothy con desesperación.

—No tengo idea —dijo el Leñador de Hojalata, y el León sacudió su melena y se quedó pensativo.

Pero el Espantapájaros dijo:

—No podemos volar, eso está claro. Tampoco podemos bajar a esta gran zanja. Por lo tanto, si no podemos saltarla, debemos detenernos donde estamos.

—Yo creo que puedo saltarla —dijo el León Cobarde, luego de medir la distancia detenidamente en su mente.

—Entonces estamos bien —contestó el Espantapájaros—, pues puedes llevarnos a cuestas uno a uno.

—Bueno, puedo intentarlo —dijo el León—. ¿Quién vendrá primero?

—Yo iré —dijo el Espantapájaros—, ya que, si descubrieras que no puedes saltar sobre la zanja, Dorothy moriría, o el Leñador de Hojalata se abollaría contra las rocas del fondo. Pero si yo estoy en tu espalda no importaría mucho, pues la caída no me puede lastimar para nada.

—Yo también tengo mucho miedo de caerme —dijo el León Cobarde—, pero supongo que no hay más remedio que intentarlo. Así que sube a mi espalda y haremos el intento. 

El Espantapájaros se sentó en la espalda del León, y la gran bestia caminó al borde de la zanja y se agachó.

—¿Porque no tomas carrera y saltas? —preguntó el Espantapájaros.

—Porque esa no es la manera en que los leones hacemos esto —respondió. Luego, dando un gran salto, salió disparado por el aire y aterrizó sano y salvo del otro lado. Estaban todos muy aliviados de ver la facilidad con que lo hizo, y después de que el Espantapájaros bajara de su espalda, el León saltó de nuevo al otro lado de la zanja.

Dorothy pensó que ella sería la siguiente; así que tomó a Toto en brazos y trepó a la espalda del León, agarrándose fuerte a su melena con una mano. Al momento siguiente parecía que volaba por los aires, y luego, antes que siquiera tuviera tiempo de pensarlo, estaba sana y salva al otro lado. El león regresó por tercera vez a buscar al Leñador de Hojalata, y luego todos se sentaron un momento para darle un descanso al León, pues los largos saltos lo habían dejado sin aliento y jadeaba como un perro que hubiera estado corriendo todo el día.

Encontraron que el bosque era muy espeso de este lado, oscuro y sombrío. Luego de que el León descansara comenzaron a recorrer el camino de ladrillos amarillos, preguntándose en silencio, cada uno en su mente, si alguna vez llegarían al final del bosque y verían la luz del sol nuevamente. Para aumentar su malestar, escucharon ruidos extraños en las profundidades del bosque, y el León les susurró que en esta parte del país vivían los Kalidahs.

—¿Qué son los Kalidahs? —Preguntó la niña.

—Son bestias monstruosas con cuerpo de oso y cabeza de tigre —respondió el León—, y con garras tan largas y afiladas que podrían cortarme en dos tan fácilmente como yo podría matar a Toto. Les temo terriblemente a los Kalidahs.

—No me sorprende que les temas —contestó Dorothy—. Deben ser bestias mortales.

Cuando el León le estaba por responder, se encontraron de golpe con otra zanja que cruzaba el camino. Pero esta era tan amplia y profunda que el León supo de inmediato que no podría cruzarla.

Entonces se sentaron a considerar lo que podían hacer, y después de pensarlo seriamente, el Espantapájaros dijo:

—Aquí hay un gran árbol, a un lado de la zanja. Si el Leñador de Hojalata pudiera cortarlo para que caiga hacia el otro lado, podríamos cruzar fácilmente.

—Esa es una idea de primera —dijo el León—. Uno casi podría sospechar que tienes un cerebro en tu cabeza en vez de paja.

El Leñador de Hojalata se puso a trabajar de inmediato, y su hacha estaba tan afilada que el árbol fue cortado casi por completo. Luego el León apoyó sus patas delanteras sobre el árbol y empujó con todas sus fuerzas, y lentamente el gran árbol se inclinó y cayó estrepitosamente en la zanja, con las ramas superiores del otro lado.

Recién empezaban a cruzar el puente cuando un agudo gruñido hizo que todos levantaran la mirada, y, para su horror, vieron correr hacia ellos dos grandes bestias con cuerpos de oso y cabezas de tigre.

—¡Son los Kalidahs! —Dijo el León Cobarde, temblando.

—¡Rápido! —sollozaba el Espantapájaros—. ¡Crucemos!

Dorothy fue primera, sosteniendo a Toto en sus brazos, seguida del Leñador de Hojalata y luego el Espantapájaros. El León, a pesar de estar muy asustado, giró su cabeza hacia los Kalidahs y dio un rugido tan fuerte y terrible que Dorothy gritó y el Espantapájaros cayó hacia atrás, e incluso las feroces bestias se detuvieron en seco y lo miraron sorprendidos.

Pero al ver que eran más grandes que el León, y recordando que había dos de ellos y solo un León, los Kalidahs se precipitaron de nuevo hacia adelante, y el León cruzó sobre el árbol y se volvió para ver que harían a continuación. Sin detenerse ni un instante, las feroces bestias también comenzaron a cruzar el árbol. Y el León dijo a Dorothy: 

—Estamos perdidos, porque seguramente nos despedazarán con sus afiladas garras. Pero quédate detrás de mí: mientras viva, pelearé contra ellos.

—¡Espera un momento! —llamó el Espantapájaros. Había estado pensando qué era lo mejor que podían hacer, y pidió al Leñador de Hojalata que cortara el extremo del árbol que se apoyaba de su lado de la zanja. El Leñador de Hojalata se puso a trabajar con su hacha de inmediato y, justo cuando los Kalidahs estaban por alcanzarlos, el árbol cayó en la zanja, llevándose consigo a las feas y gruñonas bestias, que se hicieron pedazos contra las afiladas piedras del fondo.

—Bueno —dijo el León Cobarde mientras suspiraba aliviado—, veo que sobreviviremos algún tiempo más, y estoy contento por ello, porque debe ser muy incómodo no estar vivo. Les temo tanto a esas criaturas que mi corazón todavía esta latiendo fuerte.

—Ah —dijo tristemente el Leñador de Hojalata—, desearía tener un corazón que latiera.

Esta aventura hizo que los viajeros estuvieran más ansiosos que nunca por salir del bosque, y caminaron tan rápido que Dorothy se cansó y tuvo que viajar en la espalda del León. Para su agrado, los árboles se volvían cada vez más delgados a medida que avanzaban, y por la tarde llegaron a un ancho río que corría velozmente delante de ellos. Al otro lado del agua podían ver el camino de ladrillos amarillos atravesando hermosas tierras, con verdes prados salpicados con flores brillantes, y todo el camino estaba bordeado de árboles con deliciosas frutas colgando. Se alegraron mucho de tener esas tierras tan encantadoras por delante.

—¿Cómo cruzaremos el río? —preguntó Dorothy.

—Es fácil —contestó el espantapájaros—, el Leñador de Hojalata debe construirnos una balsa, así podemos navegar hasta el otro lado.

Así que el Leñador de Hojalata tomó su hacha y comenzó a cortar pequeños árboles para construir una balsa, y mientras tanto, el Espantapájaros encontró en la orilla del río un árbol lleno de frutas. Esto complació a Dorothy, que solo había comido nueces durante todo el día, y comió abundante fruta madura.

Pero llevaba tiempo construir una balsa, incluso cuando uno es tan trabajador e incansable como el Leñador de Hojalata, y cuando llegó la noche, todavía no estaba lista. Encontraron un lugar cómodo bajo los árboles, donde durmieron plácidamente hasta la mañana; y Dorothy soñaba con la Ciudad Esmeralda, y con el buen Mago de Oz, quien la enviaría de vuelta a casa pronto.


Capítulo 8: El Campo de Amapolas Mortales

Nuestro pequeño grupo de viajeros despertó a la mañana siguiente renovado y lleno de esperanza, y Dorothy desayunó como una princesa; duraznos y ciruelas de los arboles junto al río. Detrás de ellos estaba el bosque que habían logrado cruzar sin daño, aunque habían sufrido varios desánimos; pero ante ellos había un país encantador y soleado que parecía llevarlos a la Ciudad Esmeralda.

Sin duda, el ancho del río los separaba de esta hermosa tierra. Pero la balsa estaba casi lista, después de que el Leñador de Hojalata cortara unos cuantos troncos más y los uniera con clavos de madera, estarían listos para partir. Dorothy se sentó en medio de la balsa con Toto en brazos. Cuando el León Cobarde se subió a la balsa, ésta se inclinó pues era grande y pesado; pero el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se quedaron parados al otro lado para mantener el equilibrio, y tenían palos largos en las manos para empujar la balsa a través de río.

Al principio les fue bastante bien, pero cuando llegaron a mitad de camino, la fuerte corriente arrastró la balsa río abajo, alejándolos cada vez más del camino de ladrillos amarillos. Y el agua se volvió tan profunda que los largos palos ya no llegaban a tocar el fondo.

—Esto es malo —dijo el Leñador de Hojalata—, porque si no podemos llegar a la tierra, seremos arrastrados hasta el país de la Bruja Malvada del Oeste, y ella nos encantará y nos hará sus esclavos.

—Y entonces yo no conseguiré un cerebro —dijo el Espantapájaros.

—Y yo no tendré coraje —dijo el León Cobarde.

—Y yo no conseguiré un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Y yo nunca regresaré a Kansas —dijo Dorothy.

—Debemos llegar a la Ciudad Esmeralda si podemos —continuó el Espantapájaros, y empujó tan fuerte con su palo largo que se quedó atascado en el barro del fondo del río. Luego, antes de lograr sacarlo o dejarlo ir, la balsa fue arrastrada, y el pobre Espantapájaros quedó agarrado del palo en medio del río.

—¡Adiós! —gritó tras ellos, y lamentaron mucho dejarlo. En efecto, el Leñador de Hojalata empezó a llorar, pero afortunadamente recordó que podía oxidarse y secó sus lágrimas en el delantal de Dorothy.

Por supuesto que esto era muy malo para el Espantapájaros. 

—Ahora estoy peor que cuando conocí a Dorothy —pensó—. Antes estaba atascado en un palo en un campo de maíz, donde podía creer que asustaba a los cuervos, en todo caso. Pero estoy seguro que no sirve de nada un Espantapájaros clavado en un palo en medio del río. ¡Me temo que nunca tendré un cerebro después de todo!

La balsa flotó río abajo, y el pobre Espantapájaros quedó muy atrás. Entonces el León dijo:

—hay que hacer algo para salvarnos. Creo que puedo nadar hacia la orilla y tirar de la balsa, si tan solo se aferran fuerte de la punta de mi cola.

Así que saltó al agua, y el Leñador de Hojalata se aferró de inmediato a su cola. El León empezó a nadar con toda su fuerza hacia la orilla. Era un trabajo duro, aunque era muy grande; pero, poco a poco, fueron saliendo de la corriente, y Dorothy tomó el palo largo del Leñador de Hojalata y ayudó a empujar la balsa a tierra firme.

Cuando finalmente llegaron a la orilla, estaban todos exhaustos. Pisaron el hermoso césped verde, y sabían que la corriente los había arrastrado lejos del camino de ladrillos amarillos que conducía a la Ciudad Esmeralda.

—Qué hacemos? —preguntó el Leñador de Hojalata, mientras el León se acostaba para secarse bajo el sol. 

—Debemos volver al camino de alguna manera —dijo Dorothy.

—El mejor plan sería caminar a lo largo de la orilla del río hasta que lleguemos nuevamente al camino —remarcó el León.

Entonces, cuando hubieron descansado, Dorothy levantó su canasta y partieron, caminando por la orilla cubierta de césped hacia el camino del que el río los había alejado. Era un hermoso país, lleno de árboles frutales y florales, y sol para alegrarles. De no haber sentido tanta lástima por el pobre Espantapájaros, podrían haber sido muy felices.

Caminaron tan rápido como pudieron, Dorothy solo se detuvo una vez para recoger una hermosa flor; y después de un tiempo, el Leñador de Hojalata gritó: 

—¡Miren!

Todos se giraron para mirar el río, y vieron al Espantapájaros colgado del palo en medio del agua, parecía muy triste y solitario.

—¿Qué podemos hacer para salvarlo? —Preguntó Dorothy.

El León y el Leñador de Hojalata negaron con sus cabezas, pues no sabían qué hacer. Entonces se sentaron en la orilla y miraron con nostalgia al Espantapájaros hasta que pasó volando una Cigüeña que, al verlos, se detuvo a descansar a orillas del agua.

—¿Quiénes son y adónde se dirigen? —preguntó la Cigüeña.

—Soy Dorothy —contestó la niña—, y ellos son mis amigos, el Leñador de Hojalata y el León Cobarde; y nos dirigimos a la Ciudad Esmeralda.

—Este no es el camino —dijo la Cigüeña, mientras giraba su largo cuello y observaba al extraño grupo.

—Lo sé —contestó Dorothy—, pero hemos perdido al Espantapájaros, y nos preguntamos cómo podemos recuperarlo.

—¿Dónde está? —preguntó la Cigüeña.

—Allí, en medio del río —contestó la pequeña.

—Si no fuese tan grande y pesado, lo traería con ustedes nuevamente —dijo la Cigüeña.

—No pesa nada —dijo Dorothy con entusiasmo—, porque está relleno de paja; y si lo traes con nosotros de vuelta, te estaremos eternamente agradecidos.

—Bueno, lo intentaré —dijo la Cigüeña—, pero si encuentro que es muy pesado para cargarlo, lo tiraré al río de nuevo. 

Entonces la enorme ave voló por el aire sobre el agua hasta llegar donde estaba el Espantapájaros clavado en el palo. Luego, la Cigüeña tomó al Espantapájaros del brazo con sus garras y lo levantó por el aire llevándolo nuevamente a la orilla, donde Dorothy, el León, el Leñador de Hojalata y Toto estaban sentados. 

Cuando el Espantapájaros se encontró entre sus amigos, estaba tan feliz que los abrazó a todos, incluyendo al León y a Toto; y mientras caminaban, cantaba:

—¡Tol, de, ri, de, oh! —a cada paso, se sentía muy feliz. 

—Tenía miedo de quedarme en el río para siempre —dijo—, pero la amable Cigüeña me salvó, y si algún día consigo un cerebro, buscaré a la Cigüeña y le haré algún favor a cambio.

—Está bien —dijo la Cigüeña, que volaba sobre ellos—. Siempre me gusta ayudar a quien está en problemas. Pero ahora debo irme, mis bebés me están esperando en el nido. Espero que encuentren la Ciudad Esmeralda y que Oz los ayude.

—Gracias —contestó Dorothy, y la Cigüeña levantó vuelo y pronto se perdió de vista.

Siguieron caminando, escuchando el canto de los coloridos y brillantes pájaros, y mirando las hermosas flores que ahora se volvieron tan espesas que el suelo estaba cubierto de ellas. Había grandes flores amarillas, blancas, azules y púrpuras, además de grandes racimos de amapolas rojas, que eran tan brillantes que casi encandilaban los ojos de Dorothy.

—¿No son hermosas? Preguntó la niña, mientras respiraba el aroma especiado de las brillantes flores. 

—Supongo —contestó el Espantapájaros—. Cuando tenga cerebro, seguramente me gustarán más.

—Si tan solo tuviera un corazón, las amaría —agregó el Leñador de Hojalata.

—A mi siempre me gustaron las flores —dijo el León—, parecen tan indefensas y frágiles. Pero en el bosque no hay ninguna que brille como estas.

Encontraban cada vez más y más amapolas rojas y menos de las otras flores; y de pronto se encontraron en medio de un gran prado de amapolas. Ahora ya se sabe que cuando hay muchas de estas flores juntas, su olor es tan poderoso que cualquiera que lo respire se queda dormido, y si el dormilón no es cargado lejos del aroma de las flores, duerme y duerme para siempre. Pero Dorothy no sabía esto, ni podía alejarse de las brillantes flores rojas que había por todas partes a su alrededor; entonces sus ojos comenzaron a pesarle y sintió que debía sentarse a descansar y dormir.

Pero el Leñador de Hojalata no la dejaría hacerlo.

—Debemos apresurarnos y volver al camino de ladrillos amarillos antes de que oscurezca —dijo; y el Espantapájaros estuvo de acuerdo con él. Así que siguieron caminando hasta que Dorothy no pudo mantenerse más de pie. Sus ojos se cerraban a pesar suyo y se olvidó de dónde estaba, y cayó entre las amapolas, profundamente dormida.

—¿Qué hacemos? —preguntó el Leñador de Hojalata.

—Si la dejamos aquí, morirá —dijo el León—. El olor de las flores nos está matando a todos. Yo apenas puedo mantener los ojos abiertos, y el perro ya está dormido.

Era cierto; Toto había caído dormido junto a su pequeña ama. Pero el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata, que no estaban hechos de carne y hueso, no se turbaron por el aroma de las flores.

—Corre rápido —dijo el Espantapájaros al León—, y salgamos de este campo floral de la muerte tan pronto como podamos. Llevaremos a la niña con nosotros, pero si tú te quedas dormido, eres demasiado grande para cargarte.

Así que el León se despertó y corrió tan rápido como pudo. En un momento se perdió de vista.

—Hagamos una silla con nuestras manos y carguemos a la niña —dijo el Espantapájaros. Entonces levantaron a Toto y lo sentaron en el regazo de Dorothy, y luego hicieron una silla con sus manos como asiento y sus brazos como apoyabrazos, y entre ambos cargaron a la niña dormida a través de las flores.

Caminaban y caminaban, y parecía que la gran alfombra de flores mortales que los rodeaba nunca acabaría. Siguieron el curso del río, y en el último tramo se encontraron con su amigo el León, dormido profundamente entre las amapolas. Las flores fueron demasiado fuertes para la gran bestia y finalmente se rindió y cayó cerca del final del lecho de amapolas, donde la dulce hierba se extendía en hermosos campos verdes delante de ellos.

—No podemos hacer nada por él —dijo el Leñador de Hojalata con tristeza—, pues es muy pesado para levantarlo. Debemos dejarlo aquí durmiendo para siempre, y quizás sueñe que finalmente encuentra coraje.

—Lo siento —dijo el Espantapájaros—. El León era muy buen compañero para ser tan cobarde. Pero debemos seguir.

Cargaron a la niña dormida hasta un bello lugar a la vera del río, lo suficientemente alejado del campo de amapolas para evitar que respirara más del veneno de las flores, y ahí la recostaron suavemente sobre el césped y se pusieron a esperar a que la brisa fresca la despertase.


Capítulo 9: La reina de los ratones de campo

—No debemos estar lejos del camino de ladrillos amarillos —remarcó el Espantapájaros, mientras permanecía de pie junto a la niña—, pues hemos llegado casi hasta donde nos llevó el río.

El Leñador de Hojalata estaba por responder cuando escuchó un gruñido grave, y cuando giró su cabeza —que funcionaba de maravilla con bisagras —vio una extraña bestia saltando sobre la hierba hacia ellos. Era un gran Gato Salvaje amarillo, y el Espantapájaros pensó que quizás estaría persiguiendo algo, ya que sus orejas estaban acostadas sobre su cabeza y su boca bien abierta mostrando dos hileras de horribles dientes, mientras sus ojos rojos brillaban como dos bolas de fuego. Al acercarse, el Leñador de Hojalata vio que delante de la bestia corría un pequeño ratón gris, y aunque no tuviera corazón, sabía que estaba mal que un Gato Salvaje intente matar tan pequeña e indefensa criatura.

Entonces el Leñador de Hojalata levantó su hacha, y cuando el Gato Salvaje pasó a su lado, le dio un golpe rápido que separó la cabeza dl cuerpo de la bestia, y rodó a sus pies en dos pedazos.

El ratón de campo, ahora que había sido liberado de su enemigo, se detuvo de golpe; y caminando lentamente hacia el Leñador de Hojalata, le dijo con vocecita chillona:

—¡Oh, gracias! Muchas gracias por salvarme la vida.

—No hables de ello, te lo ruego —respondió el Leñador de Hojalata—. No tengo corazón, sabes, así que procuro ayudar a todos aquellos que puedan necesitar un amigo, incluso sea sólo un ratón.

—¡Sólo un ratón! —gritó indignado el pequeño animal—. ¡Pero si soy una reina, la reina de todos los ratones de campo!

—Oh, claro —dijo el Leñador de Hojalata, haciendo una reverencia.

—Por ello, has hecho una gran hazaña, además de valerosa, al salvarme la vida —agregó la reina.

En ese momento vieron muchos ratones corriendo tan rápido como sus pequeñas patas les permitían, y cuando vieron a su reina exclamaron:

—Oh, su majestad, ¡pensamos que había muerto! ¿Cómo hizo para escapar del gran Gato Salvaje? —, y todos se inclinaron tanto ante la pequeña reina que casi se pararon sobre su cabeza.

—Este gracioso Leñador de Hojalata —respondió—, mató al Gato Salvaje y me salvó. Así que, de ahora en más deben servirle y obedecer hasta su más mínimo deseo.

—¡Lo haremos! —gritaron todos los ratones, en coro estridente. Y luego se escabulleron en todas las direcciones, pues Toto se había despertado, y al ver todos estos ratones a su alrededor, dio un gran ladrido y saltó al medio del grupo. A Toto siempre le había gustado perseguir ratones cuando vivía estaba en Kansas, y no veía nada malo en ello.

Pero el Leñador de Hojalata tomó al perro en sus brazos y lo sostuvo fuertemente, mientras llamaba a los ratones:

—¡Regresen! Toto no les hará daño.

Al oír esto, la Reina de los Ratones sacó la cabeza de debajo de una mata de hierba y preguntó con voz tímida:

—¿Estás seguro de que no nos morderá?

—No lo dejaré —dijo el Leñador de Hojalata—, así que no tengan miedo.

Uno a uno los ratones volvieron arrastrándose, y Toto no volvió a ladrar, aunque sí trató de liberarse de los brazos del Leñador de Hojalata, y lo hubiera mordido si no hubiera sabido que era de hojalata. Finalmente, uno de los ratones más grandes habló.

—¿Hay algo que podamos hacer —preguntó—, para recompensarlo por salvar la vida de nuestra Reina?

—Nada que se me ocurra —contestó el Leñador de Hojalata; pero el Espantapájaros, que había estado intentando pensar, pero no podía porque su cabeza estaba llena de paja, dijo rápidamente:

—Oh, sí; pueden salvar a nuestro amigo, el León Cobarde, que está dormido en el lecho de amapolas.

—¡Un León! —gritó la pequeña Reina—. Nos comería a todos.

—Oh, no —dijo el Espantapájaros—, este León es cobarde.

—¿De veras? —preguntó el ratón.

—Lo dice él mismo —contestó el Espantapájaros—, y nunca lastimaría a nadie que sea nuestro amigo. Si nos ayudan a salvarlo, prometo que los tratará con amabilidad.

—Bueno —dijo la Reina—, confiamos en ustedes. Pero ¿qué hacemos?

—¿Hay muchos de estos ratones que te llaman Reina y están dispuestos a obedecerte?

—Oh, sí; hay miles —respondió.

—Entonces hazlos llamar a todos lo antes posible, y que cada uno traiga un trozo largo de cuerda.

La Reina miró hacia los ratones que la miraban atentamente, y les dijo que fueran de inmediato a buscar a toda su gente. En cuanto escucharon sus órdenes, corrieron en todas las direcciones a toda velocidad.

—Ahora —dijo el Espantapájaros al Leñador de Hojalata—, debes ir a esos árboles junto al río y hacer un camión para cargar al León.

En seguida el Leñador de Hojalata fue y se puso a trabajar; y pronto hizo un camión con las ramas de los árboles, de las que sacaba todas las hojas y ramitas. Lo unió con clavijas de madera e hizo las cuatro ruedas con pequeños pedazos de un gran tronco de árbol. Trabajó tan bien y tan rápido que apenas empezaron a llegar los ratones, el camión ya estaba listo.

Venían de todas las direcciones, había miles de ellos; pequeños, medianos y grandes ratones; y cada uno traía un pedazo de cuerda en su boca. Fue entonces que Dorothy despertó de su largo sueño y abrió los ojos. Se quedó muy sorprendida al encontrarse tumbada sobre la hierba, con miles de ratones alrededor mirándola tímidamente. Pero el Espantapájaros le contó todo, y volviéndose hacia la digna ratoncita, dijo:

—Permíteme presentarte a su Majestad, la Reina.

Dorothy asintió con gravedad, y la Reina hizo una reverencia, después de la cual se hizo muy amiga de la niña.

El Espantapájaros y el Leñador de Hojalata comenzaron a sujetar los ratones al camión, usando las cuerdas que trajeron. Un extremo de la cuerda estaba atado al cuello de cada ratón y el otro al extremo del camión. Por supuesto que el camión era mil veces más grande que cualquiera de los ratones que iban a arrastrarlo; pero cuando todos los ratones estuvieron atados, pudieron arrastrarlo con facilidad. Incluso el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se sentaron sobre él, y fueron arrastrados rápidamente por sus pequeños caballos al lugar donde yacía dormido el León.

Después de mucho trabajo, ya que el León era pesado, lograron subirlo al camión. Entonces la Reina dio la orden a los suyos de ponerse en marcha a toda prisa, pues temía que si los ratones permanecían demasiado tiempo entre las amapolas, también se quedarían dormidos.

Al principio, las criaturas, aunque eran muchas, apenas podían mover el camión cargado; pero el Leñador de Hojalata y el Espantapájaros empujaron por detrás, y lo llevaban mejor. Pronto sacaron al León del lecho de amapolas a las verdes hierbas, donde pudo respirar de nuevo el dulce y fresco aire en vez del veneno de las flores.

Dorothy fue a su encuentro y agradeció cálidamente a los pequeños ratones por salvar de la muerte a su compañero. Se había encariñado tanto con el gran León que se alegraba de que lo hubieran rescatado.

Luego los ratones fueron desatados del camión y se alejaron correteando por la hierba a sus hogares. La Reina de los Ratones fue la última en retirarse.

—Si alguna otra vez nos necesitan —dijo—, salgan al capo y llamen, nosotros los escucharemos y vendremos a ayudarlos. ¡Adiós!

—¡Adiós! —respondieron todos, y la Reina salió corriendo, mientras Dorothy sostenía fuerte a Toto en caso de que saliera corriendo tras ella y pudiera asustarla.

Luego se sentaron junto al León a esperar a que despertara; y el Espantapájaros trajo a Dorothy frutas de un árbol cercano, las cuales comió como cena.


Capítulo 10: El guardián de la Puerta

Pasó largo tiempo antes que el León Cobarde despertara, pues había pasado mucho tiempo entre las amapolas, respirando su fragancia mortal; pero cuando finalmente abrió sus ojos y rodó fuera del camión, estaba muy contento de encontrarse vivo aún.

—Corrí lo más rápido que pude —dijo bostezando mientras se sentaba—, pero las flores eran muy fuertes para mí. ¿Cómo me sacaron?

Entonces le contaron de los ratones de campo, y cómo ellos, generosamente lo salvaron de la muerte; y el León Cobarde se rió, y dijo —Siempre me creí muy grande y terrible; y, sin embargo, algo tan pequeño como unas flores casi me matan, y animales tan pequeños como ratones me salvaron la vida. ¡Qué extraño es todo! Pero, camaradas, ¿que hacemos ahora?

—Debemos seguir viajando hasta encontrar el camino de ladrillos amarillos nuevamente —dijo Dorothy—, y luego podemos seguir a la Ciudad Esmeralda. 

Entonces, cuando el León estuvo completamente despejado y se sintió él mismo otra vez, emprendieron viaje, disfrutando enormemente el paseo por la suave y fresca hierba; y no tardaron mucho en encontrar el camino de ladrillos amarillos y retomar el viaje a la Ciudad Esmeralda, donde vivía el Gran Oz.

El camino era liso y estaba bien pavimentado, y el paisaje era hermoso, de modo que los viajeros se alegraron de dejar atrás el bosque, y con él los muchos peligros que encontraron en sus penumbras. Una vez más, había cercas construidas a los lados del camino; pero estaban pintadas de verde, al igual que una pequeña casa, en la que evidentemente vivía un granjero. Durante la tarde pasaron por muchas casas como esa, y a veces las personas se asomaban a la puerta y los observaban como si quisieran hacerles preguntas; pero nadie se les acercó ni les habló, a causa del gran León, a quien temían. Todos estaban vestidos con ropas de color verde esmeralda y llevaban sombreros de pico, como los de los Munchkins.

—Este debe ser el país de Oz —dijo Dorothy—, y seguramente estamos cerca de la Ciudad Esmeralda.

—Sí —contestó el Espantapájaros—, todo es verde aquí, mientras que en el país de los Munchkins el color favorito era el azul. Pero las personas no parecen tan amigables como los Munchkins, y me temo que no encontraremos un lugar donde pasar la noche.

—Me gustaría comer algo más que fruta —dijo la niña—, y estoy segura que Toto está hambriento. Detengámonos en la próxima casa y hablemos con las personas.

Así, cuando llegaron a una granja de buen tamaño, Dorothy se acercó valientemente a la puerta y llamó.

Una mujer abrió solo lo suficiente como para mirar afuera y dijo: 

—¿Qué quieres, niña, y por qué está ese gran León contigo?

—Deseamos pasar la noche con usted, si nos lo permite —contestó Dorothy—, y el León es mi amigo y camarada, y no te lastimaría por nada del mundo.

—¿Está domesticado? —preguntó la mujer, abriendo un poco más la puerta.

—Oh, sí —dijo la niña—, y también es un gran cobarde. Él tendrá más miedo de usted que usted de él. 

—Bueno —dijo la mujer, luego de pensarlo y echarle otra mirada al León—, si ese es el caso, pueden pasar, y les convidaré algo para cenar y un lugar para dormir.

Entonces todos entraron a la casa, donde además de la mujer había dos niños y un hombre. El hombre tenía una pierna lastimada y estaba tumbado en un sillón en un rincón. Parecían sorprendidos de ver tan extraño grupo, y mientras la mujer ponía la mesa, el hombre preguntó:

—¿Hacia dónde se dirigen?

—A la Ciudad Esmeralda —dijo Dorothy—, a ver al Gran Oz.

—¡Oh, por supuesto! —exclamó el hombre —. ¿Están seguros que Oz los recibirá?

—¿Por qué no lo haría? —respondió.

—Porque se dice que nunca deja que nadie esté en su presencia. Estuve muchas veces en la Ciudad Esmeralda y es un maravilloso y precioso lugar; pero nunca me permitieron ver al Gran Oz, ni sé de ninguna persona que lo haya visto nunca.

—¿Nunca sale? —preguntó la niña.

—Es difícil contestar eso —dijo el hombre pensativo—. Verás, Oz es un Gran Mago, y puede tomar cualquier forma que desee. Entonces hay quienes dicen que se ve como un pájaro; otros dicen que se ve como un elefante; y otros que se ve como un gato. Para otros, aparece como una hermosa hada, o un elfo, o cualquier otra forma que le plazca. Pero quién es el verdadero Oz cuando está en su propia forma, nadie lo sabe. 

—Es muy extraño —dijo Dorothy—, pero de alguna manera debemos intentar verlo, o habremos hecho este viaje para nada.

—¿Por qué desean ver al terrible Oz? —preguntó el hombre.

—Yo quiero que me dé un cerebro —dijo el Espantapájaros con impaciencia.

—Oz podría hacer eso muy fácilmente —dijo el hombre—. Tiene más cerebros de los que necesita.

—Y yo quiero que me dé un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Eso no sería un problema para él —continuó el hombre—, ya que Oz tiene enormes colecciones de corazones, de todos los tamaños y formas.

—Y yo quiero que me dé coraje —Dijo el León Cobarde.

—Oz guarda una gran olla de coraje en su Salón del Trono —dijo el hombre—, que ha cubierto con una placa de oro para evitar que se derrame. Estaría encantado de darte un poco.

—Y yo quiero que me regrese a Kansas —dijo Dorothy.

—¿Dónde está Kansas? —preguntó el hombre sorprendido.

—No lo sé —respondió Dorothy con pesar—, pero es mi hogar y estoy segura que está en alguna parte.

—Muy probablemente. Bueno, Oz puede hacer lo que sea; así que creo que él encontrará Kansas por ti. Pero primero deben verlo, y esa puede ser una tarea difícil; al Gran Mago no le gusta ver a nadie, y en general se sale con la suya. Pero, ¿que es lo que TÚ quieres? —continuó, dirigiéndose a Toto. Toto se limitó a mover la cola, pues, por extraño que parezca, no podía hablar.

La mujer les avisó que la cena estaba lista, así que se reunieron alrededor de la mesa y Dorothy comió una deliciosa papilla, un plato de huevos revueltos y un gran trozo de pan planco y disfrutó de su cena. El León comió algo de papilla, pero no le gustó, porque estaba hecha de avena y decía que la avena era comida para caballos, no para leones. El Espantapájaros y el Leñador de Hojalata no comieron nada. Toto comió un poco de todo, y estaba contento de recibir una buena cena de nuevo.

Luego, la mujer dio a Dorothy una cama donde dormir, y Toto se acostó a su lado, mientras el León cuidaba la puerta de la habitación para que nadie la moleste. El Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se quedaron de pie y en silencio toda la noche en un rincón, porque, por supuesto, no podían dormir.

A la mañana siguiente, apenas asomó el sol, emprendieron su camino, y pronto vieron un hermoso resplandor verde en el cielo justo delante.

—Eso debe ser la Ciudad Esmeralda —dijo Dorothy.

Mientras más avanzaban, el verde resplandor se volvía más y más brillante, y parecía que finalmente se acercaban al final de su viaje. Sin embargo, cayó la noche antes que llegaran al gran muro que rodeaba la Ciudad. Era alto y grueso, y de un color verde brillante.

Frente a ellos, al final del camino de ladrillos amarillos, había una gran puerta toda tachonada con esmeraldas que brillaban tanto al sol que hasta los ojos pintados del Espantapájaros se deslumbraban por su resplandor.

Había una campanilla junto a la puerta, y Dorothy presionó el botón y oyó un tintineo en el interior. Entonces la gran puerta se abrió lentamente, todos la atravesaron y se encontraron en una sala abovedada, cuyas paredes brillaban con incontables esmeraldas.

Ante ellos estaba de pie un hombrecito del mismo tamaño que los Munchkins. Estaba todo vestido de verde, de pies a cabeza, e incluso su piel tenía un tinte verdusco. A su lado había una alta caja verde.

Cuando vio a Dorothy y compañía, preguntó:

—¿Que desean en la Ciudad Esmeralda?

—Vinimos a ver al Gran Oz —dijo Dorothy.

El hombre se sorprendió tanto con su respuesta que se sentó para pensarlo. 

—Han pasado muchos años sin que nadie me pida ver a Oz —dijo, meneando la cabeza perplejo—. Él es poderoso y terrible, y si vienen con un encargo ocioso o insensato a molestar las sabias reflexiones del Gran Mago, podría enojarse y destruirlos en un instante.

—Pero no es una misión tonta ni ociosa —contestó el Espantapájaros—; es importante. Y nos han dicho que Oz es un buen Mago.

—Lo es —dijo el hombre verde—, y gobierna la Ciudad Esmeralda con sabiduría. Pero para aquellos que no son honestos o se acercan a él por curiosidad, es de lo más terrible, y pocos se han atrevido a ver su rostro. Yo soy el Guardián de las Puertas, y ya que ustedes exigen ver al Gran Oz, debo llevarlos a su Palacio. Pero primero deben ponerse las gafas.

—¿Por qué? —preguntó Dorothy.

—Porque si no usaran las gafas, el brillo y la gloria de Ciudad Esmeralda los dejaría ciegos. Incluso quienes viven en la Ciudad deben usar gafas día y noche. Todos están encerrados, porque así lo ordenó Oz cuando se construyó la Ciudad, y yo tengo la única llave que les abrirá.

Abrió la gran caja, y Dorothy vio que estaba llena de gafas de todos tamaños y formas. Todas tenían cristales verdes. El guardián de las Puertas encontró un par que le quedaban bien a Dorothy y se las puso sobre sus ojos. Tenían dos cintas doradas sujetas a ellos que pasaban por detrás de su cabeza, donde se cerraban con una pequeña llave que estaba en el extremo de una cadena que usaba el Guardián de las Puertas alrededor del cuello. Cuando las tenía puestas, Dorothy no se las podía quitar aunque quisiera, pero claramente no quería quedar ciega por la gloria de Ciudad Esmeralda, así que no dijo nada.

Entonces, el hombrecito verde puso gafas al Espantapájaros, al Leñador de Hojalata, al León e incluso a Toto; y todas quedaron bien cerradas con la llave.

Luego el Guardián de las Puertas se puso sus gafas y les dijo que estaba listo para llevarlos al Palacio. Tomó una gran llave dorada de la pared, abrió otra puerta y todos lo siguieron a través del portal hacia las calles de la Ciudad Esmeralda.


Capítulo 11: La maravillosa Ciudad de Oz

Incluso con los ojos protegidos por los cristales verdes, al principio, Dorothy y sus amigos quedaron deslumbrados por el brillo de la maravillosa Ciudad. Las calles estaban bordeadas de hermosas casas construidas con mármol verde y tachonadas por todas partes con esmeraldas verdes. Caminaron sobre un pavimento del mismo mármol verde y donde se unían los bloques había hileras de esmeraldas estrechamente engarzadas, que brillaban al resplandor del sol. Los paneles de vidrio de las ventanas eran verdes; incluso el cielo sobre la Ciudad tenía tintes verdes, y los rayos del sol eran verdes.

Había muchas personas —hombres, mujeres y niños— deambulando por allí, y todos vestían prendas verdes y tenían la piel verdosa. Todos miraban con asombro a Dorothy y su extraña y variada compañía, y los niños salían corriendo a esconderse detrás de sus madres cuando veían al León; pero nadie les hablaba. En la calle había muchas tiendas, y Dorothy notó que todo en ellas era verde. Ofrecían dulces verdes y pochoclo verde, así como zapatos verdes, sombreros verdes y ropa verde de todo tipo. En un puesto, un hombre vendía limonada verde, y cuando los niños la compraban, Dorothy pudo ver que pagaban con centavos verdes.

Pareciera no haber ni caballos ni animales de ninguna especie; los hombres llevaban cosas en pequeños carros verdes que empujaban delante de ellos. Todo el mundo parecía feliz, contento y próspero. 

El Guardián de las Puertas los condujo por las calles hasta llegar a un gran edificio, exactamente en el medio de la Ciudad, que era el Palacio de Oz, el Gran Mago. Delante de la puerta había un soldado vestido con uniforme verde y luciendo una larga barba verde.

—Aquí hay extraños —dijo el Guardián de las Puertas al soldado—, y demandan ver al Gran Oz.

—Pasen —contestó el soldado—, y le llevaré su mensaje.

Entonces cruzaron las Puertas del Palacio y fueron conducidos a una gran sala con alfombra verde y preciosos muebles verdes con esmeraldas. El soldado hizo que todos se limpiaran los pies sobre un tapete verde antes de entrar al salón, y cuando estuvieron sentados, les dijo cordialmente: —Por favor pónganse cómodos mientras voy a la puerta del Salón del Trono y le digo a Oz que están aquí.

Esperaron mucho tiempo hasta que el soldado regresó. Cuando finalmente lo hizo, Dorothy preguntó: 

—¿Has visto a Oz?

—Oh, no —contestó el soldado—, nunca lo he visto. Pero hablé con él mientras estaba sentado detrás de su pantalla y le di tu mensaje. Dijo que les concederá una audiencia, si así lo desean; pero cada uno deberá entrar solo en su presencia y solo admitirá uno por día. Por lo tanto, como deben permanecer en el Palacio varios días, haré que les muestren habitaciones donde podrán descansar después de su viaje.

—Gracias —contestó la niña—. Es muy amable por parte de Oz.

El soldado ahora sopló un silbato verde, y de inmediato entró a la habitación una joven vestida con un bonito vestido de seda verde. Tenía el pelo y los ojos verdes, y se inclinó ante Dorothy mientras decía:

—Sígueme y te enseñaré tu habitación.

Así que Dorothy saludó a todos sus amigos menos a Toto, a quien tomó en sus brazos, y siguió a la joven verde a través de siete pasadizos y subieron tres tramos de escaleras hasta que llegaron a una habitación en la parte delantera del Palacio. Era la habitación más dulce del mundo, con una cómoda y suave cama que tenía sábanas de seda verde y un cubrecama de terciopelo verde. Había una pequeña fuente en medio de la habitación, que disparó al aire un chorro de perfume verde que cayó nuevamente en un cuenco de mármol verde bellamente tallado. Había hermosas flores verdes en las ventanas, y un estante con una hilera de pequeños libros verdes. Cuando Dorothy tuvo tiempo de mirar los libros, encontró que estaban llenos de dibujos verdes que la hicieron reír, eran muy graciosos.

En un armario había muchos vestidos verdes, hechos de seda, satén y terciopelo; y todos le quedaban a la perfección a Dorothy.

—Siéntete como en casa —dijo la niña verde—, y si necesitas algo, haz sonar la campanilla. Oz mandará a buscarte mañana por la mañana.

Dejó a Dorothy y regresó con los demás. A ellos también los condujo a sus habitaciones, y cada una de ellas estaba ubicada en una parte muy agradable del Palacio. Por supuesto, esta cortesía fue en vano para el Espantapájaros; porque cuando se encontró solo en su habitación se quedó en un solo sitio, justo en el umbral de la puerta, esperando a que amaneciera. No descansaba al acostarse, y no podía cerrar sus ojos; así que se quedó toda la noche mirando fijamente a una arañita que tejía su tela en un rincón de la habitación, como si no fuera una de las habitaciones más maravillosas del mundo. El Leñador de Hojalata se tumbó en la cama por costumbre, pues recordaba cuando era de carne y hueso; pero al no poder dormir, pasó toda la noche moviendo sus articulaciones arriba y abajo para asegurarse que sigan funcionando bien. El León hubiera preferido una cama de frescas hojas secas en el bosque, y no le gustaba que lo encierren en una habitación; pero tenía demasiado sentido común para que eso lo preocupara, así que se lanzó sobre la cama, se enrolló como un gato y ronroneó dormido al minuto.

A la mañana siguiente, después del desayuno, la doncella vino a buscar a Dorothy, y la vistió con uno de los vestidos más bonitos, de satén verde. Dorothy se puso un delantal de seda verde y ató una cinta verde alrededor del cuello de Toto, y salieron hacia el Salón del Trono del Gran Oz.

Primero llegaron a una gran sala donde había muchas mujeres y hombres de la corte, todos vestidos con trajes caros. Estas personas no tenían nada que hacer más que hablar entre ellos, pero todas las mañanas iban a esperar fuera del Salón del Trono, aunque nunca les permitieron ver a Oz. Cuando Dorothy entró, la miraron con curiosidad y uno de ellos susurró: 

—¿Realmente vas a mirar a la cara a Oz el Terrible?

—Por supuesto —contestó la niña—, si quiere verme.

—Oh, te verá —dijo el soldado que había llevado el mensaje al Mago—, aunque no le gusta que la gente pida verle. De hecho, al principio se enojó y dijo que debía enviarte de vuelta al lugar de donde viniste. Luego me preguntó cómo te veías, y cuando mencioné tus zapatos plateados se mostró muy interesado. Al final le mencioné la marca que tienes en la frente, y decidió que iba a admitirte en su presencia.

En ese momento sonó una campana, y la niña verde dijo a Dorothy:

—Esa es la señal. Debes entrar al Salón del Trono, sola.

Abrió una pequeña puerta y Dorothy la atravesó con valentía y se encontró en un maravilloso lugar. Era una habitación grande, redonda, con un alto techo arqueado, y las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos de grandes esmeraldas estrechamente engarzadas. En el medio de la habitación había una gran luz, tan brillante como el sol, que hacia que las esmeraldas brillen de una manera maravillosa.

Pero lo que más llamó la atención de Dorothy fue el gran trono de mármol verde que estaba en medio de la habitación. Tenía forma de silla y brillaba con gemas, como todo lo demás. En el medio de la silla había una enorme Cabeza, sin cuerpo que la sostenga ni brazos ni piernas tampoco. No había cabello sobre su cabeza, pero sí tenia ojos, nariz y boca, y era mucho más grande que la cabeza de los más grandes gigantes.

Mientras Dorothy contemplaba esto con asombro y miedo, los ojos se giraron lentamente y la miraron fijamente. Luego se movió la boca, y Dorothy escuchó una voz decir:

—Yo soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Tú quien eres y por qué me buscas?

No era una voz tan fea como ella había esperado que viniera de la gran Cabeza; así que tomó coraje y respondió:

—Soy Dorothy, la Pequeña y Humilde. Vine a buscarte para pedirte ayuda.

Los ojos la miraron pensativos durante un minuto. Luego la voz dijo:

—¿De dónde sacaste esos zapatos plateados?

—Los obtuve de la Reina Malvada del Este, cuando mi casa cayó sobre ella y la mató —respondió.

—¿Dónde te hiciste la marca sobre tu frente? —continuó la voz.

—Ahí me besó la Bruja Buena del Norte cuando se despidió de mí y me envió a ti —dijo la niña.

Los ojos la miraron punzantes nuevamente, y vieron que estaba diciendo la verdad. Luego Oz preguntó:

—¿Qué quieres que haga?

—Que me envíes de regreso a Kansas, donde están mi tía Em y mi tío Henry —respondió con seriedad—. No me gusta tu país, aunque sí que es hermoso. Y estoy segura que la tía Em estará terriblemente preocupada por mi larga ausencia.

Los ojos parpadearon tres veces, luego se giraron hacia el techo, hacia el suelo, y giraron de forma tan extraña que parecían estar mirando todas las partes de la habitación. Y finalmente miraron a Dorothy otra vez.

—¿Por qué debería hacer eso por ti? —preguntó Oz.

—Porque tú eres fuerte y yo soy débil; porque tú eres un Gran Mago y yo solo una pequeña niña.

—Pero tú fuiste lo suficientemente fuerte como para matar a la Bruja Malvada del Este —dijo Oz.

—Eso simplemente sucedió —contestó Dorothy con sencillez—; no pude evitarlo.

—Bueno —dijo la Cabeza—, te daré mi respuesta. No tienes derecho a esperar que yo te regrese a Kansas a menos que hagas algo por mí a cambio. En este país, cada uno debe pagar por todo lo que consigue. Si tú deseas que utilice mis poderes mágicos para regresarte a tu hogar, primero debes hacer algo por mí. Ayúdame, y yo te ayudaré.

—¿Qué debo hacer? —preguntó la niña.

—Matar a la Bruja Malvada de Oeste —contestó Oz.

—Pero… ¡no puedo! —exclamó Dorothy, muy sorprendida.

—Tú mataste a la Bruja del Este y usas los zapatos plateados, que poseen un poderoso encanto. Ahora solo queda una Bruja Malvada en toda esta tierra, y cuando me digas que ella está muerta, te enviaré de regreso a Kansas, pero no antes.

La niña se echó a llorar, estaba muy decepcionada; y los ojos parpadearon de nuevo y la miraron, ansiosos, como si el Gran Oz sintiera que ella podía ayudarlo si quisiera. 

—Nunca maté nada voluntariamente —sollozó—. Incluso si quisiera, ¿cómo podría matar a la Bruja Malvada? Si tú, que eres Grande y Terrible, no puedes matarla, ¿cómo esperas que yo lo haga?

—No lo sé —dijo la Cabeza—; pero esa es mi respuesta. Y hasta que la Bruja Malvada no esté muerta, tú no verás a tu tío y a tu tía. Recuerda que la Bruja es malvada, terriblemente malvada, y debe ser asesinada. Ahora ve, y no vuelvas a verme hasta que hayas cumplido tu tarea.

Dorothy abandonó apenada el Salón del Trono y volvió donde estaban esperando el León, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata para escuchar lo que Oz le había dicho. 

—No hay esperanza para mí —dijo triste—, pues Oz no me enviará de vuelta a casa hasta que haya matado a la Bruja Malvada del Oeste; y eso no podré hacerlo nunca.

Sus amigos se lamentaron, pero no podían hacer nada para ayudarla; así que Dorothy se fue a su habitación, se recostó en la cama y lloró hasta quedarse dormida.

A la mañana siguiente, el soldado de los bigotes verdes se acercó al Espantapájaros y dijo:

—Ven conmigo, Oz me ha mandado a buscarte.

Entonces el Espantapájaros lo siguió y fue admitido en el gran Salón del Trono donde vio, sentada en el trono de esmeralda, una dama encantadora. Estaba vestida con gasa de seda verde y llevaba una corona de joyas sobre su cabello verde. De sus hombros crecían unas alas de un color precioso, y tan livianas que se agitaban con el mínimo soplo de aire.

Cuando el Espantapájaros se inclinó, tanto como se lo permitía su relleno de paja, ante esta hermosa criatura, ella lo miró dulcemente y dijo:

—Soy Oz, El Grande y Terrible. ¿Tú quien eres, y por qué vienes a verme?

El Espantapájaros, que esperaba ver la gran Cabeza de la que Dorothy le había hablado, estaba atónito; pero le respondió con valentía. 

—Solo soy un Espantapájaros relleno con paja. Por lo tanto, no tengo cerebro, y vine con la esperanza de que puedas poner un cerebro en mi cabeza en vez de paja, para que pueda llegar a ser tan hombre como cualquier otro en tus dominios.

—¿Por qué debería hacer esto por ti? —preguntó la Dama.

—Porque tú eres sabia y poderosa, y nadie más puede ayudarme —respondió el Espantapájaros.

—Nunca concedo favores sin recibir algo a cambio —dijo Oz—; pero esto te prometo. Si mataras a la Bruja Malvada del Oeste por mí, te concederé muchos cerebros, y tan buenos cerebros que serías el hombre más sabio en todo el País de Oz.

—Creí que le habías pedido a Dorothy que matara a la Bruja —dijo el Espantapájaros, sorprendido.

—Lo hice. No me importa quién la mate. Pero hasta que ella no esté muerta no te concederé el deseo. Ahora ve, y no vuelvas a verme hasta que te hayas ganado los cerebros que tanto deseas.

Apenado, el Espantapájaros regresó con sus amigos y les contó lo que Oz le había dicho; y Dorothy estaba muy sorprendida de que el Gran Mago no fuera una Cabeza como ella había visto, sino una encantadora Dama.

—De todos modos —dijo el Espantapájaros—, ella necesita un corazón tanto como el Leñador de Hojalata.

A la mañana siguiente, el soldado de bigotes verdes se acercó al Leñador de Hojalata y dijo:

—Oz me ha enviado a buscarte. Sígueme.

Entonces el Leñador de Hojalata lo siguió y entró al gran Salón del Trono. No sabía si vería a Oz como una encantadora Dama o una Cabeza, pero esperaba que sea la encantadora Dama. “Porque” —se dijo a sí mismo—, “si es una cabeza, estoy seguro que no me dará un corazón, ya que una cabeza no tiene corazón propio y por lo tanto no puede empatizar conmigo. En cambio, si es la encantadora Dama, rogaré por un corazón, pues se dice que todas las damas son de corazón bondadoso”.

Pero cuando el Leñador de Hojalata entro al gran Salón del Trono, no vio ni la Cabeza ni la Dama, pues Oz había tomado la forma de la más terrible Bestia. Era tan grande como un elefante, y el trono parecía ser apenas lo suficientemente fuerte para sostener su peso. La Bestia tenía la cabeza como la de un rinoceronte, pero con cinco ojos. Tenía cinco largos brazos saliendo de su cuerpo, y también cinco largas y delgadas piernas. Un pelo espeso y lanudo cubría cada parte de él, y no podía imaginarse un monstruo más espantoso. En ese momento, era una fortuna que el Leñador de Hojalata no tuviera corazón, pues si lo hubiera tenido estaría latiendo fuerte y rápido a causa del terror. Pero al ser solo hojalata, no tenía miedo, de hecho, estaba muy decepcionado.

—Yo soy Oz, el Grande y Terrible —habló la Bestia, con una voz que era un rugido—. ¿Tú quién eres y por qué vienes a verme?

—Soy un Leñador, y estoy hecho de Hojalata. Por ende, no tengo corazón, y no puedo amar. Te ruego me des un corazón para que pueda ser como los demás hombres.

—¿Por qué debería hacer esto? —preguntó la Bestia.

—Porque yo te lo pido y sólo tú puedes conceder mi petición —contestó el Leñador de Hojalata.

Oz gruño por lo bajo, pero dijo bruscamente:

—Si realmente deseas un corazón, deberás ganártelo.

—¿Cómo? —preguntó el Leñador de Hojalata.

—Ayuda a Dorothy a matar a la Bruja Malvada del Oeste —respondió la Bestia—. Cuando la bruja esté muerta, ven a mí, y entonces te daré el más grande, bondadoso y vivo corazón que haya en toda la Tierra de Oz.

Así que el Leñador de Hojalata se vio obligado a volver apenado con sus amigos y contarles sobre la terrible Bestia que había visto. Todos se asombraron de las muchas formas que podía adoptar el Gran Mago, y el León dijo:

—Si es una Bestia cuando vaya a verlo, rugiré lo más fuerte que pueda y lo asustaré tanto que me concederá lo que sea que le pida. Y si es la adorable Dama, fingiré saltar sobre ella y la obligaré a hacer mi voluntad. Y si es una gran Cabeza, estará a mi merced; pues la haré rodar por todo el salón hasta que prometa darnos todo lo que deseamos. Así que ánimo, amigos míos, porque todo estará bien.

A la mañana siguiente, el soldado de bigotes verdes guió al León al gran Salón del Trono y lo invitó a entrar en presencia de Oz.

Enseguida el León cruzó la puerta, y al mirar a su alrededor vio, para su sorpresa, que ante el trono había una Bola de Fuego tan feroz y resplandeciente que apenas podía soportar contemplarla. Su primer pensamiento fue que Oz se había prendido fuego por accidente; pero cuando intentó acercarse, el calor era tan intenso que le chamuscó los bigotes, y retrocedió tembloroso hasta un lugar más cercano a la puerta.

Entonces una voz baja y tranquila salió de la Bola de Fuego, y éstas fueron sus palabras:

—Yo soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Tú quién eres y por qué vienes a verme?

Y el León respondió:

—Yo soy un León Cobarde, temeroso de todo. Vine a ti para rogarte que me des coraje, para que en realidad pueda convertirme en el Rey de las Bestias, como me llaman los hombres.

—¿Por qué debería darte coraje? —exigió Oz.

—Porque de todos los Magos, tú eres el más grandioso y el único que puede concederme lo que pido —contestó el León.

La Bola de Fuego ardió ferozmente durante un momento, y la voz dijo:

—Tráeme pruebas de que la Bruja Malvada del Oeste está muerta, y en ese momento te daré tu coraje. Pero mientras la Bruja viva, seguirás siendo un cobarde.

El León se enfadó por este discurso, pero no pudo decir nada, y mientras contemplaba en silencio la Bola de Fuego, ésta se calentó tanto que tuvo que dar media vuelta y salir corriendo de la habitación. Se alegró de encontrar a sus amigos esperándolo, y les contó sobre su terrible entrevista con el Mago.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó tristemente Dorothy.

—Hay una sola cosa que podemos hacer —contestó el León—: ir al país de los Winkies, buscar a la Bruja Malvada y destruirla.

—Pero, ¿y si no podemos? —dijo la niña.

—Entonces nunca tendré coraje —dijo el León.

—Y yo nunca tendré cerebro —agregó el Espantapájaros.

—Y yo nunca tendré un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Y yo nuca veré otra vez a la tía Em y el tío Henry —dijo Dorothy, comenzando a llorar.

—¡Cuidado! —gritó la niña verde—. Las lágrimas caerán sobre tu vestido de seda verde y lo mancharán.

Dorothy se secó los ojos y dijo:

—Supongo que debemos intentarlo; pero estoy segura de que no quiero matar a nadie, ni siquiera para volver a ver a la tía Em.

—Yo iré contigo; pero soy demasiado cobarde para matar a la Bruja —dijo el León.

—Yo también iré —dijo el Espantapájaros—, pero no seré de gran ayuda, pues soy tonto.

—Yo no tengo corazón para hacer daño a ninguna Bruja —remarcó el Leñador de Hojalata—, pero si tú vas, yo voy contigo.

Por lo tanto, decidieron emprender viaje a la mañana siguiente, y el Leñador de Hojalata afiló su hacha en una piedra verde, y tenía todas sus articulaciones debidamente aceitadas. El Espantapájaros se rellenó con paja fresca y Dorothy le pintó sus ojos nuevamente para que pueda ver mejor. La niña verde, que había sido muy amable con ellos, llenó la canasta de Dorothy con cosas buenas para comer, y ató una campanilla al cuello de Toto con una cinta verde.

Se fueron a la cama muy temprano y durmieron profundamente hasta el amanecer, cuando despertaron por el cacareo de un gallo verde que vivía en el patio trasero del Palacio, y el cacareo de una gallina que había puesto un huevo verde.


Capítulo 12: La búsqueda de la Bruja Malvada

El soldado con bigotes verdes los condujo por las calles de Ciudad Esmeralda hasta llegar a la habitación donde vivía el Guardián de las Puertas. Este oficial les quitó el seguro de las gafas para volver a guardarlas en su gran caja, y luego abrió amablemente la puerta a nuestros amigos. 

—¿Qué camino nos lleva hasta la Bruja Malvada del Oeste? —preguntó Dorothy.

—No hay tal camino —contestó el Guardián de las Puertas—. Nunca nadie desea ir en esa dirección.

—Entonces ¿cómo la encontraremos? —preguntó la niña.

—Eso será fácil —respondió el hombre—, cuando ella sepa que ustedes están en el país de los Winkies, los encontrará y los hará a todos sus esclavos.

—Quizás no —dijo el Espantapájaros—, porque pretendemos destruirla.

—Oh, eso es diferente —dijo el Guardián de las Puertas—, nadie ha podido destruirla, así que naturalmente pensé que los haría sus esclavos, como hizo con todo el resto. Pero cuídense; porque es malvada y feroz, y puede que no les permita destruirla. Sigan hacia el Oeste, donde se pone el sol, y no podrán evitar encontrarla.

Le agradecieron y se despidieron, y avanzaron hacia el oeste, caminando por campos de suave hierba, salpicados aquí y allá con margaritas y ranúnculos. Dorothy seguía usando el bonito vestido de seda que se había puesto en el palacio, pero ahora, para su sorpresa, ya no era verde, sino totalmente blanco. La cinta del cuello de Toto también había perdido su verde, y era tan blanca como el vestido de Dorothy.

Pronto la Ciudad Esmeralda quedó muy atrás. Cuanto más avanzaban, el terreno se ponía más áspero y accidentado, pues no había ni granjas ni casas en el país del Oeste, y la tierra estaba sin labrar.

Al atardecer, los rayos del sol calentaban sus caras, pues no había árboles que les dieran sombra; así que antes de la noche, Dorothy, Toto y el León estaban cansados, se acostaron sobre el césped y se durmieron, mientas el Leñador de Hojalata y el Espantapájaros vigilaban.

La Bruja Malvada del Oeste tenía solo un ojo; sin embargo, era tan poderoso como un telescopio, y podía ver todo. Así que, mientras estaba sentada en la puerta de su castillo, miró alrededor y vio a Dorothy dormida con sus amigos alrededor. Estaban lejos, pero la Bruja Malvada se enojó al encontrarlos en su país; entonces sopló un silbato de plata que colgaba de su cuello.

En seguida llegaron corriendo desde todas direcciones una manada de grandes lobos. Tenían patas largas, ojos feroces y dientes afilados.

—Vayan hacia esas personas —dijo la Bruja—, y háganlos pedazos.

—¿No los convertirás en tus esclavos? —preguntó el líder de los lobos.

—No —contestó—, uno es de hojalata, y otro de paja; hay una niña y un León. Ninguno sirve para el trabajo, así que háganlos trizas.

—Muy bien —dijo el lobo, que se fue corriendo a toda velocidad, seguido por los demás.

Era una suerte que el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata estuvieran bien despiertos y escucharan venir a los lobos.

—Esta pelea es mía —dijo el Leñador de Hojalata—, así que ponte detrás de mí y me encontraré con ellos cuando lleguen.

Tomó su hacha, que había afilado bien, y en cuanto el líder de los lobos se acercó, el Leñador de Hojalata levantó su brazo y cortó la cabeza del lobo, que murió al instante. Tan pronto como levantó su hacha llegó otro lobo, que también cayó bajo el filo del arma del Leñador de Hojalata. Eran 40 lobos, y 40 veces un lobo murió, de modo que al final, yacían todos muertos ante el Leñador de Hojalata.

Luego bajó su hacha y se sentó al lado del Espantapájaros, que dijo:

—Fue una buena pelea, amigo.

Esperaron hasta la mañana siguiente a que Dorothy despertara. La niña se asustó al ver la gran pila de lobos. Pero el Leñador de Hojalata le contó todo. Ella le agradeció por todo y se sentó a desayunar antes de seguir su viaje.

Esa misma mañana, la Bruja Malvada se asomó por la puerta de su castillo y miró con su ojo que todo lo podía ver. Vio todos sus lobos caídos muertos, y a los extraños andando por sus tierras. Esto la enojó aún más, y sopló su silbato de plata dos veces.

Inmediatamente, una gran bandada de cuervos salvajes voló hacia ella, tantos como para oscurecer el cielo.

Y la Bruja Malvada dijo al Rey Cuervo:

—Vuelen de inmediato hacia los extraños, sáquenles los ojos y háganlos pedazos.

Los cuervos salvajes volaron en una gran bandada hacia Dorothy y compañía. Cuando los vieron venir, tuvieron miedo.

Pero el Espantapájaros dijo:

—Esta es mi batalla, acuéstense a mi lado y nadie les hará daño.

Así que todos se recostaron en el suelo, excepto el Espantapájaros, quien se quedó de pie y estiró sus brazos. Y cuando los cuervos lo vieron, se asustaron, como siempre les ocurre a estas aves con los espantapájaros, y no se atrevieron a acercarse más. Pero el Rey Cuervo dijo:

—Sólo es un hombre relleno, le quitaré los ojos a picotazos.

El Rey Cuervo voló hacia el Espantapájaros, que lo agarró de la cabeza y le torció el cuello hasta matarlo. Luego, otro cuervo voló hacia él, y el Espantapájaros también le torció el cuello. Eran cuarenta cuervos, y cuarenta veces el Espantapájaros torció un cuello, hasta que finalmente todos yacían muertos delante de él. Luego le dijo al grupo que se levantase, y nuevamente emprendieron viaje.

Cuando la Bruja Malvada volvió a asomarse y vio que todos sus cuervos yacían amontonados, entró en un estado de rabia terrible, y sopló tres veces su silbato plateado.

En seguida se oyó un gran zumbido en le aire, y un enjambre de abejas negras voló hacia ella.

—Vayan hacia los extraños y píquenlos hasta matarlos —ordenó la Bruja, y las abejas salieron volando rápidamente hacia donde se encontraban caminando Dorothy y sus amigos. Pero el Leñador de Hojalata las vio venir, y el Espantapájaros había decidido qué hacer.

 —Quítame la paja y espárcela sobre la niña, el perro y el León —dijo al Leñador de Hojalata—, y las abejas no podrán picarlos.

Eso hizo el Leñador de Hojalata, y cuando Dorothy se recostó junto al León con Toto en sus brazos, la paja los cubrió por completo.

Las abejas llegaron y no encontraron a nadie más que el Leñador de Hojalata para picar, así que volaron hacia a él y rompieron todos sus aguijones contra la hojalata, sin herirlo en absoluto. Y como las abejas no pueden sobrevivir con sus aguijones rotos, ese fue su final, y caían esparcidas alrededor del Leñador de Hojalata, como pequeñas pilas de carbón fino.

Luego Dorothy y el León se levantaron, y la niña ayudó al Leñador de Hojalata a colocarle la paja nuevamente al Espantapájaros, hasta que estuvo tan bien como siempre. Entonces emprendieron viaje una vez más.

La Bruja Malvada se enojó tanto cuando vio a sus abejas negras apiladas en montoncitos como carbón fino, que dio un pisotón, se arrancó los cabellos y rechinó los dientes. Luego llamó a una docena de sus esclavos, que eran los Winkies, y les dio lanzas afiladas diciéndoles que fueran hacia los extranjeros y los destruyeran.

Los Winkies no eran gente valiente, pero debían hacer lo que les ordenaban. Así que marcharon hasta llegar cerca de Dorothy. El León lanzó un gran rugido y corrió hacia ellos, y los pobres Winkies se asustaron tanto que salieron corriendo tan rápido como pudieron.

Cuando regresaron al Castillo, la Bruja Malvada los mandó de regreso a hacer su trabajo; luego se sentó a pensar en su próximo movimiento. No podía entender cómo todos sus planes para destruir a los extraños habían fallado; pero era una Bruja poderosa, tanto como Malvada, y pronto decidió qué hacer a continuación.

En su armario tenía una Gorra de Oro, con un círculo de diamantes y rubíes a su alrededor. La Gorra de Oro tenía un hechizo. Quienquiera fuera su dueño, podría llamar tres veces a los Monos Alados, que obedecerán cualquier orden que les sea dada. Pero ninguna persona puede mandar a estas extrañas criaturas más de tres veces. La Bruja Malvada ya había usado el encanto en dos oportunidades. Una fue cuando hizo sus esclavos a los Winkies, y se puso a gobernar su país. Los Monos Alados la ayudaron a hacer eso. La segunda vez fue cuando luchó contra el mismísimo Gran Oz y lo expulsó de las tierras del Oeste. Los Monos Alados la ayudaron a lograr esto. Solo podía usar una vez más la Gorra de Oro, por lo que no quería hacerlo hasta agotar todos sus demás poderes. Pero ahora que sus lobos feroces, sus sabios cuervos y sus abejas picadoras estaban muertos, y sus esclavos se habían asustado por el León Cobarde, vio que solo le quedaba una manera de destruir a Dorothy y sus amigos.

Entonces la Bruja Malvada tomó la Gorra de Oro de su armario y se la puso. Luego se paró sobre su pie izquierdo y dijo lentamente:

—¡Ep-pe, pep-pe, kak-ke!

Luego se paró sobre su pie derecho y dijo:

—¡Hil-lo, hol-lo, hel-lo!

Después se paró sobre sus dos pies y gritó fuerte:

—¡Ziz-zy, zuz-zy, zik!

Ahora el encanto comenzó a funcionar. El cielo se oscureció, y se escuchó un ruido ensordecedor en el aire. Era el ruido de muchas alas, un gran parloteo y risas, y el sol se asomó entre el cielo oscuro para mostrar a la Bruja Malvada rodeada de una manada de monos, cada uno con un inmenso par de poderosas alas en sus hombros.

Uno, mucho más grande que los demás, parecía ser su líder. Se acercó volando a la Bruja y dijo:

—Nos has llamado por tercera y última vez. ¿Cuáles son sus órdenes?

—Vayan a los extranjeros que están dentro de mis tierras y destrúyanlos a todos, excepto al León —dijo la Bruja Malvada—. Tráiganme a la bestia, pues tengo la intención de aprovecharlo como si fuera un caballo y hacerlo trabajar.

—Tus órdenes serán obedecidas —dijo el líder. Entonces, entre mucho parloteo y ruido, los Monos Alados se alejaron volando hacia donde estaba Dorothy caminando con sus amigos.

Algunos de los Monos se apoderaron del Leñador de Hojalata y lo llevaron por el aire hasta un terreno densamente cubierto de rocas afiladas. Una vez allí, soltaron al pobre Leñador de Hojalata, que cayó desde una gran distancia a las rocas, y quedó allí tirado, tan maltrecho y abollado que no podía moverse ni gemir.

Otro grupo de Monos atrapó al Espantapájaros, y con sus garras quitaron toda la paja fuera de su ropa y cabeza. Hicieron un pequeño bollo con su sombrero, sus botas y su ropa, y lo arrojaron entre las ramas de los árboles.

Los demás Monos arrojaron trozos de cuerda alrededor del León y la enrollaron muchas veces alrededor de su cuerpo, cabeza y patas, hasta que estuvo incapacitado para morder, arañar o luchar de ninguna manera. Luego lo elevaron y volaron con él hacia el castillo de la Bruja, donde fue dejado en un pequeño jardín con una alta valla de hierro alrededor, para que no pudiera escapar.

Pero a Dorothy no le hicieron ningún daño. Se quedó viendo, con Toto en sus brazos, el triste destino de sus camaradas, pensando que pronto sería su turno. El líder de los Monos Alados voló hacia ella con sus brazos largos y peludos estirados, y su horrible rostro sonriendo terriblemente; pero vio la marca del beso de la Bruja Buena en su frente y se detuvo en seco, indicando a los demás que no la tocaran.

—Será mejor que no lastimemos a esta niña —dijo—, pues está protegida por el Poder del Bien, y eso es más grande que el Poder del Mal. Todo lo que podemos hacer es llevarla al castillo de la Bruja Malvada y dejarla ahí.

Así que, con cuidado y suavidad, levantaron a Dorothy de sus brazos y la llevaron suavemente por el aire hasta el castillo, donde la bajaron justo frente a la puerta. Luego, el líder dijo a la Bruja:

—Te hemos obedecido en la medida de nuestras posibilidades. El Leñador de Hojalata y el Espantapájaros han sido destruidos, y el León esta encerrado en tu jardín. No nos atrevimos a hacer daño a la niña, ni al perro que lleva en brazos. Tu poder sobre nuestra manada ha terminado, nunca volverás a vernos.

Luego, todos los Monos Alados, entre muchas risas y parloteo y ruido, volaron por los aires y pronto se perdieron de vista.

La Bruja Malvada estaba tan sorprendida como preocupada cuando vio la marca que tenía Dorothy en la frente, pues sabía bien que ni los Monos Alados, ni ella misma, se atreverían a lastimar a la niña de ninguna manera. Miró los pies de Dorothy y, al ver los Zapatos Plateados comenzó a temblar de miedo, porque sabía del poderoso encanto que llevaban. Al principio, la Bruja se vio tentada de salir corriendo lejos de Dorothy; pero la miró a los ojos y vio lo sencilla que era su alma, y que la niña no sabía del enorme poder que le daban los Zapatos Plateados. Así que la Bruja Malvada se rió y pensó: “Aún puedo convertirla en mi esclava, pues no sabe cómo usar su poder”. Luego, con dureza y severidad, dijo a Dorothy:

—Ven conmigo, y procura hacer todo lo que te digo, porque si no lo haces, acabaré contigo, como hice con el Leñador de Hojalata y el Espantapájaros.

Dorothy la siguió por muchas de las hermosas habitaciones del castillo hasta que llegaron a la cocina, donde la Bruja le ordenó lavar las ollas y calderos, barrer el suelo y mantener encendido el fuego con madera.

Dorothy se puso a trabajar inmediatamente, con su mente puesta en trabajar lo más duro posible, pues estaba contenta de que la Bruja Malvada hubiera decidido no matarla.

Con Dorothy trabajando duro, a la Bruja se le ocurrió ir al patio para domar al León Cobarde como a un caballo; estaba segura de que le divertiría hacerlo tirar de su carro cada vez que ella quisiera salir a pasear. Pero en cuanto abrió el portón, el León lanzó un fuerte rugido y se le abalanzó tan ferozmente que la bruja salió corriendo asustada y cerró el portón otra vez.

—Si no puedo domarte —dijo la Bruja al león hablando entre las barras del portón—, puedo matarte de hambre. No tendrás nada de comer hasta que hagas lo que ordeno.

Así que, luego de eso, no le llevó más comida al León prisionero; pero todos los días por la tarde se acercaba al portón y preguntaba:

—¿Estás listo para ser domado como un caballo?

Y el León respondía:

—No. Si entras en este patio, te morderé.

La razón por la que el León no hacía lo que la Bruja le ordenaba era que cada noche, mientras la bruja dormía, Dorothy le llevaba comida de la despensa. Después de comer se tumbaba en su cama de paja, y Dorothy se acostaba a su lado y apoyaba la cabeza en su melena suave y peluda, mientras hablaban de sus problemas y trataban de planear alguna manera de escapar. Pero no encontraban la manera de salir del castillo, porque estaba custodiado permanentemente por los Winkies amarillos, que eran los esclavos de la Bruja Malvada, demasiado temerosos de ella como para no hacer lo que les decía.

La niña debía trabajar duro durante el día, y a menudo la Bruja amenazaba con golpearla con el viejo paraguas que siempre llevaba en su mano. Pero en realidad, no se atrevía a golpear a Dorothy por la marca en su frente. La niña no sabía esto, y tenía mucho miedo por ella y por Toto. Una vez, la Bruja golpeó a Toto con el paraguas y el valiente perro corrió hacia ella y le mordió una pierna a cambio. La Bruja no sangró donde la mordió, pues era tan Malvada que su sangre se había secado muchos años atrás.

La vida de Dorothy se volvió muy triste cuando comprendió que sería más difícil que nunca regresar a Kansas con la Tía Em. A veces lloraba con amargura durante horas, con Toto sentado a sus pies, mirándola, lloriqueando desconsoladamente para mostrar lo mucho que lo sentía por su pequeña ama. A Toto no le importaba si estaba en Kansas o en el País de Oz, mientras Dorothy estuviera con él; pero sabía que la niña estaba triste, y eso lo hacía infeliz a él también.

La Bruja Malvada ansiaba tener para ella los zapatos plateados que la niña siempre usaba. Sus abejas, sus cuervos y sus lobos yacían amontonados secándose, y ya había usado todo el poder de la Gorra de Oro; pero si pudiera obtener los zapatos plateados, le darían más poder que todas las otras cosas que había perdido. Observó detenidamente a Dorothy para ver si en algún momento se quitaba los zapatos, pensando que podría robarlos. Pero la niña estaba tan orgullosa de sus lindos zapatos que nunca se los quitaba excepto por la noche y cuando tomaba un baño. La Bruja le tenía tanto miedo a la oscuridad que no se atrevía a entrar a la habitación de Dorothy por la noche y tomar los zapatos, y su miedo al agua era mayor que su miedo a la oscuridad, así que nunca se acercaba cuando Dorothy se bañaba. De hecho, la Bruja nunca había tocado el agua ni había dejado que el agua la toque a ella.

Pero la malvada criatura era muy astuta, y finalmente pensó en un truco que le daría lo que quería. Colocó una barra de hierro en medio del suelo de la cocina, y luego por arte de magia, la hizo invisible a los ojos de los humanos. De modo que, cuando Dorothy caminó por el suelo, al no podía verla, tropezó con la barra y cayó de lleno. No se hizo daño, pero en la caída uno de los zapatos plateados se le salió; y antes de poder alcanzarlo, la Bruja se lo había arrebatado y se lo había puesto en su flaco pie.

La malvada mujer estaba muy complacida con el éxito de su truco, ya que mientras tuviera en su poder uno de los zapatos, ella poseía la mitad del poder de su hechizo, y Dorothy no podía usarlo contra ella, aunque supiera cómo hacerlo.

La niña, al ver que había perdido uno de sus hermosos zapatos, se enfadó y dijo a la Bruja:

—¡Devuélveme mi zapato!

—No lo haré —contestó la Bruja—, ahora es mi zapato, no tuyo.

—¡Eres una criatura malvada! —gritó Dorothy—. No tienes derecho a quitarme mi zapato.

—Me lo quedaré de todas maneras —dijo la Bruja, riéndose de ella—, y algún día te robaré el otro también.

Esto enfureció tanto a Dorothy que levantó el balde de agua que tenía cerca y lo lanzó sobre la Bruja, mojándola de pies a cabeza.

Al instante la malvada mujer dio un fuerte grito de miedo, y luego, mientras Dorothy la miraba asombrada, la Bruja comenzó a encogerse y a caer.

—¡Mira lo que has hecho! —gritó—. En un minuto me derretiré.

—Lo siento mucho, de verdad—. dijo Dorothy, que estaba realmente asustada al ver a la Bruja derretirse como azúcar moreno justo frente a sus ojos.

—¿No sabías que el agua sería mi fin? —preguntó la Bruja, con la voz entrecortada y desesperada.

—Por supuesto que no —contestó Dorothy—. ¿Cómo?

—Bueno, en unos minutos estaré derretida y tendrás el castillo para ti sola. He sido malvada en mis tiempos, pero nunca pensé que una niña como tú sería capaz de derretirme y acabar con mis maldades. ¡Cuidado, allá voy!

Con estas palabras la Bruja se deshizo en una masa marrón sin forma y comenzó a desparramarse sobre las tablas del suelo de la cocina. Al ver que realmente se había fundido hasta prácticamente desaparecer, Dorothy llenó otro balde de agua y lo tiró sobre aquel desastre. Luego, barrió todo hacia afuera. Finalmente, levantó el zapato plateado, que era todo lo que había quedado de la vieja mujer, lo limpió y lo secó con un paño y se lo puso nuevamente. Entonces, siendo por fin libre de hacer lo que quisiera, corrió al patio a contarle al León que la Bruja Malvada del Oeste había llegado a su fin, y que no eran más prisioneros en tierras extrañas.


Capítulo 13: El rescate

El León Cobarde estaba muy agradecido al escuchar que la Bruja Malvada había sido derretida por un balde de agua, y de inmediato Dorothy abrió el portón de su prisión y lo liberó. Entraron juntos al castillo, donde lo primero que hizo Dorothy fue reunir a todos los Winkies para decirles que ya no eran más esclavos.

Hubo un gran regocijo entre los Winkies amarillos, pues la Bruja Malvada los había hecho trabajar duro durante muchos años, y los había tratado con mucha crueldad. Lo celebraron como un día festivo, ese día y para siempre, y se dedicaron a bailar y festejar.

—Si nuestros amigos, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata, estuvieran con nosotros —dijo el León—, sería muy feliz.

—¿Crees que podríamos rescatarlos? —preguntó inquieta la niña.

—Podemos intentarlo —dijo el León.

Entonces llamaron a los Winkies amarillos y les preguntaron si los ayudarían a rescatar a sus amigos. Ellos respondieron que estarían encantados de hacer todo lo que esté en su poder por Dorothy, que los había liberado de la esclavitud. Entonces ella eligió a varios de los Winkies que parecían ser más sabios, y se pusieron en marcha. Viajaron ese día y parte del siguiente hasta llegar a la llanura rocosa donde yacía el Leñador de Hojalata, todo maltrecho y doblado. Su hacha estaba cerca suyo, pero la hoja estaba oxidada, y el mango roto.

Los Winkies lo levantaron suavemente en brazos y lo llevaron de nuevo al Castillo Amarillo, con Dorothy derramando algunas lágrimas en el camino por la triste situación de su viejo amigo, y el León se veía serio y apenado. Cuando llegaron al Castillo, Dorothy dijo a los Winkies:

—¿Alguno de ustedes es hojalatero?

—Oh, sí. Algunos de nosotros somos muy buenos hojalateros —le dijeron.

—Tráiganlos —dijo. Y cuando llegaron, trayendo con ellos todas sus herramientas en canastas, ella preguntó:

—¿Pueden enderezar esas abolladuras del Leñador de Hojalata, darle forma de vuelta y soldarlo donde está roto?

Los hojalateros miraron cuidadosamente al Leñador de Hojalata y le respondieron que creían que podían enmendarlo para que vuelva a estar mejor que nunca. Entonces se pusieron a trabajar en una de las grandes habitaciones amarillas del castillo, y trabajaron por tres días y cuatro noches, martillando, retorciendo, doblando, soldando, puliendo, y pegando las piernas, el cuerpo y la cabeza del Leñador de Hojalata, hasta que por fin tuvo su antigua forma, y sus articulaciones funcionaron a la perfección. Para asegurarse, había varios parches sobre él, pero los hojalateros hicieron un buen trabajo, y como el Leñador de Hojalata no era un hombre vanidoso, los parches no le importaron en absoluto.

Cuando finalmente entró a la habitación de Dorothy y le agradeció por rescatarlo, estaba tan emocionado que derramó lágrimas de felicidad, y Dorothy tuvo que secarle cada lágrima del rostro cuidadosamente con su delantal para que no se oxiden sus articulaciones. Al mismo tiempo sus lágrimas caían espesas por la alegría de encontrarse con su viejo amigo otra vez, y estas lágrimas no necesitaban ser secadas. En cuanto al León, se limpiaba los ojos tan a menudo con la punta de la cola que se le mojó bastante, y se vio obligado a salir al patio y sostenerla al sol hasta que se secó.

—Si solo tuviéramos al Espantapájaros entre nosotros —dijo el Leñador de Hojalata cuando Dorothy terminó de contarle todo lo que había pasado—, sería muy feliz. 

—Debemos intentar encontrarlo —dijo la niña.

Entonces pidió ayuda a los Winkies, y caminaron todo ese día y parte del siguiente hasta que llegaron al alto árbol entre cuyas ramas habían arrojado los Monos Alados la ropa del Espantapájaros.

Era un árbol muy alto, y el tronco era tan liso que nadie podía treparlo; pero el Leñador de Hojalata dijo de golpe:

—Lo derribaré, y así podremos alcanzar la ropa del Espantapájaros.

Mientras los hojalateros habían estado arreglando al Leñador de Hojalata, otros Winkies, que eran orfebres, habían fabricado un mango de hacha de oro macizo para reemplazar el viejo mango roto del hacha del Leñador de Hojalata. Otros pulieron la hoja hasta que todo el óxido fue removido y brilló como plata bruñida.

Tan pronto como había hablado, el Leñador de Hojalata comenzó a talar, y en poco tiempo el árbol cayó con un gran estruendo, con lo cual la ropa del Espantapájaros cayó de las ramas y rodó sobre el suelo.

Dorothy la levantó e hizo que los Winkies la cargaran hasta el castillo, donde la rellenaron con bonita y limpia paja; y ¡he aquí el Espantapájaros! Tan bien como siempre, agradeciéndoles una y otra vez por haberlo salvado.

Ahora que estaban todos reunidos, Dorothy y sus amigos pasaron unos días felices en el Castillo Amarillo, donde encontraron todo lo necesario para sentirse cómodos.

Pero un día la niña pensó en la tía Em, y dijo:

—Debemos volver a Oz y reclamarle que cumpla su promesa.

—Sí —dijo el Leñador de Hojalata—, así por fin tendré mi corazón.

—Y yo tendré mi cerebro —agregó alegremente el Espantapájaros.

—Y yo tendré mi coraje —dijo el León pensativo. 

—Y yo regresaré a Kansas —gritó Dorothy aplaudiendo—. ¡Partamos a Ciudad Esmeralda mañana mismo!

Decidieron hacer esto. Al día siguiente, reunieron a los Winkies y se despidieron. Los Winkies estaban tristes de verlos partir, y se habían encariñado tanto con el Leñador de Hojalata que le suplicaron que se quedara y los gobierne a ellos y a las Tierras Amarillas del Oeste. Viendo que estaba decidido a irse, los Winkies dieron a Toto y al León un collar de oro; y a Dorothy le regalaron un hermoso brazalete de diamantes; y al Espantapájaros le dieron un bastón con cabeza de oro, para que no tropezara; y al Leñador de Hojalata le obsequiaron una aceitera de plata, con incrustaciones de oro y piedras preciosas.

Cada uno de los viajeros dijo unas amables palabras a los Winkies, y todos les estrecharon la mano hasta que les dolieron los brazos.

Dorothy fue a la despensa de la Bruja para llenar su canasta de comida para el viaje, y allí vio la Gorra de Oro. Se la probó y le quedaba perfecta. No sabía nada sobre el hechizo de la Gorra de Oro, pero vio que era bonita, así que pensó que podía usarla, y colocó la Gorra en la canasta.

Una vez preparados para el viaje, salieron hacia Ciudad Esmeralda; y los Winkies les dieron tres hurras y muchos buenos deseos para que se llevaran con ellos.


Capítulo 14: Los Monos Alados

Recordarás que no había carretera, ni siquiera un camino, entre el castillo de la Bruja malvada y Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro viajeros fueron en búsqueda de la Bruja, ella los vio venir y envió a los Monos Alados para que se los trajeran. Era mucho más difícil encontrar el camino de regreso a través de los grandes campos de ranúnculos y margaritas amarillas que ser llevados. Sabían, por supuesto, que debían ir hacia el este, hacia el sol naciente; y empezaron de la forma correcta. Pero al mediodía, cuando el sol estaba sobre sus cabezas, no sabían en qué dirección estaba el este o el oeste, por eso se perdieron en los grandes campos. Sin embargo, siguieron caminando, y por la noche salió la luna que brillaba intensamente. Entonces se recostaron entre el dulce aroma de las flores amarillas y durmieron hasta el amanecer, todos menos el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata.

Al día siguiente, el sol se escondía tras una nube, pero continuaron su viaje como si supieran en qué dirección debían ir.

—Si caminamos lo suficiente —dijo Dorothy—, estoy segura que en algún momento llegaremos a algún lado.

Pero los días pasaban, y solo veían campos de escarlata ante ellos. El Espantapájaros comenzó a refunfuñar un poco.

—Estoy seguro de que estamos perdidos —dijo—, y a menos que encontremos a tiempo el camino para llegar de nuevo a Ciudad Esmeralda, nunca conseguiré mi cerebro.

—Ni yo mi corazón —dijo el Leñador de Hojalata—. Me parece que no puedo esperar más para llegar a Oz, y deben admitir que éste es un viaje muy largo.

—Verás —dijo el León Cobarde, con un gemido—, yo no tengo el coraje para continuar deambulando para siempre sin llegar a ningún lugar.

Entonces Dorothy perdió el ánimo. Se sentó en el suelo y miró a sus compañeros, que se sentaron y le devolvieron la mirada, y Toto descubrió que, por primera vez en su vida, estaba demasiado cansado para perseguir una mariposa que pasó volando sobre su cabeza. Así que sacó su lengua, jadeó y miró a Dorothy, como si preguntara qué debían hacer luego.

—Podemos llamar a los ratones de campo —sugirió—, ellos probablemente puedan decirnos cuál es el camino a Ciudad Esmeralda.

—¡Seguro podrán! —gritó el Espantapájaros—. ¿Por qué no pensamos en eso antes?

Dorothy sopló el pequeño silbato que llevaba siempre colgando en su cuello desde que la Reina de los Ratones se lo había dado. En unos minutos escucharon el repiqueteo de piecitos, y muchos de los pequeños ratones grises se acercaron corriendo. Entre ellos estaba la mismísima Reina, que preguntó con voz chillona:

—¿Qué puedo hacer por mis amigos?

—Estamos perdidos —dijo Dorothy—. ¿Puedes decirnos dónde está Ciudad Esmeralda?

—Claro —contestó la Reina—, pero está muy lejos, porque la han tenido a sus espaldas todo este tiempo—. Luego notó la Gorra de Oro de Dorothy y dijo:

—¿Por qué no usas el poder de la Gorra, y llamas a los Monos Alados? Ellos los cargarán hasta la Ciudad de Oz en menos de una hora.

—No sabía que estaba encantada —contestó Dorothy sorprendida—, ¿Cómo es eso?

—Está escrito dentro de la Gorra de Oro —respondió la Reina de los Ratones—. Pero si llamaras a los Monos Alados, nosotros debemos irnos, porque les encantan las travesuras y creen que es muy divertido atormentarnos.

—¿No me lastimarán? —preguntó Dorothy, ansiosa.

—Oh, no. Deben obedecer al portador de la Gorra. ¡Adiós! —Y desapareció corriendo, con todos los ratones corriendo tras ella.

Dorothy miró dentro de la Gorra de Oro y vio algunas palabras escritas sobre el forro. “Este”, pensó, “debe ser el encanto”. Entonces leyó las directivas cuidadosamente y se puso la Gorra.

—¡Ep-pe, pep-pe, kak-ke! —dijo, parada sobre su pie izquierdo.

—¿Qué dijiste? —preguntó el Espantapájaros, que no sabía qué estaba haciendo.

—¡Hil-lo, hol-lo, hel-lo! —continuó Dorothy, esta vez parada sobre su pie derecho.

—¡Hola! —dijo el Leñador de Hojalata con calma.

—¡Ziz-zy, zuz-zy, zik! —dijo Dorothy, que ahora estaba parada sobre ambos pies. Esto terminaba la frase del encanto, y oyeron un gran parloteo y sonido de alas, mientras la bandada de Monos Alados volaba hacia ellos.

El Rey voló bajo delante de Dorothy y preguntó:

—¿Cuáles son tus órdenes?

—Queremos ir a Ciudad Esmeralda —dijo la niña—, y hemos perdido el camino.

—Nosotros los llevaremos —contestó el Rey, y tan pronto como lo dijo, dos de los Monos tomaron a Dorothy en sus brazos y salieron volando con ella. Otros tomaron al Espantapájaros, al Leñador de Hojalata y al León, y un pequeño Mono agarró a Toto y voló tras ellos, aunque el perro tratara de morderlo.

Al principio, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata estaban bastante asustados, pues recordaban lo mal que los habían tratado anteriormente los Monos Alados; pero vieron que no pretendían hacerles daño, así que volaron por el aire alegremente, y se divirtieron viendo los hermosos jardines y bosques que pasaban debajo de ellos.

Dorothy se encontró volando fácilmente entre dos de los Monos más grandes, uno de ellos el Rey en persona. Hicieron una silla con sus manos y fueron muy cuidadosos en no lastimarla.

—¿Por qué deben obedecer el encanto de la Gorra de Oro? —preguntó.

—Es una larga historia —respondió el Rey con risa alada—, pero como nos espera un largo viaje, pasaré el tiempo contándotela, si así lo quieres.

—Me encantaría escucharla —contestó.

—Hubo un tiempo —comenzó el líder—, en que fuimos libres, viviendo felices en el gran bosque, volando de árbol a árbol, comiendo nueces y frutas, y simplemente haciendo lo que queríamos sin tener que llamar “amo” a nadie. Quizás algunos de nosotros a veces éramos demasiado traviesos, volando hacia abajo para tirarle de la cola a los animales que no tenían alas, persiguiendo pájaros y tirando nueces a las personas que caminaban por el bosque. Pero estábamos tranquilos, felices y llenos de diversión, disfrutábamos cada minuto del día. Esto fue hace muchos años, mucho antes de que Oz salga de las nubes para gobernar estas tierras.

—En ese entonces vivía aquí, lejos, en el Norte, una hermosa princesa, que era también una poderosa hechicera. Toda su magia la usaba para ayudar a la gente, y nunca fue conocida por lastimar a nadie que fuera bueno. Se llamaba Gayelette, y vivía en un bello palacio construido con grandes bloques de rubí. Todos la amaban, pero su mayor pena era no encontrar a nadie a quien amar, ya que todos los hombres eran estúpidos y feos para emparejarse con alguien tan hermosa y sabia. Sin embargo, finalmente encontró un muchacho guapo, varonil y sabio, más allá de su edad. Gayelette se hizo la idea de que cuando él creciera lo haría su esposo. Entonces lo llevó a su palacio de rubí y usó todos sus poderes mágicos para hacerlo tan fuerte, bueno y amoroso como cualquier mujer podría desear. Cuando llegó a la edad adulta, Quelala, como lo llamaban, era el mejor y más sabio hombre de toda la tierra, mientras que su belleza era tan grande que Gayelette lo amaba, y se apresuró en dejar todo listo para la boda.

—En ese entonces, mi abuelo era el Rey de los Monos Alados, y vivía en el bosque cerca del palacio de Gayelette, y al viejo le gustaba más una buena broma que una buena cena. Un día, justo antes de la boda, mi abuelo estaba volando con su banda cuando vio a Quelala caminando junto al río. Estaba vestido con un traje de seda rosa y terciopelo púrpura, y mi abuelo pensó en qué podría hacer. A su señal, la banda bajó volando y se apoderó de Quelala, lo levantaron en sus brazos hasta el medio del río, y lo arrojaron al agua.

—“Nada hasta la orilla, buen compañero” —gritó mi abuelo—, “y fíjate si el agua ha manchado tu ropa”. Quelala era demasiado sabio para no nadar, y su buena fortuna no lo había echado a perder. Rió cuando salió a la superficie del agua y nadó hacia la orilla. Pero cuando Gayelette se acercó corriendo a él, encontró que toda la seda y el terciopelo estaban arruinados por el río.

—La princesa estaba enojada, y sabía, por supuesto, quién lo había hecho. Hizo traer ante ella a todos los Monos Alados, y al principio dijo que debían atarles las alas y que serían tratados como ellos habían tratado a Quelala, y serían arrojados al río. Pero mi abuelo suplicó mucho, pues sabía que los Monos se ahogarían en el río con sus alas atadas, y Quelala dijo unas bonitas palabras para ellos también; así que Gayelette finalmente los perdonó, con la condición de que los Monos Alados debían hacer tres veces lo que les pidiera el dueño de la Gorra de Oro. Esta gorra había sido hecha como un regalo para la boda de Quelala, y se decía que a la princesa le había costado la mitad de su reino. Por supuesto que mi abuelo y todos los demás Monos aceptaron las condiciones, y así es como resulta que somos tres veces esclavos del dueño de la Gorra de Oro, quienquiera que sea.

—¿Y qué fue de ellos? —preguntó Dorothy, que había escuchado la historia con gran interés.

—Al haber sido el primer dueño de la Gorra de Oro —respondió el Mono—, Quelala fue el primero en pedirnos sus deseos. Como su novia no podía soportar tenernos a la vista, luego de casarse con ella nos llamó a todos al bosque y nos ordenó mantenernos siempre donde ella no pudiera volver a ver un Mono Alado, cosa que nos alegró hacer, pues todos le temíamos.

—Esto fue todo lo que tuvimos que hacer, hasta que la Gorra de Oro calló en manos de la Bruja Malvada del Oeste, que nos hizo hacer a los Winkies sus esclavos, y después expulsar a Oz de las Tierras del Oeste. Ahora la Gorra de Oro es tuya, y tres veces tienes el derecho de pedirnos lo que desees.

Cuando el Rey Mono terminó su historia, Dorothy miró hacia abajo y vio las verdes y brillantes paredes de la Ciudad Esmeralda. Se sorprendió del vuelo veloz de los Monos, pero estaba contenta de que el viaje hubiera terminado. Las extrañas criaturas dejaron con cuidado a los viajeros delante de la puerta de la Ciudad. El Rey hizo una reverencia a Dorothy, y luego voló rápidamente, seguido de toda su banda.

—Ese fue un buen viaje —dijo la niña.

—Sí, y una forma rápida de salir de nuestros problemas —contestó el León—. ¡Que suerte tuvimos de que tengas esa maravillosa Gorra!


Capítulo 15: El descubrimiento de Oz, el terrible

Los cuatro viajeros caminaron hacia la puerta de Ciudad Esmeralda y tocaron la campana. Después de tocar varias veces, fue abierta por el mismo Guardián de las Puertas que habían conocido.

—¡Qué! ¿Han vuelto otra vez? —preguntó sorprendido.

—¿No nos ves? —contestó el Espantapájaros.

—Pero yo pensé que habían ido a visitar a la Bruja Malvada del Oeste.

—La visitamos —dijo el Espantapájaros.

—¿Y los dejó irse? —preguntó el hombre, asombrado.

—No pudo evitarlo, porque está derretida —explicó el Espantapájaros.

—¡Derretida! Bueno, de hecho, esas son buenas noticias —dijo el hombre—. ¿Quién la derritió?

—Fue Dorothy —dijo el León, con seriedad.

—¡Santo cielo! —exclamó el hombre, y se inclinó muy levemente ante ella.

Luego los dejó en su pequeña habitación y les puso a todos las gafas de la gran caja, tal como lo había hecho antes. Luego cruzaron la puerta hacia la Ciudad Esmeralda. Cuando las personas escucharon de la boca del Guardián de las puertas que Dorothy había derretido a la Bruja Malvada del Oeste, se reunieron todos alrededor de los viajeros y los siguieron en gran multitud hasta el Palacio de Oz.

El soldado de bigotes verdes seguía en guardia ante la puerta, pero los dejó entrar de inmediato, y se encontraron nuevamente con la hermosa mujer verde, quien los condujo nuevamente a cada uno a la misma habitación que antes, para que descansen hasta que el Gran Oz estuviera listo para recibirlos.

El soldado llevó directamente a Oz la noticia de que Dorothy y los demás viajeros habían regresado luego de destruir a la Bruja Malvada, pero Oz no contestó. Pensaron que el Gran Mago los mandaría a llamar al instante, pero no lo hizo. No supieron nada de él al día siguiente, ni el otro, ni el otro. 

La espera fue tediosa y agotadora, y finalmente se enfadaron mucho por la pobre forma en que Oz los trataba después de enviarlos a sufrir penurias y esclavitud. Entonces, el Espantapájaros pidió a la mujer verde que enviara otro mensaje a Oz diciendo que, si él no los dejaba verlo de inmediato, llamarían a los Monos Alados para que los ayuden, y averiguarían si mantendría o no su promesa. Cuando el Mago recibió ese mensaje se asustó tanto que los mandó llamar al Salón del Trono a las nueve y cuatro minutos de la mañana siguiente. Ya se había encontrado con los Monos Alados una vez, y no quería volver a verlos.

Los cuatro viajeros pasaron la noche sin dormir, cada uno pensando en el regalo que Oz había prometido concederles. Dorothy se durmió sólo una vez, y soñó que estaba en Kansas, donde la tía Em le decía lo feliz que estaba de tener a su pequeña niña de regreso en casa.

A las nueve en punto de la mañana siguiente, el soldado de bigotes verdes se presentó ante ellos y, cuatro minutos después todos entraron al Salón del Trono del Gran Oz.

Por supuesto que cada uno de ellos esperaba ver al Mago en la forma que lo había visto anteriormente, y se sorprendieron al mirar alrededor y no ver a nadie en la habitación. Se quedaron cerca de la puerta y juntos, porque la quietud de la habitación del salón vacío era más espantosa que cualquiera de las otras formas que Oz había tomado.

En ese momento escucharon una solemne Voz, que parecía venir de algún lugar cercano a la cima de la gran cúpula, que dijo:

—Soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?

Miraron nuevamente a cada parte de la habitación, y luego, sin ver a nadie, Dorothy preguntó:

—¿Dónde estás?

—Estoy en todas partes —respondió la Voz—, pero a los ojos de los mortales comunes soy invisible. Ahora me sentaré en mi trono para que puedan conversar conmigo —. Y efectivamente, la Voz parecía venir directamente del trono; entonces caminaron hacia él y se pusieron en fila mientras Dorothy decía:

—Vinimos a reclamar que cumplas tus promesas, Oz.

—¿Qué promesas? —preguntó Oz.

—Prometiste enviarme de regreso a Kansas cuando la Bruja Malvada fuese destruida —dijo la niña.

—Y prometiste darme un cerebro —dijo el Espantapájaros.

—Y prometiste darme un corazón —dijo el Leñador de Hojalata.

—Y prometiste darme coraje —dijo el León Cobarde.

—¿Está realmente destruida la Bruja malvada? —preguntó la Voz, y Dorothy pensó que temblaba un poco.

—Sí —contestó—, la derretí con un balde de agua.

—¡Caramba! —dijo la Voz—, ¡qué repentino! Bueno, vengan a verme mañana, así me dan tiempo para pensarlo.

—Ya tuviste suficiente tiempo —dijo el Leñador de Hojalata enojado.

—No esperaremos un día más —dijo el Espantapájaros.

—¡Debes cumplir tu promesa con nosotros! —exclamó Dorothy.

El León pensó que sería mejor asustar al Mago, así que dio un fuerte y largo rugido, que fue tan feroz y terrible que Toto se apartó de él de un salto, alarmado, y volcó un biombo que había en un rincón. Al caer con estrépito, todos miraron en esa dirección y se llenaron de asombro. Pues vieron, de pie, justo en el lugar en que la pantalla había caído, a un pequeño anciano con la cabeza calva que parecía estar tan sorprendido como ellos. El Leñador de Hojalata, levantando su hacha, corrió hacia el hombrecito y gritó:

—¿Quién eres?

—Soy Oz, el Grande y Terrible —dijo el pequeño hombre, con voz temblorosa—. Pero no me golpees, por favor no lo hagas, y haré todo lo que me pidan.

Nuestros amigos lo miraron con sorpresa y desánimo.

—Pensé que Oz era una cabeza gigante —dijo Dorothy.

—Y yo pensé que Oz era una adorable mujer —dijo el Espantapájaros.

—Y yo pensé que Oz era una bestia terrible —dijo el Leñador de Hojalata.

—Y yo pensé que Oz era una bola de fuego —exclamó el León.

—No, están todos equivocados —dijo mansamente el pequeño hombre—. He estado fingiendo.

—¡Fingiendo! —gritó Dorothy—. ¿No eres un Gran Mago?

—Calla, querida —dijo—, no hables tan fuerte o te oirán y me arruinarás. Se supone que soy un Gran Mago.

—¿Y no lo eres? —preguntó.

—Nada de eso, querida; solo soy un hombre común.

—Eres más que eso —dijo el Espantapájaros en tono afligido—, eres un farsante.

—¡Exactamente! —declaró el pequeño hombre, frotando sus manos como si lo complaciera—. ¡Soy un farsante!

—Pero esto es terrible —dijo el Leñador de Hojalata—, ¿Cómo conseguiré mi corazón?

—¿O yo mi coraje? —preguntó el León.

—¿Y yo mi cerebro? —se lamentó el Espantapájaros, limpiando las lágrimas de sus ojos con la manga de su abrigo.

—Queridos amigos —dijo Oz—, les ruego que no hablen de estas pequeñeces. Piensen en mí, y en el terrible problema en el que estaré si me llegan a descubrir.

—¿Nadie más sabe que eres un farsante? —preguntó Dorothy.

—Nadie lo sabe excepto ustedes cuatro y yo mismo —contestó Oz—. Engañé a todos por tanto tiempo que pensé que nunca sería descubierto. Fue un gran error dejarlos entrar al Salón del Trono. Normalmente no veo ni a mis súbditos, y ellos creen que soy alguien terrible.

—Pero, no entiendo —dijo Dorothy perpleja—. ¿Cómo es que apareciste ante mí como una cabeza gigante?

—Ese fue uno de mis trucos —contestó Oz—. Pasen por aquí por favor y se los contaré todo.

Se dirigió a una pequeña cámara en la parte trasera del Salón del Trono, y todos lo siguieron. Apuntó a una esquina, en la que yacía la Gran Cabeza, hecha de papeles de muchos tamaños y con la cara cuidadosamente pintada.

—Esta la colgué del techo con un cable —dijo Oz—. Me quedé detrás de la pantalla y tiré de un hilo, para hacer que los ojos se muevan y la boca se abra.

—¿Y qué hay de la voz? —preguntó.

—Oh, soy ventrílocuo —dijo el hombrecito—. Puedo lanzar el sonido de mi voz donde quiera. Por eso tú pensaste que salía de la cabeza. Aquí están las demás cosas que utilicé para engañarlos. 

Le mostró al Espantapájaros el vestido y la máscara que había usado cuando parecía ser la adorable señora. Y el Leñador de Hojalata vio que su Bestia terrible no era más que un montón de pieles, cosidas unas a otras, con listones para mantener sus lados fuera. En cuanto a la Bola de Fuego, el falso Mago también la había colgado del techo. En realidad, era una bola de algodón, pero cuando se vertió aceite en ella, ardió ferozmente.

—Realmente —dijo el Espantapájaros—, deberías estar avergonzado de ser tan cretino.

—Lo estoy, realmente lo estoy —contestó apenado el hombrecito; —pero era lo único que podía hacer. Tomen asiento, por favor, hay muchas sillas; les contaré mi historia.

Entonces se sentaron y escucharon mientras él contaba la siguiente historia.

—Yo nací en Omaha.

—¡Eso no está muy lejos de Kansas! —gritó Dorothy.

—No, pero está más lejos de aquí —dijo, meneando tristemente la cabeza—. Cuando crecí me convertí en ventrílocuo, para lo que fui muy bien entrenado por un gran maestro. Puedo imitar cualquier tipo de pájaro o bestia—. Y maulló como un gatito tan bien que Toto alzó las orejas y miró para todos lados para ver dónde estaba—. Después de un tiempo —continuó Oz—, me cansé de eso y me convertí en globero.

—¿Qué es eso? —preguntó Dorothy.

—Un hombre que sube en globo el día del circo, para atraer a una multitud de personas y consigue que paguen por ver el circo—. explicó.

—Oh —dijo—, lo he visto.

—Bueno, un día subí en un globo y las cuerdas se torcieron, de modo que no pude volver a bajar. Se elevó por encima de las nubes, tan lejos que una corriente de aire lo atrapó y lo arrastró a muchos kilómetros de distancia. Por un día y una noche viajé por el aire, y en la mañana del segundo día desperté y me encontré en el globo flotando sobre un extraño y hermoso país.

—Bajó gradualmente, y no me lastimé ni nada. Pero me encontré en medio de gente extraña, que al verme llegar de entre las nubes, pensaron que era un gran Mago. Por supuesto que los dejé que creyeran eso, porque me tenían miedo, y prometieron hacer todo lo que yo les pidiera.

—Para entretenerme y mantener ocupada a esta buena gente, les ordené construir esta Ciudad, y mi Palacio; y lo hicieron todo bien y de buena gana. Luego pensé que como el país era tan verde y hermoso, podía llamarlo Ciudad Esmeralda; y para que el nombre encajara mejor, puse gafas verdes a todas las personas, para que todo lo que vieran fuera verde.

—¿Pero aquí no todo es verde? —preguntó Dorothy

—No más que en cualquier otra ciudad —contestó Oz—, pero cuando usas gafas verdes, por supuesto que todo lo que ves te parece verde. La Ciudad Esmeralda fue construida hace muchos años, yo era joven cuando el globo me arrastró aquí, y ahora ya soy un anciano. Pero mi gente utilizó tanto tiempo las gafas verdes que la mayoría de ellos piensa que realmente es una ciudad de esmeraldas, y ciertamente es un lugar hermoso, en el que abundan las joyas y los metales preciosos, y todo lo que se necesita para ser feliz. He sido bueno con la gente, y les caigo bien; pero desde que este Palacio fue construido, me he encerrado y no quiero ver a ninguno de ellos.

—Uno de mis mayores temores eran las Brujas, pues, aunque yo no tenía ningún poder mágico, pronto descubrí que las brujas eran realmente capaces de hacer cosas maravillosas. Había cuatro de ellas en este país, y gobernaban a las personas que vivían en el Norte, el Sur, el Este, y el Oeste. Afortunadamente, las Brujas del Norte y el Sur eran buenas, y sabía que no me harían daño; pero las Brujas del Este y el Oeste, eran terriblemente malvadas, y si no hubieran pensado que yo era más poderoso que ellas, seguramente me habrían destruido. Y así fue que durante muchos años viví con mucho miedo; así que pueden imaginarse lo contento que me puse cuando escuché que tu casa había caído sobre la Bruja Malvada del Este. Cuando vinieron a mí, estaba dispuesto a prometer cualquier cosa con tal de que acabaran con la otra Bruja; pero ahora que la han derretido, me avergüenza decir que no podré cumplir mis promesas.

—Creo que eres un hombre muy malo —dijo Dorothy.

—Oh, no, querida; realmente soy un hombre muy bueno, pero un Mago muy malo, debo admitir.

—¿Puedes darme un cerebro? —preguntó el Espantapájaros.

—No lo necesitas. Todos los días aprendes algo nuevo. Un bebé tiene cerebro, pero no sabe mucho. La experiencia es lo único que te dará sabiduría, y cuanto más tiempo estés en la tierra, más experiencia adquirirás. 

—Puede ser que todo eso sea cierto —dijo el Espantapájaros—, pero seré muy infeliz si no me das un cerebro. 

El falso Mago lo miró atentamente.

—Bueno —dijo con un suspiro—, no seré un mago, como dije; pero si vienen a verme mañana en la mañana, llenaré tu cabeza con cerebros. Sin embargo, no puedo decirte cómo usarlos; deberás averiguarlo tú mismo.

—¡Oh, gracias, muchas gracias! —gritó el Espantapájaros—. Encontraré la manera de usarlos, ¡no temas!

—¿Y qué hay de mi coraje? —pregunto ansioso el León.

—Estoy seguro que tienes mucho coraje—, contestó Oz—, Todo lo que necesitas es confiar en ti mismo. No hay ser vivo que no tenga miedo cuando se enfrenta a un peligro. El verdadero coraje está en enfrentar el peligro cuando tienes miedo, y ese tipo de coraje te sobra.

—Tal vez sí, pero igual tengo miedo —dijo el León—. Realmente sería muy infeliz a menos que me des el tipo de coraje que hace que uno olvide que tiene miedo.

—Muy bien, te daré ese tipo de coraje mañana —contestó Oz.

—¿Qué hay de mi corazón? —pregunto el Leñador de Hojalata.

—En cuanto a eso —respondió a Oz—, creo que te equivocas al querer un corazón. A la mayoría de las personas las hace infeliz. ¡Si tan solo supieras la suerte que tienes de no tener un corazón!

—Eso es cuestión de opiniones —dijo el Leñador de Hojalata—. Por mi parte, soportaría toda la infelicidad sin chistar si me dieras un corazón.

—Muy bien —contestó Oz suavemente—. Ven a verme mañana y tendrás un corazón. He interpretado a un Mago tantos años que puedo continuar haciéndolo un poco más.

—Y ahora —dijo Dorothy—, ¿cómo regresaré a Kansas?

—Tendremos que pensarlo —respondió el hombrecito—. Dame dos o tres días para considerarlo y trataré de encontrar la manera de llevarlos a través del desierto. Mientras tanto, todos serán tratados como mis invitados, y mientras vivan en mi Palacio mi gente los atenderá y obedecerán hasta su más mínimo deseo. Les pido solo una cosa a cambio de mi ayuda. Deben guardar mi secreto y no decir a nadie que soy un farsante.

Estuvieron de acuerdo con no decir nada de lo que habían aprendido, y volvieron a sus habitaciones muy animados. Incluso Dorothy tenía esperanza de que “El Gran y Terrible Mentiroso”, como ella lo llamaba, encontrara la manera de enviarla de regreso a Kansas, y si lo hiciera estaba dispuesta a perdonarle todo.


Capítulo 16: El arte de magia del Gran Engaño

A la mañana siguiente, el Espantapájaros dijo a sus amigos:

—Felicítenme, finalmente voy camino a que Oz me dé mi cerebro. Cuando regrese seré como los demás hombres.

—Siempre me has gustado tal como eres —dijo Dorothy.

—Es amable de tu parte que te guste un Espantapájaros —respondió—. Pero seguramente te gustaré más cuando escuches los maravillosos pensamientos que tendré con mi nuevo cerebro. 

Luego se despidió de todos alegremente y se fue al Salón del Trono, donde llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Oz.

El Espantapájaros entró y vio al hombrecito sentado bajo la ventana, sumido en profundos pensamientos.

—He venido por mi cerebro —dijo el Espantapájaros, un poco inquieto.

—Oh, sí; toma asiento en esa silla, por favor —dijo Oz—, debes disculparme por quitarte la cabeza, pero debo hacerlo para poner tu cerebro en el lugar correcto.

—Está bien —dijo el Espantapájaros—. puedes sacarme la cabeza, siempre y cuando sea mejor cuando vuelvas a colocármela.

Entonces el Mago le quitó la cabeza y la vació de paja. Luego entró en la habitación del fondo y tomó una medida de salvado, que mezcló con muchos alfileres y agujas. Después de agitarlos bien, llenó la parte superior de la cabeza del Espantapájaros con la mezcla y rellenó el resto con paja para mantenerlo en su lugar.

Cuando ya había cosido la cabeza del Espantapájaros al cuerpo nuevamente, le dijo:

—A partir de ahora serás un gran hombre, porque te he dado un montón de cerebros nuevos.

El Espantapájaros se sintió orgulloso y satisfecho al ver su mayor deseo cumplido, y luego de agradecer cálidamente a Oz, regresó con sus amigos.

Dorothy lo miró curiosa. Tenía la cabeza bastante abultada de cerebros.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—De hecho, me siento sabio —respondió seriamente—. Cuando me acostumbre a usar mis cerebros, lo sabré todo.

—¿Por qué hay alfileres y agujas saliendo de tu cabeza? —pregunto el Leñador de Hojalata.

—Es la prueba de su inteligencia —dijo el León.

—Bueno, debo ir a Oz a buscar mi corazón —dijo el Leñador de Hojalata. Y se encaminó hacia el Salón del Trono y golpeó la puerta.

—Adelante —dijo Oz, y el Leñador de Hojalata entró y dijo:

—He venido por mi corazón.

—Muy bien —respondió el hombrecito—, pero deberé cortar un hoyo en tu pecho, así podré poner el corazón en el lugar correcto. Espero que no te haga daño.

—Oh, no —contestó el Leñador de Hojalata—. No debería sentir nada. 

Oz trajo unas tijeras de hojalatero e hizo un pequeño agujero cuadrado en el lado izquierdo del pecho. Luego, dirigiéndose a un armario, tomó un bonito corazón hecho completamente de seda y relleno de aserrín.

—¿No es una belleza? —preguntó.

—¡Sí, lo es! —contestó el Leñador de Hojalata, muy satisfecho—. ¿Pero es un corazón bondadoso?

—¡Muy! —contestó Oz. Puso el corazón en el pecho del Leñador de Hojalata, y luego volvió a colocar el cuadrado de hojalata, soldándolo con cuidado, por donde había sido cortado.

—Listo —dijo—, ahora tienes un corazón del que cualquier hombre estaría orgulloso. Lamento haber tenido que poner un parche en tu pecho, pero realmente no podía evitarlo.

—No me importa el parche —exclamó feliz el Leñador de Hojalata—, Estoy muy agradecido, y nunca olvidaré tu amabilidad.

—No digas eso —respondió Oz.

El Leñador de Hojalata regresó con sus amigos, quienes se mostraron muy contentos con su buena fortuna.

Entonces el León fue hacia el Salón del Trono y llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Oz.

—Vine en busca de mi coraje —dijo el León mientras entraba a la habitación.

—Muy bien —respondió el hombrecito—; te lo traeré.

Se dirigió a un armario y estirándose para alcanzar el estante más alto, tomó una botella cuadrada de color verde, y volcó su contenido en un plato de oro verde, hermosamente tallado. El Mago se lo puso delante al León Cobarde, que lo olfateó como si no le gustara, y dijo:

—Bebe.

—¿Qué es? —preguntó el León.

—Bueno —contestó Oz—, si estuviera dentro tuyo, sería coraje. Sabes, por supuesto, que el coraje siempre está dentro de uno; de modo que esto no puede llamarse realmente coraje hasta que lo hayas bebido. Por lo tanto, te aconsejo que lo hagas lo antes posible.

El León no lo dudó más, y bebió hasta que el plato estuvo vacío.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Oz.

—Lleno de coraje —contestó el León, que regresó alegremente con sus amigos para contarles su buena fortuna.

Oz, en soledad, sonrió al pensar en su éxito al dar al Espantapájaros, al Leñador de Hojalata y al León exactamente lo que ellos pensaban que querían. 

—¿Cómo puedo evitar ser un farsante —dijo—, cuando todas estas personas me obligan a hacer cosas que todos sabemos que no se pueden hacer? Fue fácil hacer feliz al Espantapájaros, al León y al Leñador de Hojalata, porque ellos piensan que yo puedo hacer cualquier cosa. Pero hará falta algo más que imaginación para llevar a Dorothy de regreso a Kansas, y estoy seguro que no sé cómo podré hacerlo.


Capítulo 17: Cómo despegó el globo

Dorothy no supo nada de Oz durante tres días. Fueron días tristes para la niña, aunque todos sus amigos estaban contentos y felices. El Espantapájaros les dijo que había pensamientos maravillosos en su cabeza; pero no quiso decir cuáles eran porque sabía que nadie los entendería salvo él. Cuando el Leñador de Hojalata caminaba, sentía que su corazón latía en su pecho; y le dijo a Dorothy que había descubierto que era un corazón más bondadoso y tierno que el que tenía cuando era de carne y hueso. El León dijo que no le temía a nada en la tierra, y que con gusto se enfrentaría a un ejército o a una docena de feroces Kalidahs.

Así, todos quedaron satisfechos excepto Dorothy, que deseaba más que nada regresar a Kansas.

Al cuarto día, para su gran alegría, Oz la mandó llamar, y cuando entró al Salón del Trono la saludó alegremente:

—Toma asiento, querida; creo que encontré la manera de llevarte de regreso a tu tierra.

—¿De regreso a Kansas? —preguntó con impaciencia.

—Bueno, no estoy tan seguro sobre Kansas —dijo Oz—, porque no tengo idea de en qué dirección se encuentra. Pero lo primero que hay que hacer es cruzar el desierto, luego debería ser fácil encontrar el camino a casa.

—¿Cómo podré cruzar el desierto? —preguntó. 

—Bueno, te diré lo que pensé —dijo el hombrecito—. Verás, yo llegué a estas tierras en globo. Tú también llegaste por el aire, arrastrada por un ciclón. Entonces, creo que la mejor manera de cruzar el desierto sería por el aire. Ahora bien, está fuera de mi alcance crear un ciclón; pero he estado pensando y creo que puedo hacer un globo.

—¿Cómo? —preguntó Dorothy

—Un globo —dijo Oz—, está hecho de seda, cubierto con pegamento para mantener el gas en su interior. Tengo mucha seda en el Palacio, así que no será ningún problema hacer el globo. Pero en todas estas tierras no hay gas para llenar el globo y hacerlo flotar.

—Si no flota —dijo Dorothy—, no servirá para nada.

—Eso es cierto —contestó Oz—, pero hay otra manera de hacerlo flotar: llenarlo con aire caliente. El aire caliente no es tan bueno como el gas, porque si el aire se enfría, el globo descenderá al desierto y estaremos perdidos.

—¡Estaremos! —exclamó la niña—. ¿Vendrás conmigo?

—Sí, por supuesto —contestó Oz—. Estoy cansado de ser un farsante. Si saliera de este Palacio, mi gente descubriría pronto que no soy un Mago y se enfadarían conmigo por haberlos engañado. Así que debo permanecer encerrado en silencio en estas habitaciones todo el día, y se pone pesado. Prefiero regresar a Kansas contigo y estar en un circo otra vez.

—Me alegrará tener tu compañía —dijo Dorothy.

—Gracias —contestó—. Ahora, si me ayudas a coser la seda, empezaremos a trabajar en nuestro globo.

Entonces Dorothy tomó una aguja e hilo, y tan pronto como Oz cortó los pedazos de seda con la forma correcta, la niña los cosió prolijamente. Primero había una tira de seda verde claro, luego una verde oscuro y después una verde esmeralda; a Oz se le antojó hacer el globo en diferentes tonos de los colores que lo rodeaban. Les tomó tres días coser todas las tiras, pero cuando terminaron, tenían un gran saco de seda verde de más de veinte pies de largo.

Luego Oz lo pintó por dentro con una capa fina de pegamento, para hacerlo hermético, y luego anunció que el globo estaba listo.

—Pero necesitamos una canasta para conducirlo —dijo. Entonces envió al soldado con bigotes verdes a por una gran cesta de ropa, que sujetó con muchas cuerdas a la parte inferior del globo.

Cuando estuvo realmente listo, Oz avisó a su pueblo que iría a visitar a un gran hermano Mago que vivía en las nubes. Las noticias corrieron rápidamente por toda la ciudad y todos se acercaron a ver el maravilloso espectáculo.

Oz ordenó sacar el globo delante del Palacio, y la gente lo contempló con curiosidad. El Leñador de Hojalata había hachado una gran pila de madera y encendió un gran fuego con ella. Oz sostuvo la parte inferior del globo sobre el fuego para que el aire caliente quedara atrapado en la bolsa de seda. Poco a poco, el globo se fue inflando y se elevó en el aire, hasta que finalmente la cesta apenas tocaba el suelo.

Luego, Oz se metió en el canasto y gritó a la gente:

—Ahora me iré a hacer una visita. Mientras no esté, el Espantapájaros los gobernará. Les ordeno que lo obedezcan como a mí.

El globo tiraba con fuerza de la cuerda que lo sujetaba al suelo, porque el aire en su interior estaba caliente, lo que lo hacía mucho más liviano que el aire exterior, y tiraba con fuerza para elevarse hacia el cielo.

—¡Ven, Dorothy! —gritó el Mago—. De prisa, o el globo se irá volando. 

—No encuentro a Toto por ningún lado —contestó Dorothy, que no quería dejar atrás a su perro. Toto se había ido corriendo a la multitud a ladrarle a un gato, y finalmente Dorothy lo encontró. Lo levantó y corrió hacia el globo. 

Estaba a pocos pasos de la canasta, y Oz le tendía las manos para ayudarla a subir, cuando, ¡crac! Se rompieron las cuerdas y el globo se elevó en el aire sin ella. 

—¡Regresa! —gritó—. ¡Yo también quiero ir!

—No puedo regresar, querida —contestó Oz desde la canasta—. ¡Adiós!

—¡Adiós! —gritaron todos, y todas las miradas se dirigieron arriba, donde el Mago conducía el canasto, elevándose más y más hacia el cielo a cada momento.

Esa fue la ultima vez que vieron a Oz, el Maravilloso Mago, aunque por lo que sabemos puede que haya llegado a Omaha sano y salvo y esté allí ahora. Pero la gente lo recordaba con cariño, y se decían entre ellos:

—Oz siempre fue nuestro amigo. Cuando estuvo aquí construyó para nosotros esta hermosa Ciudad Esmeralda, y ahora que se ha ido, ha dejado al Sabio Espantapájaros para que nos gobierne.

Aun así, durante muchos días lloraron la pérdida del Maravilloso Mago con desconsuelo.


Capítulo 18: Lejos al sur

Dorothy lloró amargamente por la desaparición de sus esperanzas de volver a su hogar en Kansas; pero cuando lo pensó bien, se alegró de no haber subido al globo. Y también sintió pena por perder a Oz, al igual que sus compañeros.

El Leñador de Hojalata se acercó a ella y dijo:

—Verdaderamente sería un ingrato si no llorara por el hombre que me dio mi hermoso corazón. Me gustaría llorar un poco porque Oz se ha ido, si tienes la amabilidad de secarme las lágrimas para que no me oxide.

—Con mucho gusto —contestó ella, y trajo una toalla de inmediato—. Entonces el Leñador de Hojalata lloró durante varios minutos, y ella observó con atención las lágrimas y las secó con la toalla. Cuando terminó, le dio las gracias amablemente y se aceitó bien con su enjoyada lata de aceite, para protegerse de contratiempos.

El Espantapájaros era ahora el gobernante de Ciudad Esmeralda, y aunque no era un mago, la gente estaba orgullosa de él. “Porque”, dijeron, “no hay otra ciudad en todo el mundo que esté gobernada por un hombre relleno”. Y, por lo que sabían, tenían toda la razón. 

A la mañana siguiente de que el globo subiera con Oz, los cuatro viajeros se reunieron en el Salón del Trono y hablaron de ello. El Espantapájaros se sentó en el gran trono y los demás respetuosamente se pusieron de pie frente a él. 

—No tenemos tanta mala suerte —dijo el nuevo gobernante—, porque este Palacio y la Ciudad Esmeralda nos pertenecen, y podemos hacer lo que queramos. Cuando recuerdo que hace poco estuve en un poste en el campo de maíz de un granjero, y que ahora soy el gobernante de esta hermosa ciudad, estoy bastante satisfecho con mi suerte.

—Yo también estoy muy contento con mi nuevo corazón—dijo el Leñador de Hojalata—; y, realmente, eso era lo único que deseaba en el mundo. 

—Por mi parte, me conformo con saber que soy tan valiente como cualquier bestia que haya existido, si no más valiente —dijo el León modestamente. 

—Si Dorothy se contentara con vivir en Ciudad Esmeralda —continuó el Espantapájaros—, todos seríamos felices juntos. 

—Pero yo no quiero vivir aquí —exclamó Dorothy—. Quiero ir a Kansas y vivir con la tía Em y el tío Henry. 

—Bien, entonces, ¿qué se puede hacer? —preguntó el Leñador. 

El Espantapájaros decidió pensar, y pensó tanto que los alfileres y las agujas comenzaron a salir de su cerebro. Finalmente dijo: 

—¿Por qué no llamas a los monos alados y les pides que te lleven por el desierto?

—¡Nunca pensé en eso! —dijo Dorothy con alegría—. Es exactamente lo que necesito. Iré de inmediato a buscar la Gorra de Oro. 

Cuando la llevó al Salón del Trono, pronunció las palabras mágicas, y pronto la banda de Monos Alados entró volando por la ventana abierta y se paró a su lado. 

—Es la segunda vez que nos llamas —dijo el Rey Mono, inclinándose ante la niña—. ¿Qué deseas? 

—Quiero que vueles conmigo a Kansas —dijo Dorothy. 

Pero el Rey Mono negó con la cabeza.

—No podemos hacer eso —dijo—. Pertenecemos solo a este país y no podemos salir de él. Nunca ha habido un mono alado en Kansas, y supongo que nunca lo habrá, porque no pertenecen allí. Estaremos encantados de serviros en todo lo que esté a nuestro alcance, pero no podemos cruzar el desierto. Adiós. 

Y con otra reverencia, el Rey Mono extendió sus alas y se fue volando por la ventana, seguido por toda su banda. 

Dorothy estaba a punto de llorar de decepción. 

—He malgastado el encanto del Gorro de Oro en vano —dijo—, porque los monos alados no pueden ayudarme. 

—¡Es una lástima! —exclamó el tierno Leñador. 

El Espantapájaros estaba pensando de nuevo, y su cabeza sobresalía tan horriblemente que Dorothy temía que fuera a estallar. 

—Llamemos al soldado de los bigotes verdes —dijo—, y pidámosle consejo.

Así que mandaron llamar al soldado, y este entró en el Salón del Trono con gran vacilación, pues mientras Oz estaba vivo nunca se le permitió ir más allá de la puerta. 

—Esta niña —dijo el Espantapájaros al soldado— quiere cruzar el desierto. ¿Cómo podría hacerlo? 

—No sabría decirlo —respondió el soldado—, porque nadie ha cruzado nunca el desierto, a menos que sea el propio Oz. 

—¿No hay nadie que pueda ayudarme? —preguntó Dorothy con seriedad. 

—Glinda podría hacerlo —sugirió. 

—¿Quién es Glinda? —preguntó el Espantapájaros. 

—La Bruja del Sur. Ella es la más poderosa de todas las brujas, y gobierna sobre los Quadlings. Además, su castillo se encuentra en el borde del desierto, por lo que podría saber cómo cruzarlo.

—Glinda es una bruja buena, ¿verdad? —preguntó la niña. 

—Los Quadlings piensan que es buena —dijo el soldado—, y que es amable con todo el mundo. He oído que Glinda es una mujer hermosa, que sabe cómo mantenerse joven a pesar de los muchos años que ha vivido.

—¿Cómo puedo llegar a su castillo? —preguntó Dorothy. 

—El camino es directo hacia el sur —respondió—, pero se dice que está lleno de peligros para los viajeros. Hay bestias salvajes en los bosques, y una raza de hombres extraños a los que no les gusta que los extranjeros crucen su país. Por esta razón, ningun Quadling viene jamás a Ciudad Esmeralda.

El soldado los dejó y el Espantapájaros dijo: 

—Parece, a pesar de los peligros, que lo mejor que Dorothy puede hacer es viajar a la Tierra del Sur y pedirle a Glinda que la ayude. Porque, por supuesto, si Dorothy se queda aquí, nunca volverá a Kansas.

—Debes haber estado pensando otra vez —comentó el Leñador de Hojalata. 

—Lo he hecho —dijo el Espantapájaros. 

—Iré con Dorothy —declaró el león—, porque estoy cansado de tu ciudad y añoro los bosques y el campo. Realmente soy una bestia salvaje, ¿sabes? Además, Dorothy necesitará a alguien que la proteja. 

—Es verdad —convino el Leñador—. Mi hacha puede serle útil; así que yo también iré con ella a la Tierra del Sur. 

—¿Cuándo empezamos? —preguntó el Espantapájaros. 

—¿Vendrás? —le preguntaron, sorprendidos.

—Ciertamente. Si no fuera por Dorothy, nunca habría tenido cerebro. Me levantó del poste en el campo de maíz y me llevó a la Ciudad Esmeralda. Así que mi buena suerte se la debo a ella, y nunca la abandonaré hasta que regrese a Kansas. 

—Gracias —dijo Dorothy agradecida—. Todos ustedes son muy amables conmigo. Pero me gustaría empezar lo antes posible. 

—Saldremos mañana por la mañana —replicó el Espantapájaros—. Así que ahora todos debemos prepararnos, porque será un largo viaje.


Capítulo 19: atacados por los árboles luchadores

A la mañana siguiente, Dorothy se despidió de la hermosa muchacha verde con un beso, y todos estrecharon la mano del soldado de los bigotes verdes, que había caminado con ellos hasta la puerta. Cuando el Guardián de la Puerta los vio de nuevo, se asombró mucho de que pudieran abandonar la hermosa ciudad para meterse en nuevos problemas. Pero en seguida les abrió las gafas, que volvió a meter en la caja verde, y les deseó mucha suerte en su viaje. 

—Ahora eres nuestro gobernante —le dijo al Espantapájaros—; así que debes volver con nosotros lo antes posible. 

—Ciertamente lo haré si puedo —replicó el Espantapájaros—; pero primero debo ayudar a Dorothy a llegar a casa. 

Cuando Dorothy se despidió por última vez del bondadoso Guardián, dijo: 

—He sido tratada muy bien en su hermosa ciudad, y todos han sido buenos conmigo. No puedo decirte lo agradecida que estoy.

—No lo intentes, querida —respondió—. Nos gustaría tenerte con nosotros, pero si deseas regresar a Kansas, espero que encuentres la manera. 

Entonces abrió la puerta de la muralla exterior, y ellos salieron y comenzaron su camino. 

El sol brillaba intensamente mientras nuestros amigos volvían sus rostros hacia la Tierra del Sur. Todos estaban de muy buen humor, y se reían y charlaban juntos. A Dorothy una vez más la inundó la esperanza de volver a casa, y el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata se alegraban de serle útiles. En cuanto al león, olfateó el aire fresco con deleite y movió la cola de un lado a otro de pura alegría por estar de nuevo en el campo, mientras Toto corría a su alrededor y perseguía a las polillas y mariposas, ladrando alegremente todo el tiempo. 

—La vida en la ciudad no me conviene en absoluto —comentó el León, mientras caminaban a paso ligero—. He perdido mucho peso desde que vivo allí, y ahora estoy ansioso por tener la oportunidad de mostrarles a las otras bestias lo valiente que me he vuelto. 

Se dieron la vuelta y echaron un último vistazo a la Ciudad Esmeralda. Todo lo que podían ver era una masa de torres y campanarios detrás de las murallas verdes, y muy por encima de todo, las agujas y la cúpula del Palacio de Oz.

—Después de todo, Oz no era un mago tan malo —dijo el Leñador de Hojalata, mientras sentía que el corazón le latía en el pecho. 

—Sabía cómo darme un cerebro, y además un cerebro muy bueno —dijo el Espantapájaros. 

—Si Oz hubiera tomado una dosis del mismo valor que me dio a mí —añadió el León—, habría sido un hombre valiente. 

Dorothy no dijo nada. Oz no había cumplido la promesa que le había hecho, pero había hecho todo lo posible, así que ella lo había perdonado. Como él decía, era un buen hombre, aunque fuera un mal mago. 

El primer día de viaje fue a través de campos verdes y flores brillantes que se extendían alrededor de la Ciudad Esmeralda por todos lados. Aquella noche durmieron sobre la hierba, sin nada más que las estrellas sobre ellos; y descansaron muy bien. 

Por la mañana siguieron viajando hasta que llegaron a un espeso bosque. No había forma de rodearlo, porque parecía extenderse a hasta donde alcanzaba la vista hacia ambos lados; y, además, no se atrevían a cambiar el rumbo de su viaje por miedo a perderse. Así que buscaron un lugar donde fuera más fácil adentrarse en el bosque.

El Espantapájaros, que iba a la cabeza, finalmente descubrió un gran árbol con ramas tan extendidas que había espacio para que el grupo pasara por debajo. Así que caminó hacia el árbol, pero en cuanto llegó debajo de las primeras ramas, estas se inclinaron y se enroscaron a su alrededor, y al instante fue elevado del suelo y arrojado de cabeza hacia sus compañeros de viaje. 

El Espantapájaros no sufrió ningún daño, pero estaba sorprendió, y parecía bastante mareado cuando Dorothy lo levantó. 

—Aquí hay otro espacio entre los árboles —dijo el León. 

—Déjame intentarlo primero —dijo el Espantapájaros—, porque a mí no me duele que me lancen de un lado a otro. 

Mientras hablaba, se acercó a otro árbol, pero sus ramas lo tomaron de inmediato y lo arrojaron hacia atrás. 

—Esto es extraño —exclamó Dorothy—. ¿Qué haremos? 

—Parece que los árboles han decidido luchar contra nosotros e impedir nuestro viaje —comentó el León.

—Creo que lo intentaré yo mismo —dijo el Leñador, y echando su hacha al hombro, se acercó al primer árbol que había tratado al Espantapájaros con tanta rudeza. Cuando una gran rama se inclinó para agarrarlo, el Leñador le dio un hachazo tan violento que la cortó en dos. Al instante, el árbol comenzó a sacudir todas sus ramas como si le doliera, y el Leñador de Hojalata pasó sano y salvo por debajo de él.

—¡Vamos! —gritó a los demás—. ¡Rápido! 

Todos corrieron hacia adelante y pasaron por debajo del árbol sin sufrir ningún daño, salvo Toto, que fue atrapado por una pequeña rama y sacudido hasta que aulló. Pero el Leñador cortó rápidamente la rama y liberó al perrito.

Los otros árboles del bosque no hicieron nada para detenerlos, así que decidieron que solo la primera hilera de árboles podía doblar sus ramas, y que probablemente eran los guardianes del bosque, y que se les había dado este maravilloso poder para mantener a los extraños fuera de él.

Los cuatro viajeros caminaron fácilmente a través de los árboles, hasta que llegaron al otro extremo del bosque. Para su gran sorpresa, encontraron ante ellos un alto muro que parecía hecho de porcelana blanca. Era liso, como la superficie de un plato, y más alto que sus cabezas.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Dorothy.

—Haré una escalera —dijo el Leñador de Hojalata—, porque ciertamente tenemos que trepar por el muro.


Capítulo 20: El delicado país de Porcelana

Mientras el leñador hacía una escalera con la madera que cortaba en el bosque, Dorothy se recostó y durmió, pues estaba cansada por la larga caminata. El León también se acurrucó para dormir y Toto también lo hizo a su lado.

El Espantapájaros observó al Leñador mientras trabajaba, y le dijo:

—No se me ocurre por qué está aquí este muro, ni de qué está hecho.

—Descansa tu cerebro, y no se preocupen por el muro —replicó el Leñador—. Cuando hayamos pasado por encima, sabremos lo que hay al otro lado.

Después de un rato, la escalera estuvo terminada. Parecía tosca, pero el Leñador de Hojalata estaba seguro de que era fuerte y serviría a su propósito. El Espantapájaros despertó a Dorothy, al León y a Toto, y les dijo que la escalera estaba lista. Primero subió el Espantapájaros, pero era tan torpe que Dorothy tuvo que seguirlo de cerca para evitar que se cayera. Cuando asomó la cabeza por encima de la pared, el Espantapájaros dijo: 

—¡Oh, Dios mío!

—¡Continúa! —exclamó Dorothy.

Así que el Espantapájaros subió más y se sentó en lo alto de la pared, y Dorothy asomó la cabeza y gritó: 

—¡Oh, Dios mío! —tal como lo había hecho el Espantapájaros.

Toto se acercó e inmediatamente comenzó a ladrar, pero Dorothy lo hizo callar.

El siguiente en subir la escalera fue el León, y el Leñador de Hojalata fue el último; pero ambos exclamaron también “¡Oh, Dios mío!” en cuanto miraron por encima de la pared. Cuando estuvieron todos sentados en fila en la parte superior de la pared, al mirar hacia abajo vieron algo de lo más extraño.

Ante ellos había una gran extensión de campo con un suelo tan liso, brillante y blanco como el fondo de una gran bandeja. Esparcidas por todas partes había muchas casas hechas enteramente de porcelana y pintadas con los colores más brillantes. Estas casas eran bastante pequeñas, la más grande de ellas le llegaba a Dorothy hasta la cintura. También había bonitos pequeños graneros, con cercas de porcelana a su alrededor; y muchas vacas, ovejas, caballos, cerdos y gallinas, todos hechos de porcelana, de pie en grupos.

Pero lo más extraño de todo era la gente que vivía en este extraño país. Había lecheras y pastoras, con corsés de colores vivos y vivos dorados en sus vestidos; y princesas con hermosísimos vestidos de plata, oro y púrpura; y pastores vestidos con calzones hasta la rodilla, con zapatos a rayas rosas, amarillas y azules y hebillas de oro; y príncipes con enjoyadas coronas en la cabeza, ataviados con túnicas de armiño y jubones de raso; y graciosos payasos con togas con plieges, con redondas manchas rojas en las mejillas y altas gorras puntiagudas. Y, lo más extraño de todo, todas estas personas estaban hechas de porcelana, la ropa inclusive, y eran tan pequeñas que la más alta de ellas no alcanzaba la altura de la rodilla de Dorothy.

Al principio nadie miró a los viajeros, excepto un perrito púrpura de porcelana con una cabeza extra grande, que se acercó a la pared y les ladró entrecortadamente y luego huyó.

—¿Cómo bajamos? —preguntó Dorothy.

Encontraron la escalera tan pesada que no pudieron subirla, por lo que el Espantapájaros se arrojó de la pared y los demás saltaron sobre él para no lastimarse los pies al caer. Por supuesto, tuvieron cuidado de no caer sobre su cabeza, para que los alfileres no se les clavaran en los pies. Cuando todos estuvieron a salvo, recogieron al Espantapájaros, cuyo cuerpo estaba completamente aplastado, y volvieron darle su forma original.

—Tenemos que cruzar este extraño lugar para llegar al otro lado —dijo Dorothy—, porque no sería prudente que fuéramos por otro rumbo que no sea hacia el sur.

Comenzaron a caminar por el país de porcelana, y lo primero que encontraron fue a una lechera de porcelana ordeñando una vaca de porcelana. Cuando se acercaron, la vaca de pronto pateó el taburete, el cubo e incluso a la propia lechera, y todos cayeron al suelo de porcelana con gran estrépito.

Dorothy se sorprendió al ver que la vaca se había roto la pata y que el cubo se había partido en varios pedazos pequeños, mientras que la pobre lechera se había roto el codo izquierdo.

—¡Ay! —exclamó la lechera con rabia—. ¡Mira lo que has hecho! Mi vaca se ha roto una pata, y tengo que llevarla a la tienda de reparación y que me la peguen de nuevo. ¿Cómo te atreves a venir aquí y asustar a mi vaca de esa manera?

—Lo siento mucho —respondió Dorothy—. Por favor, perdónanos.

Pero la hermosa lechera estaba demasiado molesta para responder. Malhumorada, tomó la pata rota y se llevó su vaca, mientras el pobre animal cojeaba sobre tres patas. Mientras se iba, la lechera lanzó miradas de reproche por sobre su hombro a los torpes desconocidos, sosteniendo su codo roto cerca de su costado.

Dorothy estaba muy afligida por este percance.

—Debemos tener mucho cuidado aquí —dijo el bondadoso Leñador—, o podemos lastimar fatalmente a estas lindas personitas.

Un poco más adelante, Dorothy se encontró con una joven princesa muy bellamente vestida, que se detuvo en seco al ver a los extraños y comenzó a huir.

Como quería verla mejor, Dorothy corrió tras ella. Pero la muchacha de porcelana gritó:

—¡No me persigas! ¡No me persigas!

Tenía una vocecita tan asustada que Dorothy se detuvo y dijo: 

—¿Por qué no?

—Porque si corro —respondió la princesa, deteniéndose también a prudente distancia—, podría caer y romperme.

—Pero ¿no podrían repararte? —preguntó la muchacha.

—Oh, sí; pero nunca se es tan bonita después de haber sido reparada, ¿sabes? —replicó la princesa.

—Supongo que no —dijo Dorothy.

—Ahora está el señor Bromista, uno de nuestros payasos —continuó la dama de porcelana—, que siempre está tratando de ponerse de cabeza. Se ha roto tantas veces que está remendado en cien lugares, y no se ve nada bonito. Aquí viene ahora, para que puedas verlo por ti misma.

De hecho, un pequeño y alegre payaso se acercó caminando hacia ellos, y Dorothy pudo ver que, a pesar de sus bonitas ropas rojas, amarillas y verdes, estaba completamente cubierto de grietas, que corrían en todas direcciones, y mostraban claramente que había sido remendado en muchos lugares.

El payaso se metió las manos en los bolsillos y, después de hinchar las mejillas y asentir con la cabeza descaradamente, dijo:

—Oh, damisela hermosa
¿cómo es que mirar osas
al Bromista a la cara?
¡Estáis tan dura y erguida
que a mi me parecería
que habéis tragado una vara!

—¡Calle usted, señor! —dijo la princesa—. ¿No ve que son extranjeros y deben ser tratados con respeto?

—Bueno, eso es respeto, supongo —declaró el payaso, y se puso de cabeza inmediatamente.

—No le hagan caso —dijo a Dorothy la princesa—. Ha recibido muchos golpes en su cabeza, y eso lo hace tonto.

—Oh, no me molesta en lo más mínimo —dijo Dorothy—. Pero tú eres tan hermosa —continuó—, que estoy segura de que podría quererte entrañablemente. ¿No me dejas llevarte conmigo a Kansas y para ponerte en la repisa de la chimenea de la tía Em? Podría llevarte en mi canasta.

—Eso me haría muy infeliz —respondió la princesa de porcelana—. Verás, aquí en nuestro país vivimos felices, y podemos hablar y movernos a nuestro antojo. Pero cada vez que uno de nosotros se va de aquí, sus articulaciones se endurecen de inmediato, y solo puede mantenerse erguido y verse bonito. Por supuesto, eso es todo lo que se espera de nosotros cuando estamos en las repisas de las chimeneas, los armarios y las mesas de los salones, pero nuestras vidas son mucho más agradables aquí, en nuestro propio país.

—¡No te haría infeliz por nada del mundo! —exclamó Dorothy—. Así que me limitaré a despedirme.

—Adiós —respondió la princesa.

Caminaron con cuidado por el país de porcelana. Los animalitos y toda la gente se apartaban de su camino, temiendo que los extraños los rompieran, y después de aproximadamente una hora los viajeros llegaron al otro lado del país, hasta otra pared de porcelana.

Sin embargo, este no era tan alto como el primero, y parándose sobre el lomo del León todos lograron trepar hasta la parte superior. Entonces el León tensó sus patas traseras y saltó sobre la pared; pero justo cuando saltó, golpeó una iglesia de porcelana con su cola y la rompió en mil pedazos.

—Es una lástima —dijo Dorothy—, pero en realidad creo que tuvimos suerte de no hacer más daño a estas personitas, aparte de romper la pata de una vaca y una iglesia. ¡Son muy frágiles!

—Lo son —dijo el Espantapájaros—, y estoy agradecido por estar hecho de paja y no poder lastimarme con facilidad. Hay cosas peores en el mundo que ser un espantapájaros.


Capítulo 21: El león logra ser el Rey de las bestias

Después de bajar del muro de porcelana, los viajeros se encontraron en un desagradable lugar lleno de ciénagas y pantanos, y cubierto de hierba alta y fétida. Era difícil caminar sin caer en fangosos agujeros, porque la hierba era tan espesa que era imposible verlos. Sin embargo, eligiendo su camino con gran cuidado, avanzaron con seguridad hasta llegar a tierra firme. Pero aquí el terreno parecía más salvaje que nunca, y después de una larga y fatigosa caminata a través de las malezas, entraron en otro bosque, cuyos árboles eran más grandes y viejos que cualquiera que hubieran visto jamás.

—Este bosque es realmente encantador —declaró el León, mirando a su alrededor con alegría—. Nunca había visto un lugar más hermoso.

—Parece sombrío —dijo el Espantapájaros.

—En absoluto —respondió el León—. Me gustaría vivir aquí toda la vida. Mira cuán suaves son las hojas secas bajo tus pies, y lo rico y verde que es el musgo adherido a estos viejos árboles. Seguramente ninguna bestia salvaje podría desear un hogar más agradable.

—Tal vez ahora haya bestias salvajes en el bosque —dijo Dorothy.

—Supongo que las hay —replicó el León—, pero no veo a ninguna de ellas.

Caminaron por el bosque hasta que estuvo demasiado oscuro como para seguir adelante. Dorothy, Toto y el León se acostaron para dormir, mientras el Leñador y el Espantapájaros montaban guardia, como de costumbre.

Cuando llegó la mañana, volvieron a ponerse en marcha. No habían avanzado gran cosa cuando oyeron un estruendo sordo, como si fuera el gruñir de gran cantidad de animales salvajes. Toto gimió un poco, pero ninguno de los demás se asustó, y siguieron por la bien marcada senda hasta que llegaron a un claro en el que estaban reunidas cientos de bestias de todas clases. Había tigres, elefantes, osos, lobos, zorros y todos los demás animales conocidos, y por un momento Dorothy tuvo miedo. Pero el León explicó que los animales estaban celebrando una reunión, y agregó que, a juzgar por los rugidos y gruñidos, estaban en grandes dificultades.

Mientras hablaba, varias de las bestias lo vieron y, como por arte de magia, al instante se hizo un profundo silencio en la gran asamblea. El más grande de los tigres se acercó al León y se inclinó, diciendo:

—¡Bienvenido, oh Rey de las Bestias! Has llegado a tiempo para luchar contra nuestro enemigo y traer una vez más paz para todos los animales del bosque.

—¿Cuál es el problema? —preguntó el León en voz baja.

—Estamos amenazados por un enemigo feroz que recientemente ha entrado en el bosque—respondió el tigre—. Es un monstruo tremendo, como una gran araña, con un cuerpo tan grande como un elefante y patas tan largas como el tronco de un árbol. Tiene ocho de estas largas patas, y al desplazarse por el bosque va atrapando animales con sus patas, y se los lleva a la boca, para masticarlos, como hace una araña con una mosca. Ninguno de nosotros está a salvo mientras esta horrible criatura esté viva, y habíamos convocado esta reunión para decidir cómo cuidarnos hasta que regresaras a nosotros.

El León pensó por un momento.

—¿Hay otros leones en este bosque? —preguntó.

—No; había algunos, pero el monstruo se los ha comido a todos. Y, además, ninguno de ellos era tan grande y valiente como tú.

—Si acabo con tu enemigo, ¿se inclinarán ante mí y me obedecerán como Rey del Bosque? —preguntó el León.

—Lo haremos con mucho gusto —replicó el tigre. 

Y las demás bestias rugieron con entusiasmo: 

—¡Lo haremos!

—¿Dónde está ahora esta gran araña tuya? —preguntó el León.

—Allá, entre los robles —dijo el tigre, señalando con su pata delantera.

—Cuida bien de estos amigos míos —dijo el León—, mientras voy a combatir al monstruo.

Se despidió de sus camaradas y marchó orgulloso para luchar contra el enemigo.

La gran araña estaba dormida cuando el León la encontró, y se veía tan fea que el León arrugó su nariz con disgusto. Sus patas eran tan largas como el tigre había dicho, y su cuerpo estaba cubierto de un pelo negro y áspero. Tenía una gran boca, con una hilera de afilados dientes de un pie de largo; pero su cabeza estaba unida al cuerpo regordete por un cuello tan delgado como la cintura de una avispa. Esto dio al León una pista sobre la mejor manera de atacar a la criatura, y como sabía que era más fácil luchar contra ella dormida que despierta, con un gran salto aterrizó directamente sobre la espalda del monstruo. Luego, con un golpe de su pesada pata, con las garras afiladas fuera, arrancó la cabeza de la araña de su cuerpo. Volvió a saltar al suelo y observó hasta que las largas patas dejaron de moverse, momento en que supo que estaba completamente muerto.

El León regresó al claro, donde lo esperaban las bestias del bosque, y anunció con gran orgullo:

—Ya no deben temer a su enemigo.

Entonces las bestias se inclinaron ante el León como su Rey, y él prometió volver y gobernar tan pronto como Dorothy estuviera a salvo de camino a Kansas.


Capítulo 22: El país de los Quadlings

Los cuatro viajeros atravesaron sin inconvenientes el resto del bosque, y, al salir de sus umbrías profundidades, vieron ante ellos una empinada colina, cubierta de arriba abajo de grandes trozos de roca.

—Será una dura subida—dijo el Espantapájaros—, pero de todas maneras hay que superar la colina.

Así que él abrió camino, y los demás lo siguieron. Casi habían llegado a la primera roca cuando oyeron una voz áspera que gritaba: 

—¡Retrocedan!

—¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros.

Por encima de la roca asomó una cabeza, y la misma voz dijo: 

—Esta colina nos pertenece, y no permitimos que nadie la cruce.

—Pero tenemos que cruzarla —dijo el Espantapájaros—. Vamos al país de los Quadlings.

—¡Pero no lo harán! —replicó la voz, y desde detrás de la roca salió el hombre más extraño que los viajeros jamás hubieran visto.

Era bastante bajo y robusto y tenía una cabeza grande, plana en la parte superior, sostenida por un grueso cuello lleno de arrugas. Pero no tenía armas en absoluto, y, al ver esto, el Espantapájaros no creyó que una criatura tan indefensa pudiera impedirles subir la colina. Así que dijo: 

—Lamento no cumplir tus deseos, pero debemos pasar por sobre tu colina, te guste o no —. Y audazmente caminó hacia adelante.

Como un rayo, la cabeza del hombre salió disparada hacia adelante y su cuello se estiró hasta que la parte superior de la cabeza, la parte plana, golpeó al Espantapájaros en el torso, haciéndolo rodar sin cesar colina abajo. Casi tan rápido como llegó, la cabeza volvió al cuerpo, y el hombre rió con aspereza mientras decía: 

—¡No es tan fácil como crees!

Un coro de ruidosas risas vino desde las demás rocas, y Dorothy vio cientos de cabezas de martillo sin brazos en la ladera de la colina; una detrás de cada roca.

El León se puso furioso al escuchar las risas con que festejaban la caida del Espantapájaros, y dando un fuerte rugido que resonó como un trueno, corrió colina arriba.

De nuevo una cabeza salió disparada, y el gran León rodó colina abajo como si hubiera sido alcanzado por una bala de cañón.

Dorothy corrió a ayudar al Espantapájaros a ponerse en pie, y el León se acercó a ella, bastante magullado y dolorido, y dijo: 

—Es inútil luchar contra gente que puede disparar su cabeza; nadie puede resistirlos.

—¿Qué haremos, entonces? —preguntó.

—Llama a los monos alados —sugirió el Leñador de Hojalata—. Todavía puedes darles una orden más.

—Muy bien —respondió, y poniéndose el gorro de oro pronunció las palabras mágicas. Los monos fueron tan rápidos como siempre, y en pocos momentos toda la banda estaba frente a ella.

—¿Cuáles son tus órdenes? —preguntó el Rey de los Monos, con una profunda inclinación.

—Llévanos sobre la colina hasta el país de los Quadlings —respondió la muchacha.

—Así se hará —dijo el Rey, y al instante los Monos Alados cogieron a los cuatro viajeros y a Toto en sus brazos y se fueron volando con ellos. Al pasar por encima de la colina, los Cabezas de Martillo aullaron con furia y dispararon sus cabezas al aire, pero no pudieron alcanzar a los Monos Alados, que llevaron a Dorothy y a sus camaradas sanos y salvos a través de la colina, dejándolos en el hermoso país de los Quadlings.

—Es la última vez que puedes llamarnos —dijo el líder a Dorothy—; así que adiós, y buena suerte para ti.

—Adiós, y muchas gracias —replicó la muchacha, y los monos se elevaron en el aire y se perdieron de vista en un abrir y cerrar de ojos.

El país de los Quadlings parecía rico y feliz. Había un campo tras otro de grano maduro, con caminos bien pavimentados que corrían entre ellos, y arroyos bastante ondulantes con robustos puentes que los cruzaban. Las cercas, las casas y los puentes estaban pintados de rojo brillante, tal como habían sido pintados de amarillo en el país de los Winkies y de azul en el país de los Munchkins. Los mismos Quadlings, que eran bajos, regordetes y bonachones, estaban vestidos todos de rojo, que se veía brillante contra la hierba verde y el grano amarillento.

Los monos los habían dejado cerca de una granja, y los cuatro viajeros se acercaron a ella y llamaron a la puerta. Abrió la mujer del granjero, y cuando Dorothy pidió algo de comer, la mujer les dio a todos una buena cena, con tres tipos de pastel y cuatro tipos de galletas, y un cuenco de leche para Toto.

—¿A qué distancia está el castillo de Glinda? —preguntó la niña.

—No es un camino agradable —respondió la mujer del granjero—. Tomas el camino hacia el sur y pronto llegarás a él.

Dando las gracias a la buena mujer, se pusieron en marcha de nuevo y caminaron por los campos y cruzaron los hermosos puentes hasta que vieron ante ellos un castillo muy hermoso. Delante de las puertas había tres muchachas, vestidas con hermosos uniformes rojos con adornos dorados; y cuando Dorothy se acercó, una de ellas le dijo:

—¿Por qué han venido al País del Sur?

—Para ver a la Bruja Buena que gobierna aquí —respondió. —¿Me llevarías con ella?

—Dime tu nombre y le preguntaré a Glinda si desea recibirte. 

Dijeron quiénes eran, y la joven soldado entró en el castillo. Al cabo de unos momentos, regresó para decirles que Dorothy y los demás serían recibidos de inmediato.


Capítulo 23: Glinda, la Bruja Buena, concede el deseo de Dorothy

Sin embargo, antes de ir a ver a Glinda, los llevaron a una habitación del castillo, donde Dorothy se lavó la cara y se peinó, y el León se sacudió el polvo de la melena, y el Espantapájaros se dio unas palmaditas para darse mejor forma, y el Leñador pulió su hojalata y aceitó sus articulaciones.

Cuando todos estuvieron presentables, siguieron a la soldado a una gran sala donde la bruja Glinda estaba sentada en un trono de rubíes.

Vieron que era hermosa y joven. Su cabello era de un rojo intenso y caía en rizos sueltos sobre sus hombros. Su vestido era blanco puro, pero sus ojos eran azules, y miraban con bondad a la niña.

—¿Qué puedo hacer por ti, hija mía? —preguntó.

Dorothy le contó a la bruja toda su historia: cómo el ciclón la había traído a la tierra de Oz, cómo había encontrado a sus compañeros y las maravillosas aventuras que habían vivido.

—Mi mayor deseo ahora —añadió— es volver a Kansas, porque la tía Em seguramente pensará que me ha sucedido algo terrible, y eso la hará ponerse de luto; y a menos que este año las cosechas sean mejores que las del año pasado, estoy seguro de que el tío Henry no puede permitírselo.

Glinda se inclinó hacia delante y besó el dulce rostro de la adorable niña.

—Bendito sea tu adorable corazón —dijo—, estoy segura de que puedo hablarte de una manera de regresar a Kansas —. Luego añadió:— Pero, si lo hago, debes darme el Gorro de Oro.

—¡Encantada de hacerlo! —exclamó Dorothy—; de hecho, no me sirve de nada ahora, y cuando lo tengas, puedes mandar a llamar a los Monos Alados tres veces.

—Y creo que necesitaré sus servicios sólo esas tres veces —respondió Glinda, sonriendo.

Dorothy le dio entonces el Gorro de Oro, y la Bruja dijo al Espantapájaros: 

—¿Qué harás cuando Dorothy nos haya dejado?

—Regresaré a la Ciudad Esmeralda —respondió—, porque Oz me ha convertido en su gobernante y a la gente le gusto. Lo único que me preocupa es cómo cruzar la colina de los Cabezas de Martillo.

—Por medio del Gorro de Oro ordenaré a los Monos Alados que te lleven a las puertas de la Ciudad Esmeralda —dijo Glinda—, porque sería una vergüenza privar al pueblo de un gobernante tan maravilloso.

—¿Soy realmente maravilloso? —preguntó el Espantapájaros.

—Eres inusual —replicó Glinda.

Volviéndose hacia el Leñador de Hojalata, le preguntó: 

—¿Qué será de ti cuando Dorothy se vaya de este país?

Se apoyó en su hacha y pensó un momento. Luego dijo: 

—Los Winkies fueron muy amables conmigo y querían que los gobernara después de la muerte de la Bruja Malvada. Les tengo cariño a los Winkies, y si pudiera volver al País del Oeste, nada me gustaría más que gobernarlos para siempre.

—Mi segunda orden a los monos alados —dijo Glinda— será que te lleven sano y salvo a la tierra de los Winkies. Puede que tu cerebro no sea tan grande como el del Espantapájaros, pero eres realmente más brillante que él, cuando estás bien pulido, y estoy segura de que gobernarás a los Winkies con bondad y sabiduría.

Entonces la Bruja miró al León grande y peludo y le preguntó: 

—Cuando Dorothy haya regresado a su propia casa, ¿qué será de ti?

—Más allá la colina de los Cabeza de Martillo —respondió—, se extiende un enorme y antiguo bosque, y todas las bestias que viven allí me han hecho su rey. Si tan solo pudiera volver a este bosque, pasaría mi vida muy feliz allí.

—Mi tercera orden a los monos alados —dijo Glinda— será que te lleven a tu bosque. Entonces, habiendo agotado los poderes del Gorro de Oro, se lo daré al Rey de los Monos para que él y su banda puedan ser libres para siempre.

El Espantapájaros, el Leñador de Hojalata y el León agradecieron a la Bruja Buena su amabilidad; y Dorothy exclamó:

—¡Ciertamente eres tan buena como hermosa! Pero aún no me has dicho cómo volver a Kansas.

—Tus zapatos de plata te llevarán por el desierto —replicó Glinda—. Si hubieras conocido su poder, podrías haber regresado con tu tía Em el día que llegaste a estas tierras.

—¡Pero entonces no tendría mi maravilloso cerebro! —exclamó el Espantapájaros—. Podría haber pasado toda mi vida en el campo de maíz del granjero.

—Y yo no hubiera tenido mi hermoso corazón —dijo el Leñador de Hojalata—. Podría haberme quedado oxidado en el bosque hasta el fin del mundo.

—Y yo habría vivido como un cobarde para siempre —dijo el León—, y ninguna bestia en todo el bosque hubiera tenido nada bueno para decir sobre mí.

—Todo esto es verdad —dijo Dorothy—, y me alegro de haber sido útil a estos buenos amigos. Pero ahora que cada uno de ellos ha conseguido lo que más deseaba, y además todos están felices de tener cada uno reino que gobernar, creo que me gustaría volver a Kansas.

—Los Zapatos de Plata —dijo la Bruja Buena— tienen poderes maravillosos. Y una de las cosas más curiosas de ellos es que pueden llevarte a cualquier lugar del mundo en tres pasos, y cada paso se hará en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que tienes que hacer es golpear los talones tres veces y ordenar a los zapatos que te lleven a donde quieras ir.

—Si eso es así —dijo la niña, feliz—, les pediré que me lleven de vuelta a Kansas de inmediato.

Echó sus brazos alrededor del cuello del León y lo besó, acariciando su gran cabeza con ternura. Luego besó al Leñador de Hojalata, que lloraba de una manera muy peligrosa para sus articulaciones. Pero abrazó el cuerpo suave y disecado del Espantapájaros en sus brazos en lugar de besar su rostro pintado, y descubrió que ella misma lloraba por esta triste despedida de sus amados camaradas.

Glinda la Buena bajó de su trono de rubí para darle un beso de despedida a la niña, y Dorothy le agradeció toda la amabilidad que había mostrado para con ella y sus amigos.

Dorothy tomó solemnemente a Toto en sus brazos, y después de despedirse por última vez, golpeó los tacones de sus zapatos tres veces, diciendo:

—¡Llévame a casa con la tía Em!

Al instante estaba girando en el aire, tan rápidamente que todo lo que podía ver o sentir era el viento silbando en sus oídos.

Los Zapatos de Plata no dieron más que tres pasos, y luego se detuvo tan repentinamente que rodó sobre la hierba varias veces antes de saber dónde estaba.

Al fin, sin embargo, se incorporó y miró a su alrededor.

—¡Dios mío! —exclamó.

Estaba sentada en la amplia pradera de Kansas, y justo delante de ella estaba la nueva granja que el tío Henry había construido después de que el ciclón se llevara la antigua. El tío Henry estaba ordeñando las vacas en el corral, y Toto había saltado de sus brazos y corría hacia el establo, ladrando furiosamente.

Dorothy se puso de pie y descubrió que estaba en medias. Porque los Zapatos de Plata se habían caído en su vuelo por los aires y se habían perdido para siempre en el desierto.


Capítulo 24: De nuevo en casa

La tía Em acababa de salir de la casa para regar las coles cuando levantó la vista y vio a Dorothy corriendo hacia ella.

—¡Mi querida niña! —exclamó, estrechando a la niña en sus brazos y cubriendo su rostro con besos. —¿De dónde vienes?

—De la Tierra de Oz —dijo Dorothy con gravedad—. Y aquí está Toto también. Y ¡oh, tía Em! ¡Estoy muy contenta de estar en casa de nuevo!


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