Alicia en el país de las maravillas (Libro Completo)


Capítulo 1: En la madriguera del conejo

Alicia se había sentado en la orilla junto a su hermana hasta que se cansó. Una o dos veces había mirado el libro que su hermana tenía en la mano, pero no había dibujos en él. “Y ¿para qué sirve un libro sin dibujos?”, pensó Alicia. Se preguntó, pues el caluroso día la hacía sentirse aburrida, si valdría la pena levantarse y recoger algunas margaritas para hacer una guirnalda. En ese momento, un conejo blanco con los ojos rosados pasó corriendo cerca de ella.

Para Alicia no era algo tan extraño, ni pensó mucho en ello, cuando el Conejo dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Ay, caramba! ¡Llegaré tarde!

Pero cuando el conejo sacó un reloj del bolsillo, lo miró y echó a correr, Alicia se puso de pie, porque era la primera vez que veía a un conejo con reloj. Se levantó de un salto y corrió a echarle un vistazo, y llegó justo a tiempo para verlo asomado por una gran madriguera cerca del cerco.

Tan rápido como pudo, Alicia bajó por el agujero tras él, y no se detuvo ni una sola vez a pensar cómo haría para salir. El agujero seguía recto durante un trecho y luego doblaba hacia abajo con una curva cerrada, tan cerrada que Alicia no tuvo tiempo de pensar en detenerse hasta que se encontró cayendo en lo que parecía un profundo pozo.

No debía moverse muy deprisa, o el pozo debía ser muy profundo, porque tardó mucho en bajar, y mientras avanzaba tuvo tiempo de mirar las extrañas cosas que encontraba a su paso. Primero trató de mirar hacia abajo y ver qué había allí, pero estaba muy oscuro para ver; luego miro a los lados del pozo y vio que estaban llenos de estanterías de libros; había mapas colgados de ganchos aquí y allá. Al pasar, cogió un frasco de una de las estanterías. En él estaba escrita la palabra “mermelada”, pero no había mermelada dentro, así que lo volvió a colocar en uno de los estantes al pasar.

—Bueno —pensó Alicia—, tras una caída como ésta, no me importará nada caerme por las escaleras. ¡Qué valiente me creerán todos en casa! Vaya, no lloraría ni un poco si me cayera desde lo alto de la casa.

Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca la caída? 

—Me gustaría saber hasta dónde he llegado —dijo—. ¿No sería extraño que me cayera a través de la tierra y saliera donde la gente camina con los pies en alto y la cabeza hacia abajo?

Abajo, abajo, abajo.

—Dina me echará de menos esta noche —continuó Alicia (Dina era el gato)—. Espero que se acuerden de darle leche a la hora de la cena. ¡Dina, querida! ¡Desearía que estés aquí abajo conmigo! No hay ratones en el aire, pero podrías cazar un murciélago, que es muy parecido a un ratón, ¿sabes? Pero, ¿los gatos comen murciélagos? 

Y aquí Alicia debió quedarse dormida, porque soñó que caminaba de la mano con Dina justo cuando le preguntaba:

—Ahora, Dina, dime la verdad, ¿tú comes murciélagos? —de repente ¡pum, pum! Cayó sobre un montón de palos y hojas secas, y la larga caída había terminado.

Alicia no se hizo daño y se puso de pie de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Al final de un largo pasillo frente a ella, el conejo blanco seguía a la vista. No había tiempo que perder, así que Alicia se puso en marcha, rauda como el viento, y llegó justo a tiempo para oírle decir:

—¡Oh, por mis orejas, qué tarde es! —y se perdió de vista. Alicia se encontró en un largo pasillo de techo bajo, del que colgaba una hilera de lámparas encendidas.

Había puertas en todos lados, pero cuando Alicia las recorrió y probó cada una de ellas, descubrió que todas estaban cerradas. Caminó de un lado a otro pensando cómo salir. Finalmente llegó a un mostrador de vidrio. Sobre él había una pequeña llave de oro. Lo primero que pensó Alicia fue que podría ser la llave de una de las puertas del pasillo, pero cuando probó la llave en cada cerradura, se dio cuenta que las cerraduras eran muy grandes o la llave muy pequeña; no encajaba en ninguna de ellas. Pero cuando volvió a recorrer el vestíbulo, encontró una cortina baja que no había visto antes, y al moverla, encontró una pequeña puerta de no más de medio metro de altura; probó la llave en la cerradura y, para su gran sorpresa, ¡encajó!

Alicia descubrió que la puerta daba a un salón del tamaño de una cueva de ratón; se arrodilló y miró a través de él un jardín de flores hermosas. Cuánto ansiaba salir de aquel pasillo oscuro y acercarse a esas flores brillantes; pero no podía ni meter la cabeza por la puerta. 

—Si mi cabeza pasara por allí —pensó Alicia—, no serviría de nada, porque el resto de mi seguiría siendo demasiado grande para pasar. ¡Oh, como me gustaría ser pequeña!

Parecía no tener sentido esperar junto a la pequeña puerta, así que volvió al mostrador con la esperanza de encontrar la llave de una de las puertas grandes, o quizás un libro de reglas que le enseñe cómo ser pequeña. Esta vez encontró una botellita.

—Estoy segura que no estaba aquí hace un momento —dijo Alicia. Y atada al cuello de la botella había una etiqueta que decía: “Bébeme”.

Estaba bien decir “bébeme”, pero Alicia era demasiado sabia para hacerlo de prisa.

—No, primero miraré —dijo—, y veré si está marcada con “veneno” o no. 

Porque le habían enseñado que, si bebes mucho de una botella marcada con “veneno”, seguro te enfermarás. Esta no estaba marcada, así que se animó a probarla, y como le pareció agradable (de hecho, tenía sabor a tarta, helado, pollo asado y tostadas calientes), se la bebió toda rápidamente.

—¡Que extraña me siento! —dijo Alicia—. ¡Estoy segura que no soy tan grande como era!

Y así fue; medía unos treinta centímetros de alto, y su cara se iluminó al pensar que ahora tenía el tamaño adecuado para pasar por la pequeña puerta y salir a aquel precioso jardín.

¡Pobre Alicia! Cuando llego a la puerta se dio cuenta que había dejado la llave en el mostrador, y cuando volvió a buscarla, se dio cuenta que no podía alcanzarla. Podría verla a través del cristal, e intentó trepar por una de las patas, pero era demasiado torpe, y cuando se cansó del todo, se sentó y se echó a llorar.

—¡Vamos, no sirve de nada llorar así! —se dijo Alicia tan severa como pudo—. ¡Detente ahora mismo!

Pronto sus ojos se posaron en una cajita de cristal que había en el suelo. Miró en ella y encontró un pequeño pastel con la palabra “cómeme” escrita con uvas. 

—Bueno, la comeré —dijo Alicia—, y si me hace crecer, podré alcanzar la llave; y si me encoge, podré arrastrarme por debajo de la puerta; así saldré de alguna manera.

Así que se puso manos a la obra y pronto se comió todo el pastel.


Capítulo 2: La piscina de lágrimas

—¡Qué raro, Dios mío! —dijo Alicia— ¡Soy muy alta! ¡Y de pronto! Adiós, pies.

Porque cuando bajó la vista hacia sus pies, le parecían tan lejanos que pensaba que pronto se perderían de vista.

—Oh, mis pobres pies, ¿quién les va a poner los zapatos ahora, queridos? Estoy segura que yo no puedo. Estoy demasiado lejos para ocuparme de ustedes. Pero, aunque no pueda cuidarlos, tengo que ser amable con ellos —pensó Alicia—, ¡o no caminarán por donde yo quiero ir! Déjame ver, les daré un nuevo par de zapatos cada Navidad.

Se detuvo a pensar cómo los enviaría.

—Deben ir por correo —pensó—¸ y qué gracioso parecerá enviar zapatos a los propios pies. ¡Qué extraña parecerá la dirección!

Pie derecho de Alicia,
En la alfombra,
Cerca del fuego.
(Con amor, de Alicia.)

—Vaya, nada de esto tiene ningún sentido.

Justo en ese momento su cabeza golpeó el techo del pasillo; de hecho, ahora medía casi tres metros de altura, y enseguida tomó la llave y volvió a la puerta.

¡Pobre Alicia! Ahora era tan alta que sólo podía tumbarse sobre un lado para mirar al jardín con un ojo; pero definitivamente no podía pasar, así que se sentó y se echó a llorar.

—Debería darte vergüenza —dijo Alicia—, una chica tan grande como tú. ¡Llorar de esta manera! Deja de llorar, te digo. 

Pero siguió llorando y derramando lágrimas hasta que se formó un gran charco a su alrededor, que llegaba hasta la mitad del pasillo.

Entonces oyó, no muy lejos, el ruido de unos pies, así que se secó los ojos a toda prisa para ver de quién se trataba. Era el conejo blanco que había vuelto, vestido con ropas finas, con un par de guantes blancos de seda en una mano y un gran abanico en la otra. Trotaba con gran prisa mientras se decía a sí mismo:

—¡Oh, la duquesa, la duquesa! ¿No se pondrá furiosa si la hago esperar?

Alicia se sintió tan mal y necesitada de la ayuda de alguien que cuando el conejo se acercó, dijo tímidamente en voz muy baja:

—Si es tan amable, señor. 

El conejo se sobresaltó, dejó caer los guantes blancos de seda y el abanico y echó a correr hacia la oscuridad tan rápido como le permitían sus dos patas traseras.

Alicia recogió el abanico y los guantes y, como en la sala hacía bastante calor, se abanicó sin dejar de hablar.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué extraño es todo hoy! ¿Habré cambiado durante la noche? Déjame pensar; ¿era yo la misma cuando me levanté? Me parece que no me sentía igual. Pero si no soy la misma, ¿quién soy? 

Entonces pensó en todas las chicas que conocía de su edad, para ver si podía haberse cambiado por alguna de ellas.

—Estoy segura que no soy Ada —dijo—, porque su pelo tiene unos rizos muy largos, y el mío no se riza en absoluto; y estoy segura que no puedo ser Mabel, porque yo sé toda clase de cosas, y ella, ¡oh, sabe tan poco! ¡Qué extraño es todo! Probaré si sé todas las cosas que sabía. Veamos: cuatro por cinco son doce, y cuatro por seis son trece, y cuatro por siete son… ¡oh, cielos! Eso no está bien. Me habrán cambiado por Mabel. Intentaré cantar una de mis canciones favoritas. 

Y puso las manos sobre su regazo, como si estuviera en la escuela, e intentó decir la letra, pero su voz era ronca y extraña, y las palabras no le salían como antes.

—Estoy segura que esas no son las palabras correctas —dijo la pobre Alicia, y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras seguía—. Después de todo, debo ser Mabel, y tendré que ir a vivir a esa casa apestosa y sin juguetes. No, ya lo he decidido; si soy Mabel, me quedaré aquí abajo. De nada servirá que asomen la cabeza y me digan “Sube, querida”; miraré hacia arriba y diré: “¿Quién soy entonces? Díganme eso primero, y entonces, si me gusta, subiré; si no, me quedaré aquí abajo hasta ser alguien más”.

—Pero, ¡cielos! —exclamó Alicia con un nuevo estallido de lágrimas— ¡Ojalá asomaran la cabeza! Estoy tan cansada de este lugar.

Al decir esto, se miró las manos y vio que se había puesto uno de los guantes blancos de seda del conejo mientras hablaba.

—¿Cómo he podido hacerlo? —pensó—. Debo haberme hecho pequeña otra vez.

Se levantó, se acercó al mostrador de cristal para comprobar su estatura, y descubrió que ahora no medía más de sesenta centímetros, y que seguía encogiéndose muy deprisa. Pronto se dio cuenta de que la causa de esto era el abanico que llevaba en la mano y lo dejó caer enseguida, pues de lo contrario se habría encogido al tamaño de un mosquito.

—¡Ahora puedo entrar en el jardín! —y corrió a toda velocidad hacia la pequeña puerta; pero la puerta estaba cerrada, y la llave estaba sobre el mostrador de cristal. 

—Las cosas están peor que nunca —pensó la pobre niña.

Al pronunciar estas palabras, su pie resbaló y ¡splash! Se encontró con agua salada hasta la barbilla. Al principio pensó que debía estar en el mar, pero pronto se dio cuenta que estaba en la piscina de lágrimas que había llorado cuando medía tres metros de altura.

—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia mientras nadaba en círculos tratando de encontrar la salida—. Ahora me ahogaré en mis propias lágrimas.

Entonces oyó un chapoteo en la piscina, a poca distancia, y se acercó nadando para ver de qué se trataba; al principio pensó que debía ser una ballena, pero cuando pensó en lo pequeña que era ahora, se dio cuenta de que era un ratón que se había caído.

—¿Serviría de algo hablar con el ratón? Todas las cosas están tan fuera de lugar aquí abajo que creo que tan vez pueda hablar. Al menos, no tiene nada de malo intentarlo. 

Entonces le dijo:

—Ratón, ¿sabes cómo salir de este estanque? —el ratón la miró y le pareció que le guiñaba uno de sus pequeños ojos, pero no habló.

—Puede que sea un ratón francés —pensó Alicia, entonces dijo: “¿Où est ma chatte?” (¿Dónde está mi gato?) que era todo lo que podía pensar en francés en ese momento. El ratón dio un salto fuera del agua y pareció asustarse mucho.

—Oh, perdóname —gritó Alicia—. Olvidé que no te gustaban los gatos.

—¡No me gustan los gatos! —gritó el ratón con voz chillona y áspera—. ¿Te gustarían los gatos si fueras yo?

—Bueno, supongo que no —dijo Alicia—, pero no te enfades, por favor. Y me gustaría poder enseñarte nuestra gata, Dina. Estoy segura de que te gustarían los gatos si pudieras verla. Es un encanto, y se sienta y ronronea junto al fuego, y se lame las patas, se lava la cara, y es una cosita tan suave y agradable; y es realmente buena cazando ratones… ¡Oh, caramba! —gritó Alicia, pues esta vez el ratón estaba tan asustado que se le erizaron los pelos—. No hablaremos más de ella si no te gusta.

—¡Hablamos! —gritó el ratón, que sacudió hasta la punta de la cola—. Como si yo hablara de cosas tan bajas e insignificantes como los gatos. Todas las ratas los odian. No dejes que vuelva a oír ese nombre.

—No lo haré —dijo Alicia, apresurándose a cambiar de tema—. ¿Te gustan los perros? —el ratón no habló, así que Alicia continuó—. Hay un perro muy bonito cerca de nuestra casa, me gustaría mostrártelo. Un perrito de ojos brillantes, con pelo largo, rizado y castaño. Recoge las cosas que le tiras, se sienta y pide su comida, y hace toda clase de cosas, de las que no puedo contarte ni la mitad. Y mata a todas las ratas, y… ¡Oh, cielos! —exclamó Alicia en tono triste—¡lo he enfurecido otra vez!

El ratón se alejó nadando lo más rápido que pudo, alborotando la piscina a su paso.

Así que lo llamó con voz suave y amable:

—¡Ratón querido! Regresa y no hablaremos más de gatos o perros, si no te gustan. 

Al oír esto, el ratón se dio la vuelta y nadó hacia ella; tenía el rostro bastante pálido (de rabia, pensó Alicia), y dijo en voz baja y débil:

—Lleguemos a la orilla, y entonces te diré por qué odio a los perros y a los gatos.

Ya era hora de irse, pues la piscina estaba llena de pájaros y bestias que se habían caído dentro. Alicia encabezó la marcha y todos nadaron hasta la orilla. 


Capítulo 3: Una carrera

Tenían un aspecto gracioso cuando se sentaban en la orilla: las alas y las colas de los pájaros caían a la tierra; el pelaje de las bestias se pegaba a ellos, y estaban todos tan mojados y enfadados como era posible. El primer pensamiento, por supuesto, fue cómo secarse. Tuvieron una larga charla sobre esto, y Alicia participó como si los conociera de toda la vida. Pero era difícil saber qué era lo mejor.

—Lo que quiero decir —habló por fin el Dodo—, es que lo mejor para secarnos sería una carrera.

—¿Qué tipo de carrera? —preguntó Alicia; no es que tuviera muchas ganas de saberlo, pero el Dodo había hecho una pausa como si pensara que alguien debía hablar y nadie más fuera a decir una palabra.

—Pues —dijo el Dodo—, la mejor manera de dejarlo claro es hacerlo. (Y como tal vez quieras probar la cosa algún día frío, te diré cómo lo hizo el Dodo).

Primero trazó un circuito en una especie de anillo (no importaba mucho la forma), y luego se colocó todo el mundo en el circuito, aquí y allá. No había “uno, dos, tres y allá vamos”, sino que corrían y dejaban de correr cuando querían, de modo que nadie podía saber cuándo terminaba la carrera. Cuando llevaban corriendo más o menos media hora y estaban todos secos, el Dodo gritó:

—¡La carrera ha finalizado! —y todos se agolparon a su alrededor y preguntaron:

—Pero, ¿quién ganó?

Al principio, el Dodo no podía decirlo, pero permaneció sentado por mucho tiempo con una garra apretada contra su cabeza, mientras el resto esperaba, pero sin hablar. Finalmente, el Dodo dijo:

—Todos han ganado y cada uno debe tener un premio.

—Pero, ¿quién nos los va a dar? —preguntaron todos a la vez.

—Ella, por supuesto —dijo el Dodo señalando a Alicia con una larga garra; y todo el grupo se agolpó a su alrededor al grito de “¡Un premio, un premio!”.

Alicia no sabía qué hacer, pero sacó de su bolsillo una caja de pastelitos (por una extraña buena suerte, no se habían mojado mientras estaba en la piscina) y los repartió como premio. Había uno por cabeza.

—Pero ella debe tener un premio —dijo el ratón.

—Por supuesto —dijo el Dodo—. ¿Qué más tienes? —continuó, mientras se volvía hacia Alicia.

—Un dedal —dijo Alicia, bastante triste.

—Dámelo —dijo el Dodo.

Entonces todos se agolparon de nuevo a su alrededor, mientras el Dodo devolvía el dedal a Alicia y decía:

—Te rogamos que aceptes este magnífico dedal. 

Y cuando hubo pronunciado este breve discurso, todos aplaudieron.

Alicia pensó que todo aquello era una tontería, pero todos se veían tan serios que no se atrevió a reírse, y como no se le ocurría qué decir, se inclinó y tomó el dedal, mientras miraba con la mayor seriedad posible. Lo siguiente fue comer los pasteles; esto causó algún ruido, pues los pájaros grandes decían que no podían saborear los suyos, y los pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Por fin se acabaron, se sentaron en ronda y pidieron al ratón que les contara un cuento. 

—Dijiste que nos contarías por qué odias a los gatos y perros, o alguna historia —dijo Alicia.

—La mía es larga y triste —dijo el ratón, volviéndose a Alicia con un suspiro.

—Si te refieres a tu cola, es larga sin duda —dijo Alicia, mirando la cola del ratón—; pero, ¿por qué la llamas triste?

—No te lo diré —dijo el ratón, levantándose y marchándose.

—Por favor, regresa y cuéntanos tu historia —dijo Alicia; y todo se unieron a ella:

—¡Si, por favor! —pero el ratón sacudió la cabeza y siguió caminando hasta perderse de vista.

—Me gustaría tener aquí a nuestra Dina —dijo Alicia—. Ella lo recuperaría pronto.

—¿Y quién es Dina, si puedo atreverme a preguntar tal cosa? —dijo uno de los pájaros.

Alicia se alegró de hablar de su mascota.

—Dina es nuestra gata; y es una gran cazadora de ratones, ni se imaginan. Y ¡oh, ojalá pudieran verla perseguir un pájaro! Pues se come un pájaro en cuanto lo mira.

Este discurso causó un gran revuelo en el grupo. Algunos pájaros salieron volando; un viejo arrendajo se envolvió con cuidado y dijo:

 —Debo irme a casa; el aire de la noche no me sienta bien a la garganta. 

Y un ruiseñor gritó a su cría:

—¡Vengan, queridos! Ya es hora de que vayan todos a la cama.

De pronto todos se marcharon y Alicia se quedó sola.

—Ojalá no les hubiera hablado de Dina —se dijo—. A nadie parece agradarle aquí abajo, y yo sé que es la mejor gata del mundo. ¡Oh, mi querida Dina! ¿Volveré a verte alguna vez?

Y la pobre Alicia rompió en llanto, pues se sentía muy triste y sola. Al poco tiempo oyó el repiqueteo de unos pies, y miró hacia arriba con la esperanza de que el ratón hubiera cambiado de opinión y volviera para contarle su ‘larga y triste cola’.


Capítulo 4: El conejo envía una factura

Era el conejo blanco quien volvía trotando. Miraba a un lado y a otro como si hubiera perdido algo, y Alicia oyó que se decía a sí mismo:

—¡La duquesa! ¡La duquesa! ¡Oh, mis queridas patas! Me va a cortar la cabeza como a las ratas. ¿Dónde los habré perdido?

Alicia adivinó en seguida que buscaba el abanico y el par de guantes blancos de seda, y como buena muchacha que era, salió a buscarlos, pero no los encontró. Todas las cosas parecían haber cambiado desde su baño en la piscina; el gran pasillo con el mostrador de cristal y la pequeña puerta habían desaparecido. Pronto el conejo vio a Alicia y la llamó:

—Ana, ¿qué haces aquí? Corre a casa y tráeme un par de guantes y un abanico. ¡Rápido, ahora! —y Alicia se asustó tanto que echó a correr sin esperar a decirle quién era.

—Me tomó por su ama de llaves —se dijo mientras corría—. ¿Qué pensará cuando sepa quién soy? Pero debo llevarle su abanico y sus guantes, si es que los encuentro.

Mientras decía esto, llegó a una pequeña y pulcra casa en cuya puerta había una brillante placa de latón con el nombre de W. Conejo. Corrió escaleras arriba con miedo de encontrarse con Ana y ser echada de la casa antes de encontrar el abanico y los guantes.

—¡Qué gracioso parece que tenga que hacer cosas para un conejo! Supongo que Dina me enviará a atenderla después.

Para entonces había llegado a una ordenada habitación con una mesa junto a la pared, y sobre ella, como esperaba, un abanico y dos o tres pares de pequeños guantes blancos de seda. Cogió el abanico y un par de guantes, y se volteó para salir de la habitación, cuando su vista se posó en una pequeña botella que había cerca. Esta vez no llevaba ninguna etiqueta con la palabra ‘bébeme’, pero Alicia se la llevó a los labios. 

—Sé que cambiaré de algún modo si como o bebo algo; así que veré qué hace esto. Espero que me haga crecer de nuevo, porque estoy bastante cansada de tener este tamaño —se dijo.

Sucedió lo que ella deseaba, pues en poco tiempo su cabeza presionaba el techo con tanta fuerza que no podía mantenerse erguida. Dejó la botella apresuradamente y dijo:

—Es todo lo que necesito; espero no crecer más; tal como están las cosas no puedo salir por la puerta; ¡ojalá no hubiera bebido tanto!

Pero ya era demasiado tarde para desearlo. Creció y creció, hasta que tuvo que arrodillarse en el suelo; después siguió creciendo y no cabía, entonces tuvo que tumbarse. Siguió creciendo y creciendo hasta que tuvo que sacar un brazo por la ventana y un pie por la chimenea y se dijo a sí misma:

—Ahora ya no puedo hacer nada más, pase lo que pase —. No parecía haber ninguna posibilidad de salir de la habitación.

—Ojalá estuviera en casa —pensó la pobre Alicia—, donde no cambiaría tanto, y donde no tuviera que hacer cosas para ratones y conejos. Desearía no haber bajado a la madriguera del conejo, y sin embargo… ¡es divertida esta clase de vida! Cuando leía cuentos de hadas, creía que alguien los inventaba, y ahora yo misma estoy en uno. Cuando crezca, escribiré un libro sobre estas cosas extrañas; pero ya crecí ahora —añadió en tono triste—, al menos aquí ya no hay lugar para crecer.

Oyó una voz fuera y se detuvo a escuchar.

—¡Ana, Ana! —dijo la voz—, tráeme mis guantes, ¡rápido! 

Entonces se oyó el ruido de unos pies en la escalera. Alicia supo que era el conejo y que había venido a buscarla. Tembló de miedo hasta hacer temblar la casa. ¡Pobrecita! No se daba cuenta de que ahora era diez veces más grande que el conejo y que no tenía por qué temerle.

Pronto el conejo llegó a la puerta e intentó entrar, pero el brazo de Alicia lo apretó tan fuerte que la puerta no se movió. Alicia lo escuchó decir:

—Entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.

—No lo harás —pensó Alicia; luego esperó a oír el conejo muy cerca de la ventana, extendió la mano e hizo un movimiento en el aire. No llegó a cogerlo, pero oyó un grito y una caída.

Luego llegó una voz furiosa, la del conejo:

—¡Pat, Pat! ¿Dónde estás? —Entonces una voz que era nueva para ella, dijo:

—¡Claro que estoy aquí! Buscando manzanas, su señoría.

—Buscando manzanas —dijo el conejo —. ¡Ven! Ven y ayúdame a salir de esto. Ahora, dime Pat, ¿qué es eso en la ventana?

—Seguro que es un brazo, su señoría.

—¡Un brazo, ganso! ¿Quién ha visto uno de ese tamaño? Pues ocupa toda la ventana.

—Claro que sí, señoría; pero es un brazo por todo eso.

—Bueno, no tiene derecho a estar ahí; ¡ve y sácalo!

Durante mucho tiempo parecieron quedarse quietos, pero de vez en cuando Alicia podía escuchar algunas palabras en voz baja, como ‘Claro que no me gusta, señoría, en absoluto’.

—¡Haz lo que te digo, cobarde! —y por fin extendió la mano e hizo un arrebato en el aire. Esta vez se oyeron dos grititos.

—Me gustaría saber qué harán después. En cuanto a sus amenazas de sacarme, ojalá pudieran. Estoy segura de que no quiero quedarme aquí.

Esperó un rato, pero todo estaba en calma; por fin se oyó el ruido de las ruedas de un pequeño carro y el sonido de unas voces, de las que dedujo las siguientes palabras:

—¿Dónde está la otra escalera? No tenía que traer más que una; Bill tiene la otra. ¡Bill, tráela aquí, muchacho! Toma, súbelas aquí. No, átalas primero; aún no llegan ni a la mitad de la altura que deberían… oh, lo harán. ¡Aquí, Bill! Agarra esta cuerda. ¿El techo aguantará? Cuidado con esa pieza suelta. ¡Aquí viene, cuidado! ¿Quién hizo eso? Supongo que Bill. ¿Quién bajará por la chimenea? ¡No, no lo haré! ¡Hazlo tú! ¡Entonces no lo haré! ¡Bill tiene que bajar! Aquí, Bill, ¡tienes que bajar por la chimenea!

—Oh, así que Bill tiene que bajar, ¿no? —se dijo Alicia —Vaya, parece que todo el trabajo recae sobre Bill. No quisiera en el lugar de Bill; esta chimenea es pequeña, sin duda, pero creo que puedo patear algo.

Bajó el pie todo lo que pudo, y esperó hasta que oyó una pequeña bestia (no podía adivinar de qué clase era) que bajaba arañando y arañando por la chimenea, muy cerca de ella; entonces se dijo:

—Éste es Bill —dio una fuerte patada y esperó a ver qué sucedía a continuación.

Lo primero que oyó fue:

—¡Ahí va Bill! —y luego la voz del conejo:

—¡Atrápalo, tú, junto al cerco! —Entonces todo quedó en silencio, y luego algunas voces:

—Levántale la cabeza; agua, ahora; no lo ahogues; ¿cómo te fue, viejo amigo? ¿Qué te hizo subir tan rápido? Cuéntanoslo todo.

Por último, llegó una voz débil (‘ese es Bill’, pensó Alicia).

—Bueno, no lo sé, no sé; gracias, no estoy tan débil ahora, pero estoy demasiado conmocionado para decirles; lo único que sé es que una cosa vino hacia mí como un resorte, y yo subí como un cohete.

—Así es, viejo amigo —dijeron los demás.

—Debemos prender fuego la casa —dijo la voz del conejo, y Alicia gritó lo más fuerte que pudo:

—¡Si lo haces, enviaré a Dina tras de ti!

Todo quedó quieto en un instante, y Alicia pensó:

—¿Qué harán ahora? Si tuvieran sentido común, quitarían el tejado.

Entonces escuchó al conejo decir:

—Una carga bastará para empezar.

—¿Una carga de qué? —pensó Alicia, pero no tuvo mucho tiempo para dudar, pues pronto una lluvia de pequeñas piedras entró por la ventana, y algunas de ellas la golpearon en la cara—. Voy a poner fin a esto —se dijo, y gritó— ¡Deténganse de una vez!

De nuevo todo quedó en calma.

Alicia vio que todas las piedras se convertían en pequeños pasteles mientras yacían en el suelo, y se le ocurrió una brillante idea:

—Si comiera uno de esos pasteles — dijo—, seguro que cambiará mi tamaño de alguna manera; y como no puede hacerme más grande, espero que me cambie al tamaño que tenía antes.

Entonces se comió uno de los pasteles y se alegró de ver que la encogía muy deprisa. Pronto era tan pequeña que podía pasar por la puerta, así que salió corriendo de la casa y se encontró con un montón de bestias y pájaros en el patio. El pobre lagarto, Bill, estaba en el medio del grupo, sostenido por dos cobayas que le daban de beber de una botella. Todos se abalanzaron sobre Alicia en cuanto salió, pero ella huyó como pudo, y pronto estuvo a salvo en un espeso bosque.

—Lo primero que tengo que hacer —dijo Alicia mientras caminaba por el bosque—, es volver a tener un tamaño adecuado; y lo siguiente es encontrar el camino a ese precioso jardín. Creo que éste es el mejor plan.

Era un buen plan, sin dudas, pero lo difícil era que no sabía en absoluto como empezar a llevarlo a cabo; y mientras miraba a través de los árboles, un ladrido agudo justo por encima de su cabeza la hizo levantar la vista a toda prisa.

Un gran cachorro la miró con sus grandes ojos redondos, estiró una pata e intentó tocarla.

—¡Pobrecito! —dijo Alicia en tono amable y se esforzó por demostrarle que quería ser su amiga, pero estaba un poco asustada, porque podría querer comérsela.

Alicia no sabía qué hacer, así que tomó un palo y se lo alcanzó al cachorro. Este saltó del árbol con un aullido de alegría, como si quisiera jugar con él; entonces Alicia esquivó una gran planta que había cerca, pero el cachorro no tardó en encontrarla y se abalanzó de nuevo sobre el palo, pero cayó de cabeza en su prisa por agarrarlo. Por fin, para la alegría de Alicia, pareció cansarse del juego, corrió un buen trecho y se sentó con la lengua fuera de la boca y sus grandes ojos entrecerrados.

A Alice le pareció un buen momento para perderse de vista, así que se puso en marcha de inmediato y corrió hasta que se sintió cansada y sin aliento, y hasta que el ladrido del cachorro sonó bastante débil.

—Y, sin embargo, era un cachorro encantador —dijo Alicia, mientras se detenía a descansar y se abanicaba con una hoja—. Me hubiera gustado mucho enseñarle trucos, si hubiera tenido el tamaño adecuado para hacerlo. ¡Oh, cielos! ¡Tengo que volver a crecer! A ver, ¿cómo voy a hacerlo? Supongo que debería comer o beber algo, pero no sé qué.

Alicia miraba a su alrededor las matas de hierba, las flores, las hojas, pero no veía nada que le pareciera lo que debía comer o beber para crecer.

Había una gran seta cerca de ella, más o menos de la misma altura que ella, y cuando la hubo rodeado toda con la mirada, pensó que también podría mirar a ver qué había en la parte superior. Se estiró todo lo que pudo, y sus ojos se encontraron con los de una gran oruga azul que estaba sentada en la cima con los brazos cruzados, fumando una pipa con un largo mango que se doblaba y curvaba a su alrededor como un aro.


Capítulo 5: Una oruga le dice a Alicia lo que tiene que hacer

La oruga miró a Alicia, y ella la miró fijamente, pero no habló. Por fin, se sacó la pipa de la boca y dijo:

—¿Quién eres?

—No estoy segura, señor, de quién soy ahora; sé quién era cuando salí de casa, pero creo haber cambiado dos o tres veces desde entonces —dijo Alicia.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó la oruga.

—Me temo que no puedo decírtelo, porque estoy segura de que ni yo misma lo sé; pero cambiar tantas veces en un solo día, hace que a uno se le nuble la cabeza.

—No —dijo la oruga.

—Bueno, quizás aún no lo has experimentado —dijo Alicia—, pero cuando tengas que cambiar (algún día lo harás, lo sabes), creo que te sentirás extraña, ¿no?

—Ni un poco —dijo la oruga.

—Bueno, puede que tú no sientas lo mismo que yo —dijo Alicia—; lo único que sé es que me resulta extraño cambiar tanto.

—¡Tu! —dijo la oruga elevando la nariz en el aire—, ¿quién eres tú?

Lo que los llevó de nuevo al punto de partida. Alicia no estaba contenta con esto, así que dijo con un tono tan severo como pudo:

—Creo que primero deberías decirme tú quién eres.

—¿Por qué? —dijo la oruga.

Como a Alicia no se le ocurría qué responder a esto, y como no parecía querer hablar, se dio la vuelta.

—¡Vuelve! —dijo la oruga— ¡Tengo algo que decirte!

Alicia se dio vuelta y regresó.

—Mantén la calma —dijo la oruga.

—¿Eso es todo? —preguntó Alicia, mientras ocultaba su rabia lo mejor que podía.

—No —dijo la oruga.

Alicia esperó lo que pareció un largo tiempo, mientras la oruga fumaba sentada sin hablar. Por fin, se quitó la pipa de la boca y dijo:

—Así que crees que has cambiado, ¿verdad?

—Me temo que sí, señor —dijo Alicia—, ya no sé todas las cosas como antes; y no tengo el mismo tamaño más que un ratito cada vez.

—¿Qué cosas son las que no sabes?

—Bueno, he intentado decir las cosas que sabía en la escuela, pero todas las palabras me salían mal.

—Déjame oír un poema —dijo la oruga.

Alicia cruzó las manos y empezó.

—No está bien dicho —dijo la oruga.

—Me temo que no —dijo Alicia—, algunas palabras están cambiadas.

—Está mal de principio a fin —dijo la oruga; luego no habló durante un tiempo. Por fin dijo:—¿de qué tamaño quieres ser?

—Oh, no me importa mucho el tamaño, pero a uno no le gusta cambiar tanto, ya sabes.

—No lo sé —dijo.

Alicia estaba demasiado enfadada para hablar, porque nunca en toda su vida le habían hablado de aquella manera tan ruda.

—¿Te gusta tu tamaño ahora? —preguntó la oruga.

—Bueno, no soy tan alta como me gustaría —dijo Alicia—; 10 centímetros es bastante pequeño.

—¡Pero es una gran altura! —dijo la oruga, y se irguió mientras hablaba; medía 10 centímetros de altura.

—Pero no estoy acostumbrada —suplicó la pobre Alicia. Y pensó ‘Me gustaría que los animales no se enfadaran tanto conmigo’.

—Con el tiempo te acostumbrarás —dijo la oruga; se llevó la pipa a la boca y Alicia esperó a que la oruga decidiera hablar. Finalmente se sacó la pipa de la boca, bostezó una o dos veces, bajó de su percha y se arrastró por el césped. A medida que avanzaba, decía:

—Un lado te hará alta y el otro lado te hará pequeña.

“¿Un lado de qué?”, pensó Alicia.

—De la seta —dijo la oruga, como si la hubiera oído hablar; pronto se perdió de vista.

Alicia se quedó mirando la seta un largo rato e intentó distinguir sus dos lados; como era redonda, le resultó difícil. Al final estiró los brazos todo lo que pudo y rompió un trozo del borde con cada mano.

—Y ahora, ¿cuál es cuál? —se dijo, y comió un pedacito del trozo de la rececha, para probar. Al momento siguiente sintió que la barbilla le tocaba el pie con fuerza.

Estaba muy asustada por este cambio tan rápido, pero pensó que no había tiempo que perder, pues se estaba encogiendo muy deprisa; entonces puso manos a la obra de inmediato para comer un poco del trozo de la izquierda.

—¡Bien, por fin tengo la cabeza libre! —dijo Alicia con gran alegría, que se transformó en temor cuando descubrió que su cintura y sus manos no aparecían por ninguna parte. Todo lo que pudo ver cuando miró hacia abajo, fue una gran longitud de cuello, que parecía surgir como el tallo de un mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.

—¿Qué puede ser toda esa cosa verde? —dijo Alicia—. Y ¿dónde está mi cintura? Y mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo verlas? —Las movía mientras hablaba; las hojas verdes temblaban como para hacerle saber que sus manos estaban allí, pero no podía verlas.

Como parecía no haber posibilidad de llevarse las manos a la cabeza, intentó bajar la cabeza hacia ellas y se alegró al comprobar que su cuello se doblaba como una serpiente. Justo cuando lo había curvado hacia abajo y pretendía zambullirse en el mar de verde, que según ella eran las copas de los árboles, un agudo silbido le hizo retroceder precipitadamente. Un gran pájaro había volado hacia su cara y la había golpeado con sus alas.

—¡Serpiente, serpiente! —gritó el pájaro.

—No soy una serpiente —dijo Alicia—. ¡Déjame en paz!

—¡Serpiente, serpiente! —gritó el pájaro, y luego añadió con una especie de sollozo—. Lo he intentado de todas las maneras, pero no puedo satisfacerlos.

—No sé a qué te refieres —dijo Alicia.

El pájaro pareció no oírla, pero continuó:

—He intentado con las raíces de los árboles, con los bancos y con un cerco; ¡pero esas serpientes! No hay manera de satisfacerlas. Como si no fuera un trabajo duro incubar los huevos, ¡tengo que vigilar las serpientes noche y día! No he pegado un ojo en estas tres semanas.

—Es una lástima que estés tan desanimada —dijo Alicia, que empezó a comprender lo que quería decir.

—Y justo cuando había construido mi nido en este árbol —prosiguió el pájaro, levantando su voz hasta el chillido—, y justo cuando pensaba que por fin me libraría de ellas… ¡Uf, serpiente!

—Pero no soy una serpiente —dijo Alicia—. Soy una… soy una…

—¡Vaya! ¿Qué eres? —dijo el pájaro—. Ya veo que no me dirás la verdad.

—Soy una niña —dijo Alicia, aunque no estaba segura de lo que era al pensar en todos los cambios que había sufrido aquel día.

—He visto niñas en mis tiempos, ¡pero ninguna con un cuello como ese! —dijo el pájaro—No, no, tú eres una serpiente; y es inútil que digas lo contrario. Supongo que ahora dirás que no comes huevos.

—Claro que como huevos —dijo Alicia—, pero las niñas comen huevos tanto como las serpientes, ya sabes.

—No lo sé —dijo el pájaro—, pero si lo hacen, es porque entonces son una especie de serpiente, es todo lo que puedo decir. 

Esto era algo tan nuevo para Alicia que al principio no habló, lo que dio al pájaro la oportunidad de agregar:

—Ahora quieres huevos, lo sé muy bien.

—Pero no quiero huevos, y si los quisiera, no quiero los tuyos. No me gustan crudos.

—¡Pues vete! —dijo el pájaro mientras se sentaba en su nido.

Alicia se agachó entre los árboles lo mejor que pudo, pues el cuello le daba vuelta entre las ramas, y de vez en cuando tenía que detenerse para quitárselas. Por fin, pensó en la seta que tenía en las manos, y se puso manos a la obra con sumo cuidado para dar un pequeño mordisco de la mano derecha, luego de la izquierda, hasta que por fin logró reducirse al tamaño correcto.

Hacía tanto tiempo que no estaba a esa altura, que al principio se sintió extraña, pero pronto se acostumbró.

—¡Bien, ya está la mitad de mi plan cumplido! —dijo—. ¡Que extrañas son todas estas cosas! A una hora no estoy segura de lo que seré en la siguiente. Estoy contenta de volver a tener mi tamaño correcto. Lo siguiente es entrar en ese jardín; me gustaría saber cómo hacer eso.

Mientras decía esto, vio una pequeña casa frente a ella, de no más de cuatro pies de altura.

—¿Quién vive allí? —pensó Alicia—. No servirá de nada irles encima con este tamaño; ¡porque seguramente los asustaré!

Entonces comió un trozo de la mano derecha otra vez, y no se atrevió a acercarse a la casa hasta que hubo bajado a veinte centímetros de altura.


Capítulo 6: Cerdo y pimienta

Durante un rato Alicia se quedó mirando la casa tratando de pensar qué hacer a continuación, cuando un lacayo salió corriendo del bosque (por la forma en que iba vestido, ella pensó que era un lacayo; aunque si lo hubiera juzgado por su cara, lo habría llamado pez) y llamó a la puerta con el puño. Un lacayo de cara redonda y ojos grandes se asomó a la puerta. Alicia quería saber qué significaba todo aquello, así que se adentró un poco en el bosque para oír lo que decían.

El lacayo pez sacó de debajo del brazo una gran carta, se la entregó al otro y dijo en tono grave:

—Para la duquesa, de la reina.

—De la reina para la duquesa —, dijo el lacayo rana en el mismo tono grave. Entonces ambos se inclinaron tan bajo que sus cabezas se tocaron.

Esto hizo reír tanto a Alicia que tuvo que volver corriendo al bosque por miedo a que la oyeran, y la siguiente vez que se asomó, el lacayo pez ya no estaba, y el otro estaba sentado en el suelo cerca de la puerta, mirando al cielo.

Alicia se acercó a la puerta y llamó.

—Es inútil que llames —dijo el lacayo—, estoy del mismo lado de la puerta que tú, y hay tanto ruido en la habitación que nadie podría oírte. 

Había, en efecto, mucho ruido en la casa; aullidos y estornudos, y de vez en cuando un gran estruendo, como si se hubiera roto en pedazos un plato o una olla.

—Entonces, por favor —dijo Alicia—, ¿cómo voy a entrar?

—Podría tener algún sentido que llamaras —continuó el lacayo—, si no estuviéramos del mismo lado de la puerta. Si estuvieras en la habitación, podrías llamar y yo podría dejarte salir, sabes. 

Miraba al cielo todo el tiempo que hablaba, lo que a Alicia le pareció bastante grosero.

“Quizás no puede evitarlo”, pensó Alicia , “sus ojos están muy cerca de la parte superior de su cabeza. Aun así, podría responderme lo que le pregunté; ¿cómo voy a entrar?”.

—Me sentaré aquí hasta mañana —dijo el lacayo.

En ese momento, la puerta de la casa se abrió de golpe y un gran plato salió volando y rozó su cabeza; le rozó la nariz y se rompió en uno de los árboles que había cerca.

—O al día siguiente, quizás —continuó diciendo en el mismo tono como si no hubiera visto el plato.

—¿Cómo voy a entrar? —preguntó Alicia tan fuerte como pudo.

—¿Vas a entrar? —dijo—. Eso es lo primero, ya sabes.

Lo era, sin duda; pero a Alicia no le gustaba que se lo dijeran.

El lacayo pensó que era un buen momento para decir nuevamente:

—Me sentaré aquí de vez en cuando, durante días y días.

—Pero, ¿qué voy a hacer? —dijo Alicia.

—Haz lo que quieras —respondió.

—Es inútil tratar de hablar con él —dijo Alicia—; no tiene ningún sentido.

Y abrió la puerta y entró.

La puerta daba a una gran habitación completamente llena de humo: la duquesa estaba sentada en un taburete y sostenía un niño en brazos; los cocineros estaban de pie cerca del fuego y removían una gran olla que parecía llena de sopa.

—¡Hay demasiada pimienta en esa sopa! —se dijo Alicia a sí misma como pudo a punto de estornudar. Había demasiada en el aire, pues la duquesa estornudaba de vez en cuando; y en cuanto al niño, estornudaba y aullaba todo el tiempo.

Un gran gato estaba sentado en la chimenea con una sonrisa de oreja a oreja.

—Por favor, ¿podría decirme —dijo Alicia, no muy segura de que fuera correcto que ella hablara primero—, por qué su gato sonríe así?

—Es un gato Cheshire —dijo la duquesa—, es por eso. ¡Cerdo!

Dijo la última palabra tan fuerte que Alicia se sobresaltó; pero pronto vio que la duquesa le hablaba al niño y no a ella, así que prosiguió:

—No sabía que los gatos Cheshire sonreían; de hecho, no sabía que los gatos pudieran sonreír.

—Todos pueden —dijo la duquesa—, y la mayoría lo hacen.

—No conozco a ninguno que lo haga —dijo Alicia, contenta de tener a alguien con quien hablar.

—No sabes mucho —dijo la duquesa—¸ y eso es un hecho.

A Alicia no le gustó nada el tono en que lo dijo, y pensó que sería mejor hablar de otra cosa. Mientras trataba de pensar qué decir, la cocinera cogió la olla del fuego y se puso a lanzar cosas a la duquesa y el niño; primero las pinzas, luego ollas, sartenes, platos y tazas que volaban por los aires. La duquesa parecía no verlos, ni siquiera cuando la golpeaban; y el niño había aullado tan fuerte todo el tiempo, que no se podía saber si los golpes le hacían daño o no.

—¡Oh, por favor, ten cuidado con lo que haces! —gritó Alicia, mientras saltaba de un lado a otro con gran temor, por si la golpeaban.

—Cállate —dijo la duquesa; luego empezó una especie de canción para el niño, dándole una fuerte sacudida al final de cada verso.

Al final de la canción arrojó el niño a Alicia y le dijo:

—Toma, puedes cuidarlo un poco si quieres; debo ir a prepararme para jugar croquet con la reina.

Y salió de la habitación a toda prisa. La cocinera le tiró una sartén cuando se marchaba, pero no llegó a alcanzarla.

Alicia cogió al niño, que sacudía brazos y piernas por todos lados. “Como una estrella de mar”, pensó Alicia. El pobrecillo resopló como una locomotora cuando lo cogió, y dio sacudía tanto que al principio no pudo hacer más que sujetarlo.

En cuanto descubrió la manera correcta de tenerlo (que consistía en hacerle una especie de nudo, y luego sujetarle con fuerza la oreja derecha y el pie izquierdo), lo sacó al aire libre.

—Si no me llevo este niño conmigo —pensó Alicia—, seguramente lo matarán en uno o dos días; ¿no sería un error dejarlo aquí?

Dijo las últimas palabras en voz alta, y el niño gruñó (ya había dejado de estornudar). 

—No gruñas —dijo Alicia—, esa no es en absoluto la forma correcta de hacerlo.

El niño gruñó otra vez y Alicia lo miró a la cara para ver qué le pasaba. No cabía duda que tenía la nariz respingada, mucho más parecida a un hocico que a la nariz de un niño. También sus ojos eran bastante pequeños; de hecho, no le gustó nada su aspecto.

—Tal vez no fue un gruñido, sino un sollozo —y miró para ver si tenía lágrimas en los ojos.

No, no había lágrimas.

—Si vas a convertirte en un cerdo, querido —dijo Alicia—, no tengo nada más que ver contigo. Cuidado. 

El pobre sollozó una vez más (o gruñó, Alicia no pudo decidir por uno).

—Ahora, ¿qué voy a hacer con esta cosa cuando la lleve a casa? —pensó Alicia. En ese momento gruñó tan fuerte que ella bajó la mirada hacia su cara con algo de miedo. Esta vez no había duda: ¡era un cerdo!

Así que lo dejó en el suelo y se alegró al verlo alejarse trotando hacia el bosque.

Cuando se volvió para seguir caminando, vio al gato Cheshire en la rama de un árbol a uno metros de distancia. El gato sonrió al ver a Alicia. Parecía un buen gato, pensó Alicia; sin embargo, tenía garras largas y dientes grandes, por lo que pensó que debía ser amable con él.

—Gato —dijo Alicia—, ¿podrías decirme que camino debo tomar desde aquí?

—Eso depende mucho de a dónde quieres ir —dijo el gato.

—No me importa mucho a dónde… —dijo Alicia.

—Entonces no tiene por qué importarte por dónde camines —dijo el gato.

—Con tal de llegar a alguna parte —agregó Alicia.

—Oh, seguro que lo harás si no te detienes —dijo el gato.

Alicia sabía que eso era cierto, así que preguntó:

—¿Qué clase de gente vive cerca de aquí?

—Por ahí —dijo el gato agitando su pata derecha—, vive un sombrerero; y en esa dirección —agitando la pata izquierda—, vive una liebre de marzo. Ve a ver al que más te guste; los dos están locos.

—Pero no quiero ir donde viven los locos —dijo Alicia.

—Oh, no puedes evitarlo —dijo el gato—, estamos todos locos aquí. Yo estoy loco. Tú estás loca.

—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Alicia.

—Debes estarlo —dijo el gato—, o no habrías venido aquí.

Alicia no creyó que eso lo probara en absoluto, pero continuó:

—¿Y cómo sabes que tú estás loco?

—Primero —dijo el gato—, un perro no está loco. ¿Lo reconoces?

—Si.

—Pues bien —siguió le gato—, ya sabes que un perro gruñe cuando está enfadado, y mueve la cola cuando está contento. Yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy enojado. Como ves, estoy enfadado.

—Yo digo que el gato ronronea; no lo llamo gruñido —dijo Alicia.

—Llámalo como quieras —dijo el gato—. ¿Hoy juegas al croquet con la reina?

—Me gustaría, pero aún no me lo han pedido —dijo Alicia.

—Ya me verás allí —dijo el gato, y se perdió de vista.

A Alicia no le pareció tan extraño, pues ya estaba acostumbrada a las cosas extrañas. Mientras seguía mirando al lugar donde había estado, el gato regresó de golpe.

 —Por cierto, ¿qué fue del niño? —preguntó

—Se convirtió en un cerdo —dijo Alicia.

—Ya me lo maginaba —dijo el gato, y una vez más, se perdió de vista.

Alicia esperó un rato a ver si volvía, y siguió caminando por donde se decía que vivía la liebre de marzo. 

—Ya he visto sombrereros —se dijo—, así que iré a ver a la liebre de marzo. 

Al decir esto, miró hacia arriba y vio al gato sentado en la rama de un árbol.

—¿Dijiste cerdo o lerdo? —preguntó el gato.

—Dije cerdo; y me gustaría que no fueras y vinieras, todo a la vez, como lo haces; provocas bastante vértigo.

—Muy bien —dijo el gato; y esta vez se desvaneció de tal manera que su cola se fue primero, y lo último que vio Alicia fue la sonrisa que permaneció algún tiempo después de que el resto se hubiera ido.

—Bueno, he visto un gato sin sonrisa —pensó Alicia— ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es lo más extraño que he visto en toda mi vida!

Pronto divisó la casa de la liebre de marzo; pensó que debía ser el lugar correcto, ya que las chimeneas tenían forma de orejas, y el tejado estaba cubierto de pelo. Era una casa tan grande que no quiso acercarse demasiado siendo tan pequeña; así que comió un pequeño trozo de la seta de su mano izquierda, y creció sesenta centímetros. Entonces se acercó a la casa, aunque con cierto temor de que estuviera loca, como había dicho el gato.


Capítulo 7: Una loca fiesta de té

Había una mesa puesta a la sombra de los árboles frente a la casa, y la liebre de marzo y el sombrerero estaban tomando el té; un lirón estaba sentado entre ellos, pero parecía haberse dormido. La mesa era larga, pero los tres estaban amontonados en una esquina.

—¡No hay sitio, no hay sitio! —gritaron en cuanto vieron a Alicia.

—Hay sitio de sobra —dijo Alicia, y se sentó en un gran sillón en un extremo de la mesa.

—Toma un poco de vino —dijo la liebre de marzo en tono amable.

Alicia miró alrededor de la mesa, pero sólo había té.

—No veo el vino —dijo.

—No hay —dijo la liebre de marzo.

—Entonces no has sido cortés al ofrecerme vino —dijo Alicia.

—No fue educado de tu parte tomar asiento cuando nadie te había pedido que lo hagas —dijo la liebre de marzo.

—No sabía que era tu mesa —dijo Alicia—; está puesta para más de tres.

—quieres que te corte el pelo —dijo el sombrerero. Había mirado fijo a Alicia durante algún tiempo, y éstas fueron sus primeras palabras.

—Deberías aprender a no hablarle así a un invitado —dijo Alicia—, es de muy mala educación.

El sombrerero abrió mucho los ojos ante esto; pero todo lo que dijo fue:

—¿Por qué un cuervo es como un escritorio?

—Vaya, ahora nos divertiremos —pensó Alicia—. Creo poder adivinar eso —agregó en voz alta.

—¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la respuesta? —preguntó la liebre de marzo.

—Si —respondió Alicia.

—Entonces deberías decir lo que piensas —continuó la liebre de marzo.

—Si —dijo Alicia—; al menos pienso lo que digo, que es lo mismo, ¿sabes?

—¡No es ni un poco lo mismo! —dijo el sombrerero—. Porque no es lo mismo decir ‘veo lo que como’ que ‘como lo que veo’.

—También se podría decir —agregó la liebre de marzo—, que decir ‘me gusta lo que recibo’ entonces es lo mismo que ‘recibo lo que me gusta’.

—Es lo mismo que decir —agregó el lirón, que parecía hablar en sueños—, que ‘respiro cuando duermo’ es lo mismo que ‘duermo cuando respiro’.

—Para ti es lo mismo —dijo el sombrerero.

Nadie habló durante algún tiempo, mientras Alicia trataba de pensar en todo lo que sabía de cuervos y escritorios, que no era mucho.

El sombrerero fue el primero en hablar:

—¿Qué día del mes es? —dijo, volviéndose hacia Alicia. Tenía el reloj en la mano, lo miraba y lo agitaba de vez en cuando mientras se lo llevaba a la oreja.

Alicia pensó un rato y dijo:

—El cuatro.

—¡Dos días equivocada! —suspiró el sombrerero—. Te dije que la mantequilla no le sentaría bien a este reloj —añadió con el ceño fruncido mientras miraba a la liebre de marzo.

—Era la mejor mantequilla —dijo la liebre de marzo.

—Si, pero debieron entrar algunas migajas —gruñó el sombrerero—. No debiste meterla con el cuchillo de cortar pan.

La liebre de marzo tomó el reloj y lo miró; luego lo mojó en su taza de té y lo miró de vuelta; pero lo único que se le ocurrió decir fue:

—Era la mejor mantequilla, lo sabes.

—¡Que reloj más extraño! —dijo Alicia—. ¡Dice el día del mes y no dice qué hora es!

—¿Por qué debería? —gruñó el sombrerero.

—¿Tu reloj dice qué año es? 

—Por supuesto que no —dijo Alicia—, pero no hay necesidad de que lo haga, ya que el mismo año permanece mucho tiempo.

—Que es justo el caso del mío —dijo el sombrerero; lo que a Alicia le pareció que no tenía ningún sentido.

—No sé muy bien a qué te refieres —dijo.

—El lirón se ha dormido una vez más —dijo el sombrerero, y le sirvió un poco de té caliente en la punta de la nariz.

El lirón sacudió la cabeza y, con los ojos aún cerrados, dijo:

—Por supuesto, por supuesto; justo lo que yo quería decir.

—¿Ya has adivinado el acertijo? —preguntó el sombrerero, volviéndose a Alicia.

—No, me rindo —dijo—. ¿Cuál es la respuesta?

—No lo sé en absoluto —dijo el sombrerero.

—Yo tampoco —dijo la liebre de marzo.

Alicia suspiró.

—Creo que podrías hacer algo mejor con el tiempo que desperdiciarlo planteando acertijos que no tienen respuestas.

—Si conocieras el tiempo tan bien como yo, no dirías “desperdiciarlo”. Es él.

—No sé a qué te refieres —dijo Alicia.

—¡Claro que no lo sabes! —dijo el sombrerero moviendo la cabeza—. Me atrevería a decir que ni siquiera has hablado con el tiempo.

—Tal vez no —dijo—, pero sé que tengo que golpear para marcar el tiempo cuando aprendo a cantar.

—¡Oh, eso es! —dijo el sombrerero—. No soportará los golpes. Ahora, si te mantuvieras en buenos términos con él, él haría lo que quisieras con el reloj. Digamos que son las nueve, hora de ir a la escuela; sólo tienes que darle una pista a la hora, ¡y el reloj da vueltas! La una y media, hora de comer.

—Ojalá fuera así —se dijo la liebre de marzo.

—Eso sería estupendo, estoy segura —dijo Alicia—; pero entonces no tendría hambre.

—No al principio, quizás, pero podrías mantenerlo a la una y media todo el tiempo que quisieras —dijo el sombrerero.

—¿Así es como lo haces? —preguntó Alicia.

El sombrerero sacudió la cabeza y suspiró:

—Yo no —dijo—. El tiempo y yo nos peleamos el último marzo. Fue en el gran concierto de la reina de corazones, y tuve que cantar:

“Ballenita, ¿dónde estás?

Quisiera verte nadar”

—¿Quizás conoces la canción?

—He oído algo parecido —dijo Alicia.

—Continúa así: —dijo el sombrerero.

“En el cielo sobre el mar,

Un tomate de verdad.

Ballenita…”

Aquí el lirón se sacudía y cantaba dormido:

—Ballenita, ballenita…

Y siguió tanto tiempo que tuvieron que pellizcarlo para que parara.

—Bueno, mientras cantaba el primer verso —continuó el sombrerero—, la reina gritó: ‘¡Miren como mata el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!’. Y desde entonces no hace nada de lo que le pido. Ahora siempre son las seis.

Un pensamiento brillante vino a la cabeza de Alicia.

—¿Por eso se ponen tantas cosas de té aquí? —preguntó.

—Si, por eso —dijo el sombrerero son un suspiro—, siempre es la hora del té, y no tenemos tiempo de lavar las cosas.

—Entonces siguen dando vueltas, supongo —dijo Alicia.

—Así es —dijo el sombrerero—; a medida que las cosas se van gastando.

—Pero cuando llegan al lugar donde empezaron, ¿qué hacen entonces? —se atrevió a preguntar Alicia.

—Estoy cansado de esto —bostezó la liebre de marzo—. Voto por que nos cuentes un cuento.

—Me temo que no sé ninguno —dijo Alicia.

—Quiero una taza limpia —dijo el sombrerero.

El sombrerero avanzó mientras hablaba, y el lirón ocupó su lugar; la liebre de marzo ocupó el lugar del lirón y Alicia, no muy contenta, tomó el lugar de la liebre de marzo. El sombrerero fue el único que sacó provecho del cambio; y Alicia quedó mucho peor, porque la liebre de marzo había volcado la leche en el plato.

—Ahora, tu historia —le dijo la liebre de marzo a Alicia.

—Estoy segura de que no sé —comenzó Alicia—, no creo…

—Entonces no deberías hablar —dijo el sombrerero.

Esto era más de lo que Alicia podía soportar; así que se levantó y se marchó, y aunque miró hacia atrás una o dos veces, y medio esperaba que la llamaran, no parecían saber que se había ido. La última vez que los vio, estaban intentando meter al pobre lirón en la tetera.

—Bueno, no volveré allí —dijo Alicia mientras se abría paso a través del bosque—. Es el salón de té más aburrido en el que he estado en toda mi vida.

Mientras Alicia decía esto, vio que uno de los árboles tenía una puerta que daba directamente a su interior.

—¡Que extraño! —pensó—; pero hoy no he visto nada que no sea extraño. Creo que será mejor que entre.

Y entró.

Una vez más se encontró en un largo vestíbulo, cerca del pequeño mostrador de cristal. Tomó la llavecita y abrió la puerta que daba al jardín. A continuación, se puso manos a la obra para comer algunas de las setas que aún llevaba consigo. Cuando medía unos treinta centímetros, atravesó la puerta y recorrió el pequeño vestíbulo; entonces se encontró, por fin, en el hermoso jardín donde había visto las brillantes flores y las frescas fuentes.


Capítulo 8: El campo de croquet de la reina

Cerca de la puerta del jardín había un gran rosal. Sus flores eran blancas, pero tres hombres que parecían tener mucha prisa las estaban pintando de rojo. Alicia, extrañada, se acercó a verlos. Justo cuando se acercaba a ellos, oyó que uno de ellos decía:

—¡Cuidado, Cinco! No me salpiques pintura así.

—No pude evitarlo —dijo Cinco—, Seis me golpeó el brazo.

A lo que Seis levantó la vista y dijo:

—¡Eso es, Cinco! No dejes de echarle la culpa a alguien más.

—No hace falta que hables —dijo Cinco—. He oído a la reina decir que te corten la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó el que habló primero.

—¿Qué te importa, Dos? —dijo Seis.

—Es mucho para él, se lo dije —dijo Cinco—. Le trajo al cocinero raíces de tulipán en vez de cebollas.

Seis tiró la brocha y dijo:

—Bueno, de todas las maldades… 

Justo en ese momento sus ojos se posaron en Alicia, que los observaba de pie, y se contuvo de inmediato; Cinco y Dos también miraron a su alrededor, y todos se inclinaron.

—¿Podrían decirme, por favor —dijo Alicia—, porqué pintan esas rosas?

Cinco y Seis no hablaron, pero miraron a Dos, que dijo en voz baja:

—El caso es que, como ve, señorita, este de aquí debería haber sido un rosal rojo, y por error se puso uno blanco, y si la reina se enterara, nos cortarán la cabeza a todos, ¿sabes? Así que ya ve, señorita, estamos trabajando duro para pintarlo, para que ella no… 

En ese momento Cinco, que llevaba un rato vigilando la puerta, gritó:

—¡La reina, la reina! — y los tres hombres se echaron de cabeza. Alicia oyó el ruido de los pies y miró a su alrededor, contenta de por fin ver a la reina.

Primero vinieron diez soldados con palos; todos tenían la forma de los tres hombres del rosal, largos y planos como naipes, con las manos y pies en las esquinas; luego vinieron diez hombres adornados con diamantes y caminaban de a dos, como los soldados. Después vinieron los diez hijos del rey y la reina; vinieron de dos en dos, de la mano, saltando y brincando. Iban adornados con corazones.

A continuación, llegaron los invitados, la mayoría de los cuales eran reinas y reyes. Alicia vio al conejo blanco con ellos. No parecía a gusto, aunque sonreía a todo lo que se decía. No vio a Alicia al pasar. Luego llegó la sota de corazones con la corona del rey en un cojín de terciopelo rojo; y por último llegaron el rey y la reina de corazones.

Al principio Alicia pensó que lo correcto sería tumbarse de cabeza como los tres hombres del rosal, pero, ¿de qué serviría un espectáculo tan bonito si todos tuvieran que tumbarse para que no pudieran ser vistos? Así que se quedó dónde estaba y esperó.

Cuando llegaron donde estaba ella, todos se detuvieron y la miraron, y la reina dijo con voz severa:

—¿Quién es? —le preguntó a la sota de corazones, que se inclinó y sonrió, pero no habló.

—¡Tonto! —dijo la reina sacudiendo la cabeza; luego se volvió hacia Alicia y le preguntó —¿Cómo te llamas, niña?

—Mi nombre es Alicia, su majestad —dijo Alicia, pensando: “Vaya, son una simple baraja de cartas. No debo temerles”.

—¿Y éstos quiénes son? —preguntó la reina, apuntando a los tres hombres que aún yacían junto al rosal; porque, como todos estaban tumbados de cabeza y de espaldas igual que el resto, no podía saber quiénes eran.

—¿Cómo voy a saberlo? —dijo Alicia, y pensó que era extraño que le hablara así una reina.

La reina se puso roja de rabia, la miró un momento como una fiera y luego gritó:

—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le…!

—¡Tonterías! —dijo Alicia con voz fuerte y firme, y la reina no dijo nada más.

El rey puso su mano en el brazo de la reina y dijo:

—Piensa, querida, que no es más que una niña.

La reina se apartó de él con el ceño fruncido y le dijo a la sota:

—¡Dales la vuelta!

La sota así lo hizo, con un pie.

—¡Levántense! —dijo la reina con voz estridente, y los tres hombres se levantaron de un salto y se inclinaron ante el rey, la reina y toda la multitud.

—¡Deja eso! Me das vértigo —gritó la reina—. Luego se volvió hacia el rosal y preguntó—: ¿Qué estuvieron haciendo aquí?

—Si le place a su majestad —dijo Dos, y se arrodilló mientras hablaba—, estábamos intentando… 

—Ya veo —dijo la reina, que entretanto había visto que algunas de las rosas estaban pintadas de rojo y otras seguían siendo blancas.

—¡Que les corten la cabeza! —y la multitud siguió adelante, mientras tres de los soldados se quedaron para cortar las cabezas de los pobres hombres, que corrieron hacia Alicia en busca de ayuda.

—No les harán daño —dijo, mientras los escondía en una gran maceta que había cerca. Los tres soldados caminaron a su alrededor, los buscaron un rato y se marcharon.

—¿Les cortaron la cabeza? —gritó la reina.

—Sus cabezas ya no están, si le place a su majestad —respondieron los soldados.

—¡Así es! —gritó la reina—. ¿Sabes jugar al croquet? —preguntó a Alicia.

—Si —respondió Alicia.

—¡Vamos entonces! —rugió la reina, y Alicia siguió con ellos.

—Es… es un día estupendo —dijo una voz débil a su lado. Era el conejo blanco que asomó su cabeza.

—Si —dijo Alicia—. ¿Dónde está la duquesa?

—¡Silencio! ¡Chist! —dijo el conejo en voz baja. Miró hacia atrás mientras hablaba, luego se puso de puntillas, acercó la boca a su oreja y susurró—: Le van a cortar la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó Alicia.

—¿Dijiste ‘qué lástima’? —preguntó el conejo.

—No, no lo hice —dijo Alicia—, no me parece en absoluto una lástima. He dicho ‘¿por qué?’

—Les pegó a las orejas de la reina —empezó el conejo. Alicia dio un gritito de alegría.

—¡Oh, silencio! —susurró el conejo muy asustado—. ¡La reina te va a oír! Verás, llegó tarde, y la reina dijo…

—¡Cada uno a su lugar! —gritó fuerte la reina, y la gente corrió de un lado a otro a toda prisa; y pronto cada uno encontró su sitio y el juego comenzó.

Alicia pensó que nunca había visto un campo de croquet tan extraño en toda su vida: todo eran crestas; las bolas eran erizos vivos; los mazos eran pájaros vivos, y los soldados se agachaban y se apoyaban en las manos para hacer los arcos.

Al principio, a Alicia le resultaba difícil utilizar un pájaro vivo como mazo. Era un pájaro grande, con el cuello y las patas largas. Se lo metía bajo del brazo con las patas hacia abajo, pero justo cuando le enderezaba el cuello y pensaba que ya podía darle un buen golpe a la pelota con la cabeza, el pájaro torcía el cuello y le lanzaba una mirada tan rara que no podía evitar reírse; y para el momento en que le bajaba la cabeza devuelta, el erizo ya se había escapado. Además, siempre había una cresta o un agujero en el camino donde quería enviar su pelota; y no podía encontrar un arco en su lugar, porque los hombres se levantaban y se marchaban cuando les daba la gana. Alicia no tardó en darse cuenta de que era un juego muy difícil.

La reina no tardó en enfurecerse, y se puso a dar pisotones.

—¡Que le corten la cabeza! —gritaba a cada respiración.

Alicia se sintió muy incómoda; sin duda, hasta entonces no había tenido ocasión de sentir la ira de la reina, pero no sabía cuándo le llegaría el turno.

—Y entonces, ¿qué haré? —pensó.

Mientras miraba a su alrededor buscando alguna manera de salir sin ser vista, vio algo extraño en el aire, que al final dedujo que era sonrisa, y se dijo:

—Es el gato; ahora tendré con quién hablar.

—¿Cómo estás? —Dijo el gato en cuanto apareció toda la boca.

Alicia esperó a ver los ojos y asintió.

—No tiene sentido hablarle hasta que aparezcan sus orejas, o al menos una de ellas. 

En poco tiempo toda la cabeza quedó a la vista, entonces ella bajó el pájaro y le contó el juego contenta de tener a alguien que se complacía de escucharla.

—No creo que sean nada justos en el juego —dijo Alicia con el ceño fruncido—; y todos hablan tan alto que uno no puede ni oírse a sí mismo hablar, y no tienen reglas para jugar o, si las tienen, no les importan, y no sabes lo malo que es tener que usar cosas vivas para jugar. El arco que tengo que atravesar a continuación se ha alejado ahora mismo hasta el otro extremo del terreno; y yo debería haber golpeado al erizo de la reina, ¡pero huyó cuando vio que el mío estaba cerca!

—¿Te gusta la reina? —preguntó el gato en voz baja.

—En absoluto —dijo Alicia —, es tan…

En ese momento vio que la reina estaba detrás de ella y oyó lo que decía; así que continuó:

—…segura de ganar que no vale la pena seguir el juego.

La reina sonrió y siguió adelante.

—¿Con quién estás hablando? —dijo el rey mientras se acercaba a Alicia y miraba la cabeza del gato como si fuera algo extraño.

—Es un amigo mío, el gato Cheshire —dijo Alicia.

—No me gusta nada su aspecto —dijo el rey —; puede besarme la mano si quiere.

—No quiero —dijo el gato.

—No seas grosero; y no me mires así —dijo el rey.

—Un gato puede mirar a un rey —dijo Alicia—. Lo he leído en algún libro, pero no sabría decir dónde.

—Bueno, debe irse de aquí —dijo el rey con voz firme, y llamó a la reina, que estaba cerca —. ¡Querida! Quisiera que te ocuparas de que este gato se fuera de aquí de inmediato.

La reina sólo tenía un remedio para todos los males, grandes o pequeños.

—Que le corten la cabeza —dijo, y ni siquiera levantó la vista.

—Yo mismo iré a buscar al soldado —dijo el rey y salió corriendo.

Alicia pensó que podría volver y ver cómo iba el juego. Oyó la voz de la reina a lo lejos, que gritaba con rabia:

—¡Que le corten la cabeza! ¡Ha perdido su turno!

A Alicia no le gustó nada el panorama, pues el juego estaba tan mezclado que no podía saber cuándo le tocaba a ella; así que se fue a buscar a su erizo.

Se encontró con dos erizos en una lucha feroz, y pensó que ese era un buen momento para para golpear a uno de ellos, pero su mazo se había ido al otro lado del suelo, y lo vio con una cierta de debilidad mientras intentaba subir volando a un árbol.

Para cuando hubo atrapado el pájaro y lo trajo de vuelta, la pelea había terminado, y los dos erizos estaban fuera de vista.

—No me importa mucho —pensó Alicia—, pues de este lado del terreno no hay ni un arco. 

Así que volvió a conversar un poco más con su amigo.

Cuando llegó al lugar, encontró una gran multitud alrededor del gato. El rey, la reina y el soldado, que había venido con un hacha para cortar la cabeza del gato, hablaban todos a la vez, mientras todos los demás permanecían con los labios cerrados y aspecto serio.

En cuanto vieron a Alicia, quisieron que dijera cuál de ellos tenía razón, pero como los tres hablaron a la vez, a ella le costó entender lo que decían.

El soldado dijo que no se podía cortar una cabeza a menos que haya un cuerpo del que cortarla; que él nunca había tenido que hacer tal cosa, y que no empezaría a hacerlo ahora, en ese momento de su vida.

El rey dijo que todas las cabezas podían ser cortadas, y que no había que decir tonterías.

La reina dijo que, si no se hacía algo en menos de lo que canta un gallo, habría que cortar cabezas por todas partes. (Fue esta última amenaza la que había hecho que toda la multitud mirara con tanta seriedad a Alicia cuando se acercó).

A Alicia no se le ocurrió otra cosa que decir:

—Pregúntenle a la duquesa, es su gato.

—Tráela aquí —le dijo la reina al soldado, y éste partió como una flecha.

La cabeza del gato comenzó a desvanecerse en cuanto el soldado se fue, y para cuando regresó con la duquesa, ya no se veía en absoluto; así que, el rey y el hombre corrieron arriba y abajo buscándolo, mientras el resto volvía a la partida.


Capítulo 9: Una falsa tortuga

—¡No te imaginas cuánto me alegro de volver a verte aquí, querida! —dijo la duquesa mientras tomaba el brazo de Alicia, y se marcharon caminando una junto a la otra. Alicia estaba contenta de verla de tan buen humor, y pensó que la duquesa no sería tan mala como parecía cuando se conocieron.

Entonces Alicia se sumergió en una larga reflexión sobre lo que haría si fuera duquesa. Perdió de vista a la duquesa, que estaba a su lado, y se sobresaltó al oír su voz cerca de su oído.

—Tienes algo en la cabeza, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo decirte ahora cuál es la moraleja, pero pensaré en ello dentro de un rato.

—¿Estás segura que tiene una? —preguntó Alicia.

—¡Tut, tut, niña! —dijo la duquesa—; todas las cosas tienen una moraleja si puedes encontrarla —y, mientras hablaba, se acercó a Alicia. A Alicia no le gustaba mucho que la duquesa se mantuviera tan cerca, pero no le gustaba ser grosera, así que lo soportó lo mejor que pudo.

—El juego no es tan malo ahora —dijo Alicia, pensando que debía llenar el tiempo hablando de algo.

—Así es —dijo la duquesa—, y la moraleja es “Oh, es el amor, es el amor lo que hace girar al mundo”. 

—Alguien dijo que cada uno se ocupa de lo suyo —dijo Alicia.

—¡Ah, bueno! Significa más o menos lo mismo —dijo la duquesa; luego agregó—, y la moraleja de eso es “Cuida el sentido y los sonidos se cuidarán solos”.

—Cómo le gusta encontrar moralejas en las cosas —dijo Alicia.

—¿Por qué no hablas más y no piensas tanto? —preguntó la duquesa.

—Tengo derecho a pensar —dijo Alicia en tono cortante, pues estaba cansada y fastidiada.

—Tanto derecho —dijo la duquesa—, como los cerdos a volar; y la mor… — Pero aquí la voz de la duquesa se apagó en medio de su palabra favorita, moral, y Alicia sintió que el brazo que estaba enlazado al suyo temblaba como de miedo. Alicia levantó la vista y allí estaba la reina, frente a ellas, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—¡Buen día, su majestad! —comenzó la duquesa con voz débil.

—Ahora, te advierto a tiempo —gritó la reina, dando un pisotón al suelo mientras hablaba —, ¡o tú o tu cabeza deben ser cortadas, y eso en un abrir y cerrar de ojos! ¡Elige!

La duquesa tomó su decisión y desapareció en un momento.

—Sigamos con el juego —le dijo la reina a Alicia; y Alicia estaba demasiado asustada para hablar, pero fue con ella de vuelta al campo de croquet.

Todos los invitados se habían sentado en la sombra para descansar mientras la reina estaba fuera, pero en cuanto la vieron se apresuraron en volver al juego, mientras la reina decía que, si no estaban en sus sitios de inmediato, les costaría la vida. Durante todo el tiempo que duró el juego, la reina siguió gritando:

—¡Que le corten la cabeza a él! O ¡Que le corten la cabeza a ella! —de modo que al cabo de media hora ya no quedaba nadie en los campos más que el rey, la reina y Alicia.

Entonces la reina lo dejó, casi sin aliento, y dijo a Alicia:

—¿Ya has visto al falso tortugo?

—No —dijo Alicia—, no sé qué es un falso tortugo.

—Es una cosa con la que se hace sopa de falso tortugo —dijo la reina.

—Nunca he visto ni oído hablar de uno —dijo Alicia.

—Vamos pues, y él te contará su historia —dijo la reina.

Mientras se alejaban caminando, Alicia oyó que el rey, en voz baja, decía a todos los que habían sido condenados a muerte por la reina:

—Son libres, pueden irse.

—Bueno, eso está muy bien —pensó Alicia, pues se sentía muy triste porque a todos aquellos hombres les cortarían la cabeza.

Pronto llegaron donde un grifo dormía profundamente al sol (si no sabes cómo es, mira el dibujo). 

—¡Levántate, torpe! —dijo la reina—, y llévate a esta jovencita a ver al falso tortugo. Yo debo volver ahora.

Y la reina se alejó, dejando a Alicia con el grifo. A Alicia no le agradó en absoluto su aspecto, pero pensó que estaría tan segura con él que como con la reina; así que esperó.

El grifo se incorporó y se frotó los ojos; luego observó a la reina hasta que se perdió de vista; entonces se echó a reír.

—¡Qué divertido! —dijo, mitad para sí mismo, mitad para Alicia.

—¿Qué es lo divertido? —preguntó.

—Vaya, ella —dijo—. Es todo un capricho de ella; nunca cortan esas cabezas. Vamos.

Pronto vieron al falso tortugo sentado triste y solitario en la saliente de una roca, y cuando se acercaron, Alicia pudo oírlo suspirar, como si su corazón se fuera a romper.

—¿Por qué está tan triste? —preguntó Alicia.

—Es todo un capricho suyo —dijo el grifo—; no tiene ninguna pena, ¿sabes? ¡Vamos!

Entonces se acercaron al falso tortugo, que los miró con los ojos enormes llenos de lágrimas, pero no habló.

—Esta jovencita —dijo el grifo—, quiere saber sobre tu vida pasada.

—Yo se lo contaré —dijo el falso tortugo en tono profundo y triste—. Siéntense los dos y no digan una palabra hasta que termine.

Entonces se sentaron y nadie habló por un rato.

—Una vez —dijo por fin el falso tortugo con un profundo suspiro—, fui una tortuga de verdad. Cuando éramos jóvenes fuimos a la escuela en el mar. Nos enseñaba una vieja tortuga de tierra, a la que llamábamos Tortuga de mar.

—¿Por qué la llamaban Tortuga de mar, si no lo era? —preguntó Alicia.

—Nos enseñó, por eso —dijo el falso tortugo— ¡eres bastante tonta si no sabes eso!

—Qué vergüenza que preguntes una cosa tan simple —agregó el grifo; entonces ambos se sentaron y miraron a la pobre Alicia, que sentía como si fuera a hundirse en la tierra.

Por fin, el grifo dijo al falso tortugo:

—¡Vamos, viejo amigo! No te entretengas todo el día —y el falso tortugo continuó:

—Si, fuimos a la escuela en el mar, aunque no creas que es verdad…

—¡Yo no he dicho que no! —dijo Alicia.

—Lo has dicho —dijo el falso tortugo.

—Cállate —agregó el grifo.

La tortuga continuó:

—Nos enseñaron bien; de hecho, íbamos a la escuela todos los días.

—Yo también fui a una escuela de día —dijo Alicia—; no deberías estar tan orgulloso de eso.

—¿Te enseñaron a lavar? —preguntó el falso tortugo. 

—Por supuesto que no —respondió Alicia.

—¡Ah! Entonces la tuya no era una buena escuela —dijo el falso tortugo—. En la nuestra ponían al final de la factura: “francés, música y lavado – extra”.

—En el mar no se necesitaba mucho eso —dijo Alicia.

—Yo no lo aprendí —dijo el falso tortugo con un suspiro—. Sólo hice el primer curso.

—¿Cuál era? —preguntó Alicia.

—Arrastrarse y retorcerse, por supuesto, al principio —dijo el falso tortugo—. Una vieja anguila solía venir una vez a la semana. Nos enseñó a arrastrarnos, a estirarnos y a retorcernos en espirales.

—¿Cómo era eso? —preguntó Alicia.

—Bueno, no puedo mostrarte yo mismo —dijo—, estoy demasiado tieso. Y el grifo no lo aprendió.

—¿Cuántas horas al día hacías clases? —preguntó Alicia.

—Diez horas el primer día —dijo el falso tortugo—, nueve al siguiente, y así sucesivamente.

—¡Que plan tan extraño! —dijo Alicia.

—Por eso se llaman lecciones —dijo el grifo—, disminuyen de día en día.

Esto era algo tan nuevo para Alicia que se quedó sentada un buen rato sin hablar. 

—Entonces habrá un día en el que no tendrás escuela —dijo.

—Claro que sí —dijo la falsa tortuga.

—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Alicia.

—Estoy cansado de esto —dijo el grifo—. Ahora cuéntale los juegos que solíamos jugar.


Capítulo 10: El baile de la langosta

El falso tortugo suspiró, miró a Alicia e intentó hablar, pero durante uno o dos minutos los sollozos le ahogaron la voz. 

—Lo mismo que si tuviera un hueso en la garganta —dijo el grifo, y puso manos a la obra para sacudirlo y darle puñetazos en la espalda. Por fin, el falso tortugo recobró la voz, y con lágrimas cayendo por sus mejillas, continuó:

—Puede que no hayas vivido mucho en el mar.

—No lo he hecho —dijo Alicia.

—¡Así que no puedes saber lo bonito que es un baile de la langosta!

—No —dijo Alicia—, ¿qué clase de danza es?

—Pues —dijo el grifo—, primero se forma una fila en la orilla de mar.

—¡Dos filas! —gritó el falso tortugo—. Focas, tortugas y demás; luego cuando se han quitado del camino todos los pececitos…

—Eso lleva su tiempo —añadió el grifo.

—Te mueves al frente dos veces…

—¡Cada uno con una langosta a su lado! —gritó el grifo.

—Por supuesto —dijo la falsa tortuga—; te mueves al frente dos veces…

—Cambias y vuelves por el mismo camino —dijo el grifo.

—Entonces —continuó el falso tortugo—, lanzas las…

—¡Las langostas! —gritó el grifo, dando un salto en el aire.

—Tan lejos en el mar como puedas…

—Nadas hacia ellas —gritó el grifo.

—¡Gira los talones sobre la cabeza en el mar! —gritó el falso tortugo.

—¡Cambias otra vez! —gritó el grifo con todas sus fuerzas.

—Luego de vuelta a tierra; y esa es toda la primera parte —dijo el falso tortugo.

Tanto el grifo como el falso tortugo habían saltado como locos todo ese tiempo. Ahora se sentaron muy tristes y quietos, y miraron a Alicia.

—Debe ser un baile muy bonito —dijo Alicia.

—¿Te gustaría ver un poco? —preguntó el falso tortugo.

—Oh, sí —dijo.

—¡Venga, probemos la primera parte! —dijo el falso tortugo al grifo—. Podemos hacerlo sin langostas, ya sabes. ¿Quién cantará?

—Oh, canta tú —dijo el grifo—. Yo no sé la letra.

Entonces bailaron alrededor de Alicia, pisándole de vez en cuando los dedos de los pies cuando pasaban muy cerca. Agitaban las patas delanteras para marcar el tiempo, mientras el falso tortugo cantaba una extraña canción, en la que cada verso terminaba con estas palabras:

“¿Quieres, no quieres, quieres, no quieres, quieres unirte al baile?                                             
¿Quieres, no quieres, quieres, no quieres, no quieres unirte al baile?”.

—Gracias, es un baile bonito de ver —dijo Alicia, contenta de que finalmente hubiera terminado.

—Ahora —dijo el grifo—, cuéntanos lo que has visto y hecho en tu vida.

—Podría contarles las cosas extrañas que he visto hoy —dijo Alicia, dudando de que quisieran oírla.

—Muy bien, adelante —gritaron ambos.

Así que Alicia les contó lo que había pasado aquel día, desde que vio por primera vez al conejo blanco. Se acercaron a ella, uno de cada lado, y se quedaron quietos hasta que llegó a la parte en que intentaba decir un poema y las palabras le salían mal. Entonces, el falso tortugo dio un largo suspiro y dijo:

—¡Eso es muy extraño!

—Todo es tan extraño como puede ser —dijo el grifo.

—¡Todo ha salido mal! —dijo el falso tortugo, mientras parecía estar inmersa en profundos pensamientos—. Me gustaría oírla intentar decir algo ahora. Dile que empiece. 

Miró al grifo como si pensara que tenía derecho a obligar a Alicia a hacer lo que quisiera.

—Levántate y di el poema —dijo el grifo.

“¡Cómo intentan obligar a uno a hacer cosas!”, pensó Alicia. “Bien podría estar en la escuela”. 

Se levantó y trató de repetirlo, pero tenía la cabeza tan llena de la danza de la langosta, que no sabía lo que decía, y las palabras le salían todas muy extrañas.

—Así no lo decía yo cuando era niño —dijo el grifo.

—Bueno, yo nunca lo había oído —dijo el falso tortugo—, pero no tiene ningún sentido.

Alicia no habló; se sentó con las manos en la cara, y pensó: “¿Las cosas ya no volverán a ser como eran antes?”.

—Me gustaría que me dijeras qué significa —dijo el falso tortugo.

—No puede hacerlo —dijo el grifo—. Continúa con el siguiente verso.

—¿Y los dedos de los pies? —continuó el falso tortugo— ¿Cómo pudo sacarlos con la nariz?

—Continúa con el siguiente verso —dijo el grifo una vez más—; empieza: ‘Pasé por su jardín’.

Alicia pensó que debía hacer lo que le decían, aunque estaba segura que todo saldría mal, y siguió adelante.

—¿De qué sirve decir todas estas cosas —interrumpió el falso tortugo—, si no dices lo que significan a medida que avanzas? Te digo que son tonterías.

—Si, creo que es mejor que lo dejes —dijo el grifo, y Alicia se alegró mucho de hacerlo.

—¿Intentamos una vez más la danza de la langosta? —continuó el grifo —¿o quieres que el falso tortugo te cante una canción?

—Oh, una canción por favor, si el falso tortugo es tan amable —. Dijo Alicia con tanto entusiasmo que el grifo echó la cabeza hacia atrás y dijo:

—¡Hm! Bueno, cada uno a su gusto. Cántale ‘sopa de tortuga’, ¿quieres, viejo amigo?

El falso tortugo lanzó un profundo suspiro y, con la voz entrecortada por los sollozos, comenzó su canción, pero justo en ese momento se oyó a lo lejos el grito de “¡Comienza el juicio!”.

—¡Vamos! —gritó el grifo. La tomó de la mano, echó a correr y no esperó a oír la canción.

—¿Qué juicio es? —jadeaba Alicia mientras corría, pero el grifo solo decía:

—¡Vamos! —y seguía corriendo tan rápido como podía.


Capítulo 11: ¿Quién robó las tartas?

Cuando Alicia y el grifo aparecieron, el rey y la reina de corazones estaban sentados en su trono con una gran multitud a su alrededor. Había todo tipo de pajaritos y bestias, así como toda la baraja. La sota estaba encadenada delante de ellos, con un soldado a cada lado para vigilarlo; y cerca del rey estaba el conejo blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de papel en la otra. En medio del patio había una mesa con un gran plato de tartas. Tenían tan buen aspecto que Alicia sintió ganas de comérselas. 

“Ojalá terminaran el juicio”, pensó, “y repartieran las tartas”.

Pero no parecía posible, así que, para pasar el rato, miró las cosas extrañas a su alrededor.

Esta era la primera vez que Alicia estaba en un tribunal de este tipo, y se alegró bastante al comprobar que conocía los nombres de la mayoría de las cosas que veía allí.

“Ese es el juez”, pensó, “lo reconozco por su gran peluca”.

El juez, por cierto, era el rey, y como llevaba la corona encima de la peluca, parecía bastante incómodo.

“Y ese es el palco del jurado”, pensó Alicia, “y supongo que esas doce cosas (tenía que decir ‘cosas’ porque algunas de ellas eran bestias y otras eran pájaros) son los miembros del jurado”. Dijo ésta última palabra dos o tres veces mientras se enorgullecía de saberla; pues tenía razón cuando pensaba que pocas niñas de su edad habrían sabido lo que significaba todo aquello.

Los doce miembros del jurado escribieron en pizarras.

—¿Qué pueden tener que escribir ahora? —preguntó Alicia al grifo en voz baja—. El juicio aún no ha comenzado.

—Están escribiendo sus nombres —dijo el grifo—, por miedo a que se les olviden.

—¡Cosas estúpidas! —dijo Alicia en voz alta, pero guardó silencio de inmediato, pues el conejo blanco gritó:

—¡Silencio en la corte! —y el rey miró a su alrededor para distinguir quién hablaba.

Alicia pudo ver muy bien que todos los miembros del jurado escribían ‘cosas estúpidas’ en sus pizarras, incluso pudo ver que uno de ellos no sabía deletrear ‘estúpidas’, y pidió al que estaba a su lado que se lo dijera.

“Menudo lío tendrán en sus pizarras cuando termine el juicio”, pensó Alicia.

Uno de los miembros del jurado tenía un lápiz que chirriaba mientras escribía. Esto, por supuesto, Alicia no podía soportarlo, así que se acercó a él y pronto encontró la oportunidad de quitárselo. Lo hizo de tal manera que el miembro del jurado (era Bill, el lagarto) no pudo ver dónde estaba, así que escribió con un dedo durante el resto del día. Por supuesto, esto no sirvió de nada, ya que no dejó ninguna marca en la pizarra.

—Lee la acusación —dijo el rey.

El conejo blanco tocó tres veces la trompeta, y luego leyó lo siguiente del papel que tenía en la mano:

—La reina de corazones hizo unas tartas
todo en un día de verano
La sota de corazones robó esas tartas
y se las llevó.

La reina de corazones hizo unas tartas
todo en un día de verano
La sota de corazones robó esas tartas
y se las llevó.

—El jurado se encargará ahora del caso —dijo el rey.

—¡Aún no, aún no! —dijo el conejo apresuradamente—. Hay otro problema más grande para resolver primero.

—Llamen al primer testigo —dijo el rey, y el conejo blanco tocó tres veces la trompeta y gritó:

—Primer testigo.

El primero en llegar fue el sombrerero. Entró con una taza de té en una mano y un trozo de pan con manteca en la otra.

—Perdón, su majestad —dijo—, pero he tenido que traer esto porque no había terminado de tomar el té cuando me llamaron.

—Deberías haber terminado —dijo el rey—¿Cuándo empezaste?

El sombrerero miró a la liebre de marzo, que acababa de entrar a la corte del brazo del lirón.

—Creo que fue el cuatro de marzo —dijo.

—El cinco —dijo la liebre de marzo.

—Seis —agregó el lirón.

—Anótenlo —le dijo el rey al jurado, y anotaron las tres fechas en sus pizarras, y luego las sumaron y cambiaron la suma a chelines y peniques.

—Quítate el sombrero —le dijo el rey al sombrerero.

—Es mío —dijo el sombrerero.

—¡Robado! —gritó el rey, mientras se volvía al jurado, que enseguida lo anotó.

—Los guardo para venderlos —agregó el sombrerero—. No tengo ninguno propio. Soy un sombrerero.

—Aquí la reina se puso los anteojos y miró fijamente al sombrerero, que se puso pálido de miedo.

—Cuenta lo que sepas de este caso —dijo el rey—; y no te pongas nervioso, o te arrancaré la cabeza en el acto.

Esto no pareció calmarlo en absoluto, se movió, saltando de un pie a otro, y miró a la reina, y en su susto, mordió un gran trozo de su taza de té en lugar del pan con mantequilla.

En ese momento, Alicia sintió un extraño estremecimiento, cuya causa no pudo comprender hasta darse cuenta que había empezado a crecer otra vez.

—Ojalá no apretaras tanto —dijo el ratón—. No tengo espacio para respirar.

—No puedo evitarlo —dijo Alicia—; estoy creciendo.

—No tienes ningún derecho de crecer aquí —dijo el ratón.

—No digas tonterías —dijo Alicia—. Sabes que tú también creces.

—Si, pero no tan rápido como para dejar sin aliento a los que se sienten a mi lado —dijo, levantándose y cruzando al otro lado del tribunal.

Durante todo este tiempo la reina no había dejado de mirar al sombrerero, y justo cuando el ratón cruzó el tribunal, dijo a uno de sus hombres:

—Tráeme la lista de quienes cantaron en el último concierto —ante lo cual el pobre sombrerero tembló tanto que se le salieron los dos zapatos.

—Cuenta lo que sepas sobre este caso —dijo el rey otra vez—, o te arrancaré la cabeza si tiemblas.

—Soy un pobre hombre, su majestad —empezó el sombrerero con voz débil—, y no he hecho más que empezar mi té, hace no más de una semana más o menos, y con lo escasos que están el pan y la mantequilla, y el titilar del té…

—¿El titilar del qué? —preguntó el rey.

—Comienza con el té —dijo el sombrerero.

—¡Por supuesto que titilar comienza con te! —dijo el rey— ¿Me tomas por tonto? Continúa.

—Soy un pobre hombre —continuó el sombrerero—, y la mayoría de las cosas titilan después de eso; pero la liebre de marzo dijo…

—No lo hice —dijo la liebre de marzo con gran apuro.

—Lo hiciste —dijo el sombrerero.

—Lo niego —dijo la liebre de marzo.

—Lo niega —dijo el rey—; omite esa parte.

—Bueno, estoy seguro de que el lirón dijo —continuó el sombrerero, con la mirada en el lirón para ver si él también lo negaba, pero estaba profundamente dormido.

—Luego corté un poco más de pan y…

—¿Pero que dijo el lirón? —pregunto un miembro del jurado.

—Eso no puedo decirlo —dijo el sombrerero.

—Debes decirlo o te arrancaré la cabeza —dijo el rey.

El desdichado sombrerero dejó caer su taza y el pan, y se arrodilló.

—Soy un pobre hombre —comenzó.

—Eres un pobre hablador —dijo el rey.

Uno de los conejillos de indias vitoreó, y uno de los hombres lo agarró, lo metió en una bolsa que ató con cuerdas, y se sentó sobre ella.

—Si eso es todo lo que sabes, puedes bajar —dijo el rey.

—Ya estoy lo más abajo que puedo —dijo el sombrerero—; estoy en el suelo.

—Entonces puedes sentarte —dijo el rey.

—Antes me gustaría terminar con mi té —dijo el sombrerero mirando a la reina, que seguía leyendo la lista que tenía en la mano.

—Puedes irte —dijo el rey, y el sombrerero abandonó la corte con tanta prisa que ni siquiera esperó a ponerse los zapatos.

—Y córtale la cabeza afuera —dijo la reina a uno de sus soldados, pero el sombrerero se perdió de vista antes de que el hombre pudiera llegar a la puerta.

—Llamen al siguiente testigo —dijo el rey.

La siguiente en llegar fue la cocinera de la duquesa, y Alicia adivinó de quién se trataba por la forma en la que la gente que estaba cerca de la puerta estornudó a la vez.

—Cuéntanos lo que sepas de este caso —dijo el rey.

—No —dijo la cocinera.

El rey miró al conejo blanco, que dijo en voz baja:

—Su majestad, debe hacer que lo cuente.

—Bueno, si debo hacerlo, debo hacerlo —dijo el rey con mirada triste. Se cruzó de brazos y miró con el ceño fruncido a la cocinera hasta que sus ojos casi se perdieron de vista, y luego preguntó con voz severa:

—¿De qué están hechas las tartas?

—Pimienta, sobre todo —dijo la cocinera.

—Azúcar —dijo una débil voz cerca de ella.

—Atrapen a ese ratón —gritó la reina—. ¡Que le corten la cabeza! ¡Sáquenlo de la corte! ¡Que le corten la cabeza!

Toda la corte corrió de aquí para allá, haciendo salir al ratón, y para cuando lo lograron, la cocinera se había marchado.

—Está bien —dijo el rey, como si lo alegrara haberse librado de ella—. Llamen al siguiente —y agregó en voz baja a la reina—. Ahora, querida, debes ocuparte del siguiente testigo; ¡me duele bastante la cabeza!

Alicia observó al conejo blanco mientras repasaba la lista. Pensó para sí:

—Quiero ver cómo será el próximo testigo, pues aún no han averiguado mucho.

Imagina, si puedes, cómo se sintió cuando el conejo blanco leyó en voz alta, con su vocecita chillona, el nombre de:

—¡Alicia!


Capítulo 12: Alicia en el estrado

—¡Aquí! —gritó Alicia, pero se olvidó lo mucho que había crecido en los últimos minutos, y saltó con tanta prisa que el borde de su falda inclinó el palco del jurado y los volcó a todos sobre las cabezas de la multitud de debajo; y allí yacían todos desparramados, lo que le hizo pensar en un globo de peces dorados que la había trastornado la semana anterior.

—¡Oh, les ruego que me disculpen! —dijo, y los levantó y los volvió a colocar en el palco lo más rápido que pudo.

—El juicio no puede continuar —dijo el rey con voz grave—, hasta que todos los hombres estén de nuevo en sus sitios —dijo enérgicamente mirando fijamente a Alicia.

Miró hacia el palco y vio que, con la prisa, había metido al lagarto de cabeza, y el pobrecito agitaba la cola en el aire, pero no podía moverse. Rápidamente lo sacó y lo puso en su sitio.

“No es que importe mucho”, pensó; “creo que para la prueba servirá tanto de un lado como del otro.

En cuanto les devolvieron sus pizarras y lápices, el jurado se puso manos a la obra para redactar el relato de su caída, todos menos el lagarto, que parecía demasiado débil para escribir, pero se quedó sentado mirando el techo del tribunal.

—¿Qué sabes de este caso? —le preguntó el rey a Alicia.

—Nada —respondió Alicia.

—¿Nada en absoluto? —preguntó el rey.

—Nada en absoluto —dijo Alicia.

—Anótenlo —dijo el rey al jurado.

El rey se sentó durante algún tiempo y escribió en su cuaderno. Luego gritó:

—¡Silencio! —y leyó de su cuaderno—; regla cuarenta y dos. Cada uno de más de una milla de altura, que abandone la corte.

Todos miraron a Alicia.

—Yo no mido más de una milla —dijo Alicia.

—Sí lo haces —dijo el rey.

—No muy lejos de dos millas de altura —agregó la reina.

—Bueno, no me iré —dijo Alicia— porque sé que es una nueva regla que acaban de inventar.

—Es la primera regla del libro —dijo el rey

—Entonces debería ser la primera regla —dijo Alicia.

El rey se puso pálido y cerró su cuaderno de inmediato.

—El jurado puede ahora tomar el caso —dijo con voz débil.

—Aún hay más, por favor, su majestad —dijo el conejo blanco mientras se levantaba de un salto—; esta cosa acaba de ser recogida.

—¿Qué contiene? —preguntó la reina.

—Todavía no lo he leído —dijo el conejo blanco— pero parece una nota de la sota de corazones para alguien.

—¿De quién es el nombre? —dijo uno de los jurados.

—No tiene nombre —dijo el conejo blanco; lo miró con más cuidado mientras hablaba, y añadió—, no es una nota en absoluto; es un conjunto de rimas.

—Por favor, su majestad —dijo la sota—, yo no la escribí, y no pueden probar que lo hice; no hay ningún nombre firmado al final.

—Si no la firmaste —dijo el rey—, eso empeora tu caso. Si no, habrías firmado como un hombre honesto.

Todos aplaudieron ante esto, ya que era la primera cosa inteligente que el rey había dicho ese día.

—Eso prueba que es culpable —dijo la reina.

—No prueba nada —dijo Alicia—, porque ni siquiera sabes lo que son las rimas.

—Léelas —dijo el rey.

—¿Por dónde empiezo, su majestad? —preguntó el conejo blanco.

—Por el primer verso, por supuesto —dijo el rey mirándolo muy serio—, y sigue hasta el final; entonces detente.

El conejo blanco leyó.

—Es lo mejor que hemos oído hasta ahora —dijo el rey, frotándose las manos como si estuviera muy contento —. Ahora dejemos al jurado…

—Si alguno de ustedes puede decir lo que significa —dijo Alicia (había crecido tanto para entonces que no le temía al rey)—, me alegraría oírlo. No creo que tenga ningún sentido.

Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: “Ella no cree que haya un grano de sentido en ello”. Pero nadie trató de decir lo que significaba.

—Si no tiene sentido —dijo el rey—, eso nos ahorra un mundo de trabajo, pues no necesitamos tratar de encontrarlo. Y, sin embargo, no sé —continuó, mientras extendía las rimas sobre sus rodillas y las miraba con un ojo—. Me parece que les encuentro algún sentido; ‘dijo que no sabía nadar’, tú no sabes nadar, ¿verdad? —agregó, volviéndose a la sota.

La sota sacudió la cabeza con un suspiro.

—¿Lo cree posible? —dijo (era evidente que no, ya que estaba hecho de cartón).

—Muy bien, hasta ahora —dijo el rey, y continuó—, ‘sabemos que es verdad’, ese es el jurado, por supuesto; ‘yo le di una, ellos le dieron dos’, eso debe ser lo que hizo con las tartas, ya saben…

—Pero sigue ‘todas te las devolvió a ti’ —dijo Alicia.

—Pues ahí están —dijo el rey, apuntando las tartas—. ¿No está mas claro que el agua? Luego sigue, ‘antes de que le diera este ataque’, creo que tú no tienes ataques, querida —le dijo a la reina.

—¡No, no! —dijo la reina con rabia, arrojando un tintero al lagarto mientras hablaba.

—Entonces las palabras no te caben —dijo, y miró a la corte con una sonrisa. Pero nadie habló—. Es un juego de palabras —agregó en tono feroz, y entonces todo el tribunal se echó a reír.

—Ahora que el jurado emita su veredicto —dijo el rey.

—¡No, no! —dijo la reina—. Primero la sentencia, después el veredicto.

—¡Que cosas! —dijo Alicia en voz alta— Por supuesto que el jurado debe hacer…

—¡Cállate! —gritó la reina.

—¡No lo haré! —dijo Alicia.

—¡Que le corten la cabeza! —gritó la reina con todas sus fuerzas. Nadie se movió.

—¿A quién le importan? —dijo Alicia (ya había alcanzado su tamaño real) —. ¡No son más que una baraja de cartas!

Al oír esto, toda la baraja se elevó en el aire y voló sobre ella; ella lanzó un pequeño grito e intentó apartarlos, pero se encontró tendida en la orilla con la cabeza en el regazo de su hermana, que le estaba quitando algunas hojas muertas que habían caído de los árboles sobre su rostro.

—Despierta, Alicia querida —dijo su hermana—¡que sueño tan largo has tenido!

—¡Oh, tuve un sueño tan extraño! —dijo Alicia, y entonces le contó a su hermana tan bien como pudo todas las cosas extrañas que acabas de leer; y cuando llegó al final, su hermana la besó y le dijo:

—Fue un sueño extraño, querida, eso seguro; pero corre, que es hora de cenar; se hace tarde.

Alicia se levantó y echó a correr, pensando en lo maravilloso que había sido el sueño.


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