La caja de los ladrones

Nadie tenía la intención de dejar sola a Martha aquella tarde, pero sucedió que todo el mundo tenía que ausentarse por una razón u otra. La señora McFarland asistía a la fiesta semanal de cartas organizada por la Liga de Mujeres contra el Juego. El joven pretendiente de su hermana Nell había llamado inesperadamente para llevarla a dar un largo paseo en coche. Papá estaba en la oficina, como de costumbre. Era el día libre de Mary Ann. En cuanto a Emeline, sin duda debería haberse quedado en casa cuidando de la niña; pero Emeline tenía un carácter inquieto.

—¿Le importaría, señorita, que cruzara el callejón para hablar un momento con la niña de la señora Carleton? —preguntó a Martha.

—Por supuesto que no —respondió la niña—. Será mejor que cierres la puerta de atrás y te lleves la llave, porque yo estaré arriba.

—Oh, eso haré, por supuesto, señorita —dijo la encantadora doncella, y se marchó corriendo a pasar la tarde con su amiga, dejando a Martha completamente sola en la gran casa, y, de paso, encerrada. 

La niña leyó unas páginas de su nuevo libro, dio unas puntadas en su bordado y se puso a “jugar a las visitas” con sus cuatro muñecas favoritas. Entonces se acordó de que en el ático había una casita de muñecas que hacía meses que no se utilizaba, así que decidió quitarle el polvo y ponerla en orden.

Con esta idea en su cabeza, la muchacha subió las escaleras de caracol hasta la gran habitación bajo el tejado. Estaba bien iluminada por tres ventanas abuhardilladas, y era cálida y agradable. A lo largo de las paredes había hileras de cajas y baúles, montones de alfombras viejas, muebles estropeados, montones de ropa desechada y otros cachivaches de mayor o menor valor. Toda casa bien ordenada tiene un desván de este tipo, así que no necesito describirlo.

La casa de muñecas había sido trasladada, pero tras una búsqueda Martha la encontró apartada en un rincón, cerca de la gran chimenea.

La sacó y se dio cuenta de que detrás había un baúl de madera negra que el tío Walter había enviado desde Italia años y años atrás, antes de que Martha naciera, de hecho. Mamá le había hablado de él un día; de que no tenía llave, porque el tío Walter deseaba que no se abriera hasta que él regresara a casa; y de que aquel tío viajero, que era un gran cazador, había ido a África a cazar elefantes y nunca más se había sabido de él.

La niña miró el baúl con curiosidad, ahora que por casualidad había llamado su atención.

Era bastante grande, incluso más que el baúl de viaje de mamá, y estaba lleno de clavos de latón deslustrados. También era pesado, porque cuando Martha intentó levantar uno de sus extremos se dio cuenta de que no podía moverlo ni un poco. Pero en el lateral de la tapa había un hueco para una llave. Se agachó para examinar la cerradura y vio que se necesitaba una llave bastante grande para abrirla.

Entonces, como puedes sospechar, la niña ansiaba abrir la gran caja del tío Walter y ver qué contenía. Porque todos somos curiosos, y las niñas son tan curiosas como el resto de nosotros.

“No creo que el tío Walter vuelva”, pensó. “Papá dijo una vez que algún elefante debió matarlo. Si yo tuviera una llave…”, se detuvo y aplaudió alegremente al recordar una gran cesta de llaves en el estante del armario de la ropa blanca. Las había de todas clases y tamaños; ¡quizá una de ellas abriera el misterioso baúl!

Bajó volando las escaleras, encontró la cesta y regresó con ella al ático. Luego se sentó ante la caja de latón y empezó a probar una llave tras otra en la vieja y curiosa cerradura. Algunas eran demasiado grandes, pero la mayoría eran demasiado pequeñas. Una entraba en la cerradura, pero no giraba; otra se atascaba tan rápido que por un momento temió no volver a sacarla. Pero por fin, cuando la cesta estaba casi vacía, una llave de latón antigua y de forma extraña entró fácilmente en la cerradura. Con un grito de alegría, Martha giró la llave con ambas manos; entonces oyó un agudo “clic”, y al momento siguiente, ¡la pesada tapa salió volando por sí sola!

La niña se inclinó un instante sobre el borde del cofre, y lo que vieron sus ojos la hizo retroceder asombrada.

Lenta y cuidadosamente, un hombre se desembaló del baúl, salió al suelo, estiró los miembros, se quitó el sombrero y se inclinó cortésmente ante la asombrada niña.

Era alto y delgado y su rostro parecía muy bronceado o quemado por el sol.

Luego salió otro hombre del arcón, bostezando y frotándose los ojos como un colegial somnoliento. Era de mediana estatura y su piel parecía tan bronceada como la del primero.

Mientras Martha contemplaba boquiabierta aquel sorprendente espectáculo, un tercer hombre salió del baúl. Tenía la misma complexión que sus compañeros, pero era bajo y gordo.

Los tres iban vestidos de una manera curiosa. Llevaban chaquetas cortas de terciopelo rojo trenzado con oro, y calzones hasta la rodilla de satén azul cielo con botones de plata. Por encima de las medias llevaban anchas cintas de encaje rojas, amarillas y azules, mientras que los sombreros eran de ala ancha con coronas altas y puntiagudas, de las que ondeaban metros y metros de cintas de vivos colores.

Llevaban grandes anillos de oro en las orejas e hileras de cuchillos y pistolas en el cinturón. Sus ojos eran negros y brillantes y llevaban largos y feroces bigotes, rizados en los extremos como la cola de un cerdo.

—¡Vaya! Pero si pesabas mucho —exclamó el gordo, cuando se bajó la chaqueta de terciopelo y se quitó el polvo de los calzones azul cielo—; y me has exprimido hasta dejarme sin forma.

—Fue inevitable, Luigi —respondió el hombre delgado con ligereza—; la tapa del baúl me presionó sobre ti. Sin embargo, te ofrezco mis disculpas.

—En cuanto a mi —dijo el hombre de mediana estatura, enrollando un cigarrillo y encendiéndolo sin cuidado—, debes reconocer que he sido tu amigo más cercano durante años; así que no seas desagradable.

—No debes fumar en el ático —dijo Martha, recuperándose al ver el cigarrillo—. Podrías incendiar la casa.

El hombre de mediana estatura, que no había reparado en ella antes, al oír estas palabras se volvió hacia la muchacha e hizo una reverencia.

—Ya que una dama me lo pide, abandonaré mi cigarrillo —dijo; y lo arrojó al suelo y lo apagó con el pie.

—¿Quiénes son? —preguntó Martha, que hasta el momento había estado demasiado asombrada como para asustarse.

—Permítenos presentarnos —dijo el hombre delgado, blandiendo su sombrero con elegancia—Este es Luigi —el hombre gordo asintió—; y este es Beni —se inclinó el mediano—; y yo soy Víctor. Somos tres bandidos. Bandidos italianos.

—¡Bandidos! —gritó Martha, con una mirada de horror.

—Exacto. Quizás en todo el mundo no haya otros tres bandidos tan terribles y feroces como nosotros —dijo Víctor con orgullo.

—Así es —dijo el hombre gordo, asintiendo con gravedad.

—¡Pero eso es malvado! —exclamó Martha.

—Si, desde luego —respondió Víctor—. Somos extremada y tremendamente perversos. Quizás en todo el mundo no puedas encontrar tres hombres más perversos que los que ahora tienes delante.

—Así es —dijo el hombre gordo con aprobación. 

—Pero no deberías ser tan malvado —dijo la niña—; ¡es… es… travieso!

Víctor bajó la mirada y se sonrojó.

—¡Travieso! —jadeó Beni, con la mirada horrorizada.

—Es una palabra dura —dijo Luigi con tristeza, y enterró la cara entre las manos.

—No creí —murmuró Víctor, con la voz quebrada por la emoción—, que llegaría a ser tan ultrajado… ¡y por una dama! Sin embargo, tal vez habló sin pensar. Debe considerar, señorita, que nuestra maldad tiene una excusa. Porque, permítame preguntarle, ¿cómo vamos a ser bandidos si no somos malvados?

Martha se quedó perpleja y sacudió la cabeza, pensativa. Entonces recordó algo.

—Ya no pueden seguir siendo bandidos —dijo—, porque ahora están en América.

—¡América! —gritaron los tres a la vez.

—Ciertamente. Están en Avenida Prairie, en Chicago. El tío Walter los envió desde Italia en este baúl. 

Los bandidos parecían muy desconcertados por este anuncio. Luigi se sentó en una vieja silla con un balancín roto y se secó la frente con un pañuelo de seda amarilla. Beni y Víctor se recostaron sobre el baúl y la miraron con el rostro pálido y los ojos fijos.

Cuando se hubo recuperado un poco, Víctor habló.

—Tu tío Walter nos ha hecho mucho daño —dijo con reproche—. Nos ha sacado de nuestra amada Italia, donde los bandidos son muy respetados, y nos trajo a un país extraño donde no sabremos a quién robar ni cuánto pedir de rescate.

—¡Así es! —dijo el hombre gordo, dándose una fuerte palmada en la pierna.

—¡Y habíamos ganado tan buena reputación en Italia! —dijo Beni con pesar.

—Tal vez el tío Walter quería reformarlos —sugirió Martha.

—Entonces, ¿no hay bandidos en Chicago? —preguntó Víctor.

—Bueno —respondió la muchacha, ruborizándose a su vez—, nosotros no los llamamos bandidos.

—Entonces, ¿qué haremos para ganarnos la vida? —preguntó Beni, desesperado.

—Se puede hacer mucho en la gran ciudad americana —dijo la niña—. Mi padre es abogado, y el primo de mi madre es inspector de policía.

Los bandidos se estremecieron.

—Ah —dijo Víctor—, ese es un buen empleo. La policía necesita ser inspeccionada, especialmente en Italia.

—¡En todas partes! —dijo Beni.

—Entonces pueden hacer otras cosas —continuó Martha, alentadora—. Podrían ser conductores de tranvía, o empleados en los grandes almacenes. Algunos incluso se hacen concejales para ganarse la vida.

Los bandidos sacudieron tristemente la cabeza.

—No estamos hechos para ese trabajo —dijo Víctor—. Lo nuestro es robar.

Martha trató de pensar.

—Es bastante difícil conseguir puestos en la oficina de gas —dijo—, pero podrían convertirse en políticos.

—¡No! —gritó Beni, con repentina fiereza—. No debemos abandonar nuestra vocación. Bandidos hemos sido siempre y, ¡bandidos siempre seremos!

—¡Así es! —coincidió el hombre gordo.

—Incluso en Chicago tiene que haber gente a la que robar —comentó Víctor con alegría.

Martha estaba afligida.

—Creo que ya les han robado todo —objetó. 

—Entonces podemos robar a los ladrones, porque tenemos una experiencia y un talento fuera de lo común —dijo Beni.

—¡Oh, cielos! —gimió la muchacha—; ¿por qué el tío Walter los envió aquí en este baúl?

Los bandidos se interesaron.

—Eso es lo que nos gustaría saber —declaró Víctor con impaciencia.

—Pero nadie lo sabrá nunca, porque el tío Walter se perdió mientras cazaba elefantes en África —continuó, con convicción.

—Entonces debemos aceptar nuestro destino y robar lo mejor que podamos —dijo Víctor—. Mientras seamos fieles a nuestra amada profesión no tenemos por qué avergonzarnos. 

—¡Así es! —gritó el hombre gordo.

—¡Hermanos! Comenzaremos ahora. Robemos la casa en la que estamos.

—¡Bien! —gritaron los otros y se pusieron de pie de un salto.

Beni se volvió amenazadoramente hacia la niña.

—¡Quédate aquí! —ordenó—. ¡Si te mueves un paso, tu sangre caerá sobre tu propia cabeza! —ordenó, y luego agregó con voz más suave—. No tengas miedo; así es como todos los bandidos hablan a sus cautivos. Pero, por supuesto, no haríamos daño a una joven bajo ninguna circunstancia.

—Por supuesto que no —dijo Víctor.

El gordo sacó un gran cuchillo de su cinturón y lo blandió sobre su cabeza.

—¡Sangre! —vociferó ferozmente.

—¡S-bananas! —gritó Beni, con voz terrible.

—¡Confusión para nuestros enemigos! —siseó Víctor.

Y entonces los tres se encorvaron y bajaron sigilosamente por la escalera con las pistolas cargadas en las manos y relucientes cuchillos entre los dientes, dejando a Martha temblando de miedo y demasiado horrorizada para gritar pidiendo ayuda.

Nunca supo cuánto tiempo permaneció sola en el ático, pero finalmente oyó el paso felino de los bandidos que regresaban y los vio subir las escaleras en fila india.

Todos llevaban pesadas cargas de botín en los brazos, y Luigi balanceaba un pastel de carne picada sobre un montón de los mejores vestidos de noche de su madre. Víctor fue el siguiente con un montón de baratijas, un candelabro de latón y el reloj del salón. Beni llevaba la Biblia de la familia, la cesta con los cubiertos del aparador, una tetera de cobre y el abrigo de piel de papá.

—¡Oh, alegría! —dijo Víctor, dejando su carga—; es agradable robar una vez más.

—¡Oh, éxtasis! —dijo Beni; pero dejó caer la tetera sobre la punta de su pie e inmediatamente comenzó a bailar angustiado, mientras murmuraba palabras raras en lengua italiana.

—Tenemos mucha riqueza —continuó Víctor, sosteniendo el pastel de carne picada mientras Luigi añadía su botín al montón—; ¡y todo de una sola casa! Esta América debe ser un lugar rico.

Con una daga cortó un trozo del pastel para si y entregó el resto a sus camaradas. Los tres se sentaron en el suelo y se comieron el pastel mientras Martha miraba con tristeza.

—Deberíamos tener una cueva —comentó Beni—, pues debemos guardar nuestro botín en un lugar seguro. ¿Puedes hablarnos de una cueva secreta? —preguntó a Martha.

—Hay una cueva de Mamut —respondió—, pero es en Kentucky. Estarían obligados a conducir en coche mucho tiempo para llegar.

Los tres bandidos se quedaron pensativos y masticaron su pastel en silencio, pero al momento siguiente se sobresaltaron al oír el timbre eléctrico de la puerta, que se oía claramente incluso en el remoto ático.

—¿Qué es eso? —preguntó Víctor con voz ronca, mientras los tres se ponían en pie con las dagas desenvainadas.

Martha corrió hacia la ventana y vio que sólo era el cartero, que había dejado caer una carta en el buzón y se había marchado de nuevo. Pero el incidente le dio una idea de cómo deshacerse de sus molestos bandidos, así que empezó a retorcerse las manos como si estuviera muy angustiada y gritó:

—¡Es la policía! 

Los ladrones se miraron con auténtica alarma, y Luigi preguntó temblando:

—¿Son muchos?

—¡Ciento doce! —exclamó Martha, después de fingir que los contaba.

—¡Entonces estamos perdidos! —declaró Beni—; pues nunca podríamos pelear con tantos y sobrevivir.

—¿Están armados? —preguntó Víctor, que temblaba de frío.

—Oh, sí —dijo ella—. Tienen pistolas, espadas, revólveres, hachas, y…

—¿Y qué? —preguntó Luigi.

—¡Y cañones!

Los tres malvados gimieron en voz alta y Beni dijo, con voz hueca:

—Espero que nos maten rápido y no nos sometan a la tortura. Me han dicho que estos americanos son indios pintados, sanguinarios y terribles.

—¡Así es! —jadeó el gordo, con estremecimiento.

De pronto Martha se apartó de la ventana.

—Son mis amigos, ¿verdad? —preguntó.

—¡Somos devotos! —respondió Víctor.

—¡Te adoramos! —gritó Beni.

—¡Moriríamos por ti! —añadió Luigi, pensando que de todas maneras moriría.

—Entonces los salvaré —dijo la niña.

—¿Cómo? —preguntaron los tres a la vez.

—Vuelvan al baúl —dijo—, luego cerraré la tapa, para que no puedan encontrarlos.

Miraron aturdidos e indecisos alrededor de la habitación, pero ella exclamó:

—¡Deben darse prisa! Pronto vendrán a detenerlos.

Entonces Luigi se metió en el baúl y se tumbó en el fondo. Beni fue el siguiente y se metió en la parte de atrás. Víctor le siguió después de hacer una pausa para besar la mano a la muchacha con elegancia.

Entonces Martha corrió a apretar la tapa, pero no pudo hacer que se enganchara.

—Tienen que apretar hacia abajo —les dijo.

Luigi gimió.

—Hago lo que puedo, señorita —dijo Víctor, que estaba más cerca de la cima—; pero, aunque antes entrabamos bien antes, ahora el baúl parece más pequeño.

—¡Así es! —llegó la voz apagada del gordo desde el fondo.

—Yo sé lo que ocupa lugar —dijo Beni.

—¿Qué? —preguntó Víctor ansioso.

—La torta —respondió Beni.

—¡Así es! —salió del fondo, con acentos débiles.

Entonces Marta se sentó sobre la tapa y la apretó con todo su peso. Para su gran alegría, la cerradura se cerró y, saltando hacia abajo, ejerció toda su fuerza y giró la llave.


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