Los niños del ferrocarril (Libro Completo)


Capítulo 1: El principio de las cosas

Para empezar, no eran niños ferroviarios. Supongo que nunca habían pensado en el ferrocarril, excepto como medio para ir a Maskelyne y Cook, a la Pantomima, a los Jardines Zoológicos y a Madame Tussaud. Eran niños normales de los suburbios, y vivían con su padre y su madre en un chalet común y corriente, con fachada de ladrillo rojo, cristales de colores en la puerta principal, un pasillo embaldosado que se llamaba vestíbulo, un cuarto de baño con agua fría y caliente, timbres eléctricos, ventanas francesas, mucha pintura blanca, y “todas las comodidades modernas”, como dicen los agentes inmobiliarios.

Eran tres. Roberta era la mayor. Por supuesto, las madres nunca tienen favoritos, pero si su madre hubiera tenido un favorito, podría haber sido Roberta. Le seguía Peter, que de mayor quería ser ingeniero; y la menor era Phyllis, que tenía muy buenas intenciones.

Mamá no se pasaba todo el tiempo haciendo llamadas aburridas a señoras aburridas, ni sentada en casa esperando a que las señoras aburridas la llamaran a ella. Casi siempre estaba allí, dispuesta a jugar con los niños, a leerles y a ayudarlos a hacer las lecciones. Además, solía escribirles cuentos mientras estaban en la escuela y leérselos en voz alta después de la merienda, y siempre inventaba poesías divertidas para sus cumpleaños y para otras grandes ocasiones, como el bautismo de los nuevos gatitos, la remodelación de la casa de muñecas, o la época en que estaban superando las paperas.

Estos tres afortunados niños siempre tenían todo lo que necesitaban: ropa bonita, buenas chimeneas, una habitación encantadora con montones de juguetes y un empapelado de Mamá Ganso. Tenían una niñera amable y alegre, y un perro que se llamaba James que era muy suyo. También tenían un padre que era simplemente perfecto: nunca se enfadaba, nunca era injusto y siempre estaba dispuesto a jugar; al menos, si en algún momento NO estaba dispuesto, siempre tenía una excelente razón para ello, y se la explicaba a los niños de un modo tan interesante y divertido que ellos estaban seguros de que no podía evitarlo.

Pensarán que deberían haber sido muy felices. Y lo fueron, pero no supieron CÓMO ser felices hasta que la bonita vida en la Villa Roja terminó y tuvieron que vivir una vida muy diferente.

El terrible cambio se produjo de repente.

Peter cumplió diez años. Entre sus regalos había una locomotora a escala más perfecta de lo que jamás se hubiera podido soñar. Los otros regalos estaban llenos de encanto, pero la Locomotora estaba más llena de encanto que ninguno de los otros.

Su encanto duró en toda su perfección exactamente tres días. Entonces, debido bien a la inexperiencia de Peter o a las buenas intenciones de Phyllis, que habían sido bastante apremiantes, o por alguna otra causa, la Locomotora estalló de repente con estrépito. James se asustó tanto que salió y no volvió en todo el día. Toda la gente del Arca de Noé que estaba en el ténder se hizo pedazos, pero nadie más resultó herido, salvo la pobre locomotora y los sentimientos de Peter. Los demás decían que había llorado; pero, claro, los niños de diez años no lloran, por terribles que sean las tragedias que ensombrecen su destino. Dijo que tenía los ojos rojos porque estaba resfriado. Resultó ser cierto, aunque Peter no lo sabía cuando lo dijo, y al día siguiente tuvo que irse a la cama y quedarse allí. Mamá empezó a temer que estuviera enfermo de sarampión, cuando de pronto se sentó en la cama y dijo:

—Odio las gachas, odio el agua de cebada, odio el pan y la leche. Quiero levantarme y comer algo REAL.

—¿Qué te gustaría? —preguntó Mamá.

—Un pastel de paloma —dijo Peter ansioso—, un pastel de paloma grande. Muy grande.

Así que mamá le pidió a la cocinera que hiciera un gran pastel de paloma. Se hizo el pastel. Y cuando el pastel estuvo hecho, se cocinó. Y cuando estuvo cocido, Peter comió un poco. Después su resfriado mejoró. Mamá hizo una poesía para entretenerlo mientras se hacía el pastel. Empezaba diciendo que Peter era un niño desafortunado pero valioso, y luego continuaba:

Él tenía una locomotora que adoraba

Con todo su ser y corazón,

Y si algún deseo tenía en la vida,
Era mantenerlo en su estación.

Un día, prepárense, amigos míos,
Vengo a contarles lo peor:

De repente un tornillo se volvió loco,
Y luego estalló la caldera, ¡oh, por Dios!

Con cara sombría la recogió

Y a su madre se la llevó,

Aunque ni él imaginaba
Que otra máquina podía hacer.

Porque aquellos que murieron en el tren

No parecían importarle,

Su locomotora era todo para él
Más que la gente que pudo perder.

Y ahora ven la razón, amigos,
De por qué Peter está mal:
Él calma su alma con pastel de paloma
Para matar su pena fatal.

Se envuelve en mantas cálidas,

Y duerme hasta muy tarde,
Decidido a vencer así
Su destino miserable.

Y si sus ojos son algo rojos,

Su resfriado los justifica,

Ofrécele pastel, ¡y te aseguro!

Que nunca lo rechaza, ¡qué rica!

Su padre llevaba tres o cuatro días en el campo. Todas las esperanzas de Peter en la curación de su afligida Locomotora estaban puestas ahora en su padre, pues éste era maravillosamente hábil con los dedos. Podía arreglar todo tipo de cosas. A menudo había hecho de cirujano veterinario del caballo balancín de madera; una vez le había salvado la vida cuando había perdido la esperanza en toda ayuda humana, y la pobre criatura se daba por perdida, y hasta el carpintero decía que no veía la manera de hacer nada. Y fue papá quien arregló la cuna de la muñeca cuando nadie más podía hacerlo; y con un poco de pegamento y algunos trozos de madera y una navaja hizo que todas las bestias del Arca de Noé fueran tan fuertes sobre sus clavijas como siempre lo habían sido, o más.

Peter, con heroico altruismo, no dijo nada sobre su Locomotora hasta después de que Papá hubiera cenado y fumado su cigarro de sobremesa. El altruismo fue idea de Mamá, pero fue Peter quien lo llevó a cabo. Y también necesitó mucha paciencia.

Por fin Mamá le dijo a Papá:

—Ahora, querido, si has descansado y estás cómodo, queremos contarte lo del gran accidente ferroviario y pedirte consejo.

—Muy bien —dijo Papá—, ¡disparen!

Peter contó la triste historia y recogió lo que quedaba de la Locomotora.

—Mmm —dijo Papá cuando hubo examinado la Locomotora cuidadosamente.

Los niños contuvieron la respiración.

—¿NO hay esperanza? —dijo Peter en voz baja y temblorosa.

—¿Esperanza? ¡Claro! Toneladas de ella —dijo Papá alegremente—; pero necesitaré algo más que eso: un poco de soldadura y una válvula nueva. Creo que será mejor guardarlo para un día lluvioso. En otras palabras, le dedicaré la tarde del sábado, y todos ustedes me ayudarán.

—¿Las CHICAS pueden ayudar a reparar locomotoras? —preguntó Peter dubitativo.

—Claro que sí. Las chicas son tan listas como los niños, ¡y no lo olvides! ¿Te gustaría ser maquinista, Phil?

—Mi cara estaría siempre sucia, ¿verdad? —dijo Phyllis en tono poco entusiasta—. Y supongo que me rompería algo.

—Me encantaría —dijo Roberta—, ¿crees que podría hacerlo cuando crezca, papá? ¿O incluso repositora?

—Quieres decir fogonera —dijo Papá, tirando y retorciendo la locomotora—. Bueno, si todavía lo deseas cuando seas mayor, veremos la posibilidad de hacerte bombera. Recuerdo cuando era niño…

En ese momento llamaron a la puerta.

—¡Quién! —dijo Papá—. La casa de un inglés es su castillo, por supuesto, pero ojalá construyeran villas adosadas con fosos y puentes levadizos.

Ruth, que era la doncella del salón y era pelirroja, entró y dijo que dos caballeros querían ver al señor.

—Los he hecho pasar a la biblioteca, señor —dijo.

—Supongo que se trata de la suscripción a la pensión del Vicario —dijo Mamá—, o bien del fondo de vacaciones del coro. Deshazte de ellos rápidamente, querido. Rompe una tarde así, y es casi la hora de dormir de los niños.

Pero Papá no parecía capaz de deshacerse de los caballeros con rapidez.

—Ojalá hubiéramos tenido un foso y un puente levadizo —dijo Roberta—; entonces, cuando no quisiéramos gente, podríamos levantar el puente levadizo y nadie más podría entrar. Supongo que papá se habrá olvidado de cuando era niño si se quedan mucho más tiempo.

Mamá trató de hacer pasar el tiempo contándoles un nuevo cuento de hadas sobre una princesa de ojos verdes, pero era difícil, porque podían oír las voces de Padre y de los caballeros de la Biblioteca, y la voz de Padre sonaba más alta y diferente a la que generalmente usaba con la gente que venía por testimonios y fondos para las vacaciones.

Entonces sonó la campana de la Biblioteca y todos respiraron aliviados.

—Ya se van —dijo Phyllis—; ha llamado para que les enseñen la salida.

Pero en vez de acompañar a nadie, Ruth entró sola, y los niños pensaron que tenía un aspecto extraño.

—Por favor —dijo—, el Señor quiere que pase al estudio. Parece muerto, señora; creo que ha recibido malas noticias. Será mejor que se prepare para lo peor, tal vez sea una muerte en la familia o la quiebra de un banco, o…

—Ya está bien, Ruth —dijo Madre con dulzura—; puedes irte.

Luego mamá entró en la Biblioteca. Hubo más conversaciones. Volvió a sonar el timbre y Ruth llamó a un taxi. Los niños oyeron salir las botas y bajar los escalones. El taxi se alejó y la puerta se cerró. Entonces entró Mamá. Tenía la cara tan blanca como el cuello de encaje y los ojos grandes y brillantes. Su boca parecía sólo una línea de color rojo pálido; sus labios eran finos y no tenían en absoluto la forma que les corresponde.

—Es la hora de dormir —dijo—. Ruth los acostará.

—Pero prometiste que esta noche nos quedaríamos hasta tarde porque Papá ha vuelto a casa —dijo Phyllis.

—Han llamado a papá por negocios —dijo Madre—. Vamos, queridos, vayan enseguida.

La besaron y se fueron. Roberta se quedó para darle un abrazo más a Mamá y susurrarle:

—No eran malas noticias, ¿verdad, Mami? ¿Ha muerto alguien… o…?

—No, no ha muerto nadie —dijo Madre, y casi pareció apartar a Roberta—. No puedo decirte nada esta noche, cariño. Vete, querida, vete AHORA.

Así que Roberta se fue.

Ruth cepilló el pelo de las niñas y las ayudó a desvestirse. (Mamá casi siempre lo hacía ella misma.) Cuando hubo bajado el gas y salió de la habitación, encontró a Peter, todavía vestido, esperando en las escaleras.

—Ruth, ¿qué pasa? —preguntó.

—No me hagas preguntas y no te diré mentiras —respondió Ruth, la pelirroja—. Pronto lo sabrás.

Tarde esa noche, Mamá subió y besó a los tres niños mientras dormían. Pero Roberta fue la única a la que el beso la despertó, y se quedó quieta como un ratón sin decir nada.

—Si Mamá no quiere que sepamos que ha estado llorando —se dijo al oír la respiración entrecortada de su madre en la oscuridad—, NO lo sabremos. Eso es todo.

Cuando bajaron a desayunar a la mañana siguiente, Mamá ya había salido.

—A Londres —dijo Ruth, y los dejó desayunando.

—Algo terrible está pasando —dijo Peter, rompiendo su huevo—. Ruth me dijo anoche que muy pronto lo sabríamos.

—-¿Le preguntaste? —dijo Roberta con desprecio.

—¡Sí, se lo pregunté! —dijo Peter enfadado—. Si tú puedes irte a la cama sin importarte si Mamá estaba preocupada o no, yo no. Así que ya está.

—No creo que debamos preguntarles a los criados cosas que Madre no nos cuenta —dijo Roberta.

—Eso es, Señorita Buenita —dijo Peter—, predique.

—No soy Buenita —dijo Phyllis—, pero creo que Bobbie tiene razón esta vez.

—Por supuesto. Siempre la tiene. En su propia opinión —dijo Peter.

—¡Oh, NO! —gritó Roberta, dejando su cuchara de huevos—. No seamos horribles el uno con el otro. Estoy segura de que está ocurriendo alguna calamidad. No la empeoremos.

—Me gustaría saber quién ha empezado —dijo Peter.

Roberta hizo un esfuerzo y contestó:

—Yo, supongo, pero…

—Bien, entonces —dijo Peter triunfante. Pero antes de irse a la escuela dio un pequeño empujón a su hermana y le dijo que se animara.

Los niños llegaron a casa a almorzar a la una, pero Mamá no estaba. Y tampoco estaba a la hora de la merienda.

Eran casi las siete cuando entró, con un aspecto tan enfermo y cansado que los niños sintieron que no podían hacerle preguntas. Se hundió en un sillón. Phyllis le quitó los largos alfileres del sombrero, mientras Roberta le quitó los guantes y Peter le desabrochó los zapatos de andar y le trajo las suaves y aterciopeladas zapatillas.

Cuando hubo tomado una taza de té y Roberta le puso agua de colonia en la pobre cabeza que le dolía, mamá dijo:

—Ahora, queridos míos, quiero decirles algo. Esos hombres de anoche trajeron muy malas noticias, y papá estará ausente por algún tiempo. Estoy muy preocupada, y quiero que todos me ayuden, y que no me hagan las cosas más difíciles.

—¡Como si fuéramos a hacerlo! —dijo Roberta, sosteniendo las manos de Madre contra su cara.

—Pueden ayudarme mucho —dijo Madre—, siendo buenos y felices y no discutiendo cuando yo no esté —y Roberta y Peter intercambiaron miradas culpables—, porque tendré que ausentarme mucho.

—No nos pelearemos. Claro que no —dijeron todos. Y lo decían en serio.

—Entonces —continuó Mamá—, quiero que no me hagan preguntas sobre el problema; y que no hagan ninguna pregunta a nadie más.

Peter se encogió y arrastró las botas por la alfombra.

—Tú también lo prometerás, ¿verdad? —dijo Madre.

—Se lo pregunté a Ruth —dijo Peter de repente—. Lo siento mucho, pero lo hice.

—¿Y qué dijo?

—Dijo que lo sabría muy pronto.

—No es necesario que sepas nada al respecto —dijo Madre—, se trata de negocios, y tú nunca entiendes de negocios, ¿verdad?

—No —dijo Roberta—; ¿tiene algo que ver con el Gobierno? —porque papá trabajaba en una Oficina Gubernamental.

—Sí —dijo Mamá—. Ahora es hora de dormir, queridos. Y no se preocupen. Al final todo saldrá bien.

—Entonces TÚ tampoco te preocupes, Madre —dijo Phyllis—, y todos estaremos tan bien como el oro.

Mamá suspiró y los besó.

—Empezaremos a portarnos bien mañana a primera hora —dijo Peter, mientras subían las escaleras.

—¿Por qué no AHORA? —dijo Roberta.

—No hay nada para ser bueno AHORA, tonta —dijo Peter.

—Podríamos empezar por intentar SENTIRNOS bien —dijo Phyllis—, y no insultar.

—¿Quién está insultando? —dijo Peter—. Bobbie sabe perfectamente que cuando digo “tonta” es lo mismo que dijera Bobbie.

—BUENO —dijo Roberta.

—No, no me refiero a lo que tú quieres decir. Quiero decir que es sólo un… ¿cómo lo llama Papá?… ¡Un germen de cariño! Buenas noches.

Las chicas doblaron su ropa con más pulcritud de la habitual, que era la única forma de portarse bien que se les ocurría.

—Antes —dijo Phyllis alisándose el delantal—, decías que era muy aburrido, que no pasaba nada, como en los libros. Ahora ha pasado algo.

—Nunca quise que ocurrieran cosas que hicieran infeliz a Mamá —dijo Roberta—. Todo es perfectamente horrible.

Todo siguió perfectamente horrible durante algunas semanas.

Madre estaba casi siempre fuera. Las comidas eran aburridas y horribles. Despidieron a la criada y la tía Emma vino de visita. Tía Emma era mucho mayor que mamá. Se iba al extranjero para ser institutriz. Estaba muy ocupada preparando la ropa, que era muy fea y horrible, y la tenía siempre desparramada por todas partes, y la máquina de coser no paraba de dar vueltas todo el día y casi toda la noche. Tía Emma creía que había que mantener a los niños en su sitio. Y ellos le devolvían el cumplido. Su idea del lugar apropiado de Tía Emma era cualquier sitio donde ellos no estuvieran. Así que la veían muy poco. Preferían la compañía de los criados, que eran más divertidos. La cocinera, si estaba de buen humor, podía cantar canciones cómicas, y la criada, si no estaba ofendida contigo, podía imitar a una gallina que ha puesto un huevo, a una botella de champán que se está abriendo, y podía maullar como dos gatos peleándose. Los criados nunca dijeron a los niños cuáles eran las malas noticias que los caballeros habían traído a Papá. Pero no dejaban de insinuar que podrían contar muchas cosas si quisieran, y esto no era cómodo.

Un día en que Peter había colocado una trampa sobre la puerta del cuarto de baño y ésta había actuado de maravilla al pasar Ruth, aquella criada pelirroja lo pilló y le tiró de las orejas.

—Tendrás un mal final —dijo furiosa—, ¡pequeño maligno! Si no te corriges, irás adonde ha ido tu precioso Padre, ¡te lo digo claramente!

Roberta repitió esto a su Madre, y al día siguiente Ruth fue despedida.

Luego llegó el momento en que Mamá volvió a casa, se acostó y se quedó allí dos días, y vino el médico, y los niños se arrastraron desdichadamente por la casa y se preguntaron si el mundo se iba a acabar.

Mamá bajó una mañana a desayunar, muy pálida y con unas arrugas en la cara que antes no tenía. Y sonrió, tan bien como pudo, y dijo:

—Ya está todo arreglado. Vamos a dejar esta casa e irnos a vivir al campo. Es una casita blanca preciosa. Sé que les encantará.

Siguió una semana frenética de embalaje, no sólo de ropa, como cuando uno se va a la playa, sino de sillas y mesas, cubriendo los tableros con arpillera y las patas con paja.

Se empaquetaron todo tipo de cosas que no se empaquetan cuando se va a la playa. Vajilla, mantas, candelabros, alfombras, somieres, cacerolas y hasta las pantallas de las chimeneas y los braseros.

La casa parecía un almacén de muebles. Creo que los niños disfrutaron mucho. Madre estaba muy ocupada, pero no tanto como para no hablarles y leerles, e incluso para hacer un poco de poesía para Phyllis para animarla cuando se cayó con un destornillador y se lo clavó en la mano.

—¿No vas a empacar esto, Madre? —preguntó Roberta, señalando el hermoso armario con incrustaciones de carey rojo y latón.

—No podemos llevarnos todo —dijo Madre.

—Pero parece que nos llevamos todas las cosas feas —dijo Roberta.

—Estamos llevando las cosas útiles —dijo Madre—, tenemos que jugar a ser pobres un rato, mi pequeña pichona de fogonero.

Cuando unos hombres con delantales verdes se llevaron todas las cosas feas y útiles en una furgoneta, las dos niñas, mamá y Tía Emma durmieron en las dos habitaciones libres, donde los muebles eran muy bonitos. Todas sus camas habían desaparecido. Hicieron una cama para Peter en el sofá del salón.

—Esto es de locos —dijo retorciéndose de alegría mientras Mamá lo arropaba—. Me gusta mudarme. Ojalá nos mudáramos una vez al mes.

Madre se rio.

—¡Yo no! —dijo—. Buenas noches, pequeño Peter.

Cuando se dio la vuelta, Roberta vio su cara. Nunca la olvidó.

—Oh, Madre —susurró para sí misma mientras se metía en la cama—, ¡qué valiente eres! ¡Cómo te quiero! Imagínate ser tan valiente como para reír cuando te sientes así.

Al día siguiente llenaron cajas, cajas y más cajas, y a última hora de la tarde llegó un taxi para llevarlos a la estación.

Tía Emma se despidió de ellos. Sintieron que eran ELLOS quienes se despedían, y se alegraron de ello.

—Pero, oh, ¡esos pobres niños extranjeros a los que va a hacer de institutriz! —susurró Phyllis—. ¡Yo no quisiera ser ellos por nada!

Al principio, disfrutaban mirando por la ventanilla, pero al anochecer se fueron quedando cada vez más dormidos, y nadie sabía cuánto tiempo llevaban en el tren cuando los despertó mamá sacudiéndolos suavemente y diciendo:

—Despierten, queridos. Ya hemos llegado.

Se despertaron, fríos y melancólicos, y se quedaron tiritando en el andén mientras sacaban el equipaje del tren. Entonces la locomotora, soplando y resoplando, se puso de nuevo en marcha y arrastró el tren. Los niños vieron cómo las luces traseras del furgón del guarda desaparecían en la oscuridad.

Fue el primer tren que los niños vieron en aquel ferrocarril que con el tiempo se convertiría en algo muy querido para ellos. No se imaginaban entonces cómo llegarían a amar el ferrocarril, y cuán pronto se convertiría en el centro de su nueva vida, ni qué maravillas y cambios les traería. Sólo temblaban y estornudaban y esperaban que el camino hasta la nueva casa no fuera largo. Peter tenía la nariz más fría de lo que recordaba haberla tenido jamás. El sombrero de Roberta estaba torcido y el elástico parecía más apretado que de costumbre. Los cordones de los zapatos de Phyllis se habían desatado.

—Vamos —dijo Mamá—, tenemos que caminar. Aquí no hay taxis.

El camino estaba oscuro y embarrado. Los niños tropezaron un poco en el áspero camino, y una vez Phyllis se distrajo y cayó en un charco, y fue recogida húmeda y descontenta. No había lámparas de gas en el camino y era cuesta arriba. El carro iba a paso de hombre, y ellos seguían el crujido arenoso de sus ruedas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver tenuemente el montón de cajas balanceándose frente a ellos.

Hubo que abrir una larga puerta para que pasara el carro, y después el camino parecía atravesar campos… y ahora iba cuesta abajo. De pronto se vio un gran bulto oscuro a la derecha.

—Ahí está la casa —dijo Madre—. Me pregunto por qué habrá cerrado las persianas.

—¿Quién? —preguntó Roberta.

—La mujer que contraté para limpiar la casa, ordenar los muebles y traer la cena.

Había un muro bajo y árboles dentro.

—Eso es el jardín —dijo Madre.

—Mas bien parece una cacerola llena de coles negras —dijo Peter.

El carro pasó junto al muro del jardín, rodeó la parte trasera de la casa, entró en un patio empedrado y se detuvo en la puerta trasera.

No había luz en ninguna de las ventanas.

Todos golpearon la puerta, pero nadie vino.

El hombre que conducía el carro dijo que suponía que la Señora Viney se había ido a casa.

—Ya ve que su tren llegó tarde —dijo.

—Pero ella tiene la llave —dijo madre—. ¿Qué vamos a hacer?

—Oh, la habrá dejado bajo el umbral —dijo el carretero—; la gente lo hace por aquí. 

Bajó la linterna del carro y se inclinó.

—Sí, aquí está —dijo.

Abrió la puerta, entró y puso el farol sobre la mesa.

—¿Tiene una vela? —dijo.

—No sé dónde hay nada —Mamá hablaba con menos alegría que de costumbre.

Encendió una cerilla. Había una vela sobre la mesa y la encendió. Gracias a su pequeño resplandor, los niños vieron una gran cocina desnuda con suelo de piedra. No había cortinas ni alfombra. La mesa de casa estaba en el centro de la habitación. Las sillas estaban en un rincón, y las ollas, sartenes, escobas y vajilla en otro. No había fuego, y la rejilla negra mostraba cenizas frías y muertas.

Cuando el carretero se volvió para salir después de haber traído las cajas, se oyó un crujido y un correteo que parecían proceder del interior de las paredes de la casa.

—Oh, ¿qué es eso? —gritaron las niñas.

—Son solo las ratas —dijo el carretero. Y se fue y cerró la puerta, y la repentina corriente de aire apagó la vela.

—¡Caramba! ¡Ojalá no hubiéramos venido! —dijo Phyllis y tiró una silla al suelo.

—¡SOLO las ratas! —dijo Peter en la oscuridad.


Capítulo 2: La mina de carbón de Peter

—¡Qué divertido! —dijo Madre en la oscuridad, palpando las cerillas sobre la mesa—. Qué asustados estaban los pobres ratones; no creo que fueran ratas.

Encendió una cerilla y volvió a encender la vela; y todos se miraron a la luz parpadeante de la vela.

—Bueno —dijo—, a menudo han deseado que sucediera algo y ahora ha sucedido. Es toda una aventura, ¿verdad? Le dije a la señora Viney que nos trajera pan y mantequilla, carne y otras cosas, y que nos preparara la cena. Supongo que la habrá puesto en el comedor. Así que, vamos a ver.

Al comedor se accedía desde la cocina. Parecía mucho más oscuro que la cocina cuando entraron con la única vela. Porque la cocina estaba pintada de blanco, pero el comedor era de madera oscura desde el suelo hasta el techo, y en el cielo raso había pesadas vigas negras. Había un laberinto de muebles polvorientos: los muebles del comedor de la vieja casa donde habían vivido toda su vida. Parecía que había pasado mucho tiempo y que todo estaba muy lejos.

Ciertamente estaba la mesa y había sillas, pero no había cena.

—Miremos en las otras habitaciones —dijo Mamá, y miraron. Y en todas las habitaciones había el mismo desorden de muebles, atizadores de chimenea y vajilla, y toda clase de cosas raras por el suelo, pero no había nada de comer; incluso en la despensa sólo había un molde oxidado y un plato roto con blanqueador.

—¡Que anciana más horrible! —dijo Madre—; se ha ido con el dinero y no nos ha dado nada de comer.

—Entonces, ¿no cenaremos nada? —preguntó Phyllis, consternada, pisando al dar un paso atrás una jabonera que crujió.

—Oh, sí —dijo Mamá—, sólo que significará desembalar una de esas grandes maletas que pusimos en la bodega. Phil, fíjate por dónde caminas, hay cosas por todas partes. Peter, sujeta la luz.

La puerta de la bodega estaba en la cocina. Había cinco escalones de madera que bajaban. No era un sótano propiamente dicho, pensaron los niños, porque el techo era tan alto como el de la cocina. Debajo del techo colgaba un estante para el tocino. Había leña y carbón. También las cajas grandes.

Peter sostenía la vela haciéndose a un lado mientras Mamá intentaba abrir la gran caja de embalaje. Estaba muy bien clavada.

—¿Dónde está el martillo? —preguntó Peter.

—Justo ahí —dijo Mamá—. Me temo que está dentro de la caja. Pero hay una pala de carbón y el atizador de la cocina.

Y con esto intentó abrir la caja.

—Déjame hacerlo a mí —dijo Peter, pensando que podría hacerlo mejor. Todo el mundo piensa así cuando ve a otra persona avivando el fuego, o abriendo una caja, o deshaciendo un nudo en un trozo de cuerda.

—Te harás daño en las manos, Mami —dijo Roberta—, déjame a mí.

—Ojalá Papá estuviera aquí —dijo Phyllis—; él la abriría en un santiamén. ¿Por qué me das patadas, Bobbie?

—No lo hacía —dijo Roberta.

En ese momento, el primero de los largos clavos de la caja de embalaje empezó a salir con estrépito. Después se levantó un listón, y luego otro, hasta que los cuatro quedaron en pie con los largos clavos brillando fieramente como dientes de hierro a la luz de las velas.

—¡Hurra! —dijo Mamá—. ¡Aquí hay velas, primero lo primero! Chicas, vayan a encenderlas. Encontrarán platillos y otras cosas. Echen un poco de grasa en el platillo y coloquen la vela en posición vertical.

—¿Cuántas encendemos?

—Todas las que quieran —dijo Mamá alegremente—. Lo importante es estar alegres. Nadie puede estar alegre en la oscuridad, excepto los búhos y los lirones.

Las niñas encendieron velas. La cabeza de la primera cerilla salió volando y se clavó en el dedo de Phyllis; pero, como dijo Roberta, sólo fue una pequeña quemadura, y ella habría tenido que ser una mártir romana y quemarse entera si hubiera vivido en los días en que esas cosas estaban de moda.

Luego, cuando el comedor estuvo iluminado por catorce velas, Roberta fue a buscar carbón y leña y encendió un fuego.

—Hace mucho frío para ser mayo —dijo, sintiendo que era cosa de adultos.

La luz del fuego y la de las velas daban al comedor un aspecto muy diferente, pues ahora se veía que las oscuras paredes eran de madera, tallada aquí y allá en pequeñas coronas y lazos.

Las chicas se apresuraron a “ordenar” la habitación, lo que significaba poner las sillas contra la pared, amontonar todos los cachivaches en un rincón y ocultarlos en parte con el gran sillón de cuero en el que papá solía sentarse después de cenar.

—¡Bravo! —gritó Mamá, entrando con una bandeja llena de cosas—. ¡Esto sí que es algo! Voy a buscar un mantel y luego…

El mantel estaba en una caja con una cerradura adecuada que se abría con una llave, y no con una pala, y cuando el mantel se extendió sobre la mesa, se dispuso sobre él un verdadero festín.

Todos estaban muy, muy cansados, pero todos se animaron al ver la divertida y deliciosa cena. Había galletas —de las de Marie y de las sencillas—, sardinas, jengibre en conserva, pasas para cocer y cáscaras confitadas y mermelada.

—¡Qué bien que la Tía Emma haya empacado todos los trastos de la despensa! —dijo Madre—. Ahora, Phil, NO metas la cuchara de mermelada en las sardinas.

—No, no lo haré Madre —dijo Phyllis, y la dejó entre las galletas de Marie.

—Bebamos a la salud de Tía Emma —dijo Roberta de repente—, ¿qué habríamos hecho si ella no hubiera empacado estas cosas? ¡Brindemos por la tía Emma!

Y se brindó con vino de jengibre y agua, en tazas de té con motivos de sauce, porque no encontraban los vasos.

Todos pensaban que habían sido un poco duros con la tía Emma. No era una persona simpática y mimosa como mamá, pero al fin y al cabo había sido ella quien había pensado en empaquetar los trastos para comer.

También había sido tía Emma quien había aireado todas las sábanas; y los hombres que habían trasladado los muebles habían montado los somieres, de modo que las camas no tardaron en estar hechas.

—Buenas noches, polluelos —dijo Madre—. Estoy segura de que no hay ratas. Pero dejaré la puerta abierta, y si viene un ratón, no tienen más que gritar, y yo vendré y le diré exactamente lo que pienso de él.

Luego se fue a su habitación. Roberta se despertó al oír las dos campanadas del pequeño reloj de viaje. Siempre pensó que sonaba como el reloj de una iglesia muy lejana. Y también oyó que mamá seguía moviéndose en su habitación.

A la mañana siguiente Roberta despertó a Phyllis tirándole del pelo suavemente, pero lo suficiente para su propósito.

—¿Guestabasando? —preguntó Phyllis, todavía casi completamente dormida.

—¡Despierta! ¡Despierta! —dijo Roberta—. Estamos en la casa nueva, ¿no te acuerdas? No hay sirvientes ni nada. Levantémonos y empecemos a ser útiles. Bajaremos sigilosamente y lo tendremos todo bonito antes de que mamá se levante. He despertado a Peter. Estará vestido tan pronto como nosotras.

Así que se vistieron en silencio y rápidamente. Por supuesto, no había agua en su habitación, así que cuando bajaron se lavaron todo lo que creyeron necesario bajo el chorro de la bomba del patio. Uno bombeaba y el otro lavaba.

Fue salpicado, pero interesante.

—Es mucho más divertido que lavarse en la palangana —dijo Roberta—. ¡Cómo brillan las malas hierbas entre las piedras, y el musgo en el tejado… oh, y las flores!

El tejado de la cocina trasera era bastante bajo. Era de paja y tenía musgo, azahares, uñas de gato y alelíes, e incluso una mata de flores moradas en la esquina más alejada.

—Esto es mucho, mucho más bonito que Villa Edgecombe —dijo Phyllis—. Me pregunto cómo será el jardín.

—No debemos pensar en el jardín todavía —dijo Roberta con seria energía—. Entremos y empecemos a trabajar.

Encendieron el fuego, pusieron la tetera y dispusieron la vajilla para el desayuno; no encontraban todas las cosas adecuadas, pero un cenicero de cristal hacía de excelente salero, y una lata de horno nueva parecía que serviría para poner pan, si tenían.

Cuando les pareció que ya no podían hacer nada más, salieron de nuevo a la fresca y luminosa mañana.

—Ahora iremos al jardín —dijo Peter. Pero no encontraban el jardín. Dieron una y otra vuelta a la casa. El patio ocupaba la parte trasera, y al otro lado había establos y dependencias. Por los otros tres lados la casa se erguía simplemente en un campo, sin un metro de jardín que la dividiera del corto césped liso. Sin embargo, la noche anterior habían visto el muro del jardín.

Era una zona montañosa. Abajo podían ver la línea del ferrocarril y la boca negra de un túnel. La estación no estaba a la vista. Un gran puente de altos arcos cruzaba a un extremo del valle.

—No me importa el jardín —dijo Peter—; bajemos a ver las vías del tren. Puede que pasen trenes.

—Podemos verlos desde aquí —dijo Roberta, despacio—; sentémonos un poco.

Así que se sentaron todos en una gran piedra plana y gris que surgía entre la hierba; era una de las muchas que había en la ladera, y cuando mamá salió a buscarlos a las ocho, los encontró profundamente dormidos en un grupo feliz y calentado por el sol.

Habían hecho un fuego excelente y habían puesto la tetera sobre él a eso de las cinco y media. A las ocho ya hacía rato que el fuego estaba apagado, el agua se había evaporado y el fondo de la tetera estaba quemado. Tampoco habían pensado en lavar la vajilla antes de poner la mesa.

—Pero no importa, me refiero a las tazas y platillos —dijo Mamá—. Porque he encontrado otra habitación, había olvidado que había una. ¡Y es mágica! Y he hervido el agua para el té en una cacerola.

La habitación olvidada se abría desde la cocina. En la agitación y la penumbra de la noche anterior, su puerta había sido confundida con la de un armario. Era una pequeña habitación cuadrada, y en su mesa, todo muy bien dispuesto, había un conjunto de carne asada fría, con pan, mantequilla, queso y un pastel.

—¡Pastel para desayunar! —gritó Peter—; ¡qué delicia!

—No es pastel de paloma —dijo Mamá—, es sólo de manzana. Bueno, ésta es la cena que deberíamos haber tenido anoche. Y había una nota de la señora Viney. Su yerno se ha roto un brazo y ella ha tenido que volver pronto a casa. Vendrá esta mañana a las diez.

Fue un desayuno maravilloso. No es habitual empezar el día con pastel de manzana frío, pero todos los niños dijeron que lo preferían a la carne.

—Ya ves que para nosotros es más una cena que un desayuno —dijo Peter, pasando su plato a por más—, porque nos hemos levantado muy temprano.

El día transcurrió ayudando a mamá a desembalar y ordenar las cosas. Las seis piernecitas dolían de tanto correr mientras sus dueñas llevaban la ropa, la vajilla y toda clase de cosas a su sitio. No fue hasta bien entrada la tarde que mamá dijo:

—Ya está. Ya está bien por hoy. Me acostaré una hora para estar fresca como una alondra a la hora de cenar.

Entonces todos se miraron. Cada uno de los tres semblantes expresaba el mismo pensamiento. Ese pensamiento era doble, y consistía, como los trozos de información de la Guía del conocimiento para niños, en una pregunta y una respuesta.

Pregunta: ¿A dónde vamos?

Respuesta: A las vías del tren.

Así que se dirigieron a la vía férrea, y en cuanto arrancaron advirtieron dónde se había escondido el jardín. Estaba justo detrás de los establos y rodeado de un alto muro.

—¡Oh, no te preocupes por el jardín ahora! —gritó Peter—. Mamá me dijo esta mañana dónde estaba. Seguirá allí mañana. Vamos al ferrocarril.

El camino hacia el ferrocarril era cuesta abajo, sobre un césped liso y corto, con arbustos de aliaga y rocas grises y amarillas que sobresalían como cáscaras confitadas en la parte superior de un pastel.

El camino terminaba en una cuesta empinada y una valla de madera, y allí estaba la vía férrea, con los metales brillantes y los cables del telégrafo, los postes y las señales.

Todos subieron a lo alto de la valla, y de pronto se oyó un ruido sordo que les hizo mirar a lo largo de la vía hacia la derecha, donde se abría la oscura boca de un túnel en la cara de un acantilado rocoso; al momento siguiente un tren había salido precipitadamente del túnel con un chillido y un resoplido, y se había deslizado ruidosamente junto a ellos. Sintieron la prisa de su paso, y los guijarros de la vía saltaron y traquetearon bajo su paso.

—¡Oh! —dijo Roberta, dando un largo suspiro—. Era como un dragón desgarrándose. ¿Sentiste cómo nos abanicaba con sus alas calientes?

—Supongo que la guarida de un dragón podría parecerse mucho a ese túnel desde fuera —dijo Phyllis.

Pero Peter dijo:

—Nunca pensé que llegaríamos a estar tan cerca de un tren como ahora. ¡Es el deporte más alocado!

—Mejor que las locomotoras de juguete, ¿verdad? —dijo Roberta.

(Estoy cansado de llamar a Roberta por su nombre. No veo por qué debería hacerlo. Nadie más lo hacía. Todos los demás la llamaban Bobbie, y no veo por qué yo no debería hacerlo).

—No sé; es diferente —dijo Peter—. Parece tan extraño ver TODO un tren. Es muy alto, ¿verdad?

—Siempre los hemos visto cortados por la mitad por los andenes —dijo Phyllis.

—Me pregunto si ese tren iba a Londres —dijo Bobbie—. Londres es donde está Papá.

—Bajemos a la estación y averigüémoslo —dijo Peter.

Así que fueron.

Caminaron por el borde de la línea y oyeron el zumbido de los cables telegráficos sobre sus cabezas. Cuando estás en el tren, parece que hay muy poca distancia entre poste y poste, y uno tras otro los postes parecen alcanzar a los cables casi más rápido de lo que puedes contarlos. Pero cuando tienes que caminar, los postes parecen pocos y distantes entre sí.

Pero los niños llegaron por fin a la estación.

Ninguno de ellos había estado nunca en una estación, salvo para tomar un tren, o tal vez para esperarlo, y siempre con la presencia de adultos, adultos que no estaban interesados en las estaciones, salvo como lugares de los que deseaban escapar.

Nunca antes habían pasado tan cerca de una caja de señales como para notar los cables y oír el misterioso “ping, ping”, seguido del fuerte y firme chasquido de la maquinaria.

Los propios durmientes sobre los que yacían los rieles eran un camino delicioso por el que viajar, lo bastante separados como para servir de peldaños en un juego de torrentes espumosos organizado apresuradamente por Bobbie.

Luego se llegaba a la estación, no a través de la oficina de reservas, sino de forma libre por el extremo inclinado del andén. Esto en sí mismo era una alegría.

También fue una alegría asomarse a la habitación de los botones y guardagujas, donde están las lámparas, y el almanaque del ferrocarril en la pared, y un botones medio dormido detrás de un papel.

En la estación había un gran número de líneas de cruce; algunas de ellas entraban en un patio y se detenían en seco, como si estuvieran cansadas del negocio y quisieran retirarse para siempre. A un lado había un gran montón de carbón; no un montón suelto, como los que se ven en las carboneras, sino una especie de edificio sólido de carbón, con grandes bloques cuadrados de carbón en el exterior, utilizados como si fueran ladrillos, y amontonados hasta que el montón parecía el dibujo de las Ciudades de la Llanura en “Historias de la Biblia para niños”. Había una línea de cal cerca de la parte superior del muro de carbón.

Cuando el Guarda salió de su cuarto al oír dos veces el tintineo de un gong en la puerta de la estación, Peter le preguntó:

—¿Cómo está usted? —con sus mejores modales; y se apresuró a preguntar para qué servía la marca blanca en el carbón.

—Para marcar cuánto carbón hay —dijo el Guarda—, y así sabremos si alguien lo roba. Así que no se vaya con nada en sus bolsillos, joven caballero.

Aquello no parecía más que una alegre broma, y Peter se dio cuenta enseguida de que el Guarda era un tipo amistoso y sin tonterías. Pero más tarde las palabras volvieron a Peter con un nuevo significado.

¿Has entrado alguna vez en la cocina de una granja un día de repostería y has visto la gran vasija de masa que se ponía a fermentar junto al fuego? Si es así, y si en aquella época aún eras lo bastante joven para interesarte por todo lo que veías, recordarás que no pudiste resistir la tentación de meter el dedo en la masa blanda que se curvaba dentro de la olla como una seta gigante. Y recordarás que tu dedo hizo una abolladura en la masa y que, poco a poco, la abolladura desapareció y la masa volvió a tener el mismo aspecto que antes de que la tocaras. A no ser, claro está, que tu mano estuviera muy sucia, en cuyo caso, naturalmente, quedaría una pequeña marca negra.

Pues bien, así fue con la pena que los niños habían sentido por la marcha de Papá y por la infelicidad de mamá. Les causó una profunda impresión, pero no duró mucho.

Pronto se acostumbraron a estar sin Papá, aunque no lo olvidaron; y se acostumbraron a no ir a la escuela, y a ver muy poco a Mamá, que ahora estaba casi todo el día encerrada en su cuarto de arriba escribiendo, escribiendo, escribiendo. Bajaba a la hora del té y leía en voz alta los cuentos que había escrito. Eran cuentos preciosos.

Las rocas, las colinas, los valles, los árboles, el canal y, sobre todo, el ferrocarril, eran tan nuevos y tan agradables que el recuerdo de la antigua vida en la villa llegó a parecer casi un sueño.

Mamá les había dicho más de una vez que ahora eran “bastante pobres”, pero no parecía más que una forma de hablar. La gente mayor, incluso las madres, suelen hacer comentarios que no parecen significar nada en particular, sólo por decir algo, aparentemente. Siempre había suficiente para comer, y llevaban el mismo tipo de ropa bonita de siempre.

Pero en junio llegaron tres días húmedos; la lluvia caía, recta como lanzas, y hacía mucho, mucho frío. Nadie podía salir y todos tiritaban. Todos se acercaron a la puerta de la habitación de mamá y llamaron.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó Madre desde dentro.

—Madre —dijo Bobbie—, ¿no puedo encender un fuego? Yo sé cómo.

Y Mamá dijo:

—No, mi cariño. No debemos encender fuego en junio, el carbón es muy caro. Si tienes frío, vete a dar un buen revolcón al desván. Eso te calentará.

—Pero Madre, sólo se necesita poco carbón para hacer fuego.

—Es más de lo que podemos permitirnos, cariño —dijo Mamá alegremente—. Ahora, salgan corriendo, queridos; ¡estoy muy ocupada!

—Mamá siempre está ocupada ahora —dijo Phyllis a Peter en un susurro. Peter no contestó. Se encogió de hombros. Estaba pensando.

El pensamiento, sin embargo, no podía apartarse por mucho tiempo del mobiliario adecuado para la guarida de un bandido en el desván. Peter era el bandido, por supuesto. Bobbie era su lugarteniente, su banda de ladrones de confianza y, a su debido tiempo, el padre de Phyllis, que era la doncella capturada por la que se pagó sin vacilar un magnífico rescate, en habas.

Todos bajaron a tomar el té sonrojados y alegres, como cualquier bandolero de montaña.

Pero cuando Phyllis iba a añadir mermelada a su pan con mantequilla, mamá dijo:

—Mermelada O mantequilla, querida; no mermelada Y mantequilla. Hoy en día no podemos permitirnos un lujo tan imprudente.

Phyllis se terminó la rebanada de pan con mantequilla en silencio, y siguió con pan y mermelada. Peter mezcló sus pensamientos con un té suave.

Después del té volvieron al desván y dijo a sus hermanas:

—Tengo una idea.

—¿De qué se trata? —le preguntaron cortésmente.

—No les diré —fue la inesperada respuesta de Peter.

—Oh, muy bien —dijo Bobbie. Y Phil dijo:

—No lo hagas, entonces.

—Las chicas —dijo Peter—, siempre tienen un temperamento apresurado.

—Me gustaría saber qué son los niños —dijo Bobbie, con fino desdén—. No quiero saber nada de tus tontas ideas.

—Algún día lo sabrás —dijo Peter, manteniendo la compostura gracias a lo que parecía ser un milagro—. Si no hubieras tenido tantas ganas de discutir, podría haberte dicho que sólo la nobleza del corazón me obligó a no contarte mi idea. Pero ahora no te diré nada en absoluto al respecto… ¡así que ya está!

Y, en efecto, pasó algún tiempo antes de que pudiera ser inducido a decir algo, y cuando lo hizo no fue gran cosa. Dijo:

—La única razón por la que no te cuento la idea que voy a hacer es porque PUEDE estar mal, y no quiero arrastrarte a ello.

—No lo hagas si está mal, Peter —dijo Bobbie—; déjame hacerlo a mí.

Pero Phyllis dijo:

—¡Me gustaría hacer mal si TÚ vas a hacerlo!

—No —dijo Peter, bastante conmovido por esta devoción—. Es apenas una leve esperanza, y yo voy a llevarla a cabo. Lo único que les pido es que, si Mamá pregunta dónde estoy, no le cuenten.

—No tenemos nada que decir —dijo Bobbie, indignada.

—¡Oh, sí, sí tienen! —dijo Peter, dejando caer habas entre sus dedos—. He confiado en ti hasta la muerte. Sabes que voy a hacer una aventura en solitario… y alguno podría pensar que está mal… pero yo no. Y si Mamá pregunta dónde estoy, di que estoy jugando a las minas.

—¿Qué tipo de minas?

—Sólo digan minas.

—Podrías decírnoslo, Pete.

—Bueno, entonces, minas de CARBÓN. Pero no dejes que esa palabra salga de tus labios con pena de tortura.

—No hace falta que amenaces —dijo Bobbie—, y creo que podrías dejarnos ayudar.

—Si encuentro una mina de carbón, me ayudarán a acarrearlo —se dignó a prometer Peter.

—Guarda tu secreto si quieres —dijo Phyllis.

—Guárdalo si PUEDES —dijo Bobbie.

—Lo guardaré, de acuerdo —dijo Peter.

Entre el té y la cena hay un intervalo, incluso en las familias más ávidamente reguladas. A esa hora mamá solía estar escribiendo, y la señora Viney se había ido a casa.

Dos noches después de que se le ocurriera la idea a Peter, éste hizo una seña misteriosa a las muchachas a la hora del crepúsculo.

—Vengan conmigo —dijo—, y traigan el Carro Romano.

El Carro Romano era un viejo cochecito que había pasado años retirado en el desván de la cochera. Los niños lo habían engrasado hasta que se deslizaba silencioso como una bicicleta neumática, y respondía al timón como probablemente lo había hecho en sus mejores tiempos.

—Sigan a su intrépido líder —dijo Peter, y encabezó la bajada de la colina hacia la estación.

Justo encima de la estación, muchas rocas habían asomado la cabeza entre la hierba como si, al igual que los niños, estuvieran interesadas en el ferrocarril.

En un pequeño hueco entre tres rocas había un montón de zarzas secas y brezo.

Peter se detuvo, revolvió la maleza con una bota muy arañada y dijo:

—Aquí está el primer carbón de la mina de San Peter. Lo llevaremos a casa en el carro. Puntualidad y prontitud. Todos los pedidos cuidadosamente atendidos. Cualquier trozo cortado a la medida de los clientes habituales.

El carro estaba lleno de carbón. Y una vez embalado, hubo que desembalarlo de nuevo porque pesaba tanto que los tres niños no podían subirlo a la colina, ni siquiera cuando Peter se enganchó al asa con sus tirantes y, agarrándose firmemente la cintura con una mano, tiró mientras las niñas empujaban detrás.

Hubo que hacer tres viajes antes de que el carbón de la mina de Peter se añadiera al montón de carbón de mamá en el sótano.

Después Peter salió solo y volvió muy negro y misterioso.

—He estado en mi mina de carbón —dijo—. Mañana por la tarde traeremos a casa los diamantes negros en el carro.

Fue una semana más tarde cuando la señora Viney comentó a mamá lo bien que estaba aguantando este último lote de carbón.

Los niños se abrazaron a sí mismos y entre sí en complicados retorcimientos de risa silenciosa mientras escuchaban en las escaleras. Todos habían olvidado ya que Peter había dudado alguna vez de que la minería del carbón fuera mala.

Pero llegó una noche espantosa en que el Guarda se puso un par de viejas zapatillas que había usado en la playa durante sus vacaciones de verano, y salió sigilosamente al patio donde estaba el montón de carbón de Sodoma y Gomorra, con la línea de cal alrededor. Se arrastró hasta allí y esperó como un gato junto a una ratonera. En lo alto de la pila, algo pequeño y oscuro escarbaba y traqueteaba furtivamente entre el carbón.

El Guarda se ocultó a la sombra de una furgoneta de frenos que tenía una pequeña chimenea de hojalata y estaba rotulada:

G.N. y S.R.

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Y en este escondite permaneció hasta que la pequeña cosa en lo alto de la pila dejó de revolverse y traquetear, se acercó al borde de la pila, se dejó caer cautelosamente y levantó algo tras de sí. Entonces se levantó el brazo del Guarda, la mano de éste cayó sobre un cuello, y allí estaba Peter firmemente sujeto por la chaqueta, con una vieja bolsa de carpintero llena de carbón en su tembloroso apretón.

—Así que por fin te he pillado, joven ladrón —dijo el Guarda.

—No soy un ladrón —dijo Peter, tan firmemente como pudo—. Soy un minero del carbón.

—Díselo a los Marines —dijo el Guarda.

—Sería igual de cierto a quien se lo dijera —dijo Peter.

—Ahí tienes razón —dijo el hombre que lo sujetaba—. Cierra la boca, rotoso, y ven a la estación.

—Oh, no —gritó en la oscuridad una voz agonizante que no era la de Peter.

—¡La comisaría no! —dijo otra voz desde la oscuridad.

—Todavía no —dijo el Guarda—. Primero a la estación de ferrocarril. Es una banda completa. ¿Alguno más?

—Sólo nosotros —dijeron Bobbie y Phyllis, saliendo de la sombra de otro camión rotulado Staveley Colliery, y que llevaba en él la leyenda en tiza blanca “Se busca en la carretera número 1”.

—¿Qué creen que hacen espiando a un tipo como yo? —dijo Peter enojado.

—Es hora de que alguien te espíe, creo —dijo el Guarda—. Vamos a la estación.

—¡Oh, NO! —dijo Bobbie—. ¿No puedes decidir AHORA lo que nos harás? Es culpa nuestra tanto como de Peter. Ayudamos a llevarnos el carbón y sabíamos de dónde lo había sacado.

—No, no lo sabían —dijo Peter.

—Sí, lo sabíamos —dijo Bobbie—. Lo supimos todo el tiempo. Sólo fingimos que no lo sabíamos para complacerte.

Peter estaba hasta la coronilla. Había extraído carbón, había encontrado carbón, le habían pillado y ahora se enteraba de que sus hermanas le habían seguido la corriente.

—¡No me agarre! —dijo—. No me escaparé.

El Guarda soltó el cuello de Peter, encendió una cerilla y a la luz parpadeante los miró.

—Vaya —dijo—, son los niños de las Tres Chimeneas de allá arriba. Y tan bien vestidos. Díganme ahora, ¿qué les hizo hacer semejante cosa? ¿No han ido nunca a la iglesia, ni han aprendido el catecismo, ni nada, para no saber que robar es una maldad?

Ahora hablaba mucho más suavemente. Y Peter dijo:

—No creí que fuera un robo. Estaba casi seguro de que no lo era. Pensé que, si lo tomaba de la parte exterior del montón, tal vez lo sería. Pero en el medio pensé que podía considerarlo sólo minería. Tardarás miles de años en quemar todo ese carbón y llegar a las partes centrales.

—No del todo. Pero, ¿lo hiciste de broma o qué?

—No me hizo mucha gracia acarrear esa bestia pesada colina arriba —dijo Peter indignado.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —la voz del Guarda era mucho más amable ahora, y Peter contestó:

—¿Recuerdas aquel día húmedo? Bueno, Mamá dijo que éramos demasiado pobres para tener fuego. Siempre teníamos fuego cuando hacía frío en la otra casa, y…

—¡NO! —interrumpió Bobbie en un susurro.

—Bueno —dijo el Guarda, frotándose la barbilla pensativamente—. Les diré lo que haré. Haré la vista gorda esta vez. Pero recuerda, joven caballero, robar es robar, y lo que es mío no es tuyo, lo llames minería o no. Vuelvan a casa.

—¿Quieres decir que no nos vas a hacer nada? Bueno, eres un santo —dijo Peter, con entusiasmo.

—Eres un encanto —dijo Bobbie.

—Eres muy bueno —dijo Phyllis.

—Está bien —dijo el Guarda.

Y así se separaron.

—No me hablen —dijo Peter, mientras los tres subían la colina—. Son espías y traidoras. Eso es lo que son.

Pero las chicas estaban demasiado contentas de tener a Peter entre ellas, a salvo y libre, y de camino a Tres Chimeneas y no a la comisaría de policía, como para que les importara mucho lo que dijera.

—Dijimos que nosotras habíamos sido tan culpables como tú —dijo Bobbie suavemente.

—Bueno… y no fue así.

—Habría llegado a lo mismo en la Corte con los jueces. No seas sarcástico, Peter. No es culpa nuestra que tus secretos sean tan fáciles de descubrir —dijo Phyllis, y lo tomó del brazo, pero Peter se soltó.

—De todos modos, hay muchísimo carbón en el sótano —continuó.

—¡Oh, no! —dijo Bobbie—. No creo que debamos alegrarnos por ESO.

—No lo sé —dijo Peter, animándose—. No estoy nada seguro de que la minería sea un crimen; ni siquiera ahora.

Pero las chicas estaban bastante seguras. Y también estaban seguras de que él lo estaba, por poco que le importara reconocerlo.


Capítulo 3: El viejo caballero

Después de la aventura de la mina de carbón de Peter, a los niños les pareció bien mantenerse alejados de la estación, pero no lo hicieron; no podían mantenerse alejados del ferrocarril. Habían vivido toda su vida en una calle donde los taxis y los ómnibus pasaban a todas horas, y los carros de los carniceros, panaderos y fabricantes de velas (nunca vi el carro de un fabricante de velas, ¿y tú?) podían aparecer en cualquier momento. Aquí, en el profundo silencio del país dormido, lo único que pasaba eran los trenes. Parecían ser lo único que quedaba para vincular a los niños con la vieja vida que una vez había sido suya. Bajando la colina frente a Tres Chimeneas, el paso diario de sus seis pies comenzó a marcar un camino a través de la crujiente y corta hierba. Empezaron a conocer las horas a las que pasaban ciertos trenes y les pusieron nombres. El de las 9:15 se llamaba Dragón Verde. El que bajaba a las 10:7 era el Gusano de Wantley. El expreso urbano de medianoche, cuyo chillido a veces los despertaba de su sueño al oírlo, era el temible Vuela-de-noche. Peter se levantó una vez, bajo la fría luz de las estrellas y, espiando a través de las cortinas, le puso nombre en el acto.

Fue en el Dragón Verde que el viejo caballero viajó. Era un anciano de aspecto muy agradable, y también parecía simpático, que no es lo mismo. Tenía la cara fresca y bien afeitada y el pelo blanco, y llevaba unos cuellos bastante raros y un sombrero de copa que no era exactamente el mismo que el de los demás. Por supuesto, los niños no vieron todo esto al principio. De hecho, lo primero que les llamó la atención del anciano fue su mano.

Fue una mañana en que estaban sentados en la valla esperando al Dragón Verde, que llevaba tres minutos y cuarto de retraso según el reloj Waterbury que le habían regalado a Peter en su último cumpleaños.

—El Dragón Verde va hacia donde está Papá —dijo Phyllis—; si fuera un dragón de verdad, podríamos detenerlo y pedirle que lleve nuestro amor a Papá.

—Los dragones no llevan el amor de la gente —dijo Peter—, Están para cosas más importantes.

—Sí lo hacen, si primero los domesticas bien. Traen y llevan como si fueran spaniels —dijo Phyllis—, y se alimentan de tu mano. Me pregunto por qué Papá nunca nos escribe.

—Mamá dice que ha estado muy ocupado —dijo Bobbie—, pero nos escribirá pronto, dice.

—Yo digo —sugirió Phyllis—, saludemos todos al Dragón Verde cuando pase. Si es un dragón mágico, entenderá y llevará nuestro amor a Padre. Y si no lo es, tres saludos no son mucho. Nunca los echaremos de menos.

Así que cuando el Dragón Verde salió gritando de la boca de su oscura guarida, que era el túnel, los tres niños se encaramaron a la barandilla y agitaron sus pañuelos de bolsillo sin pararse a pensar si eran pañuelos limpios o todo lo contrario. De hecho, eran todo lo contrario.

Y desde un vagón de primera clase, una mano les devolvió el saludo. Una mano muy limpia. Sostenía un periódico. Era la mano del viejo caballero.

Después de esto, se hizo costumbre que los niños y el tren de las 9:15 se saludaran.

Y a los niños, sobre todo a las niñas, les gustaba pensar que tal vez el viejo caballero conocía a papá, y que se encontraría con él «en el trabajo», dondequiera que estuviese aquel sombrío refugio, y le contaría cómo sus tres hijos estaban en una barandilla, allá lejos, en el verde campo, y lo saludaban con la mano todas las mañanas, con lluvia o con buen tiempo.

Ahora podían salir a la calle con todo tipo de condiciones meteorológicas, como nunca les habrían permitido cuando vivían en su casona anterior. Esto era obra de Tía Emma, y los niños sentían cada vez más que no habían sido del todo justos con aquella tía tan poco agraciada, cuando descubrían lo útiles que eran las largas polainas y los abrigos impermeables que habían provocado que se burlaran de ella por comprarlos.

Durante todo este tiempo, Mamá estuvo muy ocupada escribiendo. Solía enviar muchos sobres azules con historias, y le llegaban sobres grandes de diferentes tamaños y colores. A veces, al abrirlos, suspiraba y decía:

—Otra historia que vuelve a casa. ¡Oh, querido, oh, querido! —y entonces los niños lo lamentaban mucho.

Pero a veces agitaba el sobre en el aire y decía:

—¡Hurra, hurra! He aquí un editor sensato. Ha aceptado mi historia y ésta es la prueba.

Al principio los niños pensaban que “la prueba” era la carta que el editor sensato había escrito, pero pronto se dieron cuenta de que la prueba eran largas tiras de papel con la historia impresa en ellas.

Cuando un redactor era sensato, había bollos para merendar.

Un día, Peter iba al pueblo a comprar bollos para celebrar la sensatez del director del Globo de los Niños, cuando se encontró con el Guarda.

Peter se sentía muy incómodo, pues había tenido tiempo de pensar en el asunto de la mina de carbón. No quiso decir “Buenos días” al Guarda, como se suele hacer con cualquiera que uno se encuentra en una carretera solitaria, porque tenía la acalorada sensación, que le llegaba hasta los oídos, de que al Guarda no le gustaría hablar con una persona que había robado carbón. “Robado” es una palabra desagradable, pero Peter pensó que era la correcta. Así que bajó la mirada y no dijo nada.

Fue el Guarda quien dijo “Buenos días” al pasar. Y Peter le contestó:

—Buenos días.

Entonces pensó: “Tal vez no sepa quién soy a la luz del día, o no sería tan cortés”.

Y no le gustó la sensación que le produjo pensar esto. Entonces, antes de saber lo que iba a hacer, echó a correr tras el Guarda, que se detuvo al oír las apresuradas botas de Peter crujiendo en la carretera, y acercándose a él muy jadeante y con las orejas ya de color magenta, dijo:

—No quiero que sea educado conmigo si no me reconoce al verme.

—¿Qué? —dijo el Guarda.

—Pensé que tal vez no sabía que era yo quien recogía los carbones —continuó Peter—, cuando dijo usted “Buenos días”. Pero lo era, y lo siento. Ya está.

—Vaya —dijo el Guarda—, no pensaba en absoluto en los preciados carbones. Lo pasado, pasado está. Y ¿a dónde vas con tanta prisa?

—Voy a comprar bollos para el té —dijo Peter.

—Creí que eran muy pobres —dijo el Guarda.

—Así es —dijo Peter confidencialmente—, pero siempre tenemos tres peniques en medios peniques para el té cada vez que Madre vende un cuento o un poema o cualquier cosa.

—Oh —dijo el Guarda—, así que tu madre escribe cuentos, ¿verdad?

—Los más hermosos que jamás haya leído —dijo Peter.

—Deberías estar muy orgulloso de tener una madre tan inteligente.

—Sí —dijo Peter—, pero solía jugar más con nosotros antes de ser tan lista.

—Bueno —dijo el Guarda—, debo irme. Visítanos en la Estación cuando te apetezca. Y en cuanto al carbón, es una palabra que… bueno… nunca la mencionemos, ¿sí?

—Gracias —dijo Peter—. Me alegro mucho de que todo se haya aclarado entre nosotros—. Y cruzó el puente del canal para ir al pueblo a buscar los bollos, sintiéndose más a gusto en su mente de lo que se había sentido desde que la mano del Guarda se había posado en su cuello aquella noche entre los carbones.

Al día siguiente, cuando saludaron a su padre por partida triple junto al Dragón Verde, y el viejo caballero les devolvió el saludo como de costumbre, Peter encabezó con orgullo la marcha hacia la estación.

—Pero ¿deberíamos? —dijo Bobbie.

—Después de lo del carbón, quiere decir —explicó Phyllis.

—Ayer me encontré con el Guarda —dijo Peter en tono despreocupado, y fingió no oír lo que Phyllis había dicho—; nos invitó expresamente a bajar cuando quisiéramos.

—¿Después de lo del carbón? —repitió Phyllis—. Espera un momento. Se me ha vuelto a desatar el cordón de la bota.

—Siempre se vuelve a desatar —dijo Peter—. Y el Guarda era más caballero de lo que tú nunca serás, Phil, tirando carbón a la cabeza de un tipo de esa manera.

Phyllis se ató los cordones de las botas y continuó en silencio, pero sus hombros temblaban y en ese momento una lágrima gorda cayó de su nariz y salpicó el metal de la vía férrea. Bobbie la vio.

—¿Qué te pasa, querida? —dijo, deteniéndose en seco y rodeando con el brazo los hombros agitados.

—Me ha llamado descortés —sollozó Phyllis—. Nunca lo llamé descortés, ni siquiera cuando ató a mi Clorinda al montón de leña y la quemó en la hoguera por mártir.

En efecto, Peter había perpetrado aquel ultraje uno o dos años antes.

—Bueno, tú empezaste, ya sabes —dijo Bobbie con honestidad—, con lo del carbón y todo eso. ¿No crees que sería mejor que ambos desdijeran todo, y dejar que el honor quede satisfecho?

—Lo haré si Peter quiere —dijo Phyllis moqueando.

—De acuerdo —dijo Peter—, el honor está satisfecho. Toma, usa mi pañuelo, Phil, por el amor de Dios, si has perdido los tuyos como de costumbre. Me pregunto qué haces con ellos.

—Usaste mi último —dijo Phyllis indignada—, para atar con él la puerta de la cajonera. Pero eres muy desagradecido. Es muy cierto lo que dice el poemario sobre que más afilado que una serpiente es tener un hijo desdentado; pero quiere decir desagradecido cuando dice desdentado. La Srta. Lowe me lo dijo.

—Está bien —dijo Peter impaciente—. Lo siento. ¡AHÍ TIENES! Ahora, ¿podemos irnos?

Llegaron a la estación y pasaron dos alegres horas con el Guarda. Era un hombre digno y parecía no cansarse nunca de responder a las preguntas que empiezan por “¿Por qué?”, de las que a menudo parecen cansarse muchas personas en los rangos superiores de la vida.

Les contó muchas cosas que no sabían: por ejemplo, que los enganches de los vagones se llaman acoplamientos, y que los tubos que cuelgan de los acoplamientos, como grandes serpientes, sirven para detener el tren.

—Si pudieses agarrar uno de ellos cuando el tren está en marcha y separarlo —dijo—, ella se pararía de repente.

—¿Quién es ella? —dijo Phyllis.

—El tren, por supuesto —dijo el Guarda. Después de eso, el tren nunca volvió a ser “Eso” para los niños.

—Y ya saben lo que dice en los vagones: “Cinco libras de multa por uso indebido”. Si lo usas indebidamente, el tren se detiene.

—¿Y si lo usas correctamente? —dijo Roberta.

—Se detendría igual, supongo —dijo—, pero no es apropiado usarla a menos que te estén asesinando. Había una vez una anciana a la que alguien le dijo que era una campana de refresco, y ella la usó indebidamente, sin estar en peligro de muerte, aunque hambrienta, y cuando el tren se detuvo y el guarda llegó esperando encontrar a alguien en los estertores de sus últimos momentos, ella dijo: “Oh, por favor, señor, tomaré un vaso de cerveza negra y un bollo de Bath”. Y el tren iba con siete minutos de retraso. 

—¿Qué le dijo el guardia a la anciana?

—No lo sé —contestó el Guarda—, pero creo que ella no lo olvidó enseguida, fuera lo que fuese.

En una conversación tan amena, el tiempo pasó demasiado deprisa.

El Jefe de Estación salió una o dos veces de aquel sagrado templo interior situado detrás del lugar donde está el agujero por el que te venden los billetes, y se mostró de lo más jovial con todos ellos.

—Como si nunca se hubiera descubierto lo del carbón —susurró Phyllis a su hermana.

Le dio una naranja a cada uno y prometió llevarlos a la cabina de señales un día de éstos, cuando no estuviera tan ocupado.

Varios trenes pasaron por la estación, y Peter se dio cuenta por primera vez de que las locomotoras llevaban números, como las cabinas.

—Sí —dijo el Guarda—, conocí a un joven que solía anotar los números de cada una que veía; en un cuaderno verde con esquinas de plata, porque a su padre le iba muy bien con su negocio de papelería al por mayor.

Peter pensó que él también podía anotar números, aunque no fuera hijo de un papelero mayorista. Como por casualidad no tenía un cuaderno de cuero verde con esquinas de plata, el Guarda le dio un sobre amarillo y en él anotó:

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y sintió que era el comienzo de lo que sería una colección de lo más interesante.

Aquella noche, durante el té, preguntó a mamá si tenía un cuaderno de cuero verde con las esquinas plateadas. No tenía, pero cuando se enteró para qué lo quería, le dio uno pequeño y negro.

—Tiene algunas páginas arrancadas —dijo—, pero caben bastantes números, y cuando esté lleno te daré otro. Me alegro mucho de que te guste el ferrocarril. Sólo que, por favor, no debes caminar por las vías.

—¿Ni siquiera si miramos hacia donde viene el tren? —preguntó Peter, tras una sombría pausa, en la que se intercambiaron miradas de desesperación.

—No, de verdad que no —dijo Madre.

Entonces Phyllis dijo:

—Mamá, ¿tú nunca caminaste por las vías del tren cuando eras pequeña?

Madre era honesta y honorable, así que tuvo que decir que sí.

—Bueno, entonces… —dijo Phyllis.

—Pero, queridos, no saben el cariño que les tengo. ¿Qué haría si se hicieran daño?

—¿Nos quieres más que la abuela cuando eras pequeña? —preguntó Phyllis. Bobbie le hizo señas para que se detuviera, pero Phyllis nunca veía las señales, por muy claras que fueran.

Mamá no contestó durante un minuto. Se levantó para poner más agua en la tetera.

—Nadie —dijo finalmente—, ha querido nunca a nadie más de lo que mi madre me ha querido a mí.

Luego volvió a quedarse callada, y Bobbie le dio una fuerte patada a Phyllis por debajo de la mesa, porque Bobbie comprendía un poco los pensamientos que hacían que mamá estuviera tan callada: los pensamientos de la época en que mamá era una niña pequeña y era todo el mundo para SU madre. Parece tan fácil y natural acudir a mamá cuando uno tiene problemas. Bobbie comprendió un poco cómo la gente no deja de acudir a sus madres cuando tiene problemas, ni siquiera cuando es mayor, y creyó saber un poco lo que debe ser estar triste y no tener ya una madre a la que acudir.

Así que pateó a Phyllis, quien dijo:

—¿Por qué me pateas así, Bob?

Y entonces mamá se rio un poco, suspiró y dijo:

—Muy bien. Sólo déjenme asegurarme de que saben por dónde vienen los trenes, y no caminen por la línea cerca del túnel o cerca de las curvas.

—Los trenes van hacia la izquierda, como los carros —dijo Peter—, así que, si nos mantenemos a la derecha, seguro que los vemos venir.

—Muy bien —dijo Mamá, y me atrevo a decir que piensan que no debería haberlo dicho. Pero se acordó de cuando era niña y lo dijo, y ni sus propios hijos, ni ustedes, ni ningún otro niño del mundo, podrán comprender jamás lo que le costó hacerlo. Sólo algunos de ustedes, como Bobbie, pueden entender un poquito.

Al día siguiente, Mamá tuvo que guardar cama porque le dolía mucho la cabeza. Le ardían las manos, no quería comer nada y le dolía mucho la garganta.

—Si yo fuera tú, Ma —dijo la señora Viney—, llamaría al médico. Hay un montón de enfermedades contagiosas por ahí ahora mismo. La mayor de mi hermana tuvo un resfriado que se le metió por dentro hace dos años, por Navidad, y desde entonces no ha vuelto a ser la misma.

Mamá no quiso al principio, pero por la tarde se sintió tan mal que enviaron a Peter a la casa del pueblo que tenía tres laburnum junto a la puerta, y en la puerta una placa de latón con el nombre de W. W. Forrest, doctor en medicina.

W. W. Forrest, doctor en medicina, vino enseguida. Habló con Peter durante el camino de vuelta. Parecía un hombre encantador y sensato, interesado en ferrocarriles, conejos y cosas realmente importantes.

Cuando vio a Mamá, dijo que era gripe.

—Ahora, Señorita Seria —le dijo en el vestíbulo a Bobbie—, supongo que querrás ser jefa de enfermeras.

—Por supuesto —dijo.

—Bien, entonces, enviaré algunas medicinas. Mantén un buen fuego. Ten preparado un té fuerte de carne para dárselo en cuanto le baje la fiebre. Ahora puede tomar uvas, esencia de carne, agua con gas y leche, y será mejor que le traigas una botella de coñac. El mejor coñac. El coñac barato es peor que el veneno.

Ella le pidió que lo escribiera todo, y él lo hizo.

Cuando Bobbie le enseñó a Mamá la lista que había escrito, Mamá se rio. Era una risa, decidió Bobbie, aunque bastante extraña y débil.

—Tonterías —dijo Mamá, tumbada en la cama con los ojos como cuentas—. No puedo permitirme toda esa basura. Dile a la señora Viney que ponga a hervir dos libras de pescuezo para vuestras cenas de mañana, y yo puedo tomar un poco del caldo. Sí, me gustaría un poco más de agua ahora, amor. ¿Me traes una palangana y me pasas una esponja por las manos?

Roberta obedeció. Cuando hubo hecho todo lo posible para que Mamá se sintiera menos incómoda, bajó con los demás. Tenía las mejillas muy coloradas, los labios apretados y los ojos casi tan brillantes como los de mamá.

Les contó lo que había dicho el Doctor y lo que había dicho Mamá.

—Y ahora —dijo ella cuando lo hubo contado todo—, no hay nadie más que nosotros para hacer nada, y tenemos que hacerlo. Tengo el chelín para el cordero.

—Podemos prescindir de la bestial carne de cordero —dijo Peter—, el pan y la mantequilla mantendrán la vida. La gente ha vivido con menos en islas desiertas muchas veces.

—Por supuesto —dijo su hermana. Y enviaron a la Señora Viney al pueblo a comprar todo el coñac, el agua con gas y el té de carne que pudiera comprar con un chelín.

—Pero, aunque nunca tengamos nada que comer —dijo Phyllis—, no puedes conseguir todas esas otras cosas con el dinero de nuestra cena.

—No —dijo Bobbie frunciendo el ceño—, debemos encontrar alguna otra manera. Ahora PENSEMOS, todos, todo lo que podamos.

Pensaron. Y luego hablaron. Y más tarde, cuando Bobbie había subido a sentarse con mamá por si quería algo, los otros dos estaban muy ocupados con las tijeras y una sábana blanca, un pincel y el bote de pintura negra que la señora Viney usaba para las rejillas y los guardabarros. No consiguieron hacer exactamente lo que deseaban con la primera sábana, así que sacaron otra del armario de la ropa blanca. No se les ocurrió que estaban estropeando sábanas buenas que costaban mucho dinero. Sólo sabían que estaban haciendo un bien, pero lo que estaban haciendo viene después.

La cama de Bobbie había sido trasladada a la habitación de mamá, y durante la noche se levantó varias veces para avivar el fuego y darle a su madre leche y agua con gas. Mamá hablaba mucho consigo misma, pero no parecía significar nada. Una vez se despertó de repente y gritó: “¡Mamá, mamá!”, y Bobbie supo que llamaba a la abuela, y que había olvidado que era inútil llamar, porque la abuela estaba muerta.

De madrugada, Bobbie oyó su nombre, saltó de la cama y corrió a la cabecera de mamá.

—Oh, ah, sí, creo que estaba dormida —dijo Madre—. Mi pobre patito, qué cansada estarás; odio darte tantos problemas.

—¡Problemas! —dijo Bobbie.

—No grites, cariño —dijo Mamá—, estaré bien en uno o dos días.

Y Bobbie dijo:

—Sí —y trató de sonreír.

Cuando uno está acostumbrado a dormir diez horas seguidas, levantarse tres o cuatro veces durante el sueño hace que uno se sienta como si hubiera estado despierto toda la noche.

Bobbie se sentía bastante estúpida y tenía los ojos doloridos y agarrotados, pero arregló la habitación y colocó todo ordenadamente antes de que llegara el doctor.

Fue a las ocho y media.

—¿Todo va bien, Enfermera? —dijo en la puerta principal—. ¿Conseguiste el coñac?

—Tengo el coñac —dijo Bobbie—, en una botellita plana.

—Pero no vi las uvas ni el té de carne —dijo él.

—No —dijo Bobbie con firmeza—, pero las verá mañana. Y hay algo de carne guisándose en el horno para el té de carne.

—¿Quién te dijo que hicieras eso? —preguntó.

—Me fijé en lo que hacía Mamá cuando Phil tenía paperas.

Bien —dijo el Doctor—. Ahora haz que alguien se siente con tu madre, y luego toma un buen desayuno, y vete directamente a la cama y duerme hasta la hora de almorzar. No podemos permitirnos tener a la enfermera jefe enferma.

Era un médico muy agradable.

Aquella mañana, cuando el tren de las 9:15 salió del túnel, el viejo caballero del vagón de primera clase dejó su periódico y se dispuso a saludar con la mano a los tres niños de la valla. Pero esta mañana no había tres. Sólo había uno. Y ése era Peter.

Peter tampoco estaba en la barandilla, como de costumbre. Estaba de pie frente a ellos, en una actitud parecida a la de un feriante que muestra los animales de una exposición, o a la del amable clérigo que señala con una varita las “Escenas de Palestina”, cuando hay una proyección y la está explicando.

Peter también señalaba. Y lo que señalaba era una gran sábana blanca clavada contra la valla. En la hoja había gruesas letras negras de más de treinta centímetros de largo.

Algunas se habían corrido un poco, debido a que Phyllis había puesto la pintura negra con demasiada impaciencia, pero las palabras eran bastante fáciles de leer.

Y esto es lo que el viejo caballero y varias otras personas del tren leyeron en las grandes letras negras de la sábana blanca:

MIRA HACIA LA ESTACIÓN

Mucha gente miró hacia la estación y se sintió decepcionada, pues no vio nada fuera de lo común. El viejo caballero también se asomó y, al principio, no vio nada más extraño que el andén de grava, el sol, los alelíes y las nomeolvides de los bordes de la estación. Sólo vio a Phyllis cuando el tren empezaba a resoplar y a recomponerse para reanudar la marcha. Se había quedado sin aliento de tanto correr.

—Oh —dijo—, pensé que te había perdido. Se me bajaban los cordones de las botas y me caí dos veces. Toma, llévatelo.

Ella le puso una carta caliente y húmeda en la mano mientras el tren se movía.

Él se recostó en su rincón y abrió la carta. Esto es lo que leyó:

“Estimado Sr. No sabemos su nombre. 

Mamá está enferma y el médico dice que le demos lo que hay al final de la carta, pero ella dice que no puede permitérselo, y que nos traigan cordero a nosotros y ella tomará el caldo. Aquí no conocemos a nadie más que a usted, porque Papá no está y no sabemos la dirección. Papá le pagará, o si ha perdido todo su dinero, o lo que sea, Peter le pagará cuando sea un hombre. Lo prometemos por nuestro onor. Estamos en deuda con usted por todas las cosas que Madre quiere.

Firma, Peter

¿Puede darle el paquete al Jefe de Estación, porque no sabemos en qué tren viene? Diga que es para Peter, que lamentaba lo de los carbones, y él lo sabrá. 

Roberta.
Phyllis.

Peter.”

Luego venía la lista de cosas que el Doctor había pedido.

El viejo caballero la leyó una vez y sus cejas se alzaron. La leyó dos veces y sonrió un poco. Cuando la hubo leído tres veces, se la guardó en el bolsillo y siguió leyendo el Times.

Hacia las seis de la tarde llamaron a la puerta de atrás. Los tres niños se apresuraron a abrir, y allí estaba el simpático Guarda, que tantas cosas interesantes les había contado sobre el ferrocarril. Dejó una gran cesta sobre la mesa de la cocina.

—El viejo caballero —dijo—, me pidió que la trajera enseguida.

—Muchas gracias —dijo Peter, y luego, como el Guarda se entretuvo, añadió:

—Siento muchísimo no tener dos peniques para darte como Padre, pero…

—Déjalo, por favor —dijo el Guarda  indignado—. No estaba pensando en nada. Sólo quería decirte que lamento que tu madre no se encuentre bien, y preguntarte cómo se encuentra esta noche, y le he traído un poco de rosa mosqueta, que huele muy bien. Dos peniques —dijo, y sacó un manojo de rosa mosqueta de su sombrero, “como un prestidigitador”, como Phyllis comentó después.

—Muchas gracias —dijo Peter—, y le pido perdón por los dos peniques.

—No me he ofendido —dijo el Guarda falsa pero cortésmente, y se fue.

Entonces los niños abrieron la cesta. Primero había paja, luego virutas finas, y después todas las cosas que habían pedido, y muchas, y luego muchas cosas que no habían pedido; entre otras, melocotones, vino de Oporto y dos pollos, una caja de cartón con grandes rosas rojas de largos tallos, y una botella alta y delgada de agua de lavanda, y tres botellas más pequeñas y gordas de agua de Colonia. También había una carta.

“Queridos Roberta, Phyllis y Peter, aquí tienen las cosas que quieren. Su madre querrá saber de dónde vienen. Díganle que se las envía un amigo que se enteró de que estaba enferma. Cuando se recupere debes contárselo todo, por supuesto. Y si te dice que no deberías haber pedido esas cosas, dile que yo digo que tenías toda la razón, y que espero que me perdone por haberme tomado la libertad de permitirme un gran placer.” 

La carta estaba firmada G. P. algo que los niños no sabían leer.

—Creo que teníamos razón —dijo Phyllis.

—¿Razón? Claro que teníamos razón —dijo Bobbie.

—De todos modos —dijo Peter, con las manos en los bolsillos—, no tengo muchas ganas de contarle a Mamá toda la verdad al respecto.

—No lo haremos hasta que esté bien —dijo Bobbie—, y cuando esté bien seremos tan felices que no nos importará un pequeño alboroto como ése. Oh, ¡mira qué rosas! Tengo que llevárselas.

—Y la rosa mosqueta —dijo Phyllis olfateándola con fuerza—; no te olvides de la rosa mosqueta.

—¡Como si debiera! —dijo Roberta—. Mamá me contó el otro día que había un espeso seto de rosa mosqueta en casa de su madre cuando ella era pequeña.


Capítulo 4: El ladrón de locomotoras

Lo que quedaba de la segunda hoja y la pintura negra quedaron muy bien para hacer una pancarta con la leyenda: “ELLA ESTÁ CASI BIEN, GRACIAS”, y ésta se exhibió en el Dragón Verde unos quince días después de la llegada de la maravillosa cesta. El viejo caballero la vio y saludó alegremente desde el tren. Y una vez hecho esto, los niños se dieron cuenta de que había llegado el momento de contarle a mamá lo que habían hecho cuando estaba enferma. Y no parecía tan fácil como habían pensado. Pero había que hacerlo. Y así se hizo. Mamá estaba muy enfadada. Rara vez se enfadaba, y ahora estaba más enfadada de lo que nunca la habían visto. Fue horrible. Pero fue mucho peor cuando de repente empezó a llorar. Creo que llorar es contagioso, como el sarampión y la tos convulsa. En cualquier caso, todos se encontraron participando en una fiesta de llanto.

La madre se detuvo primero. Se secó los ojos y luego dijo:

—Siento haberme enfadado tanto, queridos, porque sé que no han entendido.

—No queríamos ser traviesos, Mami —sollozó Bobbie, y Peter y Phyllis resoplaron.

—Ahora, escuchen —dijo Mamá—; es muy cierto que somos pobres, pero tenemos suficiente para vivir. No deben ir contándole a todo el mundo nuestros asuntos; no está bien. Y nunca, nunca, nunca pidan a extraños que les den cosas. Recuerden siempre eso, ¿sí?

Todos la abrazaron, frotaron sus húmedas mejillas contra las suyas y prometieron que lo harían.

—Y escribiré una carta a su viejo caballero, y le diré que no lo aprobaba… oh, por supuesto que le agradeceré también su amabilidad. Es a ustedes a quienes no apruebo, queridos, no al viejo caballero. Fue tan amable como pudo haberlo sido. Y pueden darle la carta al Jefe de Estación para que se la dé, y no diremos nada más al respecto.

Después, cuando los niños se quedaron solos, Bobbie dijo:

—¿No es Mamá espléndida? A cualquier otro adulto no se le ocurre decir que lamenta haberse enfadado.

—Sí —dijo Peter—, ES espléndida; pero es bastante horrible cuando se enfada.

—Es como Vengadora y Brillante en la canción —dijo Phyllis—. Me gustaría mirarla si no fuera tan horrible. Se ve tan hermosa cuando está realmente furiosa.

Llevaron la carta al Jefe de Estación.

—Creí que habían dicho que no tenían más amigos que los que tenían en Londres —dijo.

—Nos hemos hecho amigos después de eso —dijo Peter.

—¿Pero no vive por aquí?

—No, sólo lo conocemos en el ferrocarril.

Después, el Jefe de Estación se retiró a ese sagrado templo interior situado detrás de la ventanilla donde se venden los boletos, y los niños bajaron a la habitación de los guardagujas y hablaron con él. Aprendieron de él varias cosas interesantes, entre otras que se llamaba Perks, que estaba casado y tenía tres hijos, que las lámparas de delante de las locomotoras se llaman faros delanteros y las de detrás faros traseros.

—Y eso demuestra —susurró Phyllis—, que los trenes realmente SON dragones disfrazados, con cabezas y colas apropiadas.

Fue ese día cuando los niños se dieron cuenta por primera vez de que no todas las locomotoras son iguales.

—¿Igual? —dijo el Guarda, que se llamaba Perks—. Dios mío, te quiero, pero no, Señorita. No más parecido que lo que tú y yo somos. Ese pequeño sin remolque que acaba de pasar solo, que era un tanque, se ha ido a hacer maniobras al otro lado de Maidbridge. Así es como podría ser usted, Srta. Luego están las locomotoras de mercancías, grandes y fuertes, con tres ruedas a cada lado unidas con varillas para fortalecerlas… como podría ser yo. Luego están las locomotoras principales, como podría ser este joven caballero cuando crezca y gane todas las carreras en su escuela, y así será. El motor principal está construido para la velocidad, así como el poder. Una es la que pasa a las 9:15.

—El Dragón Verde —dijo Phyllis.

—Entre nosotros la llamamos el Caracol, Señorita —dijo el Guarda—. Va más a menudo que cualquier otro tren en la línea.

—Pero la locomotora es verde —dijo Phyllis.

—Sí, Señorita —dijo Perks—, así es un caracol algunas estaciones del año.

Los niños estuvieron de acuerdo, mientras volvían a casa para cenar, en que el Guarda era una compañía encantadora.

Al día siguiente era el cumpleaños de Roberta. Por la tarde le pidieron educada pero firmemente que se apartara y se quedara allí hasta la hora del té.

—No debes ver lo que vamos a hacer hasta que esté hecho; es una gloriosa sorpresa —dijo Phyllis.

Y Roberta salió sola al jardín. Trató de mostrarse agradecida, pero sintió que preferiría haber ayudado en lo que fuera, que tener que pasar sola la tarde de su cumpleaños, por gloriosa que fuera la sorpresa.

Ahora que estaba sola, tenía tiempo para pensar, y una de las cosas en las que más pensaba era en lo que Mamá le había dicho en una de aquellas noches febriles en las que tenía las manos tan calientes y los ojos tan brillantes.

Las palabras fueron “¡Oh, qué factura me va a pasar el médico por esto!”

Dio vueltas y vueltas por el jardín entre los rosales que aún no tenían rosas, sólo capullos, y los arbustos de lilas, siringas y grosellas americanas, y cuanto más pensaba en la factura del médico, menos le gustaba la idea.

Y en seguida se decidió. Salió por la puerta lateral del jardín y subió por el empinado campo hasta la carretera que bordea el canal. Caminó hasta llegar al puente que cruza el canal y conduce al pueblo, y allí esperó. Era muy agradable a la luz del sol apoyar los codos en la cálida piedra del puente y contemplar el agua azul del canal. Bobbie nunca había visto ningún otro canal, excepto el Canal del Regente, y el agua de este no es en absoluto de un color bonito. Y nunca había visto ningún río, excepto el Támesis, que también sería mejor si le lavaran la cara.

Tal vez los niños habrían amado el canal tanto como el ferrocarril, de no ser por dos cosas. Una era que habían encontrado el ferrocarril PRIMERO aquella primera y maravillosa mañana, cuando la casa, el campo, los páramos, las rocas y las grandes colinas eran todo nuevo para ellos. No encontraron el canal hasta varios días después. La otra razón era que en el ferrocarril todos habían sido amables con ellos: el Jefe de Estación, el Guarda y el viejo caballero que los saludaba. Y la gente del canal era de todo menos amable.

La gente del canal era, por supuesto, los barqueros, que dirigían las lentas barcazas arriba y abajo, o caminaba junto a los viejos caballos que pisoteaban el barro del camino de sirga y tiraba de las largas cuerdas de remolque.

En una ocasión, Peter había preguntado la hora a uno de los barqueros y le habían dicho que “no se metiera en eso”, en un tono tan feroz que no se paró a decir nada acerca de que tenía tanto derecho en el camino de sirga como el propio hombre. De hecho, ni siquiera pensó en decirlo hasta algún tiempo después.

Otro día, cuando los niños pensaron que les gustaría pescar en el canal, un muchacho que iba en una barcaza les arrojó trozos de carbón, y uno de ellos golpeó a Phyllis en la nuca. Estaba agachada para atarse el cordón de las botas, y aunque el carbón apenas le dolió, le quitó las ganas de ir a pescar.

En el puente, sin embargo, Roberta se sentía bastante segura, porque podía mirar hacia abajo, hacia el canal, y si algún chico daba señales de querer arrojar carbón, podía agacharse detrás del barandal.

De pronto se oyó un ruido de ruedas, que era justo lo que ella esperaba.

Eran las ruedas del carro del Doctor, y en el carro, por supuesto, estaba el Doctor. Se detuvo y gritó:

—¡Hola, enfermera jefa! ¿Quieres que te lleve?

—Quería verlo —dijo Bobbie.

—Espero que tu madre no esté peor —dijo el Doctor.

—No, pero…

—Bueno, entonces sube y vamos a dar un paseo.

Roberta se subió y el caballo marrón tuvo que dar la vuelta, cosa que no le gustó nada, pues estaba deseando tomar el té, es decir, la avena.

—Esto es divertido —dijo Bobbie, mientras el carro volaba por la carretera junto al canal.

—Podríamos tirar una piedra por cualquiera de sus tres chimeneas —dijo el Doctor al pasar por delante de la casa.

—Sí —dijo Bobbie—¸pero tendrías que tener muy buena puntería.

—¿Cómo sabes que no la tengo? —dijo el Doctor—. Ahora, dime, ¿cuál es el problema?

Bobbie jugueteaba con el gancho del delantal de conducir.

—Vamos, déjalo ya —dijo el Doctor.

—Es bastante difícil dejarlo —dijo Bobbie—, por lo que dijo Mamá.

—¿Qué dijo Madre?

—Dijo que no debía decirle a todo el mundo que somos pobres. Pero tú no eres todo el mundo, ¿verdad?

—En absoluto —dijo el Doctor alegremente—. ¿Y bien?

—Bueno, sé que los médicos son muy extravagantes, quiero decir caros, y la señora Viney me dijo que su consulta sólo le costaba dos peniques a la semana porque pertenecía a un Club

—¿Sí?

—Verás, ella me dijo lo buen médico que era usted, y yo le pregunté cómo podía permitírselo, porque ella es mucho más pobre que nosotros. He estado en su casa y lo sé. Y luego me habló del Club, y pensé en preguntarle… ¡oh, no quiero que mamá se preocupe! ¿No podemos estar también en el Club, igual que la Señora Viney?

El doctor guardó silencio. Él mismo era bastante pobre, y se había alegrado de recibir a una nueva familia. Así que creo que sus sentimientos en aquel momento eran bastante contradictorios.

—No estará enfadado conmigo, ¿verdad? —dijo Bobbie en voz muy baja.

El Doctor se animó.

—¿Enfadado? ¿Cómo podría estarlo? Eres una niña muy sensata. Ahora mírame, no te preocupes. Haré todo bien con tu Madre, incluso si tengo que hacer un nuevo Club sólo para ella. Mira, aquí, aquí empieza el Acueducto.

—¿Qué es un Acue…? ¿Cómo es su nombre? —preguntó Bobbie.

—Un puente de agua —dijo el Doctor—. Mira.

El camino se elevaba hasta un puente sobre el canal. A la izquierda había un acantilado rocoso con árboles y arbustos que crecían en las grietas de la roca. Y aquí el canal dejaba de correr por la cima de la colina y empezaba a correr por un puente propio: un gran puente de altos arcos que atravesaba el valle.

Bobbie dio un largo suspiro.

—Es grandioso, ¿verdad? —dijo—. Es como los cuadros de la Historia de Roma.

—¡Correcto! —dijo el Doctor—. Eso es exactamente lo que ES. Los romanos estaban locos por los acueductos. Es una espléndida obra de ingeniería.

—Pensé que la ingeniería era para hacer locomotoras y motores.

—Hay diferentes tipos de ingeniería: hacer carreteras, puentes y túneles es un tipo. Y hacer fortificaciones es otro. Bueno, debemos regresar. Y, recuerda, no debes preocuparte por las facturas del médico o tú misma enfermarás, y entonces te enviaré una factura tan larga como el acueducto.

Cuando Bobbie se separó del doctor en lo alto del campo que bajaba desde la carretera a Tres Chimeneas, no tenía la sensación de haber hecho nada malo. Sabía que su madre tal vez pensaría de otro modo. Pero Bobbie sintió que por una vez era ella la que tenía razón, y bajó por la ladera rocosa con una sensación realmente feliz.

Phyllis y Peter la recibieron en la puerta trasera. Estaban anormalmente limpios y aseados, y Phyllis llevaba un lazo rojo en el pelo. Bobbie sólo tuvo tiempo de arreglarse y recogerse el pelo con un lazo azul antes de que sonara una campanilla.

—¡Ya está! —dijo Phyllis—. Eso es para demostrar que la sorpresa está lista. Ahora espera a que vuelva a sonar la campana y entonces podrás entrar al comedor.

Así que Bobbie esperó.

“Tilín, tilín”, dijo la campanita, y Bobbie entró en el comedor, sintiéndose algo tímida. Nada más al abrir la puerta se encontró, según parecía, en un nuevo mundo de luz, flores y canciones. Mamá, Peter y Phyllis estaban en fila al final de la mesa. Las contraventanas estaban cerradas y había doce velas sobre la mesa, una por cada año de Roberta. La mesa estaba cubierta con una especie de estampado de flores, y en el lugar de Roberta había una gruesa corona de nomeolvides y varios paquetitos de lo más interesantes. Y Mamá, Phyllis y Peter estaban cantando la primera parte de la melodía del día de San Patricio. Roberta sabía que mamá había escrito la letra a propósito para su cumpleaños. Era una pequeña costumbre de mamá en los cumpleaños. Había comenzado en el cuarto cumpleaños de Bobbie, cuando Phyllis era un bebé. Bobbie recordaba haber aprendido los versos para decírselos a Papá para darle una sorpresa. Se preguntó si mamá también lo recordaría. El verso de los cuatro años había sido:

Sólo tengo cuatro, querido Papito

Y más no quisiera ni un poquitito

Cuatro es la mejor edad, vas a ver

Dos y dos, y uno y tres.
Dos y dos es para mí,
Mamá, Peter, Phil y a ti.
Lo que tu amas es uno y tres,
Mamá, Peter, Phil y a quien ves.
Dale a tu pequeña un gran beso
Porque aprendió y te dijo esto.

La canción que cantaban los demás era la siguiente:

Nuestra Roberta querida
Nunca resultará herida
Durante toda su vida,
Si podemos evitarlo.
Su cumpleaños es nuestra alegría,
Lo convertiremos en nuestro gran día,
Y le daremos regalos
Sin duda, para festejarlo.
Que los placeres vayan con ella
Y que a la luz de su buena estrella
Su viaje sea feliz
En el camino de su vida.
Que sobre ella brille el cielo
Y sus seres queridos le den consuelo.
¡Feliz cumpleaños, Bob!
¡Que tengas un gran día!

Cuando terminaron de cantar gritaron:

—¡Tres hurras por nuestra Bobbie! —y los dieron muy fuerte. Bobbie sintió exactamente como si fuera a llorar; ¿conocen esa extraña sensación en el puente de la nariz y el pinchazo en los párpados? Pero antes de que tuviera tiempo de empezar, todos la estaban besando y abrazando.

—Ahora — dijo Mamá—, mira tus regalos.

Eran regalos muy bonitos. Había un libro de agujas verdes y rojas que Phyllis había hecho en secreto. Había un adorable broche de plata de Mamá con forma de botón de oro, que Bobbie había conocido y amado durante años, pero que nunca, nunca pensó que llegaría a ser suyo. También había un par de jarrones de cristal azul de la señora Viney. Roberta los había visto y admirado en la tienda del pueblo. Y había tres tarjetas de cumpleaños con bonitos dibujos y deseos.

Mamá colocó la corona de nomeolvides en la cabeza morena de Bobbie. 

—Ahora, mira la mesa —dijo.

En la mesa había una tarta cubierta de azúcar blanco, con la inscripción “Querida Bobbie” en caramelos rosas, y había bollos y mermelada; pero lo más bonito era que la gran mesa estaba casi cubierta de flores: había alelíes alrededor de la bandeja del té y un anillo de nomeolvides alrededor de cada plato. La tarta estaba rodeada de una corona de lilas blancas, y en el centro había algo que parecía un dibujo hecho con flores individuales de lilas, alelíes o laburnos.

—Es un mapa, ¡un mapa del ferrocarril! —gritó Peter—. Mira, esas líneas de lilas son los rieles, y ahí está la estación hecha con alelíes marrones. El laburnum es el tren, y ahí están las cajas de señales; y la carretera está aquí; y esas margaritas rojas y gordas somos nosotros tres saludando al viejo caballero; ese es él, el pensamiento en el tren de laburno.

—Y ahí están las Tres Chimeneas, hechas con las prímulas moradas —dijo Phyllis—. Y ese pequeño capullo de rosa es mamá, que nos vigila cuando llegamos tarde a tomar el té. Peter lo inventó todo, y conseguimos todas las flores en la estación. Pensamos que te gustaría más.

—Este es mi regalo —dijo Peter, dejando de repente su adorada máquina de vapor sobre la mesa frente a ella. Había sido forrada con papel blanco y estaba llena de dulces.

—¡Oh, Peter! —gritó Bobbie, abrumada por aquella generosidad—, no será tu querida locomotora, a la que tanto quieres, ¿verdad?

—Oh, no —dijo Peter muy rápidamente—, no la locomotora. Sólo los dulces.

Bobbie no pudo evitar que su cara cambiara un poco, no tanto porque estuviera decepcionada por no haber conseguido la locomotora, sino porque había pensado que era muy noble por parte de Peter, y ahora sentía que había sido una tonta al pensarlo. También pensó que debía de haber parecido avara por esperar tanto la locomotora como los caramelos. Así que su cara cambió. Peter lo vio. Dudó un momento; luego su cara también cambió y dijo:

—Quiero decir, no TODA la locomotora. Te dejaré ir a medias si quieres.

—Eres un santo, es un regalo espléndido—dijo Bobbie. Y no dijo nada más en voz alta, pero para sí misma pensó, “Ha sido muy amable por parte de Peter, porque sé que no era su intención. Bueno, la mitad rota será mi mitad de la locomotora, la arreglaré y se la devolveré a Peter por su cumpleaños”—. Y sí, Madre querida, me gustaría cortar la tarta.

Fue un cumpleaños encantador. Después de la merienda, Mamá jugó con ellos a cualquier juego que les gustara y, por supuesto, su primera elección fue la gallinita ciega, durante la cual la corona de nomeolvides de Bobbie se torció sobre una de sus orejas y se quedó allí. Luego, cuando se acercaba la hora de acostarse y de tranquilizarse, Mamá tenía un nuevo y encantador cuento para leerles.

—No te quedarás trabajando hasta tarde, ¿verdad, Madre? —preguntó Bobbie mientras se daban las buenas noches.

Y Mamá dijo que no, que sólo escribiría a Papá y luego se iría a la cama.

Pero cuando Bobbie bajó más tarde sigilosamente a traer sus regalos, pues realmente sentía que no podía separarse de ellos en toda la noche, Mamá no estaba escribiendo, sino apoyando la cabeza en los brazos y los brazos en la mesa. Creo que fue bastante bueno por parte de Bobbie escabullirse silenciosamente, diciendo una y otra vez:

—Ella no quiere que yo sepa que es infeliz, y no lo sabré; no lo sabré —pero fue un triste final para su cumpleaños.

A la mañana siguiente, Bobbie empezó a ver en secreto la oportunidad de arreglar la locomotora de Peter. Y la oportunidad llegó a la tarde siguiente.

Mamá iba en tren a la ciudad más cercana para hacer las compras. Cuando iba allí, siempre iba a la oficina de correos. Tal vez para enviar sus cartas a papá, pues nunca se las daba a los niños o a la Señora Viney para que las enviaran, y nunca iba al pueblo ella misma. Peter y Phyllis iban con ella. Bobbie quería una excusa para no ir, pero por más que lo intentaba no se le ocurría ninguna buena. Y justo cuando sintió que todo estaba perdido, su vestido se enganchó en un gran clavo junto a la puerta de la cocina y se produjo un gran desgarro a lo largo de toda la parte delantera de la falda. Te aseguro que fue un accidente. Así que los demás se compadecieron de ella y se fueron sin ella, pues no tenía tiempo de cambiarse, ya que iban bastante retrasados y tenían que darse prisa para llegar a la estación y tomar el tren.

Cuando se hubieron marchado, Bobbie se puso su vestido de diario y bajó a la estación. No entró en la estación, sino que recorrió la vía hasta el final del andén, donde está la locomotora cuando el tren de pasajeros está junto al andén, el lugar donde hay un depósito de agua y una larga manguera de cuero, como la trompa de un elefante. Se escondió detrás de un arbusto al otro lado de la vía. Llevaba la locomotora de juguete envuelta en papel de embalar y esperó pacientemente con ella bajo el brazo.

Luego, cuando llegó el siguiente tren y se detuvo, Bobbie cruzó los rieles de la vía y se puso al lado de la locomotora. Nunca había estado tan cerca de una locomotora. Parecía mucho más grande y dura de lo que había esperado, y la hizo sentirse muy pequeña y, de algún modo, muy blanda, como si pudiera hacerse daño muy, muy fácilmente.

—Ahora sé cómo se sienten los gusanos de seda —se dijo Bobbie.

El maquinista y el fogonero no la vieron. Estaban asomados al otro lado, contándole al Guarda un cuento sobre un perro y una pata de cordero.

—Si es tan amable —dijo Roberta, pero la locomotora estaba echando vapor y nadie la oyó.

—Si es tan amable, Sr. Maquinista —habló un poco más alto, pero el maquinista habló en el mismo momento y, por supuesto, la suave vocecita de Roberta no tuvo ninguna oportunidad.

Le pareció que la única manera era subir a la locomotora y tirar de sus abrigos. El escalón era alto, pero se apoyó en él y trepó a la cabina; tropezó y cayó de rodillas sobre la base del gran montón de carbón que conducía a la abertura cuadrada del ténder. El motor no era menos duro que el resto del tren; hacía mucho más ruido del necesario. Y justo cuando Roberta cayó sobre el carbón, el maquinista, que se había vuelto sin verla, puso en marcha el motor, y cuando Bobbie se hubo levantado, el tren se movía. No rápido, pero lo suficiente como para que ella no pudiera bajar.

Toda clase de pensamientos terribles acudieron a su mente en un horrible destello. Había trenes expresos que recorrían cientos de kilómetros sin parar. ¿Y si éste fuera uno de ellos? ¿Cómo volvería a casa? No tenía dinero para pagar el viaje de vuelta. “Y yo no tengo nada que hacer aquí. Soy una ladrona de locomotoras. Eso es lo que soy. No me extrañaría que me encerraran por esto”, pensó. Y el tren iba cada vez más rápido.

Tenía algo en la garganta que le impedía hablar. Lo intentó dos veces. Los hombres le daban la espalda. Estaban haciendo algo con cosas que parecían grifos.

De pronto extendió la mano y agarró la manga más cercana. El hombre se volvió sobresaltado, y Roberta y él se quedaron un minuto mirándose en silencio. Entonces ambos rompieron el silencio.

El hombre dijo:

—¡Qué tenemos aquí! —y Roberta rompió en llanto.

El otro hombre dijo que era una militar sorpresa, o algo parecido, pero, aunque naturalmente estaban sorprendidos, no fueron precisamente crueles.

—Eres una niña traviesa, eso es lo que eres —dijo el fogonero; y el maquinista dijo:

—Pequeña atrevida, diría yo —pero la hicieron sentar en un asiento de hierro de la cabina y le dijeron que dejara de llorar y les contara qué era lo que hacía allí.

Se detuvo en cuanto pudo. Una cosa que la ayudó fue pensar que Peter casi daría sus orejas por estar en su lugar, en una locomotora de verdad, en marcha. Los niños se habían preguntado a menudo si habría algún maquinista lo bastante noble como para llevarlos a dar una vuelta en una locomotora, y ahora allí estaba ella. Se secó los ojos y se sorbió la nariz seriamente.

—Ahora, bien —dijo el fogonero—, cuéntanos, ¿qué haces aquí?

—Por favor —resopló Bobbie.

—Inténtalo de nuevo —dijo el maquinista, alentador.

Bobbie lo volvió a intentar.

—Por favor, Sr. Ingeniero —dijo—, lo llamé desde la vía, pero usted no me oyó, y sólo trepé para tocarlo en el brazo, con toda delicadeza quise hacerlo, y luego caí en el carbón, y lamento mucho si lo asusté. Oh, no se enfade… ¡oh, por favor, no! —y volvió a sorberse la nariz.

—No estamos tanto ENOJADOS —dijo el fogonero—, como interesados. No todos los días cae una pequeña del cielo en nuestra carbonera, ¿verdad, Bill? ¿Para qué lo hiciste?

—Ese es el punto —coincidió el maquinista—, ¿para qué lo hiciste?

Bobbie se dio cuenta de que aún no había terminado de llorar. El maquinista le dio una palmada en la espalda y dijo:

—Anímate, amiga. No es para tanto, te lo aseguro.

—Quería —dijo Bobbie, muy animada al ver que se dirigían a ella como “amiga” —, sólo quería preguntar si era tan amable de arreglar esto.

Recogió el paquete de papel marrón de entre el carbón y deshizo el cordel con dedos rojos y calientes que temblaban.

Sentía en los pies y las piernas el ardor del fuego de la locomotora, pero en los hombros el frío salvaje del aire. La locomotora daba bandazos, se sacudía y traqueteaba, y cuando pasaron por debajo de un puente, la locomotora parecía gritar en sus oídos.

El fogonero echó carbón.

Bobbie desenrolló el papel de embalar y descubrió la locomotora de juguete.

—Pensé —dijo ella con nostalgia—, que tal vez podrías arreglarlo, porque eres ingeniero, ya sabes.

El maquinista dijo que, si no estaba enloqueciendo, estaba alucinando.

—Yo estoy enloqueciendo si no estoy alucinando —remarcó el fogonero.

Pero el maquinista tomó la pequeña locomotora y la miró, y el fogonero dejó por un instante de palear carbón y también la miró.

—Es como tu precioso descaro —dijo el maquinista—, ¿qué te hizo pensar que nos molestaríamos arreglando juguetes de un centavo?

—No lo decía por el precioso descaro —dijo Bobbie—, sólo que todos los que tienen algo que ver con los ferrocarriles son tan amables y buenos, que pensé que no te importaría. No te importa, ¿verdad? —añadió, pues había visto un guiño no poco amable entre los dos.

—Mi oficio es conducir una locomotora, no repararla, sobre todo una locomotora tan grande como esta —dijo Bill—. ¿Cómo vamos a llevarte de vuelta con tus apenados amigos y parientes, y que todo sea perdonado y olvidado?

—Si la próxima vez que te detengas me dejas bajar —dijo Bobbie, firmemente, aunque su corazón latía ferozmente contra su brazo mientras se cruzaba de brazos—, y me prestas el dinero para un boleto de tercera clase, te lo devolveré, palabra de honor. No soy una farsante como las de los periódicos, realmente no lo soy.

—Eres una pequeña dama, cada centímetro —dijo Bill, cediendo repentina y completamente—. Veremos que llegues bien a casa. Y sobre esa locomotora, Jim, ¿no tienes un amigo que sepa usar un soldador? Me parece que eso es todo lo que necesita que le hagan.

—Eso es lo que dijo papá —explicó Bobbie con entusiasmo—. ¿Para qué es eso?

Señaló una ruedita de latón que él había hecho girar mientras hablaba.

—Es el inyector.

—¿In-qué?

—Inyector para llenar la caldera.

—Oh —dijo Bobbie, registrando mentalmente el hecho para contárselo a los demás—, eso ES interesante.

—Este es el freno automático —continuó Bill, halagado por su entusiasmo—. Sólo tienes que mover esta pequeña manivela (puedes hacerlo con un dedo) y el tren se detiene en un santiamén. Es lo que en los periódicos llaman el Poder de la Ciencia.

Le mostró dos pequeños diales, como las esferas de un reloj, y le explicó que uno indicaba la cantidad de vapor que circulaba y el otro si el freno funcionaba correctamente.

Para cuando lo vio apagar el vapor con una gran manivela de acero brillante, Bobbie sabía más sobre el funcionamiento interno de un motor de lo que jamás había pensado que había que saber, y Jim había prometido que el hermano de la mujer de su primo segundo debería soldar la locomotora de juguete, o Jim lo obligaría. Además de todos los conocimientos que había adquirido, Bobbie sentía que ella, Bill y Jim eran ahora amigos para toda la vida, y que la habían perdonado por completo y para siempre por haber tropezado sin ser invitada entre los sagrados carbones de su ternura.

En Stacklepoole Junction se separó de ellos con cálidas expresiones de mutua consideración. La entregaron al guarda de un tren que regresaba —un amigo de ellos— y ella tuvo la alegría de saber lo que hacen los guardas en sus escondrijos secretos, y comprendió cómo, cuando se tira del cordón de comunicación en los vagones de ferrocarril, una rueda gira delante de las narices del guarda y una fuerte campana suena en sus oídos. Preguntó al guarda por qué su furgón olía tanto a pescado, y se enteró de que tenía que transportar mucho pescado todos los días, y que la humedad de los huecos del suelo ondulado se había escurrido toda de las cajas llenas de solla, bacalao, caballa, lenguados y pejerreyes.

Bobbie llegó a casa a tiempo para el té, y sintió como si su mente fuera a estallar con todo lo que había pasado desde que se separó de los demás. ¡Cómo bendijo el clavo que había rasgado su vestido!

—¿Dónde has estado? —preguntaron los demás.

—En la estación, por supuesto —dijo Roberta. Pero no quiso contar ni una palabra de sus aventuras hasta el día indicado, cuando los condujo misteriosamente a la estación a la hora del tránsito del 3:19, y les presentó con orgullo a sus amigos, Bill y Jim. El hermano de la mujer del primo segundo de Jim había sido digno de la sagrada confianza depositada en él. La locomotora de juguete estaba, literalmente, como nueva.

—Adiós, oh, adiós —dijo Bobbie, justo antes de que la locomotora gritara SU adiós—. Siempre, siempre los querré; ¡y al hermano de la mujer del primo segundo de Jim también!

Y mientras los tres niños volvían a casa colina arriba, Peter abrazado a la locomotora, que ahora volvía a ser ella misma, Bobbie contó, con alegres saltos del corazón, la historia de cómo había sido ladrona de locomotoras.


Capítulo 5: Prisioneros y cautivos

Era un día en que mamá había ido a Maidbridge. Había ido sola, pero los niños debían ir a la estación a recibirla. Y, amando la estación como la amaban, era natural que estuvieran allí una buena hora antes de que hubiera alguna posibilidad de que llegara el tren de Mamá, aunque el tren fuera puntual, lo cual era muy poco probable. Sin duda habrían llegado igual de temprano, incluso si hubiera sido un buen día, y todas las delicias de los bosques, los campos, las rocas y los ríos hubieran estado abiertas para ellos. Pero resultó ser un día muy húmedo y, para ser julio, muy frío. Soplaba un viento salvaje que conducía bandadas de nubes de color púrpura oscuro por el cielo “como manadas de elefantes de ensueño”, como decía Phyllis. Y la lluvia caía con fuerza, de modo que el camino hasta la estación se terminó a la carrera. Luego la lluvia caía cada vez más deprisa y con más fuerza, y golpeaba con fuerza contra las ventanas de la oficina de reservas y las del gélido lugar que decía en su puerta ‘Sala de Espera General’.

—Es como estar en un castillo sitiado —dijo Phyllis—; ¡miren cómo golpean las flechas del enemigo contra las murallas!

—Es mucho más parecido a un chorro de jardín —dijo Peter.

Decidieron esperar en la parte de arriba, porque el andén de abajo parecía muy mojado y la lluvia se metía de lleno en el pequeño y sombrío refugio donde los pasajeros de abajo tienen que esperar sus trenes.

La hora estaría llena de incidentes y de interés, pues habría dos trenes hacia un lado y uno hacia el otro que ver antes del que traería a Mamá de vuelta.

—Tal vez para entonces haya dejado de llover —dijo Bobbie—; en cualquier caso, me alegro de haber traído el impermeable y el paraguas de Madre.

Entraron en el desierto lugar etiquetado como Sala de Espera General, y el tiempo pasó bastante agradablemente en un juego de anuncios. Conocen el juego, ¿cierto? Es algo así como el ‘dígalo con mímica’. Los jugadores salen por turnos, vuelven y se parecen a un anuncio todo lo que pueden, y los demás tienen que adivinar de qué anuncio se trata. Bobbie entró y se sentó bajo el paraguas de mamá y puso cara de astuta, y todos supieron que era la zorra que se sienta bajo el paraguas en el anuncio. Phyllis trató de hacer una Alfombra Mágica con el impermeable de Madre, pero no sobresalía rígido y en forma de balsa como debería hacerlo una Alfombra Mágica, y nadie pudo adivinarlo. Todo el mundo pensó que Peter estaba yendo demasiado lejos cuando se manchó toda la cara de polvo de carbón, se puso en actitud de araña y dijo que él era la mancha que anuncia el Líquido Negro Azul para Escribir de alguien.

Era de nuevo el turno de Phyllis, que intentaba parecerse a la esfinge que anuncia las excursiones por el Nilo conducidas personalmente por Como-se-llame cuando el agudo tintineo de la señal anunció el tren ascendente. Los niños se apresuraron a verlo pasar. En la locomotora iban el maquinista y el fogonero, que se contaban entre los amigos más queridos de los niños. Los niños los saludaron. Jim preguntó por la locomotora de juguete, y Bobbie le entregó un paquete húmedo y grasiento de caramelo que ella misma había hecho.

Encantado por esta atención, el maquinista accedió a considerar su petición de que algún día llevaría a Peter a dar una vuelta en la locomotora.

—Retrocedan, amigos —gritó el maquinista de repente—, ¡que ya se va!

Y el tren se puso en marcha. Los niños miraron las luces traseras del tren hasta que desapareció en la curva de la vía, y luego se dieron la vuelta para volver a la polvorienta libertad de la Sala de Espera General y a las alegrías del juego de los anuncios.

Esperaban ver sólo a una o dos personas, el final de la procesión de pasajeros que habían entregado sus boletos y se habían marchado en el tren. En lugar de eso, el andén que rodeaba la puerta de la estación tenía una mancha oscura alrededor, y la mancha oscura era una multitud de gente.

—¡Oh! —gritó Peter, con un estremecimiento de alegre excitación—. ¡Algo ha pasado! ¡Vamos!

Bajaron corriendo por el andén. Cuando llegaron a la muchedumbre, no pudieron, por supuesto, ver nada más que las espaldas y los codos húmedos de la gente en el borde externo de la muchedumbre. Todo el mundo hablaba a la vez. Era evidente que algo había ocurrido.

—Creo que no es nada peor que un salvaje —dijo una persona con aspecto de granjero. Peter vio su cara roja y bien afeitada mientras hablaba.

—Si me preguntas a mí, diría que se trata de un caso para el Tribunal de Policía —dijo un joven con un bolso negro.

—No es eso; para la Enfermería, más bien…

Entonces se oyó la voz del Jefe de Estación, firme y oficial:

—Ahora, muévanse, a un lado; yo me ocuparé de eso, si USTEDES me dejan.

Pero la multitud no se movió. Y entonces llegó una voz que emocionó a los niños de principio a fin. Hablaba en una lengua extranjera. Y, es más, era una lengua que nunca habían oído. Habían oído hablar francés y alemán. Tía Emma sabía alemán, y solía cantar una canción sobre bedeuten y zeiten y bin y sin. Tampoco era latín. Peter había estudiado latín durante cuatro trimestres.

En cualquier caso, fue un consuelo comprobar que ninguno de los presentes entendía la lengua extranjera mejor que los niños.

—¿Qué está diciendo? —preguntó el granjero con pesadez.

—A mí me suena a francés —dijo el Jefe de Estación, que una vez había pasado el día en Boulogne.

—¡No es francés! —gritó Peter.

—¿Qué es, entonces? —preguntó más de una voz. La multitud retrocedió un poco para ver quién había hablado, y Peter se adelantó, de modo que cuando la multitud volvió a cerrarse, él estaba en primera fila.

—No sé lo que es, pero no es francés. Eso sí lo sé —dijo Peter. Entonces vio qué era lo que la multitud tenía por centro. Era un hombre; el hombre, no lo dudó Peter, que había hablado en aquella extraña lengua. Un hombre de pelo largo y ojos desorbitados, con ropas raídas de un corte que Peter no había visto antes; un hombre cuyas manos y labios temblaban, y que volvió a hablar cuando sus ojos se posaron en Peter.

—No, no es francés —dijo Peter.

—Prueba hablándole en francés, si es que sabes tanto —dijo el granjero.

—¿Parlay voo Frongsay?” —comenzó Peter audazmente, y al momento siguiente la multitud retrocedió de nuevo, pues el hombre de los ojos desorbitados había dejado de apoyarse contra la pared, y había saltado hacia delante agarrando las manos de Peter, y comenzado a soltar un torrente de palabras que, aunque Peter no podía entender ni una palabra de ellas, conocía el sonido.

—¡Ahí! —dijo, y se volvió, con las manos aún entrelazadas en las de la extraña figura andrajosa, para lanzar una mirada de triunfo a la multitud —; ahí, ESO es francés.

—¿Qué dice?

—No lo sé —se vio obligado a reconocer Peter.

—Aquí —dijo de nuevo el Jefe de Estación —, muévanse, por favor. Yo me ocuparé de este caso.

Algunos de los viajeros más tímidos o menos curiosos se alejaron lentamente y a regañadientes. Y Phyllis y Bobbie se acercaron a Peter. A los tres les habían enseñado francés en la escuela. ¡Cuánto deseaban ahora haberlo APRENDIDO! Peter negó con la cabeza al desconocido, pero también le estrechó las manos con la misma cordialidad y lo miró con toda la amabilidad que pudo. Una persona de entre la multitud, después de vacilar un poco, dijo de repente:

—¡No comprenny! —y luego, ruborizándose profundamente, se apartó de la muchedumbre y se marchó.

—Llévalo a tu oficina —susurró Bobbie al Jefe de Estación—. Mamá puede hablar francés. Llegará en el próximo tren desde Maidbridge.

El Jefe de Estación tomó el brazo del forastero, de repente, pero no sin compasión. Pero el hombre apartó el brazo de un tirón y se encogió hacia atrás, tosiendo y temblando, tratando de apartar al Jefe de Estación.

—¡Oh, no lo hagas! —dijo Bobbie—, ¿no ves lo asustado que está? Cree que lo vas a hacer callar. Sé que lo cree, ¡mira sus ojos!

—Son como los ojos de un zorro cuando la bestia está en una trampa —dijo el granjero.

—¡Oh, déjame intentarlo! —continuó Bobbie—. Realmente sé una o dos palabras, si sólo pudiera pensar en ellas.

A veces, en momentos de gran necesidad, podemos hacer cosas maravillosas, cosas que en la vida ordinaria ni siquiera podríamos soñar con hacer. Bobbie nunca había sido la mejor de su clase de francés, pero debía de haber aprendido algo sin saberlo, porque ahora, mirando aquellos ojos salvajes y atormentados, recordaba; es más, pronunciaba algunas palabras en francés. Dijo:

—Vous attendre. Ma mere parlez Francais. Nous —what’s the French for ‘being kind’?

No sé si el hombre entendió sus palabras, pero comprendió el tacto de la mano que ella introdujo en la suya, y la amabilidad de la otra mano que acarició su raída manga.

Tiró suavemente de él hacia el santuario interior del Jefe de Estación. Los otros niños lo siguieron, y el Jefe de Estación cerró la puerta a la vista de la multitud, que permaneció un rato en la oficina de reservas hablando y mirando la puerta amarilla que se había cerrado rápidamente, y luego, de uno en uno y de dos en dos, siguieron su camino.

Dentro de la oficina del Jefe de Estación, Bobbie aún sostenía la mano del desconocido y le acariciaba la manga.

—Aquí tiene —dijo el Jefe de Estación—; no tiene boleto; ni siquiera sabe a dónde quiere ir. No estoy seguro ahora, pero lo que debo hacer es llamar a la policía.

—¡Oh, NO! —suplicaron todos los niños a la vez. Y de pronto, Bobbie se interpuso entre los demás y el desconocido, pues había visto que estaba llorando.

Por un inusual golpe de suerte, llevaba un pañuelo en el bolsillo. Por un accidente aún más insólito, el pañuelo estaba medianamente limpio. De pie frente al desconocido, sacó el pañuelo y se lo pasó para que los demás no lo vieran.

—Espera a que venga mamá —decía Phyllis—, habla francés de maravilla. Te encantará oírla.

—Estoy seguro de que no ha hecho nada por lo que te manden a la cárcel —dijo Peter.

—A mí me parece que sin medios visibles —dijo el Jefe de Estación—. Bueno, no me importa darle el beneficio de la duda hasta que venga su Madre. Me gustaría saber qué nación tiene el orgullo de ser la de ÉL, eso me gustaría.

Entonces Peter tuvo una idea. Sacó un sobre del bolsillo y mostró que estaba medio lleno de sellos extranjeros.

—Mira —dijo—, vamos a enseñarle esto…

Bobbie miró y vio que el desconocido se había secado los ojos con su pañuelo. Así que ella dijo:

—Está bien.

Le mostraron un sello italiano, lo señalaron con el dedo y le hicieron signos de interrogación con las cejas. Él negó con la cabeza. Luego le mostraron un sello noruego —del tipo azul común— y de nuevo negó. Luego le mostraron uno español, y entonces tomó el sobre de la mano de Peter y buscó entre los sellos con una mano que temblaba. La mano que extendió al fin, con un gesto como el de quien responde a una pregunta, contenía un sello RUSO.

—Es ruso —gritó Peter—, o si no es como “El hombre que fue”, de Kipling, ya saben.

El tren de Maidbridge fue anunciado.

—Me quedaré con él hasta que traigan a Mamá —dijo Bobbie.

—¿No tiene miedo, señorita?

—Oh, no —dijo Bobbie, mirando al forastero, como podría haber mirado a un perro extraño de temperamento dudoso—. No me harías daño, ¿verdad?

Ella le sonrió, y él le devolvió la sonrisa, una extraña sonrisa torcida. Y entonces volvió a toser. Y el pesado traqueteo del tren que llegaba pasó, y el Jefe de Estación, Peter y Phyllis salieron a su encuentro. Bobbie aún sostenía la mano del desconocido cuando volvieron con Mamá.

El ruso se levantó y se inclinó muy ceremoniosamente.

Entonces Mamá hablaba en francés, y él contestaba, al principio entrecortadamente, pero luego con frases cada vez más largas.

Los niños, observando su rostro y el de Mamá, sabían que le estaba contando cosas que la enfadaban y la compadecían, la apenaban y la indignaban a la vez. —Bueno, Mamá, ¿de qué se trata? —dijo el Jefe de Estación sin poder contener más su curiosidad.

—Oh —dijo Madre—, está bien. Es ruso y ha perdido su boleto. Y me temo que está muy herido. Si no les importa, me lo llevo a casa. Está realmente agotado. Mañana vendré corriendo a contarlee todo sobre él.

—Espero que no descubra que está llevando una víbora disfrazada a su casa —dijo el Jefe de Estación, dubitativo.

—Oh, no —dijo Mamá alegremente, y sonrió—; estoy segura de que no. Es un gran hombre en su país, escribe libros, libros preciosos; he leído algunos de ellos, pero se lo contaré todo mañana.

Volvió a hablar en francés al ruso, y todos pudieron ver la sorpresa, el placer y la gratitud en sus ojos. Se levantó, se inclinó cortésmente ante el Jefe de Estación y ofreció ceremoniosamente el brazo a Mamá. Ella lo tomó, pero cualquiera habría visto que era ella quien lo ayudaba a él, y no él a ella.

—Chicas, vayan a casa y enciendan el fuego en el salón —dijo Mamá—, y Peter debería ir a buscar al Doctor.

Pero fue Bobbie quien fue a buscar al Doctor.

—Odio decírtelo —dijo sin aliento cuando se lo encontró en mangas de camisa, limpiando las malas hierbas de su macizo de pensamientos—, pero Mamá tiene un ruso muy destartalado, y estoy segura de que tendrá que pertenecer a tu club. Estoy segura de que no tiene dinero. Lo encontramos en la estación.

—¡Lo encontraron! ¿Se había perdido? —preguntó el Doctor, buscando su abrigo.

—Sí —dijo Bobbie inesperadamente—, eso es justo lo que pasó. Le ha estado contando a Madre la triste y dulce historia de su vida en francés; y ella dijo que serías tan amable de venir directamente si estabas en casa. Tiene una tos espantosa y ha estado llorando.

El Doctor sonrió.

—Oh, no —dijo Bobbie—; por favor, no. No lo harías si lo hubieras visto. Nunca había visto llorar a un hombre. No sabes lo que se siente.

El Doctor Forest deseó entonces no haber sonreído.

Cuando Bobbie y el Doctor llegaron a Tres Chimeneas, el ruso estaba sentado en el sillón que había sido de papá, estirando los pies hacia el resplandor de un brillante fuego de leña y sorbiendo el té que Madre le había preparado. 

El Doctor dijo:

—El hombre parece agotado, en cuerpo y alma; la tos es mala, pero no hay nada que no pueda curarse. Sin embargo, debería irse directamente a la cama, y dejarlo tener fuego por la noche.

—Haré uno en mi habitación; es la única que tiene chimenea —dijo Madre. Así lo hizo, y enseguida el Doctor ayudó al forastero a acostarse.

En la habitación de Mamá había un gran baúl negro que ninguno de los niños había visto abierto nunca. Cuando encendió el fuego, lo abrió, sacó ropa de hombre y la dejó al aire junto al fuego recién encendido. Bobbie, que venía con más leña para el fuego, vio la marca en la camisa y miró hacia el baúl abierto. Todo lo que pudo ver era ropa de hombre. Y el nombre marcado en la camisa era el de Papá. Entonces Padre no se había llevado su ropa. Y esa camisa era una de las nuevas de papá. Bobbie recordaba que se la había hecho hacer justo antes del cumpleaños de Peter. ¿Por qué no se había llevado su ropa? Bobbie salió de la habitación. Al salir oyó girar la llave en la cerradura del baúl. Su corazón latía horriblemente. ¿POR QUÉ papá no se había llevado la ropa? Cuando Madre salió de la habitación, Bobbie le rodeó la cintura con los brazos fuertemente apretados, y susurró: 

—Mamá, Papá no está… no está MUERTO, ¿verdad?

—¡No, cariño! ¿Qué te hizo pensar en algo tan horrible?

—No… no lo sé —dijo Bobbie, enojada consigo misma, pero todavía aferrada a su resolución de no ver nada que Madre no quisiera que viera.

Mamá la abrazó apresuradamente.

—Papá estaba muy, MUY bien la última vez que supe de él —dijo—, y algún día volverá con nosotros. No te imagines cosas tan horribles, cariño.

Más tarde, cuando el forastero ruso se hubo acomodado para pasar la noche, Madre entró en la habitación de las niñas. Iba a dormir allí, en la cama de Phyllis, y Phyllis iba a tener un colchón en el suelo, una aventura de lo más divertida para Phyllis. En cuanto entró Madre, dos figuras blancas se levantaron, y dos voces ansiosas llamaron: 

—Ahora, Mamá, cuéntanos todo sobre el caballero ruso.

Una silueta blanca entró en la habitación dando saltitos. Era Peter, arrastrando la colcha tras de sí como la cola de un pavo real blanco.

—Hemos tenido paciencia —dijo—, y tuve que morderme la lengua para no dormirme; y estuve a punto de dormirme y me mordí demasiado fuerte, y duele todo el tiempo. Cuéntanos. Haz una historia larga y bonita.

—No puedo hacer una larga historia esta noche —dijo Madre—. Estoy muy cansada.

Bobbie sabía por su voz que Madre había estado llorando, pero los demás no lo sabían.

—Bueno, hazla lo más larga que puedas —dijo Phil, y Bobbie rodeó con sus brazos la cintura de Mamá y se acurrucó junto a ella.

—Bueno, es una historia lo suficientemente larga como para escribir un libro entero de ella. Es escritor; ha escrito libros preciosos. En Rusia, en tiempos del Zar, uno no se atrevía a decir nada sobre lo que hacían mal los ricos, o sobre lo que había que hacer para que los pobres fueran mejores y más felices. Si uno lo hacía era enviado a prisión.

—Pero NO PUEDEN —dijo Peter—, la gente solo va a la cárcel cuando ha hecho algo malo.

—O cuando los jueces PIENSAN que lo han hecho mal —dijo Mamá—. Sí, en Inglaterra es así. Pero en Rusia era diferente. Y escribió un hermoso libro sobre los pobres y cómo ayudarlos. Lo he leído. No hay en él más que bondad y amabilidad. Y lo enviaron a prisión por eso. Estuvo tres años en un calabozo horrible, sin apenas luz, todo húmedo y espantoso. Tres años, solo, en la cárcel.

La voz de Mamá tembló un poco y se detuvo de repente.

—Pero, Madre —dijo Peter—, eso no puede ser cierto AHORA. Parece sacado de un libro de historia; la inquisición, o algo así.

—Es cierto —dijo Mamá—; es terriblemente cierto. Entonces lo sacaron y lo enviaron a Siberia, encadenado a otros convictos (hombres malvados que habían cometido todo tipo de crímenes); una larga cadena de ellos, y caminaron, caminaron y caminaron, durante días y semanas, hasta que él pensó que nunca dejarían de caminar. Y los capataces iban detrás de ellos con látigos (sí, látigos) para golpearlos si se cansaban. Y algunos quedaban cojos, y otros se caían, y cuando no podían levantarse y seguir, los golpeaban, y luego los dejaban morir. ¡Oh, es todo demasiado terrible! Y al final llegó a las minas, y lo condenaron a quedarse allí de por vida; de por vida, sólo por escribir un libro bueno, noble y espléndido.

—¿Cómo se escapó?

—Cuando llegó la guerra, a algunos de los prisioneros rusos se les permitió ofrecerse como soldados. Y él se ofreció voluntario. Pero desertó a la primera oportunidad que tuvo y…

—Pero eso es muy cobarde, ¿no? —dijo Peter—. ¿Desertar? Especialmente cuando hay guerra.

—¿Crees que le debía algo al país que le había hecho ESO? Si debía algo, se lo debía más a su mujer y a sus hijos. No sabía qué había sido de ellos.

—Oh —gritó Bobbie—. ¿TAMBIÉN tenía eso para extrañar y sentirse miserable, entonces, todo el tiempo que estuvo en prisión?

—Sí, tuvo que extrañarlos y sentirse miserable todo el tiempo que estuvo en prisión. Por lo que sabía, ellos también podrían haber ido a la cárcel. En Rusia se hacían esas cosas. Pero mientras estaba en las minas, unos amigos consiguieron hacerle llegar un mensaje de que su mujer y sus hijos se habían escapado y habían venido a Inglaterra. Así que, cuando desertó, vino aquí a buscarlos.

—¿Tenía su dirección? —dijo el práctico Peter.

—No, sólo sabía que estaban en Inglaterra. Iba a Londres, y pensó que tenía que cambiar de tren en nuestra estación, y en ese momento descubrió que había perdido su billete y su bolso.

—Oh, ¿crees que los encontrará? Me refiero a su mujer y a sus hijos, no al billete y las cosas.

—Espero que sí. Oh, espero y rezo para que vuelva a encontrar a su mujer y a sus hijos —incluso Phyllis percibió ahora que la voz de su madre era muy inestable.

—¡Vaya, Madre! —dijo—. ¡Cuánto pareces sentirlo por él!

Madre no contestó durante un minuto. Luego dijo:

—Sí —y pareció quedarse pensativa. Los niños guardaron silencio. Luego dijo:

—Queridos, cuando recen sus oraciones, creo que podrían pedirle a Dios que se apiade de todos los presos.

—Para que muestre Su piedad —repitió Bobbie lentamente—, por todos los prisioneros y cautivos. ¿Está bien, Madre?

—Sí —dijo Mamá—, sobre todo los prisioneros y cautivos. Los prisioneros y cautivos.


Capítulo 6: Salvadores del tren

El caballero ruso mejoró al otro día, y al siguiente aún más, y al tercer día estaba lo bastante bien como para salir al jardín. Le pusieron una silla de mimbre y allí se sentó, vestido con ropas de Papá que le quedaban grandes. Pero cuando Madre le hizo un dobladillo en los extremos de las mangas y los pantalones, la ropa le quedó bastante bien. Su rostro era amable ahora que ya no estaba cansado ni asustado, y sonreía a los niños cada vez que los veía. Deseaban que hablara inglés. Mamá escribió varias cartas a personas que creía que podían saber dónde se encontraban en Inglaterra la esposa y la familia de un caballero ruso; no a las personas que solía conocer antes de venir a vivir a Tres Chimeneas (nunca escribió a ninguna de ellas), sino a personas extrañas: Miembros del Parlamento, Directores de periódicos y Secretarios de Sociedades.

Y no escribió mucho, sólo corrigió galeradas mientras se sentaba al sol cerca del ruso y hablaba con él de vez en cuando.

Los niños querían demostrarle lo bien que trataban a aquel hombre que había sido enviado a la cárcel y a Siberia sólo por escribir un hermoso libro sobre los pobres. Podían sonreírle, por supuesto; podían y lo hacían. Pero si sonríes demasiado constantemente, la sonrisa tiende a fijarse como la sonrisa de la hiena. Y entonces ya no parece amistosa, sino simplemente tonta. Así que lo intentaron de otras maneras, y le llevaron flores hasta que el lugar donde se sentaba estuvo rodeado de pequeños ramos marchitos de trébol, rosas y campanillas de Canterbury.

Y entonces Phyllis tuvo una idea. Hizo señas a los demás con aire de misterio y los condujo al patio trasero; y allí, en un lugar oculto, entre la bomba y el colector de agua, dijo: 

—¿Recuerdan que Perks me prometió las primeras fresas de su propio jardín? —Perk, como recordarán, era el Guarda—. Bueno, creo que ya están maduras. Bajemos a ver.

Mamá había bajado porque había prometido contarle al Jefe de Estación la historia del Prisionero Ruso. Pero ni siquiera los encantos del ferrocarril habían podido apartar a los niños de la vecindad del interesante forastero. Así que llevaban tres días sin ir a la estación.

Entonces, fueron.

Y, para su sorpresa y angustia, fueron recibidos muy fríamente por Perks.

—Es un gran honor, estoy seguro —dijo cuando se asomaron a la puerta de la Oficina de Guardagujas. Y siguió leyendo su periódico.

Se hizo un silencio incómodo.

—Oh, Señor —dijo Bobbie con un suspiro—, creo que estás celoso.

—¿Qué, yo? ¡Yo no! —dijo Perks con arrogancia—; no es nada para mí.

—¿Qué no es NADA para ti? —dijo Peter, demasiado ansioso y alarmado para cambiar el sentido de las palabras.

—Nada es nada. Lo que ocurra aquí o en cualquier parte —dijo Perks—; si quieres tener tus secretos, tenlos, y bienvenido. Eso es lo que yo digo.

La cámara secreta de cada corazón fue examinada rápidamente durante la pausa que siguió. Se sacudieron tres cabezas.

—No tenemos secretos para TI —dijo Bobbie al fin.

—Puede que sí, puede que no —dijo Perks—; a mí no me importa. Y les deseo a todos una muy buena tarde—. Levantó el periódico entre él y ellos y siguió leyendo.

—¡Oh, NO! —dijo Phyllis desesperada—. Esto es verdaderamente espantoso! Sea lo que sea, dínoslo.

—No queríamos hacerlo, fuera lo que fuera.

No hubo respuesta. Volvió a doblar el periódico y Perks empezó otra columna.

—Mira —dijo Peter, de repente—, no es justo. Ni siquiera a la gente que comete delitos se las castiga sin que se le diga por qué es, como antaño en Rusia.

—No sé nada sobre Rusia.

—Oh, sí, lo sabes; cuando Mamá bajó a propósito para contarles a ti y al Sr. Gills todo sobre NUESTRO ruso.

—¿No te lo imaginas? —dijo Perks indignado—. ¿No lo ves pidiéndome que entre en su habitación y tome su silla y escuche lo que Su Señoría tiene que decir?

—¿Quieres decir que no la has oído?

—Ni siquiera un suspiro. Llegué a hacerle una pregunta. Y me encerró como en una ratonera. “Asuntos de Estado, Perks”, dijo. Pero creí que alguno de ustedes bajaría a contarme… ustedes vienen aquí bastante espabilados cuando quieren sacarle algo al viejo Perks —Phyllis se puso morada al pensar en las fresas—, información sobre locomotoras o señales o cosas por el estilo —dijo Perks.

—No sabíamos que no sabías.

—Pensábamos que Mamá te lo había contado.

—Sóloqueríamosdecírteloporquepensábamosqueseríaunanoticiavieja.

Los tres hablaron a la vez.

Perks dijo que todo estaba muy bien, y siguió sosteniendo el periódico. Entonces Phyllis se lo arrebató de repente y le echó los brazos al cuello.

—Oh, déjame darte un beso y seamos amigos —dijo ella—; diremos que lo sentimos primero, si quieres, pero realmente no sabíamos que no lo sabías.

—Lo sentimos mucho —dijeron los demás.

Y Perks, por fin, aceptó sus disculpas.

Luego lo hicieron salir y sentarse al sol en la verde orilla del ferrocarril, donde la hierba estaba muy caliente al tacto, y allí, a veces hablando de uno en uno, y a veces todos juntos, le contaron al Guarda la historia del prisionero ruso.

—Bueno, debo decir… —dijo Perks; pero no lo dijo, fuera lo que fuese.

—Sí, es bastante horrible, ¿verdad? —dijo Peter—. Y no me extraña que sintieran curiosidad por saber quién era el ruso.

—No tenía curiosidad, no tanta como interés —dijo el Guarda.

—Bueno, creo que el Sr. Gills podría habértelo contado. Fue horrible de su parte.

—No le guardo rencor por eso, Señorita —dijo el Guarda—, ¿por qué? Veo sus razones. No querría delatar a los suyos con una historia como ésa. No es la naturaleza humana. Un hombre tiene que defender a los suyos hagan lo que hagan. Eso es lo que significa la Política de Partidos. Yo habría hecho lo mismo si ese tipo hubiera sido japonés.

—Pero los japoneses no hacían cosas tan crueles y perversas como esa —dijo Bobbie.

—Quizás no —dijo Perks cautelosamente—; aun así, no se puede estar seguro con los extranjeros. Yo creo que a todos se los mete en el mismo saco

—Entonces, ¿por qué estabas del lado de los japoneses? —preguntó Peter.

—Bueno, verás, tienes que ponerte de un lado o de otro. Lo mismo que con los liberales y los conservadores. Lo bueno es tomar partido y mantenerse en él, pase lo que pase. 

Sonó una señal.

—Ahí está el 3:14 —dijo Perks—. Quédate agachada hasta que termine, y luego iremos a mi casa a ver si hay alguna de las fresas maduras de las que te hablé.

—Si hay alguna madura y me la das —dijo Phyllis—, no te importará que se las de al pobre ruso, ¿verdad?

Perks entrecerró los ojos y luego levantó las cejas.

—Así que fue por las fresas por lo que bajaste esta tarde, ¿eh? —dijo.

Fue un momento incómodo para Phyllis. Decir “sí” le parecía grosero y codicioso, y poco amable con Perks. Pero sabía que, si decía “no”, no estaría contenta consigo misma después. Así que dijo:

—Sí —dijo—, fue eso.

—¡Bien hecho! —dijo el Guarda—. ‘Di la verdad y avergüenza al…’.

—Pero habríamos bajado al día siguiente si hubiéramos sabido que no habías oído la historia —añadió Phyllis apresuradamente.

—Te creo, Señorita —dijo Perks, y cruzó la vía a dos metros por delante del tren que avanzaba.

Las chicas odiaban verlo hacer esto, pero a Peter le gustaba. Era muy excitante.

El caballero ruso quedó tan encantado con las fresas que los tres se estrujaron los sesos para encontrar alguna otra sorpresa para él. Pero de tanto estrujarse los sesos no surgió ninguna idea más novedosa que las cerezas silvestres. Y esta idea se les ocurrió a la mañana siguiente. Habían visto florecer los árboles en primavera, y sabían dónde buscar cerezas silvestres ahora que había llegado la época de las cerezas. Los árboles crecían a lo largo de la pared rocosa del acantilado por donde se abría la boca del túnel. Había toda clase de árboles, abedules, hayas, robles y avellanos, y entre ellos los cerezos en flor brillaban como la nieve y la plata.

La boca del túnel estaba algo lejos de Tres Chimeneas, así que Madre les dejó llevarse el almuerzo en una cesta. Y la cesta les serviría para traer las cerezas si encontraban alguna. También les prestó su reloj de plata para que no llegaran tarde al té. Peter no quería llevarlo pues recordaba el día en que se le cayó en el bebedero. Y se pusieron en marcha. Cuando llegaron a lo alto del acantilado, se inclinaron sobre la valla y miraron hacia abajo, donde se encontraban las vías del tren al fondo de lo que, como dijo Phyllis, era exactamente como un desfiladero de montaña. 

—Si no fuera por la vía férrea del fondo, sería como si el pie del hombre nunca hubiera estado allí, ¿no?

Los lados del acantilado eran de piedra gris, muy toscamente labrada. De hecho, la parte superior del acantilado había sido una pequeña cañada natural que se había excavado más profundamente para llevarla hasta el nivel de la boca del túnel. Entre las rocas crecían hierbas y flores, y las semillas que los pájaros dejaban caer en las grietas de la piedra habían echado raíces y crecido hasta convertirse en arbustos y árboles que dominaban el acantilado. Cerca del túnel había un tramo de escalones que bajaban hasta la vía (sólo barras de madera fijadas toscamente en la tierra), un camino muy empinado y estrecho, más parecido a una escala de cuerdas que a una escalera. 

—Será mejor que bajemos —dijo Peter—, estoy seguro de que será muy fácil recoger las cerezas desde el lado de los escalones. ¿Recuerdas que allí recogimos los cerezos en flor que pusimos en la tumba del conejo?

Así que fueron a lo largo de la valla hacia la pequeña puerta giratoria que está en la parte superior de estos escalones. Y estaban casi en la puerta cuando Bobbie dijo:

—¡Silencio! ¡Alto! ¿Qué es eso?

“Eso” era un ruido muy extraño, suave, pero que se oía claramente entre el sonido del viento en las ramas de los árboles y el zumbido de los cables del telégrafo. Era una especie de susurro. Mientras escuchaban, se detuvo y volvió a empezar.

Y esta vez no se detuvo, sino que se hizo más fuerte y más susurrante y retumbante.

—Miren —gritó Peter de repente—, ¡el árbol de allí!

El árbol que señalaba era uno de esos que tienen hojas ásperas y grises y flores blancas. Las bayas, cuando aparecen, son de color escarlata brillante, pero si las recoges, te decepcionan volviéndose negras antes de que las lleves a casa. Y, mientras Peter señalaba, el árbol se movía; no sólo como deben moverse los árboles cuando el viento sopla a través de ellos, sino todo entero, como si fuera una criatura viva y estuviera caminando por el lado del acantilado.

—¡Se está moviendo! —gritó Bobbie—. ¡Oh, miren! También los otros. Es como el bosque en Macbeth.

—Es mágico —dijo Phyllis sin aliento—. Siempre supe que este ferrocarril estaba encantado.

Realmente parecía un poco mágico. Todos los árboles a lo largo de unos veinte metros de la orilla opuesta parecían caminar lentamente hacia la vía férrea, con el árbol de hojas grises en la retaguardia, como un viejo pastor conduciendo un rebaño de ovejas verdes.

—¿Qué es? ¡Oh, qué es! —dijo Phyllis—; es demasiado mágico para mí. No me gusta. Vamos a casa.

Pero Bobbie y Peter se aferraron a la barandilla y observaron conteniendo el aliento. Y Phyllis no hizo ningún movimiento para irse sola a casa.

Los árboles avanzaban y avanzaban. Algunas piedras y tierra suelta cayeron y traquetearon sobre los rieles del ferrocarril, muy por debajo.

—TODO está bajando —intentó decir Peter, pero se dio cuenta de que apenas tenía voz para decirlo. Y, en efecto, justo cuando hablaba, la gran roca, en cuya cima estaban los árboles que caminaban, se inclinó lentamente hacia delante. Los árboles, dejando de caminar, se detuvieron y temblaron. Inclinándose con la roca, parecieron vacilar un momento, y entonces roca, árboles, hierba y arbustos, con un sonido apresurado, se deslizaron lejos de la cara del acantilado y cayeron sobre la vía con un estrépito que podría haberse oído a media milla de distancia. Se levantó una nube de polvo.

—¡Oh! —dijo Peter, en tono asombrado—. ¿No es exactamente como cuando entra el carbón? Si no hubiera techo en el sótano y se pudiera ver hacia abajo.

—¡Mira qué gran montículo se ha formado! —dijo Bobbie.

—Sí —dijo Peter lentamente. Seguía apoyado en la valla—. Sí —volvió a decir, aún más lento.

Luego se irguió.

—El tren de las 11:29 aún no ha pasado. Debemos avisar en la estación o habrá un accidente espantoso.

—¡Corramos! —dijo Bobbie, y echó a correr.

Pero Peter gritó:

—¡Vuelve! —y miró el reloj de Mamá. Fue muy rápido y diligente, y su cara parecía más blanca de lo que nunca la habían visto—. No hay tiempo, faltan dos millas y son más de las once.

—¿No podríamos —sugirió Phyllis sin aliento—, no podríamos subirnos a un poste eléctrico y hacer algo con los cables? 

—No sabemos cómo —dijo Peter.

—Lo hacen en la guerra —dijo Phyllis—, sé que he oído hablar de ello.

—Sólo los CORTAN, tonta —dijo Peter—, y eso no sirve de nada. Y no podríamos cortarlos, aunque llegáramos allí arriba, y no podríamos hacerlo. Si tuviéramos algo rojo, podríamos bajar a la línea y agitarlo.

—Pero el tren no nos vería hasta que doblara la curva, y entonces podría ver el montículo tan bien como nosotros —dijo Phyllis—; mejor, porque es mucho más grande que nosotros.

—Si tuviéramos algo rojo —repitió Peter—, podríamos pasar la curva y hacer señas al tren.

—Podríamos hacer señas de todos modos.

—Sólo pensarían que somos nosotros, como siempre. Ya hemos saludado muchas veces. En fin, bajemos.

Bajaron las empinadas escaleras. Bobbie estaba pálida y temblando. La cara de Peter parecía más delgada que de costumbre. Phyllis tenía la cara roja y húmeda de ansiedad. 

—Oh, ¡qué calor tengo! —dijo—. Y yo que pensaba que iba a hacer frío; ojalá no nos hubiéramos puesto nuestras… —se detuvo en seco, y luego terminó en un tono muy distinto— ¡…nuestras enaguas de franela!

Bobbie se volvió al pie de la escalera. 

—Oh, sí —gritó—; ¡SON rojas! Vamos a quitárnoslas. 

Así lo hicieron, y con las enaguas enrolladas bajo los brazos, corrieron a lo largo de la vía férrea, bordeando el montículo recién caído de piedras, rocas, tierra, y árboles doblados, aplastados y retorcidos. Corrieron tan rápido como pudieron. Peter iba a la cabeza, pero las chicas no se quedaban atrás. Llegaron a la curva que ocultaba el montículo de la vía férrea recta que recorría media milla sin curvas.

—Ahora —dijo Peter, agarrando la enagua de franela más grande.

—¿No estarás… no estarás a punto de romperlas? —Phyllis vaciló.

—Cállate —dijo Peter, con breve severidad.

—Oh, sí —dijo Bobbie—, rómpelas en pedacitos si quieres. ¿No lo ves, Phil? Si no podemos parar el tren, habrá un verdadero accidente, con gente MUERTA. ¡Oh, horrible! Aquí, Peter, ¡nunca lo romperás a través de la banda!

Le quitó la enagua de franela roja y la rasgó a dos centímetros de la banda. Luego rasgó la otra del mismo modo.

—¡Ya está! —dijo Peter, rasgando a su vez. Dividió cada enagua en tres trozos—. Ahora tenemos seis banderas —volvió a mirar el reloj—. Y tenemos siete minutos. Debemos tener astas de bandera.

Los cuchillos que se dan a los niños, por alguna extraña razón, rara vez son del tipo de acero que se mantiene afilado. Los jóvenes árboles tuvieron que ser rotos. Dos salieron de raíz. Les arrancaron las hojas.

—Hay que hacer agujeros en las banderas y pasar los palos por ellos —dijo Peter. Y se hicieron los agujeros. El cuchillo estaba tan afilado como para cortar franela. Dos de las banderas se colocaron en montones de piedras sueltas entre los durmientes de la línea de bajada. Entonces Phyllis y Roberta tomaron cada una una bandera y se dispusieron a ondearla en cuanto el tren estuviera a la vista.

—Las otras dos las llevaré yo —dijo Peter—, porque fue idea mía ondear algo rojo. 

—Pero son nuestras enaguas —empezaba Phyllis, pero Bobbie interrumpió.

—Oh, ¿qué importa quién ondea qué, si sólo pudiéramos salvar el tren?

Quizás Peter no había calculado bien el número de minutos que tardaría el tren de las 11:29 en llegar desde la estación hasta el lugar donde se encontraban, o quizás el tren llegaba con retraso. En cualquier caso, la espera les pareció muy larga.

Phyllis se impacientó.

—Supongo que el reloj está mal y el tren ya ha pasado —dijo.

Peter relajó la actitud heroica que había elegido para mostrar sus dos banderas. Y Bobbie empezó a sentirse enferma de suspenso.

Le parecía que llevaban horas y horas allí de pie, sosteniendo esas tontas banderitas rojas de franela en las que nadie se fijaría. Al tren no le importaría. Pasaría a toda velocidad junto a ellos, doblaría la esquina y se estrellaría contra aquel horrible montículo. Y todos morirían. Las manos se le enfriaron y le temblaban tanto que apenas podía sostener la bandera. Y entonces llegó el lejano estruendo y zumbido de los metales, y una bocanada de vapor blanco se mostró a lo lejos a lo largo del tramo de vía.

—Mantente firme —dijo Peter—, ¡y ondea como loca! Cuando llegue a ese gran arbusto, retrocede, pero sigue ondeando. No te quedes en la vía, Bobbie —el tren venía traqueteando muy, muy rápido.

—¡No nos ven! ¡No nos verán! ¡No sirve de nada! —gritó Bobbie.

Las dos banderitas de la vía se balanceaban cuando el tren que se acercaba sacudía y aflojaba los montones de piedras sueltas que las sostenían. Una de ellas se inclinó lentamente y cayó sobre la vía. Bobbie saltó hacia delante, la recogió y la agitó; ahora no le temblaban las manos.

Parecía que el tren avanzaba tan rápido como siempre. Ya estaba muy cerca.

—¡Aléjate de la vía, pájara tonta! —dijo Peter ferozmente.

—¡No sirve de nada! —repitió Bobbie.

—¡Atrás! —gritó Peter de repente, y arrastró a Phyllis hacia atrás por el brazo.

Pero Bobbie gritó:

—¡Aún no, aún no! —y agitó sus dos banderas sobre la vía. La parte delantera de la locomotora parecía negra y enorme. Su voz era fuerte y áspera.

—¡Oh, detente, detente, detente! —gritó Bobbie. Nadie la oyó. Al menos Peter y Phyllis no la oyeron, porque la embestida del tren cubrió el sonido de su voz con una montaña de ruido. Pero después se preguntaba si no la habría oído la propia locomotora. Parecía casi como si lo hubiera hecho, porque aflojó rápidamente, aflojó y se detuvo a menos de veinte metros del lugar donde las dos banderas de Bobbie ondeaban sobre la vía. Ella vio que la gran locomotora negra se detenía en seco, pero de algún modo no podía dejar de agitar las banderas. Y cuando el conductor y el fogonero bajaron de la locomotora y Peter y Phyllis fueron a reunirse con ellos para contarles su emocionada historia del horrible montículo que había a la vuelta de la esquina, Bobbie siguió agitando las banderas, pero cada vez más débilmente y a sacudidas.

Cuando los demás se volvieron hacia ella, estaba tendida al otro lado de la vía con las manos extendidas hacia delante y todavía agarrando los palos de las banderitas rojas de franela.

El maquinista la recogió, la llevó al tren y la tumbó en los cojines de un vagón de primera clase. 

—Se ha desmayado —dijo—, pobre muchachita. Y no me extraña. Echaré un vistazo a este montículo y luego la llevaremos a la estación para que la vean.

Era horrible ver a Bobbie tan blanca y callada, con los labios azules y entreabiertos. 

—Creo que así se ve la gente cuando está muerta —susurró Phyllis.

—¡NO! —dijo Peter bruscamente.

Se sentaron junto a Bobbie en los cojines azules, y el tren volvió corriendo. Antes de llegar a la estación, Bobbie suspiró, abrió los ojos, se dio la vuelta y empezó a llorar. Esto alegró maravillosamente a los demás. La habían visto llorar antes, pero nunca la habían visto desmayarse, ni a ella ni a nadie más. No habían sabido qué hacer cuando se desmayó, pero ahora que sólo lloraba podían darle una palmada en la espalda y decirle que no lo hiciera, como hacían siempre. Y luego, cuando dejó de llorar, pudieron reírse de ella por ser tan cobarde como para desmayarse.

Al llegar a la estación, los tres fueron los protagonistas de una agitada reunión en el andén.

Los elogios que recibieron por su “rápida actuación, su sentido común y su ingenio”, bastaron para hacer girar la cabeza de cualquiera. Phyllis se lo pasó en grande. Nunca había sido una verdadera heroína y la sensación era deliciosa. Las orejas de Peter se pusieron muy rojas. Sin embargo, él también disfrutó. Sólo Bobbie deseaba que no lo hicieran. Quería marcharse. 

—Espero que la Compañía se lo comunique —dijo el Jefe de Estación.

Bobbie deseó no volver a oír hablar de ello. Tiró de la chaqueta de Peter.

—¡Vamos, vamos! Quiero irme a casa —dijo.

Y se fueron. Y mientras se iban, el Jefe de Estación, el Guarda, los guardias, el conductor, el fogonero y los pasajeros lanzaron una ovación.

—Oh, escuchen —gritó Phyllis—; ¡eso es para NOSOTROS!

—Sí —dijo Peter—. Digo, me alegro de haber pensado en algo rojo y agitarlo.

—¡Qué suerte que SÍ nos pusiéramos nuestras enaguas rojas de franela! —dijo Phyllis.

Bobbie no dijo nada. Estaba pensando en el horrible montículo y en el confiado tren que se precipitaba hacia él. 

—Y fuimos NOSOTROS quienes lo salvamos —dijo Peter.

—¡Qué horror si nos hubiera matado a todos! —dijo Phyllis—, ¿cierto, Bobbie?

—Después de todo, nunca conseguimos ninguna cereza —dijo Bobbie.

Los demás pensaron que no tenía corazón.


Capítulo 7: Por valentía

Espero no les importe que les cuente cosas sobre Roberta. La verdad es que le estoy tomando mucho cariño. Cuanto más la observo, más la quiero. Y noto todo tipo de cosas en ella que me gustan.

Por ejemplo, estaba extrañamente ansiosa por hacer felices a otras personas. Y podía guardar un secreto, un logro bastante raro. También tenía el poder de una simpatía silenciosa. Suena bastante aburrido, lo sé, pero no es tan aburrido como parece. Simplemente significa que una persona es capaz de saber que eres infeliz y amarte más por eso, sin molestarte diciéndote todo el tiempo cuánto lo siente por ti. Así era Bobbie. Sabía que su madre no estaba contenta y que no le había dicho el motivo. Así que amaba más a su madre y nunca dijo una sola palabra que pudiera hacerle saber con qué seriedad su pequeña se preguntaba por qué estaba infeliz. Esto necesita práctica. No es tan fácil como se podría pensar.

Pase lo que pase, y sucedieron todo tipo de cosas bonitas y placenteras, como picnics, juegos y bollos para el té, Bobbie siempre tuvo esos pensamientos en el fondo de su mente: “¿Mamá es infeliz? ¿Por qué? No lo sé. No quiere que yo lo sepa, no intentaré averiguarlo. Pero, ¿ella ES infeliz? ¿por qué? No lo sé. Ella no…”, y así sucesivamente, repitiendo y repitiendo como una melodía de la que no sabes cómo termina.

El caballero ruso todavía ocupaba gran parte de los pensamientos de todos. Todos los editores y secretarios de Sociedades y los Miembros del Parlamento habían respondido a las cartas de Madre muy cortésmente; pero ninguno pudo decirle dónde podrían estar la mujer y los hijos del Sr. Szezcpansky. ¿Les dije que el nombre muy ruso del ruso era ese?

Bobbie tenía otra cualidad que escucharán descrita de diferente manera por diferentes personas. Algunas lo llaman interferir en asuntos ajenos, otras lo llaman “Echar una mano al que más lo necesita”, y otras lo llaman “bondad amorosa”. Simplemente significa intentar ayudar a la gente.

Se estrujó los sesos pensando en alguna forma de ayudar al caballero ruso a encontrar a su esposa e hijos. Ya había aprendido algunas palabras en inglés. Podía decir “Buenos días”, “Buenas noches”, “por favor”, “Gracias”, “Bonita” cuando los niños le traían flores, y “Muy bien” cuando le preguntaban cómo había dormido.

La forma en que sonreía cuando hablaba su inglés era, en opinión de Bobbie, “demasiado dulce para cualquier cosa”. Solía pensar en su rostro porque pensaba que la ayudaría de alguna manera a ayudarlo a él. Pero no fue así. Sin embargo, su presencia allí la animó, porque vio que eso hacía más feliz a Mamá.

—A ella le gusta tener a alguien con quien ser buena, incluso a nuestro lado —dijo Bobbie—. Y sé que ella odiaba dejarlo usar la ropa de Papá. Pero supongo que “duele lindo” o no lo hubiera hecho.

Durante muchas, muchísimas noches después del día en que ella, Peter y Phyllis salvaron el tren de descarrilarse agitando sus pequeñas banderas de franela roja, Bobbie solía despertarse gritando y temblando, viendo nuevamente aquel horrible montículo y la pobre, querida y confiada locomotora avanzando hacia él, pensando simplemente que estaba cumpliendo con su veloz deber, y que todo estaba despejado y seguro. Y luego una cálida sensación de placer solía recorrerla al recordar cómo ella, Peter, Phyllis y las enaguas de franela roja realmente habían salvado a todos.

Una mañana llegó una carta. Estaba dirigida a Peter, Bobbie y Phyllis. La abrieron con entusiasmo y curiosidad, ya que no solían recibir cartas.

La carta decía:

“Estimado Señor y Señoritas:
Se propone hacerles una pequeña presentación en conmemoración de su pronta y valiente acción al advertir al tren el día —-, evitando así lo que, humanamente hablando, habría sido un terrible accidente. La presentación tendrá lugar en la estación de —- a las tres en punto el día 30 del presente, si este horario y lugar les resultan convenientes.

Atentamente,
Jabez Inglewood.
Secretario, Compañía de Ferrocarriles del Gran Norte y del Sur.”

Nunca había habido un momento de mayor orgullo en las vidas de los tres niños. Corrieron hacia su madre con la carta, y ella también se sintió orgullosa y lo dijo, lo que hizo que los niños fueran más felices que nunca.

—Pero si la presentación es dinero, deben decir: “Gracias, pero preferimos no aceptarlo” —dijo Mamá—. Lavaré sus muselinas indias de inmediato. Deben lucir impecables para una ocasión como esta —añadió.

—Phil y yo podemos lavarlas —dijo Bobbie—, si tú la planchas, Madre.

Lavar es bastante divertido. Me pregunto si alguna vez lo han hecho. Este lavado en particular se llevó a cabo en el fondo de la cocina, que tenía piso de piedra y un fregadero de piedra muy grande bajo la ventana.

—Pongamos la tina sobre el fregadero —dijo Phyllis—; así podemos fingir que somos lavanderas al aire libre, como las que vio mamá en Francia.

—Pero ellas lavaban en el río frío —dijo Peter con las manos en los bolsillos—, no con agua caliente.

—Entonces este es un río CALIENTE —dijo Phyllis—; échame una mano con la tina, sé bueno.

—Estudié latín, no sé nada de latina —dijo Peter, pero ayudó.

—Ahora a frotar y restregar, frotar y restregar —dijo Phyllis, saltando alegremente mientras Bobbie cargaba con cuidado la pesada tetera desde el fuego de la cocina.

—¡Oh, no! —dijo Bobbie muy sorprendida—. No se frota la muselina. Pones el jabón hervido en el agua caliente y lo haces espumoso, luego sacudes la muselina y la exprimes con mucho cuidado, y toda la suciedad sale. Solo las cosas toscas, como manteles y sábanas, tienen que ser frotadas.

Las lilas y las rosas Gloire de Dijon fuera de la ventana se mecían con la suave brisa.

—Es un buen día para secar; eso es algo bueno —dijo Bobbie sintiéndose muy adulta—. ¡Oh, me pregunto qué maravillosas sensaciones tendremos cuando USEMOS los vestidos de muselina india!

—Yo también —dijo Phyllis sacudiendo y exprimiendo la muselina de una manera bastante profesional.

—AHORA exprimimos el agua jabonosa. NO, no debemos retorcerla, y luego la enjuagamos. Yo la sostendré mientras tú y Peter vacían la tina y traen agua limpia.

—¡Una presentación! Eso quiere decir presentes —dijo Peter, mientras sus hermanas, después de lavar los broches y la cuerda, colgaban los vestidos para que se secaran—. ¿Qué serán?

—Podría ser cualquier cosa —dijo Phyllis—; yo siempre he querido un bebé elefante, pero supongo que ellos no lo sabrán.

—Imaginen que fueran modelos de oro de locomotoras a vapor —dijo Bobbie.

—O un gran modelo de la escena del accidente evitado —sugirió Peter—, con un pequeño tren de juguete, y muñecos vestidos como nosotros, el maquinista, el fogonero y los pasajeros.

—¿Te GUSTARÍA —dijo Bobbie dudosa, secándose las manos en la toalla áspera que colgaba de un rodillo detrás de la puerta del lavadero—, que nos compensen por salvar un tren?

—Sí, me gustaría —dijo Peter tajante—. Y no trates de hacernos creer que a ti no te gustaría también; porque sé que sí.

—Sí —dijo Bobbie con dudas —, sé que sí. Pero, ¿no deberíamos estar satisfechos con sólo haberlo hecho sin pedir nada a cambio?

—¿Quién pidió algo a cambio, tonta? —dijo su hermano—. Los soldados con la Cruz Victoria no lo PIDEN, pero les encanta recibirlo de todos modos. Tal vez sean medallas. Entonces, cuando sea muy viejo, se la mostraré a mis nietos y diré: “Solo cumplimos con nuestro deber”, y estarán muy orgullosos de mí.

—Tienes que casarte —advirtió Phyllis—, o no tendrás nietos.

—Supongo que algún día tendré que casarme —dijo Peter—, pero será un fastidio tenerla cerca todo el tiempo. Me gustaría casarme con una dama que tuviera trances, y solo despertara una o dos veces al año.

—Sólo para decirte que eres la luz de su vida y luego volver a dormir. Sí, no estaría mal —dijo Bobbie.

—Cuando yo me case —dijo Phyllis—, querré que él quiera que yo esté despierta todo el tiempo, para poder escucharlo decir lo bonita que soy.

—Creo que sería bonito —dijo Bobbie—, casarse con alguien muy pobre, y entonces harías todo el trabajo y él te amaría tremendamente, viendo el humo azul alzándose entre los árboles desde el hogar doméstico mientras regresa del trabajo cada noche. Digo, tenemos que responder esa carta y decir que el lugar y la hora nos VENDRÍA bien. Ahí está el jabón Peter. NOSOTRAS estamos tan limpias como podemos estar. Esa caja rosa de papel para escribir que te dieron en tu cumpleaños, Phil.

Tomó un tiempo decidir qué decir. Mamá había vuelto a su escritura, y varias hojas de papel rosa con bordes dorados festoneados y tréboles verdes de cuatro hojas en las esquinas fueron arruinadas antes de que los tres se pusieran de acuerdo. Luego, cada uno hizo una copia y la firmó con su propio nombre. La carta triplicada decía:

“Estimado Sr. Jabez Inglewood:
Muchas gracias. No queríamos ser recompensados, solo salvar el tren, pero nos alegra que piense así y le damos muchas gracias. La hora y el lugar que menciona nos serán completamente convenientes. Muchas gracias.
Su pequeño amigo afectuoso,”

Luego venía el nombre de cada uno, y después:

“P.D: Muchas gracias”.

—Lavar es mucho más fácil que planchar —dijo Bobbie, quitando los vestidos limpios y secos de la cuerda—. Me encanta ver cómo las cosas quedan limpias. ¡Oh, no sé cómo aguantaremos hasta que sea la hora de saber qué presentación presentarán!

Cuando al fin (pareció pasar muchísimo tiempo) llegó EL día, los tres niños fueron a la estación a la hora indicada. Y todo lo que ocurrió fue tan extraño que parecía un sueño. El Jefe de Estación salió a recibirlos con su mejor ropa, como notó Peter de inmediato, y los condujo a la sala de espera donde una vez habían jugado al juego de los anuncios. Ahora se veía completamente diferente. Habían colocado una alfombra, y en la repisa de la chimenea y en los alféizares de las ventanas había macetas con rosas. También había ramas verdes decorando, como el acebo y el laurel en Navidad, los anuncios enmarcados de Cook’s Tours, las Bellezas de Devon y el Ferrocarril de París a Lyon. Había allí bastantes personas además del Guarda: dos o tres señoras con vestidos elegantes y un grupo de caballeros con sombreros de copa y levitas, además de todos los que trabajaban en la estación. Reconocieron a varias personas que habían estado en el tren el día de las enaguas rojas. Lo mejor de todo era que su viejo caballero estaba allí, y su abrigo, sombrero y cuello parecían más distintos que nunca a los de los demás. Les dio la mano y luego todos se sentaron en sillas, y un caballero con gafas (descubrieron después que era el Superintendente del Distrito), comenzó un discurso bastante largo y muy inteligente. No voy a escribir todo el discurso. Primero, porque pensarías que es aburrido; segundo, porque hizo que los niños se ruborizaran y se sintieran tan incómodos que prefiero pasar rápidamente a otra parte del tema; y tercero, porque el caballero usó tantas palabras para decir lo que quería decir que realmente no tengo tiempo para escribirlas todas. Dijo muchas cosas amables sobre la valentía y la presencia de ánimo de los niños, y cuando terminó, se sentó, y todos los presentes aplaudieron y dijeron: “¡Muy bien, muy bien!”.

Luego, el viejo caballero se levantó y también dijo algunas palabras. Fue muy parecido a una ceremonia de entrega de premios. Después, llamó a los niños uno por uno, por sus nombres, y entregó a cada uno un hermoso reloj de oro con cadena. Y dentro de los relojes, junto al nombre de su nuevo dueño, estaba grabado:

“De los Directores del Ferrocarril Norte y Sur, en agradecimiento por la valiente y rápida acción que evitó un accidente el —– de 1905.

Los relojes eran lo más hermoso que puedan imaginar, y cado uno tenía un estuche de cuero azul para guardarlos en casa.

—Ahora tienes que dar un discurso y agradecer a todos por su amabilidad —susurró el Jefe de Estación al oído de Peter, empujándolo hacia adelante—. Empieza con “damas y caballeros” —añadió.

Cada uno de los niños ya había agradecido de forma adecuada.

—Oh, cielos —dijo Peter, pero no resistió el empujón.

—Damas y caballeros —dijo con una voz algo ronca. Luego hubo una pausa, y sintió su corazón latiendo en su garganta—. Damas y caballeros, es increíblemente amable de su parte, y atesoraremos los relojes toda nuestra vida, pero en realidad no lo merecemos, porque lo que hicimos no fue nada, en verdad. Al menos, quiero decir, fue muy emocionante, y lo que quiero decir es… muchas, muchísimas gracias a todos.

La gente aplaudió a Peter más que al Superintendente del Distrito, y luego todos les dieron la mano. Tan pronto como la cortesía lo permitió, se marcharon corriendo cuesta arriba hacia Tres Chimeneas con los relojes en las manos.

Fue un día maravilloso, el tipo de día que rara vez le ocurre a alguien, y a la mayoría de nosotros, nunca.

—Quería hablar con el viejo caballero sobre otra cosa —dijo Bobbie—, pero era tan público… como estar en la iglesia.

—¿Qué querías decirle? —preguntó Phyllis.

—Te lo diré cuando lo haya pensado más —dijo Bobbie.

Así que, cuando lo pensó un poco más, escribió una carta. La carta decía:

“Querido viejo caballero, quiero pedirle algo muy, muy importante. Si pudiera bajarse del tren y tomar el siguiente, estaría bien. No quiero que me dé nada. Mamá dice que no debemos hacerlo. Y, además, no queremos COSAS. Sólo hablar con usted sobre un Prisionero y Cautivo.
Su querida pequeña amiga,
Bobbie.”

Hizo que el jefe de estación le entregara la carta al viejo caballero, y al día siguiente pidió a Peter y Phyllis que la acompañaran a la estación a la hora en que pasaría el tren que traía al viejo caballero de la ciudad.

Les explicó su idea, y ellos la aprobaron completamente.

Se habían lavado las manos y la cara, se habían peinado, y estaban tan arreglados como sabían hacerlo. Pero Phyllis, siempre tan desafortunada, derramó una jarra de limonada sobre el frente de su vestido. No había tiempo para cambiarse, y como el viento soplaba desde el depósito de carbón, su vestido se llenó de polvo gris, que se pegó a las manchas pegajosas de limonada y la hizo parecer, como dijo Peter, “como cualquier niña de la calle.”

Se decidió que debería mantenerse atrás de los demás todo lo posible.

—Tal vez el viejo caballero no lo note —dijo Bobbie—. Los ancianos suelen ser débiles de vista.

Sin embargo, no había ningún signo de debilidad en los ojos ni en ninguna otra parte del viejo caballero, cuando bajó del tren y miró a un lado y al otro en el andén.

Los tres niños, ahora que había llegado el momento, de repente sintieron esa oleada de timidez profunda que te pone las orejas calientes y rojas, las manos tibias y húmedas y la punta de la nariz rosada y brillante.

—Oh —dijo Phyllis—, mi corazón late como una locomotora.; además, justo debajo de mi cinturón.

—Tonterías —dijo Peter—, el corazón de la gente no está bajo su cinturón.

—No me importa; el mío sí —dijo Phyllis.

—Si vas a hablar como un libro de poesía —dijo Peter—, mi corazón está en mi boca.

—Mi corazón está en mis botas, si a eso vamos —dijo Roberta—; pero sigamos, ¡vamos! Pensará que somos unos idiotas.

—No estará muy equivocado —dijo Peter con pesadumbre. Y avanzaron para encontrarse con el viejo caballero.

—Hola —dijo, estrechando de a una la mano de los niños—. Es un gran placer.

—Fue MUY amable de su parte bajar del tren —dijo Bobbie sudando y siendo educada.

Él tomó su brazo y la llevó a la sala de espera, donde ella y los demás habían jugado al juego de los anuncios el día en que encontraron al ruso. Phyllis y Peter los siguieron.

—¿Y bien? —dijo el viejo caballero dándole a Bobbie un pequeño apretón amable en el brazo antes de soltarlo—. Bien ¿de qué se trata?

—Oh, por favor —dijo Bobbie.

—¿Sí? —dijo el viejo caballero.

—Lo que quiero decir… —dijo Bobbie.

—¿Qué? —dijo el viejo caballero.

—Todo es muy agradable y amable —dijo ella.

—¿Pero? —dijo él.

—Quisiera poder decir algo —dijo ella.

—Dilo —dijo él.

—Bueno, entonces —dijo Bobbie; y salió la historia del ruso que había escrito el libro hermoso sobre la gente pobre, que fue enviado a prisión y a Siberia sólo por eso—. Y lo que más queremos en el mundo es encontrar a su esposa e hijos, pero no sabemos cómo. Pero usted debe ser terriblemente inteligente, o no sería el Director del Ferrocarril. Y si USTED supiera cómo encontrarlos, y lo hiciera, nos gustaría más eso que cualquier otra cosa en el mundo. Incluso iríamos sin los relojes, si pudiera venderlos y encontrar a su esposa con ese dinero.

Y los demás también lo dijeron, aunque sin tanto entusiasmo.

—Mmm —dijo el viejo caballero, bajándose el chaleco blanco con grandes botones dorados—, ¿cómo dijeron que se llamaba? ¿Fryingpansky?

—No, no —dijo Bobbie con seriedad—. Se lo escribiré. Realmente no se parece en nada a eso, excepto cuando lo dice. ¿Tiene un trozo de lápiz y el reverso de un sobre? —preguntó.

El viejo caballero sacó un estuche de lápices de oro, y un hermoso cuaderno de notas de cuero ruso verde, que olía muy bien, y lo abrió en una página nueva.

—Aquí —dijo él—. Escribe aquí.

Ella escribió “Szezcpansky”, y dijo:

—Así se escribe. Y se dice “Shepansky”

El viejo caballero sacó un par de gafas de oro y se las colocó en la nariz. Cuando leyó el nombre, se veía completamente diferente.

—¿ESE hombre? ¡Dios mío! —dijo—. ¡Vaya, he leído su libro! Está traducido a todos los idiomas europeos. Un excelente y noble libro. Y entonces tu madre lo acogió; como el buen Samaritano. Bueno, bueno. Les diré algo, jovencitos. Su madre debe ser una mujer muy buena.

—Claro que lo es —dijo Phyllis asombrada.

—Y usted es un hombre muy bueno —dijo Bobbie, tímidamente, pero decidida a ser educada.

—Me halagas —dijo el viejo caballero, quitándose el sombrero con una reverencia—. Y ahora, voy a decirles lo que pienso de ustedes.

—Oh, por favor, no —dijo Bobbie rápidamente.

—¿Por qué? —preguntó el viejo caballero.

—No sé exactamente —dijo Bobbie—. Sólo que, si es algo horrible, no quiero que lo digas; y si es bonito, preferiría que no lo hicieras.

El viejo caballero rio.

—Bueno, entonces —dijo—, sólo diré que me alegra mucho que hayan venido a mí con esto; me pone muy contento, de verdad. Y no me sorprendería si descubriera algo pronto. Conozco muchos rusos en Londres, y todo ruso conoce SU nombre. Ahora cuéntenme todo sobre ustedes.

Se volvió hacia los demás, pero solo quedaba uno; era Peter. Phyllis había desaparecido.

—Cuéntame todo sobre ti —dijo el viejo caballero otra vez. Y, de forma natural, Peter se quedó mudo.

—Está bien, tendremos un examen —dijo el viejo caballero—; ustedes dos siéntense en la mesa, y yo me sentaré en el banco y haré preguntas.

Lo hizo y salieron nombres y edades, el nombre de su padre y su ocupación, cuánto tiempo habían vivido en Tres Chimeneas y mucho más.

Las preguntas comenzaban a girar en torno a un arenque y medio por tres peniques, y una libra de plomo y una libra de plumas, cuando la puerta de la sala de espera fue abierta de una patada por una bota; al entrar la bota, todos pudieron ver que uno de sus cordones estaba desatado. Entonces entró Phyllis, muy lenta y cuidadosamente.

En una mano llevaba una gran lata, y en la otra una gruesa rebanada de pan con mantequilla.

—El té de la tarde —anunció orgullosa, y extendió la lata y el pan con mantequilla al viejo caballero, quien los tomó y dijo:

—¡Santo cielo!

—Sí —dijo Phyllis.

—Es muy considerado de tu parte —dijo el viejo caballero—; muy.

—Pero podrías haber traído una taza —dijo Bobbie—, y un plato.

—Perks siempre bebe de la lata —dijo Phyllis, sonrojándose—. Creo que fue muy amable de su parte dármelo, sin contar con tazas y platos —añadió.

—Yo también lo creo —dijo el viejo caballero, y bebió un poco de té y probó el pan con mantequilla.

Y luego llegó el momento de la llegada del próximo tren; y el viejo caballero subió a él con muchos adioses y amables palabras finales.

—Bueno —dijo Peter, cuando se quedaron en el andén y las luces del tren desaparecieron tras la curva—, creo que hoy hemos encendido una vela, como Latimer, ¿saben? Cuando lo quemaron; y pronto habrá fuegos artificiales por nuestro ruso.

Y así fue.

No habían pasado diez días desde la entrevista en la sala de espera cuando los tres niños estaban sentados en la cima de la roca más grande del campo debajo de su casa, viendo cómo el tren de las 5:15 se alejaba de la estación a lo largo del fondo del valle. También vieron a las pocas personas que habían bajado en la estación dispersarse por el camino hacia el pueblo, y vieron a una persona abandonar el camino y abrir la valla que llevaba a través de los campos únicamente hacia Tres Chimeneas.

—¡Quién demonios será! —dijo Peter bajando apresuradamente.

—Vamos a ver —dijo Phyllis.

Y así lo hicieron. Y cuando se acercaron lo suficiente para ver quién era, se dieron cuenta de que era su viejo caballero, con los botones de latón brillando bajo el sol de la tarde, y su chaleco blanco luciendo más blanco que nunca contra el verde del campo.

—¡Hola! —gritaron los niños sacudiendo las manos.

—¡Hola! —gritó el viejo caballero, agitando su sombrero.

Entonces los tres echaron a correr, y cuando llegaron a él apenas les quedaba aliento para decir:

—¿Cómo está usted?

—Buenas noticias —dijo—. He encontrado a la mujer y a los hijos de su amigo ruso, y no pude resistir la tentación de darme el placer de contárselo yo mismo.

Pero al mirar el rostro de Bobbie, sintió que SÍ podría resistirse a la tentación.

—Toma —le dijo—, ve corriendo y díselo tú. Los otros dos me mostrarán el camino.

Bobbie corrió. Pero cuando, sin aliento, dio la noticia al Ruso y a Mamá, que estaban sentados en el tranquilo jardín (el rostro de Mamá se iluminó de manera hermosa, y dijo rápidamente media docena de palabras en francés al exiliado), Bobbie deseó no haber llevado la noticia; porque el Ruso se levantó de un salto con un grito que hizo que el corazón de Bobbie diera un brinco y luego temblara; un grito de amor y anhelo como nunca antes había oído. Luego tomó la mano de Mamá y la besó suavemente con una reverencia; y después se dejó caer en su silla, cubrió su rostro con las manos y sollozó. Bobbie se alejó sigilosamente. No quería ver a los demás en ese momento.

Pero Bobbie estaba tan alegre como podía estar cuando hubo terminado la interminable conversación en francés, cuando Peter regresado del pueblo con panes y pasteles, y las chicas hubieron preparado el té y lo llevaron al jardín.

El viejo caballero estaba muy alegre y encantador. Parecía ser capaz de hablar en francés y en inglés casi al mismo tiempo, y Mamá lo hacía casi tan bien. Fue un momento encantador. Mamá parecía no poder hacer suficiente alarde del viejo caballero, y aceptó de inmediato cuando él preguntó si podía regalar algunos “manjares” a sus pequeños amigos.

La palabra era nueva para los niños, pero adivinaron que significaba dulces, porque las tres grandes cajas rosas y verdes, atadas con cinta verde, que él sacó de su bolsa, contenían inauditas capas de hermosos chocolates.

Las pocas pertenencias del ruso estaban empaquetadas, y todos lo despidieron en la estación.

Entonces Mamá se volvió hacia el viejo caballero y dijo:

—No sé cómo agradecerle por TODO. Ha sido un gran placer para mi verlo. Pero vivimos muy tranquilamente. Siento mucho no poder invitarlo a que venga a visitarnos nuevamente. 

Los niños encontraron esto muy difícil. Cuando habían hecho un amigo, y un amigo tan especial, hubieran querido que venga a verlos otra vez.

Lo que pensaba el viejo caballero no lo podían saber. Él solo dijo:

—Me considero muy afortunado, Señora, de haber sido recibido una vez en su casa.

—Oh —dijo Madre—, sé que debo parecer grosera e ingrata, pero…

—Nunca podría usted parecer otra cosa que una dama encantadora y gentil —dijo el viejo caballero, con otra de sus reverencias.

Y cuando se dieron vuelta para subir a la colina, Bobbie vio la cara de su Madre.

—Qué cansada te ves, Mamá —dijo—; apóyate en mí.

—Es mi deber darle el brazo a mamá —dijo Peter—. Soy el hombre de la casa cuando Papá no está.

Madre tomó un brazo de cada uno.

—Qué maravilla —dijo Phyllis saltando de alegría—, pensar en el querido ruso abrazando a su esposa perdida. El bebé debe haber crecido mucho desde que lo vio.

—Sí —dijo Madre.

—Me pregunto si Papá pensará que YO he crecido —continuó Phyllis, saltando aún más alegremente—. Ya he crecido, ¿verdad, Madre?

—Sí —dijo Madre, oh sí —. Y Bobbie y Peter sintieron cómo sus manos se apretaban en sus brazos.

—Pobre vieja Mamá, ESTÁS cansada —dijo Peter.

Bobbie dijo:

—Vamos, Phil; te reto a una carrera hasta la puerta.

Y comenzó la carrera, aunque odió hacerlo. USTEDES saben por qué Bobbie hizo eso. Madre sólo pensó que Bobbie estaba cansada de caminar lento. Incluso las Madres, que te quieren más que a nadie en el mundo, no siempre entienden.


Capítulo 8: Los fogoneros aficionados

—Es un bonito broche el que lleva puesto, Señorita —dijo Perks, el Guarda—, no sé si alguna vez he visto algo más parecido a un botón de oro sin que FUERA un botón de oro.

—Sí —dijo Bobbie, contenta y sonrojada por esta aprobación—. Siempre pensé que se parecía más a un botón de oro casi más que uno de verdad. Y NUNCA pensé que llegaría a ser mío, mío; y entonces Mamá me lo regaló por mi cumpleaños.

—Oh, ¿has cumplido años? —dijo Perks; y pareció muy sorprendido, como si cumplir años fuera algo concedido sólo a privilegiados.

—Sí —dijo Bobbie—; ¿cuándo es su cumpleaños, Sr. Perks?

Los niños estaban tomando el té con el señor Perks en la Oficina de los Guardagujas, entre las lámparas y los almanaques ferroviarios. Habían traído sus propias tazas y unos pastelitos de mermelada. El señor Perks preparó el té en una lata de cerveza, como de costumbre, y todos se sintieron muy felices y confidentes.

—¿Mi cumpleaños? —dijo Perks vertiendo un poco más de té marrón oscuro de la lata en la taza de Peter—. Renuncié a celebrar mi cumpleaños antes de que ustedes nacieran.

—Pero tienes que haber nacido EN ALGÚN MOMENTO, ya sabes —dijo Phyllis pensativa—, aunque fuera hace veinte años; o treinta, o sesenta, o setenta.

—No tanto, Señorita —respondió Perks sonriendo—. Si realmente quieren saber, fue hace treinta y dos años, el quince de este mes.

—Entonces, ¿por qué no te lo quedas? —preguntó Phyllis.

—Tengo algo más que guardar aparte de cumpleaños —dijo Perks brevemente.

—¡Oh! ¡Qué! —preguntó Phyllis ansiosa—. ¿Secretos?

—No —dijo Perks—, los niños y la Señora.

Fue esta conversación la que hizo pensar a los niños y, más tarde, hablar. Perks era, en general, el amigo más querido que habían hecho. No tan grandioso como el Jefe de Estación, pero más accesible; menos poderoso que el anciano caballero, pero más confiable.

—Me parece horrible que nadie festeje su cumpleaños —dijo Bobbie—. ¿No podríamos hacer algo?

—Subamos al puente del Canal y hablemos—dijo Peter—. Esta mañana el cartero me ha dado una nueva línea de pesca. Me la dio por un ramo de rosas que le regalé para su amada. Está enferma.

—Entonces creo que le has dado las rosas por nada —dijo Bobbie, indignada.

—¡Nyang, nyang! —dijo Peter, desagradablemente, y se metió las manos en los bolsillos.

—No fue por nada, en absoluto —dijo Phyllis apresuradamente—; en cuanto supimos que estaba enferma, preparamos las rosas y esperamos junto a la puerta. Fue cuando estabas haciendo el brindis. Y cuando dijo “Gracias” por las rosas tantas veces (muchas más de las necesarias), sacó la línea y se la dio a Peter. No fue un intercambio. Fue su corazón agradecido.

—Oh, te pido perdón, Peter —dijo Bobbie—. Lo siento mucho.

—Ni lo menciones —dijo Peter grandilocuentemente—, sabía que lo sentirías.

Así que subieron todos al puente del Canal. La idea era pescar desde el puente, pero la línea no era lo suficientemente larga.

—No importa —dijo Bobbie—. Quedémonos aquí y miremos las cosas. Todo es muy bonito.

Y lo era. El sol se ponía en rojo esplendor sobre las colinas grises y púrpuras, y el canal yacía liso y brillante en la sombra; ninguna ondulación rompía su superficie. Era como una cinta de satén gris entre la seda verde oscuro de los prados que había a cada lado de sus orillas. 

—Está bien —dijo Peter—, pero de algún modo siempre veo que las cosas bonitas están mucho mejor cuando tengo algo que hacer. Bajemos al camino de sirga y pesquemos desde allí.

Phyllis y Bobbie recordaron cómo los niños de los barcos del canal les habían tirado carbón, y así lo dijeron.

—Oh, tonterías —dijo Peter—. Aquí no hay niños ahora. Si los hubiera, pelearía con ellos.

Las hermanas de Peter tuvieron la amabilidad de no recordarle cómo NO había peleado con los niños la última vez que tiraron carbón. En lugar de eso, dijeron:

—De acuerdo —y bajaron con cautela por la empinada orilla hasta el camino de sirga. La línea fue cuidadosamente preparada, y durante media hora pescaron pacientemente y en vano. Ni un solo bocado alimentó la esperanza en sus corazones.

Todos los ojos estaban fijos en las lentas aguas que pretendían seriamente que nunca habían albergado un solo pececito, cuando un fuerte y áspero grito los hizo sobresaltarse. 

—¡Hola! —dijo el grito, en el tono más desagradable—. Salgan de ahí, ¿quieren?

Un viejo caballo blanco que venía por el camino de sirga estaba a menos de media docena de metros de ellos. Se levantaron de un salto y subieron apresuradamente a la orilla.

—Bajaremos de nuevo cuando hayan pasado —dijo Bobbie.

Pero, por desgracia, la barca, a la manera de las barcas, se detuvo bajo el puente.

—Va a fondear —dijo Peter—, ¡qué mala suerte!

La barca no fondeó, porque un ancla no forma parte de los aparejos de una barca de canal, pero estaba amarrada con cuerdas a proa y popa, y las cuerdas estaban sujetas a los palos y a barretas clavadas en el suelo.

—¿Qué están mirando? —gruñó el barquero malhumorado.

—No estábamos mirando —dijo Bobbie—, no seríamos tan groseros.

—Bendito sea el maleducado —dijo el hombre—. ¡Lárguense!

—Vete tú —dijo Peter. Recordaba lo que había dicho sobre los niños peleones y, además, se sentía seguro a medio camino de la orilla—. Tenemos tanto derecho a estar aquí como cualquiera.

—Oh, ¿de verdad lo tienen? ¡Pronto lo veremos! —dijo el hombre; cruzó su cubierta y comenzó a bajar por el costado de su barca.

—¡Oh, vete, Peter, vete! —dijeron Bobbie y Phyllis al unísono agonizante.

—Yo no —dijo Peter—, pero será mejor que ustedes sí.

Las niñas subieron a lo alto de la orilla y se prepararon para regresar a casa en cuanto vieran a su hermano fuera de peligro. El camino a casa era cuesta abajo. Sabían que todas corrían bien. No parecía que el Barquero pudiera hacerlo. Tenía la cara roja, era pesado y fornido.

Pero en cuanto puso el pie en el camino de sirga, los niños se dieron cuenta de que lo habían juzgado mal.

Subió de un salto a la orilla, agarró a Peter por la pierna, lo arrastró hacia abajo, lo puso en pie con una sacudida, lo sujetó por la oreja y le dijo con severidad:

—Ahora, entonces, ¿qué quieres decir con eso? ¿No sabes que estas aguas están preservadas? No tienen derecho a pescar aquí, por no hablar de tu increíble desfachatez.

Peter siempre se sentía orgulloso cuando recordaba que, con los furiosos dedos del Barquero apretándole la oreja, el rostro carmesí de Barquero cerca del suyo, el aliento caliente del Barquero en su cuello, tuvo el valor de decir la verdad.

—NO estaba pescando —dijo Peter.

—No es culpa TUYA, te lo aseguro —dijo el hombre, dándole a Peter un tirón de orejas; no muy fuerte, pero tirón, al fin y al cabo.

Peter no podía decir que lo fuera. Bobbie y Phyllis se habían agarrado a las barandillas de arriba y saltaban de ansiedad. Ahora, de repente, Bobbie se deslizó por la barandilla y se precipitó por la orilla hacia Peter, tan impetuosamente que Phyllis, que la seguía con más calma, se sintió segura de que el descenso de su hermana terminaría en las aguas del canal. Y así habría sido si el Barquero no hubiera soltado la oreja de Peter y la hubiera atrapado con su brazo vestido de jersey.

—¿A quién estás alardeando? —dijo poniéndose de pie.

—Oh —dijo Bobbie sin aliento—, no estoy alardeando a nadie. Al menos, no a propósito. Por favor, no te enfades con Peter. Por supuesto que, si es tu canal, lo sentimos y no lo haremos más. Pero no sabíamos que era tuyo.

—Vayan —dijo el Barquero.

—Sí, lo haremos —dijo Bobbie seriamente—; pero te pedimos perdón; y realmente no hemos pescado ni un solo pez. Te lo diría directamente si lo hubiéramos hecho; por mi honor lo haría.

Extendió las manos y Phyllis mostró su pequeño bolsillo vacío para demostrar que en realidad no llevaban pescado escondido.

—Bueno —dijo el Barquero, más suavemente—, lárguense, entonces, y no lo vuelvan a hacer; eso es todo.

Los niños se apresuraron a subir a la orilla.

—Échanos un abrigo, María —gritó el hombre. Y una mujer pelirroja con un chal de cuadros verdes salió de la puerta de la cabina con un bebé en brazos y le lanzó un abrigo. Se lo puso, subió a la orilla y cruzó el puente en dirección al pueblo.

—Me encontrarás en el “Rosa y Corona” cuando hayas dormido al niño —le dijo desde el puente.

Cuando se perdió de vista, los niños volvieron lentamente. Peter insistió en ello.

—Puede que el canal le pertenezca —dijo—, aunque no creo que sea así. Pero el puente es de todos. El Doctor Forest me dijo que es propiedad pública. Ni él ni nadie va a tirarme del puente, se los aseguro.

A Peter aún le dolía la oreja y también el orgullo.

Las niñas lo siguieron como soldados galantes seguirían al líder de una esperanza perdida. 

—Ojalá que no —fue todo lo que dijeron.

—Vayan a casa si tienen miedo —dijo Peter—, déjenme en paz. NO tengo miedo.

El sonido de las pisadas del hombre se fue apagando a lo largo de la tranquila carretera. La paz del atardecer no se vio interrumpida por las notas de los carriceros tordos ni por la voz de la mujer de la barca, que cantaba a su bebé para que se durmiera. Cantaba una canción triste. Algo sobre Bill Bailey y cómo deseaba que volviera a casa.

Los niños se quedaron apoyados con los brazos en el parapeto del puente; se alegraron de estar tranquilos durante unos minutos porque los tres corazones latían mucho más deprisa de lo habitual. 

—No voy a dejarme atropellar por ningún viejo barquero —dijo Peter con voz gruesa.

—Claro que no —dijo Phyllis en tono tranquilizador—, ¡no cediste ante él! Así que ahora podríamos irnos a casa, ¿no crees?

—NO —dijo Peter.

No se dijo nada más hasta que la mujer bajó de la barca subió a la orilla y cruzó el puente.

Dudó, mirando las tres espaldas de los niños, y luego dijo:

—Ejem…

Peter se quedó como estaba, pero las niñas miraron alrededor.

—No deben hacer caso a mi Bill —dijo la mujer—, su ladrido es peor que su mordida. Algunos niños de Farley son terribles. Fueron ellos los que se pusieron a gritar quién se había comido el pastelito debajo del puente de Marlow.

—¿Quién lo hizo? —preguntó Phyllis.

—No lo sé —dijo la mujer—. ¡Nadie lo sabe! Pero de alguna manera, y no sé ni por qué ni para qué, esas palabras son como un desafío para un patrón de barca. No le hagan caso. No volverá hasta dentro de dos horas. Podrían pescar algo antes de eso. La luz es buena y todo eso.

—Gracias —dijo Bobbie—. Eres muy amable. ¿Dónde está tu bebé?

—Dormido en el camarote —dijo la mujer—. Está bien. Nunca se despierta antes de las doce. Es como un reloj de iglesia.

—Lo siento —dijo Bobbie—; me hubiera gustado verlo de cerca.

—Y nunca vieron uno más bonito, señorita, aunque lo diga yo —el rostro de la mujer se iluminó mientras hablaba.

—¿No tienes miedo de dejarlo? —dijo Peter.

—Por Dios, no —dijo la mujer—; ¿quién le haría daño a una cosita como él? Además, Spot está ahí, a la vista.

La mujer se marchó.

—¿Nos vamos a casa? —dijo Phyllis.

—Ve. Yo me voy a pescar —dijo Peter brevemente.

—Pensaba que habíamos subido aquí para hablar del cumpleaños de Perks —dijo Phyllis.

—El cumpleaños de Perks no irá a ningún lado.

Así que bajaron de nuevo al camino de sirga y Peter se puso a pescar. No pescó nada.

Casi había oscurecido, las niñas se estaban cansando y, como dijo Bobbie, ya había pasado la hora de acostarse, cuando de pronto Phyllis gritó:

—¿Qué es eso?

Y señaló la barca del canal. El humo salía de la chimenea del camarote, de hecho, había estado enroscándose suavemente en el suave aire vespertino todo el tiempo; pero ahora se elevaban otras espirales de humo, y éstas procedían de la puerta del camarote.

—Está ardiendo, eso es todo —dijo Peter con calma—. Lo merece.

—Oh, ¿Cómo puedes? —gritó Phyllis—. Piensa en el pobre bebé.

—¡El BEBÉ! —gritó Bobbie.

En un instante los tres se dirigieron a la barca.

Las amarras estaban flojas y la brisa, que apenas era perceptible, había sido lo bastante fuerte como para empujar la popa contra la orilla. Bobbie fue la primera, luego vino Peter, y fue Peter quien resbaló y cayó. Se metió en el canal hasta el cuello, y sus pies no podían tocar el fondo, pero su brazo estaba en el borde de la barca. Phyllis lo agarró del pelo. Le dolió, pero lo ayudó a salir. Al minuto siguiente había saltado a la barca y Phyllis lo seguía. 

—¡Tú no! —le gritó a Bobbie—, YO, porque estoy mojado.

Alcanzó a Bobbie en la puerta del camarote, y la arrojó a un lado con gran brusquedad; si hubieran estado jugando, tal rudeza habría hecho llorar a Bobbie con lágrimas de rabia y dolor; aunque la arrojó contra el borde de la bodega, de modo que su rodilla y su codo quedaron rozados y magullados, ella sólo lloró:

—No… tú no… YO —y volvió a levantarse. Pero no lo suficientemente rápido.

Peter ya había bajado dos de los escalones de la cabaña en medio de una nube de humo espeso. Se detuvo, recordó todo lo que había oído sobre incendios, sacó el pañuelo empapado del bolsillo del pecho y se lo ató a la boca. Mientras lo sacaba dijo:

—No pasa nada, apenas hay fuego.

Y esto, aunque pensaba que era mentira, fue bastante bueno por parte de Peter. Pretendía evitar que Bobbie se precipitara tras él hacia el peligro. Por supuesto que no lo hizo.

La cabaña brillaba en rojo. Una lámpara de parafina ardía tranquilamente en una neblina anaranjada.

—Hola —dijo Peter, levantándose el pañuelo de la boca un momento—. Hola, bebé, ¿dónde estás? —se atragantó.

—Suéltame —gritó Bobbie, muy cerca de él. Peter la empujó hacia atrás con más brusquedad que antes y siguió adelante.

No sé qué habría pasado si el bebé no hubiera llorado, pero justo en ese momento lloró. Peter se abrió paso a través del humo oscuro, encontró algo pequeño, suave, cálido y vivo, lo levantó y retrocedió, casi cayendo sobre Bobbie, que lo seguía de cerca. Un perro le chasqueó la pierna, intentó ladrar y se ahogó.

—Tengo al niño —dijo Peter, arrancándose el pañuelo y tambaleándose hacia la cubierta.

Bobbie alcanzó el lugar de donde procedía el ladrido, y sus manos se encontraron con el gordo lomo de un perro de pelo liso. El perro se volvió y le clavó los dientes en la mano, pero con mucha suavidad, como si dijera “Estoy obligado a ladrar y morder si entran extraños en la cabaña de mi amo, pero sé que tienes buenas intenciones, así que no morderé REALMENTE”.

Bobbie soltó al perro.

—Muy bien, viejo. Buen perro —dijo—. Aquí, dame el bebé, Peter; estás tan mojado que le darás frío.

Peter se alegró mucho de entregar el extraño bultito que se retorcía y lloriqueaba en sus brazos.

—Ahora —dijo Bobby rápidamente—, corre directamente al Rosa y Corona y díselo. Phil y yo nos quedaremos aquí con la preciosura. Calla, ahora, ¡querido, pato, cariño! ¡Vete YA, Peter! ¡Corre!

—No puedo correr con estas cosas —dijo Peter con firmeza—, son tan pesadas como el plomo. Iré caminando.

—Entonces yo correré —dijo Bobbie—. Sube a la orilla, Phil, y te alcanzaré al bebé.

El bebé fue entregado con cuidado. Phyllis se sentó en la orilla e intentó calmar al bebé. Peter se escurrió el agua de las mangas y de los calzones tan bien como pudo, y fue Bobbie quien corrió como el viento a través del puente y por la larga y tranquila carretera del crepúsculo hacia el Rosa y Corona.

En el “Rosa y Corona” hay una bonita y anticuada habitación donde los Barqueros y sus esposas se sientan por la noche a beber la cerveza de la cena y a tostar el queso de la cena junto a un cesto de carbón encendido que sobresale en la habitación bajo una gran chimenea con capucha y que es más cálida, más bonita y más reconfortante que cualquier otra chimenea que yo haya visto jamás.

Había un agradable grupo de barqueros alrededor del fuego. Puede que a ustedes no les pareciera agradable, pero a ellos sí, porque todos eran amigos o conocidos, les gustaban las mismas cosas y hablaban de las mismas cosas. Este es el verdadero secreto de una sociedad agradable. El Barquero Bill, a quien los niños habían encontrado tan desagradable, era considerado una excelente compañía por sus compañeros. Estaba contando una historia de sus propios males, un tema siempre apasionante. Hablaba de su barca:

—Y me dijo que la pintara por dentro y por fuera, porque no quería ningún color, ¿ves? Así que conseguí un montón de pintura verde y lo pinté de proa a popa, y te digo que parecía A1. Entonces vino y me dijo: «¿Por qué la has pintado de un solo color?». Y yo le dije: ‘Porque pensé que se vería de primera, y lo sigo pensando’. Y él dijo: «¿De veras? Entonces puedes pagar la maldita pintura tú mismo’, dijo. Y tuve que hacerlo —Un murmullo de simpatía recorrió la habitación. Bobbie irrumpió ruidosamente en él. Abrió de golpe la puerta de vaivén, gritando sin aliento:

—¡Bill! ¡Quiero ver a Bill, el Barquero!

Se hizo un silencio estupefacto. Las jarras de cerveza se mantenían en el aire, paralizadas en su camino hacia las bocas sedientas.

—Oh —dijo Bobbie al ver a la barquera y yendo hacia ella—. El camarote de tu barca está ardiendo. Ve rápido.

La mujer se puso de pie y se llevó una gran mano roja a la cintura, en el lado izquierdo, donde parece estar el corazón cuando uno está asustado o se siente miserable.

—¡Reginald Horace! —gritó con voz terrible—; ¡Mi Reginald Horace!

—Está bien —dijo Bobbie—, si te refieres al bebé; lo he sacado a salvo. El perro también —ella no tenía aliento para más, excepto —. Vamos, está todo en llamas.

Luego se tumbó en el banco de la cervecería e intentó respirar ese alivio después de correr que la gente llama “segundo aire”. Pero sintió como si no fuera a volver a respirar.

Bill el Barquero se levantó lenta y pesadamente. Pero su mujer había recorrido cien metros camino arriba antes de que él comprendiera lo que le ocurría.

Phyllis, temblando a la orilla del canal, apenas había oído los rápidos pies que se acercaban antes de que la mujer se arrojara sobre la barandilla, rodara por la orilla y le arrebatara al bebé.

—No lo hagas —dijo Phyllis, con reproche—; acababa de dormirlo.

  • * * * * *

Bill se acercó más tarde hablando en un idioma que los niños desconocían por completo. Saltó a la barca y echó cubos de agua. Peter lo ayudó y apagaron el fuego. Phyllis, la barquera y el bebé (y más tarde Bobbie) se acurrucaron todos juntos en la orilla.

—Que el Señor me ayude, si fuera yo la que ha dejado algo que pudiera prenderse fuego —dijo la mujer una y otra vez.

Pero no era ella. Era Bill, el Barquero, que había apagado su pipa y la ceniza roja había caído sobre la alfombra del hogar, humeando allí y finalmente prendiéndose en llamas. Aunque era un hombre severo, era justo. No culpó a su mujer de lo que era culpa suya, como habrían hecho muchos barqueros y también otros hombres.

  • * * * * *

Madre estaba medio loca de ansiedad cuando por fin los tres niños aparecieron en Tres Chimeneas, ya muy mojados, aunque Peter parecía estarlo mucho más que los demás. Pero cuando hubo desentrañado la verdad de lo que había sucedido a partir de su confuso e incoherente relato, reconoció que habían hecho lo correcto y que no podían haber hecho otra cosa. Tampoco puso ningún obstáculo para que aceptaran la cordial invitación con que el barquero se había despedido de ellos. 

—Estarán aquí mañana a las siete —había dicho—, y los llevaré todo el viaje hasta Farley ida y vuelta; así lo haré, y ni un penique que pagar. ¡Diecinueve esclusas!

No sabían lo que eran ‘esclusas’, pero a las siete estaban en el puente, con pan y queso, medio pastel de soda y un cuarto de pierna de cordero en una cesta.

Era un día glorioso. El viejo caballo blanco tiraba de las cuerdas y la barca se deslizaba con suavidad por las aguas tranquilas. El cielo estaba azul. El señor Bill era tan agradable como cualquiera podría serlo. Nadie hubiera pensado que pudiera ser el mismo hombre que había sujetado a Peter por la oreja. En cuanto a la señora Bill, siempre había sido amable, como dijo Bobbie, y lo mismo el bebé, e incluso Spot, que podría haberles mordido de mala manera si hubiera querido. 

—Fue sencillamente desgarrador, Madre —dijo Peter, cuando llegaron a casa muy contentos, muy cansados y muy sucios—, justo sobre ese acueducto. Y las esclusas… no sabes cómo son. Te hundes en el suelo y luego, cuando sientes que nunca vas a dejar de bajar, dos grandes compuertas negras se abren despacio, despacio; sales, y ahí estás en el canal igual que antes.

—Ya sé —dijo Madre—, que hay esclusas en el Támesis. Papá y yo solíamos ir por el río en Marlow antes de casarnos.

—Y el querido, precioso, patito bebé —dijo Bobbie—, me dejó cuidarlo por años y años; y ERA tan bueno, Mamá. Ojalá tuviéramos un bebé con el que jugar.

—Y todos fueron muy amables con nosotros —dijo Phyllis—, todos los que conocimos. Y dicen que podemos pescar cuando queramos. Y Bill nos mostrará la manera la próxima vez que venga por aquí. Dice que en realidad no sabemos cómo hacerlo.

—Dijo que TÚ no lo sabías —dijo Peter—; pero Madre, dijo que les diría a todos los barqueros del canal que éramos de los buenos, y que debían tratarnos como buenos amigos, porque lo éramos.

—Entonces dije —interrumpió Phyllis—, que siempre llevaríamos un lazo rojo cuando fuéramos a pescar al canal, para que supieran que éramos nosotros, y que éramos de los buenos, ¡y que fueran amables con nosotros!

—Así que han hecho muchos amigos —dijo Mamá—; ¡primero el ferrocarril y luego el canal!

—Oh, sí —dijo Bobbie—. Creo que todos en el mundo son amigos si tan sólo puedes hacerles ver que no quieres ser NO-amigos.

—Tal vez tengas razón —dijo Madre; y suspiró—. Vamos, niños. Es hora de dormir.

—Sí —dijo Phyllis—. Oh, vaya… y subimos para hablar de lo que haríamos para el cumpleaños de Perks. ¡Y no hemos hablado nada de eso!

—Ya no —dijo Bobbie—; pero Peter ha salvado la vida de Reginald Horace. Creo que eso es suficiente por una noche.

—Bobbie lo habría salvado si yo no la hubiera derribado; dos veces lo hice —dijo Peter, con lealtad.

—Yo también lo habría hecho —dijo Phyllis—, si hubiera sabido qué hacer.

—Sí —dijo Mamá—, le has salvado la vida a una niña. Creo que es suficiente por una noche. Oh, queridos míos, ¡gracias a Dios que están todos a salvo!


Capítulo 9: El orgullo de Perks

Era la hora del desayuno. La cara de Mamá estaba muy radiante mientras vertía la leche y servía las gachas.

—He vendido otro cuento, Chicos —dijo—; el del Rey de los Mejillones, así que habrá bollos para la merienda. Pueden ir a buscarlos en cuanto estén horneados. Sobre las once, ¿no?

Peter, Phyllis y Bobbie intercambiaron miradas entre sí, seis miradas en total. Entonces Bobbie dijo:

—Madre, ¿te importaría que no tengamos los bollos para merendar esta noche, sino el día quince? Eso es el próximo jueves.

—No me importa cuándo los tengan, querida —dijo Madre—, pero, ¿por qué?

—Porque es el cumpleaños de Perks —dijo Bobbie—, treinta y dos años; y dice que ya no celebra su cumpleaños porque tiene otras cosas que guardar, no conejos ni secretos, sino los niños y la señora.

—Quieres decir su esposa e hijos —dijo Madre.

—Sí —dijo Phyllis—; es lo mismo, ¿no?

—Y pensamos en hacerle un bonito cumpleaños. Se ha portado muy bien con nosotros, ¿sabes, Mamá? —dijo Peter—. Y acordamos que el próximo día de bollos te preguntaríamos si podíamos.

—Pero supongamos que no hubiera habido día de bollos antes del día quince —dijo Mamá.

—Oh, entonces te pediríamos que nos dejaras anticiparlo, y no tenerlos cuando llegara el día de bollos.

—Anticiparlo —dijo Madre—. Ya veo. Desde luego. Sería bonito poner su nombre en los bollos con azúcar rosa, ¿verdad?

—Perks —dijo Peter—, no es un nombre bonito.

—Su otro nombre es Albert —dijo Phyllis—, se lo pregunté una vez.

—Podríamos poner A.P. —dijo Madre—. Les enseñaré cómo cuando llegue el día.

Todo esto estaba muy bien. Pero ni siquiera catorce bollos de medio penique con A. P. en azúcar rosa hacen por sí mismos una gran celebración.

—Siempre hay flores, por supuesto —dijo Bobbie más tarde, cuando se estaba celebrando un serio consejo sobre el tema en el pajar, donde estaba la máquina de cortar paja rota y la fila de agujeros para dejar caer el heno en los pajares sobre los pesebres de los establos de abajo.

—Tiene muchas flores —dijo Peter.

—Pero siempre es bueno que te las regalen —dijo Bobbie—, por muchas que tengas. Podemos usar flores para adornar el cumpleaños. Pero tiene que haber algo más además de bollos.

—Callémonos todos y pensemos —dijo Phyllis—, que nadie hable hasta que se le ocurra algo.

Así que estaban todos tan callados y quietos que una rata parda pensó que no había nadie en el desván y salió muy atrevida. Cuando Bobbie estornudó, la rata se sobresaltó y se alejó a toda prisa, pues vio que un pajar en el que podían ocurrir cosas así no era lugar para una respetable rata de mediana edad a la que le gustaba la vida tranquila. 

—¡Hurra! —gritó Peter de repente—. Ya lo tengo —se levantó de un salto y pateó el heno suelto.

—¿Qué? —dijeron las otras ansiosas.

—Vaya, Perks es muy amable con todo el mundo. Debe haber mucha gente en el pueblo a la que le gustaría ayudar a celebrar su cumpleaños. Vamos a preguntar a todo el mundo.

—Mamá dijo que no podíamos pedir cosas a la gente —dijo Bobbie dubitativa.

—Para nosotros quiso decir, tonta, no para otras personas. Yo también se lo pediré al viejo caballero. Ya verás si no lo hago —dijo Peter.

—Preguntémosle primero a Mamá —dijo Bobbie.

—Oh, ¿Para qué molestar a Mamá por cualquier cosa pequeña? —dijo Peter—. Sobre todo, cuando está ocupada. Vamos. Bajemos al pueblo y empecemos.

Y se fueron. La anciana de la oficina de Correos dijo que no veía por qué Perks debía celebrar su cumpleaños más que cualquier otra persona.

—No —dijo Bobbie—, me gustaría que todos lo celebremos. Nosotros sólo sabemos cuándo es el suyo.

—El mío es mañana —dijo la anciana—, y nadie lo notará. Váyanse. 

Así que se fueron.

Y algunas personas eran amables y otras malhumoradas. Y algunos daban y otros no. Es un trabajo bastante difícil pedir cosas, incluso para otras personas, como sin duda habrás comprobado si alguna vez lo has intentado.

Cuando los niños llegaron a casa y contaron lo que les habían dado y lo que les habían prometido, pensaron que, para ser el primer día, no había estado tan mal. Peter anotó las listas de las cosas en la libretita de bolsillo donde guardaba los números de sus locomotoras. Estas eran las listas:

DADO:

Una pipa de tabaco de la tienda de dulces.
Media libra de té de la tienda de comestibles.
Una bufanda de lana algo descolorida de la pañería, que estaba al otro lado de la tienda de comestibles.
Una ardilla de peluche del Doctor.

PROMETIDO:

Un trozo de carne del carnicero.
Seis huevos frescos de la mujer que vivía en la vieja cabaña del desvío.
Un trozo de panal y seis cordones de zapato del zapatero, y una pala de hierro del herrero.

A la mañana siguiente, muy temprano, Bobbie se levantó y despertó a Phyllis. Así lo habían acordado. No se lo habían dicho a Peter porque pensaron que le parecería una tontería. Pero se lo dijeron después, cuando todo hubo salido bien.

Cortaron un gran ramo de rosas, y lo pusieron en una cesta con el libro de agujas que Phyllis había hecho para Bobbie en su cumpleaños, y un lazo azul muy bonito de Phyllis. Luego escribieron en un papel: “Para la Sra. Ransome, con todo nuestro cariño, porque es su cumpleaños”; y pusieron el papel en la cesta, y la llevaron al Correo, entraron, la pusieron en el mostrador y huyeron antes de que la anciana del Correo tuviera tiempo de llegar a su lugar.

Cuando llegaron a casa, Peter se había confiado ayudando a Mamá a preparar el desayuno y le había contado sus planes. 

—No tiene nada de malo —dijo Mamá—, pero depende de CÓMO lo hagas. Sólo espero que no se ofenda y piense que es CARIDAD. La gente pobre es muy orgullosa, ya saben.

—No es porque sea pobre —dijo Phyllis—, es porque le tenemos cariño.

—Encontré algunas cosas que a Phyllis le han quedado pequeñas —dijo Madre—, si estás segura de que pueden dárselas sin que se ofenda. Me gustaría hacer algo por él porque ha sido muy amable con ustedes. Yo no puedo hacer mucho porque somos pobres. ¿Qué estás escribiendo, Bobbie?

—Nada en particular —dijo Bobbie, que de pronto había empezado a escribir—. Estoy seguro que le gustarán las cosas, Mamá.

La mañana del quince la pasaron muy contentos recogiendo los bollos y viendo cómo mamá les hacía A. P. con azúcar rosa. Por supuesto, saben cómo se hace, ¿cierto? Se baten claras de huevo y se mezcla con ellas azúcar en polvo, y se ponen unas gotas de colorante. Y luego haces un cono de papel blanco limpio con un pequeño agujero en el extremo puntiagudo, y pones el merengue rosa en el extremo grande. Sale lentamente por el extremo puntiagudo, y escribes las letras con él como si fuera una pluma grande y gorda llena de tinta de merengue rosa.

Los bollos estaban preciosos con A. P. en cada uno de ellos, y, cuando los metieron en un horno frío para que se cuajara el merengue, los niños subieron al pueblo a recoger la miel y la pala y las demás cosas prometidas.

La anciana del Correo estaba parada en la puerta. Los niños la saludaron cortésmente con un “Buenos días” al pasar.

—Deténganse un momento —dijo,

Entonces se detuvieron.

—Esas rosas… —dijo ella.

—¿Le gustaron? Eran frescas. Yo hice el libro de agujas, pero fue un regalo de Bobbie—dijo Phyllis saltando alegremente mientras hablaba.

—Aquí está su cesta —dijo la anciana del Correo. Entró y sacó la cesta. Estaba llena de grosellas gordas y rojas—. Me atrevería a decir que a los hijos de Perks les gustarían.

—Es una señora muy amable —dijo Phyllis, rodeando con sus brazos la gorda cintura de la anciana—. Perks estará encantado.

—No estará ni la mitad de contento que yo con tu cuaderno de agujas, el lazo, las bonitas flores y todo eso —dijo la anciana acariciando el hombro de Phyllis—. Son unas pequeñas almas buenas, eso es lo que son. Miren. Tengo un cochecito detrás, en la cabaña. Lo compré para el primero de mi Emmie, que no vivió más que seis meses, y nunca tuvo más que ése. Me gustaría que la Sra. Perks lo tuviera. Le ayudaría con su gordo bebé. ¿Se lo llevarán?

—¡OH! —dijeron todos los niños a la vez.

Cuando la Sra. Ransome sacó el cochecito, le quitó los cuidadosos envoltorios que lo cubrían y le sacudió el polvo por todas partes, dijo:

—Bueno, ahí está. No sé si se me habría ocurrido dárselo antes. Sólo que no sabía si lo aceptaría de mí. Díganle que era el cochecito de mi Emmie…

—¡Oh! ¿No es agradable pensar que va a tener un bebé vivo de verdad otra vez?

—Sí —dijo la Sra. Ransome, suspirando y luego riendo—; tomen, les daré unos cojines de hierbabuena para los pequeños, ¡y váyanse corriendo antes que les de mi techo y la ropa que llevo puesta!

Todas las cosas que se habían recogido para Perks se metieron en el cochecito, y a las tres y media Peter, Bobbie y Phyllis lo llevaron hasta la casita amarilla donde vivía Perks.

La casa estaba muy ordenada. En el marco de la ventana había una jarra de flores silvestres, grandes margaritas, acedera roja y hierbas plumosas y floridas.

Se oyó un chapoteo en el lavadero y un niño lavado a medias asomó la cabeza por la puerta. 

—Mamá se está cambiando —dijo.

—Bajo en un minuto —sonó una voz por las estrechas escaleras recién fregadas.

Los niños esperaron. Al momento siguiente crujieron las escaleras y la señora Perks bajó abotonándose el corpiño. Llevaba el pelo peinado muy liso y tirante, y la cara le brillaba de agua y jabón.

—Estoy un poco tarde, Señorita —le dijo a Bobbie—, porque hoy he tenido que hacer una limpieza a fondo y a Perks se le ha ocurrido decir que era su cumpleaños. No sé qué se le metió en la cabeza para pensar en algo así. Nosotros celebramos los cumpleaños de los niños, por supuesto; pero él y yo… somos demasiado viejos para esas cosas, por regla general.

—Sabíamos que era su cumpleaños —dijo Peter—, y tenemos algunos regalos para él afuera en el cochecito.

Mientras desempaquetaban los regalos, la señora Perks jadeó. Cuando todos estuvieron desembalados, sorprendió y horrorizó a los niños sentándose de repente en una silla de madera y rompiendo en llanto.

—¡Oh, no! —dijeron todos—. ¡Por favor, no!

—¿Qué demonios pasa? No querrás decir que no te gusta, ¿no? —añadió Peter, quizás un poco impaciente.

La señora Perks se limitó a sollozar. Los niños Perks, ahora con el rostro tan brillante como cualquiera podría desear, se quedaron en la puerta del lavadero y miraron con el ceño fruncido a los intrusos. Hubo un silencio, un silencio incómodo.

—¿NO te gustan? —volvió a decir Peter, mientras sus hermanas daban palmaditas en la espalda a la Señora Perks.

Ella dejó de llorar tan repentinamente como había empezado. 

—Ya, ya; no me hagan caso. Estoy bien —dijo—. ¿Gustarme? Es un cumpleaños como Perks nunca ha tenido, ni siquiera cuando era niño y vivía con su tío, que era comerciante de maíz por cuenta propia. Después quebró. ¿Gustarme?

Y luego continuó diciendo toda clase de cosas que no voy a escribir, porque estoy seguro de que a Peter, Bobbie y Phyllis no les gustaría que lo hiciera. Las orejas se les calentaban cada vez más y las caras se les ponían cada vez más coloradas por las amables palabras de la señora Perks. Sentían que no habían hecho nada para merecer todos aquellos elogios.

Finalmente, Peter dijo:

—Mira, nos alegramos de que estés contenta. Pero si sigues diciendo cosas así, debemos irnos a casa. Y queríamos quedarnos y ver si el Sr. Perks también está contento. Pero no podemos soportar esto.

—No diré ni una palabra más —dijo la Señora Perks con el rostro radiante—, pero eso no tiene por qué impedirme pensar, ¿verdad? Porque si alguna vez…

—¿Podemos tener un plato para los bollos? —preguntó Bobbie bruscamente. Y entonces la señora Perks se apresuró a poner la mesa para el té; y los bollos, la miel y las grosellas estaban expuestos en platos, y las rosas estaban puestas en dos tarros de cristal de mermelada, y la mesa de té parecía, como dijo la Señora Perks, “digna de un príncipe”.

—¡Para pensar! —dijo—. Que yo arreglara la casa temprano, que los pequeños recogieran las flores silvestres y todo eso… cuando nunca pensé que habría algo más para él, excepto la onza de su dulce favorito que le conseguí el sábado y que he estado guardando para él desde entonces. ¡Dios nos bendiga! ¡Llegó temprano!

En efecto, Perks había quitado el pestillo de la pequeña puerta principal.

—Oh —susurró Bobbie—, escondámonos en la cocina de atrás, y TÚ se lo cuentas. Pero dale el tabaco primero, porque lo conseguiste para él. Y cuando le hayas dicho, entraremos todos y gritaremos: “¡Muchas felicidades!”

Era un plan muy bonito, pero no salió del todo bien. Para empezar, Peter, Bobbie y Phyllis apenas tuvieron tiempo de entrar corriendo en el lavadero, empujando a los jóvenes y boquiabiertos niños Perks delante de ellos. No hubo tiempo de cerrar la puerta, de modo que, sin quererlo en absoluto, tuvieron que escuchar lo que ocurría en la cocina. El lavadero era pequeño para que entraran los niños Perks y los de las Tres Chimeneas, así como todos los muebles propios del lavadero, incluidos la sartén y el caldero. 

—¡Hola, querida! —oyeron que decía la voz del Sr. Perks—. ¡Qué bonita puesta en escena!

—Es tu té de cumpleaños, Bert —dijo la Sra. Perks—, y aquí tienes una onza de tu dulce predilecto. Lo conseguí el sábado porque recordaste que hoy era tu cumpleaños.

—¡Buena chica! —dijo el Sr. Perks, y se oyó el sonido de un beso.

—Pero, ¿qué hace aquí ese cochecito? ¿Y qué son todos esos bultos? ¿Y de dónde has sacado los caramelos, y…?

Los niños no oyeron lo que contestó la señora Perks, porque en ese momento Bobbie dio un respingo, se metió la mano en el bolsillo y todo su cuerpo se puso rígido de horror.

—Oh —susurró a los demás—, ¿qué hacemos? ¡Olvidé poner las etiquetas en todas las cosas! No sabrá qué es de quién. Pensará que todo es de NOSOTROS, y que estamos tratando de ser grandiosos o caritativos o algo horrible.

—¡Silencio! —dijo Peter.

Y entonces oyeron la voz del señor Perks, alta y bastante enfadada.

—No me importa —dijo—, no lo soportaré; y te lo digo directamente.

—Pero —dijo la Sra. Perks—, son esos niños por los que tanto alborotas; los niños de las Tres Chimeneas.

—No me importa —dijo Perks con firmeza—; aunque fuera de un ángel del cielo. Nos hemos llevado bien todos estos años sin pedir favores. No voy a empezar este tipo de andanzas caritativas en mi época, así que ni lo pienses, Nell.

—¡Oh, silencio! —dijo la pobre Sra. Perks—. Bert, cierra tu tonta lengua, por el amor de Dios. Los tres están en el lavadero escuchando cada palabra que dices.

—Entonces les daré algo que escuchar; ya les he dicho lo que pensaba antes y lo volveré a hacer —dijo Perks enfadado. Y dio dos zancadas hasta la puerta del lavadero y abrió de par en par, es decir, tan de par como se podía, con los niños apretados detrás de ella.

—Salgan —dijo Perks—, salgan y díganme qué quieren decir con eso. ¿Acaso me he quejado alguna vez con ustedes de ser pobre, como para que vengan a traerme caridad a mí?

—¡OH! —dijo Phyllis—. Pensé que estarías muy contento; nunca más intentaré ser amable con nadie más mientras viva. No, no lo haré, nunca —y se echó a llorar.

—No queríamos hacer daño —dijo Peter.

—No es tanto lo que dices como lo que haces —dijo Perks.

—¡Oh, NO! —gritó Bobbie, esforzándose por ser más valiente que Phyllis, y por encontrar más palabras de las que Peter había encontrado para explicarse—. Pensamos que te encantaría. Siempre tenemos cosas en nuestros cumpleaños.

—Oh, sí —dijo Perks—, sus propios parientes; eso es diferente.

—Oh, no —respondió Bobbie—. NO nuestros propios parientes.  Todos los criados siempre nos regalaban cosas en casa, y nosotros a ellos cuando era su cumpleaños. Y cuando fue el mío, y Madre me dio el broche como un botón de oro, la señora Viney me dio dos hermosas ollas de cristal, y nadie pensó que recibíamos la caridad de otros.

—Si aquí hubiera habido ollas de cristal —dijo Perks—, no habría dicho tanto. Es que hay montones y montones de cosas que no soporto. No, ni tampoco lo haré.

 —Pero no son todas de nuestra parte —dijo Peter—, sólo que nos olvidamos de poner la etiquetas. Son de todo tipo de gente del pueblo.

—¿Quién se puso en ello? Me gustaría saber —preguntó Perks.

—Bueno, nosotros —resopló Phyllis.

Perks se sentó pesadamente en el sillón y los miró con lo que Bobbie describió más tarde como miradas fulminantes de sombría desesperación.

—¿Así que han estado diciendo a los vecinos que no podemos llegar a fin de mes? Bueno, ahora que nos han deshonrado tanto como han podido en el vecindario, pueden llevarse toda la bolsa de trucos de donde vino. Muy agradecido, estoy seguro. No dudo de su buena intención, pero prefiero no seguir en contacto con ustedes si no les importa.

Deliberadamente dio la vuelta a la silla para quedar de espaldas a los niños. Las patas de la silla rechinaron contra el suelo de ladrillo, y ése fue el único sonido que rompió el silencio.

Entonces, de repente, Bobbie habló. 

—Mira —dijo—, esto es de lo más horrible.

—Eso es lo que yo digo —dijo Perks sin volverse.

—Mira —dijo Bobbie desesperada—, nos iremos si quieres, y no necesitas ser más amigo nuestro si no quieres, pero…

—NOSOTROS siempre seremos TUS amigos, por muy desagradable que seas con nosotros —resopló Phyllis salvajemente.

—Cállense —dijo Peter con ferocidad.

—Pero antes de irnos —continuó Bobbie desesperadamente—, déjanos enseñarte las etiquetas que escribimos para poner en las cosas.

—No quiero ver etiquetas —dijo Perks—, salvo las de mi equipaje en el camino de mi propia vida. ¿Creen ustedes que me he mantenido respetable y sin deudas con lo que obtengo, y ella teniendo que trabajar de lavandera, para ser objeto de caridad y que todos los vecinos se rían de nosotros?

—¿Que se rían? —dijo Peter—. No lo sabes.

—Eres un caballero muy precipitado —se quejó Phyllis—. Sabes que ya te equivocaste una vez, cuando no te contamos el secreto sobre el ruso. ¡Deja que Bobbie te cuente lo de las etiquetas!

—Bueno, ¡adelante! —dijo Perks de mala gana.

—Bueno, entonces —dijo Bobbie, tanteando miserablemente, aunque no sin esperanza, en su bolsillo lleno—, escribimos todo lo que todo el mundo dijo cuando nos dieron las cosas, con los nombres de las personas, porque Mamá dijo que debíamos tener cuidado, porque… yo escribí lo que ella dijo… y ya verás.

Pero Bobbie no podía leer las etiquetas de un tirón. Tuvo que tragar saliva una o dos veces antes de poder empezar.

La señora Perks no había dejado de llorar desde que su marido abrió la puerta del lavadero. Ahora recuperó el aliento, se atragantó y dijo:

—No te alteres, Señorita. Yo sé que lo has hecho con buena intención, aunque él no lo sepa.

—¿Puedo leer las etiquetas? —dijo Bobbie llorando sobre los papelitos mientras trataba de ordenarlos—. La de Mamá primero. Dice: “Ropa pequeña para los hijos de la Sra. Perks. Encontraré algunas de las cosas de Phyllis que le han quedado pequeñas si estás segura de que el Sr. Perks no se ofenderá y pensara que son para caridad. Me gustaría hacer alguna cosita por él, porque es muy amable con ustedes. No puedo hacer mucho porque nosotros también somos pobres”.

Bobbie hizo una pausa.

—Está bien —dijo Perks—, su Madre es sin duda una dama. Nos quedaremos con los vestiditos y todo eso, Nell.

—El cochecito, las grosellas y los caramelos —dijo Bobbie—, son de la Sra. Ransome. Ella dijo: “Me atrevería a decir que a los niños del Señor Perks les gustarían los caramelos. Y el cochecito fue el primero que compré para mi Emmie, que no vivió más que seis meses y sólo ha tenido ése. Me gustaría que la Sra. Perks lo tuviera. Sería de gran ayuda para su niño. Se lo habría dado antes si hubiera estado segura de que lo aceptaría de mí” —y luego añadió—.  Me dijo que te dijera que era el cochecito del pequeño de Emmie.

—No puedo devolver ese cochecito, Bert —dijo la Señora Perks con firmeza—, y no lo haré. Así que no me pidas…

—No voy a pedir nada —dijo Perks bruscamente.

—Entonces la pala —dijo Bobbie—. El Sr, James la hizo para ti él mismo. Y dijo… ¿dónde está? ¡Oh, sí, aquí! Dijo: “Díganle al señor Perks que es un placer hacer una pequeña baratija para un hombre tan respetado”. Y luego dijo que ojalá pudiera herrar a tus hijos y a los suyos, como hacen con los caballos, porque, bueno, él sabía lo que era el cuero de los zapatos.

—James es un tipo bastante bueno —dijo Perks.

—Luego la miel —dijo Bobbie apresuradamente—, y los cordones de las botas. ÉL dijo que respetaba a un hombre que pagaba lo suyo, y el carnicero dijo lo mismo. Y la vieja mujer del desvío dijo que muchas veces le habías echado una mano con su huerto cuando eras un chaval, y cosas como ésa volvían a casa para quedarse… no sé a qué se refería. Y todos los que daban algo decían que les caías bien, y era una muy buena idea la nuestra; y nadie decía nada de caridad ni nada horrible por el estilo. Y el viejo caballero le dio a Peter una libra de oro para ti, y dijo que eras un hombre que conocía su trabajo. Y pensé que te ENCANTARÍA saber cuánto te aprecia la gente, y nunca he sido tan infeliz en mi vida. Adiós. Espero que nos perdones algún día… —no pudo decir nada más y se dio la vuelta para marcharse.

—Basta —dijo Perks todavía de espalda a ellos—. Retiro cada palabra que he dicho en contra de lo que deseaban. Nell, pon la tetera.

—Nos llevaremos las cosas si no estás contento con ellas —dijo Peter—, pero creo que todo el mundo se sentirá muy decepcionado, así como nosotros.

—No estoy infeliz con ellas. No lo sé —dijo Perks, haciendo girar de pronto la silla mostrando una cara de extrañeza—. No sé si alguna vez he estado más contento. No tanto por los regalos, aunque son una colección de primera, sino por el amable respeto de nuestros vecinos. Eso vale la pena, ¿no, Nell?

—Creo que todo vale la pena —dijo la Sra. Perks—, y has hecho un alboroto de lo más ridículo por nada, Bert, si me lo preguntas.

—No, no lo hago —dijo Perks con firmeza—; si un hombre no se respetara, nadie lo haría por él.

—Pero todo el mundo te respeta —dijo Bobbie—, todos lo han dicho.

—Sabía que te gustaría cuando lo entendieras de verdad —dijo Phyllis alegremente.

—¡Humph! ¿Se quedarán a tomar el té? —dijo el Sr. Perks.

Más tarde Peter brindó a la salud del Sr. Perks. Y el señor Perks propuso un brindis, también honrado en el té, y el brindis fue: “Que la guirnalda de la amistad sea siempre verde”, lo cual fue mucho más poético de lo que nadie había esperado de él.

  • * * * * *

—Esos niños son muy buenos —le dijo el Sr. Perks a su esposa cuando se fueron a la cama.

—Oh, están bien, benditos sean —dijo su esposa—; tú eres el viejo más irritante que haya existido. Me avergonzaba de ti, te lo digo…

—No necesitabas estarlo, vieja. Me bajé del pedestal tan pronto como comprendí que no era caridad. Pero la caridad es algo que nunca soporté, y tampoco lo haré.

  • * * * * *

Aquella fiesta de cumpleaños hizo feliz a todo tipo de personas. El Sr. Perks, la Sra. Perks y los pequeños Perks, por todas las cosas bonitas y por los amables pensamientos de sus vecinos; los niños de las Tres Chimeneas por el éxito, indudable, aunque inesperadamente retrasado, de su plan; y la Sra. Ransome cada vez que veía al gordo bebé Perks en el cochecito. La señora Perks hizo una gran ronda de visitas para agradecer a la gente sus amables regalos de cumpleaños, y después de cada visita sintió que tenía un amigo mejor de lo que había pensado.

—Sí —dijo Perks reflexivamente—, no es tanto lo que haces como lo que quieres decir; eso es lo que yo digo. Si hubiera sido caridad…

—Oh, maldita caridad —dijo la Sra. Perks—; nadie te ofrecerá caridad, Bert, por mucho que la quisieras, supongo. Esto fue sólo amabilidad.

Cuando el clérigo llamó a la señora Perks, ella le contó todo. 

—Fue amabilidad, ¿verdad, Señor? —dijo.

—Creo —dijo el clérigo—, que fue lo que a veces se llama bondad amorosa.

Como ven, al final todo salió bien. Pero si uno hace ese tipo de cosas, tiene que tener cuidado de hacerlo de la manera correcta. Porque, como dijo el Sr. Perks, cuando tuvo tiempo de pensarlo, no es tanto lo que haces, sino lo que quieres decir.


Capítulo 10: El terrible secreto

Cuando fueron a vivir por primera vez a Tres Chimeneas, los niños habían hablado mucho de su Padre y le habían hecho muchas preguntas sobre lo que hacía, dónde estaba y cuándo volvería a casa. Mamá siempre respondía a sus preguntas lo mejor que podía. Pero a medida que pasaba el tiempo hablaban menos de él. Bobbie había sentido casi desde el principio que, por alguna extraña y miserable razón, aquellas preguntas herían a mamá y la entristecían. Y poco a poco los demás fueron sintiendo lo mismo, aunque no hubieran podido expresarlo con palabras.

Un día, cuando Madre estaba trabajando tanto que no podía dejar de hacerlo ni diez minutos, Bobbie subió su té a la gran habitación desnuda que llamaban el taller de Madre. Apenas tenía muebles. Sólo una mesa, una silla y una alfombra. Pero siempre había grandes macetas con flores en los marcos de las ventanas y en la repisa de la chimenea. Los niños se encargaban de ello. Y desde las tres largas ventanas sin cortinas se veía la hermosa extensión de praderas y páramos, el lejano violeta de las colinas y la inmutable mutabilidad de las nubes y el cielo. 

—Aquí está tu té querida Madre —dijo Bobbie—; bébelo mientras esté caliente.

Madre dejó su pluma entre las páginas esparcidas por toda la mesa, páginas cubiertas con su escritura, que era casi tan sencilla como la letra de imprenta, y mucho más bonita. Se pasó las manos por el pelo, como si fuera a arrancárselo a puñados.

—Pobre cabecita —dijo Bobbie—, ¿te duele?

—No… sí… no mucho —dijo Madre—. Bobbie, ¿crees que Peter y Phil están OLVIDÁNDOSE de Papá?

—NO —dijo Bobbie indignada—. ¿Por qué?

—Ya ninguno de ustedes habla de él.

Bobbie se paró primero sobre una pierna y luego sobre la otra.

—Hablamos de él a menudo; cuando estamos solos —dijo.

—Pero no conmigo —dijo Madre—, ¿por qué?

A Bobbie no le resultó fácil decir por qué.

—Yo… tú… —dijo y se detuvo. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera.

—Bobbie, ven aquí —dijo su Madre, y Bobbie se acercó.

—Ahora —dijo Mamá, rodeando a Bobbie con el brazo y apoyando su cabeza de ondulados cabellos en el hombro—, intenta contármelo, querida. Díselo a Mamá.

Bobbie se inquietó.

—Bueno, verás —dijo Bobbie—, pensé que estabas tan triste porque Papi no estaba aquí, que te ponía peor cuando hablábamos de él. Así que dejé de hacerlo.

—¿Y los demás?

—No sé nada de los otros —dijo Bobbie—. Nunca les dije nada sobre ESO a ellos. Pero espero que sintieran lo mismo que yo.

—Bobbie, cariño —dijo Madre, apoyando aún la cabeza en ella—, te lo contaré. Además de separarnos de Papá, él y yo hemos tenido una gran pena; oh, terrible. Peor que cualquier cosa que puedas imaginar, y al principio me dolía oírlos hablar de él como si todo siguiera igual. Pero sería mucho más terrible que lo olvidaran. Eso sería peor que cualquier cosa.

—El problema —dijo Bobbie con la voz muy bajita—, es que prometí que nunca te preguntaría nada, y nunca lo he hecho, ¿cierto? Pero… el problema… ¿no durará siempre?

—No —dijo Madre—, lo peor habrá pasado cuando Papá vuelva a casa con nosotros.

—Ojalá pudiera consolarte —dijo Bobbie.

—Oh, querida, ¿supones que no? ¿Crees que no me he dado cuenta de lo buenos que han sido? ¿De que no se han peleado tanto como solían hacerlo, y de todas las pequeñas cosas amables que hacen por mí? Las flores, limpiarme los zapatos, y levantarse para hacer mi cama antes de que tenga tiempo de hacerlo yo misma.

Bobbie se había preguntado a veces si Mamá se daba cuenta de estas cosas.

—Eso no es nada —dijo—, para lo que…

—DEBO seguir con mi trabajo —dijo Madre, dándole a Bobbie un último apretón—. No digas nada a los demás.

Aquella noche, en la hora anterior a la hora de acostarse, en vez de leer a los niños, Mamá les contó historias de los juegos que ella y Papá solían tener cuando eran niños y vivían cerca el uno del otro en el campo, historias de las aventuras de Papá con los hermanos de Mamá cuando eran todos niños y estaban juntos. Eran historias muy divertidas, y los niños se reían mientras las escuchaban.

—El tío Edward murió antes de crecer, ¿verdad? —dijo Phyllis, mientras Madre encendía las velas del dormitorio.

—Sí, cariño —dijo Mamá—, te habría encantado. Era un niño muy valiente y aventurero. Siempre hacía travesuras y, a pesar de ello, era amigo de todo el mundo. Y su tío Reggie está en Ceilán, sí; y Papá también está afuera. Pero creo que a todos ellos les gustaría pensar que hemos disfrutado hablando de las cosas que solían hacer, ¿no lo creen?

—El tío Edward no —dijo Phyllis en tono escandalizado—; está en el Cielo.

—No supondrás que se ha olvidado de nosotros y de todos los viejos tiempos, porque Dios se lo ha llevado, igual que yo no me olvido de él. Oh, no, él se acuerda. Sólo se ha ido por poco tiempo. Lo veremos algún día.

—¿Y al tío Reggie y a Papá también? —dijo Peter.

—Sí —dijo Madre—. Al tío Reggie y a Papá también. Buenas noches, queridos.

—Buenas noches —dijeron todos. Bobbie abrazó a su madre más fuerte que nunca, y le susurró al oído:

—Oh, te quiero tanto, Mami… te quiero.

Cuando Bobbie se puso a pensarlo, intentó no preguntarse cuál era el gran problema. Pero no siempre podía evitarlo. Papá no estaba muerto, como el pobre tío Edward. Y no estaba enfermo, o mamá habría estado con él. Ser pobre no era el problema. Bobbie sabía que era algo más cercano al corazón de lo que podría ser el dinero.

—No debo intentar pensar qué es —se dijo a sí misma—; no, no debo. Me alegro de que Madre se diera cuenta de que no peleamos tanto. Seguiremos así.

Y, por desgracia, aquella misma tarde ella y Peter tuvieron lo que Peter llamó una pelea de primera clase.

No llevaban ni una semana en Tres Chimeneas cuando le pidieron a Madre que les dejara un trozo de jardín para cada uno, y ella había accedido, y el límite sur, bajo los melocotoneros, había sido dividido en tres trozos y se les permitía plantar allí lo que quisieran.

Phyllis había plantado reseda, capuchina y alelí de Mahón en el suyo. Las semillas brotaron y, aunque parecían malas hierbas, Phyllis creyó que algún día darían flores. El alelí justificó su fe muy pronto, y su jardín estaba alegre con una hilera de florcitas rosas, blancas, rojas y malvas brillantes.

—No puedo arrancar las malas hierbas por miedo a equivocarme —solía decir cómodamente—, me ahorra mucho trabajo.

Peter sembró semillas de hortalizas en su huerto: zanahorias, cebollas y nabos. Las semillas se las había dado el granjero que vivía en una bonita casa de madera y yeso, blanca y negra, al otro lado del puente. Tenía pavos y gallinas de Guinea, y era un hombre muy amable. Pero las hortalizas de Peter nunca tuvieron mucha oportunidad, porque a él le gustaba utilizar la tierra de su jardín para cavar canales y hacer fuertes y terraplenes para sus soldados de juguete. Y las semillas de las hortalizas rara vez crecen mucho en una tierra que se remueve constantemente con fines bélicos y de irrigación.

Bobbie plantó rosales en su jardín, pero todas las hojitas nuevas de los rosales se marchitaron y marchitaron, tal vez porque los trasladó desde otra parte del jardín en mayo, que no es en absoluto la época adecuada para trasladar rosas. Pero ella no quería admitir que estaban muertas, y siguió esperando contra toda esperanza, hasta el día en que Perks vino a ver el jardín y le dijo sin rodeos que todas sus rosas estaban muertas como clavos de puerta. 

—Sólo sirven para la hoguera, Señorita —dijo—. Desentiérralas y quémalas, y yo te daré raíces frescas de mi jardín: pensamientos, alelíes, claveles y nomeolvides. Te las traeré mañana si preparas el terreno.

Así que al día siguiente se puso manos a la obra, que resultó ser el día en que mamá la había elogiado a ella y a los demás por no pelearse. Movió los rosales y los llevó al otro extremo del jardín, donde estaba el montón de basura con el que pretendían hacer una hoguera cuando llegara el día de Guy Fawkes.

Mientras tanto, Peter había decidido allanar todos sus fuertes y terraplenes, con vistas a hacer una maqueta del ferrocarril: túnel, trinchera, terraplén, canal, acueducto, puentes y todo lo demás.

Así que cuando Bobbie regresó de su último y espinoso viaje con los rosales muertos, él había tomado el rastrillo y lo estaba utilizando afanosamente. 

—Yo estaba usando el rastrillo —dijo Bobbie.

—Bueno, ahora lo estoy usando yo —dijo Peter.

—Pero yo lo tenía primero —dijo Bobbie.

—Entonces ahora es mi turno —dijo Peter. Y así empezó la disputa.

—Siempre eres desagradable por nada —dijo Peter, después de una acalorada discusión.

—Yo tomé el rastrillo primero —dijo Bobbie sonrojada y desafiante, aferrándose a su mango.

—No… te digo que esta mañana dije que quería usarlo, ¿no es así, Phil?

Phyllis dijo que no quería verse mezclada en sus peleas. Y al instante, por supuesto, lo estaba.

—Si lo recuerdas deberías decirlo.

—Por supuesto que no se acuerda, pero podría decirlo.

—Ojalá hubiera tenido un hermano en lugar de dos hermanitas lloronas —dijo Peter. Esto fue siempre reconocido como el punto álgido de la ira de Peter.

Bobbie respondió como siempre.

—No sé por qué se inventaron los niños pequeños —y justo cuando lo dijo, levantó la vista y vio las tres largas ventanas del taller de su madre centelleando bajo los rojos rayos del sol. La visión le devolvió aquellas palabras de elogio: “ya no se pelean como solían hacerlo”.

—¡OH! —gritó Bobbie, como si la hubieran golpeado o se hubiera apretado un dedo con la puerta, o hubiera sentido el horrible y agudo comienzo de un dolor de muelas.

—¿Qué pasa? —dijo Phyllis.

Bobbie quería decir, “No discutamos, Mamá lo odia tanto” pero, aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no pudo. Peter parecía demasiado desagradable e insultante.

—Toma el horrible rastrillo entonces —fue lo mejor que pudo decir. Y de repente soltó el mango. Peter había estado sujetándolo con demasiada firmeza y tirando de él, y ahora que de repente dejó de tirar hacia el otro lado, se tambaleó y cayó hacia atrás, con los dientes del rastrillo entre los pies.

—Te lo mereces —dijo Bobbie, sin poder contenerse.

Peter permaneció inmóvil durante medio momento, lo suficiente para asustar un poco a Bobbie. Luego la asustó un poco más, porque se incorporó, gritó una vez, se puso pálido y luego se echó hacia atrás y empezó a chillar, débil pero constantemente. Sonaba exactamente como si mataran a un cerdo a un cuarto de milla de distancia.

Mamá sacó la cabeza por la ventana y no pasó ni medio minuto antes de que estuviera en el jardín arrodillada junto a Peter, que no dejó de chillar ni un instante.

—¿Qué pasó, Bobbie? —preguntó Mamá.

—Fue el rastrillo —dijo Phyllis—. Peter estaba tirando de él, Bobbie también, y ella lo soltó y él se cayó.

—Deja de hacer ruido, Peter —dijo Mamá—. Vamos. Para de una vez.

Peter gastó el aliento que le quedaba en un último chillido y se detuvo.

—Ahora —dijo Madre—, ¿estás herido?

—Si estuviera realmente herido, no haría tanto escándalo —dijo Bobbie, todavía temblando de furia—, ¡no es un cobarde!

—Creo que me he roto el pie, eso es todo —dijo Peter, malhumorado, y se incorporó. Entonces se puso muy pálido. Mamá lo rodeó con el brazo.

—ESTÁ herido —dijo—; se ha desmayado. Aquí Bobbie, siéntate y pon su cabeza en tu regazo.

Entonces mamá desabrochó las botas de Peter. Al quitarle la derecha, algo goteó de su pie al suelo. Era sangre roja. Y cuando le quitó las medias, Peter tenía tres heridas rojas en el pie y en el tobillo, donde lo habían mordido los dientes del rastrillo, y el pie estaba cubierto de manchas rojas.

—Corre a buscar agua, un recipiente lleno —dijo Mamá, y Phyllis echó a correr. Con la prisa vació casi toda el agua de la palangana y tuvo que ir a buscar más en una jarra. 

Peter no volvió a abrir los ojos hasta que mamá le ató el pañuelo alrededor del pie, y ella y Bobbie lo llevaron dentro y lo tumbaron en la tarima de madera marrón del comedor. Para entonces Phyllis estaba a medio camino de casa del Doctor.

Mamá se sentó junto a Peter, le lavó el pie y habló con él, y Bobbie salió a preparar el té y a poner la tetera.

—Es todo lo que puedo hacer —se decía a sí misma—. Oh, ¡supongamos que Peter muriera, o quedara inválido de por vida, o tuviera que andar con muletas, o llevar una bota como un tronco de madera!

Se quedó de pie junto a la puerta trasera reflexionando sobre estas sombrías posibilidades, con los ojos fijos en el barril del agua. 

—Ojalá no hubiera nacido —dijo, y lo dijo en voz alta.

—Caramba, ¿por qué dices eso? —preguntó una voz, y Perks se plantó ante ella con una cesta de madera llena de hojas verdes y tierra blanda y suelta.

—Oh, eres tú —dijo—. Peter se lastimó en el pie con un rastrillo, tres grandes heridas como las que se hacen los soldados. Y en parte fue culpa mía.

—Que no lo fue, apuesto que no lo fue —dijo Perks—. ¿Lo ha visto el Doctor?

—Phyllis ha ido a buscar al Doctor.

—Estará bien; ya verás —dijo Perks—. A un primo segundo de mi padre le clavaron una horquilla de heno en la barriga, y a las pocas semanas se recuperó como nunca, salvo que después se le debilitó un poco la cabeza, y dijeron que fue porque le había dado el sol en el campo de heno, y no por la horquilla. Lo recuerdo bien. Un tipo de buen corazón, pero blando, se podría decir.

Bobbie trató de dejarse animar por esta alentadora reminiscencia. 

—Bueno —dijo Perks—, me atrevo a decir que no querrás que te molesten con la jardinería en este momento. Muéstrame dónde está tu jardín y yo colocaré las cosas por ti. Y yo me quedaré por aquí, si me permites la libertad, para ver al Doctor cuando salga y oír lo que diga. Anímate, Señorita. Apuesto una libra a que no está herido, ni hablar.

Pero lo estaba. El doctor vino, le miró el pie y se lo vendó estupendamente, y dijo que Peter no debía ponerlo en el suelo durante al menos una semana. 

—No estará cojo, ni tendrá que llevar muletas ni un chichón en el pie, ¿verdad? —susurró Bobbie, sin aliento, en la puerta.

—¡Caramba! ¡No! —dijo el Doctor Forrest—. En quince días estará tan ágil como siempre sobre sus pies. No te preocupes, pequeña Mamá Ganso.

Fue cuando Madre había ido a la puerta con el Doctor para recibir sus últimas instrucciones y Phyllis estaba llenando la tetera para el té, cuando Peter y Bobbie se encontraron solos. 

—Dice que no estarás cojo ni nada —dijo Bobbie.

—Oh, claro que no, tonta —dijo Peter, muy aliviado a pesar de todo.

—Oh, Peter, lo siento mucho —dijo Bobbie, después de una pausa.

—Está bien —dijo Peter bruscamente.

—Fue TODO culpa mía —dijo Bobbie.

—Púdrete —dijo Peter.

—Si no hubiéramos discutido, no hubiera sucedido. Sabía que estaba mal discutir. Quería decirlo, pero no pude.

—No digas tonterías —dijo Peter—. No me habría detenido si lo hubieras dicho. No es probable. Y, además, nosotros tironeando no teníamos nada que ver. Podría haberme pillado el pie con la pala, o haberme arrancado los dedos con la máquina de cortar paja, o haberme volado la nariz con los fuegos artificiales. Me habría dolido igual si hubiéramos estado tironeando o no.

—Pero yo sabía que estaba mal discutir —dijo Bobbie llorando—, y ahora estás herido y…

—Mira —dijo Peter con firmeza—, cálmate. Si no tienes cuidado, te convertirás en una bestial mojigata de escuela dominical, eso te digo.

—No pretendo ser una mojigata. Pero es tan difícil no serlo cuando realmente intentas ser buena.

(El amable lector tal vez haya sufrido esta dificultad). 

—No es eso —dijo Peter—, menos mal que no fuiste tú la herida. Me alegro haber sido YO. Ya está. Si hubieras sido tú, habrías estado tumbada en el sofá con cara de ángel sufriente y siendo la luz de la angustiada casa y todo eso. Y yo no lo habría soportado.

—No, no lo habría soportado —dijo Bobbie.

—Sí, lo harías —dijo Peter.

—Te digo que no.

—Te digo que sí.

—Oh, niños —dijo la voz de Mamá desde la puerta—. ¿Otra vez peleando? ¿Ya?

—No estamos peleando, no realmente —dijo Peter—. ¡Ojalá no pensaras que son broncas cada vez que no estamos de acuerdo!

Cuando Mamá volvió a salir, Bobbie estalló:

—Peter, siento que estés herido. Pero ERES una bestia al decir que soy una mojigata.

—Bueno —dijo Peter inesperadamente—, tal vez lo sea. Dijiste que no era un cobarde, ni siquiera cuando estabas en semejante estado. Lo único es que no seas una mojigata, eso es todo. Mantén los ojos abiertos y si sientes que se acerca la mojigatería, detente a tiempo. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Bobbie—, de acuerdo.

—Entonces llamémoslo Pax —dijo Peter magnánimamente—; enterremos el hacha de guerra en las profundidades del pasado. Démonos la mano. Digo, Bobbie, vieja compañera, que estoy cansado.

Estuvo cansado durante muchos días después de aquello, y la cama parecía dura e incómoda a pesar de todas las almohadas, almohadones y las suaves mantas dobladas. Era terrible no poder salir. Acercaron la cama a la ventana y desde allí Peter pudo ver el humo de los trenes que serpenteaban por el valle. Pero no podía ver los trenes.

Al principio, a Bobbie le costaba mucho ser tan amable con él como deseaba, por miedo a que la considerase una mojigata. Pero pronto se le pasó, y tanto ella como Phyllis eran, como él observó, muy amables. Mamá se sentaba con él cuando sus hermanas no estaban. Y las palabras “no es un cobarde” hicieron que Peter se decidiera a no darle importancia al dolor del pie, aunque era bastante fuerte, sobre todo por la noche.

Los elogios ayudan mucho a la gente, a veces.

También hubo visitas. La señora Perks se acercó a preguntarle cómo estaba, y también el jefe de estación y varios vecinos del pueblo. Pero el tiempo pasaba despacio, muy despacio. 

—Ojalá hubiera algo que leer —dijo Peter—. He leído todos nuestros libros cincuenta veces.

—Iré a casa del Doctor —dijo Phyllis—, seguro tiene alguno.

—Solo sobre cómo estar enfermo y sobre las desagradables entrañas de la gente, supongo —dijo Peter.

—Perks tiene un montón de Revistas que quedan en los trenes cuando la gente se cansa de ellas —dijo Bobbie—. Iré corriendo a preguntarle.

Así que las chicas se fueron cada una por su lado.

Bobbie encontró a Perks ocupado limpiando lámparas.

—¿Y cómo está el joven? —dijo.

—Mejor, gracias —dijo Bobbie—, pero está terriblemente aburrido. Vine a preguntarte si tenías alguna revista que pudieras prestarle.

—Ya —dijo Perks con pesar, frotándose la oreja con un trozo de algodón negro y aceitoso—, ¿por qué no se me ocurrió a mí? Esta misma mañana intentaba pensar en algo que le divirtiera, y no se me ocurrió nada mejor que un conejillo de Indias. Y un joven que conozco se lo va a llevar a la hora del té.

—¡Qué bonito! ¡Un conejillo de indias de verdad! Estará encantado. Pero también le gustarían las revistas.

—Eso es —dijo Perks—. Acabo de enviárselas al niño de Snigson, que acaba de superar la neumonía. Pero me quedan muchos papeles ilustrados.

Se volvió hacia la pila de papeles del rincón y recogió un montón de quince centímetros de grosor.

—¡Ya está! —dijo—. Les pondré un poco de papel y cuerda alrededor.

Sacó un periódico viejo del montón, lo extendió sobre la mesa e hizo con él un paquete prolijo.

—Aquí está —dijo—, hay un montón de imágenes, y si le gusta jugar con ellos con su caja de pinturas, o tizas de colores o lo que no, pues que lo haga. Yo no los quiero.

—Eres un encanto —dijo Bobbie; tomó el paquete y se puso en marcha. Los papeles eran pesados, y cuando tuvo que esperar en el paso a nivel mientras pasaba un tren, apoyó el paquete en lo alto de la valla. Y miró distraídamente la impresión en el papel que envolvía el paquete.

De repente, agarró el paquete con más fuerza e inclinó la cabeza sobre él. Parecía un sueño horrible. Siguió leyendo, la parte inferior de la columna estaba arrancada y no pudo leer más.

No recordaba cómo había llegado a casa. Pero fue de puntillas a su habitación y cerró la puerta. Luego deshizo el paquete y volvió a leer aquella columna impresa, sentada en el borde de la cama, con las manos y los pies helados y la cara ardiendo. Cuando hubo leído todo lo que había, respiró larga e irregularmente.

—Ahora lo sé —dijo.

Lo que había leído decía: “Fin del Juicio. Veredicto. Sentencia”.

El nombre del hombre que había sido juzgado era el de su Padre. El veredicto era “Culpable”. Y la sentencia era “Cinco años de Servidumbre Penal”.

—Oh, Papi —susurró, aplastando el papel con fuerza—, no es verdad… no me lo creo. Tú nunca lo hiciste. ¡Nunca, nunca, nunca!

Se oyeron golpes en la puerta.

—¿Qué pasa? —dijo Bobbie.

—Soy yo —dijo la voz de Phyllis—; el té está listo, y un niño ha traído a Peter un conejillo de Indias. Baja.

Y Bobbie tuvo que hacerlo.


Capítulo 11: El sabueso de la camiseta roja

Ahora Bobbie conocía el secreto. Una hoja de periódico envuelta en un paquete, una pequeña casualidad como ésa, le había revelado el secreto. Y tuvo que bajar a tomar el té y fingir que no pasaba nada. El disimulo fue valiente, pero no tuvo mucho éxito.

Cuando entró, todos levantaron la vista del té y vieron sus párpados rosados y su rostro pálido con manchas rojas de lágrimas.

—Querida —gritó Madre, saltando de la bandeja de té—, ¿qué te pasa?

—Me duele la cabeza —dijo Bobbie. Y así era.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Mamá.

—Estoy bien, de verdad —dijo Bobbie; y telegrafió a su madre desde sus ojos hinchados este breve y suplicante mensaje: “¡NO ante los demás!”.

El té no fue una comida alegre. Peter estaba tan angustiado por el hecho evidente de que a Bobbie le había sucedido algo horrible que se limitaba a repetir:

—Más pan y mantequilla, por favor —con intervalos sorprendentemente cortos. 

Phyllis acarició la mano de su hermana por debajo de la mesa para expresar su simpatía, y al hacerlo volcó su taza. 

Ir a buscar un paño y limpiar la leche derramada ayudó un poco a Bobbie. Pero pensó que el té no terminaría nunca. Pero al fin terminó, como terminan todas las cosas, y cuando Mamá sacó la bandeja, Bobbie la siguió.

—Ha ido a confesar —le dijo Phyllis a Peter—, me pregunto qué ha hecho.

—Supongo que habrá roto algo —dijo Peter—, pero no tiene por qué ser tan tonta. Mamá nunca se preocupa por los accidentes. Escucha. Sí, están subiendo. Lleva a mamá arriba para enseñarle la jarra de agua con cigüeñas, supongo.

Bobbie, en la cocina, se había agarrado a la mano de Madre cuando dejaba las cosas para el té.

—¿Qué pasa? —preguntó Madre.

Pero Bobbie solo dijo:

—Sube. Sube donde nadie pueda oírnos.

Cuando Madre se quedó sola en su habitación, cerró la puerta y se quedó quieta, sin decir nada.

Durante toda la merienda había estado pensando qué decir; había decidido que “Lo sé todo”, o “Ya todo es sabido por mí”, o “El terrible secreto ya no es un secreto”, sería lo apropiado. Pero ahora que ella, su Madre y aquella horrible hoja de periódico estaban solas en la habitación, se dio cuenta de que no podía decir nada.

De pronto se acercó a Mamá, la abrazó y empezó a llorar de nuevo. Y seguía sin encontrar palabras, sólo decía una y otra vez:

—Oh, Mami, Oh, Mamá, Oh, Mamá…

Mamá la abrazó muy fuerte y esperó.

De pronto Bobbie se separó de ella y fue a su cama. De debajo del colchón sacó el papel que había escondido allí y lo mostró, señalando el nombre de su Padre con un dedo que temblaba.

—Oh, Bobbie —gritó Madre, cuando una rápida mirada le mostró de qué se trataba—, ¿no te lo CREES? ¿No crees que Papi lo haya hecho?

—NO —casi gritó Bobbie. Había dejado de llorar.

—Está bien —dijo Mamá—. No es verdad. Lo han encerrado en la cárcel, pero no ha hecho nada malo. Es bueno, noble y honorable, y debe estar con nosotros. Tenemos que pensar en eso, y estar orgullosos de él, y esperar.

De nuevo Bobbie se aferró a su Madre, y de nuevo sólo le vino una palabra, pero ahora esa palabra era ‘Papi’, y empezó:

—¡Oh, Papi, Oh, Papá, Oh, Papá! —una y otra vez—. ¿Por qué no me lo has dicho, Mami? —preguntó enseguida.

—¿Se lo vas a decir a los demás? —preguntó Mamá.

—No.

—¿Por qué?

—Porque…

—Exacto —dijo Madre—; así entenderás por qué no te lo he dicho. Las dos debemos ayudarnos a ser valientes.

—Sí —dijo Bobbie—; Madre, ¿te hará más infeliz si me lo cuentas todo? Quiero entenderlo.

Entonces, sentada junto a su madre, Bobbie se enteró de todo. Oyó cómo aquellos hombres, que habían pedido ver a Padre aquella recordada última noche, cuando estaban arreglando la Locomotora, habían venido a detenerle, acusándolo de vender secretos de Estado a los rusos, de ser, de hecho, un espía y un traidor. Oyó hablar del juicio y de las pruebas: cartas encontradas en el escritorio de Papá en la oficina, cartas que convencieron al jurado de que Papá era culpable.

—Oh, ¡cómo pudieron mirarlo y creerlo! —gritó Bobbie—. Y cómo pudo alguien hacer algo así.

—ALGUIEN lo hizo —dijo Madre—, y todas las pruebas estaban en contra de Papá. Esas cartas…

—Sí. ¿Cómo llegaron las cartas a su escritorio?

—Alguien las puso allí. Y la persona que las puso allí es la verdadera culpable.

—Debió de sentirse muy mal todo este tiempo —dijo Bobbie pensativa.

—No creo que tuviera sentimientos —dijo Mamá acaloradamente—, no podría haber hecho una cosa así si los tuviera.

—Quizá metió las cartas en el escritorio para esconderlas cuando pensó que lo iban a descubrir. ¿Por qué no les dice a los abogados, o a alguien, que debió ser esa persona? No había nadie que hubiera hecho daño a Padre a propósito, ¿verdad?

—No lo sé, no lo sé. El hombre que estaba debajo de él y que se quedó con el puesto de Papá cuando ocurrió este horror… siempre estuvo celoso de tu Padre, porque Papá era muy listo y todo el mundo lo tenía en gran estima. Y Papá nunca confió en ese hombre.

—¿No podríamos explicarle esto a alguien?

—Nadie escuchará —dijo Madre, muy amargamente—, nadie en absoluto. ¿Crees que no lo he intentado todo? No, querida, no hay nada que hacer. Todo lo que podemos hacer, tú y yo y Papá, es ser valientes, y pacientes, y rezar, Bobbie, querida.

—Madre, has adelgazado mucho —dijo Bobbie bruscamente.

—Un poco, tal vez.

—Y, oh —dijo Bobbi—, ¡creo que eres la persona más valiente del mundo, además de la más simpática!

—No hablaremos más de todo esto, ¿está bien, cariño? —dijo Madre—. Debemos soportarlo y ser valientes. Y, querida, intenta no pensar en ello. Trata de estar alegre y de divertirte tú y a los demás. Para mí es mucho más fácil si puedes ser un poco feliz y disfrutar de las cosas. Lávate tu pobre carita redonda y salgamos un rato al jardín.

Los otros dos fueron muy gentiles y amables con Bobbie. Y no le preguntaron qué le pasaba. Había sido idea de Peter, y él había taladrado a Phyllis, que habría hecho cien preguntas si la hubieran dejado sola.

Una semana después, Bobbie logró escaparse sola. Y una vez más escribió una carta. Y una vez más era para el viejo caballero:

“Mi querido amigo:
Ya ves lo que hay en este periódico. No es verdad. Papá nunca lo hizo. Mamá dice que alguien puso los papeles en el escritorio de Papá, y dice que el hombre que ocupó su lugar después estaba celoso de Papá, y que Papá sospechó de él durante mucho tiempo. Pero nadie escucha una palabra de lo que ella dice, pero tú eres tan bueno e inteligente, y averiguaste lo de la mujer del caballero ruso rápidamente. ¿No puedes averiguar quién cometió la traición? Porque no fue mi Padre, por mi honor; él es inglés e incapaz de hacer tales cosas, y entonces dejarían salir a mi Padre de la cárcel. Es terrible, y Madre está adelgazando mucho. Una vez nos dijo que rezáramos por todos los prisioneros y cautivos. Ahora lo veo. Ayúdame, sólo estamos Mamá y yo, y no podemos hacer nada. Peter y Phil no lo saben. Rezaré por ti dos veces al día mientras viva si tan sólo intentas averiguarlo. Piensa si fuera tu Padre, lo que sentirías. Ayúdame, ayúdame, ayúdame. Con cariño,
Sigo siendo tu cariñosa amiguita,
Roberta.

P.D. Mamá te mandaría saludos si supiera que te escribo, pero es inútil decirle que lo hago, por si no puedes hacer nada. Pero sé que lo harás. Bobbie con el mejor de los cariños.”

Recortó del periódico el relato del juicio de su Padre con las grandes tijeras de recortar de su Madre, y lo metió en el sobre junto con su carta.

Luego la llevó a la estación, saliendo por detrás y dando la vuelta por la carretera, para que los demás no la vieran y se ofrecieran a acompañarla, y le dio la carta al Jefe de Estación para que se la entregara al viejo caballero a la mañana siguiente.

—¿Dónde HAS estado? —gritó Peter, desde lo alto del muro del patio donde se encontraban él y Phyllis.

—En la estación, por supuesto —dijo Bobbie—, échanos una mano, Pete.

Puso el pie en la cerradura de la puerta del patio. Peter bajó una mano.

—¿Qué demonios? —preguntó al llegar a lo alto de la pared, pues Phyllis y Peter estaban muy embarrados. Un trozo de arcilla húmeda yacía entre ellos en la pared, cada uno tenía un trozo de pizarra en una mano muy sucia, y detrás de Peter, fuera del alcance de los accidentes, había varios extraños objetos redondeados parecidos a salchichas muy gordas, huecas, pero cerradas por un extremo.

—Son nidos —dijo Peter—, nidos de golondrinas. Vamos a secarlos en el horno y a colgarlos con una cuerda bajo el alero de la cochera.

—Sí —dijo Phyllis—, y luego vamos a ahorrar toda la lana y el pelo que podamos conseguir, y en primavera los forraremos, ¡y entonces qué contentas estarán las golondrinas!

—A menudo he pensado que la gente no hace lo suficiente por los animales—dijo Peter con aire de virtud—. Creo que la gente podría haber pensado en hacer nidos para las pobres golondrinas antes de esto.

—Oh —dijo Bobbie vagamente—, si todo el mundo pensara en todo, no quedaría nada en lo que pensar.

—Mira los nidos, ¿no son bonitos? —dijo Phyllis extendiendo la mano hacia Peter para agarrar uno.

—Cuidado, Phil, bestia —dijo su hermano. Pero era demasiado tarde; sus fuertes deditos habían aplastado el nido.

—Ya está —dijo Peter.

—No importa —dijo Bobbie.

—ES uno de los míos —dijo Phyllis—, así que no tienes por qué quejarte. Sí, hemos puesto nuestros nombres iniciales en los que hemos hecho, para que las golondrinas sepan a quién tienen que estar tan agradecidas y encariñadas.

—Las golondrinas no saben leer, tonta —dijo Peter.

—Tonto tú —replicó Phyllis—, ¿cómo lo sabes?

—¿A quién se le ocurrió hacer los nidos? —gritó Peter.

—A mí —gritó Phyllis.

—Nah —replicó Peter—, sólo se te ocurrió hacer unas de heno y clavarlas en la hiedra para los gorriones, y habrían estado empapadas mucho antes de la época de puesta de huevos. Fui yo quien dijo arcilla y golondrinas.

—Me da igual lo que hayas dicho.

—Mira —dijo Bobbie—, he vuelto a hacer bien el nido. Dame el palito para marcar en él tu nombre inicial. Pero, ¿cómo puedes? Tu letra y la de Peter son iguales. P. de Peter, P. de Phyllis.

—Yo puse F. de Phyllis —dijo la niña de ese nombre—. Así es como suena. Las golondrinas no deletrearían Phyllis con P., estoy segura.

—No saben deletrear en absoluto —seguía insistiendo Peter.

—Entonces, ¿por qué las ves siempre en las tarjetas de Navidad y de San Valentín con letras alrededor del cuello? ¿Cómo sabrían a dónde ir si no supieran leer?

—Eso es solo en las fotos. Nunca has visto uno de verdad con letras alrededor del cuello.

—Bueno, yo tengo una paloma, entonces; al menos Papá me dijo que las tenían. Sólo que era debajo de las alas y no alrededor del cuello, pero viene a ser lo mismo, y…

—Digo —interrumpió Bobbie—, que va a haber una búsqueda del tesoro mañana.

—¿Quién? —preguntó Peter.

—La Escuela de Gramática. Perks cree que la liebre irá primero por la línea. Podríamos ir por la cortadura. Desde allí se ve muy lejos.

La búsqueda del tesoro resultó ser un tema de conversación más divertido que los poderes de lectura de las golondrinas. Bobbie esperaba que así fuera. Y a la mañana siguiente, Mamá les permitió tomar su almuerzo y salir a ver la búsqueda del tesoro. 

—Si vamos por la cortadura —dijo Peter—, veremos a los obreros, aunque nos perdamos la búsqueda del tesoro.

Por supuesto, había llevado algún tiempo despejar la vía de las rocas, la tierra y los árboles que habían caído sobre ella cuando se produjo el gran corrimiento de tierras. En aquella ocasión, como recordarán, los tres niños salvaron el tren del descarrilamiento agitando seis banderitas de franela roja. Siempre es interesante ver trabajar a la gente, sobre todo cuando trabajan con cosas tan interesantes como picos, palas, tablones y carretillas, cuando tienen fuegos rojos y ceniza en ollas de hierro con agujeros redondos y lámparas rojas colgadas cerca de las obras por la noche. Por supuesto, los niños nunca salían de noche; pero una vez, al anochecer, cuando Peter había salido al tejado por la claraboya de su dormitorio, había visto la lámpara roja brillando a lo lejos, en el borde de la cortadura. Los niños habían bajado a menudo a ver el trabajo, y aquel día el interés de los picos y las palas, y de las carretillas rodando sobre los tablones, les quitó por completo la idea de la búsqueda del tesoro de la cabeza, de modo que dieron un respingo cuando una voz, justo detrás de ellos, jadeó:

—Déjenme pasar, por favor.

Era la liebre, un muchacho de huesos grandes y extremidades sueltas, con el pelo oscuro aplastado sobre una frente muy húmeda. Llevaba una bolsa de tiras de papel bajo el brazo, sujeta a un hombro por una correa. Los niños se apartaron. La liebre corrió a lo largo de la vía y los obreros se apoyaron en sus picos para observarla. Corrió con paso firme y desapareció en la boca del túnel.

—Eso va contra las reglas —dijo el capataz.

—¿Por qué preocuparse? —dijo el obrero más viejo—. Vive y deja vivir; es lo que siempre digo. ¿Usted nunca ha sido joven, Sr. Bates?

—Debería reportarlo —dijo el capataz.

—Por qué estropear el deporte; es lo que siempre digo.

—Los pasajeros tienen prohibido cruzar la línea bajo cualquier pretexto —murmuró el capataz, dubitativo.

—No es un pasajero —dijo uno de los trabajadores.

—Tampoco ha cruzado la línea, no donde pudiéramos verlo hacerlo —dijo otro.

—Ni ha hecho ningún amago —dijo un tercero.

—Y —dijo el obrero más viejo—, ahora está fuera de la vista. Lo que el ojo no ve, el arte no necesita tenerlo en cuenta; es lo que siempre digo

Y ahora, siguiendo el rastro de la liebre por las pequeñas manchas blancas de papel esparcido, llegaron los sabuesos. Eran treinta, y todos bajaron los empinados peldaños en forma de escalera de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, de seis en siete. Bobbie, Phyllis y Peter los contaron al pasar. Los primeros vacilaron un momento al pie de la escalera, luego sus ojos captaron el resplandor de la blancura dispersa a lo largo de la vía y se volvieron hacia el túnel, y, de uno en uno, de tres en tres, de seis en siete, desaparecieron en la oscura boca del túnel. El último, con una camiseta roja, pareció apagarse en la oscuridad como una vela que se apaga.

—No saben lo que les espera —dijo el capataz—; no es tan fácil correr en la oscuridad. El túnel da dos o tres vueltas.

—Tardarán mucho en pasar, ¿verdad? —preguntó Peter.

—Una hora o más, no me extrañaría.

—Entonces cortemos por arriba y veámoslos salir por el otro extremo —dijo Peter—. Llegaremos mucho antes que ellos.

La idea parecía buena, y se fueron.

Subieron los empinados escalones de los que habían recogido la flor de cerezo silvestre para la tumba del pequeño conejo silvestre y, al llegar a la cima de la cortadura, pusieron la cara hacia la colina a través de la cual se cortaba el túnel. Era un trabajo duro. 

—Es como los Alpes —dijo Bobbie, sin aliento.

—O los Andes —dijo Peter.

—Es como Himmy, ¿cómo se llama? —jadeó Phyllis—. Monte Evaristo. Paremos.

—No te detengas —dijo Peter—; recuperarás el aliento en un minuto.

Phyllis consintió en seguir, y así siguieron, corriendo cuando el césped era liso y la pendiente fácil, trepando por las piedras, ayudándose de las ramas de los árboles para subir a las rocas, arrastrándose por estrechas aberturas entre los troncos de los árboles y las rocas, y así una y otra vez, arriba y arriba, hasta que por fin llegaron a la cima de la colina donde tantas veces habían deseado estar.

—¡Alto! —gritó Peter, y se tiró sobre el césped. La cima de la colina era una mesa lisa y cubierta de césped, salpicada de rocas musgosas y arbolitos de fresno de montaña.

Las niñas también se tiraron al suelo.

—Tiempo de sobra —jadeó Peter—; el resto es todo cuesta abajo.

Cuando descansaron lo suficiente como para sentarse y mirar a su alrededor, Bobbie gritó:

—¡Oh, miren!

—¿A qué? —dijo Phyllis.

—La vista —dijo Bobbie.

—Odio las vistas —dijo Phyllis—, ¿tú no, Peter?

—Sigamos —dijo Peter.

—Pero esto no es como las vistas a las que te llevan en carruaje cuando estás en la costa, todo mar y arena y colinas peladas. Es como las “comarcas de colores” de uno de los libros de poesía de mamá.

—No es tan polvoriento —dijo Peter—; miren el acueducto atravesando el valle como un ciempiés gigante, y luego los pueblos que sobresalen de los árboles con sus torres de iglesia como plumas de un tintero. Creo que se parece más a

 “Allí pudo ver los estandartes
de doce hermosas ciudades brillar.”

—Me encanta —dijo Bobbie—; vale la pena la subida.

—La búsqueda del tesoro vale la subida —dijo Phyllis—, si no la perdemos. Sigamos. Ahora todo es cuesta abajo.

—Eso dije hace diez minutos —dijo Peter.

—Bueno, YO lo he dicho ahora —dijo Phyllis—; vamos.

—Mucho tiempo —dijo Peter. Y así fue. Cuando llegaron a la altura de la boca del túnel, se habían desviado unos doscientos metros y tuvieron que arrastrarse por la ladera de la colina, no había ni rastro de la liebre ni de los sabuesos. 

—Se han ido hace mucho tiempo, por supuesto —dijo Phyllis, mientras se apoyaban en el barandal de ladrillo sobre el túnel.

—No lo creo —dijo Bobbie—, pero incluso si lo hubieran hecho, se está fantástico aquí, y veremos los trenes salir del túnel como dragones de sus guaridas. Nunca habíamos visto eso desde arriba.

—Es cierto que no —dijo Phyllis parcialmente apaciguada.

Era un lugar muy emocionante. La parte superior del túnel parecía estar mucho más lejos de la línea de lo que esperaban, y era como estar en un puente, pero un puente cubierto de arbustos, enredaderas, hierba y flores silvestres.

—SÉ que la búsqueda del tesoro se ha ido hace tiempo —decía Phyllis cada dos minutos, y apenas sabía si estaba contenta o decepcionada cuando Peter, inclinado sobre el barandal, gritó de pronto:

—¡Cuidado! ¡Ahí viene!

Todos se inclinaron sobre la pared de ladrillos calentada por el sol a tiempo para ver a la liebre —que iba muy despacio— salir de la sombra del túnel.

—Allí —dijo Peter—, ¿qué les había dicho? ¡Ahora los sabuesos!

Muy pronto llegaron los sabuesos, de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, de seis en seis y de siete en siete, y también ellos iban despacio y parecían muy cansados. Dos o tres que iban muy rezagados salieron mucho después que los demás.

—Ya está —dijo Bobbie—, eso es todo, ¿ahora qué hacemos?

—Vayamos al bosque tupido de allá y almorcemos —dijo Phyllis—; podemos verlos a quilómetros de distancia desde aquí arriba.

—Todavía no —dijo Peter—. Eso no es lo último. Todavía falta el de la camiseta roja. A ver si sale último.

Pero, aunque esperaron y esperaron y esperaron, el chico de camiseta roja no apareció.

—Oh, vamos a comer —dijo Phyllis—; me duele la frente de tener tanta hambre. Te habrás perdido de ver al de la camiseta roja cuando salió con los demás.

Pero Bobbie y Peter estaban de acuerdo en que no había salido con los demás.

—Bajemos hasta la boca del túnel —dijo Peter—; entonces tal vez lo veamos venir desde el interior. Supongo que se habrá dado la vuelta y descansará en uno de los pozos. Quédate aquí arriba y vigila, Bob, y cuando yo haga una señal desde abajo, tú bajas. Podríamos no verlo al bajar, con todos estos árboles.

Así que los demás bajaron y Bobbie esperó a que le hicieran señas desde la vía de abajo. Y entonces ella también bajó por el resbaladizo sendero entre raíces y musgo hasta que salió entre dos cornejos y se unió a los demás en la vía. Y seguía sin aparecer el sabueso de la camiseta roja.

—Oh, comamos, COMAMOS algo —se lamentó Phyllis—. Me moriré si no lo hacemos, y entonces lo lamentarás.

—Dale los bocadillos, por el amor de Dios, y deja de decir tonterías —dijo Peter, no sin maldad—. Mira —añadió volviéndose hacia Bobbie—, quizás sea mejor que nos comamos uno cada uno. Puede que necesitemos todas nuestras fuerzas. Pero no más de uno; no hay tiempo.

—¿Qué? —preguntó Bobbie con la boca ya llena, pues estaba tan hambrienta como Phyllis.

—¿No lo ves? —respondió Peter impresionado—, ese sabueso de camiseta roja ha tenido un accidente, eso es lo que ha pasado. Puede que incluso mientras hablamos esté tumbado con la cabeza sobre los rieles, presa inerme de cualquier expreso que pase…

—Oh, no intentes hablar como un libro —gritó Bobbie, escupiendo lo que quedaba de su bocadillo—. Vamos. Phil, mantente cerca detrás de mí, y si viene un tren, ponte contra la pared del túnel y mantén tus enaguas cerca de ti.

—Dame un bocadillo más —suplicó Phyllis—, y lo haré.

—Yo iré primero —dijo Peter—, fue idea mía.

Por supuesto, ¿saben cómo es entrar en un túnel? La locomotora da un grito y, de repente, el ruido del tren en marcha y traqueteante cambia y se hace diferente y mucho más fuerte. Los adultos suben las ventanillas y las sujetan con la correa. De repente, en el vagón se hace de noche, con lámparas, por supuesto, a no ser que se trate de un tren lento de cercanías, en cuyo caso no siempre hay lámparas. Entonces, de vez en cuando, la oscuridad del exterior de la ventanilla del vagón se ve afectada por ráfagas de nubosa blancura, luego se ve una luz azul en las paredes del túnel, entonces el sonido del tren en movimiento cambia una vez más, y uno se encuentra de nuevo al aire libre, y los adultos sueltan las correas. Las ventanillas, oscurecidas por el aliento amarillo del túnel, bajan traqueteando a su sitio, y vuelves a ver la caída y el enganche de los cables del telégrafo junto a la línea, y los setos de espino de corte recto con los pequeños arbolitos que crecen en ellos cada treinta metros.

Todo esto, por supuesto, es lo que significa un túnel cuando estás en un tren. Pero todo es muy distinto cuando entras en un túnel por tu propio pie y pisas piedras y grava movedizas y deslizantes en un camino que se curva hacia abajo desde los brillantes rieles hasta la pared. Entonces ves chorros de agua fangosa y viscosa que corren por el interior del túnel, y te das cuenta de que los ladrillos no son rojos ni marrones, como en la boca del túnel, sino de un verde apagado, pegajoso y enfermizo. Tu voz, cuando hablas, es muy distinta de la que tenías a la luz del sol, y pasa mucho tiempo antes de que el túnel se oscurezca del todo.

Aún no había oscurecido del todo en el túnel cuando Phyllis agarró la falda de Bobbie, arrancándole medio metro de fruncido, pero nadie se dio cuenta en ese momento.

—Quiero volver —dijo—, no me gusta. Dentro de un minuto estará muy oscuro. No seguiré en la oscuridad. No me importa lo que digan, NO LO HARÉ.

—No seas tonta —dijo Peter—. Tengo una vela y cerillas, y… ¿qué es eso?

—Eso —era un zumbido bajo en la vía férrea, un temblor de los cables junto a ella; un zumbido que se hacía más y más fuerte a medida que escuchaban.

—Es un tren —dijo Bobbie.

—¿Qué línea? 

—Déjame volver —gritó Phyllis, luchando por zafarse de la mano por la que Bobbie la sujetaba.

—No seas cobarde —dijo Bobbie—, es bastante seguro. Apártate.

—Vamos —gritó Peter que iba unos metros por delante—, ¡Rápido! ¡Agujero!

El rugido del tren que avanzaba era ahora más fuerte que el ruido que se oye cuando se tiene la cabeza bajo el agua en la bañera y los dos grifos están abiertos, y uno patalea con los talones contra los laterales de hojalata de la bañera. Pero Peter había gritado con todas sus fuerzas y Bobbie lo oyó. Arrastró a Phyllis hasta el hueco. Phyllis, por supuesto, tropezó con los cables y se raspó ambas piernas. Pero la arrastraron dentro, y los tres permanecieron en el oscuro, húmedo y arqueado hueco mientras el tren rugía cada vez más fuerte. Parecía que los iba a ensordecer. Y, a lo lejos, podían ver sus ojos de fuego cada vez más grandes y brillantes. 

—ES un dragón, siempre supe que lo era; toma su propia forma aquí, en la oscuridad —gritó Phyllis. Pero nadie la oyó. El tren también gritaba y su voz era más potente que la de ella.

Y ahora, con una ráfaga y un rugido y un traqueteo y un largo y deslumbrante destello de ventanas de vagones iluminadas, un olor a humo y una ráfaga de aire caliente, el tren se precipitó, repiqueteando y tintineando y resonando en el techo abovedado del túnel. Phyllis y Bobbie se aferraron la una a la otra. Incluso Peter se agarró al brazo de Bobbie, “por si se asustaba”, como explicó después.

Y ahora, lenta y gradualmente, las luces traseras se hacían cada vez más pequeñas, al igual que el ruido, hasta que con un último ‘UISS’ el tren salió del túnel, y el silencio se instaló de nuevo en sus húmedas paredes y en el goteante techo. 

—¡OH! —dijeron los niños, todos juntos en un susurro.

Peter estaba encendiendo el extremo de la vela con una mano que temblaba.

—Vamos —dijo; pero tuvo que aclarar su garganta antes de poder hablar con su voz natural.

—Oh —dijo Phyllis—, ¡si el de camiseta roja estuviera en el camino del tren!

—Tenemos que ir a ver —dijo Peter.

—¿No podríamos irnos y enviar a alguien de la estación? —dijo Phyllis.

—¿Preferirías esperarnos aquí? —preguntó Bobbie severamente, y por supuesto eso cerró la cuestión.

Así que los tres se adentraron en la profunda oscuridad del túnel. Peter iba en cabeza, con la vela en alto para iluminar el camino. La cera le corría por los dedos y parte de ella por la manga. Cuando se acostó aquella noche, encontró un largo rastro desde la muñeca hasta el codo.

A no más de ciento cincuenta metros del lugar donde habían permanecido parados mientras pasaba el tren, Peter se detuvo, gritó “¡Hola!” y luego siguió adelante mucho más deprisa que antes. Cuando los otros lo alcanzaron, se detuvo. Y se detuvo a menos de un metro de lo que habían venido a buscar al túnel. Phyllis vio un destello rojo y cerró los ojos con fuerza. Allí, junto a la curva de gravilla, estaba el sabueso de camiseta roja. Tenía la espalda apoyada en la pared, los brazos colgando a los lados y los ojos cerrados. 

—¿El rojo es sangre? ¿Está todo muerto? —preguntó Phyllis, apretando más los párpados.

—¿Muerto? Tonterías —dijo Peter—. No hay nada rojo en él, excepto su camiseta. Sólo se ha desmayado. ¿Qué demonios vamos a hacer?

—¿Podemos moverlo? —preguntó Bobbie.

—No lo sé; es un tipo grande.

—Supongamos que le bañamos la frente con agua. No, ya sé que no tenemos, pero la leche moja igual. Hay una botella entera.

—Sí —dijo Peter—, y se frotan las manos de la gente, creo.

—Queman plumas, lo sé —dijo Phyllis.

—¿De qué sirve decir eso si no tenemos plumas?

—Pues resulta —dijo Phyllis, con un tono de triunfo exasperado—, que tengo una pluma de badminton en el bolsillo. Así que, ya está.

Y ahora Peter frotaba las manos del de camiseta roja. Bobbie quemó una a una las plumas bajo la nariz, Phyllis le salpicó la frente con leche tibia, y los tres siguieron diciendo tan rápido y tan seriamente como podían:

—Oh, ¡mírame, háblame! Por favor, ¡habla!


Capítulo 12: Lo que Bobbie trajo a casa

—¡Oh, mira hacia arriba! ¡Por FAVOR, habla! —los niños repitieron las palabras una y otra vez al sabueso inconsciente con camiseta roja, que estaba sentado con los ojos cerrados y la cara pálida contra el lateral del túnel.

—Mójale las orejas con leche —dijo Bobbie—. Sé que se lo hacen a la gente que se desmaya, con agua de Colonia. Pero espero que la leche sea igual de buena.

Así que le mojaron las orejas, y parte de la leche le corrió por el cuello bajo la camiseta roja. El túnel estaba muy oscuro. El cabo de la vela que Peter había llevado, y que ahora ardía sobre una piedra plana, apenas alumbraba.

—Oh, levanta la vista —dijo Phyllis—. ¡Hazlo por MÍ! Creo que está muerto.

—Hazlo por MÍ —repitió Bobbie—. No, no lo está.

—Hazlo por CUALQUIERA—dijo Peter—; despierta —y sacudió al enfermo por el brazo.

Y entonces el muchacho de la camiseta roja suspiró, abrió los ojos, y los volvió a cerrar y dijo en voz muy baja:

—Basta.

—Oh, NO está muerto. SABÍA que no lo estaba—dijo Phyllis y echó a llorar.

—¿Qué pasa? Estoy bien —dijo el muchacho.

—Bebe esto —dijo Peter con firmeza, metiendo la nariz de la botella de leche en la boca del muchacho. El muchacho forcejeó, y parte de la leche se derramó antes de que pudiera abrir la boca y decir:

—¿Qué es?

—Es leche —dijo Peter—. No temas, estás con amigos. Phil, deja de hablar ahora mismo.

—Bebe —dijo Bobbie gentilmente—; te hará bien.

Así que bebió. Y los tres se quedaron viendo sin hablarle.

—Déjenlo un minuto —susurró Peter—; se pondrá bien cuando la leche empiece a correr como fuego por sus venas.

Así fue.

—Ya estoy mejor. Lo recuerdo todo —anunció y trató de moverse, pero el movimiento terminó en un gemido—. ¡Caramba! Creo que me he roto una pierna —dijo.

—¿Te has caído? —preguntó Phyllis resoplando.

—Claro que no, no soy un niñito —dijo el sabueso indignado—; fue uno de esos cables bestiales el que me hizo tropezar y, cuando intenté levantarme nuevamente, no podía mantenerme en pie, así que me senté. Pero me duele. ¿Cómo han llegado aquí?

—Los vimos a todos entrar en el túnel y luego cruzamos la colina para verlos salir. Y los demás salieron, todos menos tú; tú no saliste. Así que somos un grupo de rescate —dijo Peter con orgullo.

—De verdad son valientes —dijo el muchacho.

—Oh, no es nada —dijo Peter modestamente—. ¿Crees que podrías andar si te ayudáramos?

—Podría intentarlo —dijo el muchacho.

Lo intentó. Pero sólo podía mantenerse en pie con un pie; el otro lo arrastraba de un modo muy desagradable.

—Déjenme sentarme. Siento que me muero —dijo el muchacho—. Déjame, déjame ya.

Se tumbó y cerró los ojos. Los demás se miraron a la tenue luz de la pequeña vela.

—¡Qué demonios! —dijo Peter.

—Mira —dijo Bobbie rápidamente—, debes ir a buscar ayuda. Ve a la casa más cercana.

—Sí, eso es lo único —dijo Peter—. Vamos.

—Si le sujetas los pies y Phil y yo la cabeza, podríamos llevarlo hasta el hueco.

Así lo hicieron. Tal vez fuera lo mejor para el enfermo que se hubiera desmayado de nuevo.

—Ahora —dijo Bobbie—, me quedaré con él. Tú toma el trozo de vela más grande y… oh, date prisa, porque ese trozo no arderá mucho.

—No creo que a Madre le guste que te deje —dijo Peter dubitativo—. Deja que me quede y vayan tú y Phil.

—No, no —dijo Bobbie—, vayan tú y Phil; y déjame tu navaja. Intentaré quitarle la bota antes de que se despierte otra vez.

—Espero que esté bien lo que estoy haciendo —dijo Peter.

—Por supuesto que está bien —dijo Bobbie con impaciencia—. ¿Qué más harías? ¿Dejarlo aquí sólo porque está oscuro? Tonterías. Apresúrate y ya.

Entonces se apresuraron.

Bobbie observaba sus oscuras figuras y la escasa luz de la pequeña vela con una extraña sensación de haber llegado al final de todo. Ahora sabía, pensó, lo que sentían las monjas encerradas vivas en los muros de un convento. De repente se sacudió un poco. 

—No seas una niña tonta —se dijo.  

Siempre se enfadaba mucho cuando alguien la llamaba niña, aunque el adjetivo que añadiera no fuera “tonta” sino “simpática, buena o lista”. Y sólo cuando estaba muy enfadada consigo misma permitía que Roberta usara esa expresión con Bobbie.

Fijó el extremo de la vela en un ladrillo roto cerca de los pies del muchacho de camiseta roja. Luego abrió la navaja de Peter. Siempre era difícil de manejar: generalmente se necesitaba medio penique para abrirla. Esta vez Bobbie consiguió abrirla con la uña del pulgar. Se rompió la uña y le dolió horrores. Luego cortó el cordón de la bota del muchacho y se la quitó. Intentó quitarle la media, pero la pierna estaba terriblemente hinchada y no parecía tener la forma correcta. Así que cortó la media, muy despacio y con mucho cuidado. Era una media de punto marrón, y se preguntó quién la habría tejido, y si sería la madre del muchacho, y si estaría preocupada por él, y cómo se sentiría cuando lo trajeran a casa con la pierna rota. Cuando Bobbie le quitó la media y vio la pobre pierna, sintió que el túnel se oscurecía, que el suelo se volvía inestable y que nada parecía real.

—¡Pequeña TONTA! —le dijo Roberta a Bobbie, y se sintió mejor.

—La pobre pierna —se dijo a sí misma—; debería tener un cojín… ¡ah!

Recordó el día en que ella y Phyllis habían rasgado sus enaguas rojas de franela para hacer señales de peligro y detener el tren y evitar un accidente. Hoy su enagua de franela era blanca, pero sería tan suave como una roja. Se la quitó.

—¡Oh, que cosas tan útiles son las enaguas de franela! El hombre que las inventó debería tener una estatua en su honor —dijo en voz alta, porque parecía que cualquier voz, incluso la suya, sería un consuelo en la oscuridad.

—¿Honor? ¿En honor de quién? —preguntó de repente el muchacho, muy débilmente.

—Oh —dijo Bobbie—, ¡ahora estás mejor! Muerde bien fuerte para que no te duela demasiado. ¡Ahora!

Ella había doblado la enagua, y levantando su pierna la puso sobre el cojín de franela doblada.

—No te desmayes otra vez, POR FAVOR, no lo hagas —dijo Bobbie, mientras él gemía. Se apresuró a mojar su pañuelo con leche y lo extendió sobre la pobre pierna.

—Oh, eso duele —gritó el muchacho temblando—. Oh, no… no duele… es agradable, de verdad.

—¿Cómo es tu nombre? —dijo Bobbie.

—Jim.

—El mío es Bobbie.

—Pero eres una chica, ¿no?

—Sí, mi nombre completo es Roberta. 

—Digo… Bobbie.

—¿Sí?

—No había más de ustedes hace un momento?

—Sí, Peter y Phil, mis hermanos. Han ido a buscar a alguien para sacarte de aquí.

—Qué nombres más raros. Todos de niño.

—Sí, me gustaría ser un niño, ¿a ti no?

—Creo que estás bien, así como eres.

—No quise decir eso, quise decir si no desearías ser un niño, pero por supuesto lo eres sin desearlo.

—Eres tan valiente como un niño. ¿Por qué no fuiste con los demás?

—Alguien tenía que quedarse contigo —dijo Bobbie.

—Te diré algo, Bobbie —dijo Jim—, eres una santa. Dame tu mano. 

Extendió su brazo con su jersey rojo y Bobbie estrechó su mano.

—No la sacudiré —explicó—, porque te sacudiría a TI, y eso sacudiría tu pobre pierna, y eso te dolerá. ¿Tienes un pañuelo? 

—No creo que lo tenga —buscó en su bolsillo—. Sí, lo tengo, ¿para qué?

Ella lo tomó, lo mojó con leche y se lo puso en la frente.

—Qué agradable —dijo—, ¿qué es?

—Leche —dijo Bobbie—. No tenemos agua…

—Eres una muy buena enfermera —dijo Jim.

—A veces lo hago por Mamá —dijo Bobbie—. No leche, por supuesto, sino perfume, o vinagre y agua. Tengo que apagar la vela ahora, porque puede que no haya suficiente de la otra para sacarte.

—Por el rey Jorge —dijo—, piensas en todo.

Bobbie sopló. Se apagó la vela. No tienen idea de lo negra y maravillosa que era la oscuridad.

—Bobbie —dijo una voz en la oscuridad—, ¿no te da miedo la oscuridad?

—No, no mucho; es decir…

—Tomémonos de la mano —dijo el muchacho, y fue un gesto bastante bueno por su parte, porque era como la mayoría de los chicos de su edad y odiaba todas las muestras materiales de afecto, como los besos y tomarse de la mano. Llamaba a todas esas cosas “manoseo” y las detestaba.

La oscuridad era más soportable para Bobbie ahora que su mano estaba sostenida por la grande y áspera mano del enfermo de camiseta roja; y él, sosteniendo su pequeña y suave mano caliente, se sorprendió al descubrir que no le molestaba tanto como esperaba. Ella trató de hablarle para entretenerlo y distraerlo de su sufrimiento, pero es muy difícil seguir hablando en la oscuridad, y pronto se encontraron en un silencio sólo roto de vez en cuando por un:

—¿Estás bien, Bobbie?

O un:

—Me temo que te está doliendo mucho, Jim. Lo siento mucho.

Y hacía mucho frío.

* * * * * *

Peter y Phyllis recorrieron el largo camino del túnel hacia la luz del día, con la cera de las velas goteando sobre los dedos de Peter. No hubo accidentes, a no ser que cuentes que Phyllis se enganchara el vestido en un alambre y se abriera una larga rasgada, y tropezara con el cordón de la bota al desatarse, o cayera sobre las manos y las rodillas, por lo que las cuatro estaban raspadas.

—Este túnel no tiene fin —dijo Phyllis; y, de hecho, sí parecía ser muy, muy largo.

—No te des por vencida —dijo Peter—; todo tiene un final, y llegarás a él sí te mantienes firme.

Lo cual es muy cierto, si te pones a pensarlo; y es una cosa útil para recordar en épocas de problemas, como el sarampión, la aritmética, los exámenes y esos momentos en los que caes en desgracia y sientes que nadie volverá a quererte y que nunca, nunca más, podrás amar a nadie. 

—Hurra —dijo Peter de repente—, ahí está el final del túnel; parece el agujero de un alfiler en un trozo de papel negro, ¿verdad?

El agujerito se hizo más grande: a los lados del túnel había luces azules. Los niños pudieron ver el camino de grava que tenían delante; el aire se hizo más cálido y dulce. Dieron otros veinte pasos y salieron al sol, con los verdes árboles a ambos lados.

Phyllis dio un largo suspiro.

—No volveré a entrar en un túnel mientras viva —dijo—, aunque dentro haya doscientos mil millones de sabuesos con camisetas rojas y las piernas rotas.

—No seas tonta —dijo Peter, como de costumbre—. TENDRÍAS que hacerlo.

—Creo que fue muy valiente y bueno de mi parte —dijo Phyllis.

—No es eso —dijo Peter—; no fuiste porque fueras valiente, sino porque Bobbie y yo no somos unos canallas. Me pregunto dónde está la casa más cercana. Aquí no se ve nada por los árboles.

—Allí hay un techo —dijo Phyllis, señalando hacia abajo.

—Esa es la caja de señales —dijo Peter—, y ya sabes que no está permitido hablar con los señaleros de servicio. Está mal.

—No tengo tanto miedo de equivocarme como de meterme en ese túnel —dijo Phyllis—. Vamos

Y empezó a correr a lo largo de la vía. Peter también corrió.

Hacía mucho calor bajo el sol, y los dos niños estaban acalorados y sin aliento cuando se detuvieron, e inclinando la cabeza hacia atrás para mirar hacia las ventanas abiertas de la cabina de señales, gritaron “¡Hola!” tan alto como se lo permitía su falta de aliento. Pero nadie respondió. La caja de señales permanecía silenciosa como una guardería vacía, y la barandilla de sus escalones estaba caliente en las manos de los niños cuando subían suavemente. Se asomaron a la puerta abierta. El guardavía estaba sentado en una silla apoyada contra la pared. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y la boca abierta. Estaba profundamente dormido.

—¡El del sombrero! —gritó Peter—. ¡Despierta!

Y lo gritó con una voz terrible, porque sabía que, si un señalero duerme en servicio, se arriesga a perder su puesto, por no hablar de todos los demás terribles riesgos que corren los trenes que esperan que él les diga cuándo es seguro que sigan su camino.

El señalero no se movió. Entonces Peter se abalanzó sobre él y lo sacudió. Y lentamente, bostezando y estirándose, el hombre se despertó. Pero en cuanto se despertó, se puso en pie de un salto, se llevó las manos a la cabeza “como un loco demente”, según dijo Phyllis más tarde, y gritó: 

—Oh, cielos, ¿qué hora es?

—Las doce y trece —dijo Peter; y, de hecho, así era según el reloj de esfera blanca que había en la pared de la caja de señales.

El hombre miró el reloj, se abalanzó sobre las palancas y las movió de un lado a otro. Un timbre eléctrico tintineó, los cables y las manivelas crujieron, y el hombre se dejó caer en una silla. Estaba muy pálido y el sudor se le acumulaba en la frente “como grandes gotas de rocío sobre una col blanca”, como Phyllis comentó más tarde. También temblaba; los niños pudieron ver cómo sus grandes y peludas manos se agitaban de un lado a otro, “con temblores bastante extragrandes”, en palabras de Peter. Respiraba largamente. De pronto exclamó:

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios que han venido! —y sus hombros empezaron a temblar, y su cara se puso roja de nuevo, y la escondió entre sus grandes manos peludas.

—Oh, no llores… no —dijo Phyllis—, ya está bien —y le dio unas palmadas en un hombro grande y ancho, mientras Peter golpeaba conscientemente el otro.

Pero el señalero parecía muy alterado, y los niños tuvieron que darle palmaditas y golpes durante un buen rato antes de que encontrara su pañuelo, uno rojo con herraduras malva y blancas, se limpiara la cara y hablara. Durante este intervalo de palmaditas y golpes, pasó un tren atronando.

—Estoy avergonzado —dijo el señalero cuando dejó de llorar—; lloriqueando como un niño. De repente pareció enfadarse y siguió—. ¿Y qué hacían aquí arriba? Saben que no está permitido.

—Sí —dijo Phyllis—, sabemos que está mal. Pero yo no tenía miedo de hacer el mal, y salió bien. No lamentas que hayamos venido.

—El Señor los bendiga… si no hubieran venido… —se detuvo y luego continuó—. Es una desgracia, dormir estando de servicio. Si llegara a saberse… incluso aunque no haya pasado nada.

—No se sabrá —dijo Peter—, no somos soplones. De todos modos, no deberías dormir cuando estás de servicio. Es peligroso.

—Dime algo que no sepa —dijo el hombre—, pero no puedo evitarlo. Sabía muy bien cómo iba a ser. Pero no pude bajar. No pudieron conseguir a nadie que se hiciera cargo de mi deber. Te digo que no he dormido ni diez minutos en los últimos cinco días. Mi hijito está enfermo, neumonía, dice el doctor, y no hay nadie más que yo y su hermanita para cuidarlo. Ahí es donde está. La gente debe dormir. ¿Peligroso? Sí, así lo creo. Ahora vete y diviértete conmigo si quieres.

—Claro que no —dijo Peter indignado; pero Phyllis ignoró todo el discurso del señalero, excepto las primeras seis palabras.

—Nos has pedido —dijo—, que te contemos algo que no sabes. Pues bien, lo haré. Hay un muchacho con camiseta roja y la pierna rota en el túnel de allí.

—¿Y para qué quería meterse en el maldito túnel? —dijo el hombre.

—No te enfades tanto —dijo Phyllis amablemente—. NOSOTROS no hemos hecho nada malo, excepto venir y despertarte; y eso estuvo bien, como suele suceder.

Entonces Peter contó cómo había llegado el niño al túnel.

—Bueno —dijo el hombre—, no veo nada que pueda hacer. No puedo salir de la caja.

—Sin embargo, podrías decirnos a quién acudir, que no esté en una caja —dijo Phyllis.

—Allí está la granja de Bridgen; donde se ve el humo que sale entre los árboles —dijo el hombre, cada vez más malhumorado, como pudo notar Phyllis.

—Bueno, adiós —dijo Peter.

Pero el hombre dijo:

—Esperen un momento —se metió la mano en el bolsillo y sacó algo de dinero: un montón de peniques, uno o dos chelines, seis peniques y media corona. Sacó dos chelines y se los alcanzó.

—Tomen —dijo—. Les daré esto para que callen lo que ha ocurrido hoy.

Hubo una breve y desagradable pausa. Luego:

—Pero tú ERES un hombre desagradable, ¿verdad? —dijo Phyllis.

Peter dio un paso adelante y golpeó la mano del hombre, de modo que los chelines saltaron de ella y rodaron por el suelo.

—Si había algo que PODÍA hacerme ser soplón, era ESO. Vamos, Phil —dijo y salió de la caja de señales con las mejillas encendidas.

Phyllis dudó. Luego tomó la mano, estúpidamente extendida aún, en la que habían estado los chelines.

—Te perdono —dijo ella—, aunque Peter no lo haga. No estás en tus cabales, o nunca habrías hecho eso. Sé que la falta de sueño vuelve loca a la gente. Mamá me lo dijo. Espero que tu niño mejore pronto, y…

—Vamos Phil —gritó Peter enérgicamente.

—Te doy mi palabra de honor sagrada: nunca le diremos a nadie. Besos y seamos amigos —dijo Phyllis, sintiendo lo noble que era por su parte intentar arreglar una disputa en la que ella no tenía la culpa. 

El señalero se inclinó y la besó.

—Creo que estoy un poco mal de la cabeza, Sissy —dijo—. Ahora corre a casa con Mamá. No era mi intención molestarte.

Phil abandonó la caja de señales y siguió a Peter a través de los campos hasta la granja.

Cuando los granjeros, guiados por Peter y Phyllis y llevando una silla cubierta con matras, llegaron a la boca del túnel, Bobbie estaba profundamente dormida y Jim también. Agotado por el dolor, dijo el Doctor después.

—¿Dónde vive? —preguntó el alguacil de la granja, cuando Jim hubo subido a la silla.

—En Northumberland —respondió Bobbie.

—Voy a la escuela en Maidbridge —dijo Jim—. Supongo que tengo que volver allí de alguna manera.

—Me parece que el Doctor debería echar un vistazo primero —dijo el alguacil.

—Oh, tráiganlo a nuestra casa —dijo Bobbie—. Está muy cerca de la carretera. Estoy segura de que mamá diría que deberíamos hacerlo.

—¿A tu Madre le gustará que lleves a casa a extraños con las piernas rotas?

—Ella misma llevó al pobre ruso a casa —dijo Bobbie—. Sé que ella diría que deberíamos.

—De acuerdo —dijo el alguacil—, debes saber lo que le gustaría a tu Madre. No me atrevería a traerlo a casa sin preguntar primero a la Señora, y ella también me llama el Amo.

—¿Estás segura de que a tu Madre no le importará? —susurró Jim.

—Seguro —dijo Bobbie.

—¿Entonces lo llevamos a Tres Chimeneas? —preguntó el alguacil.

—Por supuesto —dijo Peter.

—Entonces mi muchacho irá a lo del Doctor en su bicicleta, y le dirá que baje allí. Ahora, muchachos, levántenlo en despacio y con firmeza. ¡Uno, dos, tres!a

* * * * * *

Así sucedió que Madre, escribiendo una historia sobre una Duquesa, un malvado villano, un pasadizo secreto y un testamento desaparecido, dejó caer la pluma al abrirse de golpe la puerta de su cuarto de trabajo, y se volvió para ver a Bobbie sin sombrero y roja de tanto correr.

—Oh, Madre —gritó—, baja. Hemos encontrado un sabueso con una camiseta roja en el túnel, se ha roto una pierna y lo traen a casa.

—Deberían llevarlo al veterinario —dijo Mamá, con el ceño fruncido de preocupación—; de verdad que no puedo tener aquí a un perro cojo.

—No es realmente un perro… es un muchacho —dijo Bobbie, entre risas y ahogos.

—Entonces hay que llevarlo a casa con su madre.

—Su madre ha muerto —dijo Bobbie—, y su padre está en Northumberland. Oh, Madre, ¿serás buena con él? Le dije que estaba segura de que querrías que lo trajéramos a casa. Siempre quieres ayudar a todo el mundo.

Madre sonrió, pero también suspiró. Es bonito que tus hijos te crean dispuesta a abrir la casa y el corazón a todo el que necesite ayuda. Pero también es bastante embarazoso a veces que actúen de acuerdo con su creencia.

—Oh, bueno —dijo Mamá—, debemos hacer lo mejor que podamos.

Cuando trajeron a Jim, terriblemente blanco y con unos labios cuyo rojo se había desvanecido hasta adquirir un horrible color violeta azulado, madre dijo:

—Me alegro de que lo hayan traído. Ahora, Jim, vamos a ponerte cómodo en la cama antes de que venga el Doctor.

Y Jim, mirándola a los ojos, sintió un pequeño, cálido y reconfortante rubor de nuevo coraje.

—Dolerá bastante, ¿verdad? —dijo—. No pretendo ser un cobarde. No pensará que soy un cobarde si vuelvo a desmayarme, ¿verdad? De verdad que no lo hago a propósito. Y detesto causarlee todas estas molestias.

—No te preocupes —dijo Mamá—; eres tú quien tiene el problema, pobrecito, no nosotros.

Y lo besó como si fuera Peter.

—Nos encanta tenerte aquí, ¿verdad, Bobbie?

—Sí —dijo Bobbie; y vio en la cara de su Madre cuánta razón había tenido al traer a casa al sabueso herido de la camiseta roja.


Capítulo 13: El abuelo del sabueso

Mamá no volvió a escribir en todo el día, pues había que acostar al sabueso de camiseta roja que los niños habían llevado a Tres Chimeneas. Y entonces llegó el Doctor y le provocó un dolor horrible. Mamá estuvo con él todo el tiempo, y eso lo hizo un poco mejor de lo que habría sido, pero “lo malo era lo mejor”, como dijo la señora Viney.

Los niños estaban sentados en el salón de abajo y oían el ruido de las botas del Doctor yendo y viniendo por el suelo del dormitorio. Y una o dos veces se oyó un gemido.

—Es horrible —dijo Bobbie—. Oh, ojalá el Dr. Forrest se diera prisa. ¡Pobre Jim!

—ES horrible —dijo Peter—, pero es muy emocionante. Ojalá los Doctores no fueran tan exigentes sobre a quién tendrán en la habitación cuando están haciendo cosas. Me encantaría ver una pierna operada. Creo que los huesos crujen de forma única.

—¡No! —dijeron las dos niñas a la vez.

—¡Tonterías! —dijo Peter—. ¿Cómo van a ser enfermeras de la Cruz Roja, como decían al volver a casa, si ni siquiera soportan oírme hablar del crujido de los huesos? Tendrían que OÍRLOS crujir en el campo de batalla, y lo más probable es que estuvieran empapadas de sangre hasta los codos, y…

—¡Basta! —gritó Bobbie con la cara blanca—. No sabes lo rara que me estás haciendo sentir.

—A mí también —dijo Phyllis con la cara rosada.

—¡Cobardes! —dijo Peter.

—Yo no lo soy —dijo Bobbie—. Ayudé a Madre con tu pie herido por el rastrillo, y también lo hizo Phil; sabes que lo hicimos.

—¡Bien, entonces! —dijo Peter—. Les vendría muy bien que les hablara todos los días durante media hora de huesos rotos y de las entrañas de la gente, para que se acostumbraran.

Una silla se movió arriba.

—Escuchen —dijo Peter—, eso es el crujido de los huesos.

—Ojalá no lo hicieras —dijo Phyllis—, a Bobbie no le gusta.

—Les diré lo que hacen —dijo Peter. No sé por qué se puso tan horrible. Tal vez fuera porque había sido muy amable y simpático durante toda la primera parte del día, y ahora tenía que cambiar. Esto se llama reacción. Uno lo nota de vez en cuando en sí mismo. A veces, cuando uno ha sido extraordinariamente bueno durante más tiempo de lo habitual, de repente le asalta un violento ataque de no ser bueno en absoluto—. Les diré lo que hacen: atan al hombre roto para que no pueda resistirse ni interferir con sus planes de médico, y luego alguien le sujeta la cabeza, y alguien le sujeta la pierna, la rota, y tira de ella hasta que los huesos encajan… ¡con un crujido, fíjate! Luego se la atan y… ¡a jugar a encajar huesos!

—¡Oh, no! —dijo Phyllis.

Pero Bobbie dijo de repente:

—Muy bien, ¡vamos! Yo seré la doctora, y Phil puede ser la enfermera. Tú puedes ser el hueso roto; podemos llegar a tus piernas más fácilmente, porque no llevas enaguas.

— Yo traeré las tablillas y las vendas —dijo Peter—, tú prepara el diván del sufrimiento.

Las cuerdas que habían atado las cajas que habían venido de casa estaban todas en una caja de embalaje de madera en el sótano. Cuando Peter trajo una maraña de cuerdas y dos tablas para entablillar, Phyllis soltó una risita excitada.

—Ahora, bien —dijo, y se tumbó en el banquillo, gimiendo de lo lindo.

—¡No tan fuerte! —dijo Bobbie, comenzando a enrollar la cuerda alrededor de él y el banquillo—. Tira tú, Phil.

—No tan fuerte —gimió Peter—. Me romperás la otra pierna.

Bobbie siguió trabajando en silencio, enrollando más y más cuerda a su alrededor.

—Es suficiente —dijo Peter—. No puedo moverme, ¡Oh, mi pobre pierna! —gimió otra vez.

—¿SEGURO que no puedes moverte? —preguntó Bobbie en un tono bastante extraño.

—Bastante seguro —respondió Peter—. ¿Jugamos a que sangra libremente o no? —preguntó alegremente.

—Puedes jugar a lo que quieras —dijo Bobbie con severidad, cruzándose de brazos y mirándolo desde arriba, donde yacía todo enrollado con la cuerda—. Phil y yo nos vamos. Y no te desataremos hasta que nos prometas que nunca, nunca nos hablarás de sangre y heridas a menos que te lo permitamos. ¡Vamos, Phil!

—¡Malignas! —dijo Peter retorciéndose—. Nunca lo prometeré, nunca. Gritaré y Mamá vendrá.

—Hazlo —dijo Bobbie—, ¡y dile por qué te atamos! Vamos, Phil. No, no soy maligna, Peter. Pero no te detuviste cuando te lo pedimos y…

—Sí —dijo Peter—, ni siquiera fue idea tuya. Si la sacaste de Stalky.

Bobbie y Phil, retirándose con silenciosa dignidad, fueron recibidas en la puerta por el Doctor. Entró frotándose las manos y parecía satisfecho de sí mismo.

—Bueno —dijo—, ESE trabajo está hecho. Es una buena fractura limpia, y va a ir bien, no tengo dudas. Además, un joven afortunado… ¡Hola! ¿Qué es todo esto? —su mirada se había posado en Peter, que yacía taciturno en sus ataduras sobre el banco.

—Jugando a los prisioneros, ¿eh? —dijo; pero sus cejas se habían levantado un poco. De alguna manera no había pensado que Bobbie estaría jugando mientras en la habitación de arriba a alguien le estaban colocando un hueso roto.

—¡Oh, no! —dijo Bobbie—. No a los PRISIONEROS. Estamos jugando a poner huesos. Peter es el hueso roto, y yo la doctora.

El Doctor frunció el ceño.

—Entonces debo decir —dijo, y lo dijo con bastante severidad—, que es un juego muy despiadado. ¿No tienen suficiente imaginación para imaginarse lo que ha estado pasando arriba? Ese pobre muchacho, con las gotas de sudor en la frente, mordiéndose los labios para no gritar, agonizando con cada toque en su pierna, y…

—Deberían atarte a TI —dijo Phyllis—; eres tan mala como…

—¡Calla! —dijo Bobbie—. Lo siento, pero no fuimos desalmadas, de verdad.

—Yo sí, supongo —dijo Peter, enojado—. Muy bien, Bobbie, no te hagas noble y me controles, porque no lo permitiré. Era sólo que no paraba de hablar de sangre y heridas. Quería formarlas como enfermeras de la Cruz Roja. Y no paré cuando me lo pidieron.

—¿Y? —dijo el Dr. Forrest, sentándose.

—Bueno, entonces yo dije: “Vamos a jugar a encajar huesos”. Estaba bromeando. Sabía que Bobbie no querría hacerlo. Sólo lo dije para burlarme de ella. Y cuando ella accedió, por supuesto que tuve que hacerlo. Y me ataron. Se lo sacaron a Stalky. Y creo que es una vergüenza bestial.

Consiguió retorcerse y esconder la cara contra el respaldo de madera del asiento.

—No creí que nadie fuera a saberlo nunca, salvo nosotros —dijo Bobbie, respondiendo indignada al reproche tácito de Peter—. Nunca pensé en que ustedes entrarían. Y oír hablar de sangre y heridas me hace sentir muy rara. Sólo era una broma lo de atarlo. Déjame desatarte, Pete.

—No me importa si nunca me desatas —dijo Peter—; y si esa es tu idea de una broma…

—Si yo fuera ustedes —dijo el Doctor, aunque en realidad no sabía qué quería decir—, lo desataría antes que baje su Madre. No querrán preocuparla ahora, ¿verdad?

—No prometo nada acerca de no hablar de heridas, lo siento —dijo Peter en tono muy hosco, mientras Bobbie y Phyllis comenzaban a desatar los nudos.

—Lo siento mucho, Pete —susurró Bobbie, inclinándose sobre él mientras tanteaba el gran nudo bajo el banco—, pero si supieras lo enferma que me has hecho sentir.

—Ustedes me han hecho sentir enfermo, te lo aseguro —replicó Peter. Luego se sacudió las cuerdas flojas y se levantó.

—He entrado para ver si alguno de ustedes podía venir al consultorio. Hay algunas cosas que tu madre querrá de inmediato, y le he dado a mi hombre un día libre para que vaya a ver el circo; ¿vendrás, Peter? —dijo el Doctor. Peter se fue sin decir nada ni mirar a sus hermanas.

Los dos caminaron en silencio hasta la cerca que conducía del campo de las Tres Chimeneas a la carretera. Entonces Peter dijo:

—Déjeme llevar su bolso. Es pesado, ¿qué lleva dentro?

—Oh, cuchillos, agujas y diferentes instrumentos para operar a la gente. Y la botella de éter. Tuve que darle éter, ya sabes, la agonía era muy intensa.

Peter guardó silencio.

—Cuéntame cómo encontraron a este muchacho —dijo el Dr. Forrest.

Peter le contó. Y luego el Doctor Forrest le contó historias de valientes rescates; era un hombre muy interesante con quien hablar, como Peter había comentado a menudo.

Luego, en el consultorio, Peter tuvo más oportunidad que nunca de examinar la balanza del Doctor, y su microscopio, sus escalas y anteojos de medición. Cuando estuvieron listas todas las cosas que Peter debía llevarse, el Doctor dijo de pronto:

—Me disculparás por entrometerme, ¿verdad? Pero me gustaría decirte algo.

“Ahora a escuchar”, pensó Peter, que se había estado preguntando cómo era que se le había escapado una.

—Algo científico —añadió el Doctor.

—Sí —dijo Peter, jugueteando con un fósil que el Doctor usaba como pisapapeles.

—Bueno, pues ya ves. Los niños y las niñas son sólo hombres y mujeres pequeños. Y NOSOTROS somos mucho más duros y resistentes que ellas —(A Peter le gustó el “nosotros”. Quizá el Doctor sabía que le gustaría)—, y mucho más fuertes, y las cosas que les hacen daño a ELLAS no nos hacen daño a NOSOTROS. Sabes que no debes pegar a una chica.

—Yo diría que no, ciertamente —murmuró Peter, indignado.

—Ni siquiera si es tu propia hermana. Eso es porque las chicas son mucho más blandas y débiles que nosotros; tienen que serlo, ya sabes, porque si no lo fueran, no sería bueno para los bebés. Por eso todos los animales son tan buenos con las madres. Nunca se pelean con ellas, ¿sabes?

—Lo sé —dijo Peter interesado—; dos conejos machos se pelearán todo el día si los dejas, pero no le harán daño a una coneja.

—No; y las fieras, leones y elefantes, son inmensamente mansos con las hembras. Y nosotros también tenemos que serlo.

—Ya veo —dijo Peter.

—Y sus corazones también son blandos; y cosas que nosotros no deberíamos considerar les hacen mucho daño. Así que un hombre tiene que tener mucho cuidado, no sólo con sus puños, sino también con sus palabras. Son muy valientes, ¿sabes? —continuó el Doctor—. Piensa en Bobbie esperando sola en el túnel con ese pobre muchacho. Es una cosa extraña: cuanto más blanda y fácil de herir es una mujer, mejor se las arregla para hacer lo que hay que hacer. He visto algunas mujeres valientes, como tu Madre —terminó bruscamente.

—Sí —dijo Peter.

—Bueno, eso es todo. Perdona que lo mencione. Pero nadie lo sabe todo sin que se lo digan. Y entiendes lo que quiero decir, ¿verdad?

—Sí —dijo Peter—. Lo siento. ¡Ya está!

—Por supuesto que lo sientes. La gente siempre lo está; directamente lo entienden. Todo el mundo debería aprender estos hechos científicos. ¡Hasta la vista!

Se estrecharon las manos cordialmente. Cuando Peter volvió a casa, sus hermanas lo miraron dubitativas.

—Es Pax —dijo Peter dejando la cesta sobre la mesa—. El Dr. Forrest me ha estado hablando científicamente. No, es inútil que les cuente lo que ha dicho; no lo entenderían. Pero todo se reduce a que las chicas son pobres, blandas, débiles y asustadizas como conejos, y los hombres tenemos que aguantarlas. Dijo que eran bestias femeninas. ¿Se lo digo yo a Mamá, o lo haces tú?

—Sé lo que son los NIÑOS —dijo Phyllis, con las mejillas encendidas—; son los más desagradables y groseros…

—Son muy valientes —dijo Bobbie—, a veces.

—Ah, ¿te refieres al muchacho de arriba? Ya veo. Adelante, Phil. Te aguantaré porque eres una pobre, débil, asustadiza y blanda…

—No, si te tiro del pelo no lo harás —dijo Phyllis saltando hacia él.

—Ha dicho “Pax” —dijo Bobbie, apartándola

—¿No lo ves? —susurró ella mientras Peter recogía la cesta y salía con ella—. Lo siente de verdad, sólo que no lo dice. Digamos que lo sentimos.

—Es tan bonachón —dijo Phyllis dubitativa—, dijo que éramos bestias hembras, blandas y asustadizas…

—Entonces demostrémosle que no nos asusta que nos considere bonitas —dijo Bobbie—, y que no somos más bestias que él.

Y cuando Peter volvió, todavía con la barbilla en alto, Bobbie dijo:

—Sentimos haberte atado, Pete.

—Pensé que lo harían —dijo Peter, muy tenso y superior

Esto era difícil soportar. Pero…

—Bueno, así es —dijo Bobbie—. Ahora que el honor quede satisfecho por ambas partes.

—Yo lo llamé Pax —dijo Peter en tono herido.

—Entonces que sea Pax —dijo Bobbie—. Vamos Phil, traigamos el té. Pete, podrías poner el paño.

—Digo yo —dijo Phyllis, cuando se restableció realmente la paz, lo que no ocurrió hasta que estuvieron lavando tazas después del té —. El Dr. Forrest no dijo REALMENTE que éramos bestias hembras, ¿verdad?

—Sí —dijo Peter con firmeza—, pero creo que quiso decir que los hombres también éramos bestias salvajes.

—¡Qué gracioso! —dijo Phyllis, rompiendo una taza.

* * * * * *

—¿Puedo pasar, Madre? —Peter estaba en la puerta del cuarto de escribir de Madre, donde ella estaba sentada a la mesa con dos velas delante. Sus llamas parecían anaranjadas y violáceas contra el claro azul grisáceo del cielo, en el que ya titilaban algunas estrellas.

—Sí, cariño —dijo Mamá distraídamente—, ¿pasa algo?

Escribió unas palabras más y luego dejó la pluma y empezó a doblar lo que había escrito.

—Estaba escribiendo al abuelo de Jim. Vive cerca de aquí, ¿sabes?

—Sí, me lo dijiste en el té. Eso es lo que quiero decir. ¿Tienes que escribirle, Madre? ¿No podríamos quedarnos con Jim y no decirle nada a su gente hasta que esté bien? Sería una gran sorpresa para ellos.

—Pues, sí —dijo Mamá riendo—, creo que sí.

—Verás —continuó Peter—, por supuesto que las chicas están bien y todo eso; no estoy diciendo nada en contra de ELLAS. Pero me gustaría tener a alguien con quien hablar de vez en cuando.

—Sí —dijo Madre—, sé que es aburrido para ti, querido. Pero no puedo evitarlo. El año que viene tal vez pueda enviarte a la escuela; te gustaría, ¿verdad?

—Echo bastante de menos a los otros chicos —confesó Peter—; pero si Jim pudiera quedarse después de que su pierna estuviera bien, podríamos tener unas alondras horribles.

—No lo dudo —dijo Mamá—. Bueno, tal vez podría, pero ya sabes, querido, que no somos ricos. No puedo permitirme comprarle todo lo que necesita. Y debe tener una enfermera.

—¿No puedes cuidarlo tú, Madre? Cuidas muy bien a la gente.

—Es un bonito cumplido, Pete, pero no puedo atender a la vez que escribo. Eso es lo peor.

—Entonces, ¿DEBES enviarle la carta a su abuelo?

—Por supuesto, y también a su maestro. Los telegrafiamos a ambos, pero debo escribirles también. Estarán muy preocupados.

—Madre, ¿por qué no puede su abuelo pagar una enfermera? —sugirió Peter—. Sería estupendo. Supongo que el muchacho estará forrado de dinero. Los abuelos de los cuentos siempre lo están.

—Bueno, éste no está en un libro —dijo Mamá—, así que no debemos esperar que tenga demasiado.

—Yo digo —dijo Peter pensativo—, ¿no sería estupendo que todos estuviéramos en un libro y que tú lo escribieras? Entonces podrías hacer que ocurrieran todo tipo de cosas divertidas, y que las piernas de Jim se curaran de una vez y estuvieran bien mañana, y que Papá volviera pronto a casa y…

—¿Echas mucho de menos a tu Padre? —Preguntó Madre, con bastante frialdad, pensó Peter.

—Muchísimo —dijo Peter brevemente.

Madre estaba ensobrando y dirigiendo la segunda carta.

—Verás —continuó Peter lentamente—, verás, no es sólo que él SEA Papá, sino que ahora que no está no hay otro hombre en la casa más que yo; por eso deseo tanto que Jim se quede. ¿No te gustaría estar escribiendo ese libro con todos nosotros en él, madre, y hacer que Papá vuelva pronto a casa?

La madre de Peter lo rodeó de repente con el brazo y lo abrazó en silencio durante un minuto. Luego dijo:

—¿No te parece bonito pensar que estamos en un libro escrito por Dios? Si yo escribiera el libro, podría cometer errores. Pero Dios sabe cómo hacer que la historia termine de la mejor manera para nosotros.

—¿De verdad crees eso, Madre? —preguntó Peter en voz baja.

—Sí —dijo—, lo creo casi siempre, excepto cuando estoy tan triste que no puedo creer nada. Pero incluso cuando no puedo creerlo, sé que es verdad e intento creerlo. No sabes cuánto lo intento, Peter. Ahora lleva las cartas al correo, y no estemos tristes nunca más. ¡Ánimo, ánimo! ¡Es la mejor de todas las virtudes! Me atrevo a decir que Jim estará aquí dos o tres semanas todavía.

Durante el resto de la velada, Peter estuvo tan angelical que Bobbie temió que se pusiera enfermo. Por la mañana se sintió bastante aliviada al verlo trenzando el pelo de Phyllis en el respaldo de su silla con su modo habitual.

Poco después del desayuno llamaron a la puerta. Los niños se afanaban en limpiar los candelabros de latón en honor a la visita de Jim. 

—Será el Doctor —dijo Madre—. Yo iré. Cierra la puerta de la cocina; no debes dejarte ver.

Pero no era el Doctor. Lo sabían por la voz y por el sonido de las botas que subían las escaleras. No reconocieron el sonido de las botas, pero todos estaban seguros de haber oído la voz antes.

Hubo un largo intervalo. Las botas y la voz no volvieron a bajar.

—¿Quién puede ser? —se preguntaban unos a otros.

—Tal vez —dijo Peter finalmente—, el Dr. Forrest ha sido atacado por asaltantes de caminos y dado por muerto, y éste es el hombre al que ha telegrafiado para que ocupe su lugar. La señora Viney dijo que tenía un inquilino local para hacer su trabajo cuando se fuera de vacaciones, ¿no es así, señora Viney?

—Así lo hice, querido —dijo la Sra. Viney desde la cocina.

—Le ha dado un ataque, lo más probable —dijo Phyllis—, toda ayuda humana fue inútil. Y este es su hombre que ha venido a darle la noticia a Madre.

—¡Tonterías! —dijo Peter enérgicamente—. Mamá no habría llevado a ese hombre a la habitación de Jim. ¿Por qué iba a hacerlo? Escucha, la puerta se está abriendo. Ahora bajarán. Abriré la puerta un poco.

Así lo hizo.

—No es escuchar —replicó indignado ante los escandalizados comentarios de Bobbie—, nadie en su sano juicio hablaría de secretos en las escaleras. Y Madre no puede tener secretos que hablar con el encargado del Dr. Forrest, y tú dijiste que era él.

—Bobbie —llamó la voz de Mamá.

Abrieron la puerta de la cocina, y Madre se inclinó sobre la barandilla de la escalera.

—Ha venido el abuelo de Jim —dijo—; lávense las manos y la cara y luego podrán verlo. Quiere verlos. 

La puerta del dormitorio volvió a cerrarse.

—¡Ya está! —dijo Peter—. ¡Imagínate que ni siquiera pensáramos en eso! Necesitamos un poco de agua caliente, señora Viney. Estoy tan negro como su sombrero.

Los tres estaban realmente sucios, pues el material con el que se limpian los candelabros de latón está muy lejos de limpiar al que lo hace.

Todavía estaban ocupados con el jabón y la franela cuando oyeron las botas y la voz bajar las escaleras y entrar en el comedor. Y cuando estuvieron limpios, aunque todavía húmedos, porque se tarda mucho en secarse bien las manos, y estaban muy impacientes por ver al abuelo, entraron en fila en el comedor.

Mamá estaba sentada en la butaca de la ventana, y en el sillón forrado de cuero en el que Papá solía sentarse siempre en la otra casa…

¡SU PROPIO VIEJO CABALLERO!

—Bueno, nunca lo imaginé —dijo Peter, incluso antes de decir—, ¿Cómo está? 

Estaba, como explicó después, demasiado sorprendido incluso para recordar que existía la cortesía, y mucho menos para practicarla.

—¡Es nuestro viejo caballero! —dijo Phyllis.

—Oh, es usted —dijo Bobbie. Y entonces se acordaron de sí mismas y de sus modales y dijeron amablemente:

—¿Cómo está usted?

—Este es el abuelo de Jim, el Sr… —dijo Madre, diciendo el nombre del viejo caballero.

—¡Qué espléndido! —dijo Peter—. Es exactamente como en un libro, ¿verdad, Madre?

—Lo es —dijo Madre sonriendo—; en la vida real a veces ocurren cosas que se parecen bastante a los libros.

—Me alegro muchísimo de que sea usted —dijo Phyllis—, cuando piensas en la cantidad de señores mayores que hay en el mundo… podría haber sido casi cualquiera.

—Pero —dijo Peter—, no se llevará a Jim, ¿verdad?

—No, por el momento —dijo el viejo caballero—. Tu Madre ha accedido muy amablemente a que se quede aquí. Pensé en enviar a una enfermera, pero tu madre ha tenido la amabilidad de decir que lo cuidará ella misma.

—Pero, ¿y su escritura? —dijo Peter, antes de que nadie pudiera interrumpirlo—. No tendrá nada que comer si Mamá no escribe.

—Está bien —se apresuró a decir Mamá

El viejo caballero miró a Mamá muy amablemente. 

—Ya veo —dijo—, que confías en tus hijos.

—Por supuesto —dijo Madre.

—Entonces puedo hablarles de nuestro pequeño acuerdo —dijo—. Su Madre, queridos míos, ha consentido en dejar de escribir durante un tiempo y convertirse en Matrona de mi Hospital.

—¡Oh! —dijo Phyllis, sin comprender—. ¿Y tendremos que alejarnos de Tres Chimeneas, del Ferrocarril y de todo?

—No, no, cariño —dijo Madre apresuradamente.

—El Hospital se llama Hospital de las Tres Chimeneas —dijo el viejo caballero—, y mi desafortunado Jim es el único paciente, y espero que siga siéndolo. Su Madre será la Matrona, y habrá un personal de hospital compuesto por una criada y una cocinera… hasta que Jim se recupere.

—¿Y entonces Mamá volverá a escribir? —preguntó Peter.

—Ya veremos —dijo el viejo caballero con una ligera y rápida mirada a Bobbie—. Tal vez ocurra algo lindo y no tenga que hacerlo.

—Me encanta escribir —dijo Madre rápidamente.

—Lo sé —dijo el viejo caballero—, no tema que intente entrometerme. Pero uno nunca sabe. Ocurren cosas muy maravillosas y hermosas, ¿verdad? Y vivimos la mayor parte de nuestras vidas con la esperanza de que ocurran. ¿Puedo volver a ver al muchacho?

—Por supuesto —dijo Mamá—, y no sé cómo agradecerle que me haya hecho posible cuidarlo. ¡Querido muchacho!

—No paraba de llamar: “mamá, mamá”, por la noche —dijo Phyllis—. Me desperté dos veces y lo oí.

—No se refería a mí —dijo Madre en voz baja al viejo caballero—, por eso deseaba tanto quedarme con él.

El viejo caballero se levantó.

—Me alegro mucho —dijo Peter—, de que vayas a quedarte con él, Madre.

—Cuiden de su madre, queridos —dijo el viejo caballero—. Es una mujer en un millón.

—Sí, ¿verdad? —susurró Bobbie.

—Que Dios la bendiga —dijo el viejo caballero, tomando ambas manos de Mamá—. ¡Que Dios la bendiga! Sí, y será bendecida. Querida, ¿dónde está mi sombrero? ¿Vendrá Bobbie conmigo a la puerta? 

En la puerta se detuvo y dijo:

—Eres una buena niña, querida. Recibí tu carta. Pero no la necesitaba. Cuando leí sobre el caso de tu Padre en los periódicos en su momento, tuve mis dudas. Y desde que supe quién eras, he intentado averiguar cosas. Aún no he hecho mucho. Pero tengo esperanzas, querida, tengo esperanzas.

—¡Oh! —dijo Bobbie, ahogándose un poco.

—Sí, puedo decir que grandes esperanzas. Pero guarda tu secreto un poco más. No sería bueno disgustar a tu madre con una falsa esperanza, ¿verdad?

—¡Oh, pero no es falsa! —dijo Bobbie—. SÉ que puede hacerlo. Sabía que podía cuando le escribí. No es una falsa esperanza, ¿verdad?

—No —dijo—, no creo que sea una falsa esperanza, o no te lo habría dicho. Y creo que mereces que te diga que HAY una esperanza.

—Y no cree que Padre lo haya hecho, ¿verdad? Oh, diga que no cree que lo haya hecho.

—Querida —dijo—, estoy completamente seguro de que no lo hizo.

Si era una falsa esperanza, no dejaba de ser una esperanza muy radiante que yacía cálida en el corazón de Bobbie, y a lo largo de los días siguientes iluminó su carita como una linterna japonesa es iluminada por la vela en su interior.


Capítulo 14: El fin

La vida en las Tres Chimeneas no volvió a ser la misma desde que el viejo caballero vino a ver a su nieto. Aunque ahora conocían su nombre, los niños nunca hablaban de él por su nombre, al menos cuando estaban solos. Para ellos siempre fue el viejo caballero, y creo que más vale que lo sea también para nosotros. No les parecería más real, ¿verdad?, si les dijera que se llamaba Snooks o Jenkins (que no se llamaba así); y después de todo, me tienen que permitir que guarde un secreto. Es el único; les he contado todo lo demás, excepto lo que voy a contarles en este capítulo, que es el último. Al menos, claro, no les he contado TODO. Si lo hiciera, el libro no acabaría nunca, y sería una pena, ¿no?

Bueno, como iba diciendo, la vida en Tres Chimeneas nunca volvió a ser la misma. La cocinera y la criada eran muy simpáticas (no me importa decirles sus nombres: Clara y Ethelwyn), pero le dijeron a mamá que no parecían querer a la señora Viney, y que era una vieja fangosa. Así que la señora Viney venía sólo dos días a la semana a lavar y planchar. Entonces Clara y Ethelwyn dijeron que podían hacer bien el trabajo si no se las molestaba; y eso significaba que los niños ya no servían el té, no limpiaban y fregaban las cosas del té y no quitaban el polvo de las habitaciones.

Esto habría dejado un gran vacío en sus vidas, aunque a menudo habían fingido ante sí mismos y ante los demás que odiaban las tareas domésticas. Pero ahora que Mamá no tenía que escribir ni hacer tareas domésticas, tenía tiempo para las lecciones. Y los niños tenían que aprender. Por muy agradable que sea la persona que te enseña, las lecciones son lecciones en todo el mundo, y en el mejor de los casos son menos divertidas que pelar patatas o encender un fuego.

Por otra parte, si ahora Mamá tenía tiempo para las lecciones, también lo tenía para jugar e inventar pequeñas rimas para los niños, como solía hacer. No había tenido mucho tiempo para las rimas desde que llegó a Tres Chimeneas.

Había una cosa muy extraña en estas clases. Hicieran lo que hicieran, los niños siempre querían hacer otra cosa. Cuando Peter estaba aprendiendo latín, pensaba que estaría bien aprender historia, como Bobbie. Bobbie hubiera preferido aritmética, que era lo que Phyllis estaba haciendo, y Phyllis, por supuesto, pensaba que el latín era la clase más interesante. Y así sucesivamente.

Así que, un día, cuando se sentaron a clase, cada uno encontró una pequeña rima en su sitio. Puse las rimas para mostrarles que su Madre realmente entendía un poco cómo se sienten los niños acerca de las cosas, y también el tipo de palabras que usan, lo cual es el caso de muy pocas personas adultas. Supongo que la mayoría de los adultos tienen muy mala memoria y han olvidado cómo se sentían cuando eran pequeños. Por supuesto, se supone que los versos los dicen los niños.

PETER

Una vez pensé que Caesar era pan comido,
¡Qué tonto fui, no lo había entendido!
Cuando a un chico le dan a Caesar de leer,
No sabe el dolor que eso puede ser.
Oh, los verbos son absurdos y crueles,
¡Prefiero aprender las fechas de los reyes!

BOBBIE

La peor de todas mis lecciones,
Es aprender sobre sucesiones.
De reyes y reinas en largas filas,
con fechas exactas que dan pesadillas.
¡Con tantas fechas que me hacen enfermar,
Ojalá fuera aritmética lo que hay que estudiar!

PHYLLIS

Montones y montones de manzanas,
Inundan mi pizarra con sumas insanas.
Calcula el precio, sigue tachando,
Hasta llorar por el dividendo.
¡Rompería la pizarra con emoción,
Si estudiara latín con esa pasión! 

Este tipo de cosas, por supuesto, hacía que las clases fueran mucho más divertidas. Es bueno saber que la persona que te está enseñando ve que no todo es coser y cantar para ti, y no piensa que es sólo tu estupidez la que hace que no te enteres de las lecciones hasta que las has aprendido.

Luego, cuando la pierna de Jim mejoró, fue muy agradable subir a sentarse con él y oír historias sobre su vida escolar y los otros niños. Había un niño, llamado Parr, de quien Jim parecía haberse formado la opinión más baja posible, y otro niño llamado Wigsby Minor, por cuyas opiniones Jim sentía un gran respeto. También había tres hermanos llamados Paley, y el menor se llamaba Paley Terts, y era muy dado a las peleas.

Peter se empapó de todo esto con profunda alegría, y Mamá parecía haber escuchado con cierto interés, porque un día le dio a Jim una hoja de papel en la que había escrito una rima sobre Parr, mencionando a Paley y a Wigsby por su nombre de la manera más maravillosa, así como todas las razones que tenía Jim para que no le gustara Parr, y la sabia opinión de Wigsby sobre el asunto. Jim estaba inmensamente complacido. Nunca le habían escrito una rima expresamente para él. La leyó hasta que se la supo de memoria y luego se la envió a Wigsby, a quien le gustó casi tanto como a Jim. Tal vez a ti también te guste.

EL CHICO NUEVO

Su nombre es Parr, y leche y pan

Le dan para merendar.

Dice que su padre mató a un oso feroz.

Y que su madre le corta el cabello atroz.

Usa chanclas cuando hay humedad.

Y le dice “Pet” en la intimidad 

De la vergüenza no tiene sentido,

su nombre de pila les dijo a los chicos.

No sabe de criquet ni la posición,

Y a la pelota le tiene aversión.

Pasa horas y horas encerrado leyendo,

¡Nombres de raras flores termina sabiendo!

Su francés suena igual que un mosú

¡Que cosa tan falsa y sin virtud!

No juega a la Cueva ni hace su rol,

Y dice que vino a aprender español.

No juega al fútbol, porque le “duele”;

No quiso pelear con Paley Terts, que huele.

No sabe silbar ni aunque lo intente,

Y si nos reímos, el pobre lo siente.

Wigsby Menor ahora ha opinado:

“Es como todo chico recién llegado.

Pero yo sé que al llegar a la escuela,

¡Quien les habla tan tonto no era!

Jim nunca pudo entender cómo Madre pudo ser tan inteligente como para hacerlo. A los demás les parecía bonito, pero natural. Habían estado acostumbrados desde siempre a tener una madre capaz de escribir versos como la gente habla, hasta la chocante expresión del final de la rima, que era la propia de Jim.

Jim enseñó a Peter a jugar al ajedrez, a las damas y al dominó, y en conjunto fue un tiempo agradable y tranquilo.

Sólo que la pierna de Jim mejoraba cada vez más, y entre Bobbie, Peter y Phyllis empezó a surgir el sentimiento general de que había que hacer algo para entretenerlo; no sólo juegos, sino algo realmente bonito. Pero era extraordinariamente difícil pensar en algo. 

—No sirve de nada —dijo Peter, cuando todos habían pensado y pensado hasta sentir la cabeza pesada e hinchada—. Si no se nos ocurre nada para entretenerlo, no se nos ocurre nada, y se acabó. Tal vez ocurra algo por sí mismo que le guste.

—A veces las cosas ocurren por sí solas, sin que tú las hagas —dijo Phyllis, más bien como si, por lo general, todo lo que ocurriera en el mundo fuera obra suya.

—Ojalá ocurriera algo —dijo Bobbie, soñadoramente—, algo maravilloso.

Y algo maravilloso ocurrió exactamente cuatro días después de que ella dijera esto. Me gustaría poder decir que fue tres días después, porque en los cuentos de hadas las cosas suceden siempre tres días después. Pero esto no es un cuento de hadas y, además, realmente fueron cuatro y no tres, y no soy nada si no soy estrictamente veraz.

En aquellos días apenas parecían niños del ferrocarril, y a medida que pasaban los días cada uno de ellos tenía un sentimiento de inquietud al respecto, que Phyllis expresó un día.

—Me pregunto si el Ferrocarril nos echa de menos —dijo quejosa—. Ahora nunca vamos a verlo.

—Parece ingrato —dijo Bobbie—; nos gustaba tanto cuando no teníamos a nadie más con quien jugar.

—Perks siempre viene a preguntar con Jim —dijo Peter—, y el niño del señalero está mejor. Él me lo dijo.

—No me refería a la gente —explicó Phyllis—; me refería al querido Ferrocarril en sí.

—Lo que no me gusta —dijo Bobbie en este cuarto día, que era martes—, es que hayamos dejado de saludar al de las 9:15 y de enviar nuestro amor a Papá con él.

—Empecemos de nuevo —dijo Phyllis. Y así lo hicieron.

De alguna manera, el cambio que se produjo al tener criados en la casa y al no escribir Madre, hizo que el tiempo pareciera extremadamente largo desde aquella extraña mañana al principio de las cosas, cuando se habían levantado tan temprano y habían quemado el fondo de la tetera, y habían desayunado tarta de manzana y visto por primera vez el Ferrocarril.

—¡Date prisa! —dijo Peter—. O perderemos el de las 9:15.

—No puedo ir más rápido de lo que estoy yendo —dijo Phyllis—. Oh, ¡maldición! Se me ha vuelto a desatar el cordón de la bota.

—Cuando te cases —dijo Peter—, se te desatará el cordón de la bota subiendo por el pasillo de la iglesia, y el hombre con el que te vas a casar se caerá sobre él y se aplastará la nariz contra el pavimento ornamentado; y entonces dirás que no quieres casarte con él, y tendrás que ser una solterona.

—No lo haré —dijo Phyllis—. Prefiero casarme con un hombre con la nariz destrozada que no casarme con nadie.

—Sería horrible casarse con un hombre con la nariz rota —continuó Bobbie—. No podría oler las flores en la boda. Sería horrible.

—¡Mal por las flores de la boda! —gritó Peter—. ¡Miren! La señal ha caído. Debemos correr.

Y corrieron. Y una vez más agitaron sus pañuelos, sin importarles en absoluto si los pañuelos estaban limpios o no, a las 9:15.

—¡Llévale nuestro amor a Papá! —gritó Bobbie. Y los demás también gritaron:

—¡Llévale nuestro amor a Papá!

El viejo caballero saludó desde la ventanilla de su vagón de primera clase. Saludó con violencia. Y no había nada extraño en ello, pues siempre había saludado. Pero lo realmente notable era que desde todas las ventanillas ondeaban los pañuelos, los periódicos hacían señas, las manos se agitaban salvajemente. El tren pasó con un susurro y un rugido, las piedritas saltaron y bailaron bajo él al pasar, y los niños se quedaron mirándose unos a otros. 

—¡Bien! —dijo Peter.

—¡BIEN! —dijo Bobbie.

—¡BIEN! —dijo Phyllis.

—¿Qué diablos significa eso? —preguntó Peter, pero no esperaba respuesta.

—No lo sé —dijo Bobbie—. Tal vez el viejo caballero le dijo a la gente de su estación que nos buscaran y nos saludaran. ¡Sabía que nos gustaría!

Curiosamente, eso fue precisamente lo que ocurrió. El viejo caballero, que era muy conocido y respetado en su estación, había llegado allí temprano aquella mañana, y había esperado en la puerta donde el joven sostiene la interesante máquina que corta los billetes, y había dicho algo a cada uno de los pasajeros que pasaban por esa puerta. Y después de asentir a lo que el viejo caballero había dicho (y los asentimientos expresaban todos los matices de sorpresa, interés, duda, alegre placer y malhumorado acuerdo), cada pasajero había ido al andén y leído una parte determinada de su periódico. Y cuando los pasajeros subieron al tren, contaron a los otros pasajeros que ya estaban allí lo que había dicho el viejo caballero, y entonces los otros pasajeros también miraron sus periódicos y parecían muy asombrados y, sobre todo, complacidos. Luego, cuando el tren pasó junto a la cerca donde estaban los tres niños, los periódicos, las manos y los pañuelos se agitaron como locos, hasta que todo aquel lado del tren se llenó de blanco, como las imágenes de la coronación del Rey en la biografía de Maskelyne y Cook. A los niños casi les parecía que el propio tren estaba vivo y que por fin respondía al amor que ellos le habían dado con tanta generosidad y durante tanto tiempo. 

—¡Es extraordinariamente raro! —dijo Peter. 

—¡Muy extraño! —Phyllis se hizo eco. Pero Bobbie dijo:

—¿No les parece que el saludo del viejo caballero parecía más significativo de lo habitual?

—No —dijeron los demás.

—A mí sí —dijo Bobbie—. Me pareció que intentaba explicarnos algo con su periódico.

—¿Explicar qué? —preguntó Peter, no sin naturalidad.

—No lo sé —respondió Bobbie—, pero me siento muy rara. Me siento exactamente como si algo fuera a suceder.

—Lo que va a pasar —dijo Peter—, es que a Phyllis se le va a caer la media.

Esto era demasiado cierto. El tirante había cedido con la agitación de los saludos al 9:15. El pañuelo de Bobbie sirvió de primeros auxilios a los heridos, y todos se fueron a casa.

Aquel día las lecciones le resultaron a Bobbie más difíciles de lo habitual. De hecho, se avergonzó a sí misma tan profundamente por una suma bastante simple sobre la división de 48 libras de carne y 36 libras de pan entre 144 niños hambrientos, que Mamá la miró con ansiedad.

—¿No te encuentras bien, querida? —preguntó.

—No lo sé —fue la inesperada respuesta de Bobbie—. No sé cómo me siento. No es que sea perezosa. Madre, ¿me dejas faltar a clase hoy? Me siento como si quisiera estar sola.

—Sí, claro que te dejaré —dijo Madre—, pero…

A Bobbie se le cayó la pizarra. Se rompió justo por la pequeña marca verde, tan útil para dibujar patrones, y ya no volvió a ser la misma pizarra. Sin esperar a recogerla, salió corriendo. Mamá la sorprendió en el vestíbulo buscando a ciegas su sombrero de jardín entre los impermeables y los paraguas.

—¿Qué pasa, cariño? —dijo Madre—. No te sientes mal, ¿verdad?

—No lo sé —contestó Bobbie, un poco sin aliento—, pero quiero estar sola y ver si mi cabeza está realmente tonta y mi interior todo retorcido.

—¿No sería mejor que te acostaras? —dijo Mamá, apartándole el pelo de la frente.

—Estaría más viva en el jardín, creo —dijo Bobbie.

Pero no podía quedarse en el jardín. Las caléndulas, las ásteres y las rosas tardías parecían estar esperando a que ocurriera algo. Era uno de esos días tranquilos y brillantes de otoño, cuando todo parece estar esperando.

Bobbie no podía esperar.

—Bajaré a la estación —dijo—, hablaré con Perks y le preguntaré por el niño del señalero.

Así que bajó. Por el camino se cruzó con la anciana de la oficina de correo, que le dio un beso y un abrazo, pero, para sorpresa de Bobbie, ninguna palabra, excepto:

—Dios te bendiga, amor —y, luego de una pausa—, corre, vete.

El niño del pañero, que a veces se había mostrado poco menos que cortés y poco más que despectivo, se tocó ahora la gorra y pronunció estas notables palabras:

—Buenos días, Señorita, estoy seguro…

El herrero, que se acercaba con un periódico abierto en la mano, era aún más extraño en sus modales. Sonrió ampliamente, aunque, por regla general, era un hombre poco dado a las sonrisas, y agitó el periódico mucho antes de acercarse a ella. Y al pasar junto a ella le dijo, en respuesta a su “Buenos días”:

—Buenos día a ti, Señorita, ¡y muchos de ellos! Te deseo alegría, de verdad.

—¡Oh! —se dijo Bobbie, y su corazón aceleró sus latidos—. ¡Algo va a suceder! Lo sé, todo el mundo está tan raro, como en sueños. 

El Jefe de Estación le estrechó la mano con cariño. De hecho, la movió arriba y abajo como si fuera la manivela de una bomba. Pero no le dio ninguna razón para este saludo inusualmente entusiasta. Sólo dijo:

—El tren de las 11.54 llega un poco tarde, Señorita, por el exceso de equipaje en estas vacaciones —y se marchó rápidamente a su Templo interior, donde ni siquiera Bobbie se atrevía a seguirlo.

Perks no aparecía, y Bobbie compartió la soledad del andén con el Gato de la Estación. Esta dama hosca, normalmente de carácter retraído, vino hoy a frotarse contra las medias marrones de Bobbie con el lomo arqueado, agitando la cola y emitiendo ronroneos reverberantes. 

—¡Caramba! —dijo Bobbie, inclinándose para acariciarla—. ¡Qué amables son todos hoy! Incluso tú, Pussy.

Perks no apareció hasta que dieron la señal de las 11.54, y entonces, como todo el mundo aquella mañana, llevaba un periódico en la mano.

—¡Hola! Aquí estás, Bueno, si ESTE es el tren, ¡será algo digno de ver! Que Dios te bendiga, querida. Lo veo en el periódico, ¡y no creo haberme alegrado tanto de nada en todos mis días de nacido! —miró a Bobbie un momento y luego dijo—. ¡Uno que debo tener, Señorita! Y sin ofender, lo sé, en un día como este —y con eso la besó, primero en una mejilla y luego en la otra.

—No te habrás ofendido, ¿verdad? —preguntó ansioso—. ¿No me he tomado demasiada libertad? En un día como hoy, ya sabes…

—No, no —dijo Bobbie—, por supuesto que no es una libertad, querido Señor Perks; lo queremos tanto como si fuera un tío nuestro; pero, ¿un día como CUÁL?

—¡Como este! —dijo Perks—. ¿No te dije que lo vi en el periódico?

—¿Ver QUÉ en el periódico? —preguntó Bobbie, pero el tren de las 11:54 ya estaba entrando en la estación y el Jefe de Estación estaba mirando a todos los sitios donde Perks no estaba y debía haber estado.

Bobbie se quedó sola, el Gato de la Estación la observaba desde debajo del banco con sus amistosos ojos dorados.

Por supuesto que ya sabes exactamente lo que iba a pasar. Bobbie no era tan lista. Tenía la vaga, confusa y expectante sensación que acude al corazón de uno en sueños. No puedo decir qué esperaba su corazón; tal vez lo mismo que tú y yo sabemos que iba a suceder; pero su mente no esperaba nada; estaba casi en blanco, y no sentía más que cansancio y estupidez y una sensación de vacío, como la que tiene tu cuerpo cuando has dado un largo paseo y ya ha pasado la hora de cenar.

Sólo tres personas salieron a las 11.54. La primera era un campesino con dos cajas llenas de pollos vivos que asomaban ansiosamente sus cabezas rojizas a través de los barrotes de mimbre; la segunda era la señorita Peckitt, prima de la mujer del tendero, con una caja de hojalata y tres paquetes de papel de estraza; y la tercera… 

—Oh, ¡mi Papá, mi Papi! —aquel grito se clavó como un cuchillo en el corazón de todos los que viajaban en el tren, y la gente sacó la cabeza por las ventanillas para ver a un hombre alto y pálido, con los labios en una delgada línea cerrada, y a una niña que se aferraba a él con brazos y piernas, mientras los brazos de él la rodeaban con fuerza.

* * * * * *

—Sabía que algo maravilloso estaba por suceder —dijo Bobbie, mientras subían por la carretera—, pero no pensé que fuera a ser esto. Oh, mi Papá, mi Papá.

—¿Entonces Mamá no recibió mi carta? —preguntó Padre.

—No había ninguna carta esta mañana. ¡Oh, Papá! Eres tú de verdad, ¿no?

El apretón de una mano que no había olvidado le aseguró que así era.

—Debes entrar tú sola, Bobbie, y decirle a Mamá en voz baja que todo está bien. Han atrapado al hombre que lo hizo. Ahora todo el mundo sabe que no fue tu Papá.

—Siempre supe que no habías sido tú —dijo Bobbie—. Yo, Mamá y nuestro viejo caballero.

—Sí —dijo—, todo es obra suya. Madre me escribió y me dijo que te habías enterado. Y me contó lo que habías sido para ella. ¡Mi propia niña!

Se detuvieron un momento.

Y ahora los veo cruzando el campo. Bobbie entra en casa, tratando de evitar que sus ojos hablen antes de que sus labios hayan encontrado las palabras adecuadas para decirle a Mamá en voz baja que la pena, la lucha y la despedida han terminado, y que Papá ha vuelto a casa.

Veo al Padre paseando por el jardín, esperando, esperando. Está mirando las flores, y cada flor es un milagro para unos ojos que todos estos meses de primavera y verano sólo han visto losas y grava y un poco de hierba a regañadientes. Pero sus ojos se vuelven hacia la casa. Y en un momento abandona el jardín y se detiene ante la puerta más cercana. Es la puerta trasera y, al otro lado del patio, las golondrinas vuelan en círculos. Se preparan para huir de los vientos fríos y las heladas a la tierra donde siempre es verano. Son las mismas golondrinas para las que los niños construyeron nidos de barro.

Ahora se abre la puerta de la casa. La voz de Bobbie llama:

—¡Ven, Papá! ¡Entra!

Entra y la puerta se cierra. Creo que no abriremos la puerta ni lo seguiremos. Creo que ahora no nos quieren allí. Creo que lo mejor será que nos vayamos rápido y en silencio. Al final del campo, entre las finas espigas doradas de la hierba, las campanillas, las rosas gitanas y la hierba de San Juan, podemos echar un último vistazo, por encima del hombro, a la casa blanca donde ni nosotros ni nadie nos quiere ahora.


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