Ana De Las Tejas Verdes (Libro Completo)

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CapĆ­tulo 1: La Sra. Rachel Lynde se sorprende

Mrs. Rachel Lynde vivĆ­a justo donde el camino principal de Avonlea se adentraba en una pequeƱa hondonada, bordeada de alisos y alhelĆ­es y atravesada por un arroyo que nacĆ­a en los bosques de la antigua casa de Cuthbert; TenĆ­a fama de ser un arroyo intrincado y precipitado en su primer recorrido por aquellos bosques, con oscuros secretos de pozas y cascadas; pero cuando llegó a Lynde’s Hollow era un arroyuelo tranquilo y bien dirigido, pues ni siquiera un arroyo podĆ­a pasar por delante de la puerta de Mrs. Rachel Lynde sin la debida consideración por la decencia y el decoro; probablemente era consciente de que la seƱora Rachel estaba sentada en su ventana, vigilando atentamente todo lo que pasaba, desde los arroyos hasta los niƱos, y que si notaba algo extraƱo o fuera de lugar no descansarĆ­a hasta haber averiguado los porquĆ©s.

Hay muchas personas, en Avonlea y fuera de ella, que pueden ocuparse de los asuntos de sus vecinos a fuerza de descuidar los suyos propios; pero la seƱora Rachel Lynde era una de esas criaturas capaces que pueden ocuparse de sus propios asuntos y de los de otras personas. Era una notable ama de casa; su trabajo siempre estaba hecho y bien hecho; “dirigĆ­a” el CĆ­rculo de Costura, ayudaba a dirigir la escuela dominical y era el mayor apoyo de la Sociedad de Ayuda a la Iglesia y de la Auxiliar de Misiones Extranjeras.

Sin embargo, con todo esto, la seƱora Rachel encontraba tiempo de sobra para sentarse durante horas junto a la ventana de su cocina, tejiendo colchas de “urdimbre de algodón” -habĆ­a tejido diecisĆ©is, como solĆ­an contar las amas de casa de Avonlea con voz asombrada- y vigilando atentamente la carretera principal que cruzaba la hondonada y ascendĆ­a por la empinada colina roja que habĆ­a mĆ”s allĆ”. Puesto que Avonlea ocupaba una pequeƱa penĆ­nsula triangular que se adentraba en el golfo de San Lorenzo, con agua a ambos lados, cualquiera que saliera de ella o entrara en ella tenĆ­a que pasar por el camino de la colina y asĆ­ sortear el guante invisible del ojo que todo lo veĆ­a de la seƱora Rachel.

Estaba sentada allĆ­ una tarde de principios de junio. El sol entraba por la ventana, cĆ”lido y brillante; el huerto, en la ladera bajo la casa, estaba en un florecimiento nupcial de color blanco rosado, zumbado por una mirĆ­ada de abejas. Thomas Lynde -un hombrecillo manso al que los habitantes de Avonlea llamaban “el marido de Rachel Lynde”- estaba sembrando sus nabos tardĆ­os en el campo de la colina, mĆ”s allĆ” del granero; y Matthew Cuthbert deberĆ­a haber estado sembrando los suyos en el gran campo del arroyo rojo, junto a Tejas Verdes. La seƱora Rachel lo sabĆ­a porque la noche anterior le habĆ­a oĆ­do decir a Peter Morrison en la tienda de William J. Blair, en Carmody, que tenĆ­a intención de sembrar sus nabos al dĆ­a siguiente por la tarde. Peter le habĆ­a preguntado, por supuesto, ya que Matthew Cuthbert nunca habĆ­a dado información voluntaria sobre nada en toda su vida.

Y, sin embargo, allí estaba Matthew Cuthbert, a las tres y media de la tarde de un día ajetreado, conduciendo plÔcidamente por la hondonada y subiendo la colina; ademÔs, llevaba un cuello blanco y su mejor traje, prueba evidente de que salía de Avonlea; y tenía la calesa y la yegua alazana, lo que indicaba que se dirigía a una distancia considerable. Ahora bien, ¿adónde iba Matthew Cuthbert y por qué iba allí?

Si hubiera sido cualquier otro hombre de Avonlea, la señora Rachel, uniendo hÔbilmente esto y aquello, podría haber dado una buena respuesta a ambas preguntas. Pero Matthew salía tan raramente de casa que debía ser algo apremiante e inusual lo que le llevaba; era el hombre mÔs tímido del mundo y odiaba tener que ir entre extraños o a cualquier lugar donde pudiera tener que hablar. Matthew, vestido con cuello blanco y conduciendo una calesa, era algo que no ocurría a menudo. La Sra. Rachel, por mÔs que ponderó, no pudo hacer nada al respecto y su tarde de diversión se echó a perder.

“IrĆ© a Tejas Verdes despuĆ©s del tĆ© y le preguntarĆ© a Marilla adónde ha ido y por quĆ©”, concluyó finalmente la digna mujer. “Generalmente no va al pueblo en esta Ć©poca del aƱo y nunca va de visita; si se le hubiera acabado la semilla de nabo no se vestirĆ­a y cogerĆ­a la calesa para ir a por mĆ”s; no conducĆ­a lo bastante deprisa como para ir a buscar a un mĆ©dico. Sin embargo, algo debe haber sucedido desde anoche para que se pusiera en marcha. Estoy totalmente desconcertada, eso es lo que pasa, y no tendrĆ© ni un minuto de paz mental o de conciencia hasta que sepa quĆ© se ha llevado hoy a Matthew Cuthbert fuera de Avonlea”.

En consecuencia, despuĆ©s del tĆ©, la seƱora Rachel se puso en camino; no tenĆ­a que ir muy lejos; la casa grande, rampante y llena de huertos donde vivĆ­an los Cuthbert estaba a apenas un cuarto de milla de Lynde’s Hollow. Sin duda, el largo sendero lo hacĆ­a bastante mĆ”s lejos. El padre de Matthew Cuthbert, tan tĆ­mido y silencioso como su hijo despuĆ©s de Ć©l, se habĆ­a alejado todo lo posible de sus semejantes sin retirarse realmente a los bosques cuando fundó su granja. Tejas Verdes se construyó en el extremo mĆ”s alejado de su terreno despejado y allĆ­ permanecĆ­a hasta el dĆ­a de hoy, apenas visible desde la carretera principal a lo largo de la cual todas las demĆ”s casas de Avonlea estaban tan sociablemente situadas. La seƱora Rachel Lynde no llamaba en absoluto vivir a vivir en un lugar asĆ­.

“Sólo es quedarse, eso es lo que es”, dijo mientras caminaba por el profundo sendero de hierba bordeado de rosales silvestres. “No es de extraƱar que Matthew y Marilla estĆ©n un poco raros, viviendo aquĆ­ solos. Los Ć”rboles no son una gran compaƱƭa, aunque si lo fueran habrĆ­a suficientes. PreferirĆ­a mirar a la gente. Parecen contentos, pero supongo que estĆ”n acostumbrados. Un cuerpo puede acostumbrarse a cualquier cosa, incluso a ser ahorcado, como dijo el irlandĆ©s”.

Con estas palabras, la señora Rachel salió del camino y entró en el patio trasero de Tejas Verdes. Aquel patio era muy verde, pulcro y preciso, rodeado por un lado de grandes sauces patriarcales y por el otro de primorosos lombardos. No se veía ni un palo ni una piedra sueltos, pues la señora Rachel los habría visto si los hubiera habido. En privado opinaba que Marilla Cuthbert barría aquel patio tan a menudo como barría su casa. Se podría haber comido una comida del suelo sin rebosar el proverbial picotazo de suciedad.

La señora Rachel llamó a la puerta de la cocina y entró cuando se lo pidieron. La cocina de Tejas Verdes era un apartamento alegre, o habría sido alegre si no hubiera estado tan penosamente limpia como para darle el aspecto de un salón en desuso. Sus ventanas daban al este y al oeste; por la del oeste, que daba al patio trasero, entraba un torrente de suave luz solar de junio; pero la del este, desde la que se divisaban los cerezos blancos en flor del huerto de la izquierda y los esbeltos abedules que cabeceaban en la hondonada junto al arroyo, estaba cubierta por una maraña de enredaderas. Allí estaba sentada Marilla Cuthbert, cuando se sentaba, siempre un poco recelosa de la luz del sol, que le parecía algo demasiado danzante e irresponsable para un mundo que debía tomarse en serio; y allí estaba sentada ahora, tejiendo, y la mesa detrÔs de ella estaba preparada para la cena.

La señora Rachel, antes de cerrar la puerta, había tomado nota mental de todo lo que había en la mesa. Había tres platos, de modo que Marilla debía de estar esperando a alguien en casa con Matthew para tomar el té; pero los platos eran cotidianos y sólo había confituras de cangrejo y manzana y un tipo de pastel, de modo que la compañía esperada no podía ser ninguna en particular. ¿Y qué decir del cuello blanco de Matthew y de la yegua alazana? La señora Rachel se estaba mareando bastante con este insólito misterio sobre la tranquila y poco misteriosa Tejas Verdes.

“Buenas noches, Rachel”, dijo Marilla enĆ©rgicamente. “Hace una noche estupenda, Āæverdad? ĀæQuieres sentarte? ĀæCómo estĆ”n tus padres?”

Algo que, a falta de otro nombre, podrƭa llamarse amistad, existƭa y siem- pre habƭa existido entre Marilla Cuthbert y la seƱora Rachel, a pesar de -o tal vez debido a- su diferencia.

Marilla era una mujer alta y delgada, con Ɣngulos y sin curvas; su cabello oscuro mostraba algunas mechas grises y siempre estaba recogido en un pequeƱo nudo duro por detrƔs con dos horquillas de alambre clavadas agresivamente a travƩs de Ʃl. Parecƭa una mujer de experiencia estrecha y conciencia rƭgida, que lo era; pero habƭa algo salvador en su boca que, si se hubiera desarrollado ligeramente, podrƭa haberse considerado indicativo de sentido del humor.

“Todos estamos bastante bien”, dijo la seƱora Rachel. “Sin embargo, temĆ­a que no lo estuvierais cuando vi a Matthew salir hoy. PensĆ© que tal vez iba al mĆ©dico”.

Los labios de Marilla se movieron comprensivamente. HabĆ­a esperado que la Sra. Rachel se levantara; sabĆ­a que ver a Matthew alejarse tan inexplicablemente serĆ­a demasiado para la curiosidad de su vecina.

“Oh, no, estoy bastante bien aunque ayer tuve un fuerte dolor de cabeza”, dijo. “Matthew fue a Bright River. Vamos a traer a un niƱo de un asilo de huĆ©rfanos de Nueva Escocia y vendrĆ” en el tren esta noche.”

Si Marilla hubiera dicho que Matthew había ido a Bright River a encontrarse con un canguro de Australia, la señora Rachel no podría haberse quedado mÔs asombrada. Se quedó muda durante cinco segundos. Era inimaginable que Marilla se estuviera burlando de ella, pero la señora Rachel se vio casi obligada a suponerlo.

“ĀæHablas en serio, Marilla?”, preguntó cuando recobró la voz.

“SĆ­, por supuesto”, dijo Marilla, como si traer chicos de los asilos de huĆ©rfanos de Nueva Escocia formara parte del trabajo habitual de primavera en cualquier granja Avonlea bien regulada en lugar de ser una innovación inaudita.

La señora Rachel sintió que había recibido una fuerte sacudida mental. Pensó en signos de exclamación. ”Un niño! Precisamente Marilla y Matthew Cuthbert adoptando a un niño. De un asilo de huérfanos. El mundo estaba patas arriba. ”No se sorprendería de nada después de esto! ”De nada!

“ĀæQuĆ© demonios te ha metido semejante idea en la cabeza?”, preguntó con desaprobación.

Aquello se habĆ­a hecho sin pedirle consejo, y por fuerza debĆ­a ser desaprobado.

“Bueno, hemos estado pensando en ello durante algĆŗn tiempo, todo el invierno de hecho”, respondió Marilla. “La seƱora Alexander Spencer estuvo aquĆ­ un dĆ­a antes de Navidad y dijo que iba a traer a una niƱa del asilo de Hopetown en primavera. Su prima vive allĆ­ y la seƱora Spencer la ha visitado y lo sabe todo. AsĆ­ que Matthew y yo lo hemos hablado de vez en cuando desde entonces. Pensamos en tener un niƱo. Matthew se estĆ” haciendo

mayor, ya sabes, tiene sesenta aƱos, y ya no es tan Ć”gil como antes. Su corazón le da muchos problemas. Y ya sabes lo difĆ­cil que tiene que ser conseguir ayuda contratada. No hay nadie mĆ”s que esos francesitos estĆŗpidos y medio crecidos, y en cuanto consigues que uno se familiarice con tus costumbres y aprenda algo, se marcha a las conserveras de langosta o a Estados Unidos. Al principio Matthew me sugirió un chico Barnado. Pero le dije que no. Pueden estar bien -no digo que no lo estĆ©n-, pero para mĆ­ nada de Ć”rabes de las calles de Londres’, dije. Dame un nativo al menos. HabrĆ” un riesgo, no importa quiĆ©n nos toque. Pero me sentirĆ© mĆ”s tranquilo y dormirĆ© mĆ”s tranquilo por las noches si conseguimos un canadiense de nacimiento”. AsĆ­ que al final decidimos pedirle a la Sra. Spencer que nos eligiera uno cuando fuera a buscar a su hijita. La semana pasada nos enteramos de que iba a ir, asĆ­ que le enviamos un mensaje a travĆ©s de los amigos de Richard Spencer en Carmody para que nos trajera un niƱo inteligente y probable de unos diez u once aƱos. Decidimos que Ć©sa serĆ­a la mejor edad, lo bastante mayor para ser Ćŗtil en las tareas domĆ©sticas y lo bastante joven para ser educado adecuadamente. Queremos darle un buen hogar y una buena educación. Hoy recibimos un telegrama de la seƱora Alexander Spencer -el cartero lo trajo de la estación- diciendo que venĆ­an en el tren de las cinco y media de la noche. AsĆ­ que Matthew fue a Bright River a recibirlo. La Sra. Spencer lo dejarĆ” allĆ­. Por supuesto, ella misma va a la estación de White Sands”.

La señora Rachel se enorgullecía de decir siempre lo que pensaba; proce- dió a decirlo ahora, habiendo ajustado su actitud mental a esta sorprendente noticia.

“Bueno, Marilla, te dirĆ© sin rodeos que creo que estĆ”s haciendo una cosa muy tonta, una cosa arriesgada, eso es lo que pasa. No sabes lo que te espera. EstĆ”s trayendo a un niƱo extraƱo a tu casa y no sabes nada de Ć©l, ni cómo es su carĆ”cter, ni quĆ© clase de padres tuvo, ni cómo puede llegar a ser. La semana pasada leĆ­ en el periódico que un hombre y su esposa, al oeste de la isla, sacaron a un niƱo de un asilo de huĆ©rfanos y Ć©l prendió fuego a la casa por la noche -lo hizo a propósito, Marilla- y casi los quema en sus camas. Y conozco otro caso en el que un niƱo adoptado solĆ­a chupar los huevos; no pudieron librarlo de ello. Si me hubieras pedido consejo al respecto -cosa que no hiciste, Marilla-, te habrĆ­a dicho que, por piedad, no pensaras en se- mejante cosa”.

El consuelo de Job no pareció ofender ni alarmar a Marilla. Siguió tejiendo con firmeza.

“No niego que hay algo en lo que dices, Rachel. Yo tambiĆ©n he tenido algunos reparos. Pero Matthew estaba muy empeƱado en ello. Me di cuenta y cedĆ­. Es tan raro que Matthew se proponga algo que cuando lo hace siempre siento que es mi deber ceder. Y en cuanto al riesgo, hay riesgos en casi todo lo que uno hace en este mundo. Hay riesgos en que la gente tenga sus propios hijos, si llega el caso; no siempre salen bien. AdemĆ”s, Nueva Escocia estĆ” muy cerca de la isla. No es como si lo trajĆ©ramos de Inglaterra o Estados Unidos. No puede ser muy diferente de nosotros”.

“Bueno, espero que salga bien”, dijo la seƱora Rachel en un tono que indicaba claramente sus dolorosas dudas. “No diga que no se lo advertĆ­ si quema Tejas Verdes o pone estricnina en el pozo; oĆ­ de un caso en New Brunswick en el que un niƱo huĆ©rfano de un asilo hizo eso y toda la familia murió en espantosas agonĆ­as. Sólo que en ese caso era una niƱa”.

“Bueno, no vamos a tener una niƱa”, dijo Marilla, como si envenenar pozos fuera un logro puramente femenino y no debiera temerse en el caso de un niƱo. “JamĆ”s se me ocurrirĆ­a criar a una niƱa. Me asombra que la seƱora Alexander Spencer lo haga. Pero allĆ­, ella no se encogerĆ­a de adoptar un asilo de huĆ©rfanos entero si lo tomara en su cabeza.”

A la señora Rachel le hubiera gustado quedarse hasta que Matthew volviera a casa con su huérfana importada. Pero pensando que pasarían al menos dos horas antes de su llegada, decidió ir a casa de Robert Bell y darles la noticia. Sin duda causaría sensación, y a la señora Rachel le encantaba causar sensación. Así que se marchó, en cierto modo para alivio de Marilla, pues ésta sentía que sus dudas y temores revivían bajo la influencia del pesimismo de la señora Rachel.

“Ā”Vaya, de todas las cosas que han sido o serĆ”n!” exclamó la seƱora Rachel cuando estuvo a salvo en el sendero. “Realmente parece que debo estar soƱando. Bueno, lo siento por esa pobre joven y no me equivoco. Matthew y Marilla no saben nada de niƱos y esperarĆ”n que sea mĆ”s sabio y firme que su propio abuelo, si es que alguna vez tuvo abuelo, lo cual es dudoso. De algĆŗn modo resulta extraƱo pensar en un niƱo en Tejas Verdes; nunca ha habido ninguno allĆ­, porque Matthew y Marilla ya eran mayores cuando se construyó la nueva casa… si es que alguna vez fueron niƱos, lo cual es difĆ­cil de creer cuando uno los mira. Yo no me pondrĆ­a en el lugar de ese huĆ©rfano por nada del mundo. Vaya, pero quĆ© lĆ”stima me da”.

Así dijo la señora Rachel a los rosales silvestres desde la plenitud de su corazón; pero si hubiera podido ver al niño que esperaba pacientemente en la estación de Bright River en aquel mismo momento, su compasión habría sido aún mÔs profunda.


CapĆ­tulo 2: Matthew Cuthbert se sorprende

Matthew Cuthbert y la yegua alazana trotaron cómodamente las ocho millas hasta Bright River. Era un camino muy bonito, que discurría entre granjas acogedoras, de vez en cuando con un poco de bosque de abetos balsÔmicos para atravesar o una hondonada donde los ciruelos silvestres colgaban su floración vaporosa. El aire era dulce con el aliento de muchos huertos de manzanos y los prados se inclinaban en la distancia hacia nieblas de horizonte perla y púrpura; mientras que

“Los pajarillos cantaban como si fuera

El Ćŗnico dĆ­a de verano en todo el aƱo”.

Matthew disfrutó del viaje a su manera, excepto en los momentos en que se encontraba con mujeres y tenía que saludarlas con la cabeza, ya que en la Isla del Príncipe Eduardo se supone que hay que saludar con la cabeza a todo el que te encuentras por el camino, tanto si lo conoces como si no.

Matthew temía a todas las mujeres excepto a Marilla y a la señora Rachel; tenía la incómoda sensación de que aquellas misteriosas criaturas se reían de él en secreto. Puede que tuviera razón al pensar así, porque era un personaje de aspecto extraño, con una figura desgarbada y un largo cabello gris que le llegaba hasta los hombros encorvados, y una poblada y suave barba castaña que llevaba desde que tenía veinte años. De hecho, su aspecto a los veinte era muy parecido al que tenía a los sesenta, aunque le faltaba un poco de canicie.

Cuando llegó a Bright River no había señales de ningún tren; pensó que había llegado demasiado pronto, así que ató su caballo en el patio del pequeño hotel de Bright River y se dirigió a la estación. El largo andén estaba casi desierto; el único ser vivo a la vista era una muchacha sentada sobre un montón de tejas en el extremo. Matthew, apenas se percató de que se trataba de una muchacha, pasó a su lado lo mÔs rÔpidamente posible, sin mirarla. Si la hubiera mirado, no habría dejado de notar la tensa rigidez y expectación de su actitud y expresión. Estaba allí sentada esperando algo o a alguien y, como sentarse y esperar era lo único que se podía hacer en aquel momento, se sentó y esperó con todas sus fuerzas.

Matthew encontró al jefe de estación cerrando la taquilla antes de irse a casa a cenar, y le preguntó si el tren de las cinco y media llegaría pronto.

“El tren de las cinco y media llegó y se fue hace media hora”, contestó aquel enĆ©rgico funcionario. “Pero le han dejado un pasajero: una niƱa. EstĆ” sentada en el tejadillo. Le pedĆ­ que pasara a la sala de espera de seƱoras, pero me dijo con gravedad que preferĆ­a quedarse fuera. HabĆ­a mĆ”s espacio para la imaginación”, dijo. Es un caso, dirĆ­a yo”.

“No espero una niƱa”, dijo Matthew sin comprender. “He venido a buscar a un chico. DeberĆ­a estar aquĆ­. La Sra. Alexander Spencer me lo iba a traer de Nueva Escocia”.

El jefe de estación silbó.

“Supongo que hay un error”, dijo. “La Sra. Spencer bajó del tren con esa niƱa y me la entregó. Dijo que usted y su hermana la iban a adoptar de un asilo de huĆ©rfanos y que vendrĆ­a a buscarla enseguida. Eso es todo lo que sĆ©, y no tengo mĆ”s huĆ©rfanos escondidos por aquĆ­”.

“No entiendo”, dijo Matthew con impotencia, deseando que Marilla estuviera a mano para hacer frente a la situación.

“Bueno, serĆ” mejor que interrogues a la chica”, dijo el jefe de estación con despreocupación. “Me atrevo a decir que ella podrĆ” explicarlo; tiene lengua propia, eso es seguro. A lo mejor no les quedaban chicos de la marca que usted querĆ­a”.

Se alejó alegremente, hambriento, y al desdichado Matthew le tocó hacer lo que le resultaba mÔs difícil que barbear a un león en su guarida: acercarse a una chica, una chica extraña, una chica huérfana, y preguntarle por qué no

era un chico. Matthew gimió en espíritu mientras se daba la vuelta y se arrastraba suavemente por el andén hacia ella.

Ella le había estado observando desde que había pasado junto a ella y ahora tenía los ojos puestos en él. Matthew no la estaba mirando y no habría visto cómo era en realidad si lo hubiera hecho, pero un observador ordinario lo habría visto:

Una niña de unos once años, ataviada con un vestido muy corto, muy ajustado y muy feo de wincey gris amarillento. Llevaba un sombrero de marinero marrón descolorido y bajo el sombrero, extendiéndose por su espalda, había dos trenzas de pelo muy espeso y decididamente pelirrojo. Su rostro era pequeño, blanco y delgado, también muy pecoso; su boca era grande y también lo eran sus ojos, que parecían verdes en algunas luces y estados de Ônimo y grises en otros.

Hasta aquí, el observador ordinario; un observador extraordinario podría haber visto que la barbilla era muy puntiaguda y pronunciada; que los grandes ojos estaban llenos de espíritu y vivacidad; que la boca era de labios dulces y expresivos; que la frente era amplia y llena; en resumen, nuestro perspicaz observador extraordinario podría haber llegado a la conclusión de que ningún alma vulgar habitaba el cuerpo de esta mujerniña extraviada de la que el tímido Matthew Cuthbert estaba tan ridículamente asustado.

Matthew, sin embargo, se libró de la prueba de hablar primero, porque tan pronto como ella se dio cuenta de que él se dirigía a ella, se puso de pie, agarrando con una mano delgada y marrón el asa de una raída y anticuada bolsa de alfombra; la otra se la tendió a él.

“Supongo que es usted el seƱor Matthew Cuthbert de Tejas Verdes”, dijo con una voz peculiarmente clara y dulce. “Me alegro mucho de verle. Empezaba a temer que no vinieras a buscarme y me imaginaba todas las cosas que podrĆ­an haber ocurrido para impedĆ­rtelo. HabĆ­a decidido que si no venĆ­as a buscarme esta noche, bajarĆ­a por el camino hasta ese gran cerezo silvestre de la curva y me subirĆ­a a Ć©l para pasar la noche. No tendrĆ­a ningĆŗn miedo, y serĆ­a precioso dormir en un cerezo silvestre todo blanco de flores a la luz de la luna, Āæno crees? PodrĆ­as imaginar que vives en salones de mĆ”rmol, Āæverdad? Y estaba segura de que vendrĆ­as a buscarme por la maƱana, si no lo hacĆ­as esta noche”.

Matthew había cogido torpemente la escuÔlida manita entre las suyas; en ese momento decidió qué hacer. No podía decirle a aquella niña de ojos brillantes que se había equivocado; la llevaría a casa y dejaría que Marilla lo hiciera. De todos modos, no podía dejarla en Bright River, fuera cual fuese el error cometido, de modo que todas las preguntas y explicaciones podían aplazarse hasta que él estuviera a salvo en Tejas Verdes.

“Siento llegar tarde”, dijo tĆ­midamente. “Vamos. El caballo estĆ” en el patio. Dame tu bolsa”.

“Oh, puedo llevarla”, respondió alegremente el niƱo. “No pesa mucho. Llevo todos mis bienes terrenales dentro, pero no pesa. Y si no se lleva de una manera determinada, el asa se sale, asĆ­ que mejor me la quedo porque sĆ© cómo hacerlo. Es una bolsa de alfombra muy vieja. Oh, me alegro mucho de que hayas venido, aunque hubiera sido agradable dormir en un cerezo silvestre. Tenemos que conducir un largo trecho, Āæno? La Sra. Spencer dijo que eran ocho millas. Me alegro porque me encanta conducir. Oh, parece tan maravilloso que vaya a vivir contigo y pertenecerte. Nunca he pertenecido a nadie, no realmente. Pero el manicomio era lo peor. Sólo estuve cuatro meses, pero fueron suficientes. Supongo que nunca has sido huĆ©rfana en un asilo, asĆ­ que no puedes entender lo que es. Es peor que cualquier cosa que puedas imaginar. La Sra. Spencer dijo que era malvado por mi parte hablar asĆ­, pero no querĆ­a ser malvado. Es tan fĆ”cil ser malvada sin saberlo, Āæno? Eran buenos, la gente del asilo. Pero hay tan poco espacio para la imaginación en un asilo, sólo en los otros huĆ©rfanos. Era muy interesante imaginar cosas sobre ellos, imaginar que tal vez la chica que se sentaba a tu lado era realmente la hija de un conde con cinturón, que habĆ­a sido robada a sus padres en su infancia por una cruel enfermera que murió antes de que pudiera confesar. SolĆ­a quedarme despierto por las noches e imaginar cosas asĆ­, porque no tenĆ­a tiempo durante el dĆ­a. Supongo que por eso estoy tan delgada; estoy terriblemente delgada, Āæverdad? No tengo ni un pico en los huesos. Me encanta imaginar que soy bonita y rellenita, con hoyuelos en los codos”.

Con esto la compañera de Matthew dejó de hablar, en parte porque estaba sin aliento y en parte porque habían llegado a la calesa. No dijo ni una palabra mÔs hasta que salieron del pueblo y descendieron por una empinada colina, cuya parte del camino estaba tan profundamente excavada en el suelo

blando que las orillas, bordeadas de cerezos silvestres en flor y esbeltos abedules blancos, estaban a varios metros por encima de sus cabezas.

La niña extendió la mano y arrancó una rama de ciruelo silvestre que rozó el lateral de la calesa.

“ĀæNo es precioso? ĀæEn quĆ© te ha hecho pensar ese Ć”rbol, asomado a la orilla, blanco y encaje?”, preguntó.

“Bueno, no lo sĆ©”, dijo Matthew.

“En una novia, por supuesto, una novia toda de blanco con un precioso velo vaporoso. Nunca he visto una, pero puedo imaginarme cómo serĆ­a. Yo nunca espero ser una novia. Soy tan fea que nadie querrĆ” casarse conmigo, a menos que sea un misionero extranjero. Supongo que un misionero extranjero no serĆ­a muy exigente. Pero espero tener algĆŗn dĆ­a un vestido blanco. Ese es mi mayor ideal de felicidad terrenal. Me encanta la ropa bonita. Y nunca he tenido un vestido bonito en mi vida, que yo recuerde; pero, por supuesto, eso es lo que mĆ”s espero, Āæno? Y entonces puedo imaginar que estoy vestida maravillosamente. Esta maƱana, cuando salĆ­ del asilo, me sentĆ­ tan avergonzada porque tenĆ­a que llevar este horrible y viejo vestido. Todas las huĆ©rfanas tenĆ­an que llevarlos, ya sabes. Un comerciante de Hopeton donó el invierno pasado trescientas yardas de wincey al asilo. Algunos decĆ­an que era porque no podĆ­a venderlo, pero yo preferirĆ­a creer que fue por la bondad de su corazón, Āæno crees? Cuando subimos al tren sentĆ­ como si todo el mundo me estuviera mirando y compadeciĆ©ndose de mĆ­. Pero me puse manos a la obra y me imaginĆ© que llevaba un vestido de seda azul pĆ”lido -porque cuando uno imagina, tambiĆ©n puede imaginar algo que merezca la pena- y un gran sombrero lleno de flores y penachos, un reloj de oro, guantes de seda y botas. Me animĆ© enseguida y disfrutĆ© de mi viaje a la isla con todas mis fuerzas. No me sentĆ­ nada mal al venir en el barco. Tampoco la seƱora Spencer, aunque generalmente lo estĆ”. Dijo que no habĆ­a tenido tiempo de marearse, vigilando que yo no me cayera por la borda. Dijo que nunca me habĆ­a visto por ahĆ­ merodeando. Pero si eso evitó que se mareara, fue una lĆ”stima que yo merodeara, Āæno? Y querĆ­a ver todo lo que se podĆ­a ver en ese barco, porque no sabĆ­a si volverĆ­a a tener otra oportunidad. Ā”Oh, hay muchos mĆ”s cerezos en flor! Esta isla es el lugar mĆ”s florido. Ya me encanta, y estoy tan contenta de vivir aquĆ­. Siempre habĆ­a oĆ­do que la Isla del PrĆ­ncipe Eduardo era el lugar mĆ”s bonito del mundo, y solĆ­a imaginarme

que vivĆ­a aquĆ­, pero nunca pensĆ© que lo harĆ­a. Es encantador cuando tus imaginaciones se hacen realidad, Āæverdad? Pero esas carreteras rojas son muy divertidas. Cuando subimos al tren en Charlottetown y empezaron a pasar las carreteras rojas, le preguntĆ© a la seƱora Spencer quĆ© las hacĆ­a rojas y me dijo que no lo sabĆ­a y que, por piedad, no le hiciera mĆ”s preguntas. Me dijo que ya le habĆ­a hecho mil. Supongo que yo tambiĆ©n, pero Āæcómo vas a enterarte de las cosas si no haces preguntas? ĀæY quĆ© hace que las carreteras sean rojas?”

“Pues no lo sĆ©”, dijo Matthew.

“Bueno, Ć©sa es una de las cosas que habrĆ” que averiguar alguna vez. ĀæNo es maravilloso pensar en todas las cosas que hay por descubrir? Me hace sentir feliz de estar vivo, es un mundo tan interesante. No serĆ­a ni la mitad de interesante si lo supiĆ©ramos todo, Āæverdad? Entonces no habrĆ­a lugar para la imaginación, Āæverdad? ĀæPero hablo demasiado? La gente siempre me dice que sĆ­. ĀæPreferirĆ­as que no hablara? Si tĆŗ lo dices, paro. Puedo parar cuando me lo propongo, aunque es difĆ­cil”.

Matthew, para su propia sorpresa, estaba disfrutando. Como la mayorĆ­a de la gente tranquila, le gustaban las personas habladoras cuando estaban dispuestas a hablar ellas mismas y no esperaban que Ć©l cumpliera con su parte. Pero nunca habĆ­a esperado disfrutar de la compaƱƭa de una niƱa. Las mujeres ya eran malas en conciencia, pero las niƱas eran peores. Detestaba la manera que tenĆ­an de pasar a su lado tĆ­midamente, con miradas de reojo, como si esperaran que se las tragara de un bocado si se atrevĆ­an a decir una palabra. Este era el tipo de niƱa bien educada de Avonlea. Pero esta bruja pecosa era muy diferente, y aunque a Ć©l le resultaba bastante difĆ­cil para su lenta inteligencia seguir el ritmo de sus enĆ©rgicos procesos mentales, pensó que “en cierto modo le gustaba su parloteo”. AsĆ­ que dijo tan tĆ­midamente como de costumbre:

“Oh, puedes hablar todo lo que quieras. No me importa”.

“Oh, me alegro mucho. SĆ© que tĆŗ y yo nos vamos a llevar muy bien. Es un alivio poder hablar cuando uno quiere y que no te digan que a los niƱos hay que verlos y no oĆ­rlos. Eso me lo han dicho un millón de veces si una vez. Y la gente se rĆ­e de mĆ­ porque uso grandes palabras. Pero si tienes grandes ideas tienes que usar grandes palabras para expresarlas, Āæno?”.

“Bueno, eso parece razonable”, dijo Matthew.

“La seƱora Spencer dijo que mi lengua debĆ­a de estar colgada por la mitad. Pero no lo estĆ”; estĆ” firmemente sujeta en un extremo. La seƱora Spencer dijo que tu casa se llamaba Tejas Verdes. Le preguntĆ© todo al respecto. Y dijo que habĆ­a Ć”rboles alrededor. Me alegrĆ© mĆ”s que nunca. Me encantan los Ć”rboles. Y no habĆ­a ninguno en todo el asilo, sólo unos pobres enanos en el frente con pequeƱas cosas encaladas y enjauladas. Aquellos Ć”rboles parecĆ­an huĆ©rfanos. Me daban ganas de llorar al mirarlos. SolĆ­a decirles: “Ā”Pobrecitos! Si estuvierais en un gran bosque con otros Ć”rboles a vuestro alrededor y musgos y campanillas creciendo sobre vuestras raĆ­ces y un arroyo no muy lejos y pĆ”jaros cantando en vuestras ramas, podrĆ­ais crecer, Āæverdad? Pero donde estĆ”s no puedes. SĆ© exactamente cómo os sentĆ­s, arbolitos”. Me dio pena dejarlos atrĆ”s esta maƱana. Te encariƱas tanto con cosas asĆ­, Āæverdad? ĀæHay algĆŗn arroyo cerca de Tejas Verdes? OlvidĆ© preguntarle eso a la Sra. Spencer”.

“Pues sĆ­, hay uno justo debajo de la casa”.

“Ā”Impresionante! Siempre ha sido uno de mis sueƱos vivir cerca de un arroyo. Aunque nunca esperĆ© hacerlo. Los sueƱos no suelen hacerse realidad, Āæverdad? ĀæNo serĆ­a bonito que se cumplieran? Pero ahora mismo me siento casi perfectamente feliz. No puedo sentirme exactamente feliz porque… bueno, Āæde quĆ© color llamarĆ­as a esto?”.

Acomodó una de sus largas y brillantes trenzas sobre su delgado hombro y la levantó ante los ojos de Matthew. Matthew no estaba acostumbrado a decidir sobre las tonalidades de las trenzas de las damas, pero en este caso no podía haber muchas dudas.

“Es rojo, Āæverdad?”, dijo.

La muchacha dejo caer la trenza hacia atras con un suspiro que parecia salirle de los dedos de los pies y exhalar todas las penas de los siglos.

“SĆ­, es roja”, dijo resignada. “Ahora ves por quĆ© no puedo ser perfectamente feliz. Nadie podrĆ­a serlo si fuera pelirroja. No me importan tanto las otras cosas: las pecas, los ojos verdes y mi delgadez. Puedo imaginĆ”rmelos. Puedo imaginar que tengo una hermosa tez de hoja de rosa y unos encantadores ojos violeta estrellados. Pero no puedo imaginarme ese pelo rojo. Hago lo que puedo. Pienso: “Ahora mi pelo es de un negro glorioso, negro

como el ala de un cuervo”. Pero todo el tiempo sĆ© que es simplemente rojo, y eso me rompe el corazón. SerĆ” mi pena de por vida. Una vez leĆ­ en una novela sobre una chica que tenĆ­a una pena de por vida, pero no era pelirroja. Su cabello era oro puro ondulando desde su frente de alabastro. ĀæQuĆ© es una frente de alabastro? Nunca pude averiguarlo. ĀæPuedes decĆ­rmelo?”

“Bueno, me temo que no puedo”, dijo Matthew, que se estaba mareando un poco. Se sentĆ­a como se habĆ­a sentido una vez en su temeraria juventud, cuando otro chico le habĆ­a tentado en el tiovivo de un picnic.

“Bueno, fuera lo que fuera debĆ­a de ser algo agradable porque ella era divinamente hermosa. ĀæAlguna vez has imaginado lo que se debe sentir al ser divinamente hermosa?”

“Bueno, no, no lo he hecho”, confesó Matthew ingenuamente.

“Yo sĆ­, a menudo. ĀæQuĆ© preferirĆ­as ser si pudieras elegir: divinamente bello, deslumbrantemente inteligente o angelicalmente bueno?”.

“Bueno, no lo sĆ© exactamente”.

“Yo tampoco. Nunca me decido. Pero no hay mucha diferencia, porque no es probable que yo llegue a ser ninguna de las dos cosas. Es seguro que nunca serĆ© angelicalmente buena. La Sra. Spencer dice… Ā”Oh, Sr. Cuthbert! Ā”Oh, Sr. Cuthbert! “Ā”Oh, Sr. Cuthbert!”

No era eso lo que habĆ­a dicho la seƱora Spencer; ni el niƱo habĆ­a salido dando tumbos de la calesa ni Matthew habĆ­a hecho nada asombroso. Simplemente habĆ­an doblado una curva de la carretera y se encontraban en la “Avenida”.

La “Avenida”, asĆ­ llamada por la gente de Newbridge, era un tramo de carretera de cuatrocientos o quinientos metros de largo, completamente rodeado de enormes manzanos, plantados aƱos atrĆ”s por un viejo y excĆ©ntrico granjero. Por encima habĆ­a un largo dosel de nĆ­veas y fragantes flores. Debajo de las ramas, el aire estaba lleno de un crepĆŗsculo pĆŗrpura y, a lo lejos, un atisbo de cielo pintado al atardecer brillaba como un gran rosetón al final del pasillo de una catedral.

Su belleza pareció dejar muda a la niña. Se recostó en la calesa, con las finas manos entrelazadas y el rostro extasiado ante el blanco esplendor de lo alto. Ni siquiera se movió ni habló cuando ya se habían alejado y descendían por la larga pendiente hacia Newbridge. Aún con el rostro extasiado, contemplaba a lo lejos el atardecer del oeste, con ojos que veían visiones recorriendo espléndidamente aquel fondo resplandeciente. Atravesaron Newbridge, un pueblecito bullicioso donde los perros les ladraban, los ni- ños ululaban y los rostros curiosos se asomaban a las ventanas. Cuando ha- bían dejado atrÔs otras tres millas, la niña no había hablado. Podía guardar silencio, era evidente, con tanta energía como podía hablar.

“Supongo que estĆ”s muy cansada y hambrienta”, aventuró Matthew al fin, explicando su larga visita de mudez con la Ćŗnica razón que se le ocurrió. “Pero ahora no tenemos que ir muy lejos, sólo una milla mĆ”s”.

Ella salió de su ensoñación con un profundo suspiro y lo miró con la mirada soñadora de un alma que se ha estado preguntando a lo lejos, estrellada.

“Oh, seƱor Cuthbert”, susurró, “ese lugar por el que pasamos, ese lugar blanco, ĀæquĆ© era?”.

“Bueno, debes referirte a la Avenida”, dijo Matthew despuĆ©s de unos momentos de profunda reflexión. “Es un lugar muy bonito”.

“ĀæBonito? Oh, bonito no parece la palabra adecuada. Ni tampoco bonito. No van lo suficientemente lejos. Fue maravilloso, maravilloso. Es la primera cosa que he visto que no puede mejorarse con la imaginación. Simplemente me satisfizo aquĆ­ -se puso una mano en el pecho-, me produjo un dolor extraƱo y divertido, y sin embargo fue un dolor agradable. ĀæAlguna vez tuvo un dolor asĆ­, Sr. Cuthbert?”

“Bueno, no recuerdo haberlo tenido nunca.”

“Yo lo tengo muchas veces… siempre que veo algo realmente hermoso. Pero no deberĆ­an llamar a ese hermoso lugar la Avenida. Un nombre asĆ­ no tiene sentido. DeberĆ­an llamarla -dĆ©jame verla VĆ­a Blanca del Deleite. ĀæNo es un nombre imaginativo? Cuando no me gusta el nombre de un lugar o de una persona siempre imagino uno nuevo y siempre pienso asĆ­ de ellos. HabĆ­a una chica en el asilo que se llamaba Hepzibah Jenkins, pero yo siempre me la imaginaba como Rosalia DeVere. Otras personas pueden llamar a ese lugar la Avenida, pero yo siempre lo llamarĆ© la VĆ­a Blanca del Deleite. ĀæRealmente sólo nos queda otra milla antes de llegar a casa? Me alegro y lo siento. Lo lamento porque este viaje ha sido muy agradable y siempre lamento cuando las cosas agradables terminan. Algo aĆŗn mĆ”s agradable puede venir despuĆ©s, pero nunca se puede estar seguro. Y es tan a menudo el caso que no es mĆ”s agradable. Esa ha sido mi experiencia de todos modos. Pero me alegra pensar en volver a casa. Nunca he tenido un verdadero ho- gar desde que tengo memoria. Me da ese agradable dolor de nuevo sólo pensar en llegar a un verdadero hogar. Oh, Ā”quĆ© bonito!”

Habían pasado por la cresta de una colina. Debajo de ellos había un estanque que parecía casi un río, de tan largo y sinuoso que era. Un puente lo cruzaba por la mitad y desde allí hasta su extremo inferior, donde un cinturón de colinas arenosas de color Ômbar lo separaba del golfo azul oscuro que había mÔs allÔ, el agua era una gloria de muchos matices cambiantes: las tonalidades mÔs espirituales del azafrÔn y el rosa y el verde etéreo, con otros tintes evasivos para los que nunca se ha encontrado nombre. Por encima del puente, el estanque se adentraba en las arboledas de abetos y arces y quedaba todo oscuramente translúcido en sus vacilantes sombras. Aquí y allÔ, un ciruelo silvestre se asomaba a la orilla como una muchacha vestida de blanco que se acercara de puntillas a su propio reflejo. De la marisma, en la cabecera del estanque, llegaba el coro claro y lúgubremente dulce de las ranas. Había una casita gris asomando alrededor de un manzanar blanco en una ladera mÔs allÔ y, aunque aún no había oscurecido del todo, una luz brillaba desde una de sus ventanas.

“Es el estanque de Barry”, dijo Matthew.

“Oh, a mĆ­ tampoco me gusta ese nombre. Lo llamarĆ© -dĆ©jame ver -el Lago de las Aguas Brillantes. SĆ­, Ć©se es el nombre correcto. Lo sĆ© por la emoción. Cuando doy con un nombre que encaja exactamente, me emociono. ĀæAlguna vez te emocionan las cosas?”.

reflexionó Matthew.

“Bueno, ahora sĆ­. Siempre me emociona ver esas feas larvas blancas que se meten en los parterres de pepinos. Odio su aspecto”.

“Oh, no creo que pueda ser exactamente el mismo tipo de emoción. ĀæCrees que puede? No parece haber mucha relación entre los pepinos y los lagos de aguas brillantes, Āæverdad? Pero, Āæpor quĆ© los demĆ”s lo llaman el estanque de Barry?”.

“Supongo que porque el seƱor Barry vive allĆ­, en esa casa. Orchard Slope es el nombre de su casa. Si no fuera por ese gran arbusto que hay detrĆ”s se podrĆ­a ver Tejas Verdes desde aquĆ­. Pero tenemos que pasar el puente y rodear la carretera, asĆ­ que estĆ” casi media milla mĆ”s lejos.”

“ĀæTiene el Sr. Barry niƱas pequeƱas? Bueno, tampoco muy pequeƱas, mĆ”s o menos de mi tamaƱo”.

“Tiene una de unos once aƱos. Se llama Diana”.

“Ā”Oh!” con un largo suspiro. “Ā”QuĆ© nombre mĆ”s bonito!”

“Bueno, no sĆ©. Me parece que tiene algo terriblemente pagano. PreferirĆ­a Jane o Mary o algĆŗn nombre sensato como ese. Pero cuando Diana nació habĆ­a un maestro de escuela internado allĆ­ y le dieron el nombre de ella y Ć©l la llamó Diana”.

“OjalĆ” hubiera habido un maestro asĆ­ cuando yo nacĆ­”. Oh, aquĆ­ estamos en el puente. Voy a cerrar bien los ojos. Siempre me da miedo pasar por un puente. No puedo evitar imaginarme que, tal vez, justo cuando lleguemos a la mitad, se arrugue como una navaja y nos pellizque. AsĆ­ que cierro los ojos. Pero siempre tengo que abrirlos cuando creo que nos acercamos a la mitad. Porque, verĆ”s, si el puente se arrugara, me gustarĆ­a verlo arrugarse. Ā”QuĆ© alegre estruendo hace! Siempre me gusta la parte del estruendo. ĀæNo es esplĆ©ndido que haya tantas cosas que gusten en este mundo? Ya estĆ”, hemos terminado. Ahora mirarĆ© hacia atrĆ”s. Buenas noches, querido Lago de las Aguas Brillantes. Siempre le digo buenas noches a las cosas que amo, igual que a la gente. Creo que les gusta. Esa agua parece como si me sonriera”.

Cuando hubieron subido la colina y doblado la esquina, Matthew dijo:

“Ya estamos cerca de casa. Eso de ahĆ­ es Tejas Verdes…”

“Oh, no me digas”, interrumpió ella sin aliento, agarrĆ”ndose a su brazo parcialmente levantado y cerrando los ojos para no ver su gesto. “DĆ©jame adivinar. Estoy segura de que acertarĆ©”.

Abrió los ojos y miró a su alrededor. Estaban en la cima de una colina. Hacía tiempo que el sol se había puesto, pero el paisaje seguía siendo claro a la suave luz del atardecer. Hacia el oeste, una oscura aguja de iglesia se alzaba contra un cielo color de caléndula. Abajo había un pequeño valle y,

mÔs allÔ, una larga ladera que ascendía suavemente, con acogedoras granjas diseminadas a lo largo de ella. Los ojos de la niña iban de una a otra, ansiosos y melancólicos. Por fin se detuvieron en una a la izquierda, lejos de la carretera, tenuemente blanca por los Ôrboles en flor en el crepúsculo de los bosques circundantes. Sobre él, en el cielo inoxidable del sudoeste, una gran estrella blanca como el cristal brillaba como una lÔmpara de guía y promesa.

“Es Ć©sa, Āæverdad?”, dijo seƱalando.

Matthew golpeó con alegría las riendas del alazÔn.

“Ā”Vaya, lo has adivinado! Pero creo que la seƱora Spencer lo describió para que lo supieras”.

“No, no lo hizo, realmente no lo hizo. Todo lo que dijo podrĆ­a haber sido sobre la mayorĆ­a de esos otros lugares. No tenĆ­a ni idea de cómo era. Pero en cuanto lo vi, sentĆ­ que era mi hogar. Oh, parece como si estuviera en un sueƱo. Sabes, mi brazo debe estar negro y azul del codo para arriba, porque me he pellizcado muchas veces hoy. Cada poco tiempo me invadĆ­a una horrible sensación de nĆ”usea y temĆ­a que todo fuera un sueƱo. Entonces me pellizcaba para ver si era real, hasta que de pronto recordĆ© que, aun suponiendo que sólo fuera un sueƱo, era mejor seguir soƱando todo lo que pudiera, y dejĆ© de pellizcarme. Pero es real y ya casi estamos en casa”.

Con un suspiro de Ć©xtasis se sumió en el silencio. Matthew se removió inquieto. Se alegró de que fuera Marilla y no Ć©l quien tuviera que decirle a aquella niƱa abandonada que el hogar que anhelaba no iba a ser suyo despuĆ©s de todo. Atravesaron Lynde’s Hollow, donde ya habĆ­a oscurecido bastante, pero no tanto como para que la seƱora Rachel no pudiera verlos desde la ventana, y subieron la colina hasta el largo camino de Tejas Verdes. Cuando llegaron a la casa, Matthew se encogĆ­a ante la revelación que se acercaba con una energĆ­a que no comprendĆ­a. No pensaba en Marilla ni en sĆ­ mismo, ni en los problemas que probablemente les causarĆ­a aquel error, sino en la decepción de la niƱa. Cuando pensó en aquella luz embelesada que se apagaba en sus ojos, tuvo la incómoda sensación de que iba a ayudar a matar algo, la misma sensación que le invadĆ­a cuando tenĆ­a que matar un cordero o un ternero o cualquier otra criaturita inocente.

El patio estaba bastante oscuro cuando entraron en Ʃl y las hojas de los Ɣlamos crujƭan sedosamente a su alrededor.

“Escucha cómo hablan los Ć”rboles mientras duermen”, susurró ella mientras Ć©l la levantaba hasta el suelo. “Ā”QuĆ© sueƱos tan bonitos deben de tener!”

Luego, agarrando con fuerza la bolsa que contenĆ­a “todos sus bienes terrenales”, le siguió al interior de la casa.


CapĆ­tulo 3: Marilla Cuthbert se sorprende

Marilla se acercó enérgicamente cuando Matthew abrió la puerta. Pero cuando sus ojos se posaron en la pequeña y extraña figura del vestido rígido y feo, con las largas trenzas de pelo rojo y los ojos ansiosos y luminosos, se detuvo en seco, asombrada.

“Matthew Cuthbert, ĀæquiĆ©n es?”, exclamó. “ĀæDónde estĆ” el chico?”

“No habĆ­a ningĆŗn chico”, dijo Matthew desdichadamente. “Sólo estaba ella”.

Señaló con la cabeza a la niña, recordando que ni siquiera le había preguntado su nombre.

“Ā”NingĆŗn niƱo! Pero tenĆ­a que haber un niƱo”, insistió Marilla. “Mandamos decir a la seƱora Spencer que trajera un niƱo”.

“Pues no lo hizo. La trajo a ella. Se lo pedĆ­ al jefe de estación. Y tuve que traerla a casa. No podĆ­a dejarla allĆ­, no importaba dónde se hubiera producido el error”.

“Ā”Bueno, esto es un bonito asunto!”, eyaculó Marilla.

Durante este diÔlogo la niña había permanecido en silencio, con los ojos vagando de uno a otro, toda la animación desapareciendo de su rostro. De pronto pareció comprender el significado de lo que se había dicho. Dejando caer su preciada bolsa de alfombras, se adelantó un paso y juntó las manos.

“Ā”No me quieres!”, gritó. “Ā”No me quieres porque no soy un chico! Me lo esperaba. Nunca nadie me quiso. PodrĆ­a haber sabido que todo era demasiado bonito para durar. PodrĆ­a haber sabido que nadie me querĆ­a de verdad. Oh, ĀæquĆ© voy a hacer? Voy a echarme a llorar”.

Y se echó a llorar. Se sentó en una silla junto a la mesa, extendió los brazos sobre ella y enterró la cara en ellos. Marilla y Matthew se miraron con desprecio al otro lado de la estufa. Ninguno de los dos sabía qué decir o hacer. Finalmente, Marilla intervino cojeando.

“Bueno, bueno, no hay necesidad de llorar tanto por eso”.

“Ā”SĆ­ que hay necesidad!” La niƱa levantó la cabeza rĆ”pidamente, mostrando una cara manchada de lĆ”grimas y labios temblorosos. “TĆŗ tambiĆ©n llorarĆ­as si fueras huĆ©rfano y hubieras llegado a un lugar que creĆ­as que iba a ser tu hogar y te encontraras con que no te querĆ­an porque no eras un niƱo. Oh, Ā”esto es lo mĆ”s trĆ”gico que me ha pasado nunca!”.

Algo parecido a una sonrisa renuente, bastante oxidada por el largo desuso, suavizó la expresión adusta de Marilla.

“Bueno, no llores mĆ”s. No vamos a sacarte fuera esta noche. TendrĆ”s que quedarte aquĆ­ hasta que investiguemos este asunto. ĀæCómo te llamas?”

La niña dudó un momento.

“ĀæQuieres llamarme Cordelia, por favor?”, dijo con impaciencia.

“Ā”Llamarte Cordelia! ĀæEse es tu nombre?”

“No-o-o, no es exactamente mi nombre, pero me encantarĆ­a que me llamaran Cordelia. Es un nombre tan perfectamente elegante”.

“No sĆ© a quĆ© demonios te refieres. Si Cordelia no es tu nombre, ĀæcuĆ”l es?”

“Ana Shirley,” titubeó de mala gana la dueƱa de ese nombre, “pero oh, por favor llĆ”mame Cordelia. No puede importarte mucho cómo me llames si sólo voy a estar aquĆ­ un ratito, Āæverdad? Y Ana es un nombre tan poco romĆ”ntico”.

“Ā”Un nombre poco romĆ”ntico!” dijo Marilla sin compasión. “Ana es un nombre sencillo y sensato. No tienes por quĆ© avergonzarte de Ć©l”.

“Oh, no me avergüenzo de Ć©l”, explicó Ana, “sólo que me gusta mĆ”s Cordelia. Siempre he imaginado que me llamaba Cordelia, al menos Ćŗltimamente. Cuando era joven me imaginaba que era Geraldine, pero ahora me gusta mĆ”s Cordelia. Pero si me llamas Ana, por favor, llĆ”mame Ana con e”.

“ĀæQuĆ© mĆ”s da cómo se escriba?” preguntó Marilla con otra sonrisa oxidada mientras cogĆ­a la tetera.

“Oh, quĆ© diferencia. Queda mucho mĆ”s bonito. Cuando oyes pronunciar un nombre, Āæno puedes verlo siempre en tu mente, como si estuviera impreso? Yo sĆ­; y A-n-n parece horrible, pero A-n-n-e parece mucho mĆ”s distinguido. Si me llamas Ana con e, intentarĆ© reconciliarme con no llamarme Cordelia”.

“Muy bien, entonces, Ana deletreada con e, Āæpuedes decirnos cómo se cometió este error? Le dijimos a la Sra. Spencer que nos trajera un niƱo. ĀæNo habĆ­a chicos en el asilo?”

“Oh, sĆ­, habĆ­a abundancia de ellos. Pero la seƱora Spencer dijo claramente que usted querĆ­a una niƱa de unos once aƱos. Y la matrona dijo que creĆ­a que yo servirĆ­a. No sabe cuĆ”nto me alegrĆ©. No pude dormir en toda la noche de alegrĆ­a. Oh -aƱadió con reproche, volviĆ©ndose hacia Matthew-, Āæpor quĆ© no me dijiste en la estación que no me querĆ­as y me dejaste allĆ­? Si no hubiera visto la VĆ­a Blanca de la Delicia y el Lago de las Aguas Brillantes no serĆ­a tan duro”.

“ĀæQuĆ© demonios quiere decir?” preguntó Marilla, mirando fijamente a Matthew.

“Ella… ella sólo se refiere a una conversación que tuvimos en el camino”, dijo Matthew apresuradamente. “Voy a salir a meter la yegua, Marilla. Ten listo el tĆ© cuando vuelva”.

“ĀæTrajo la seƱora Spencer a alguien ademĆ”s de usted?” continuó Marilla cuando Matthew hubo salido.

“Trajo a Lily Jones para ella sola. Lily sólo tiene cinco aƱos y es muy guapa. Tiene el pelo castaƱo. Si yo fuera muy guapa y tuviera el pelo castaƱo, Āæte quedarĆ­as conmigo?”.

“No. Queremos un niƱo para ayudar a Matthew en la granja. Una niƱa no nos servirĆ­a de nada. QuĆ­tate el sombrero. Lo pondrĆ© junto con tu bolso sobre la mesa del vestĆ­bulo”.

Ana se quitó el sombrero dócilmente. Matthew volvió enseguida y se sentaron a cenar. Pero Ana no podía comer. En vano mordisqueaba el pan y la mantequilla y picoteaba la conserva de cangrejo y manzana de la pequeña fuente de cristal festoneada que había junto a su plato. En realidad no avanzaba nada.

“No comes nada -dijo Marilla bruscamente, mirĆ”ndola como si se tratara de un defecto grave.

Ana suspiró.

“No puedo. Estoy sumida en la desesperación. ĀæSe puede comer cuando se estĆ” en las profundidades de la desesperación?”.

“Nunca he estado en las profundidades de la desesperación, asĆ­ que no puedo decirlo”, respondió Marilla.

“ĀæNo lo estuviste? Bueno, Āæalguna vez trataste de imaginar que estabas en las profundidades de la desesperación?”.

“No, no lo hice”.

“Entonces no creo que puedas entender lo que se siente. Es una sensación muy incómoda. Cuando intentas comer se te hace un nudo en la garganta y no puedes tragar nada, ni aunque fuera un caramelo de chocolate. Una vez, hace dos aƱos, comĆ­ un caramelo de chocolate y estaba sencillamente delicioso. Desde entonces he soƱado a menudo que comĆ­a muchos caramelos de chocolate, pero siempre me despierto justo cuando me los voy a comer. Espero que no se ofenda porque no pueda comer. Todo estĆ” riquĆ­simo, pero aun asĆ­ no puedo comer”.

“Supongo que estĆ” cansada”, dijo Matthew, que no habĆ­a hablado desde su regreso del granero. “SerĆ” mejor que la acuestes, Marilla”.

Marilla se había estado preguntando dónde habría que acostar a Ana. Había preparado un sofÔ en la cÔmara de la cocina para el deseado y esperado niño. Pero, aunque estaba ordenado y limpio, no parecía muy apropiado acostar allí a una niña. Pero la habitación de invitados estaba descartada para un niño tan desamparado, así que sólo quedaba la habitación del hastial este. Marilla encendió una vela y le dijo a Ana que la siguiera, cosa que ésta hizo sin ningún Ônimo, cogiendo a su paso el sombrero y la bolsa de la alfombra de la mesa del vestíbulo. El vestíbulo estaba terriblemente limpio; la pequeña habitación del hastial, en la que se encontró, parecía aún mÔs limpia.

Marilla puso la vela sobre una mesa de tres patas y tres esquinas y bajó la ropa de cama.

“Supongo que tendrĆ”s un camisón”, preguntó.

Ana asintió.

“SĆ­, tengo dos. Me los hizo la matrona del asilo. Son muy escuetos. En un manicomio nunca hay suficiente para todos, asĆ­ que las cosas siempre son escasas, al menos en un manicomio pobre como el nuestro. Odio los camisones estrechos. Pero una puede soƱar igual de bien con ellos que con unos preciosos de tirantes, con volantes alrededor del cuello, eso es un consuelo.”

“Bueno, desvĆ­stete tan rĆ”pido como puedas y vete a la cama. VolverĆ© en unos minutos a por la vela. No me atrevo a confiar en que la apagues tĆŗ misma. Probablemente incendiarĆ­as el lugar”.

Cuando Marilla se hubo marchado, Ana miró a su alrededor con nostalgia. Las paredes encaladas estaban tan dolorosamente desnudas y tenían una mirada tan fija que pensó que debían de doler por su propia desnudez. El suelo también estaba desnudo, excepto por una estera redonda trenzada en el centro, como Ana no había visto nunca. En un rincón estaba la cama, alta y anticuada, con cuatro postes oscuros y bajos. En la otra esquina estaba la mencionada mesa de tres esquinas, adornada con un gordo alfiletero de terciopelo rojo lo bastante duro como para hacer girar la punta del alfiler mÔs aventurero. Encima colgaba un pequeño espejo de seis por ocho. A mitad de camino entre la mesa y la cama estaba la ventana, con un gélido volante de muselina blanca sobre ella, y enfrente estaba el lavabo. Todo el apartamento era de una rigidez que no puede describirse con palabras, pero que produjo un escalofrío hasta la médula de los huesos de Ana. Con un sollozo se deshizo apresuradamente de sus ropas, se puso el camisón y se metió en la cama, donde se hundió boca abajo en la almohada y se tapó la cabeza con la ropa. Cuando Marilla se levantó para encender la luz, varias prendas de vestir desaliñadas esparcidas por el suelo y un cierto aspecto tempestuoso de la cama eran los únicos indicios de su presencia.

Recogió deliberadamente la ropa de Ana, la colocó ordenadamente sobre una primorosa silla amarilla, y luego, cogiendo la vela, se acercó a la cama.

“Buenas noches”, dijo, un poco torpemente, pero no sin amabilidad.

La cara blanca y los grandes ojos de Ana aparecieron por encima de la ropa de cama con una brusquedad sorprendente.

“ĀæCómo puedes decir que es una buena noche cuando sabes que debe de ser la peor noche que he pasado en mi vida?

Luego volvió a sumergirse en la invisibilidad.

Marilla bajó lentamente a la cocina y se puso a fregar los platos de la cena. Matthew estaba fumando, señal inequívoca de perturbación mental. Rara vez fumaba, pues Marilla se oponía a ello por considerarlo un hÔbito asqueroso; pero en ciertos momentos y estaciones se sentía impulsado a hacerlo y entonces Marilla guiñaba un ojo ante la prÔctica, comprendiendo que un simple hombre debe tener algún desahogo para sus emociones.

“Bueno, esto es una bonita caldera de pescado”, dijo con ira. “Esto es lo que pasa por enviar la palabra en lugar de ir nosotros mismos. La gente de Robert Spencer ha tergiversado el mensaje de alguna manera. Uno de nosotros tendrĆ” que ir a ver a la seƱora Spencer maƱana, eso es seguro. Esta chica tendrĆ” que ser enviada de vuelta al manicomio”.

“SĆ­, supongo que sĆ­”, dijo Matthew de mala gana.

“Ā”Eso supones! ĀæNo lo sabes?”

“Bueno, es una cosita muy bonita, Marilla. Es una pena enviarla de vuelta cuando estĆ” tan decidida a quedarse aquĆ­”.

“Matthew Cuthbert, Ā”no querrĆ”s decir que crees que deberĆ­amos quedĆ”rnosla!”

El asombro de Marilla no podría haber sido mayor si Matthew hubiera expresado predilección por pararse de cabeza.

“Bueno, no, supongo que no-no exactamente”, tartamudeó Matthew, incómodamente acorralado por su significado preciso. “Supongo… que difĆ­cilmente podrĆ­amos esperar quedarnos con ella”.

“Yo dirĆ­a que no. ĀæDe quĆ© nos servirĆ­a?”

“PodrĆ­amos ser algo bueno para ella”, dijo Matthew de repente e inesperadamente.

“Ā”Matthew Cuthbert, creo que esa niƱa te ha hechizado! Veo tan claro como el agua que quieres quedĆ”rtela”.

“Bueno, es una cosita muy interesante”, insistió Matthew. “DeberĆ­as haberla oĆ­do hablar cuando venĆ­a de la estación”.

“Oh, ella puede hablar bastante rĆ”pido. Lo vi enseguida. Tampoco es nada a su favor. No me gustan los niƱos que tienen tanto que decir. No quiero una niƱa huĆ©rfana y si la quisiera no es el estilo que elegirĆ­a. Hay algo que no entiendo de ella. No, hay que enviarla de inmediato al lugar de donde vino”.

“PodrĆ­a contratar a un chico francĆ©s para ayudarme”, dijo Matthew, “y ella serĆ­a compaƱƭa para ti”.

“No estoy sufriendo por compaƱƭa”, dijo Marilla brevemente. “Y no voy a quedĆ”rmela”.

“Bueno, es como tĆŗ dices, por supuesto, Marilla”, dijo Matthew levantĆ”ndose y guardando su pipa. “Me voy a la cama”.

A la cama se fue Matthew. Y a la cama, cuando hubo guardado los platos, se fue Marilla, con el ceño fruncido. Y arriba, en el hastial este, una niña solitaria, hambrienta de corazón y sin amigos lloraba hasta quedarse dormida.


Capƭtulo 4: MaƱana en Green Gables

Era pleno día cuando Ana se despertó y se sentó en la cama, mirando confusamente hacia la ventana por la que entraba un torrente de alegre sol y fuera de la cual algo blanco y plumoso ondeaba entre destellos de cielo azul.

Por un momento no pudo recordar dónde estaba. Primero sintió un estremecimiento delicioso, como de algo muy agradable; luego un recuerdo horrible. Esto era Tejas Verdes y no la querían porque no era un niño.

Pero era por la mañana y, sí, había un cerezo en flor junto a su ventana. De un salto se levantó de la cama y cruzó el suelo. Levantó la faja, que subió rígida y chirriante, como si no se hubiera abierto en mucho tiempo, que era el caso; y se atascó tan fuerte que no hizo falta nada para sostenerla.

Ana se arrodilló y contempló la mañana de junio, con los ojos brillantes de placer. ¿No era hermoso? ¿No era un lugar precioso? Supongamos que no fuera a quedarse aquí. Se imaginaría que sí. Aquí había espacio para la imaginación.

Afuera crecía un enorme cerezo, tan cerca que sus ramas golpeaban contra la casa, y estaba tan lleno de flores que apenas se veía una hoja. A ambos lados de la casa había un gran huerto, uno de manzanos y otro de cerezos, también cubiertos de flores, y el césped estaba salpicado de dientes de león. En el jardín de abajo había lilas púrpuras de flores, y su fragancia vertiginosamente dulce llegaba hasta la ventana con el viento de la mañana.

Debajo del jardín, un campo verde y exuberante de tréboles descendía hasta la hondonada por donde corría el arroyo y donde crecían decenas de abedules blancos que brotaban airosos de un sotobosque que sugería deliciosas posibilidades de helechos, musgos y cosas boscosas en general. MÔs allÔ había una colina, verde y plumosa de abetos y píceas; había un hueco en el que se veía el frontón gris de la casita que ella había visto desde el otro lado del Lago de las Aguas Brillantes.

A la izquierda se veƭan los grandes graneros, y mƔs allƔ, a lo lejos, sobre los verdes campos de baja pendiente, se vislumbraba el mar de un azul resplandeciente.

Los ojos de Ana, amantes de la belleza, se detuvieron en todo aquello, absorbiƩndolo todo con avidez; habƭa contemplado tantos lugares desagradables en su vida, pobre niƱa; pero esto era tan hermoso como nada que hubiera soƱado jamƔs.

Se arrodilló allí, perdida en todo excepto en la belleza que la rodeaba, hasta que se sobresaltó al oír una mano en su hombro. Marilla había entrado sin que la pequeña soñadora la oyera.

“Es hora de que te vistas”, le dijo secamente.

Marilla realmente no sabía cómo hablarle a la niña, y su incómoda ignorancia la hacía brusca y cortante cuando no era su intención.

Ana se levantó y dio un largo suspiro.

“Oh, Āæno es maravilloso?”, dijo, agitando la mano con amplitud hacia el buen mundo exterior.

“Es un Ć”rbol grande”, dijo Marilla, “y florece muy bien, pero la fruta nunca llega a mucho: pequeƱa y agusanada”.

“Oh, no me refiero sólo al Ć”rbol; por supuesto que es encantador -sĆ­, es radiantemente encantadorflorece como si lo dijera en serio; pero me referĆ­a a todo, al jardĆ­n y al huerto y al arroyo y al bosque, a todo el gran y querido mundo. ĀæNo te sientes como si amaras el mundo en una maƱana como Ć©sta? Y puedo oĆ­r el arroyo riendo todo el camino hasta aquĆ­. ĀæTe has dado cuenta de lo alegres que son los arroyos? Siempre estĆ”n riendo. Incluso en invierno los he oĆ­do bajo el hielo. Me alegro tanto de que haya un arroyo cerca de Tejas Verdes. Tal vez pienses que no tiene importancia para mĆ­ que no vayas a quedarte conmigo, pero sĆ­ la tiene. Siempre me gustarĆ” recordar que hay un arroyo en Tejas Verdes, aunque no vuelva a verlo. Si no hubiera un arroyo me perseguirĆ­a la incómoda sensación de que deberĆ­a haberlo. No estoy en las profundidades de la desesperación esta maƱana. Nunca puedo estarlo por la maƱana. ĀæNo es algo esplĆ©ndido que haya maƱanas? Pero me siento muy triste. He estado imaginando que, despuĆ©s de todo, era a mĆ­ a quien querĆ­as y que iba a quedarme aquĆ­ para siempre. Fue un gran consuelo mientras duró. Pero lo peor de imaginar cosas es que llega el momento en que tienes que parar y eso duele.”

“SerĆ” mejor que te vistas y bajes y te olvides de tus imaginaciones”, dijo Marilla en cuanto pudo articular palabra. “El desayuno te espera. LĆ”vate la cara y pĆ©inate. Deja la ventana abierta y vuelve a poner la ropa de cama a los pies de la cama. SĆ© tan lista como puedas”.

Evidentemente, Ana podía arreglarse de algún modo, porque en diez minutos estaba abajo, con la ropa bien puesta, el pelo peinado y trenzado, la cara lavada, y una confortable conciencia invadiendo su alma de que había cumplido todas las exigencias de Marilla. Sin embargo, se había olvidado de dar la vuelta a las sÔbanas.

“Tengo bastante hambre esta maƱana”, anunció, mientras se deslizaba en la silla que Marilla le habĆ­a colocado. “El mundo no parece un pĆ”ramo tan aullante como anoche. Me alegro de que sea una maƱana soleada. Pero tambiĆ©n me gustan las maƱanas lluviosas. Todas las maƱanas son interesantes, Āæno crees? No sabes lo que va a pasar a lo largo del dĆ­a, y hay tanto margen para la imaginación. Pero me alegro de que hoy no llueva, porque es mĆ”s fĆ”cil estar alegre y soportar la aflicción en un dĆ­a soleado. Siento que tengo mucho que soportar. EstĆ” muy bien leer sobre penas e imaginarse a uno mismo viviĆ©ndolas heroicamente, pero no es tan agradable cuando realmente llegas a tenerlas, Āæverdad?”.

“Por el amor de Dios, cĆ”llate”, dijo Marilla. “Hablas demasiado para ser una niƱa”.

Y Ana se calló tan obediente y completamente, que su continuo silencio puso nerviosa a Marilla, como si se encontrase ante algo que no era precisamente natural. Mateo también se contuvo, pero esto al menos era natural, de modo que la comida transcurrió en silencio.

A medida que avanzaba, Ana se abstraía cada vez mÔs, comiendo mecÔnicamente, con sus grandes ojos fijos y fijos en el cielo que se veía por la ventana. Esto ponía a Marilla mÔs nerviosa que nunca; tenía la incómoda sensación de que, aunque el cuerpo de aquella extraña niña estuviese en la mesa, su espíritu se hallaba muy lejos, en algún remoto y aéreo país de nubes, llevado por las alas de la imaginación. ¿Quién querría a una niña así en su casa?

Sin embargo, Matthew deseaba quedÔrsela, ”de todas las cosas inexplicables! Marilla sintió que Matthew la deseaba tanto aquella mañana como la noche anterior, y que seguiría deseÔndola. Así era Matthew: se le metía un capricho en la cabeza y se aferraba a él con la mÔs asombrosa persistencia silenciosa, una persistencia diez veces mÔs potente y eficaz en su propio silencio que si lo hubiera expresado verbalmente.

Cuando terminó la comida, Ana salió de su ensueño y se ofreció a lavar los platos.

“ĀæSabes lavar bien los platos?”, preguntó Marilla con desconfianza.

“Bastante bien. Aunque se me da mejor cuidar niƱos. Tengo mucha experiencia en eso. Es una pena que no tengas ninguno aquĆ­ para que lo cuide”.

“No creo que quisiera tener mĆ”s hijos de los que tengo ahora. Eres un problema suficiente en conciencia. No sĆ© quĆ© hacer contigo. Matthew es un hombre de lo mĆ”s ridĆ­culo”.

“A mĆ­ me parece encantador”, dijo Ana con reproche. “Es tan comprensivo. No le importaba lo mucho que hablaba, parecĆ­a gustarle. SentĆ­ que era un alma gemela en cuanto lo vi”.

“Los dos sois bastante raros, si eso es lo que entiendes por espĆ­ritus afines”, dijo Marilla resoplando. “SĆ­, puedes lavar los platos. Toma mucha agua caliente, y asegĆŗrate de secarlos bien. Ya tengo bastante que hacer esta maƱana, porque por la tarde tengo que ir a White Sands a ver a la seƱora Spencer. VendrĆ”s conmigo y arreglaremos lo que haya que hacer contigo. Cuando termines de lavar los platos, sube y haz tu cama”.

Ana lavó los platos con bastante destreza, como pudo comprobar Marilla, que no perdía de vista el proceso. Después hizo la cama con menos éxito, pues nunca había aprendido el arte de luchar con una garrapata de plumas.

Pero de algún modo la hizo y la alisó; y entonces Marilla, para librarse de ella, le dijo que podía salir al aire libre y entretenerse hasta la hora de cenar.

Ana voló hacia la puerta, con la cara encendida y los ojos brillantes. En el umbral se detuvo en seco, dio media vuelta, regresó y se sentó junto a la mesa, con la luz y el resplandor tan eficazmente apagados como si alguien le hubiera puesto un extintor encima.

“ĀæQuĆ© pasa ahora?”, preguntó Marilla.

“No me atrevo a salir”, dijo Ana, en el tono de una mĆ”rtir que renuncia a todas las alegrĆ­as terrenales. “Si no puedo quedarme aquĆ­, de nada me sirve amar Tejas Verdes. Y si salgo y conozco todos esos Ć”rboles y flores y el huerto y el arroyo, no podrĆ© dejar de quererlo. Ya es bastante difĆ­cil ahora, asĆ­ que no lo harĆ© mĆ”s difĆ­cil. Tengo tantas ganas de salir, que todo parece llamarme: “Ana, Ana, ven con nosotros. Ana, Ana, queremos una compaƱera de juegos’, pero es mejor que no. No sirve de nada amar las cosas si te tienen que arrancar de ellas, Āæverdad? Y es tan difĆ­cil no amar las cosas, Āæverdad? Por eso me alegrĆ© tanto cuando pensĆ© que iba a vivir aquĆ­. PensĆ© que tendrĆ­a tantas cosas que amar y nada que me lo impidiera. Pero ese breve sueƱo se acabó. Ahora estoy resignada a mi destino, asĆ­ que no creo que salga por miedo a volver a quedarme sin resignación. ĀæCómo se llama ese geranio del alfĆ©izar de la ventana, por favor?”.

“Es el geranio con olor a manzana”.

“Oh, no me refiero a ese tipo de nombre. Me refiero al nombre que tĆŗ mismo le diste. ĀæNo le diste un nombre? ĀæPuedo darle uno entonces? ĀæPuedo llamarlo Bonny mientras estĆ© aquĆ­? Oh, Ā”dĆ©jame!”

“Dios mĆ­o, no me importa. Pero, ĀæquĆ© sentido tiene ponerle nombre a un geranio?”.

“Oh, me gusta que las cosas tengan asas aunque sólo sean geranios. Hace que parezcan mĆ”s personas. ĀæCómo sabes que a un geranio le duele que le llamen geranio y nada mĆ”s? A ti no te gustarĆ­a que te llamaran mujer todo el tiempo. SĆ­, lo llamarĆ© Bonny. Esta maƱana le puse ese nombre al cerezo que estĆ” frente a la ventana de mi habitación. Lo llamĆ© Reina de las Nieves porque era muy blanco. Por supuesto, no siempre estarĆ” en flor, pero uno puede imaginar que lo estĆ”, Āæno?”.

“Nunca en mi vida vi ni oĆ­ nada que se le pareciera”, murmuró Marilla, retrocediendo por el sótano tras las patatas. “Es interesante, como dice Matthew. Ya siento que me estoy preguntando quĆ© diablos dirĆ” a continuación. TambiĆ©n me hechizarĆ” a mĆ­. Ya lo hizo con Matthew. La mirada que me echó cuando salió repite todo lo que dijo o insinuó anoche. OjalĆ” fuera como otros hombres y hablara las cosas. Un cuerpo podrĆ­a responder entonces y hacerle entrar en razón. Pero, ĀæquĆ© se puede hacer con un hombre que sólo mira?”.

Ana se había sumido en un ensueño, con la barbilla entre las manos y los ojos fijos en el cielo, cuando Marilla regresó de su peregrinación al sótano. Allí la dejó Marilla hasta que la cena temprana estuvo en la mesa.

“Supongo que puedo quedarme con la yegua y la calesa esta tarde, Matthew”, dijo Marilla.

Matthew asintió y miró con nostalgia a Ana. Marilla interceptó la mirada y dijo sombríamente:

“Voy a ir a White Sands a arreglar este asunto. LlevarĆ© a Ana conmigo y la seƱora Spencer probablemente harĆ” los arreglos necesarios para enviarla de vuelta a Nueva Escocia de inmediato. Te prepararĆ© el tĆ© y llegarĆ© a casa a tiempo para ordeƱar las vacas”.

Pero Matthew no dijo nada y Marilla tuvo la sensación de haber malgastado palabras y aliento. No hay nada mÔs irritante que un hombre que no contesta, a menos que sea una mujer la que no contesta.

Matthew enganchó el alazÔn en la calesa a su debido tiempo y Marilla y Ana se pusieron en marcha. Matthew les abrió la verja del patio y, mientras pasaban lentamente, dijo, al parecer a nadie en particular:

“El pequeƱo Jerry Buote, del Creek, estuvo aquĆ­ esta maƱana, y le dije que suponĆ­a que lo contratarĆ­a para el verano”.

Marilla no contestó, pero dio a la desafortunada alazana un golpe tan fuerte con el lÔtigo que la gorda yegua, poco acostumbrada a semejante trato, zumbó indignada por el sendero a un ritmo alarmante. Marilla miró hacia atrÔs una vez mientras la calesa avanzaba y vio al molesto Matthew inclinado sobre la verja, mirÔndolos con nostalgia.


CapĆ­tulo 5: La historia de Ana

“Sabes -dijo Ana confidencialmente-, me he propuesto disfrutar de este viaje. SegĆŗn mi experiencia, casi siempre se puede disfrutar de las cosas si uno se lo propone firmemente. Claro que hay que decidirse firmemente. No voy a pensar en volver al manicomio mientras conducimos. Sólo voy a pensar en el viaje. Ā”Oh, mira, ha salido una pequeƱa rosa silvestre! ĀæNo es preciosa? ĀæNo crees que debe estar contenta de ser una rosa? ĀæNo estarĆ­a bien que las rosas hablaran? Seguro que nos contarĆ­an cosas preciosas. ĀæY no es el rosa el color mĆ”s encantador del mundo? Me encanta, pero no puedo ponĆ©rmelo. Las personas pelirrojas no pueden usar rosa, ni siquiera en la imaginación. ĀæHas conocido a alguien que de joven fuera pelirroja y de mayor tuviera el pelo de otro color?”.

“No, no sĆ© si alguna vez”, dijo Marilla sin piedad, “y tampoco me parece probable que ocurra en tu caso”.

Ana suspiró.

“Bueno, esa es otra esperanza perdida. Mi vida es un perfecto cementerio de esperanzas enterradas. Es una frase que leĆ­ una vez en un libro, y la repito para consolarme cada vez que me decepciona algo.”

“Yo misma no veo dónde estĆ” el consuelo”, dijo Marilla.

“Porque suena muy bonito y romĆ”ntico, como si yo fuera la heroĆ­na de un libro. Me gustan mucho las cosas romĆ”nticas, y un cementerio lleno de es-

peranzas enterradas es lo mĆ”s romĆ”ntico que se puede imaginar, Āæverdad? Me alegro de tener uno. ĀæVamos a cruzar el Lago de las Aguas Brillantes hoy?”

“No vamos a cruzar el estanque de Barry, si es a eso a lo que te refieres con tu Lago de las Aguas Brillantes. Vamos por el camino de la costa”.

“El camino de la costa suena bien”, dijo Ana soƱadoramente. “ĀæEs tan bonito como suena? En cuanto has dicho “camino de la costa” me lo he imaginado, Ā”asĆ­ de rĆ”pido! Y Arenas Blancas tambiĆ©n es un nombre bonito; pero no me gusta tanto como Avonlea. Avonlea es un nombre precioso. Suena a mĆŗsica. ĀæA quĆ© distancia estĆ” White Sands?”

“Son cinco millas; y ya que evidentemente estĆ”s empeƱada en hablar, podrĆ­as hablar con algĆŗn propósito contĆ”ndome lo que sabes de ti misma”.

“Oh, lo que sĆ© de mĆ­ no vale la pena contarlo”, dijo Ana con impaciencia. “Si me dejaras contarte lo que imagino de mĆ­, te parecerĆ­a mucho mĆ”s interesante.

“No, no quiero ninguna de tus imaginaciones. LimĆ­tate a los hechos. Empieza por el principio. ĀæDónde naciste y cuĆ”ntos aƱos tienes?”

“El pasado mes de marzo cumplĆ­ once aƱos”, dijo Ana, resignĆ”ndose a los hechos con un pequeƱo suspiro. “Y nacĆ­ en Bolingbroke, Nueva Escocia. Mi padre se llamaba Walter Shirley, y era profesor en el instituto de Bolingbroke. Mi madre se llamaba Bertha Shirley. ĀæNo son Walter y Bertha unos nombres preciosos? Me alegro de que mis padres tuvieran nombres bonitos. SerĆ­a una verdadera desgracia tener un padre llamado… bueno, digamos Jedediah, Āæno?”.

“Supongo que no importa cómo se llame una persona mientras se comporte”, dijo Marilla, sintiĆ©ndose llamada a inculcar una buena y Ćŗtil moraleja.

“Pues no lo sĆ©”. Ana se quedó pensativa. “Una vez leĆ­ en un libro que una rosa con otro nombre olerĆ­a igual de dulce, pero nunca he podido creerlo. No creo que una rosa fuera tan agradable si se llamara cardo o col zorrillo. Supongo que mi padre podrĆ­a haber sido un buen hombre aunque se hubiera llamado Jedediah; pero estoy segura de que habrĆ­a sido una cruz. Bueno, mi madre tambiĆ©n fue profesora en el instituto, pero cuando se casó con padre dejó la enseƱanza, claro. Un marido era suficiente responsabilidad. La seƱora Thomas decĆ­a que eran un par de bebĆ©s y tan pobres como ratones de iglesia. Se fueron a vivir a una casita amarilla en Bolingbroke. Nunca he visto esa casa, pero me la he imaginado miles de veces. Creo que debe haber tenido madreselva sobre la ventana del salón y lilas en el patio delantero y lirios del valle justo dentro de la puerta. SĆ­, y cortinas de muselina en todas las ventanas. Las cortinas de muselina le dan a una casa ese aire. Yo nacĆ­ en esa casa. La Sra. Thomas dijo que yo era el bebĆ© mĆ”s hogareƱo que habĆ­a visto, era tan escuĆ”lido y diminuto y no tenĆ­a mĆ”s que ojos, pero esa madre pensaba que era perfectamente hermoso. Creo que una madre puede juzgar mejor que una pobre mujer que viene a fregar, Āæno? De todos modos, me alegro de que estuviera satisfecha conmigo; me sentirĆ­a muy triste si pensara que la decepcionĆ©, porque no vivió mucho despuĆ©s de aquello. Murió de fiebre cuando yo sólo tenĆ­a tres meses. OjalĆ” hubiera vivido lo suficiente para acordarme de llamarla madre. Creo que serĆ­a muy dulce decir “madre”, Āæno? Y padre tambiĆ©n murió cuatro dĆ­as despuĆ©s de fiebre. Eso me dejó huĆ©rfana y la gente no sabĆ­a quĆ© hacer conmigo. Ya ves, nadie me querĆ­a incluso entonces. Parece ser mi destino. Padre y madre habĆ­an venido de lugares muy lejanos y era bien sabido que no tenĆ­an parientes vivos. Finalmente la Sra. Thomas dijo que me aceptarĆ­a, aunque era pobre y tenĆ­a un marido borracho. Me trajo a mano. ĀæSabe usted si hay algo en ser criado a mano que haga que la gente que se crĆ­a asĆ­ sea mejor que otra gente? Porque cada vez que me portaba mal, la seƱora Thomas me preguntaba cómo podĆ­a ser tan mala si me habĆ­a criado a mano, como si me reprochara algo.

“El seƱor y la seƱora Thomas se mudaron de Bolingbroke a Marysville, y yo vivĆ­ con ellos hasta los ocho aƱos. AyudĆ© a cuidar a los hijos de los Thomas -habĆ­a cuatro menores que yoy puedo decir que necesitaron muchos cuidados. Entonces el Sr. Thomas murió al caer bajo un tren y su madre se ofreció a acoger a la Sra. Thomas y a los niƱos, pero ella no me quiso. La Sra. Thomas no sabĆ­a quĆ© hacer conmigo. Entonces, la seƱora Hammond, que vivĆ­a rĆ­o arriba, vino y dijo que me aceptarĆ­a, ya que yo era buena con los niƱos, y me fui rĆ­o arriba a vivir con ella en un pequeƱo claro entre los tocones. Era un lugar muy solitario. Estoy segura de que nunca habrĆ­a podido vivir allĆ­ si no hubiera tenido imaginación. El Sr. Hammond trabajaba en un pequeƱo aserradero y la Sra. Hammond tuvo ocho hijos. Tuvo gemelos tres veces. Me gustan los bebĆ©s con moderación, pero gemelos tres veces seguidas es demasiado. Se lo dije firmemente a la Sra. Hammond cuando vino el Ćŗltimo par. Me cansaba tanto cargarlos.

“VivĆ­ rĆ­o arriba con la Sra. Hammond mĆ”s de dos aƱos, y luego el Sr. Hammond murió y la Sra. Hammond se separó de la casa. Dividió a sus hijos entre sus parientes y se fue a Estados Unidos. Tuve que ir al asilo de Hopeton, porque nadie querĆ­a acogerme. Tampoco me querĆ­an en el asilo; decĆ­an que ya estaban superpoblados. Pero tuvieron que llevarme y estuve allĆ­ cuatro meses, hasta que llegó la seƱora Spencer”.

Ana terminó con otro suspiro, de alivio esta vez. Evidentemente no le gustaba hablar de sus experiencias en un mundo que no la había querido.

“ĀæFuiste alguna vez a la escuela?”, preguntó Marilla, haciendo girar la yegua alazana por el camino de la orilla.

“No mucho. Fui un poco el Ćŗltimo aƱo que me quedĆ© con la seƱora Thomas. Cuando fui rĆ­o arriba estĆ”bamos tan lejos de una escuela que no podĆ­a ir andando en invierno y habĆ­a vacaciones en verano, asĆ­ que sólo podĆ­a ir en primavera y otoƱo. Pero, por supuesto, fui mientras estuve en el manicomio. SĆ© leer bastante bien y me sĆ© de memoria muchos poemas: “La batalla de Hohenlinden”, “Edimburgo despuĆ©s de Flodden”, “Bingen a orillas del Rin”, “La dama del lago” y la mayor parte de “Las estaciones”, de James Thompson. ĀæNo te encanta la poesĆ­a que te da una sensación de arruga en la espalda? Hay un fragmento en el Quinto Lector, “La caĆ­da de Polonia”, que estĆ” lleno de emoción. Por supuesto, yo no estaba en el Quinto Lector, sólo estaba en el Cuarto, pero las chicas mayores solĆ­an prestarme los suyos para que los leyera”.

“ĀæEran buenas contigo aquellas mujeres -la seƱora Thomas y la seƱora Hammond-?”, preguntó Marilla, mirando a Ana con el rabillo del ojo.

“O-o-o-h”, titubeó Ana. Su carita sensible se puso de pronto colorada y la vergüenza se le agolpó en la frente. “Oh, querĆ­an ser… sĆ© que querĆ­an ser lo mĆ”s buenos y amables posible. Y cuando la gente tiene la intención de ser buena contigo, no te importa mucho cuando no lo son del todo… siempre. TenĆ­an mucho de quĆ© preocuparse. Es muy duro tener un marido borracho, ya ves; y debe ser muy duro tener gemelos tres veces seguidas, Āæno crees? Pero estoy segura de que querĆ­an ser buenos conmigo”.

Marilla no hizo mĆ”s preguntas. Ana se entregó a un silencioso embeleso por el camino de la orilla y Marilla guió a la alazana con aire abstraĆ­do mientras reflexionaba profundamente. La compasión se agitó de pronto en su corazón por la niƱa. QuĆ© vida de hambre y falta de amor habĆ­a tenido, una vida de trabajo penoso, pobreza y abandono; porque Marilla era lo bastante sagaz como para leer entre lĆ­neas la historia de Ana y adivinar la verdad. No era de extraƱar que se hubiera alegrado tanto ante la perspectiva de un verdadero hogar. Era una lĆ”stima que tuvieran que enviarla de vuelta. ĀæY si ella, Marilla, consentĆ­a el inexplicable capricho de Matthew y la dejaba quedarse? Ɖl estaba empeƱado en ello; y la niƱa parecĆ­a una cosita agradable y enseƱable.

“Tiene mucho que decir”, pensó Marilla, “pero se la puede educar para que no lo haga. Y no hay nada grosero o vulgar en lo que dice. Es una dama. Es probable que su gente fuera buena gente”.

El camino de la costa era “boscoso, salvaje y solitario”. A la derecha crecĆ­an densos matorrales de abetos, con el espĆ­ritu intacto tras largos aƱos de lucha contra los vientos del golfo. A la izquierda estaban los escarpados acantilados de arenisca roja, tan cerca de la pista en algunos tramos que una yegua menos firme que la alazana podrĆ­a haber puesto a prueba los nervios de la gente que iba detrĆ”s de ella. Abajo, en la base de los acantilados, habĆ­a montones de rocas desgastadas por el oleaje o pequeƱas calas arenosas con incrustaciones de guijarros como joyas del ocĆ©ano; mĆ”s allĆ” estaba el mar, brillante y azul, y sobre Ć©l se elevaban las gaviotas, con sus piƱones centelleando plateados a la luz del sol.

“ĀæNo es maravilloso el mar?”, dijo Ana, despertando de un largo silencio. “Una vez, cuando vivĆ­a en Marysville, el seƱor Thomas alquiló un expreso y nos llevó a todos a pasar el dĆ­a a la orilla del mar, a quince kilómetros de allĆ­. DisfrutĆ© cada momento de aquel dĆ­a, aunque tuviera que cuidar de los niƱos todo el tiempo. Lo vivĆ­ en felices sueƱos durante aƱos. Pero esta orilla es mĆ”s bonita que la de Marysville. ĀæNo son esplĆ©ndidas esas gaviotas? ĀæTe gustarĆ­a ser una gaviota? Creo que sĆ­, si no pudiera ser una chica humana. ĀæNo crees que serĆ­a bonito despertarse al amanecer y descender en picado sobre el agua y volar por encima de ese precioso azul todo el dĆ­a; y luego, por la noche, volver volando al nido? Me imagino haciĆ©ndolo. ĀæQuĆ© casa grande es esa de ahĆ­ delante, por favor?”

“Es el hotel White Sands. Lo regenta el Sr. Kirke, pero aĆŗn no ha empezado la temporada. Hay montones de americanos que vienen allĆ­ a pasar el verano. Piensan que esta costa estĆ” muy bien”.

“TemĆ­a que fuera la casa de la seƱora Spencer”, dijo Ana con tristeza. “No quiero llegar allĆ­. De alguna manera, me parecerĆ” el fin de todo”.


CapĆ­tulo 6: Marilla se decide

Sin embargo, llegaron a tiempo. La señora Spencer vivía en una gran casa amarilla en White Sands Cove, y llegó a la puerta con sorpresa y bienvenida mezcladas en su rostro benevolente.

“Queridos, queridos”, exclamó, “sois los Ćŗltimos a quienes buscaba hoy, pero me alegro mucho de veros. ĀæVas a subir tu caballo? ĀæY cómo estĆ”s tĆŗ, Ana?”

“Estoy todo lo bien que se puede esperar, gracias. Un malestar parecĆ­a haber descendido sobre ella.

“Supongo que nos quedaremos un rato para que descanse la yegua -dijo Marilla-, pero le prometĆ­ a Matthew que volverĆ­a pronto a casa. El hecho es, seƱora Spencer, que ha habido un extraƱo error en alguna parte, y he venido a ver dónde estĆ”. Enviamos un mensaje, Matthew y yo, para que nos trajeras un chico del asilo. Le dijimos a tu hermano Robert que te dijera que querĆ­amos un niƱo de diez u once aƱos”.

“Ā”Marilla Cuthbert, no digas eso!” dijo la Sra. Spencer angustiada. “Pues Robert se lo hizo saber a travĆ©s de su hija Nancy y ella le dijo que querĆ­as una niƱa, Āæverdad, Flora Jane?”, apelando a su hija que habĆ­a salido a la escalera.

“Desde luego que sĆ­, seƱorita Cuthbert”, corroboró Flora Jane con seriedad.

“Lo siento muchĆ­simo”, dijo la seƱora Spencer. “Es una lĆ”stima, pero desde luego no fue culpa mĆ­a, seƱorita Cuthbert. Lo hice lo mejor que pude y pensĆ© que seguĆ­a sus instrucciones. Nancy es muy caprichosa. A menudo he tenido que regaƱarla bien por su imprudencia”.

“Fue culpa nuestra”, dijo Marilla con resignación. “DeberĆ­amos haber acudido a ti nosotras mismas y no dejar que un mensaje importante se transmitiera de boca en boca de esa manera. De todos modos, el error ya se ha cometido y lo Ćŗnico que podemos hacer ahora es enmendarlo. ĀæPodemos enviar a la niƱa de vuelta al asilo? Supongo que la aceptarĆ”n, Āæno?”.

“Supongo que sĆ­”, dijo pensativa la seƱora Spencer, “pero no creo que sea necesario devolverla”. La seƱora Peter Blewett estuvo aquĆ­ ayer, y me decĆ­a lo mucho que deseaba haber enviado por mĆ­ a una niƱa para que la ayudara. La Sra. Peter tiene una familia numerosa y le resulta difĆ­cil conseguir ayuda. Ana serĆ” la niƱa ideal para ella. Lo llamo positivamente providencial”.

Marilla no parecƭa pensar que la Providencia tuviera mucho que ver con el asunto. Se le presentaba una oportunidad inesperada de quitarse de encima a aquella huƩrfana inoportuna, y ni siquiera se sentƭa agradecida por ello.

ConocĆ­a a la seƱora de Peter Blewett sólo de vista, como una mujer pequeƱa, con cara de arpĆ­a y sin un gramo de carne superflua en los huesos. Pero habĆ­a oĆ­do hablar de ella. Se decĆ­a que la seƱora Peter era “una trabajadora y una conductora terrible”, y las criadas dadas de alta contaban historias espantosas sobre su carĆ”cter y su tacaƱerĆ­a, y sobre su familia de niƱos traviesos y pendencieros. Marilla sintió un remordimiento de conciencia al pensar en entregar a Ana a su tierna merced.

“Bueno, entrarĆ© y hablaremos del asunto”, dijo.

“Y si la seƱora Peter no viene por el camino en este instante!”, exclamó la seƱora Spencer, haciendo pasar a sus invitados a travĆ©s del vestĆ­bulo hasta el salón, donde un frĆ­o mortal los golpeó como si el aire hubiera estado tanto tiempo colado a travĆ©s de persianas verdes oscuras y bien cerradas, que hubiera perdido toda partĆ­cula de calor que alguna vez poseyera. “Es una verdadera suerte, porque podemos arreglar el asunto de inmediato. Tome el sillón, seƱorita Cuthbert. Ana, siĆ©ntate aquĆ­ en la otomana y no te retuerzas. DĆ©jenme tomar sus sombreros. Flora Jane, sal y pon la tetera.

Buenas tardes, Sra. Blewett. EstĆ”bamos hablando de la suerte que tuvo de venir. PermĆ­tanme presentarles a las dos damas. Sra. Blewett, Srta. Cuthbert. Por favor, discĆŗlpenme un momento. OlvidĆ© decirle a Flora Jane que sacara los bollos del horno”.

La Sra. Spencer se alejó, después de subir las persianas. Ana, sentada mudamente en la otomana, con las manos apretadas en el regazo, miraba fascinada a la señora Blewett. ¿Iba a ser entregada a esta mujer de rostro y ojos penetrantes? Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y le dolían los ojos. Empezaba a temer no poder contener las lÔgrimas cuando la señora Spencer regresó, sonrojada y radiante, capaz de tomar en consideración cualquier dificultad, física, mental o espiritual, y resolverla de inmediato.

“Parece que ha habido un error con esta niƱa, seƱora Blewett”, dijo. “TenĆ­a la impresión de que el seƱor y la seƱorita Cuthbert querĆ­an una niƱa para adoptar. Eso me dijeron. Pero parece que querĆ­an un niƱo. AsĆ­ que si siguen pensando lo mismo que ayer, creo que ella serĆ” justo lo que necesitan”.

La señora Blewett recorrió a Ana con la mirada de pies a cabeza.

“ĀæCuĆ”ntos aƱos tienes y cómo te llamas?

“Ana Shirley”, titubeó la niƱa, que se encogĆ­a de hombros, sin atreverse a estipular la ortografĆ­a, “y tengo once aƱos”.

“Ā”Humph! No parece que tengas mucho. Pero eres enjuto. No sĆ©, pero los enjutos son los mejores despuĆ©s de todo. Bueno, si te acepto tendrĆ”s que ser una buena chica, ya sabes, buena, inteligente y respetuosa. Espero que te ganes tu sustento, y no te equivoques. SĆ­, supongo que podrĆ­a quitĆ”rsela de las manos, Srta. Cuthbert. El bebĆ© es muy dĆ­scolo y estoy agotada de atenderlo. Si quiere, puedo llevĆ”rmela a casa ahora mismo”.

Marilla miró a Ana y se ablandó al ver el pÔlido rostro de la niña con su expresión de muda miseria, la miseria de una criaturita indefensa que se encuentra una vez mÔs atrapada en la trampa de la que había escapado. Marilla sintió la incómoda convicción de que, si negaba la atracción de aquella mirada, la perseguiría hasta el día de su muerte. AdemÔs, no le gustaba la señora Blewett. Entregar a una niña tan sensible y nerviosa a semejante mujer. No, no podía asumir la responsabilidad de hacer eso.

“Bueno, no lo sĆ©”, dijo lentamente. “No he dicho que Matthew y yo hayamos decidido que no nos quedaremos con ella. De hecho, puedo decir que

Matthew estĆ” dispuesto a quedĆ”rsela. Sólo vine a averiguar cómo se habĆ­a producido el error. Creo que serĆ” mejor que me la lleve a casa y lo hable con Matthew. Creo que no deberĆ­a decidir nada sin consultarlo con Ć©l. Si decidimos no quedĆ”rnosla, te la llevaremos o te la enviaremos maƱana por la noche. Si no, sepa que se quedarĆ” con nosotros. ĀæLe parece bien, Sra. Blewett?”

“Supongo que tendrĆ” que ser asĆ­”, dijo la Sra. Blewett sin gracia.

Durante el discurso de Marilla había ido amaneciendo en el rostro de Ana. Primero se desvaneció la expresión de desesperación; luego vino un débil rubor de esperanza; sus ojos se volvieron profundos y brillantes como estrellas matutinas. La niña se transfiguró y, un momento después, cuando la señora Spencer y la señora Blewett salieron en busca de una receta que esta última había venido a pedir prestada, se levantó de un salto y voló por la habitación hacia Marilla.

“Oh, seƱorita Cuthbert, Āærealmente dijo que tal vez me dejarĆ­a quedarme en Tejas Verdes?” dijo, en un susurro sin aliento, como si hablar en voz alta pudiera echar por tierra la gloriosa posibilidad. “ĀæRealmente lo dijiste? ĀæO sólo me lo imaginaba?”.

“Creo que serĆ” mejor que aprendas a controlar esa imaginación tuya, Ana, si no puedes distinguir entre lo que es real y lo que no lo es -dijo Marilla malhumorada-. “SĆ­, me has oĆ­do decir eso y nada mĆ”s. AĆŗn no estĆ” decidido y tal vez decidamos que sea la seƱora Blewett quien te lleve. Ella ciertamente te necesita mucho mĆ”s que yo”.

“Prefiero volver al manicomio que irme a vivir con ella”, dijo Ana apasionadamente. “Se parece exactamente a un gimlet”.

Marilla ahogó una sonrisa bajo la convicción de que Ana debía ser reprendida por semejante discurso.

“Una chiquilla como tĆŗ deberĆ­a avergonzarse de hablar asĆ­ de una dama y de una desconocida”, dijo severamente. “Vuelve y siĆ©ntate tranquilamente y contĆ©n tu lengua y compórtate como debe hacerlo una buena chica”.

“TratarĆ© de hacer y ser todo lo que usted quiera de mĆ­, si tan sólo me retiene”, dijo Ana, volviendo dócilmente a su otomana.

Aquella tarde, cuando regresaron a Tejas Verdes, Matthew les salió al encuentro en el camino. Marilla, desde lejos, lo había visto merodear por él y adivinó su motivo. Estaba preparada para el alivio que leyó en su rostro cuando vio que al menos había traído a Ana con ella. Pero no le dijo nada sobre el asunto hasta que ambos estuvieron en el patio, detrÔs del establo, ordeñando las vacas. Entonces le contó brevemente la historia de Ana y el resultado de la entrevista con la señora Spencer.

“No le darĆ­a ni un perro que me gustara a esa mujer Blewett”, dijo Matthew con inusitado brĆ­o.

“A mĆ­ tampoco me gusta su estilo -admitió Marilla-, pero es eso o quedĆ”rnosla nosotros, Matthew. Y, ya que pareces quererla, supongo que estoy dispuesta… o tengo que estarlo. He estado dĆ”ndole vueltas a la idea hasta que me he acostumbrado a ella. Parece una especie de deber. Nunca he criado a un niƱo, especialmente a una niƱa, y me atrevo a decir que lo harĆ© fatal. Pero harĆ© lo que pueda. Por lo que a mĆ­ respecta, Matthew, puede quedarse”.

La tĆ­mida cara de Matthew era un resplandor de placer.

“Bueno, supuse que llegarĆ­as a verlo desde esa perspectiva, Marilla”, dijo. “Es una cosita tan interesante”.

“SerĆ­a mĆ”s interesante si pudieras decir que es una cosita Ćŗtil”, replicó Marilla, “pero me encargarĆ© de que sea entrenada para serlo. Y ten en cuenta, Matthew, que no debes interferir en mis mĆ©todos. Tal vez una solterona no sepa mucho de criar a un niƱo, pero supongo que sabe mĆ”s que un solterón. AsĆ­ que dĆ©jame que me ocupe de ella. Cuando fracase, serĆ” el momento de que metas tu remo”.

“Bueno, bueno, Marilla, puedes salirte con la tuya”, dijo Matthew tranquilizadoramente. “SĆ© todo lo buena y amable que puedas con ella sin malcriarla. Creo que es de esas con las que puedes hacer cualquier cosa si consigues que te quiera”.

Marilla resopló para expresar su desprecio por las opiniones de Matthew sobre cualquier cosa femenina y se marchó a la lechería con los cubos.

“No le dirĆ© esta noche que puede quedarse”, reflexionó, mientras colaba la leche en las jarras. “EstarĆ­a tan excitada que no pegarĆ­a ojo. Marilla Cuthbert, estĆ”s hecha un lĆ­o. ĀæAlguna vez pensaste que verĆ­as el dĆ­a en que adoptarĆ­as a una huĆ©rfana? Es bastante sorprendente; pero no tanto como que Matthew estĆ© en el fondo del asunto, Ć©l que siempre pareció tener un miedo mortal a las niƱas. De todos modos, hemos decidido el experimento y sólo Dios sabe lo que saldrĆ” de Ć©l”.


CapĆ­tulo 7: Ana reza sus oraciones

Aquella noche, cuando Marilla llevó a Ana a la cama, le dijo rígidamente:

“Anoche notĆ© que tirabas la ropa por el suelo cuando te la quitabas. Esa es una costumbre muy desordenada, y no puedo permitirla en absoluto. En cuanto te quites una prenda, dóblala bien y ponla en la silla. No me gustan nada las niƱas que no son ordenadas”.

“Anoche estaba tan aturdida que no pensĆ© en mi ropa”, dijo Ana. “Esta noche la doblarĆ© bien. Siempre nos obligaban a hacerlo en el asilo. La mitad de las veces, sin embargo, me olvidaba, tenĆ­a tanta prisa por meterme en la cama tranquila e imaginarme cosas.”

“TendrĆ”s que recordar un poco mejor si te quedas aquĆ­”, amonestó Marilla. “Ya estĆ”, parece algo asĆ­. Reza tus oraciones ahora y mĆ©tete en la cama”.

“Yo nunca rezo ninguna oración”, anunció Ana.

Marilla puso cara de horror.

“ĀæPor quĆ©, Ana, quĆ© quieres decir? ĀæNunca te han enseƱado a rezar? Dios siempre quiere que las niƱas recen. ĀæNo sabes quiĆ©n es Dios, Ana?”.

“Dios es un espĆ­ritu, infinito, eterno e inmutable, en su ser, sabidurĆ­a, poder, santidad, justicia, bondad y verdad”, respondió Ana con prontitud y desparpajo.

Marilla pareció aliviada.

“AsĆ­ que sabes algo, Ā”menos mal! No eres una pagana. ĀæDónde aprendiste eso?”

“En la escuela dominical del asilo. Nos hicieron aprender todo el catecismo. Me gustó bastante. Hay algo esplĆ©ndido en algunas palabras. Infinito, eterno e inmutable’. ĀæNo es grandioso? Suena como un gran órgano. Supongo que no podrĆ­a llamarse poesĆ­a, pero se le parece mucho, Āæno?”.

“No estamos hablando de poesĆ­a, Ana, estamos hablando de rezar tus oraciones. ĀæNo sabes que es una maldad terrible no rezar todas las noches? Me temo que eres una niƱa muy mala”.

“Si fueras pelirroja, te serĆ­a mĆ”s fĆ”cil ser mala que buena”, dijo Ana con reproche. “La gente que no es pelirroja no sabe lo que son los problemas. La seƱora Thomas me dijo que Dios me habĆ­a puesto el pelo rojo a propósito, y desde entonces nunca me ha importado. Y de todos modos siempre estaba demasiado cansada por la noche para molestarme en rezar. No se puede esperar que la gente que tiene que cuidar gemelos rece. ĀæDe verdad crees que pueden?”.

Marilla decidió que la educación religiosa de Ana debía comenzar de inmediato. Era evidente que no había tiempo que perder.

“Debes rezar tus oraciones mientras estĆ©s bajo mi techo, Ana.

“Por supuesto, si tĆŗ quieres”, asintió Ana alegremente. “HarĆ­a cualquier cosa por complacerte. Pero tendrĆ”s que decirme lo que tengo que decir por esta vez. DespuĆ©s de meterme en la cama me imaginarĆ© una oración muy bonita para rezarla siempre. Creo que serĆ” muy interesante, ahora que lo pienso”.

“Debes arrodillarte”, dijo Marilla avergonzada.

Ana se arrodilló junto a las rodillas de Marilla y la miró con gravedad.

“ĀæPor quĆ© tiene que arrodillarse la gente para rezar? Si realmente quisiera rezar, te dirĆ© lo que harĆ­a. SaldrĆ­a a un gran campo sola o a un bosque muy, muy profundo, y mirarĆ­a al cielo, arriba, arriba, arriba, a ese hermoso cielo azul que parece no tener fin. Y entonces sentĆ­a una plegaria. Bueno, ya estoy listo. ĀæQuĆ© voy a decir?”

Marilla se sintió mĆ”s avergonzada que nunca. HabĆ­a pretendido enseƱarle a Ana el clĆ”sico infantil: “Ahora me acuesto a dormir”. Pero tenĆ­a, como ya te he dicho, un atisbo de sentido del humor, que no es mĆ”s que otro nombre para el sentido de la conveniencia de las cosas; y de pronto se le ocurrió que aquella sencilla oración, sagrada para la infancia de tĆŗnica blanca que ceceaba en las rodillas maternas, era totalmente inadecuada para esta pecosa bruja de niƱa que no sabĆ­a ni le importaba nada del amor de Dios, puesto que nunca se lo habĆ­an traducido por medio del amor humano.

“Ya eres mayorcita para rezar por ti misma, Ana”, dijo finalmente. “Sólo da gracias a Dios por tus bendiciones y pĆ­dele humildemente las cosas que quieras”.

“HarĆ© lo que pueda”, prometió Ana, hundiendo la cara en el regazo de Marilla. “Padre celestial, asĆ­ lo dicen los ministros en la iglesia, asĆ­ que supongo que estĆ” bien en una oración privada, Āæno?”, intervino ella, levantando un momento la cabeza. “Padre celestial, te doy las gracias por la VĆ­a Blanca de las Delicias, el Lago de las Aguas Brillantes, Bonny y la Reina de las Nieves. Te estoy sumamente agradecido por ellos. Y Ć©sas son todas las bendiciones que se me ocurren para agradecerte. En cuanto a las cosas que deseo, son tan numerosas que me llevarĆ­a mucho tiempo nombrarlas todas, asĆ­ que sólo mencionarĆ© las dos mĆ”s importantes. Por favor, dĆ©jame quedarme en Tejas Verdes; y por favor, dĆ©jame ser apuesto cuando crezca. Sin otro particular,

Atentamente.

Ana Shirley.ā€

“Ya estĆ”, Āælo he hecho bien?”, preguntó ansiosa, levantĆ”ndose. “PodrĆ­a haberlo hecho mucho mĆ”s florido si hubiera tenido un poco mĆ”s de tiempo para pensarlo”.

La pobre Marilla sólo se salvó del colapso total al recordar que no era irreverencia, sino simplemente ignorancia espiritual por parte de Ana la responsable de esta extraordinaria petición. Arropó a la niña en la cama, jurando mentalmente que al día siguiente le enseñaría una oración, y salía de la habitación con la luz cuando Ana la llamó.

“Acabo de pensarlo. DeberĆ­a haber dicho “amĆ©n” en lugar de “respetuosamente”, Āæno es asĆ­? Lo habĆ­a olvidado, pero pensĆ© que una oración debĆ­a terminar de alguna manera, asĆ­ que puse lo otro. ĀæCrees que habrĆ” alguna diferencia?”

“No creo que lo haga”, dijo Marilla. “DuĆ©rmete ahora como una buena niƱa. Buenas noches.

“Puedo decir buenas noches esta noche con la conciencia tranquila”, dijo Ana, acurrucĆ”ndose lujosamente entre sus almohadas.

Marilla se retiró a la cocina, dejó la vela sobre la mesa y fulminó a Matthew con la mirada.

“Matthew Cuthbert, ya es hora de que alguien adopte a esa niƱa y le enseƱe algo. EstĆ” al lado de una perfecta pagana. ĀæPuedes creer que no ha rezado en su vida hasta esta noche? MaƱana irĆ© a la casa solariega y pedirĆ© prestada la serie PĆ­o del DĆ­a, eso es lo que harĆ©. E irĆ” a la escuela dominical tan pronto como consiga ropa adecuada para ella. Preveo que tendrĆ© las manos llenas. Bueno, bueno, no podemos pasar por este mundo sin nuestra cuota de problemas. Hasta ahora he tenido una vida bastante fĆ”cil, pero por fin ha llegado mi hora y supongo que tendrĆ© que aprovecharla al mĆ”ximo.”


Capítulo 8: Comienza la educación de Ana

Por razones que sólo ella conocía, Marilla no le dijo a Ana que iba a quedarse en Tejas Verdes hasta la tarde siguiente. Durante la mañana mantuvo a la niña ocupada en diversas tareas y la vigiló con ojo avizor mientras las realizaba. Al mediodía había llegado a la conclusión de que Ana era inteligente y obediente, dispuesta a trabajar y rÔpida para aprender; su defecto mÔs grave parecía ser la tendencia a caer en ensoñaciones en medio de una tarea y olvidarse de ella hasta el momento en que una reprimenda o una catÔstrofe la devolvían bruscamente a la tierra.

Cuando Ana terminó de lavar los platos de la cena, se enfrentó de pronto a Marilla con el aire y la expresión de quien estÔ desesperadamente decidida a enterarse de lo peor. Su pequeño y delgado cuerpo temblaba de pies a cabeza; su rostro se sonrojó y sus ojos se dilataron hasta casi ennegrecerse; apretó fuertemente las manos y dijo con voz suplicante:

“Oh, por favor, seƱorita Cuthbert, Āæno me dirĆ” si va a echarme o no? He tratado de ser paciente toda la maƱana, pero realmente siento que no puedo soportar no saberlo por mĆ”s tiempo. Es una sensación horrible. DĆ­melo, por favor”.

“No has escaldado el paƱo de cocina en agua caliente limpia como te dije que hicieras”, dijo Marilla inamovible. “Ve y hazlo antes de hacer mĆ”s preguntas, Ana”.

Ana fue y se ocupó del paño. Luego volvió junto a Marilla y clavó en el rostro de ésta unos ojos implorantes.

“Bueno -dijo Marilla, incapaz de encontrar excusa alguna para aplazar mĆ”s su explicación-, supongo que debo decĆ­rtelo. Matthew y yo hemos decidido quedarnos contigo, si te portas bien y te muestras agradecida. Pero, niƱa, ĀæquĆ© te pasa?”.

“Estoy llorando”, dijo Ana en tono de desconcierto. “No sĆ© por quĆ©. Estoy muy contenta. AlegrĆ­a no parece la palabra adecuada. Me alegrĆ© de la VĆ­a Blanca y de los cerezos en flor, Ā”pero esto! Oh, es algo mĆ”s que alegrĆ­a. Soy tan feliz. IntentarĆ© ser tan buena. SerĆ” un trabajo duro, supongo, porque la Sra. Thomas me ha dicho a menudo que soy desesperadamente mala. Sin embargo, lo harĆ© lo mejor que pueda. Pero, Āæpuedes decirme por quĆ© lloro?”.

“Supongo que es porque estĆ”s excitada y nerviosa”, dijo Marilla con desaprobación. “SiĆ©ntate en esa silla y trata de calmarte. Me temo que llorĆ”is y reĆ­s con demasiada facilidad. SĆ­, podĆ©is quedaros aquĆ­ y trataremos de haceros bien. Debes ir a la escuela; pero sólo faltan quince dĆ­as para las vacaciones, asĆ­ que no vale la pena que empieces antes de que se abran de nuevo en septiembre.”

“ĀæCómo debo llamarte?”, preguntó Ana. “ĀæDebo decir siempre seƱorita Cuthbert? ĀæPuedo llamarte tĆ­a Marilla?”.

“No; me llamarĆ”s Marilla a secas. No estoy acostumbrada a que me llamen seƱorita Cuthbert y me pondrĆ­a nerviosa”.

“Suena terriblemente irrespetuoso decir simplemente Marilla”, protestó Ana.

“Supongo que no habrĆ” nada irrespetuoso en ello si tienes cuidado de hablar con respeto. Todos, jóvenes y viejos, en Avonlea me llaman Marilla excepto el ministro. Ɖl dice seƱorita Cuthbert… cuando se le ocurre”.

“Me encantarĆ­a llamarte tĆ­a Marilla”, dijo Ana con nostalgia. “Nunca he tenido una tĆ­a ni pariente alguno, ni siquiera una abuela. Me harĆ­a sentir como si realmente te perteneciera. ĀæNo puedo llamarte tĆ­a Marilla?”.

“No. No soy tu tĆ­a y no creo en llamar a la gente con nombres que no les pertenecen”.

“Pero podrĆ­amos imaginar que eres mi tĆ­a”.

“No podrĆ­a”, dijo Marilla malhumorada.

“ĀæNunca imaginas cosas diferentes de lo que son en realidad?” preguntó Ana con los ojos muy abiertos.

“No.”

“Ā”Oh!” Ana soltó un largo suspiro. “Ā”Oh, seƱorita Marilla, cuĆ”nto se pierde!”.

“No creo en imaginar cosas diferentes de lo que son en realidad”, replicó Marilla. “Cuando el SeƱor nos pone en ciertas circunstancias no pretende que las imaginemos. Y eso me recuerda. Ve al salón, Ana -asegĆŗrate de tener los pies limpios y de que no entren moscas-, y trĆ”eme la tarjeta ilustrada que estĆ” sobre la repisa de la chimenea. En ella estĆ” el Padrenuestro y esta tarde dedicarĆ”s tu tiempo libre a aprendĆ©rtelo de memoria. Se acabaron los rezos como los que oĆ­ anoche”.

“Supongo que fui muy torpe -dijo Ana disculpĆ”ndose-, pero es que nunca habĆ­a tenido prĆ”ctica. No se puede esperar que una persona rece muy bien la primera vez que lo intenta, Āæverdad? DespuĆ©s de acostarme, tal como te habĆ­a prometido, preparĆ© una oración esplĆ©ndida. Era casi tan larga como la de un pastor y tan poĆ©tica. Pero, Āæpuedes creerlo? No podĆ­a recordar ni una palabra cuando me despertĆ© esta maƱana. Y me temo que nunca serĆ© capaz de pensar en otra tan buena. De alguna manera, las cosas nunca son tan buenas cuando se piensan por segunda vez. ĀæLo has notado alguna vez?”

“AquĆ­ hay algo para que notes, Ana. Cuando te digo que hagas algo, quiero que me obedezcas de inmediato y que no te quedes quieta discutiendo. Ve y haz lo que te digo”.

Ana se dirigió al salón, al otro lado del vestíbulo, y no regresó. Después de esperar diez minutos, Marilla dejó de tejer y marchó tras ella con expresión adusta. Encontró a Ana inmóvil ante un cuadro colgado en la pared entre las dos ventanas, con las manos juntas detrÔs de ella, el rostro levantado y los ojos llenos de sueños. La luz blanca y verde que se filtraba a través de los manzanos y las enredaderas del exterior, caía sobre la pequeña figura extasiada con un resplandor medio sobrenatural.

“Ana, Āæen quĆ© estĆ”s pensando?”, preguntó Marilla bruscamente.

Ana volvió en sí con un sobresalto.

“En esto -dijo, seƱalando el cuadro -un cromo bastante vivo titulado “Cristo bendiciendo a los niƱitos”-, y me estaba imaginando que yo era una de ellos, que yo era la niƱita del vestido azul, de pie, sola en un rincón, como si no perteneciera a nadie, como yo. Parece solitaria y triste, Āæno crees? Supongo que no tenĆ­a padre ni madre propios. Pero ella tambiĆ©n querĆ­a ser bendecida, asĆ­ que se escabulló tĆ­midamente entre la multitud, esperando que nadie se fijara en ella, excepto Ɖl. Estoy segura de que sĆ© cómo se sintió. Su corazón debió de palpitar y sus manos se enfriaron, como las mĆ­as cuando te preguntĆ© si podĆ­a quedarme. TemĆ­a que Ɖl no se diera cuenta. Pero es probable que lo hiciera, Āæno crees? He tratado de imaginĆ”rmelo todo: ella acercĆ”ndose cada vez un poco mĆ”s, hasta que estuvo muy cerca de Ɖl; y entonces Ɖl la mirarĆ­a y le pondrĆ­a la mano en el pelo, y Ā”oh, quĆ© emoción de alegrĆ­a la invadirĆ­a! Pero me gustarĆ­a que el artista no lo hubiera pintado tan apenado. Todos sus cuadros son asĆ­, si te has fijado. Pero no creo que tuviera realmente un aspecto tan triste, o los niƱos le habrĆ­an tenido miedo”.

“Ana -dijo Marilla, preguntĆ”ndose por quĆ© no habĆ­a soltado ese discurso mucho antes-, no deberĆ­as hablar asĆ­. Es irreverente, francamente irreverente”.

Los ojos de Ana se maravillaron.

“Vaya, me sentĆ­ tan reverente como podĆ­a ser. Estoy segura de que no querĆ­a ser irreverente”.

“Bueno, supongo que no, pero no suena bien hablar tan familiarmente de esas cosas. Y otra cosa, Ana, cuando te mande a buscar algo tienes que traerlo de inmediato y no ponerte a suspirar e imaginar antes de las fotos. RecuĆ©rdalo. Toma esa tarjeta y ven a la cocina. Ahora, siĆ©ntate en un rincón y aprĆ©ndete de memoria esa oración”.

Ana colocó la tarjeta sobre la jarra llena de flores de manzano que había traído para decorar la mesa -Marilla había mirado con recelo aquel adorno, pero no había dicho nada-, apoyó la barbilla en las manos y se dedicó a estudiarla atentamente durante varios minutos silenciosos.

“Me gusta”, anunció al fin. “Es precioso. Ya lo habĆ­a oĆ­do antes; una vez se lo oĆ­ decir al director de la escuela dominical del asilo. Pero entonces no me gustó. TenĆ­a una voz tan quebrada y la rezaba con tanta tristeza. Estaba segura de que pensaba que rezar era un deber desagradable. Esto no es poesĆ­a, pero me hace sentir igual que la poesĆ­a. Padre nuestro que estĆ”s en los cielos, santificado sea tu nombre’. Es como una lĆ­nea de mĆŗsica. Oh, estoy tan contenta de que haya pensado en hacerme aprender esto, Srta. Marilla.”

“Pues aprĆ©ndetelo y cĆ”llate la boca”, dijo Marilla brevemente.

Ana inclinó el jarrón de flores de manzano lo bastante cerca para dar un suave beso a un capullo rosado, y luego estudió diligentemente durante unos instantes mÔs.

“Marilla -preguntó-, Āæcrees que alguna vez tendrĆ© una amiga Ć­ntima en Avonlea?

“ĀæQuĆ© clase de amiga?”

“Una amiga Ć­ntima, ya sabes, un alma gemela a la que pueda confiar lo mĆ”s Ć­ntimo de mi alma. He soƱado con conocerla toda mi vida. Nunca supuse que lo harĆ­a, pero tantos de mis sueƱos mĆ”s hermosos se han hecho realidad de golpe que quizĆ” Ć©ste tambiĆ©n lo haga. ĀæCrees que es posible?”

“Diana Barry vive en Orchard Slope y tiene mĆ”s o menos tu edad. Es una niƱa muy simpĆ”tica y tal vez sea una compaƱera de juegos para ti cuando vuelva a casa. Ahora estĆ” visitando a su tĆ­a en Carmody. Pero tendrĆ”s que tener cuidado con tu comportamiento. La Sra. Barry es una mujer muy particular. No dejarĆ” que Diana juegue con ninguna niƱa que no sea amable y buena”.

Ana miró a Marilla a través de los manzanos en flor, con los ojos brillantes de interés.

“ĀæCómo es Diana? No tiene el pelo rojo, Āæverdad? Oh, espero que no. Ya es bastante malo ser pelirroja, pero no podrĆ­a soportarlo en una amiga Ć­ntima”.

“Diana es una niƱa muy bonita. Tiene los ojos y el pelo negros y las mejillas sonrosadas. Y es buena e inteligente, lo cual es mejor que ser bonita”.

Marilla era tan aficionada a la moraleja como la Duquesa en el País de las Maravillas, y estaba firmemente convencida de que había que añadir una a cada observación que se hacía a una niña que estaba siendo educada.

Pero Ana se desentendió de la moraleja y se fijó únicamente en las deliciosas posibilidades que se le presentaban.

“Me alegro mucho de que sea guapa. AdemĆ”s de ser bella -y eso es imposible en mi caso-, lo mejor serĆ­a tener una amiga hermosa. Cuando vivĆ­a con la Sra. Thomas, ella tenĆ­a una estanterĆ­a con puertas de cristal en el salón. No habĆ­a libros en ella; la seƱora Thomas guardaba allĆ­ su mejor vajilla y sus conservas, cuando tenĆ­a conservas que guardar. Una de las puertas estaba rota. El seƱor Thomas la rompió una noche que estaba un poco borracho. Pero la otra estaba entera y yo solĆ­a fingir que mi reflejo en ella era otra niƱa que vivĆ­a allĆ­. La llamaba Katie Maurice, y Ć©ramos muy Ć­ntimas. SolĆ­a hablar con ella por horas, sobre todo los domingos, y contĆ”rselo todo. Katie era el consuelo de mi vida. SolĆ­amos fingir que la librerĆ­a estaba encantada y que si yo conociera el hechizo podrĆ­a abrir la puerta y entrar en la habitación donde vivĆ­a Katie Maurice, en vez de en los estantes de conservas y porcelana de la seƱora Thomas. Y entonces Katie Maurice me habrĆ­a cogido de la mano y me habrĆ­a llevado a un lugar maravilloso, lleno de flores, sol y hadas, y habrĆ­amos vivido allĆ­ felices para siempre. Cuando me fui a vivir con la Sra. Hammond, me rompió el corazón dejar a Katie Maurice. Ella tambiĆ©n lo sintió terriblemente, lo sĆ©, porque lloraba cuando me dio el beso de despedida a travĆ©s de la puerta de la librerĆ­a. No habĆ­a librerĆ­a en casa de la Sra. Hammond. Pero un poco mĆ”s arriba del rĆ­o, a poca distancia de la casa, habĆ­a un vallecito largo y verde, y allĆ­ vivĆ­a el eco mĆ”s hermoso. Se hacĆ­a eco de cada palabra que decĆ­as, aunque no hablaras muy alto. AsĆ­ que imaginĆ© que era una niƱa llamada Violetta y que Ć©ramos grandes amigas y que la querĆ­a casi tanto como a Katie Maurice; no tanto, pero casi, ya sabes. La noche antes de ir al manicomio me despedĆ­ de Violetta, y oh, su despedida me llegó en tonos tan tristes, tan tristes. Me habĆ­a encariƱado tanto con ella que no me atrevĆ­a a imaginar una amiga Ć­ntima en el manicomio, aunque allĆ­ hubiera lugar para la imaginación.”

“Creo que es mejor que no lo hubiera”, dijo Marilla secamente. “No apruebo esas cosas. Parece que te crees a medias tus propias imaginaciones. Te vendrĆ” bien tener una amiga de verdad que te quite esas tonterĆ­as de la cabeza. Pero no dejes que la Sra. Barry te oiga hablar de tus Katie Maurices y tus Violettas o pensarĆ” que cuentas cuentos”.

“Oh, no lo harĆ©. No podrĆ­a hablar de ellas a todo el mundo; sus recuerdos son demasiado sagrados para eso. Pero pensĆ© que me gustarĆ­a que las conocieras. Oh, mira, aquĆ­ hay una gran abeja saliendo de una flor de manzano. Ā”Piensa en lo encantador que es vivir en una flor de manzano! ImagĆ­nate ir a dormir en ella cuando el viento la mece. Si no fuera humana, me gustarĆ­a ser abeja y vivir entre las flores”.

“Ayer querĆ­as ser gaviota”, resopló Marilla. “Creo que eres muy inconstante. Te dije que aprendieras esa oración y no hablaras. Pero parece imposible que dejes de hablar si tienes a alguien que te escuche. AsĆ­ que sube a tu cuarto y aprĆ©ndetela”.

“Oh, ya me la sĆ© casi toda, excepto la Ćŗltima lĆ­nea.”

“Bueno, no importa, haz lo que te digo. Ve a tu cuarto y termina de aprendĆ©rtela bien, y quĆ©date allĆ­ hasta que te llame para que me ayudes a tomar el tĆ©.”

“ĀæPuedo llevarme las flores de manzano para que me hagan compaƱƭa?”, suplicó Ana.

“No; no querrĆ”s que tu habitación se llene de flores. DeberĆ­as haberlas dejado en el Ć”rbol”.

“Yo tambiĆ©n me sentĆ­ un poco asĆ­”, dijo Ana. “SentĆ­a que no debĆ­a acortar sus hermosas vidas cogiĆ©ndolas; yo no querrĆ­a que me cogieran si fuera una flor de manzano. Pero la tentación era irresistible. ĀæQuĆ© haces cuando te encuentras con una tentación irresistible?”

“Ana, Āæme has oĆ­do decir que te vayas a tu habitación?”.

Ana suspiró, se retiró al hastial oriental y se sentó en una silla junto a la ventana.

“Ya estĆ”: me sĆ© esta oración. AprendĆ­ la Ćŗltima frase subiendo las escaleras. Ahora voy a imaginar cosas en esta habitación para que se queden siempre imaginadas. El suelo estĆ” cubierto de una alfombra de terciopelo blanco con rosas rosas por todas partes y hay cortinas de seda rosa en las ventanas. Las paredes estĆ”n decoradas con tapices brocados en oro y plata. Los muebles son de caoba. Nunca he visto caoba, pero suena muy lujoso. Hay un sofĆ” repleto de preciosos cojines de seda, rosas, azules, carmesĆ­es y dorados, y yo estoy cómodamente recostada en Ć©l. Veo mi reflejo en el esplĆ©ndido espejo que cuelga de la pared. Soy alta y regia, con un vestido de encaje blanco, una cruz de perlas en el pecho y perlas en el pelo. Tengo el pelo oscuro como la medianoche y la piel de una clara palidez marfil. Me llamo Lady Cordelia Fitzgerald. No, no lo es; no puedo hacer que parezca real”.

Se acercó bailando al pequeño espejo y se asomó a él. Su rostro puntiagudo y pecoso y sus solemnes ojos grises le devolvieron la mirada.

“Sólo eres Ana de las Tejas Verdes -dijo con seriedad-, y te veo, tal como me miras ahora, cada vez que intento imaginar que soy Lady Cordelia. Pero es un millón de veces mĆ”s agradable ser Ana de Tejas Verdes que Ana de ningĆŗn sitio en particular, Āæverdad?”.

Se inclinó hacia delante, besó cariñosamente su reflejo y se acercó a la ventana abierta.

“Querida Reina de las Nieves, buenas tardes. Y buenas tardes, queridos abedules de la hondonada. Y buenas tardes, querida casa gris en lo alto de la colina. Me pregunto si Diana serĆ” mi amiga Ć­ntima. Espero que sĆ­, y la querrĆ© mucho. Pero nunca debo olvidar a Katie Maurice y Violetta. Se sentirĆ­an tan heridas si lo hiciera y odiarĆ­a herir los sentimientos de nadie, ni siquiera los de una niƱa librera o una niƱa eco. Debo tener cuidado de acordarme de ellos y enviarles un beso todos los dĆ­as”.

Ana sopló un par de airosos besos con las yemas de los dedos sobre los cerezos en flor y luego, con la barbilla entre las manos, se dejó llevar lujosamente por un mar de ensoñaciones.


CapĆ­tulo 9: La Sra. Rachel Lynde estĆ” muy horrorizada

Ana llevaba quince días en Tejas Verdes antes de que la señora Lynde llegase a inspeccionarla. La señora Rachel, para hacerle justicia, no tenía la culpa de ello. Un grave e inoportuno ataque de grippe había confinado a aquella buena señora en su casa desde la ocasión de su última visita a Tejas Verdes. La señora Rachel no solía estar enferma y sentía un desprecio bien definido por las personas que lo estaban; pero la grippe, afirmaba, no se parecía a ninguna otra enfermedad en la tierra y sólo podía interpretarse como una de las visitas especiales de la Providencia. En cuanto el médico le permitió salir al aire libre, se apresuró a ir a Tejas Verdes, llena de curiosidad por ver a la huérfana de Matthew y Marilla, acerca de la cual habían corrido por Avonlea toda clase de historias y suposiciones.

Ana había aprovechado todos los momentos de vigilia de aquellos quince días. Ya conocía todos los Ôrboles y arbustos del lugar. Había descubierto que por debajo del manzanar se abría un sendero que subía a través de un cinturón de bosque; y lo había explorado hasta su último confín en todos sus deliciosos caprichos de arroyo y puente, bosquecillo de abetos y arco de cerezos silvestres, rincones espesos de helechos y ramificaciones de arces y fresnos de montaña.

Se habƭa hecho amiga del manantial de la hondonada, aquel maravilloso manantial profundo, claro y helado; estaba rodeado de suaves areniscas rojas y bordeado por grandes grupos de helechos acuƔticos en forma de palmera; y mƔs allƔ habƭa un puente de troncos sobre el arroyo.

Aquel puente conducĆ­a los pies danzantes de Ana a una colina boscosa, donde reinaba un crepĆŗsculo perpetuo bajo abetos y piceas rectos y espesos; las Ćŗnicas flores que habĆ­a eran mirĆ­adas de delicadas “campanillas de junio”, las mĆ”s tĆ­midas y dulces del bosque, y algunas pĆ”lidas y aĆ©reas flores estrelladas, como los espĆ­ritus de las flores del aƱo pasado. Las azucenas brillaban como hilos de plata entre los Ć”rboles y las ramas y borlas de los abetos parecĆ­an pronunciar un discurso amistoso.

Todos estos embelesados viajes de exploración los realizaba en las medias horas que le concedĆ­an para jugar, y Ana hablaba a Matthew y a Marilla medio sorda de sus descubrimientos. No es que Mateo se quejase, por cierto; lo escuchaba todo con una sonrisa sin palabras de gozo en el rostro; Marilla permitĆ­a la “chĆ”chara” hasta que se daba cuenta de que se interesaba demasiado en ella, en cuyo caso siempre sofocaba prontamente a Ana con una orden cortante de que se callase.

Ana estaba en el huerto cuando llegó la señora Raquel, paseando a su dulce antojo entre las hierbas frondosas y temblorosas, salpicadas por el sol rubicundo del atardecer; de modo que la buena señora tuvo una excelente oportunidad para hablar de su enfermedad en toda su extensión, describiendo cada dolor y cada latido del pulso con tan evidente placer, que Marilla pensó que incluso la gripe debía traer sus compensaciones. Cuando se agotaron los detalles, la señora Rachel introdujo la verdadera razón de su llamada.

“He oĆ­do cosas sorprendentes sobre Matthew y tĆŗ”.

“Supongo que no estĆ”s mĆ”s sorprendida que yo misma”, dijo Marilla. “Ya se me estĆ” pasando la sorpresa”.

“Fue una lĆ”stima que hubiera semejante error”, dijo la seƱora Rachel con simpatĆ­a. “ĀæNo podĆ­ais haberla enviado de vuelta?”.

“Supongo que podĆ­amos, pero decidimos no hacerlo. Matthew se encaprichó de ella. Y debo decir que a mĆ­ tambiĆ©n me gusta, aunque admito que tiene sus defectos. La casa ya parece un lugar diferente. Es muy inteligente”.

Marilla dijo mÔs de lo que tenía intención de decir cuando empezó, porque leyó desaprobación en la expresión de la señora Rachel.

“Es una gran responsabilidad la que has asumido”, dijo sombrĆ­amente aquella seƱora, “sobre todo cuando nunca has tenido experiencia con niƱos. No sabes mucho de ella ni de su verdadera disposición, supongo, y no se puede adivinar cómo saldrĆ” una niƱa asĆ­. Pero no quiero desanimarte, estoy segura, Marilla”.

“No me siento desanimada”, fue la seca respuesta de Marilla. “Cuando me decido a hacer una cosa, se queda decidida. Supongo que querrĆ”s ver a Ana. La llamarĆ©”.

Ana entró corriendo, con el rostro animado por el placer de sus paseos por el huerto; pero, avergonzada al encontrarse ante la inesperada presencia de un extraño, se detuvo confusa en la puerta. Ciertamente era una criaturita de aspecto extraño, con el vestido corto y ceñido que llevaba desde el manicomio, por debajo del cual sus delgadas piernas parecían demasiado largas. Sus pecas eran mÔs numerosas e intrusivas que nunca; el viento había alborotado su cabello sin sombrero; nunca se había visto mÔs rojo que en ese momento.

“Bueno, no te eligieron por tu aspecto, eso es seguro”, fue el enfĆ”tico comentario de la seƱora Rachel Lynde. La seƱora Rachel era una de esas personas encantadoras y populares que se enorgullecen de decir lo que piensan sin miedo ni favoritismos. “Es terriblemente flaca y hogareƱa, Marilla. Ven aquĆ­, niƱa, y deja que te eche un vistazo. Corazón de ley, Āæalguien vio alguna vez tantas pecas? Ā”Y el pelo tan rojo como las zanahorias! Ven aquĆ­, niƱa, te digo”.

Ana “vino”, pero no exactamente como la seƱora Rachel esperaba. De un salto cruzó el suelo de la cocina y se plantó ante ella, con el rostro escarlata de ira, los labios temblorosos y toda su esbelta figura temblando de pies a cabeza.

“Te odio”, gritó con voz ahogada, dando pisotones en el suelo. “Te odio… te odio… te odio…” Un pisotón mĆ”s fuerte con cada afirmación de odio. “ĀæCómo te atreves a llamarme flaca y fea? ĀæCómo te atreves a decir que soy pecosa y pelirroja? Eres una mujer grosera, maleducada e insensible”.

“Ā”Ana!”, exclamó Marilla consternada.

Pero Ana continuó impertérrita frente a la señora Raquel, con la cabeza erguida, los ojos encendidos, las manos apretadas, la indignación apasionada exhalando de ella como una atmósfera.

“ĀæCómo te atreves a decir esas cosas de mĆ­?”, repitió con vehemencia. “ĀæCómo te gustarĆ­a que dijeran esas cosas de ti? ĀæTe gustarĆ­a que te dijeran que eres gorda y torpe y que probablemente no tienes ni una chispa de imaginación? No me importa herir tus sentimientos al decirlo. Espero herirlos. Has herido los mĆ­os peor de lo que nunca los habĆ­a herido ni siquiera el marido intoxicado de la Sra. Thomas. Y nunca te lo perdonarĆ©, Ā”nunca, nunca!”

”Sello! ”Stamp!

“ĀæHabĆ­a visto alguien alguna vez semejante mal genio?”, exclamó horrorizada la seƱora Rachel.

“Ana, vete a tu cuarto y quĆ©date allĆ­ hasta que yo suba”, dijo Marilla, recuperando con dificultad la facultad de hablar.

Ana, echÔndose a llorar, se precipitó a la puerta del vestíbulo, la cerró de un portazo hasta que las latas de la pared del porche sonaron en señal de simpatía, y huyó por el vestíbulo y subió las escaleras como un torbellino. Un tenue portazo en la parte superior indicó que la puerta del hastial este se había cerrado con la misma vehemencia.

“Bueno, no te envidio el trabajo de subir eso, Marilla”, dijo la seƱora Rachel con indecible solemnidad.

Marilla abrió los labios para decir no sabía qué disculpa o reproche. Lo que dijo fue una sorpresa para sí misma en aquel momento y para siempre.

“No deberĆ­as haberte burlado de su aspecto, Rachel.”

“Marilla Cuthbert, Āæno querrĆ”s decir que la estĆ”s apoyando en una muestra de temperamento tan terrible como la que acabamos de ver?”, preguntó indignada la seƱora Rachel.

“No”, dijo Marilla lentamente, “no estoy tratando de excusarla. Se ha portado muy mal y tendrĆ© que regaƱarla por ello. Pero debemos ser indulgentes con ella. Nunca le han enseƱado lo que es correcto. Y tĆŗ fuiste demasiado dura con ella, Rachel”.

Marilla no pudo evitar añadir esta última frase, aunque volvió a sorprenderse de sí misma por haberlo hecho. La señora Rachel se levantó con aire de dignidad ofendida.

“Bueno, veo que tendrĆ© que tener mucho cuidado con lo que digo despuĆ©s de esto, Marilla, ya que los finos sentimientos de los huĆ©rfanos, traĆ­dos de Dios sabe dónde, tienen que ser considerados antes que cualquier otra cosa. Oh, no, no estoy enfadada, no te preocupes. Lo siento demasiado por ti como para dejar lugar a la ira en mi mente. TendrĆ”s tus propios problemas con ese niƱo. Pero si aceptas mi consejo -que supongo que no aceptarĆ”s, aunque he criado a diez niƱos y enterrado a dos-, hablarĆ”s con un abedul de buen tamaƱo. Creo que Ć©se serĆ­a el lenguaje mĆ”s eficaz para ese tipo de niƱa. Su temperamento hace juego con su pelo, supongo. Bueno, buenas noches, Marilla. Espero que vengas a verme a menudo como de costumbre. Pero no esperes que vuelva a visitarte si me insultas de esa manera. Es algo nuevo en mi experiencia”.

Entonces la señora Rachel se marchó, si es que puede decirse que se marcha una mujer gorda que siempre andaba a paso de tortuga, y Marilla, con rostro muy solemne, se dirigió al hastial este.

Mientras subía, se preguntaba con inquietud qué debía hacer. Estaba muy consternada por la escena que acababa de representarse. Era una lÔstima que Ana hubiera mostrado tal mal genio ante la señora Rachel Lynde, precisamente. De pronto, Marilla se dio cuenta de que se sentía mÔs humillada que triste por haber descubierto un defecto tan grave en el carÔcter de Ana. ¿Y cómo iba a castigarla? La amable sugerencia de la vara de abedul, de cuya eficacia todos los hijos de la señora Rachel habrían podido dar testimonio, no atrajo a Marilla. No creía que pudiera azotar a una niña. No, había que encontrar otro método de castigo para que Ana se diera cuenta de la enormidad de su falta.

Marilla encontró a Ana boca abajo en la cama, llorando amargamente, sin reparar en las botas embarradas sobre un cubrecama limpio.

“Ana”, le dijo, no sin insistencia.

No obtuvo respuesta.

“Ana”, con mayor severidad, “bĆ”jate de la cama ahora mismo y escucha lo que tengo que decirte”.

Ana se revolvió fuera de la cama y se sentó rígidamente en una silla junto a ella, con la cara hinchada y manchada de lÔgrimas y los ojos obstinadamente fijos en el suelo.

“Ā”QuĆ© bien te comportas asĆ­, Ana! ĀæNo te da vergüenza?”

“No tenĆ­a ningĆŗn derecho a llamarme fea y pelirroja”, replicó Ana, evasiva y desafiante.

“No tenĆ­as derecho a montar en cólera y hablarle como le hablaste, Ana. Me avergoncĆ© de ti, me avergoncĆ© mucho de ti. QuerĆ­a que te portaras bien con la seƱora Lynde, y en lugar de eso me has deshonrado. Estoy segura de que no sĆ© por quĆ© perdiste los estribos de esa manera sólo porque la seƱora Lynde dijo que eras pelirroja y hogareƱa. TĆŗ misma lo dices a menudo”.

“Oh, pero hay tanta diferencia entre decir una cosa tĆŗ misma y oĆ­r que otros la digan”, se lamentó Ana. “Puedes saber que una cosa es asĆ­, pero no puedes evitar esperar que los demĆ”s no piensen exactamente lo mismo. Supongo que pensarĆ”s que tengo muy mal genio, pero no pude evitarlo. Cuando dijo esas cosas, algo se levantó en mĆ­ y me ahogó. Tuve que gritarle”.

“Bueno, debo decir que hiciste una buena exhibición. La Sra. Lynde tendrĆ” una bonita historia que contar sobre ti en todas partes… y ella tambiĆ©n la contarĆ”. Fue terrible que perdieras los estribos de esa manera, Ana”.

“ImagĆ­nate cómo te sentirĆ­as si alguien te dijera a la cara que eres flaca y fea”, suplicó Ana entre lĆ”grimas.

Un viejo recuerdo surgió de pronto ante Marilla. HabĆ­a sido una niƱa muy pequeƱa cuando oyó a una tĆ­a decir de ella a otra: “QuĆ© lĆ”stima que sea una cosita tan oscura y hogareƱa”. Marilla no habĆ­a cumplido los cincuenta antes de que se le borrara el escozor de aquel recuerdo.

“No creo que la seƱora Lynde tuviera razón al decirte lo que te dijo, Ana”, admitió en un tono mĆ”s suave. “Rachel es demasiado franca. Pero eso no es excusa para semejante comportamiento por su parte. Era una desconocida, una persona mayor y mi visitante, tres buenas razones por las que deberĆ­as haber sido respetuosa con ella. Fuiste grosera y descarada y”-Marilla tuvo una inspiración salvadora de castigo-“debes ir a verla y decirle que sientes mucho tu mal carĆ”cter y pedirle que te perdone.”

“Nunca podrĆ© hacer eso”, dijo Ana decidida y sombrĆ­a. “Puedes castigarme como quieras, Marilla. Puedes encerrarme en un calabozo oscuro y hĆŗmedo, habitado por serpientes y sapos, y alimentarme sólo con pan y agua, y no me quejarĆ©. Pero no puedo pedirle perdón a la Sra. Lynde”.

“No tenemos por costumbre encerrar a la gente en calabozos oscuros y hĆŗmedos”, dijo Marilla con sorna, “sobre todo porque son mĆ”s bien escasos en Avonlea. Pero discĆŗlpate con la seƱora Lynde debes y tendrĆ”s que hacerlo y te quedarĆ”s aquĆ­ en tu habitación hasta que me digas que estĆ”s dispuesta a hacerlo.”

“Entonces tendrĆ© que quedarme aquĆ­ para siempre”, dijo Ana apenada, “porque no puedo decirle a la seƱora Lynde que lamento haberle dicho esas cosas. ĀæCómo podrĆ­a? No lo lamento. Siento haberla vejado; pero me alegro de haberle dicho exactamente lo que le dije. Fue una gran satisfacción. No puedo decir que lo siento cuando no es asĆ­, Āæverdad? Ni siquiera puedo imaginar que lo siento”.

“QuizĆ” tu imaginación funcione mejor por la maƱana”, dijo Marilla, levantĆ”ndose para marcharse. “TendrĆ”s la noche para reflexionar sobre tu conducta y mejorar tu estado de Ć”nimo. Dijiste que intentarĆ­as portarte muy bien si te retenĆ­amos en Tejas Verdes, pero debo decir que esta noche no lo has parecido mucho.”

Dejando que este fuste partenopeo se agitase en el tormentoso pecho de Ana, Marilla descendió a la cocina, gravemente turbada en su mente y vejada en su alma. Estaba tan enfadada consigo misma como con Ana, porque, cada vez que recordaba el rostro estupefacto de la señora Raquel, sus labios se crispaban de diversión y sentía el mÔs censurable deseo de reír.


CapĆ­tulo 10: La disculpa de Ana

Aquella noche Marilla no dijo nada a Matthew sobre el asunto; pero cuando Ana se mostró aún refractaria a la mañana siguiente, hubo que dar una explicación para explicar su ausencia de la mesa del desayuno. Marilla le contó a Matthew toda la historia, esforzÔndose por hacerle comprender la enormidad del comportamiento de Ana.

“Es bueno que Rachel Lynde haya recibido una llamada; es una vieja chismosa entrometida”, fue la consoladora respuesta de Matthew.

“Matthew Cuthbert, me asombras. Sabes que el comportamiento de Ana fue espantoso y, sin embargo, Ā”te pones de su parte! Supongo que luego dirĆ”s que no deberĆ­a ser castigada”.

“Bueno, no exactamente”, dijo Matthew inquieto. “Creo que deberĆ­a ser castigada un poco. Pero no seas demasiado dura con ella, Marilla. Recuerda que nunca ha tenido a nadie que le enseƱe a comportarse correctamente. Vas a darle algo de comer, Āæverdad?”.

“ĀæCuĆ”ndo has oĆ­do hablar de que yo haga pasar hambre a la gente para que se comporte bien?”, preguntó Marilla indignada. “ComerĆ” con regularidad, y yo misma se lo llevarĆ©. Pero se quedarĆ” allĆ­ hasta que estĆ© dispuesta a disculparse con la seƱora Lynde, y eso es todo, Matthew”.

El desayuno, la cena y la cena fueron comidas muy silenciosas, pues Ana seguía obstinada. Después de cada comida, Marilla llevaba una bandeja bien llena al frontón este y la bajaba mÔs tarde sin que se notara que estaba agotada. Matthew observó su último descenso con ojos preocupados. ¿Habría comido algo Ana?

Cuando Marilla salió aquella tarde a traer las vacas del prado trasero, Matthew, que había estado merodeando por los graneros y observando, se deslizó en la casa con aire de ladrón y subió sigilosamente. Por lo general, Matthew se movía entre la cocina y el pequeño dormitorio del vestíbulo, donde dormía; de vez en cuando se aventuraba incómodo en el salón o en la sala de estar cuando el ministro venía a tomar el té. Pero nunca había subido a su propia casa desde la primavera en que ayudó a Marilla a empapelar el dormitorio de invitados, y de eso hacía ya cuatro años.

Caminó de puntillas por el vestíbulo y permaneció varios minutos ante la puerta del hastial este antes de armarse de valor para golpearla con los dedos y luego abrir la puerta para asomarse.

Ana estaba sentada en la silla amarilla, junto a la ventana, mirando con tristeza hacia el jardín. Parecía muy pequeña e infeliz, y a Matthew le dio un vuelco el corazón. Cerró suavemente la puerta y se acercó a ella de puntillas.

“Ana”, susurró, como si temiera que le oyeran, “Āæcómo lo llevas, Ana?”.

Ana sonrió con desgana.

“Bastante bien. Imagino bastante y eso me ayuda a pasar el tiempo. Por supuesto, es bastante solitario. Pero bueno, mĆ”s vale que me acostumbre”.

Ana sonrió de nuevo, afrontando con valentía los largos años de reclusión solitaria que tenía por delante.

Matthew recordó que debía decir lo que había venido a decir sin pérdida de tiempo, no fuera que Marilla regresara antes de tiempo.

“Bueno, Ana, Āæno crees que serĆ” mejor que lo hagas y acabes de una vez?”, susurró. “TendrĆ” que hacerse tarde o temprano, sabes, porque Marilla es una mujer terriblemente decidida, terriblemente decidida, Ana. Hazlo de una vez, te digo, y acaba de una vez”.

“ĀæQuieres decir disculparte con Mrs. Lynde?”

“SĆ­, disculparse, Ć©sa es la palabra”, dijo Matthew con entusiasmo. “Sólo suavizarlo, por asĆ­ decirlo. A eso querĆ­a llegar”.

“Supongo que podrĆ­a hacerlo para complacerte”, dijo Ana pensativa. “SerĆ­a bastante cierto decir que lo siento, porque ahora lo siento. Anoche no me arrepentĆ­ en absoluto. Me enfadĆ© mucho y seguĆ­ enfadada toda la noche. Lo sĆ© porque me despertĆ© tres veces y cada vez estaba furiosa. Pero esta maƱana todo habĆ­a terminado. Ya no estaba de mal humor… y tambiĆ©n me dejó una especie de tristeza espantosa. Me sentĆ­a tan avergonzada de mĆ­ misma. Pero no podĆ­a pensar en ir y decĆ­rselo a la Sra. Lynde. SerĆ­a muy humillante. DecidĆ­ quedarme aquĆ­ encerrada para siempre antes que hacer eso. Pero aĆŗn asĆ­… harĆ­a cualquier cosa por ti… si realmente quieres que…”

“Bueno, claro que quiero. Me siento terriblemente sola abajo sin ti. Ve y suavĆ­zalo, buena chica”.

“Muy bien”, dijo Ana con resignación. “Le dirĆ© a Marilla, en cuanto llegue, que me he arrepentido”.

“Muy bien, muy bien, Ana. Pero no le digas a Marilla que le he dicho nada. PodrĆ­a pensar que estoy metiendo mi remo y prometĆ­ no hacerlo”.

“Los caballos salvajes no me arrancarĆ”n el secreto”, prometió Ana solemnemente. “ĀæCómo podrĆ­an los caballos salvajes arrancarle un secreto a una persona?”.

Pero Matthew se habĆ­a ido, asustado de su propio Ć©xito. Huyó apresuradamente al rincón mĆ”s apartado del prado de los caballos para que Marilla no sospechara lo que habĆ­a estado tramando. La propia Marilla, al regresar a la casa, se sorprendió agradablemente al oĆ­r una voz lastimera que decĆ­a “Marilla” por encima de la barandilla.

“ĀæY bien?”, dijo, entrando en el vestĆ­bulo.

“Siento haber perdido los estribos y haber dicho groserĆ­as, y estoy dispuesta a ir a decĆ­rselo a la seƱora Lynde”.

“Muy bien.” La crispación de Marilla no dio seƱales de su alivio. Se habĆ­a estado preguntando quĆ© debĆ­a hacer bajo palio si Ana no cedĆ­a. “Te llevarĆ© abajo despuĆ©s del ordeƱo”.

En consecuencia, después del ordeño, he aquí que Marilla y Ana caminaban por el sendero, la primera erguida y triunfante, la segunda cabizbaja y abatida. Pero a mitad de camino el abatimiento de Ana desapareció como por encanto. Levantó la cabeza y caminó con paso ligero, con los ojos fijos en el cielo del atardecer y un aire de tenue regocijo a su alrededor. Marilla contempló el cambio con desaprobación. No se trataba de una mansa penitente como la que le convenía llevar en presencia de la ofendida señora Lynde.

“ĀæEn quĆ© piensas, Ana?”, preguntó bruscamente.

“Estoy imaginando lo que debo decir a la seƱora Lynde”, respondió Ana soƱadoramente.

Esto era satisfactorio, o deberƭa haberlo sido. Pero Marilla no podƭa librarse de la idea de que algo en su plan de castigo se estaba torciendo. Ana no tenƭa por quƩ estar tan embelesada y radiante.

Y así continuó hasta que estuvieron en presencia de la señora Lynde, que tejía junto a la ventana de la cocina. Entonces desapareció el resplandor. En cada uno de sus rasgos se reflejaba una lúgubre penitencia. Antes de pronunciar una palabra, Ana se arrodilló de pronto ante la asombrada señora Rachel y extendió las manos suplicante.

“Oh, seƱora Lynde, lo siento muchĆ­simo”, dijo con un temblor en la voz. “Nunca podrĆ­a expresar toda mi pena, no, ni aunque utilizara un diccionario entero. Tiene que imaginĆ”rselo. Me he portado terriblemente mal contigo y he deshonrado a mis queridos amigos Matthew y Marilla, que me han dejado quedarme en Tejas Verdes aunque no soy un niƱo. Soy una muchacha terriblemente malvada y desagradecida, y merezco ser castigada y expulsada para siempre por la gente respetable. Fue muy malvado por mi parte enfurecerme porque me dijiste la verdad. Era la verdad; cada palabra que dijiste era verdad. Soy pelirroja, pecosa, flaca y fea. Lo que te dije tambiĆ©n era verdad, pero no deberĆ­a haberlo dicho. Oh, Sra. Lynde, por favor, por favor, perdóneme. Si se niega serĆ” una pena de por vida para mĆ­. No le gustarĆ­a infligirle una pena de por vida a una pobre huerfanita, Āæverdad, aunque tuviera un carĆ”cter terrible? Oh, estoy segura de que no. Por favor, dĆ­game que me perdona, seƱora Lynde”.

Ana juntó las manos, inclinó la cabeza y esperó la palabra de juicio.

No habƭa duda de su sinceridad: se respiraba en cada tono de su voz. Tanto Marilla como la seƱora Lynde reconocieron su inconfundible timbre.

Pero la primera comprendió consternada que Ana estaba disfrutando realmente de su valle de humillación, que se regocijaba en la minuciosidad de su abajamiento. ¿Dónde estaba el sano castigo del que ella, Marilla, se había jactado? Ana lo había convertido en una especie de placer positivo.

La buena señora Lynde, que no era demasiado perspicaz, no se dio cuenta de esto. Sólo se dio cuenta de que Ana había presentado una disculpa muy completa, y todo resentimiento desapareció de su corazón bondadoso, aunque algo oficioso.

“Vamos, vamos, levĆ”ntate, niƱa”, le dijo cordialmente. “Por supuesto que te perdono. Supongo que fui un poco dura contigo. Pero soy una persona muy franca. No debes molestarme, eso es lo que pasa. No se puede negar que tu pelo es terriblemente rojo; pero conocĆ­ a una chica una vez -de hecho, fui a la escuela con ellacuyo pelo era casi tan rojo como el tuyo cuando era joven, pero cuando creció se oscureció a un castaƱo realmente hermoso. No me sorprenderĆ­a ni un Ć”pice que el tuyo tambiĆ©n lo fuera, ni un Ć”pice”.

“Ā”Oh, Sra. Lynde!” Ana dio un largo suspiro mientras se ponĆ­a en pie. “Me has dado una esperanza. Siempre sentirĆ© que es usted una benefactora. Oh, podrĆ­a soportar cualquier cosa si tan sólo pensara que mi cabello serĆ­a de un hermoso castaƱo cuando creciera. SerĆ­a mucho mĆ”s fĆ”cil ser bueno si uno tuviera el pelo castaƱo, Āæno crees? Y ahora, Āæpuedo salir a su jardĆ­n y sentarme en ese banco bajo los manzanos mientras usted y Marilla hablan? AllĆ­ hay mucho mĆ”s espacio para la imaginación”.

“Leyes, sĆ­, corre, niƱa. Y puedes coger un ramo de esos lirios blancos de junio que hay en el rincón, si quieres”.

Cuando la puerta se cerró tras Ana, la Sra. Lynde se levantó enérgicamente para encender una lÔmpara.

“Es una cosita muy rara. Coge esta silla, Marilla; es mĆ”s fĆ”cil que la que tienes; la guardo para que se siente el chico contratado. SĆ­, ciertamente es una niƱa rara, pero despuĆ©s de todo tiene algo de simpĆ”tica. No me sorprende tanto que Matthew y tĆŗ os quedĆ©is con ella como me sorprendió a mĆ­, ni tampoco lo siento por ti. Puede que salga bien. Por supuesto, tiene una extraƱa manera de expresarse, un poco demasiado… bueno, demasiado forzada, ya sabes; pero probablemente lo superarĆ” ahora que ha venido a vivir entre gente civilizada. Y ademĆ”s, su carĆ”cter es bastante rĆ”pido, supongo; pero hay un consuelo, una niƱa que tiene un carĆ”cter rĆ”pido, que se enciende y se apaga, no es probable que sea astuta o engaƱosa. PresĆ©rvame de un niƱo astuto, eso es. En general, Marilla, me cae bien”.

Cuando Marilla se fue a casa, Ana salió de la fragante penumbra del huerto con un manojo de narcisos blancos en las manos.

“Me he disculpado bastante bien, Āæverdad?”, dijo orgullosa mientras bajaban por el sendero. “PensĆ© que ya que tenĆ­a que hacerlo, podĆ­a hacerlo a conciencia”.

“Lo hiciste muy bien”, fue el comentario de Marilla. Marilla se sintió consternada al sentirse inclinada a reĆ­r al recordarlo. Tuvo tambiĆ©n la incómoda sensación de que debĆ­a regaƱar a Ana por haberse disculpado tan bien; pero entonces, Ā”eso era ridĆ­culo! Transigió con su conciencia diciendo severamente:

“Espero que no tengas que disculparte muchas veces mĆ”s. Espero que ahora intentes controlar tu temperamento, Ana”.

“Eso no serĆ­a tan difĆ­cil si la gente no se burlara de mi aspecto”, dijo Ana con un suspiro. “No me enojo por otras cosas, pero estoy tan cansada de que se burlen de mi cabello que me hace hervir. ĀæCrees que de mayor tendrĆ© el pelo castaƱo?”.

“No deberĆ­as pensar tanto en tu aspecto, Ana. Me temo que eres una niƱa muy vanidosa”.

“ĀæCómo voy a ser vanidosa si sĆ© que soy fea?”, protestó Ana. “Me encantan las cosas bonitas, y odio mirar por el espejo y ver algo que no lo es. Me da mucha pena, lo mismo que cuando veo cualquier cosa fea. Me da pena porque no es bonito”.

“Lo guapo es como lo guapo”, citó Marilla.

“Ya me lo habĆ­an dicho antes, pero tengo mis dudas al respecto”, comentó Ana escĆ©ptica, olfateando sus narcisos. “Ā”Oh, quĆ© dulces son estas flores! Fue muy amable la seƱora Lynde al regalĆ”rmelas. Ya no le guardo rencor a la seƱora Lynde. Disculparse y ser perdonado es una sensación muy agradable, Āæverdad? ĀæNo brillan las estrellas esta noche? Si pudieras vivir en una estrella, ĀæcuĆ”l elegirĆ­as? Me gustarĆ­a esa estrella grande y clara que estĆ” allĆ”, sobre esa colina oscura”.

“Ana, cĆ”llate -dijo Marilla, agotada de intentar seguir los giros de los pensamientos de Ana.

Ana no dijo nada mÔs hasta que entraron en su propio camino. Un vientecillo gitano bajaba a su encuentro, cargado del perfume picante de los jóvenes helechos mojados por el rocío. A lo lejos, en las sombras, una alegre luz brillaba a través de los Ôrboles, procedente de la cocina de Tejas Verdes. Ana se acercó de pronto a Marilla y deslizó la mano en la dura palma de la mayor.

“Es encantador volver a casa y saber que es mi hogar”, dijo. “Ya adoro Tejas Verdes, y nunca antes habĆ­a adorado ningĆŗn lugar. NingĆŗn lugar me habĆ­a parecido mi hogar. Oh, Marilla, soy tan feliz. PodrĆ­a rezar ahora mismo y no me costarĆ­a nada”.

Algo cÔlido y agradable brotó en el corazón de Marilla al sentir aquella pequeña y delgada mano en la suya, un latido de la maternidad que tal vez había echado de menos. Su falta de costumbre y su dulzura la perturbaron. Se apresuró a devolver a sus sensaciones su calma normal inculcÔndole una moraleja.

“Si te portas bien, siempre serĆ”s feliz, Ana. Y nunca te costarĆ” rezar tus oraciones”.

“Rezar no es exactamente lo mismo que rezar”, dijo Ana meditabunda. “Pero voy a imaginarme que soy el viento que sopla en las copas de los Ć”rboles. Cuando me canse de los Ć”rboles, me imaginarĆ© que estoy ondeando suavemente aquĆ­ abajo, entre los helechos, y luego volarĆ© hasta el jardĆ­n de la seƱora Lynde y pondrĆ© a bailar a las flores, y luego irĆ© de un solo golpe sobre el campo de trĆ©boles, y luego soplarĆ© sobre el Lago de las Aguas Brillantes y lo ondularĆ© todo en pequeƱas olas centelleantes. Ā”Oh, hay tanto espacio para la imaginación en un viento! AsĆ­ que no hablarĆ© mĆ”s por ahora, Marilla”.

“Gracias a Dios por eso”, exhaló Marilla con devoto alivio.


CapĆ­tulo 11: Impresiones de Ana sobre la escuela dominical

“ĀæQuĆ© te parecen?”, dijo Marilla.

Ana estaba de pie en la habitación del frontón, mirando solemnemente tres vestidos nuevos extendidos sobre la cama. Uno era de guinga de color tabaco, que Marilla había estado tentada de comprar a un vendedor ambulante el verano anterior porque parecía muy útil; otro era de satén a cuadros blancos y negros, que había comprado en un mostrador de gangas en invierno; y otro era un estampado rígido de un feo tono azul que había comprado aquella semana en una tienda de Carmody.

Los habƭa confeccionado ella misma, y todos eran iguales: faldas lisas ceƱidas a cinturas lisas, con mangas tan lisas como la cintura y la falda y tan ajustadas como podƭan ser las mangas.

“Imagino que me gustan”, dijo Ana con sobriedad.

“No quiero que te lo imagines”, dijo Marilla, ofendida. “Ā”Ya veo que no te gustan los vestidos! ĀæQuĆ© les pasa? ĀæNo estĆ”n pulcros, limpios y nuevos?”.

“SĆ­.”

“ĀæEntonces por quĆ© no te gustan?”

“No son bonitos”, dijo Ana de mala gana.

“Ā”Bonitos!” resopló Marilla. “No me preocupĆ© por conseguirte vestidos bonitos. No creo en mimar la vanidad, Ana, te lo aseguro. Esos vestidos son buenos, sensatos, Ćŗtiles, sin adornos ni florituras, y son todo lo que tendrĆ”s este verano. El de guinga marrón y el estampado azul te servirĆ”n para el colegio cuando empieces a ir. El satĆ©n es para la iglesia y la escuela dominical. Espero que los mantengas limpios y ordenados y que no los rompas. Creo que estarĆ­as agradecida de tener casi cualquier cosa despuĆ©s de las escasas ropas que has estado usando”.

“Oh, estoy agradecida”, protestó Ana. “Pero estarĆ­a mucho mĆ”s agradecida si hicieras uno con mangas abullonadas. Las mangas abullonadas estĆ”n tan de moda ahora. Me encantarĆ­a, Marilla, llevar un vestido con mangas abullonadas”.

“Bueno, tendrĆ”s que conformarte sin tu emoción. No tenĆ­a material para gastar en mangas abullonadas. De todos modos, me parecen ridĆ­culas. Prefiero las sencillas y sensatas”.

“Pero prefiero parecer ridĆ­cula cuando todo el mundo lo hace que sencilla y sensata yo sola”, insistió Ana con tristeza.

“Ā”ConfĆ­a en ti para eso! Bueno, cuelga esos vestidos cuidadosamente en tu armario, y luego siĆ©ntate y aprende la lección de la escuela dominical. MaƱana irĆ”s a la escuela dominical -dijo Marilla, desapareciendo escaleras abajo con gran enfado.

Ana apretó las manos y miró los vestidos.

“Esperaba que hubiera uno blanco con mangas abullonadas”, susurró desconsolada. “RecĆ© por uno, pero no lo esperaba mucho por ese motivo. Supuse que Dios no tendrĆ­a tiempo de preocuparse por el vestido de una huerfanita. SabĆ­a que tendrĆ­a que depender de Marilla para conseguirlo. Bueno, afortunadamente puedo imaginar que uno de ellos es de muselina blanca como la nieve, con preciosos volantes de encaje y mangas de tres puƱos.”

A la maƱana siguiente, los avisos de un fuerte dolor de cabeza impidieron a Marilla ir a la escuela dominical con Ana.

“TendrĆ”s que bajar a llamar a la seƱora Lynde, Ana”, le dijo. “Ella se encargarĆ” de que entres en la clase correcta. Cuida de portarte bien. QuĆ©date a predicar despuĆ©s y pĆ­dele a la seƱora Lynde que te enseƱe nuestro banco. AquĆ­ tienes un centavo para la colecta. No mires a la gente y no te muevas. Espero que me cuentes el texto cuando vuelvas a casa”.

Ana salió irreprochablemente, vestida con el rígido satén blanco y negro, que, si bien era decente en cuanto a la longitud y ciertamente no se prestaba a la acusación de escatimar, se las arreglaba para resaltar cada esquina y Ôngulo de su delgada figura. Su sombrero era un pequeño, plano, brillante y nuevo marinero, cuya extrema sencillez había decepcionado también mucho a Ana, que se había permitido visiones secretas de lazos y flores. Estas últimas, sin embargo, le fueron suministradas antes de llegar al camino principal, pues, al encontrarse a mitad de camino con un dorado frenesí de ranúnculos agitados por el viento y una gloria de rosas silvestres, Ana se apresuró a adornar generosamente su sombrero con una pesada corona de ellas. Fuera lo que fuese lo que los demÔs hubiesen pensado del resultado, Ana quedó satisfecha, y avanzó alegremente por el camino, sosteniendo con orgullo su rubicunda cabeza adornada de rosa y amarillo.

Cuando llegó a casa de la señora Lynde, ésta ya no estaba. Ana no se amilanó y siguió sola hasta la iglesia. En el pórtico se encontró con una multitud de niñas, todas mÔs o menos alegremente ataviadas de blanco, azul y rosa, que miraban con ojos curiosos a aquella extraña en medio de ellas, con su extraordinario adorno en la cabeza. Las niñas de Avonlea ya habían oído historias extrañas sobre Ana; la señora Lynde decía que tenía un carÔcter horrible; Jerry Buote, el chico contratado en Tejas Verdes, decía que hablaba todo el tiempo consigo misma o con los Ôrboles y las flores como una loca. La miraban y cuchicheaban entre ellos detrÔs de sus camisetas. Nadie le hizo insinuaciones amistosas, ni entonces ni mÔs tarde, cuando terminaron los ejercicios de apertura y Ana se encontró en la clase de la señorita Rogerson.

La señorita Rogerson era una señora de mediana edad que había enseñado en una clase de escuela dominical durante veinte años. Su método de enseñanza consistía en hacer las preguntas impresas en la revista trimestral y mirar severamente por encima del borde a la niña en particular que ella creía que debía responder la pregunta. Miraba muy a menudo a Ana, y ésta, gracias a la perforación de Marilla, contestaba con prontitud; pero cabe preguntarse si entendía mucho de la pregunta o de la respuesta.

Creƭa que la seƱorita Rogerson no le caƭa bien, y se sentƭa muy desgraciada; todas las demƔs niƱas de la clase llevaban mangas abullonadas. Ana pensaba que no valƭa la pena vivir sin mangas abullonadas.

“ĀæQuĆ© te ha parecido la escuela dominical? quiso saber Marilla cuando Ana llegó a casa. Como la corona de flores se habĆ­a desteƱido, Ana la habĆ­a tirado en el camino, de modo que Marilla no tuvo que enterarse por un tiempo.

“No me gustó nada. Era horrible”.

“Ā”Ana Shirley!”, dijo Marilla en tono de reproche.

Ana se sentó en la mecedora con un largo suspiro, besó una de las hojas de Bonny y saludó con la mano a una fucsia en flor.

“Es posible que se hayan sentido solas durante mi ausencia”, explicó. “Y ahora sobre la escuela dominical. Me portĆ© bien, tal como me dijiste. La Sra. Lynde no estaba, pero me portĆ© bien. EntrĆ© en la iglesia con muchas otras niƱas y me sentĆ© en la esquina de un banco, junto a la ventana, mientras comenzaban los ejercicios. El seƱor Bell hizo una oración larguĆ­sima. Me habrĆ­a cansado muchĆ­simo antes de que terminara si no hubiera estado sentada junto a la ventana. Pero daba justo al Lago de las Aguas Brillantes, asĆ­ que me quedĆ© mirĆ”ndolo e imaginĆ© todo tipo de cosas esplĆ©ndidas.”

“No deberĆ­as haber hecho nada de eso. DeberĆ­as haber escuchado al Sr. Bell”.

“Pero no me hablaba a mĆ­”, protestó Ana. “Hablaba con Dios y tampoco parecĆ­a interesarle mucho. Creo que pensaba que Dios estaba demasiado lejos para que valiera la pena. Sin embargo, yo tambiĆ©n recĆ© un poco. HabĆ­a una larga hilera de abedules blancos colgando sobre el lago y la luz del sol caĆ­a a travĆ©s de ellos, muy, muy abajo, hasta lo mĆ”s profundo del agua. Ā”Oh, Marilla, era como un hermoso sueƱo! Me emocionĆ© y dije dos o tres veces: ‘Gracias, Dios'”.

“No en voz alta, espero”, dijo Marilla ansiosamente.

“Oh, no, sólo en voz baja. Bueno, al final el Sr. Bell consiguió pasar y me dijeron que fuera al aula con la clase de la Srta. Rogerson. HabĆ­a otras nueve chicas en ella. Todas llevaban mangas abullonadas. IntentĆ© imaginar que las mĆ­as tambiĆ©n estaban abullonadas, pero no pude. ĀæPor quĆ© no podĆ­a?

Era tan fĆ”cil como imaginar que estaban abullonadas cuando estaba sola en el hastial este, pero era terriblemente difĆ­cil allĆ­ entre las otras que tenĆ­an mangas realmente abullonadas.”

“No deberĆ­as haber estado pensando en tus mangas en la escuela dominical. DeberĆ­as haber estado atendiendo a la lección. Espero que lo supieras”.

“Oh, sĆ­; y respondĆ­ a muchas preguntas. La Srta. Rogerson preguntó muchas. No creo que fuera justo que ella hiciera todas las preguntas. Hubo muchas cosas que quise preguntarle, pero no quise porque no creĆ­a que fuera un alma gemela. Entonces todas las demĆ”s niƱas recitaron una parĆ”frasis. Me preguntó si sabĆ­a alguna. Le dije que no, pero que podĆ­a recitar “El perro en la tumba de su amo” si querĆ­a. EstĆ” en el Tercer Lector Real. No es una poesĆ­a verdaderamente religiosa, pero es tan triste y melancólica que bien podrĆ­a serlo. Ella dijo que no servirĆ­a y me dijo que aprendiera la parĆ”frasis decimonovena para el próximo domingo. La leĆ­ despuĆ©s en la iglesia y es esplĆ©ndida. Hay dos lĆ­neas en particular que me emocionan.

“‘RĆ”pido como cayeron los escuadrones masacrados

En el mal dĆ­a de MadiĆ”n”.

No sĆ© quĆ© significa ‘escuadrones’ ni ‘MadiĆ”n’, pero suena tan trĆ”gico. Apenas puedo esperar hasta el próximo domingo para recitarlo. Lo practicarĆ© toda la semana. DespuĆ©s de la escuela dominical le pedĆ­ a la seƱorita Rogerson -porque la seƱora Lynde estaba demasiado lejosque me enseƱara su banco. Me sentĆ© lo mĆ”s quieta que pude y el texto era el Apocalipsis, capĆ­tulo tercero, versĆ­culos segundo y tercero. Era un texto muy largo. Si yo fuera ministro elegirĆ­a los cortos y Ć”giles. AdemĆ”s, el sermón era terriblemente largo. Supongo que el ministro tuvo que adaptarlo al texto. No me pareció nada interesante. El problema con Ć©l parece ser que no tiene suficiente imaginación. No le escuchĆ© mucho. Sólo dejĆ© correr mis pensamientos y se me ocurrieron las cosas mĆ”s sorprendentes”.

Marilla sintió impotencia de que todo esto debiera ser severamente reprendido, pero le estorbaba el hecho innegable de que algunas de las cosas que Ana había dicho, especialmente acerca de los sermones del ministro y de las oraciones de Mr. Bell, eran lo que ella misma había pensado realmente en el fondo de su corazón durante años, pero a lo que nunca había dado expresión. Casi le parecía que aquellos pensamientos críticos, secretos e in-confesables, habían tomado de pronto forma visible y acusadora en la persona de este bocado franco de humanidad desatendida.


CapĆ­tulo 12: Un voto y una promesa solemnes

Marilla no se enteró de la historia del sombrero adornado con flores hasta el viernes siguiente. Llegó de casa de la señora Lynde y pidió cuentas a Ana.

“Ana, la seƱora Raquel dice que el domingo pasado fuiste a la iglesia con el sombrero adornado ridĆ­culamente con rosas y ranĆŗnculos. ĀæQuĆ© diablos te hizo hacer semejante travesura? DebĆ­as de ser un objeto muy bonito”.

“Ya sĆ© que el rosa y el amarillo no me sientan bien”, empezó Ana.

“Ā”Me sientan bien! Lo ridĆ­culo era ponerte flores en el sombrero, fueran del color que fueran. Eres la niƱa mĆ”s irritante”.

“No veo por quĆ© es mĆ”s ridĆ­culo llevar flores en el sombrero que en el vestido”, protestó Ana. “Muchas niƱas llevaban ramos prendidos en el vestido. ĀæCuĆ”l era la diferencia?”

Marilla no se dejaba arrastrar de lo concreto seguro a los dudosos caminos de lo abstracto.

“No me contestes asĆ­, Ana. Fue muy tonto por tu parte hacer tal cosa. Que no vuelva a pillarte con semejante truco. La seƱora Rachel dice que creyó que se hundirĆ­a en el suelo cuando te vio entrar asĆ­. No pudo acercarse lo suficiente para decirte que te los quitaras hasta que fue demasiado tarde. Dice que la gente hablaba muy mal de ello. Por supuesto, pensarĆ­an que no tenĆ­a mĆ”s sentido comĆŗn que dejarte ir asĆ­ ataviada”.

“Lo siento mucho”, dijo Ana, con lĆ”grimas en los ojos. “Nunca pensĆ© que te importarĆ­a. Las rosas y los ranĆŗnculos eran tan dulces y bonitos que pensĆ© que quedarĆ­an preciosos en mi sombrero. Muchas niƱas llevaban flores artificiales en el sombrero. Me temo que voy a ser una terrible prueba para ti. Tal vez sea mejor que me envĆ­e de vuelta al manicomio. Eso serĆ­a terrible; no creo que pudiera soportarlo; lo mĆ”s probable es que cayera en la tisis; estoy tan delgada como estĆ”, ya lo ve. Pero eso serĆ­a mejor que ser una prueba para ti”.

“TonterĆ­as”, dijo Marilla, enfadada consigo misma por haber hecho llorar a la niƱa. “No quiero enviarte de vuelta al manicomio, estoy segura. Lo Ćŗnico que quiero es que te comportes como las demĆ”s niƱas y no hagas el ridĆ­culo. No llores mĆ”s. Tengo noticias para ti. Diana Barry volvió a casa esta tarde. Voy a subir a ver si la seƱora Barry me presta un patrón de falda, y si quieres puedes venir conmigo y conocer a Diana.”

Ana se puso en pie, con las manos entrelazadas, las lÔgrimas aún brillando en sus mejillas; el paño de cocina que había estado dobladillando resbaló sin atención hasta el suelo.

“Oh, Marilla, estoy asustada… ahora que ha llegado, estoy realmente asustada. ĀæY si no le gusto? SerĆ­a la decepción mĆ”s trĆ”gica de mi vida”.

“Ahora, no te pongas nervioso. Y me gustarĆ­a que no usaras palabras tan largas. Suena tan gracioso en una niƱa. Supongo que le caerĆ”s bien a Diana. Es con su madre con quien tienes que contar. Si no le caes bien, no importarĆ” cuĆ”nto le caigas bien a Diana. Si se ha enterado de tu arrebato con la Sra. Lynde y de que vas a la iglesia con ranĆŗnculos alrededor del sombrero, no sĆ© quĆ© pensarĆ” de ti. Debes ser educado y comportarte bien, y no hagas ninguno de tus discursos sorprendentes. Por el amor de Dios, si la niƱa no estĆ” temblando de verdad”.

Ana temblaba. Su rostro estaba pƔlido y tenso.

“Oh, Marilla, tĆŗ tambiĆ©n estarĆ­as emocionada si fueras a conocer a una niƱa que esperas que sea tu amiga Ć­ntima y a cuya madre podrĆ­as no caerle bien”, dijo mientras se apresuraba a coger su sombrero.

Fueron a Orchard Slope por el atajo que cruza el arroyo y sube por la arboleda de la colina. La señora Barry acudió a la puerta de la cocina en respuesta a la llamada de Marilla. Era una mujer alta, de ojos y pelo negros, con una boca muy decidida. Tenía fama de ser muy estricta con sus hijos.

“ĀæCómo estĆ”s, Marilla?”, dijo cordialmente. “Pase. Y Ć©sta es la niƱa que has adoptado, supongo”.

“SĆ­, ella es Ana Shirley”, dijo Marilla.

“Se escribe con e”, jadeó Ana, que, temblorosa y excitada como estaba, estaba decidida a que no hubiera malentendidos sobre aquel importante punto.

La señora Barry, sin oír o sin comprender, se limitó a estrechar la mano y a decir amablemente:

“ĀæCómo estĆ” usted?”

“Estoy bien de cuerpo aunque considerablemente desarreglada de espĆ­ritu, gracias, seƱora”, dijo Ana con gravedad. Luego se dirigió a Marilla en un susurro audible: “No ha sido nada sorprendente, Āæverdad, Marilla?”.

Diana estaba sentada en el sofÔ, leyendo un libro que dejó caer cuando entraron los que llamaban. Era una niña muy bonita, con los ojos y el pelo negros de su madre, las mejillas sonrosadas y la expresión alegre que había heredado de su padre.

“Ɖsta es mi hijita, Diana”, dijo la seƱora Barry. “Diana, podrĆ­as sacar a Ana al jardĆ­n y enseƱarle tus flores. SerĆ” mejor para ti que pasarte el dĆ­a mirando ese libro. Lee demasiado -le dijo a Marilla mientras las niƱas salĆ­an-, y no puedo impedĆ­rselo, porque su padre la ayuda y la instiga. Siempre estĆ” hojeando un libro. Me alegro de que tenga una compaƱera de juegos, tal vez asĆ­ salga mĆ”s”.

Fuera, en el jardƭn, lleno de suave luz del atardecer que se filtraba a travƩs de los viejos y oscuros abetos situados al oeste, se encontraban Ana y Diana, mirƔndose tƭmidamente la una a la otra sobre una mata de preciosos lirios tigre.

El jardín de los Barry era un pÔramo de flores que habría hecho las delicias del corazón de Ana en cualquier momento menos cargado de destino. Estaba rodeado de enormes sauces viejos y altos abetos, bajo los cuales florecían flores que amaban la sombra. Caminos primorosos, en Ôngulo recto, prolijamente bordeados de conchas de almeja, lo cruzaban como húmedas cintas rojas, y en los arriates, entre las flores de antaño, corría el desenfreno. Había rosados corazones sangrantes y grandes y espléndidas peonías carmesí; narcisos blancos y fragantes y espinosas y dulces rosas escocesas; columbinas rosas, azules y blancas y flores de color lila; macizos de madera del sur y hierba de lazo y menta; AdÔn y Eva morados, narcisos y masas de trébol de olor blanco con sus delicados, fragantes y plumosos tallos; relÔmpagos escarlata que disparaban sus lanzas ardientes sobre primorosas flores blancas de almizcle; era un jardín donde el sol se detenía y las abejas zumbaban, y los vientos, seducidos a merodear, ronroneaban y susurraban.

“Diana -dijo al fin Ana, juntando las manos y hablando casi en un susurro-, Āæcrees que puedo gustarte un poco como para ser mi amiga Ć­ntima?

Diana se rió. Diana siempre se reía antes de hablar.

“Supongo que sĆ­”, dijo con franqueza. “Me alegro mucho de que hayas venido a vivir a Tejas Verdes. SerĆ” estupendo tener a alguien con quien jugar. No hay ninguna otra chica que viva lo bastante cerca para jugar con ella, y yo no tengo hermanas lo bastante grandes.”

“ĀæJuras ser mi amiga para siempre?”, preguntó Ana con entusiasmo. Diana parecĆ­a sorprendida.
“Es terriblemente perverso jurar”, dijo reprendiĆ©ndola.
“No, yo no soy de jurar. Hay dos clases, ya sabes”.

“Nunca he oĆ­do hablar mĆ”s que de un tipo”, dijo Diana dudosa.

“Realmente hay otro. Oh, no es malvado en absoluto. Sólo significa jurar y prometer solemnemente”.

“Bueno, no me importa hacerlo”, convino Diana, aliviada. “ĀæCómo se hace?”

“Hay que unir las manos”, dijo Ana con gravedad. “Debe ser sobre agua corriente. Imaginaremos que este camino es agua corriente. Primero repetirĆ© el juramento. Juro solemnemente ser fiel a mi amiga Ć­ntima, Diana Barry, mientras duren el sol y la luna. Ahora dilo tĆŗ y pon mi nombre”.

Diana repitió el “juramento” riendo a carcajadas. Luego dijo:

“Eres una chica rara, Ana. Ya habĆ­a oĆ­do antes que eras rara. Pero creo que me vas a caer muy bien”.

Cuando Marilla y Ana se fueron a casa, Diana las acompañó hasta el puente de troncos. Las dos niñas caminaban abrazadas. En el arroyo se separaron con muchas promesas de pasar juntas la tarde siguiente.

“Bueno, Āæhas encontrado en Diana un alma gemela?”, preguntó Marilla mientras subĆ­an por el jardĆ­n de Tejas Verdes.

“Oh, sĆ­”, suspiró Ana, felizmente inconsciente de cualquier sarcasmo por parte de Marilla. “Oh, Marilla, en este preciso momento soy la muchacha mĆ”s feliz de la Isla del PrĆ­ncipe Eduardo. Te aseguro que esta noche rezarĆ© mis oraciones con muy buena voluntad. Diana y yo vamos a construir maƱana una casa de juegos en el bosque de abedules del seƱor William Bell. ĀæPuedo quedarme con las piezas rotas de porcelana que estĆ”n en la leƱera? Diana cumple aƱos en febrero y yo en marzo. ĀæNo crees que es una coincidencia muy extraƱa? Diana me va a prestar un libro para que lo lea. Dice que es esplĆ©ndido y muy emocionante. Me va a enseƱar un lugar en el bosque donde crecen los lirios de arroz. ĀæNo crees que Diana tiene unos ojos muy conmovedores? OjalĆ” yo tuviera ojos conmovedores. Diana me va a enseƱar a cantar una canción llamada “Nelly in the Hazel Dell”. Me va a regalar un cuadro para que lo ponga en mi habitación; es un cuadro precioso, dice, una seƱora encantadora con un vestido de seda azul pĆ”lido. Se lo dio un agente de mĆ”quinas de coser. OjalĆ” tuviera algo que regalarle a Diana. Yo soy dos centĆ­metros mĆ”s alta que Diana, pero ella estĆ” mucho mĆ”s gorda; dice que le gustarĆ­a ser delgada porque es mucho mĆ”s elegante, pero me temo que sólo lo dice para calmar mis sentimientos. AlgĆŗn dĆ­a iremos a la costa a recoger conchas. Hemos acordado llamar al manantial que hay junto al puente de troncos la Burbuja de la drĆ­ade. ĀæNo es un nombre perfectamente elegante? Una vez leĆ­ una historia sobre un manantial que se llamaba asĆ­. Una drĆ­ade es una especie de hada adulta, creo”.

“Bueno, todo lo que espero es que no hables de Diana hasta la muerte”, dijo Marilla. “Pero recuerda esto en todos tus planes, Ana. No vas a jugar todo el tiempo ni la mayor parte. TendrĆ”s tu trabajo y habrĆ” que hacerlo antes”.

La copa de la felicidad de Ana estaba llena, y Matthew hizo que rebosara. Acababa de llegar de un viaje a la tienda de Carmody, y sacó tímidamente un pequeño paquete del bolsillo y se lo entregó a Ana, con una mirada de desaprobación hacia Marilla.

“Te oĆ­ decir que te gustaban los caramelos de chocolate, asĆ­ que te he traĆ­do algunos”, dijo.

“Humph”, resopló Marilla. “Le estropearĆ” los dientes y el estómago. Ya, ya, niƱa, no pongas esa cara tan triste. Puedes comĆ©rtelas, ya que Matthew ha ido a buscarlas. Mejor que te haya traĆ­do caramelos de menta. Son mĆ”s saludables. No te enfermes comiĆ©ndolos todos de una vez”.

“Oh, no, claro que no”, dijo Ana con impaciencia. “Sólo comerĆ© una esta noche, Marilla. Y puedo darle la mitad a Diana, Āæverdad? La otra mitad me sabrĆ” el doble de dulce si se la doy a ella. Es delicioso pensar que tengo algo que darle”.

“Lo dirĆ© por la niƱa -dijo Marilla cuando Ana hubo ido a su frontón-: no es tacaƱa. Me alegro, porque de todos los defectos detesto la tacaƱerĆ­a en una niƱa. Sólo hace tres semanas que llegó, y parece como si siempre hubiera estado aquĆ­. No puedo imaginar este lugar sin ella. No te pongas en plan “te lo dije”, Matthew. Eso ya es malo en una mujer, pero no debe soportarse en un hombre. Estoy perfectamente dispuesta a admitir que me alegro de haber consentido en quedarme con la niƱa y que me estoy encariƱando con ella, pero no me lo restriegues, Matthew Cuthbert”.


Capítulo 13: Las delicias de la anticipación

“Ya es hora de que Ana vaya a coser”, dijo Marilla, mirando el reloj y luego la tarde amarilla de agosto, donde todo se adormece con el calor. “Se ha quedado jugando con Diana mĆ”s de media hora de la que le habĆ­a dado permiso, y ahora estĆ” encaramada a la pila de leƱa hablando con Matthew, diecinueve por docena, cuando sabe perfectamente que deberĆ­a estar trabajando. Y, por supuesto, Ć©l la escucha como un perfecto bobo. Nunca vi a un hombre tan encaprichado. Cuanto mĆ”s habla ella y mĆ”s extraƱas son las cosas que dice, mĆ”s encantado estĆ” Ć©l evidentemente. Ana Shirley, ven aquĆ­ ahora mismo, Āæme oyes?”.

Una serie de golpecitos en la ventana del oeste hizo que Ana entrara volando desde el patio, con los ojos brillantes, las mejillas ligeramente sonrosadas, el pelo sin trenzar cayendo detrƔs de ella en un torrente de brillo.

“Oh, Marilla”, exclamó sin aliento, “va a haber un picnic de la escuela dominical la semana que viene, en el campo del seƱor Harmon Andrews, cerca del Lago de las Aguas Brillantes. Y la Sra. Superintendente Bell y la Sra. Rachel Lynde van a hacer helado, Ā”piĆ©nsalo, Marilla, helado! Y oh, Marilla, Āæpuedo ir?”

“Mira el reloj, por favor, Ana. ĀæA quĆ© hora te dije que vinieras?”

“Las dos, pero Āæno es esplĆ©ndido lo del picnic, Marilla? ĀæPuedo ir, por favor? Oh, nunca he ido a un picnic; he soƱado con picnics, pero nunca…”

“SĆ­, te dije que vinieras a las dos. Y son las tres menos cuarto. Me gustarĆ­a saber por quĆ© no me obedeciste, Ana”.

“Vaya, era mi intención, Marilla, tanto como era posible. Pero no tienes idea de lo fascinante que es Idlewild. Y luego, por supuesto, tuve que contarle a Matthew lo del picnic. Matthew es un oyente tan comprensivo. Por favor, Āæpuedo ir?”

“TendrĆ”s que aprender a resistirte a la fascinación de Idle-lo-que-sea. Cuando te digo que vengas a una hora determinada me refiero a esa hora y no a media hora mĆ”s tarde. Y tampoco es necesario que te detengas a conversar con simpĆ”ticos oyentes por el camino. En cuanto al picnic, por supuesto que puedes ir. Eres una alumna de la escuela dominical, y no es probable que me niegue a dejarte ir cuando todas las demĆ”s niƱas van”.

“Pero, pero”, vaciló Ana, “Diana dice que cada una debe llevar una cesta con cosas para comer. Yo no sĆ© cocinar, como sabes, Marilla, y-y no me importa tanto ir a un picnic sin mangas abullonadas, pero me sentirĆ­a terriblemente humillada si tuviera que ir sin cesta. Me ha estado rondando por la cabeza desde que Diana me lo dijo”.

“Bueno, ya no es necesario. Te hornearĆ© una cesta”.

“Oh, querida Marilla. Oh, eres tan amable conmigo. Oh, te estoy tan agradecida.”

Ana se arrojó en los brazos de Marilla y besó con entusiasmo su cetrina mejilla. Era la primera vez en toda su vida que unos labios infantiles tocaban voluntariamente el rostro de Marilla. De nuevo aquella repentina sensación de sorprendente dulzura la estremeció. Estaba secretamente muy complacida por la impulsiva caricia de Ana, lo que probablemente fue la razón por la que dijo bruscamente:

“Ya, ya, olvĆ­date de tus besos sin sentido. Prefiero verte haciendo estrictamente lo que se te dice. En cuanto a la cocina, tengo la intención de empezar a darte clases de cocina uno de estos dĆ­as. Pero eres tan inteligente, Ana, que he estado esperando a ver si te tranquilizabas un poco y aprendĆ­as a ser firme antes de empezar. Tienes que mantener la cordura en la cocina y no detenerte en medio de las cosas para dejar que tus pensamientos vaguen por toda la creación. Ahora, saca tu patchwork y haz tu cuadrado antes de la hora del tĆ©”.

“No me gusta el patchwork”, dijo Ana con tristeza, sacando su cesto de labores y sentĆ”ndose con un suspiro ante un montoncito de rombos rojos y blancos. “Creo que algunos tipos de costura estarĆ­an bien, pero en el patchwork no hay lugar para la imaginación. No es mĆ”s que una costura tras otra y parece que nunca llegas a ninguna parte. Pero, claro, prefiero ser Ana de las Tejas Verdes cosiendo patchwork que Ana de cualquier otro lugar sin nada que hacer mĆ”s que jugar. Aunque ojalĆ” el tiempo pasara tan rĆ”pido cosiendo parches como cuando juego con Diana. Oh, tenemos momentos tan elegantes, Marilla. Tengo que proporcionar la mayor parte de la imaginación, pero soy capaz de hacerlo. Diana es simplemente perfecta en todo lo demĆ”s. Conoces ese pequeƱo pedazo de tierra al otro lado del arroyo que corre entre nuestra granja y la del Sr. Barry. Pertenece al Sr. William Bell, y justo en la esquina hay un pequeƱo anillo de abedules blancos, el lugar mĆ”s romĆ”ntico, Marilla. Diana y yo tenemos allĆ­ nuestra casa de juegos. La llamamos Idlewild. ĀæNo es un nombre poĆ©tico? Te aseguro que me llevó tiempo pensarlo. Estuve despierto casi toda la noche antes de inventarlo. Luego, justo cuando me estaba durmiendo, me vino como una inspiración. Diana se quedó embelesada cuando lo oyó. Hemos arreglado nuestra casa con elegancia. Tienes que venir a verla, Marilla, Āæverdad? Tenemos grandes piedras, cubiertas de musgo, como asientos, y tablas de Ć”rbol a Ć”rbol como estantes. Y tenemos todos nuestros platos en ellos. Por supuesto, estĆ”n todos rotos, pero es lo mĆ”s fĆ”cil del mundo imaginar que estĆ”n enteros. Hay un trozo de plato con un ramillete de hiedra roja y amarilla que es especialmente bonito. Lo guardamos en el salón y tambiĆ©n tenemos allĆ­ el vaso de las hadas. El vaso de las hadas es tan bonito como un sueƱo. Diana lo encontró en el bosque, detrĆ”s de su gallinero. EstĆ” lleno de arco iris, pequeƱos arco iris que aĆŗn no han crecido, y la madre de Diana le dijo que se habĆ­a roto de una lĆ”mpara colgante que tenĆ­an. Pero es mĆ”s bonito imaginar que las hadas lo perdieron una noche que se divirtieron, asĆ­ que lo llamamos el vaso de las hadas. Matthew nos va a hacer una mesa. Oh, hemos llamado Willowmere a esa pequeƱa piscina redonda que hay en el campo del Sr. Barry. SaquĆ© ese nombre del libro que me prestó Diana. Era un libro emocionante, Marilla. La heroĆ­na tenĆ­a cinco amantes. Yo estarĆ­a satisfecha con uno, ĀætĆŗ no? Era muy guapa y pasó por grandes tribulaciones. PodĆ­a desmayarse tan fĆ”cilmente como cualquiera. Me encantarĆ­a poder desmayarme, Āæa ti no, Marilla? Es tan romĆ”ntico. Pero en realidad estoy muy sana para lo delgada que estoy. Aunque creo que estoy engordando. ĀæNo crees que lo estoy? Me miro los codos cada maƱana al levantarme para ver si me salen hoyuelos. Diana se ha hecho un vestido nuevo con mangas al codo. Se lo va a poner para el picnic. Espero que todo salga bien el próximo miĆ©rcoles. No creo que pudiera soportar la decepción si algo me impidiera ir al picnic. Supongo que lo superarĆ­a, pero estoy segura de que serĆ­a una pena para toda la vida. No importarĆ­a si fuera a cien picnics en los aƱos siguientes; no compensarĆ­an el haberme perdido Ć©ste. Van a tener barcas en el Lago de las Aguas Brillantes, y helado, como te dije. Nunca he probado el helado. Diana intentó explicarme cómo era, pero supongo que el helado es una de esas cosas que estĆ”n mĆ”s allĆ” de la imaginación.”

“Ana, has hablado incluso diez minutos segĆŗn el reloj”, dijo Marilla. “Ahora, sólo por curiosidad, a ver si eres capaz de contener la lengua durante el mismo tiempo”.

Ana contuvo la lengua como deseaba. Pero durante el resto de la semana habló de picnic, pensó en picnic y soñó con picnic. El sÔbado llovió y Ana se puso tan nerviosa por si seguía lloviendo hasta el miércoles, que Marilla le hizo coser un cuadrado de patchwork para calmar sus nervios.

El domingo, de camino a casa desde la iglesia, Ana confesó a Marilla que se había quedado helada de emoción cuando el ministro anunció el picnic desde el púlpito.

“Ā”Un escalofrĆ­o me recorrió la espalda, Marilla! Creo que hasta entonces nunca habĆ­a creĆ­do de verdad que iba a haber un picnic. No podĆ­a evitar temer que sólo lo hubiera imaginado. Pero cuando un ministro dice algo en el pĆŗlpito tienes que creerlo”.

“Le das demasiada importancia a las cosas, Ana”, dijo Marilla con un suspiro. “Me temo que te esperan muchas decepciones a lo largo de la vida”.

“Oh, Marilla, esperar las cosas es la mitad de su placer”, exclamó Ana. “Puede que no consigas las cosas en sĆ­, pero nada puede impedir que te diviertas esperĆ”ndolas. La seƱora Lynde dice: “Bienaventurados los que no esperan nada, porque no serĆ”n defraudados”. Pero creo que serĆ­a peor no esperar nada que ser decepcionado”.

Marilla llevaba ese día su broche de amatista a la iglesia, como de costumbre. Marilla siempre llevaba su broche de amatista a la iglesia. Le habría parecido un sacrilegio no llevarlo, tan malo como olvidarse la Biblia o la moneda de diez centavos. Aquel broche de amatista era la posesión mÔs preciada de Marilla. Un tío marinero se lo había regalado a su madre, quien a su vez se lo había legado a Marilla. Era un broche ovalado a la antigua, que contenía una trenza de pelo de su madre, rodeada por un borde de finísimas amatistas. Marilla sabía demasiado poco de piedras preciosas para darse cuenta de lo finas que eran realmente las amatistas; pero las consideraba muy hermosas y siempre era agradablemente consciente de su brillo violeta en la garganta, por encima de su buen vestido de raso marrón, aunque no pudiera verlo.

La primera vez que vio aquel broche, Ana se quedó prendada de admiración.

“Oh, Marilla, es un broche perfectamente elegante. No sĆ© cómo puedes prestar atención al sermón o a las oraciones cuando lo llevas puesto. Yo no podrĆ­a, lo sĆ©. Creo que las amatistas son simplemente dulces. Son como solĆ­a pensar que eran los diamantes. Hace mucho tiempo, antes de haber visto un diamante, leĆ­a sobre ellos e intentaba imaginar cómo serĆ­an. Pensaba que serĆ­an unas preciosas piedras moradas brillantes. Cuando un dĆ­a vi un diamante de verdad en el anillo de una seƱora, me llevĆ© tal decepción que me echĆ© a llorar. Por supuesto, era muy bonito, pero no era mi idea de un diamante. ĀæMe dejas sostener el broche un minuto, Marilla? ĀæCrees que las amatistas pueden ser el alma de las buenas violetas?”.


Capítulo 14: La confesión de Ana

La tarde del lunes anterior al picnic, Marilla bajó de su habitación con el rostro turbado.

“Ana -dijo a aquel pequeƱo personaje, que desgranaba guisantes junto a la impecable mesa y cantaba “Nelly of the Hazel Dell” con un vigor y una expresión que hacĆ­an honor a las enseƱanzas de Diana-, Āæhas visto algo de mi broche de amatista? PensĆ© que lo habĆ­a metido en mi alfiletero cuando lleguĆ© de la iglesia ayer por la tarde, pero no lo encuentro por ninguna parte.”

“Lo vi esta tarde, cuando estabas en la Sociedad de Socorro”, dijo Ana un poco despacio. “Pasaba por delante de tu puerta cuando lo vi sobre el cojĆ­n, asĆ­ que entrĆ© a mirarlo”.

“ĀæLo tocaste?”, dijo Marilla con severidad.

“S-s-si”, admitió Ana, “lo cogĆ­ y me lo prendĆ­ en el pecho sólo para ver cómo quedaba”.

“No tenĆ­as nada que hacer. EstĆ” muy mal que una niƱa se entrometa. En primer lugar, no deberĆ­as haber entrado en mi habitación y, en segundo lugar, no deberĆ­as haber tocado un broche que no te pertenecĆ­a. ĀæDónde lo has puesto?”

“Oh, lo volvĆ­ a poner en la cómoda. No lo tuve puesto ni un minuto. De verdad, no querĆ­a entrometerme, Marilla. No pensĆ© que estuviera mal entrar y probarme el broche; pero ahora veo que lo estaba y no volverĆ© a hacerlo. Eso es algo bueno de mĆ­. Nunca hago la misma travesura dos veces”.

“No te lo has vuelto a poner”, dijo Marilla. “Ese broche no estĆ” en ninguna parte de la cómoda. Lo has quitado o algo, Ana”.

“SĆ­ que lo he vuelto a poner”, dijo Ana con rapidez… perplejidad, pensó Marilla. “No recuerdo si lo puse en el alfiletero o en la bandeja de porcelana. Pero estoy completamente segura de que lo devolvĆ­”.

“IrĆ© a echar otro vistazo”, dijo Marilla, decidida a ser justa. “Si pusiste el broche en su sitio, sigue ahĆ­. Si no, sabrĆ© que no lo pusiste, Ā”eso es todo!”

Marilla fue a su habitación y buscó minuciosamente, no sólo en la cómoda, sino en todos los sitios donde pensó que podría estar el broche. No lo encontró y volvió a la cocina.

“Ana, el broche ha desaparecido. TĆŗ misma has admitido que fuiste la Ćŗltima persona que lo tocó. ĀæQuĆ© has hecho con Ć©l? Dime la verdad de una vez. ĀæLo sacaste y lo perdiste?”

“No, no lo saquĆ©”, dijo Ana solemnemente, mirando fijamente a Marilla. “Nunca saquĆ© el broche de tu cuarto, y Ć©sa es la verdad, si es que me llevan al calabozo por ello, aunque no estoy muy segura de lo que es un calabozo. AsĆ­ que, Marilla”.

El “ya estĆ”” de Ana sólo pretendĆ­a enfatizar su afirmación, pero Marilla lo tomó como una muestra de desafĆ­o.

“Creo que me estĆ”s diciendo una falsedad, Ana”, dijo bruscamente. “SĆ© que es asĆ­. No digas nada mĆ”s a menos que estĆ©s dispuesta a decir toda la verdad. Ve a tu cuarto y quĆ©date allĆ­ hasta que estĆ©s lista para confesar”.

“ĀæMe llevo los guisantes?”, dijo Ana mansamente.

“No, terminarĆ© de desgranarlos yo misma. Haz lo que te digo”.

Cuando Ana se hubo marchado, Marilla se dedicó a sus quehaceres vespertinos muy turbada. Estaba preocupada por su valioso broche. ¿Y si Ana lo hubiera perdido? ”Y qué maldad la de la niña al negar haberlo cogido, cuando cualquiera podía ver que lo había hecho! Y con una cara tan inocente.

“No sĆ© quĆ© no me hubiera gustado que pasara”, pensó Marilla, mientras desgranaba nerviosamente los guisantes. “Por supuesto, no creo que haya querido robarlo ni nada por el estilo. Sólo lo ha cogido para jugar con Ć©l o para hacer volar su imaginación. Debe de haberlo cogido, eso estĆ” claro, porque no ha habido un alma en esa habitación desde que ella estaba allĆ­, segĆŗn su propia historia, hasta que yo subĆ­ esta noche. Y el broche no estĆ”, no hay nada mĆ”s seguro. Supongo que lo ha perdido y teme confesarlo por miedo a que la castiguen. Es terrible pensar que dice falsedades. Es algo mucho peor que su ataque de mal genio. Es una terrible responsabilidad tener una hija en casa en la que no puedes confiar. Astucia y falsedad, eso es lo que ha demostrado. Declaro que me siento peor por eso que por el broche. Si hubiera dicho la verdad, no me importarĆ­a tanto”.

Marilla fue a su habitación a intervalos durante toda la noche y buscó el broche, sin encontrarlo. Una visita al hastial oriental a la hora de acostarse no dio resultado. Ana insistió en negar que supiera nada del broche, pero Marilla se convenció aún mÔs de que sí lo sabía.

A la mañana siguiente le contó la historia a Matthew. Matthew estaba confundido y desconcertado; no podía perder tan rÔpidamente la fe en Ana, pero tenía que admitir que las circunstancias estaban en su contra.

“ĀæEstĆ”s segura de que no se ha caĆ­do detrĆ”s de la cómoda?”, fue la Ćŗnica sugerencia que pudo ofrecer.

“He movido la cómoda y he sacado los cajones y he mirado en todas las rendijas”, fue la respuesta afirmativa de Marilla. “El broche ha desaparecido y esa niƱa lo ha cogido y ha mentido sobre ello. Esa es la pura y fea verdad, Matthew Cuthbert, y mĆ”s vale que la miremos a la cara”.

“Bueno, ahora, ĀæquĆ© vas a hacer al respecto?” preguntó Matthew con desaliento, sintiĆ©ndose secretamente agradecido de que Marilla y no Ć©l tuviera que lidiar con la situación. No tenĆ­a ganas de intervenir esta vez.

“Se quedarĆ” en su habitación hasta que confiese”, dijo Marilla con desgana, recordando el Ć©xito de este mĆ©todo en el caso anterior. “Entonces veremos. Tal vez podamos encontrar el broche si nos dice dónde lo cogió; pero en cualquier caso tendrĆ” que ser castigada severamente, Matthew.”

“Bueno, tendrĆ”s que castigarla”, dijo Matthew, cogiendo su sombrero. “Yo no tengo nada que ver, recuĆ©rdalo. TĆŗ misma me lo advertiste”.

Marilla se sintió abandonada por todos. Ni siquiera podĆ­a pedir consejo a la seƱora Lynde. Subió al frontón este con el rostro muy serio y lo abandonó con un rostro mĆ”s serio aĆŗn. Ana se negó rotundamente a confesar. Persistió en afirmar que no habĆ­a cogido el broche. Evidentemente, la niƱa habĆ­a estado llorando y Marilla sintió una punzada de lĆ”stima que reprimió con severidad. Por la noche estaba, como ella misma dijo, “hecha polvo”.

“Te quedarĆ”s en esta habitación hasta que confieses, Ana. Puedes decidirlo”, dijo con firmeza.

“Pero el picnic es maƱana, Marilla”, gritó Ana. “No me impedirĆ”s que vaya, Āæverdad? Me dejarĆ”s salir por la tarde, Āæverdad? Luego me quedarĆ© aquĆ­ todo el tiempo que quieras alegremente. Pero debo ir al picnic”.

“No irĆ”s al picnic ni a ningĆŗn otro sitio hasta que hayas confesado, Ana.” “Oh, Marilla”, jadeó Ana.
Pero Marilla habĆ­a salido y cerrado la puerta.

La mañana del miércoles amaneció tan luminosa y hermosa como si hubiera sido hecha expresamente para el picnic. Los pÔjaros cantaban en torno a Tejas Verdes; las azucenas del jardín despedían bocanadas de perfume que entraban por todas las puertas y ventanas a través de vientos invisibles, y recorrían salones y habitaciones como espíritus de bendición. Los abedules de la hondonada agitaban alegres las manos como si esperasen el habitual saludo matinal de Ana desde el hastial oriental. Pero Ana no estaba en su ventana. Cuando Marilla le llevó el desayuno, encontró a la niña sentada primorosamente en su cama, pÔlida y resuelta, con los labios apretados y los ojos brillantes.

“Marilla, estoy dispuesta a confesarme”.

“Ā”Ah!” Marilla dejó la bandeja. Una vez mĆ”s su mĆ©todo habĆ­a tenido Ć©xito; pero su Ć©xito fue muy amargo para ella. “DĆ©jame oĆ­r lo que tienes que decir entonces, Ana”.

“CogĆ­ el broche de amatista”, dijo Ana, como si repitiera una lección aprendida. “Lo cogĆ­ tal como me dijiste. No querĆ­a cogerlo cuando entrĆ©. Pero me pareció tan hermoso, Marilla, cuando me lo puse en el pecho, que me invadió una tentación irresistible. ImaginĆ© lo emocionante que serĆ­a llevarlo a Idlewild y jugar a que era Lady Cordelia Fitzgerald. SerĆ­a mucho mĆ”s fĆ”cil imaginar que era Lady Cordelia si llevara un broche de amatista de verdad. Diana y yo hicimos collares de rosas, pero ĀæquĆ© son las rosas comparadas con las amatistas? AsĆ­ que cogĆ­ el broche. PensĆ© que podrĆ­a devolverlo antes de que llegaras a casa. Di toda la vuelta por la carretera para alargar el tiempo. Cuando iba por el puente que cruza el Lago de las Aguas Brillantes me quitĆ© el broche para echarle otro vistazo. Ā”Cómo brillaba a la luz del sol! Y luego, cuando me inclinaba sobre el puente, se me escapó de las manos, y bajó, bajó, bajó, todo purpĆŗreo y centelleante, y se hundió para siempre bajo el Lago de las Aguas Brillantes. Y eso es lo mejor que puedo confesar, Marilla”.

Marilla sintió que la ira volvía a invadirle el corazón. Aquella niña había cogido y perdido su preciado broche de amatista y ahora estaba allí sentada recitando tranquilamente los detalles del mismo sin el menor remordimiento o arrepentimiento aparente.

“Ana, esto es terrible”, dijo, tratando de hablar con calma. “Eres la chica mĆ”s malvada de la que he oĆ­do hablar”.

“SĆ­, supongo que lo soy”, convino Ana tranquilamente. “Y sĆ© que tendrĆ© que ser castigada. SerĆ” tu deber castigarme, Marilla. Haz el favor de acabarlo de una vez, porque me gustarĆ­a ir al picnic sin tener nada en la cabeza.”

“Ā”Picnic, desde luego! Hoy no irĆ”s a ningĆŗn picnic, Ana Shirley. Ese serĆ” tu castigo. Ā”Y no es ni la mitad de severo por lo que has hecho!”

“Ā”No irĆ© al picnic!” Ana se levantó de un salto y se agarró a la mano de Marilla. “Ā”Pero me prometiste que podrĆ­a! Oh, Marilla, debo ir al picnic. Por eso confesĆ©. CastĆ­game como quieras menos de esa manera. Oh, Marilla, por favor, por favor, dĆ©jame ir al picnic. Ā”Piensa en el helado! Por lo que tĆŗ sabes puede que no vuelva a tener ocasión de probar un helado”.

Marilla soltó con fuerza las manos de Ana.

“No tienes que alegar, Ana. No irĆ”s al picnic y punto. Ni una palabra”.

Ana comprendió que Marilla no se conmovería. Juntó las manos, lanzó un grito desgarrador y se arrojó boca abajo sobre la cama, llorando y retorciéndose en un abandono total de decepción y desesperación.

“Ā”Por el amor de Dios!”, jadeó Marilla, saliendo apresuradamente de la habitación. “Creo que la niƱa estĆ” loca. Ninguna niƱa en su sano juicio se comportarĆ­a como ella. Si no lo estĆ”, es completamente mala. Me temo que Rachel tenĆ­a razón desde el principio. Pero he puesto mi mano en el arado y no mirarĆ© atrĆ”s”.

Aquella fue una mañana lúgubre. Marilla trabajaba con ahínco y fregaba el suelo del porche y las estanterías de la lechería cuando no encontraba otra cosa que hacer. Ni las estanterías ni el porche lo necesitaban, pero Marilla sí. Luego salió a rastrillar el jardín.

Cuando la cena estuvo lista, se dirigió a la escalera y llamó a Ana. Apareció un rostro manchado de lÔgrimas, mirando trÔgicamente por encima de las barandillas.

“Baja a cenar, Ana”.

“No quiero cenar, Marilla”, dijo Ana sollozando. “No podrĆ­a comer nada. Tengo el corazón destrozado. AlgĆŗn dĆ­a sentirĆ”s remordimientos de conciencia, supongo, por habĆ©rmelo roto, Marilla, pero yo te perdono. Recuerda cuando llegue el momento que te perdono. Pero, por favor, no me pidas que coma nada, especialmente cerdo hervido y verduras. El cerdo hervido y las verduras son tan poco romĆ”nticos cuando uno estĆ” afligido”.

Marilla, exasperada, volvió a la cocina y le contó sus penas a Matthew, que, entre su sentido de la justicia y su ilícita simpatía por Ana, era un hombre miserable.

“Bueno, no deberĆ­a haber cogido el broche, Marilla, ni haber contado historias sobre Ć©l -admitió Ć©l, observando afligido su plato de cerdo y verduras, tan poco romĆ”ntico, como si, al igual que Ana, pensara que era una comida inadecuada para las crisis sentimentales-, pero es una cosita tan pequeƱa, tan interesante. ĀæNo te parece muy duro no dejarla ir al picnic cuando estĆ” tan empeƱada en ello?”.

“Matthew Cuthbert, me asombras. Creo que se lo he puesto demasiado fĆ”cil. Y no parece darse cuenta de lo malvada que ha sido, eso es lo que mĆ”s me preocupa. Si realmente lo sintiera, no serĆ­a tan malo. Y tĆŗ tampoco pareces darte cuenta; la estĆ”s excusando todo el tiempo para ti mismo, puedo verlo”.

“Bueno, ella es tan pequeƱa”, reiteró dĆ©bilmente Matthew. “Y hay que hacer concesiones, Marilla. Sabes que nunca la han educado”.

“Pues ahora la estĆ” teniendo”, replicó Marilla.

La réplica silenció a Matthew, aunque no le convenció. Aquella cena fue muy triste. Lo único alegre fue Jerry Buote, el chico contratado, y Marilla resintió su alegría como un insulto personal.

Cuando lavó los platos, puso la esponja de pan y dio de comer a las gallinas, Marilla se acordó de que había notado un pequeño roto en su mejor chal de encaje negro cuando se lo quitó el lunes por la tarde al volver del Damas de Socorro. Iría a remendarlo.

El chal estaba en una caja de su baúl. Cuando Marilla lo sacó, la luz del sol, que caía a través de las enredaderas que se amontonaban densamente alrededor de la ventana, se fijó en algo atrapado en el chal, algo que brillaba y centelleaba en facetas de luz violeta. Marilla lo cogió con un grito ahogado. Era el broche de amatista, que colgaba de un hilo del encaje.

“Querida vida y corazón”, dijo Marilla sin comprender, “ĀæquĆ© significa esto? AquĆ­ estĆ” sano y salvo mi broche que yo creĆ­a en el fondo del estanque de Barry. ĀæQuĆ© habrĆ” querido decir esa muchacha con que lo cogió y lo perdió? Declaro que creo que Tejas Verdes estĆ” embrujada. Ahora recuerdo que cuando me quitĆ© el chal el lunes por la tarde lo dejĆ© un momento sobre la cómoda. Supongo que el broche se enredó en Ć©l de alguna manera. Bueno.

Marilla se dirigió al frontón este, con el broche en la mano. Ana se había echado a llorar y estaba sentada abatida junto a la ventana.

“Ana Shirley -dijo Marilla solemnemente-, acabo de encontrar mi broche colgado de mi chal de encaje negro. Ahora quiero saber quĆ© significaba ese galimatĆ­as que me contaste esta maƱana”.

“Pues que dijiste que me retendrĆ­as aquĆ­ hasta que confesase -respondió Ana con cansancio-, y por eso decidĆ­ confesar, porque estaba obligada a ir al picnic. Anoche, despuĆ©s de acostarme, pensĆ© una confesión y la hice lo mĆ”s interesante que pude. Y la repetĆ­ una y otra vez para no olvidarla. Pero al final no me dejaste ir al picnic, asĆ­ que todas mis molestias fueron en vano”.

Marilla tuvo que reĆ­rse a su pesar. Pero le remordĆ­a la conciencia.

“Ā”Ana, tĆŗ lo vences todo! Pero me equivoquĆ©, ahora lo veo. No deberĆ­a haber dudado de tu palabra cuando nunca te habĆ­a visto contar una historia. Por supuesto, no estuvo bien que confesaras algo que no habĆ­as hecho; estuvo muy mal que lo hicieras. Pero yo te llevĆ© a hacerlo. AsĆ­ que si me perdonas, Ana, te perdonarĆ© y empezaremos de nuevo. Y ahora prepĆ”rate para el picnic”.

Ana voló como un cohete.

“Oh, Marilla, Āæno es demasiado tarde?”

“No, sólo son las dos. No estarĆ”n mĆ”s que bien reunidos todavĆ­a y pasarĆ” una hora antes de que tomen el tĆ©. LĆ”vate la cara, pĆ©inate y vĆ­stete de guinga. LlenarĆ© una cesta para ti. Hay muchas cosas horneadas en la casa. Y le dirĆ© a Jerry que enganche el alazĆ”n y te lleve al merendero”.

“Ā”Oh, Marilla!”, exclamó Ana, volando hacia el lavabo. “Ā”Hace cinco minutos era tan desgraciada que deseaba no haber nacido y ahora no me cambiarĆ­a ni por un Ć”ngel!”.

Aquella noche, una Ana completamente feliz y cansada regresó a Tejas Verdes en un estado de beatificación imposible de describir.

“Marilla, me lo he pasado de maravilla. Deliciosa es una palabra nueva que aprendĆ­ hoy. Se la oĆ­ decir a Mary Alice Bell. ĀæNo es muy expresiva? Todo fue encantador. Tomamos un tĆ© esplĆ©ndido y luego el Sr. Harmon Andrews nos llevó a todos a remar por el Lago de las Aguas Brillantes, seis de nosotros a la vez. Y Jane Andrews casi se cae por la borda. Se estaba asomando para recoger nenĆŗfares y si el Sr. Andrews no la hubiera agarrado por la faja justo a tiempo, se habrĆ­a caĆ­do y probablemente se habrĆ­a ahogado. OjalĆ” hubiera sido yo. HabrĆ­a sido una experiencia tan romĆ”ntica estar a punto de ahogarme. SerĆ­a una historia tan emocionante para contar. Y tomamos el helado. No tengo palabras para describir ese helado. Marilla, te aseguro que era sublime”.

Esa noche Marilla le contó toda la historia a Matthew sobre su cesta de medias.

“Estoy dispuesta a reconocer que cometĆ­ un error”, concluyó con franqueza, “pero he aprendido una lección. Tengo que reĆ­rme cuando pienso en la ‘confesión’ de Ana, aunque supongo que no deberĆ­a, porque realmente era una falsedad. Pero no me parece tan mala como lo habrĆ­a sido la otra, de alguna manera, y de todos modos soy responsable de ella. Esa niƱa es difĆ­cil de entender en algunos aspectos. Pero creo que saldrĆ” bien. Y hay algo seguro, ninguna casa serĆ” aburrida en la que ella estĆ©”.


CapĆ­tulo 15: Una tempestad en la tetera de la escuela

“Ā”QuĆ© dĆ­a tan esplĆ©ndido!”, dijo Ana, dando un largo suspiro. “ĀæNo es bueno estar vivo en un dĆ­a como Ć©ste? Compadezco a los que aĆŗn no han nacido por perdĆ©rselo. TendrĆ”n dĆ­as buenos, por supuesto, pero Ć©ste nunca lo tendrĆ”n. Y es aĆŗn mĆ”s esplĆ©ndido tener un camino tan bonito para ir a la escuela, Āæno?”

“Es mucho mĆ”s bonito que ir por la carretera, que es tan polvorienta y calurosa”, dijo Diana prĆ”cticamente, echando un vistazo a su cesta de la cena y calculando mentalmente cuĆ”ntos bocados tendrĆ­a cada niƱa si las tres jugosas y apetitosas tartas de frambuesa que allĆ­ reposaban se repartieran entre diez niƱas.

Las niƱas de la escuela de Avonlea siempre compartĆ­an sus almuerzos, y comerse tres tartas de frambuesa a solas o incluso compartirlas sólo con su mejor amiga habrĆ­a tachado para siempre de “terriblemente mala” a la niƱa que lo hubiera hecho. Y, sin embargo, cuando las tartas se repartĆ­an entre diez niƱas, se obtenĆ­a lo suficiente para darse un gusto.

El camino de Ana y Diana a la escuela era muy bonito. Ana pensaba que aquellos paseos de ida y vuelta a la escuela con Diana no podĆ­an mejorarse ni con la imaginación. Ir por la carretera principal hubiera sido tan poco romĆ”ntico; pero ir por Lover’s Lane y Willowmere y Violet Vale y el Sendero de los Abedules era romĆ”ntico, si es que alguna vez algo lo fue.

Lover’s Lane se abrĆ­a bajo el huerto de Tejas Verdes y se adentraba en el bosque hasta el final de la granja de los Cuthbert. Era el camino por el que en invierno llevaban las vacas a los pastos traseros y traĆ­an la leƱa a casa. Ana le habĆ­a puesto ese nombre antes de cumplir un mes en Tejas Verdes.

“No es que los amantes caminen por allĆ­ -le explicó a Marilla-, pero Diana y yo estamos leyendo un libro magnĆ­fico y en Ć©l hay un Callejón de los Enamorados. AsĆ­ que nosotras tambiĆ©n queremos tener uno. Y es un nombre muy bonito, Āæno te parece? Ā”Tan romĆ”ntico! Podemos imaginar a los amantes en Ć©l, ya sabes. Me gusta ese carril porque allĆ­ puedes pensar en voz alta sin que la gente te llame loca”.

Ana, saliendo sola por la maƱana, recorrió el Callejón de los Enamorados hasta el arroyo. Diana se reunió allĆ­ con ella, y las dos niƱas siguieron subiendo por el sendero, bajo el frondoso arco de los arces “Los arces son Ć”rboles tan sociables -dijo Ana-; siempre estĆ”n susurrando y susurrĆ”ndote”-, hasta que llegaron a un rĆŗstico puente. Luego abandonaron el sendero y atravesaron el campo trasero del seƱor Barry y Willowmere. MĆ”s allĆ” de Willowmere estaba Violet Vale, un pequeƱo hoyuelo verde a la sombra del gran bosque del seƱor Andrew Bell. “Claro que ahora no hay violetas -le dijo Ana a Marilla-, pero Diana dice que hay millones en primavera. Oh, Marilla, Āæno te imaginas que las ves? La verdad es que me deja sin aliento. Lo llamĆ© Violet Vale. Diana dice que nunca me vio el ritmo para acertar con nombres extravagantes para lugares. Es agradable ser inteligente en algo, Āæno? Pero Diana le puso nombre al Sendero de los Abedules. Ella querĆ­a, asĆ­ que la dejĆ©; pero estoy seguro de que podrĆ­a haber encontrado algo mĆ”s poĆ©tico que el simple Sendero de los Abedules. Cualquiera puede pensar en un nombre asĆ­. Pero el Sendero de los Abedules es uno de los lugares mĆ”s bonitos del mundo, Marilla”.

Lo era. Otras personas, ademÔs de Ana, pensaban lo mismo cuando tropezaban con él. Era un caminito estrecho y tortuoso, que bajaba serpenteando por una larga colina en línea recta a través de los bosques del señor Bell, por donde la luz bajaba tamizada a través de tantas pantallas de esmeralda que era tan impecable como el corazón de un diamante. Estaba bordeado en toda su longitud por esbeltos abedules jóvenes, de tallo blanco y ramoso; a lo largo de él crecían densamente helechos, flores estrelladas, lirios silvestres y mechones escarlata de bayas de paloma; y siempre había un delicioso sabor picante en el aire y la música de los cantos de los pÔjaros y el murmullo y la risa de los vientos del bosque en los Ôrboles. De vez en cuando se podía ver un conejo saltando por el camino, si se estaba en silencio, lo que, con Ana y Diana, ocurría mÔs o menos una vez cada luna azul. Abajo, en el valle, el sendero desembocaba en la carretera principal y luego sólo había que subir la colina de abetos para llegar a la escuela.

La escuela de Avonlea era un edificio encalado, bajo en los aleros y ancho en las ventanas, amueblado por dentro con cómodos pupitres anticuados que se abrían y cerraban, y en cuyas tapas estaban grabadas las iniciales y los jeroglíficos de tres generaciones de escolares. La escuela estaba apartada del camino y detrÔs de ella había un bosque de abetos y un arroyo donde todos los niños ponían sus botellas de leche por la mañana para que se mantuvieran frescas y dulces hasta la hora de la cena.

El primer día de septiembre, Marilla había visto a Ana partir hacia la escuela con muchos recelos secretos. Ana era una niña muy rara. ¿Cómo se llevaría con los demÔs niños? ¿Y cómo se las arreglaría para contener la lengua durante las horas de clase?

Sin embargo, las cosas fueron mejor de lo que Marilla temía. Aquella tarde Ana llegó a casa muy animada.

“Creo que me va a gustar la escuela”, anunció. “Pero no me gusta mucho el maestro. EstĆ” todo el tiempo rizĆ”ndose el bigote y haciĆ©ndole ojitos a Prissy Andrews. Prissy ya es mayorcita. Tiene diecisĆ©is aƱos y estĆ” estudiando para el examen de ingreso en la Academia de la Reina en Charlottetown el aƱo que viene. Tillie Boulter dice que el maestro estĆ” muerto por ella. Tiene una tez preciosa y el pelo castaƱo rizado y se lo peina con mucha elegancia. Ella se sienta en el asiento largo del fondo y Ć©l tambiĆ©n se sienta allĆ­ la mayor parte del tiempo, para explicarle las lecciones, dice. Pero Ruby Gillis dice que le vio escribir algo en su pizarra y que cuando Prissy lo leyó se puso roja como una remolacha y soltó una risita; y Ruby Gillis dice que no cree que tuviera nada que ver con la lección.”

“Ana Shirley, no vuelvas a hablar asĆ­ de tu maestra”, dijo Marilla bruscamente. “No se va a la escuela para criticar al maestro. Supongo que Ć©l puede enseƱarte algo y es asunto tuyo aprender. Y quiero que entiendas desde el principio que no debes volver a casa contando cuentos sobre Ć©l. Eso es algo que no voy a alentar. Espero que hayas sido una buena chica”.

“Desde luego que lo fui”, dijo Ana cómodamente. “Tampoco fue tan duro como te imaginas. Me siento con Diana. Nuestro asiento estĆ” junto a la ventana y podemos mirar hacia el Lago de las Aguas Brillantes. Hay muchas chicas simpĆ”ticas en la escuela y nos divertimos de lo lindo jugando a la hora de la cena. Es muy agradable tener muchas niƱas con las que jugar. Pero, por supuesto, me gusta mĆ”s Diana y siempre me gustarĆ”. Adoro a Diana. Estoy terriblemente atrasada con respecto a las otras. Todas van por el quinto libro y yo sólo voy por el cuarto. Siento que es una especie de desgracia. Pero ninguno de ellos tiene tanta imaginación como yo y pronto lo descubrĆ­. Hoy hemos tenido lectura, geografĆ­a, historia de CanadĆ” y dictado. El seƱor Phillips dijo que mi ortografĆ­a era vergonzosa y levantó mi pizarra para que todos pudieran verla, toda marcada. Me sentĆ­ tan mortificada, Marilla; creo que podrĆ­a haber sido mĆ”s educado con un extraƱo. Ruby Gillis me dio una manzana y Sophia Sloane me prestó una preciosa tarjeta rosa con la inscripción “ĀæPuedo verte en casa? Se la devolverĆ© maƱana. Y Tillie Boulter me dejó llevar su anillo de cuentas toda la tarde. ĀæPuedo coger algunas de esas cuentas de perlas del viejo alfiletero del desvĆ”n para hacerme un anillo? Y oh Marilla, Jane Andrews me dijo que Minnie MacPherson le contó que oyó a Prissy Andrews decirle a Sara Gillis que yo tenĆ­a una nariz muy bonita. Marilla, es el primer cumplido que he recibido en mi vida y no te imaginas quĆ© sensación tan extraƱa me produjo. Marilla, Āæde verdad tengo una nariz bonita? SĆ© que me dirĆ”s la verdad”.

“Tu nariz estĆ” bastante bien”, dijo Marilla brevemente. Secretamente pensaba que la nariz de Ana era extraordinariamente bonita; pero no tenĆ­a intención de decĆ­rselo.

De eso hacƭa ya tres semanas, y todo habƭa ido bien hasta entonces. Y ahora, aquella fresca maƱana de septiembre, Ana y Diana paseaban alegremente por el sendero de los abedules, dos de las niƱas mƔs felices de Avonlea.

“Supongo que Gilbert Blythe irĆ” hoy a la escuela”, dijo Diana. “Ha estado visitando a sus primos en New Brunswick todo el verano y llegó a casa el sĆ”bado por la noche. Es muy guapo, Ana. Y se burla mucho de las chicas. No hace mĆ”s que atormentarnos”.

La voz de Diana indicaba que preferĆ­a que le atormentaran la vida a que no lo hicieran.

“ĀæGilbert Blythe?” dijo Ana. “ĀæNo es su nombre el que estĆ” escrito en la pared del porche con el de Julia Bell y un gran ‘Toma nota’ sobre ellos?”.

“SĆ­”, dijo Diana, sacudiendo la cabeza, “pero estoy segura de que Julia Bell no le cae muy bien. Le he oĆ­do decir que estudió la tabla de multiplicar por sus pecas”.

“Oh, no me hables de pecas”, imploró Ana. “No es delicado cuando tengo tantas. Pero creo que escribir avisos en la pared sobre los chicos y las chicas es lo mĆ”s tonto que hay. Me gustarĆ­a que alguien se atreviera a escribir mi nombre junto al de un chico. No, por supuesto”, se apresuró a aƱadir, “que alguien lo hiciera”.

Ana suspiró. No quería que escribieran su nombre. Pero era un poco humillante saber que no había peligro de ello.

“TonterĆ­as”, dijo Diana, cuyos ojos negros y lustrosa cabellera habĆ­an hecho tales estragos en los corazones de los colegiales de Avonlea que su nombre figuraba en las paredes del porche en media docena de notificaciones. “Sólo es una broma. Y no estĆ©s tan seguro de que tu nombre no serĆ” escrito. Charlie Sloane estĆ” muerto por ti. Le dijo a su madre que eras la mĆ”s inteligente de la escuela. Eso es mejor que ser guapa”.

“No, no lo es”, dijo Ana, femenina hasta la mĆ©dula. “Prefiero ser guapa que lista. Y odio a Charlie Sloane. No soporto a un chico con ojos de anteojo. Si alguien escribiera mi nombre con el suyo nunca lo superarĆ­a, Diana Barry. Pero es agradable ser la primera de la clase”.

“TendrĆ”s a Gilbert en tu clase despuĆ©s de esto”, dijo Diana, “y Ć©l estĆ” acostumbrado a ser el jefe de su clase, te lo aseguro. Sólo estĆ” en el cuarto libro aunque tiene casi catorce aƱos. Hace cuatro aƱos su padre enfermó y tuvo que irse a Alberta por su salud y Gilbert se fue con Ć©l. Estuvieron allĆ­ tres aƱos y Gil no fue casi a la escuela hasta que volvieron. No te serĆ” tan fĆ”cil mantener la cabeza despuĆ©s de esto, Ana”.

“Me alegro”, dijo Ana rĆ”pidamente. “No podĆ­a sentirme orgullosa de mantener la cabeza de niƱos y niƱas de apenas nueve o diez aƱos. Ayer me levantĆ© deletreando ‘ebullición’. Josie Pye era la jefa y, fĆ­jate, se asomó a su libro. El seƱor Phillips no la vio, estaba mirando a Prissy Andrews, pero yo sĆ­. Le lancĆ© una mirada de desprecio helado y se puso roja como una remolacha y lo deletreó mal despuĆ©s de todo”.

“Esas chicas Pye son unas tramposas”, dijo Diana indignada, mientras subĆ­an la valla de la carretera principal. “Gertie Pye de hecho fue y puso su botella de leche en mi lugar en el arroyo ayer. ĀæAlguna vez lo hizo? Ahora no hablo con ella”.

Cuando el señor Phillips estaba al fondo de la sala oyendo el latín de Prissy Andrews, Diana susurró a Ana,

“Ese es Gilbert Blythe sentado justo enfrente de ti, Ana. MĆ­rale a ver si no te parece guapo”.

Ana miró en consecuencia. Tuvo una buena oportunidad de hacerlo, porque el tal Gilbert Blythe estaba absorto en sujetar sigilosamente la larga trenza amarilla de Ruby Gillis, que se sentaba frente a él, al respaldo de su asiento. Era un muchacho alto, de pelo castaño rizado, ojos avellana pícaros y una boca torcida en una sonrisa burlona. En ese momento, Ruby Gillis se levantó para llevarle una suma al señor; cayó de espaldas en su asiento con un gritito, creyendo que le arrancaban el pelo de raíz. Todos la miraron y el señor Phillips la fulminó con una mirada tan severa que Ruby se echó a llorar. Gilbert había perdido de vista el alfiler y estudiaba su historia con la cara mÔs sobria del mundo; pero cuando se calmó la conmoción, miró a Ana y le guiñó un ojo con inexpresable sorna.

“Creo que tu Gilbert Blythe es guapo -confió Ana a Diana-, pero me parece muy atrevido. No es de buena educación guiƱar el ojo a una desconocida”.

Pero no fue hasta la tarde cuando las cosas empezaron a suceder de verdad.

El señor Phillips estaba de nuevo en el rincón explicando un problema de Ôlgebra a Prissy Andrews y el resto de los alumnos hacían mÔs o menos lo que querían, comiendo manzanas verdes, cuchicheando, haciendo dibujos en sus pizarras y conduciendo grillos, enjaezados a cuerdas, arriba y abajo por el pasillo. Gilbert Blythe intentaba que Ana Shirley lo mirara y fracasaba rotundamente, porque Ana era en aquel momento totalmente ajena, no sólo a la existencia misma de Gilbert Blythe, sino de todos los demÔs alumnos de la escuela Avonlea y de la propia escuela Avonlea. Con la barbilla apoyada en las manos y los ojos fijos en la visión azul del Lago de las Aguas Brillantes que ofrecía la ventana del oeste, se encontraba muy lejos, en un magnífico país de ensueño, sin oír ni ver nada mÔs que sus propias visiones maravillosas.

Gilbert Blythe no estaba acostumbrado a esforzarse para que una chica lo mirara y encontrarse con el fracaso. Ella debƭa mirarle a Ʃl, aquella chica pelirroja de Shirley con la barbilla puntiaguda y los ojos grandes que no se parecƭan a los ojos de ninguna otra chica de la escuela de Avonlea.

Gilbert se estiró hacia el otro lado del pasillo, cogió el extremo de la larga trenza roja de Ana, la sostuvo a la distancia del brazo y dijo en un susurro penetrante,

“Ā”Zanahorias! Zanahorias!”

Entonces Ana lo miró con venganza.

Hizo algo mÔs que mirar. Se puso en pie de un salto, y sus brillantes fantasías cayeron en una ruina sin remedio. Dirigió una mirada indignada a Gilbert desde unos ojos cuyo brillo furioso se apagó rÔpidamente en lÔgrimas igualmente furiosas.

“Ā”Muchacho mezquino y odioso!”, exclamó apasionadamente. “Ā”Cómo te atreves!”

Y entonces, ”zas! Ana había derribado su pizarra sobre la cabeza de Gilbert y se la había partido -la pizarra, no la cabezaen dos.

A la escuela Avonlea siempre le gustaban las escenas. Esta fue especialmente agradable. Todos dijeron “Oh” horrorizados. Diana jadeó. Ruby Gillis, que se inclinaba a ser histĆ©rica, comenzó a llorar. Tommy Sloane dejó escapar por completo su equipo de grillos mientras contemplaba boquiabierto el retablo.

El señor Phillips avanzó por el pasillo y apoyó pesadamente la mano en el hombro de Ana.

“Ana Shirley, ĀæquĆ© significa esto?”, dijo furioso.

Ana no respondió. Era pedirle demasiado a alguien de carne y hueso esperar que dijera ante toda la escuela que la habĆ­an llamado “zanahorias”. Fue Gilbert quien habló con firmeza.

“Fue culpa mĆ­a, seƱor Phillips. Me burlĆ© de ella”.

El señor Phillips no prestó atención a Gilbert.

“Lamento ver que una alumna mĆ­a muestre tal mal genio y tal espĆ­ritu vengativo”, dijo en tono solemne, como si el mero hecho de ser alumna suya debiera extirpar todas las malas pasiones del corazón de los pequeƱos mortales imperfectos. “Ana, vete y quĆ©date de pie en la tarima frente a la pizarra durante el resto de la tarde”.

Ana hubiera preferido infinitamente unos azotes a este castigo, bajo el cual su espíritu sensible se estremeció como por un latigazo. Con el rostro blanco y rígido, obedeció. El señor Phillips tomó un lÔpiz de tiza y escribió en la pizarra sobre su cabeza.

“Ann Shirley tiene muy mal carĆ”cter. Ann Shirley debe aprender a controlar su mal genio”, y luego lo leyó en voz alta para que lo entendieran incluso los de la clase de pĆ”rvulos, que no sabĆ­an leer por escrito.

Ana permaneció de pie el resto de la tarde con aquella leyenda sobre ella. No lloró ni agachó la cabeza. La cólera estaba aún demasiado caliente en su corazón para eso y la sostenía en medio de toda su agonía de humillación. Con ojos resentidos y mejillas enrojecidas por la pasión se enfrentó por igual a la mirada compasiva de Diana y a los asentimientos indignados de Charlie Sloane y a las sonrisas maliciosas de Josie Pye. En cuanto a Gilbert Blythe, ni siquiera lo miró. ”Nunca volvería a mirarle! JamÔs le dirigiría la palabra.

Cuando terminaron las clases, Ana salió con la cabeza roja en alto. Gilbert Blythe trató de interceptarla en la puerta del porche.

“Siento mucho haberme burlado de tu pelo, Ana”, susurró contrito. “De verdad. No te enfades por quedĆ”rtelo”.

Ana pasó con desdĆ©n, sin mirar ni dar seƱales de oĆ­r. “Oh, Āæcómo has podido, Ana?”, suspiró Diana mientras avanzaban por el camino, mitad con reproche, mitad con admiración. Diana sintió que nunca habrĆ­a podido resistir la sĆŗplica de Gilbert.

“Nunca perdonarĆ© a Gilbert Blythe”, dijo Ana con firmeza. “Y el seƱor Phillips tambiĆ©n deletreó mi nombre sin e. El hierro se me ha metido en el alma, Diana”.

Diana no tenía la menor idea de lo que Ana quería decir, pero comprendió que era algo terrible.

“No debe importarte que Gilbert se burle de tu pelo”, le dijo tranquilizĆ”ndola. “Se burla de todas las chicas. Se rĆ­e del mĆ­o porque es muy negro. Me ha llamado cuervo una docena de veces; y tampoco le he oĆ­do nunca disculparse por nada”.

“Hay mucha diferencia entre que te llamen cuervo y que te llamen zanahoria”, dijo Ana con dignidad. “Gilbert Blythe ha herido insoportablemente mis sentimientos, Diana”.

Es posible que el asunto hubiera pasado sin mƔs insoportablemente si no hubiera ocurrido nada mƔs. Pero cuando las cosas comienzan a suceder, tienden a continuar.

Los alumnos de Avonlea solƭan pasar la hora del mediodƭa recogiendo chicle en el bosquecillo de abetos del seƱor Bell, al otro lado de la colina y al otro lado de su gran prado. Desde allƭ podƭan vigilar la casa de Eben Wright, donde se alojaba el maestro. Cuando veƭan salir de allƭ al seƱor Phillips, corrƭan hacia la escuela; pero como la distancia era unas tres veces mayor que el camino del seƱor Wright, muy a menudo llegaban allƭ, jadeantes y sin aliento, unos tres minutos tarde.

Al día siguiente, el señor Phillips sufrió uno de sus espasmódicos ataques de reforma y anunció, antes de irse a casa a cenar, que esperaba encontrar a todos los alumnos en sus asientos cuando regresara. Cualquiera que llegara tarde sería castigado.

Todos los chicos y algunas chicas fueron al bosque de abetos del seƱor Bell, como de costumbre, con la intención de quedarse sólo el tiempo suficiente para “masticar”. Pero las arboledas de abetos son seductoras y las nueces amarillas del chicle seductoras; cogieron y holgazanearon y se extraviaron; y como de costumbre, lo primero que les recordó el sentido de la huida del tiempo fue Jimmy Glover gritando desde lo alto de un viejo abeto patriarcal: “Viene el amo.”

Las niñas, que estaban en el suelo, arrancaron primero y consiguieron llegar a la escuela a tiempo, pero sin que les sobrara ni un segundo. Los chicos, que tuvieron que bajar apresuradamente de los Ôrboles, llegaron mÔs tarde; y Ana, que no había estado recogiendo chicle en absoluto, sino que deambulaba alegremente en el extremo mÔs alejado del bosquecillo, metida hasta la cintura entre los helechos, cantando suavemente para sí misma, con una corona de lirios de arroz en el pelo como si fuera una divinidad salvaje de los lugares sombríos, fue la última de todos. Sin embargo, Ana podía correr como un ciervo; y corrió, con el pícaro resultado de que alcanzó a los muchachos en la puerta y fue arrastrada a la escuela entre ellos, justo cuando el señor Phillips estaba en el acto de colgar su sombrero.

La breve energía reformadora del señor Phillips había terminado; no quería la molestia de castigar a una docena de alumnos; pero era necesario hacer algo para salvar su palabra, así que buscó un chivo expiatorio y lo encontró en Ana, que se había dejado caer en su asiento, jadeando, con su olvidada corona de lirios colgando torcida sobre una oreja y dÔndole un aspecto particularmente desaliñado y desaliñado.

“Ana Shirley, ya que pareces tan aficionada a la compaƱƭa de los chicos, vamos a satisfacer tu gusto por ella esta tarde”, dijo sarcĆ”sticamente. “QuĆ­tate esas flores del pelo y siĆ©ntate con Gilbert Blythe”.

Los otros chicos se rieron. Diana, palideciendo de lÔstima, arrancó la corona del cabello de Ana y le apretó la mano. Ana miró fijamente al maestro como si se hubiera convertido en piedra.

“ĀæHas oĆ­do lo que te he dicho, Ana?”, preguntó el seƱor Phillips con severidad.

“SĆ­, seƱor”, dijo Ana lentamente, “pero no creĆ­ que lo dijera en serio”.

“Le aseguro que sĆ­”, todavĆ­a con la inflexión sarcĆ”stica que todos los niƱos, y Ana en especial, odiaban. Se puso en evidencia. “ObedĆ©ceme de inmediato”.

Por un momento Ana pareció que iba a desobedecer. Luego, comprendiendo que no habĆ­a remedio, se levantó altivamente, atravesó el pasillo, se sentó junto a Gilbert Blythe y enterró la cara entre los brazos sobre el escritorio. Ruby Gillis, que pudo verla mientras caĆ­a, dijo a los que volvĆ­an de la escuela que “nunca habĆ­a visto nada igual: era tan blanca, con unas horribles manchitas rojas”.

Para Ana, aquello era como el fin de todas las cosas. Ya era bastante malo ser elegida para ser castigada entre una docena de niñas igualmente culpables; peor aún era ser enviada a sentarse con un niño; pero que ese niño fuera Gilbert Blythe era acumular insulto sobre insulto hasta un grado absolutamente insoportable. Ana sintió que no podría soportarlo y que de nada serviría intentarlo. Todo su ser hervía de vergüenza, cólera y humillación.

Al principio, las otras alumnas la miraban, cuchicheaban, se reĆ­an y le daban codazos. Pero como Ana no levantaba la cabeza y Gilbert trabajaba las fracciones como si toda su alma estuviera absorta en ellas y sólo en ellas, pronto volvieron a sus propias tareas y Ana fue olvidada. Cuando el seƱor Phillips llamó a la clase de Historia, Ana deberĆ­a haber salido; pero Ana no se movió, y el seƱor Phillips, que habĆ­a estado escribiendo unos versos “A Priscila” antes de llamar a la clase, seguĆ­a pensando en una obstinada rima y nunca la echó de menos. Una vez, cuando nadie miraba, Gilbert sacó de su pupitre un corazoncito de caramelo rosa con un lema dorado: “Eres dulce”, y lo deslizó bajo la curva del brazo de Ana. Ana se levantó, cogió con cuidado el corazoncito entre las puntas de los dedos, lo dejó caer al suelo, lo hizo polvo bajo los talones y volvió a su sitio sin dignarse dirigir una mirada a Gilbert.

A la salida de clase, Ana se dirigió a su pupitre, sacó ostentosamente todo lo que había en él, libros y tablilla, pluma y tinta, testamento y aritmética, y lo amontonó ordenadamente sobre su pizarra agrietada.

“ĀæPara quĆ© te llevas todas esas cosas a casa, Ana?”. quiso saber Diana en cuanto salieron a la carretera. Antes no se habĆ­a atrevido a formular la pregunta.

“Ya no volverĆ© a la escuela”, dijo Ana.

Diana se quedó boquiabierta y miró a Ana para ver si lo decía en serio.

“ĀæTe dejarĆ” Marilla quedarte en casa?”, preguntó.

“TendrĆ” que hacerlo”, dijo Ana. “No volverĆ© a ir a la escuela con ese hombre”.

“Ā”Oh, Ana!” Diana parecĆ­a a punto de llorar. “Creo que eres mala. ĀæQuĆ© voy a hacer? El seƱor Phillips me harĆ” sentar con esa horrible Gertie Pye; sĆ© que lo harĆ” porque estĆ” sentada sola. Vuelve, Ana”.

“HarĆ­a cualquier cosa por ti, Diana”, dijo Ana con tristeza. “Me dejarĆ­a desgarrar miembro por miembro si eso te hiciera algĆŗn bien. Pero no puedo hacerlo, asĆ­ que, por favor, no me lo pidas. Me destrozas el alma”.

“Piensa en toda la diversión que te perderĆ”s”, se lamentó Diana. “Vamos a construir la casa mĆ”s bonita junto al arroyo, y la semana que viene jugaremos a la pelota, y tĆŗ nunca has jugado, Ana. Es muy emocionante. Y vamos a aprender una nueva canción: Jane Andrews la estĆ” practicando ahora; y Alice Andrews va a traer un nuevo libro de Pansy la semana que viene y todos vamos a leerlo en voz alta, capĆ­tulo por capĆ­tulo, junto al arroyo. Y ya sabes que te gusta mucho leer en voz alta, Ana”.

Nada la conmovió lo mÔs mínimo. Estaba decidida. No volvería a ir a la escuela con el señor Phillips; así se lo dijo a Marilla al llegar a casa.

“TonterĆ­as”, dijo Marilla.

“No es ninguna tonterĆ­a -dijo Ana, mirando a Marilla con ojos solemnes y llenos de reproche. “ĀæNo lo entiendes, Marilla? Me han insultado”.

“Ā”Insultada fiddlesticks! MaƱana irĆ”s a la escuela como siempre”.

“Oh, no.” Ana sacudió suavemente la cabeza. “No volverĆ©, Marilla. AprenderĆ© mis lecciones en casa y serĆ© todo lo buena que pueda ser y me contendrĆ© la lengua todo el tiempo, si es que es posible. Pero no volverĆ© a la escuela, te lo aseguro”.

Marilla vio en el pequeño rostro de Ana algo notablemente parecido a una inflexible obstinación. Comprendió que le costaría trabajo vencerla; pero resolvió sabiamente no decir nada mÔs en aquel momento.

“IrĆ© a ver a Raquel esta tarde”, pensó. “Es inĆŗtil razonar ahora con Ana. EstĆ” demasiado nerviosa y creo que puede ser muy testaruda si se lo propone. Por lo que puedo deducir de su historia, el Sr. Phillips ha llevado los asuntos con bastante mano dura. Pero nunca serĆ­a bueno decĆ­rselo a ella. Lo hablarĆ© con Rachel. Ha enviado a diez niƱos a la escuela y deberĆ­a saber algo al respecto. A estas horas ya habrĆ” oĆ­do toda la historia”.

Marilla encontró a la Sra. Lynde tejiendo colchas tan afanosa y alegremente como de costumbre.

“Supongo que sabe a quĆ© he venido”, dijo, un poco avergonzada.

La señora Rachel asintió.

“Por el alboroto de Ana en la escuela, supongo”, dijo. “Tillie Boulter vino de camino a casa desde el colegio y me lo contó”.

“No sĆ© quĆ© hacer con ella”, dijo Marilla. “Declara que no volverĆ” a la escuela. Nunca habĆ­a visto a una niƱa tan alterada. Esperaba problemas desde que empezó la escuela. SabĆ­a que las cosas iban demasiado bien para durar. Es tan nerviosa. ĀæQuĆ© me aconsejas, Rachel?”

“Bueno, ya que me pides consejo, Marilla -dijo amablemente la Sra. Lynde, a quien le encantaba que le pidieran consejo-, yo le darĆ­a un poco de humor al principio, eso es lo que harĆ­a. Creo que el seƱor Phillips se equivocó. Claro que no estĆ” bien decĆ­rselo a los niƱos. Y por supuesto que hizo bien en castigarla ayer por ceder a su temperamento. Pero hoy fue diferente. Los otros que llegaron tarde deberĆ­an haber sido castigados tanto como Ana, eso es lo que pasa. Y no creo en hacer que las chicas se sienten con los chicos para castigarlas. No es modesto. Tillie Boulter estaba realmente indignada. Asumió la parte de Ana y dijo que todos los escolares tambiĆ©n. Ana parece muy popular entre ellos. Nunca pensĆ© que se llevarĆ­a tan bien con ellos”.

“Entonces crees que es mejor que se quede en casa”, dijo Marilla asombrada.

“SĆ­. Es decir, no volverĆ­a a decirle escuela hasta que ella misma lo dijera. Puedes estar segura, Marilla, de que se calmarĆ” en una semana o asĆ­ y estarĆ” lo bastante preparada para volver por su propia voluntad, eso es lo que pasa, mientras que, si la obligaras a volver enseguida, vaya usted a saber quĆ© manĆ­a o rabieta cogerĆ­a a continuación y causarĆ­a mĆ”s problemas que nunca. Cuanto menos jaleo se monte mejor, en mi opinión. No se perderĆ” mucho por no ir a la escuela, en cuanto a eso. El Sr. Phillips no es un buen profesor. El orden que mantiene es escandaloso, eso es lo que pasa, y descuida a los alevines y dedica todo su tiempo a esos grandes alumnos que estĆ” preparando para Queen’s. No habrĆ­a conseguido la escuela ni un aƱo mĆ”s si su tĆ­o no hubiera sido administrador, el administrador, porque lleva a los otros dos de las narices, eso es lo que pasa. No sĆ© adónde va a parar la educación en esta isla”.

La señora Rachel sacudió la cabeza, como diciendo que si ella estuviera al frente del sistema educativo de la provincia las cosas estarían mucho mejor gestionadas.

Marilla siguió el consejo de la señora Rachel y no volvió a hablar con Ana de volver a la escuela. En casa aprendía sus lecciones, hacía sus quehaceres y jugaba con Diana en los fríos crepúsculos morados del otoño; pero cuando se cruzaba con Gilbert Blythe en el camino o lo encontraba en la escuela dominical, lo pasaba de largo con un desprecio glacial que no se descongelaba ni un Ôpice por el evidente deseo de él de apaciguarla. Ni siquiera los esfuerzos de Diana por conciliar sirvieron de nada. Ana se había propuesto odiar a Gilbert Blythe hasta el fin de sus días.

Sin embargo, tanto como odiaba a Gilbert, amaba a Diana, con todo el amor de su pequeño y apasionado corazón, igualmente intenso en sus gustos y disgustos. Una tarde, Marilla, que venía del huerto con un cesto de manzanas, encontró a Ana sentada sola junto a la ventana oriental, en el crepúsculo, llorando amargamente.

“ĀæQuĆ© te pasa, Ana?”, le preguntó.

“Es por Diana”, sollozó Ana lujuriosamente. “Quiero tanto a Diana, Marilla. No puedo vivir sin ella. Pero sĆ© muy bien que cuando crezcamos Diana se casarĆ”, se irĆ” y me dejarĆ”. ĀæY quĆ© harĆ© yo? Odio a su marido, lo odio furiosamente. Lo he estado imaginando todo: la boda y todo lo demĆ”s, Diana vestida de nieve, con velo y tan hermosa y regia como una reina, y yo de dama de honor, con un vestido precioso y mangas abullonadas, pero con el corazón roto oculto bajo mi cara sonriente. AquĆ­ Ana se derrumbó por completo y lloró con creciente amargura.

Marilla se volvió rÔpidamente para ocultar su rostro crispado; pero fue inútil; se desplomó sobre la silla mÔs cercana y prorrumpió en una carcajada tan sincera e inusitada que Matthew, que cruzaba el patio exterior, se detuvo asombrado. ¿CuÔndo había oído reír así a Marilla?

“Bueno, Ana Shirley -dijo Marilla en cuanto pudo hablar-, si tienes que meterte en lĆ­os, por piedad, hazlo mĆ”s a mano en casa. Seguro que tienes imaginación”.


Capƭtulo 16: Diana es invitada a tomar el tƩ con trƔgicos resultados

Octubre era un hermoso mes en Tejas Verdes, cuando los abedules de la hondonada se volvƭan tan dorados como el sol y los arces detrƔs del huerto adquirƭan un color carmesƭ real y los cerezos silvestres a lo largo del sendero adquirƭan los mƔs bellos matices de rojo oscuro y verde bronceado, mientras los campos se asoleaban al atardecer.

Ana se deleitaba en el mundo de colores que la rodeaba.

“Oh, Marilla -exclamó un sĆ”bado por la maƱana, entrando bailando con los brazos llenos de hermosas ramas-, me alegro tanto de vivir en un mundo donde hay octubres. SerĆ­a terrible que nos saltĆ”ramos de septiembre a noviembre, Āæverdad? Mira estas ramas de arce. ĀæNo te dan una emoción, varias emociones? Voy a decorar mi habitación con ellas”.

“Cosas desordenadas”, dijo Marilla, cuyo sentido estĆ©tico no estaba notablemente desarrollado. “Desordenas demasiado tu cuarto con cosas de fuera, Ana. Las habitaciones estĆ”n hechas para dormir”.

“Oh, y para soƱar tambiĆ©n, Marilla. Y ya sabes que se sueƱa mucho mejor en una habitación donde hay cosas bonitas. Voy a poner estas ramas en la vieja jarra azul y las pondrĆ© sobre mi mesa”.

“Ten cuidado de no dejar caer las hojas por toda la escalera. Esta tarde voy a una reunión de la Sociedad de Socorros en Carmody, Ana, y es probable que no llegue a casa antes del anochecer. TendrĆ”s que llevarles la cena a Matthew y Jerry, asĆ­ que ten cuidado de no olvidarte de poner el tĆ© a remojar hasta que te sientes a la mesa, como hiciste la Ćŗltima vez.”

“Fue terrible de mi parte olvidarlo, dijo Ana disculpĆ”ndose, “pero esa fue la tarde en que estaba tratando de pensar en un nombre para Violet Vale y eso desplazó otras cosas. Matthew era tan bueno. Nunca me regañó. Ɖl mismo dejó el tĆ© y dijo que podĆ­amos esperar un rato. Y yo le contĆ© un bonito cuento de hadas mientras esperĆ”bamos, asĆ­ que el tiempo no se le hizo largo en absoluto. Era un cuento precioso, Marilla. OlvidĆ© el final, asĆ­ que me lo inventĆ© y Matthew dijo que no sabĆ­a dónde estaba la unión”.

“A Matthew le parecerĆ­a bien, Ana, que se te ocurriera levantarte a cenar en mitad de la noche. Pero esta vez mantĆ©n la cordura. Y no sĆ© si estoy haciendo lo correcto -puede que te ponga mĆ”s nerviosa que nuncapero puedes pedirle a Diana que venga a pasar la tarde contigo y a tomar el tĆ© aquĆ­.”

“Ā”Oh, Marilla!” Ana juntó las manos. “Ā”QuĆ© encantadora! DespuĆ©s de todo, eres capaz de imaginar cosas; de lo contrario, nunca habrĆ­as comprendido cómo he anhelado eso mismo. ParecerĆ” tan bonito y adulto. Sin miedo a que me olvide de poner el tĆ© cuando tenga compaƱƭa. Oh, Marilla, Āæpuedo usar el juego de tĆ© con spray de capullo de rosa?”

“Ā”No, por supuesto! Ā”El juego de tĆ© de capullos de rosa! Bueno, Āæy ahora quĆ©? Sabes que nunca lo uso, excepto para el ministro o los ayudantes. DejarĆ”s el viejo juego de tĆ© marrón. Pero puedes abrir la pequeƱa vasija amarilla de conservas de cereza. Ya era hora de que se usara. Creo que estĆ” empezando a funcionar. Y puedes cortar un poco de tarta de frutas y comer algunas galletas”.

“Ya me imagino sentada a la cabecera de la mesa y sirviendo el tĆ©”, dijo Ana, cerrando los ojos extasiada. “Ā”Y preguntĆ”ndole a Diana si toma azĆŗcar! Ya sĆ© que no, pero se lo preguntarĆ© como si no lo supiera. Y luego presionĆ”ndola para que tome otro trozo de tarta de frutas y otra ración de conservas. Oh, Marilla, es una sensación maravillosa sólo de pensarlo. ĀæPuedo llevarla a la habitación de invitados para que se quite el sombrero cuando venga? ĀæY luego al salón para sentarse?”

“No. El salón serĆ” suficiente para usted y su compaƱƭa. Pero hay una botella medio llena de licor de frambuesa que sobró de la fiesta de la iglesia la otra noche. EstĆ” en el segundo estante del armario de la sala de estar y Diana y tĆŗ podĆ©is tomarla si querĆ©is, y una galletita para comer con ella por la tarde, porque me atrevo a decir que Matthew llegarĆ” tarde a la hora del tĆ©, ya que estĆ” transportando patatas al barco.”

Ana bajó volando a la hondonada, pasó junto a la Burbuja de la dríade y subió por el sendero de abetos hasta la Cuesta del Huerto, para invitar a Diana a tomar el té. En consecuencia, justo después de que Marilla se hubiera marchado a Carmody, Diana se presentó, vestida con su segundo mejor vestido y con el aspecto que corresponde cuando se la invita a tomar el té. En otras ocasiones solía entrar corriendo en la cocina sin llamar; pero ahora llamaba primorosamente a la puerta principal. Y cuando Ana, vestida con su segunda mejor ropa, la abrió con la misma cortesía, ambas niñas se estrecharon la mano tan seriamente como si no se hubieran visto nunca. Esta antinatural solemnidad duró hasta que Diana fue llevada al hastial oriental para quitarse el sombrero y permaneció diez minutos sentada en el salón, con los dedos de los pies en posición.

“ĀæCómo estĆ” tu madre?”, preguntó Ana cortĆ©smente, como si aquella maƱana no hubiera visto a la seƱora Barry recogiendo manzanas con excelente salud y Ć”nimo.

“EstĆ” muy bien, gracias. Supongo que esta tarde el seƱor Cuthbert estarĆ” transportando patatas a Lily Sands”, dijo Diana, que aquella maƱana habĆ­a ido a casa del seƱor Harmon Andrews en el carro de Matthew.

“SĆ­. Nuestra cosecha de patatas es muy buena este aƱo. Espero que la de tu padre tambiĆ©n lo sea”.

“Es bastante buena, gracias. ĀæHas recogido ya muchas de tus manzanas?”

“Oh, muchĆ­simas”, dijo Ana, olvidĆ”ndose de ser digna y saltando rĆ”pidamente. “Vamos al huerto a coger algunas de las Red Sweetings, Diana. Marilla dice que podemos quedarnos con todos los que quedan en el Ć”rbol. Marilla es una mujer muy generosa. Dijo que podĆ­amos comer pastel de frutas y conservas de cereza para el tĆ©. Pero no es de buena educación decirle a tu compaƱƭa lo que vas a darles de comer, asĆ­ que no te dirĆ© lo que dijo que podĆ­amos tomar. Sólo que empieza por una r y una c y es de color rojo brillante. Me encantan las bebidas de color rojo brillante, Āæa ti no? Saben el doble de bien que cualquier otro color”.

El huerto, con sus grandes ramas que se inclinaban hacia el suelo cargadas de fruta, resultó tan encantador que las niƱas pasaron en Ć©l la mayor parte de la tarde, sentadas en un rincón cubierto de hierba, donde la escarcha habĆ­a preservado el verde y el suave sol otoƱal se prolongaba cĆ”lidamente, comiendo manzanas y hablando todo lo que podĆ­an. Diana tenĆ­a mucho que contarle a Ana de lo que ocurrĆ­a en la escuela. TenĆ­a que sentarse con Gertie Pye y lo odiaba; Gertie chirriaba el lĆ”piz todo el tiempo y eso le helaba la sangre a Diana; Ruby Gillis le habĆ­a quitado todas las verrugas con un guijarro mĆ”gico que le habĆ­a regalado la vieja Mary Joe del arroyo. HabĆ­a que frotarse las verrugas con el guijarro y luego tirarlo por encima del hombro izquierdo en luna nueva, y las verrugas desaparecĆ­an. El nombre de Charlie Sloane estaba escrito junto con el de Em White en la pared del porche y Em White estaba muy enfadada por ello; Sam Boulter habĆ­a “insultado” al Sr. Phillips en clase y el Sr. Phillips le habĆ­a azotado y el padre de Sam bajó a la escuela y retó al Sr. Phillips a que le pusiera la mano encima a uno de los niƱos. El padre de Sam bajó a la escuela y retó a Mr. Phillips a que volviera a ponerle la mano encima a uno de sus hijos; Mattie Andrews tenĆ­a una nueva capucha roja y una cruz azul con borlas, y los aires que se daba al respecto eran repugnantes; Lizzie Wright no se hablaba con Mamie Wilson porque la hermana mayor de Mamie Wilson habĆ­a dejado plantada a la hermana mayor de Lizzie Wright con su novio; todos echaban mucho de menos a Ana y deseaban que volviera a la escuela; y Gilbert Blythe…

Pero Ana no querĆ­a oĆ­r hablar de Gilbert Blythe. Se levantó de un salto y dijo: “ĀæY si entramos a tomar un licor de frambuesa?

Ana miró en el segundo estante de la despensa de la habitación, pero allí no había ninguna botella de cordial de frambuesa. La búsqueda reveló que estaba de nuevo en el estante superior. Ana la puso en una bandeja y la colocó sobre la mesa junto con un vaso.

“Ahora, por favor, sĆ­rvete, Diana”, dijo cortĆ©smente. “No creo que vaya a tomar nada ahora. No me apetece nada despuĆ©s de tantas manzanas”.

Diana se sirvió un vaso, miró con admiración su color rojo brillante y luego lo sorbió con delicadeza.

“Es un cordial de frambuesa muy bueno, Ana”, dijo. “No sabĆ­a que el cordial de frambuesa fuera tan agradable”.

“Me alegro mucho de que te guste. Toma todo el que quieras. Voy a salir corriendo a avivar el fuego. Hay tantas responsabilidades en la mente de una persona cuando se ocupa de la casa, Āæverdad?”.

Cuando Ana volvió de la cocina, Diana estaba bebiendo su segundo vaso de cordial; y, al ser rogada por Ana, no puso especial inconveniente en beber un tercero. Los vasos eran generosos, y el cordial de frambuesa era ciertamente muy agradable.

“El mĆ”s agradable que he bebido nunca”, dijo Diana. “Es mucho mejor que el de la seƱora Lynde, aunque ella presuma tanto del suyo. No sabe ni un poco como el de ella”.

“Yo creo que el cordial de frambuesa de Marilla serĆ” probablemente mucho mĆ”s agradable que el de la seƱora Lynde”, dijo Ana con lealtad. “Marilla es una cocinera famosa. EstĆ” tratando de enseƱarme a cocinar, pero te aseguro, Diana, que es un trabajo cuesta arriba. Hay tan poco margen para la imaginación en la cocina. Sólo tienes que seguir las reglas. La Ćŗltima vez que hice un pastel olvidĆ© poner la harina. Estaba pensando en la historia mĆ”s bonita sobre tĆŗ y yo, Diana. PensĆ© que estabas desesperadamente enferma de viruela y que todo el mundo te habĆ­a abandonado, pero yo fui valientemente a tu cabecera y te cuidĆ© hasta que volviste a la vida; y luego cogĆ­ la viruela y morĆ­ y me enterraron bajo aquellos Ć”lamos del cementerio y tĆŗ plantaste un rosal junto a mi tumba y lo regaste con tus lĆ”grimas; y nunca, nunca olvidaste a la amiga de tu juventud que sacrificó su vida por ti. Oh, fue una historia tan patĆ©tica, Diana. Las lĆ”grimas llovĆ­an sobre mis mejillas mientras mezclaba el pastel. Pero olvidĆ© la harina y el pastel fue un fracaso estrepitoso. La harina es tan esencial para los pasteles, ya sabes. Marilla estaba muy enfadada y no me extraƱa. Soy una gran prueba para ella. Estaba terriblemente mortificada por la salsa del pudĆ­n de la semana pasada. Cenamos budĆ­n de ciruelas el martes y sobró la mitad del budĆ­n y una jarra llena de salsa. Marilla dijo que habĆ­a suficiente para otra cena y me dijo que lo pusiera en el estante de la despensa y lo tapara. Mi intención era cubrirlo todo lo posible, Diana, pero cuando lo llevĆ© dentro me imaginaba que era una monja -por supuesto, soy protestante, pero me imaginaba que era católicaque tomaba el velo para enterrar un corazón roto en una clausura de reclusión; y me olvidĆ© por completo de cubrir la salsa del pudĆ­n. Lo recordĆ© a la maƱana siguiente y corrĆ­ a la despensa. Diana, Ā”imagĆ­nate mi horror al encontrar un ratón ahogado en la salsa! SaquĆ© al ratón con una cuchara y lo tirĆ© al patio y luego lavĆ© la cuchara en tres aguas. Marilla salió a ordeƱar y yo tenĆ­a toda la intención de preguntarle cuando llegara si podĆ­a darles la salsa a los cerdos; pero cuando llegó me imaginaba que era un hada de las heladas que iba por el bosque volviendo los Ć”rboles rojos y amarillos, como quisieran, asĆ­ que no volvĆ­ a pensar en la salsa de pudĆ­n y Marilla me mandó a recoger manzanas. Bueno, el Sr. y la Sra. Chester Ross de Spencervale vinieron aquĆ­ esa maƱana. Ya sabes que son gente muy elegante, sobre todo la seƱora Chester Ross. Cuando Marilla me llamó, la cena estaba lista y todos estaban a la mesa. IntentĆ© ser todo lo educada y digna que pude, pues querĆ­a que la seƱora Chester Ross pensara que era una niƱa elegante aunque no fuera guapa. Todo iba bien hasta que vi venir a Marilla con el budĆ­n de ciruelas en una mano y la jarra de salsa para budĆ­n, caliente, en la otra. Diana, ese fue un momento terrible. Me acordĆ© de todo y me puse de pie en mi sitio y gritĆ©: “Marilla, no debes usar esa salsa de pudĆ­n. HabĆ­a un ratón ahogado en ella. OlvidĆ© decĆ­rtelo antes’. Oh, Diana, nunca olvidarĆ© ese horrible momento aunque viva cien aƱos. La Sra. Chester Ross me miró y pensĆ© que me hundirĆ­a en el suelo de mortificación. Es una perfecta ama de casa e imagĆ­nate lo que habrĆ” pensado de nosotras. Marilla se puso roja como el fuego, pero no dijo ni una palabra. Se limitó a sacar la salsa y el pudĆ­n y a traer confituras de fresa. Incluso me ofreció un poco, pero no pude tragar ni un bocado. Era como echarme brasas en la cabeza. Cuando la seƱora Chester Ross se marchó, Marilla me echó una bronca espantosa. Pero, Diana, ĀæquĆ© te pasa?”.

Diana se había levantado muy inestablemente; luego volvió a sentarse, llevÔndose las manos a la cabeza.

“Estoy terriblemente enferma”, dijo con voz un poco gruesa. “Debo irme a casa”.

“No se te ocurra irte a casa sin tu tĆ© -exclamó Ana, angustiada-. “Voy ahora mismo a dejar el tĆ©.”

“Debo ir a casa -repitió Diana, estĆŗpida pero resueltamente.

“Deja que te traiga algo de comer”, imploró Ana. “Te darĆ© un poco de tarta de frutas y confitura de cerezas. TĆŗmbate un rato en el sofĆ” y te sentirĆ”s mejor. ĀæDónde te encuentras mal?”

“Tengo que irme a casa”, dijo Diana, y eso fue todo lo que quiso decir. En vano Ana suplicó.

“Nunca oĆ­ que una compaƱƭa se fuera a casa sin tĆ©”, se lamentó. “Oh, Diana, Āæsupones que es posible que realmente estĆ©s cogiendo la viruela? Si es asĆ­, irĆ© a cuidarte, puedes estar segura. Nunca te abandonarĆ©. Pero me gustarĆ­a que te quedaras hasta despuĆ©s del tĆ©. ĀæDónde te sientes mal?”

“Estoy muy mareada”, dijo Diana.

Y, en efecto, caminaba muy mareada. Ana, con lÔgrimas de decepción en los ojos, cogió el sombrero de Diana y la acompañó hasta la valla del patio Barry. Luego lloró todo el camino de regreso a Tejas Verdes, donde, apenada, guardó el resto del licor de frambuesas en la despensa y preparó el té para Matthew y Jerry, con todo el entusiasmo que había perdido la función.

El día siguiente era domingo, y como llovía a cÔntaros desde el amanecer hasta el anochecer, Ana no salió de Tejas Verdes. El lunes por la tarde Marilla la mandó a casa de la señora Lynde a hacer un recado. Al poco rato, Ana volvió volando por el camino, con las mejillas llenas de lÔgrimas. Se precipitó en la cocina y se echó boca abajo en el sofÔ, presa de una agonía.

“ĀæQuĆ© te ha pasado, Ana?”, preguntó Marilla con duda y consternación. “Espero que no hayas vuelto a ponerte insolente con la seƱora Lynde.”

Ana no contestó mÔs que con mÔs lÔgrimas y sollozos tormentosos.

“Ana Shirley, cuando te hago una pregunta quiero que me respondas. SiĆ©ntate ahora mismo y dime por quĆ© lloras”.

Ana se sentó, tragedia personificada.

“La seƱora Lynde fue a ver a la seƱora Barry hoy y la seƱora Barry estaba en un estado horrible”, se lamentó. “Dice que emborrachĆ© a Diana el sĆ”bado y la enviĆ© a casa en un estado lamentable. Dice que debo ser una niƱa muy mala y perversa y que nunca, nunca dejarĆ” que Diana vuelva a jugar conmigo. Oh, Marilla, estoy desolada”.

Marilla se quedó boquiabierta.

“Ā”Emborrachad a Diana!”, dijo cuando recobró la voz. “Ana, ĀæestĆ”s loca tĆŗ o la Sra. Barry? ĀæQuĆ© demonios le has dado?”

“Nada mĆ”s que cordial de frambuesa”, sollozó Ana. “Nunca pensĆ© que el cordial de frambuesa emborrachara a la gente, Marilla, ni siquiera si se bebĆ­an tres grandes jarras como Diana. Suena tan parecido al marido de la seƱora Thomas. Pero no querĆ­a emborracharla”.

“Ā”Borracha!”, dijo Marilla, dirigiĆ©ndose a la despensa del salón. AllĆ­, en el estante, habĆ­a una botella que ella reconoció de inmediato como una que contenĆ­a un poco de su vino casero de grosellas de tres aƱos, por el que era cĆ©lebre en Avonlea, aunque algunos de los mĆ”s estrictos, la seƱora Barry entre ellos, lo desaprobaban enĆ©rgicamente. Al mismo tiempo, Marilla recordó que habĆ­a guardado la botella de licor de frambuesa en el sótano y no en la despensa, como le habĆ­a dicho a Ana.

Volvió a la cocina con la botella de vino en la mano. Su rostro se crispó a pesar suyo.

“Ana, tienes talento para meterte en lĆ­os. Le diste a Diana vino de grosella en vez de licor de frambuesa. ĀæNo sabĆ­as tĆŗ misma la diferencia?”

“Nunca lo probĆ©”, dijo Ana. “PensĆ© que era el cordial. Quise ser tan hospitalaria. Diana se puso muy enferma y tuvo que irse a casa. La seƱora Barry le dijo a la seƱora Lynde que simplemente estaba muerta de borrachera. Ella se rió tontamente como cuando su madre le preguntó quĆ© le pasaba y se fue a dormir y durmió durante horas. Su madre olió su aliento y supo que estaba borracha. Ayer tuvo un terrible dolor de cabeza todo el dĆ­a. La Sra. Barry estĆ” muy indignada. Nunca creerĆ” que lo hice a propósito”.

“Yo pensarĆ­a que serĆ­a mejor que castigara a Diana por ser tan glotona como para beberse tres vasos llenos de cualquier cosa”, dijo Marilla brevemente. “Tres de esos grandes vasos la habrĆ­an puesto enferma aunque sólo hubiera sido un cordial. Bueno, esta historia serĆ” un buen argumento para los que me critican tanto por hacer vino de grosella, aunque hace tres aƱos que no lo hago desde que me enterĆ© de que el ministro no lo aprobaba. Sólo guardo esa botella para la enfermedad. Tranquila, niƱa, no llores. No veo que hayas tenido la culpa, aunque lamento que haya sucedido asĆ­”.

“Tengo que llorar”, dijo Ana. “Mi corazón estĆ” roto. Las estrellas en sus cursos luchan contra mĆ­, Marilla. Diana y yo nos separamos para siempre. Oh, Marilla, poco soƱƩ con esto cuando juramos por primera vez nuestros votos de amistad.”

“No seas tonta, Ana. La Sra. Barry lo pensarĆ” mejor cuando descubra que no tienes la culpa. Supongo que pensarĆ” que lo has hecho por una broma tonta o algo por el estilo. SerĆ” mejor que subas esta tarde y le cuentes cómo fue”.

“Me falla el valor al pensar en enfrentarme a la madre herida de Diana”, suspiró Ana. “OjalĆ” fueras tĆŗ, Marilla. Eres mucho mĆ”s digna que yo. Seguramente te escucharĆ­a antes a ti que a mĆ­”.

“Pues lo harĆ©”, dijo Marilla, reflexionando que probablemente serĆ­a lo mĆ”s prudente. “No llores mĆ”s, Ana. Todo saldrĆ” bien”.

Cuando Marilla regresó de Orchard Slope, ya había cambiado de idea. Ana estaba atenta a su llegada y voló a la puerta del porche para recibirla.

“Oh, Marilla, por tu cara sĆ© que no ha servido de nada”, le dijo apenada. “ĀæLa seƱora Barry no me perdonarĆ”?”.

“Ā”La Sra. Barry, desde luego!”, espetó Marilla. “De todas las mujeres irrazonables que he visto es la peor. Le dije que todo habĆ­a sido un error y que tĆŗ no tenĆ­as la culpa, pero simplemente no me creyó. Y me echó en cara mi vino de grosella y que yo siempre habĆ­a dicho que no podĆ­a tener el menor efecto sobre nadie. Le dije sin rodeos que el vino de grosella no estaba hecho para beberse de tres en tres y que si una niƱa a mi cargo era tan glotona, la pondrĆ­a sobria con unos buenos azotes”.

Marilla se dirigió a la cocina, gravemente turbada, dejando tras de sí en el porche a una pequeña alma muy distraída. En seguida Ana salió con la cabeza descubierta al frío crepúsculo otoñal; con gran decisión y firmeza se encaminó a través del campo de tréboles por el puente de troncos y subió por el bosquecillo de abetos, iluminada por una pÔlida lunita que colgaba baja sobre los bosques occidentales. La señora Barry, al llegar a la puerta en respuesta a un tímido golpe, se encontró con un suplicante de labios blancos y ojos ansiosos en el umbral.

Su rostro se endureció. La señora Barry era una mujer de fuertes prejuicios y aversiones, y su ira era del tipo frío y hosco que siempre es mÔs difícil de superar. Para hacerle justicia, creía realmente que Ana había emborrachado a Diana por pura malicia premeditada, y estaba sinceramente ansiosa por preservar a su hijita de la contaminación que supondría una mayor intimidad con una niña así.

“ĀæQuĆ© quieres?”, dijo rĆ­gidamente.

Ana juntó las manos.

“Oh, seƱora Barry, por favor, perdóneme. No era mi intención intoxicar a Diana. ĀæCómo podrĆ­a? ImagĆ­nate que fueras una pobre huerfanita adoptada por gente amable y tuvieras una sola amiga Ć­ntima en todo el mundo. ĀæCrees que la intoxicarĆ­as a propósito? PensĆ© que era sólo cordial de frambuesa. Estaba firmemente convencida de que era cordial de frambuesa. Por favor, no digas que no dejarĆ”s que Diana juegue mĆ”s conmigo. Si lo haces, cubrirĆ”s mi vida con una oscura nube de infortunio”.

Este discurso, que habría ablandado el corazón de la buena señora Lynde en un abrir y cerrar de ojos, no tuvo otro efecto en la señora Barry que irritarla aún mÔs. Desconfiaba de las grandes palabras y de los gestos dramÔticos de Ana y se imaginaba que la niña se burlaba de ella. Así que le dijo, fría y cruelmente:

“No creo que seas una niƱa adecuada para que Diana se relacione contigo. SerĆ” mejor que te vayas a casa y te comportes”.

A Ana le tembló el labio.

“ĀæNo me dejarĆ” ver a Diana una sola vez para despedirme?

“Diana ha ido a Carmody con su padre -dijo la seƱora Barry, entrando y cerrando la puerta.

Ana regresó a Tejas Verdes serena y desesperada.

“Mi Ćŗltima esperanza ha desaparecido”, le dijo a Marilla. “Yo misma subĆ­ a ver a la seƱora Barry y me trató muy insultantemente. Marilla, no creo que sea una mujer bien educada. No hay nada mĆ”s que hacer excepto rezar y no tengo muchas esperanzas de que eso sirva de mucho porque, Marilla, no creo que Dios mismo pueda hacer mucho con una persona tan obstinada como la seƱora Barry.”

“Ana, no deberĆ­as decir tales cosas”, reprendió Marilla, esforzĆ”ndose por vencer aquella impĆ­a tendencia a la risa que, consternada, veĆ­a crecer en ella. Y, en efecto, cuando aquella noche contó toda la historia a Matthew, se rió a carcajadas de las tribulaciones de Ana.

Pero cuando, antes de acostarse, entró en el hastial oriental y vio que Ana había llorado hasta dormirse, una suavidad desacostumbrada se dibujó en su rostro.

“Pobre almita”, murmuró, apartando un mechón suelto del rostro de la niƱa, manchado de lĆ”grimas. Luego se inclinó y besó la mejilla enrojecida sobre la almohada.


Capƭtulo 17: Un nuevo interƩs por la vida

A la tarde siguiente, Ana, inclinada sobre sus retazos en la ventana de la cocina, se asomó por casualidad y vio a Diana junto a la burbuja de la dríade, haciéndole señas misteriosas. En un santiamén Ana salió de casa y voló hacia la hondonada, con el asombro y la esperanza luchando en sus expresivos ojos. Pero la esperanza se desvaneció al ver el semblante abatido de Diana.

“ĀæTu madre no ha cedido?”, jadeó.

Diana sacudió la cabeza con tristeza.

“No; y, oh, Ana, dice que no volverĆ© a jugar contigo. He llorado y llorado y le he dicho que no era culpa tuya, pero ha sido inĆŗtil. Me costó mucho convencerla de que me dejara bajar a despedirme de ti. Me dijo que sólo podĆ­a quedarme diez minutos y me estĆ” cronometrando”.

“Diez minutos no es mucho tiempo para despedirse eternamente”, dijo Ana con lĆ”grimas en los ojos. “Oh, Diana, Āæprometes fielmente no olvidarme nunca, a la amiga de tu juventud, por mĆ”s que te acaricien amigos mĆ”s queridos?”.

“Ciertamente lo harĆ©”, sollozó Diana, “y nunca tendrĆ© otra amiga del alma; no quiero tenerla. No podrĆ­a amar a nadie como te amo a ti”.

“Oh, Diana”, exclamó Ana, apretando las manos, “Āæme quieres?”.

“Por supuesto que sĆ­. ĀæNo lo sabĆ­as?”

“No. Ana dio un largo suspiro. “Pensaba que te gustaba, por supuesto, pero nunca esperĆ© que me quisieras. Diana, no creĆ­a que nadie pudiera amarme. Nadie me ha amado desde que tengo memoria. Ā”Oh, esto es maravilloso! Es un rayo de luz que brillarĆ” para siempre en la oscuridad de un camino separado de ti, Diana. Oh, dilo una vez mĆ”s”.

“Te amo devotamente, Ana”, dijo Diana con firmeza, “y siempre te amarĆ©, puedes estar segura de ello”.

“Y yo siempre te amarĆ©, Diana”, dijo Ana, extendiendo solemnemente la mano. “En los aƱos venideros tu recuerdo brillarĆ” como una estrella sobre mi vida solitaria, como dice el Ćŗltimo cuento que leĆ­mos juntas. Diana, Āæquieres darme como despedida un mechón de tu cabellera azabache para que lo atesore para siempre?”.

“ĀæTienes algo con quĆ© cortarlo?”, preguntó Diana, enjugĆ”ndose las lĆ”grimas que los conmovedores acentos de Ana habĆ­an hecho brotar de nuevo, y volviendo a lo prĆ”ctico.

“SĆ­, tengo mis tijeras de patchwork en el bolsillo del delantal”, dijo Ana. Cortó solemnemente uno de los rizos de Diana. “Adiós, mi querida amiga. En adelante seremos como extraƱas, aunque vivamos una al lado de la otra. Pero mi corazón siempre te serĆ” fiel”.

Ana se quedó mirando a Diana y la perdió de vista, haciéndole un gesto triste con la mano cada vez que volvía la vista atrÔs. Luego regresó a la casa, no poco consolada por el momento por esta romÔntica despedida.

“Todo ha terminado”, informó a Marilla. “Nunca tendrĆ© otra amiga. Realmente estoy peor que nunca, porque ahora no tengo a Katie Maurice ni a Violetta. Y aunque las tuviera no serĆ­a lo mismo. De alguna manera, las pequeƱas niƱas de ensueƱo no satisfacen despuĆ©s de una amiga de verdad. Diana y yo tuvimos una despedida tan conmovedora en el manantial. SerĆ” sagrada en mi memoria para siempre. UsĆ© el lenguaje mĆ”s patĆ©tico que se me ocurrió y dije “tĆŗ” y “te”. “TĆŗ” y “tĆŗ” parecen mucho mĆ”s romĆ”nticos que “tĆŗ”. Diana me dio un mechón de su pelo y voy a coserlo en una bolsita y llevarlo colgado del cuello toda mi vida. Por favor, haz que lo entierren conmigo, porque no creo que viva mucho. Tal vez cuando me vea yaciendo frĆ­a y muerta ante ella la seƱora Barry sienta remordimientos por lo que ha hecho y deje que Diana venga a mi funeral.”

“No creo que haya mucho temor de que mueras de pena mientras puedas hablar, Ana”, dijo Marilla sin compasión.

El lunes siguiente Ana sorprendió a Marilla bajando de su cuarto con la cesta de los libros en el brazo y los labios ceñidos en una línea de determinación.

“Vuelvo a la escuela”, anunció. “Es lo Ćŗnico que me queda en la vida, ahora que mi amiga me ha sido arrancada sin piedad. En la escuela puedo mirarla y reflexionar sobre los dĆ­as que se fueron”.

“SerĆ” mejor que reflexiones sobre tus lecciones y tus sumas”, dijo Marilla, ocultando su alegrĆ­a ante esta evolución de la situación. “Si vas a volver a la escuela, espero que no volvamos a oĆ­r hablar de romper pizarras sobre las cabezas de la gente y de cosas por el estilo. Compórtate y haz lo que te diga tu profesor”.

“TratarĆ© de ser una alumna ejemplar”, convino Ana con tristeza. “No serĆ” muy divertido, supongo. El Sr. Phillips dijo que Minnie Andrews era una alumna modelo y no hay ni una chispa de imaginación o vida en ella. Es aburrida y patosa y nunca parece pasĆ”rselo bien. Pero me siento tan deprimida que tal vez ahora me resulte fĆ”cil. Voy a dar una vuelta por la carretera. No podrĆ­a soportar ir sola por el camino de los abedules. LlorarĆ­a lĆ”grimas amargas si lo hiciera”.

Ana fue recibida en la escuela con los brazos abiertos. Se había echado mucho de menos su imaginación en los juegos, su voz en el canto y su capacidad dramÔtica en la lectura en voz alta de los libros a la hora de la cena. Ruby Gillis le pasó de contrabando tres ciruelas azules durante la lectura del testamento; Ella May Macpherson le regaló un enorme pensamiento amarillo recortado de las tapas de un catÔlogo floral, una especie de adorno de escritorio muy apreciado en la escuela de Avonlea. Sophia Sloane se ofreció a enseñarle un nuevo patrón de encaje de punto perfectamente elegante, tan bonito para adornar delantales. Katie Boulter le dio un frasco de perfume para guardar agua de pizarra y Julia Bell copió cuidadosamente en un trozo de papel rosa pÔlido, festoneado en los bordes, la siguiente efusión:

“PARA Ana

“Cuando el crepĆŗsculo deja caer su cortina Y la prenda con una estrella
Recuerda que tienes una amiga
Aunque ande lejos”.

“Es tan bonito que te aprecien”, suspiró Ana con entusiasmo a Marilla aquella noche.

Las niƱas no eran las Ćŗnicas escolares que la “apreciaban”. Cuando Ana fue a su asiento despuĆ©s de la hora de la cena -el seƱor Phillips le habĆ­a dicho que se sentara con la modelo Minnie Andrews-, encontró sobre su pupitre una gran y deliciosa “manzana de fresa”. Ana la cogió dispuesta a darle un mordisco, cuando recordó que el Ćŗnico lugar de Avonlea donde crecĆ­an manzanas de fresa era en el viejo huerto de los Blythe, al otro lado del Lago de las Aguas Brillantes. Ana dejó caer la manzana como si fuera un carbón al rojo vivo y se limpió ostentosamente los dedos en el paƱuelo. La manzana permaneció intacta sobre su pupitre hasta la maƱana siguiente, cuando el pequeƱo Timothy Andrews, que barrĆ­a la escuela y encendĆ­a el fuego, se la anexionó como una de sus prebendas. El lĆ”piz de pizarra de Charlie Sloane, bellamente adornado con papel a rayas rojas y amarillas, que costaba dos centavos cuando los lĆ”pices ordinarios costaban sólo uno, y que Ć©l le envió despuĆ©s de la hora de la cena, tuvo una acogida mĆ”s favorable. Ana tuvo la gentileza de aceptarlo y recompensó al donante con una sonrisa que exaltó de inmediato a aquel joven encaprichado hasta el sĆ©ptimo cielo del deleite y le hizo cometer errores tan temibles en su dictado que el seƱor Phillips lo retuvo despuĆ©s de la escuela para reescribirlo.

Pero como,
“El desfile de CĆ©sar despojado del busto de Bruto …no le recordaba mĆ”s que al mejor hijo de Roma”…

así la marcada ausencia de todo homenaje o reconocimiento por parte de Diana Barry, que estaba sentada con Gertie Pye, amargó el pequeño triunfo de Ana.

“Diana podrĆ­a haberme sonreĆ­do una sola vez, creo”, se lamentó ante Marilla aquella noche. Pero a la maƱana siguiente, Ana recibió una nota, doblada y retorcida de un modo terrible y maravilloso, y un pequeƱo paquete.

“Querida Ana -decĆ­a la primera-, mamĆ” dice que no debo jugar contigo ni hablarte ni siquiera en la escuela. No es culpa mĆ­a y no te enfades conmigo, porque te quiero tanto como siempre. Te echo muchĆ­simo de menos para contarte todos mis secretos y no me gusta nada Gertie Pye. Te he hecho uno de los nuevos marcapĆ”ginas de papel de seda rojo. Ahora estĆ”n muy de moda y sólo tres chicas del colegio saben hacerlos. Cuando lo mires recuerda

“Tu verdadera amiga.

“Diana Barry”.

Ana leyó la nota, besó el marcapÔginas y envió una pronta respuesta al otro lado de la escuela.

“Mi querida Diana:-

“Por supuesto que no estoy enfadada contigo porque tengas que obedecer a tu madre. Nuestros espĆ­ritus pueden comulgar. GuardarĆ© tu precioso regalo para siempre. Minnie Andrews es una niƱa muy simpĆ”tica, aunque no tiene imaginación, pero despuĆ©s de haber sido amiga de Diana, yo no puedo serlo de Minnie. Por favor, disculpa las faltas porque mi ortografĆ­a aĆŗn no es muy buena, aunque ha mejorado mucho.

“Tuya hasta que la muerte nos separe.
“Ana o Cordelia Shirley.
“P. D. Esta noche dormirĆ© con tu carta bajo la almohada. “a. o c.s.”

Marilla esperaba con pesimismo mĆ”s problemas desde que Ana habĆ­a vuelto a la escuela. Pero no hubo ninguno. Tal vez Ana se contagió algo del espĆ­ritu “modelo” de Minnie Andrews; por lo menos, desde entonces se llevaba muy bien con el seƱor Phillips. Se entregó en cuerpo y alma a sus estudios, decidida a no ser superada en ninguna clase por Gilbert Blythe. La rivalidad entre ambos no tardó en manifestarse; era enteramente bondadosa por parte de Gilbert; pero mucho es de temer que no pueda decirse lo mismo de Ana, que tenĆ­a ciertamente una tenacidad poco encomiable para guardar rencores. Era tan intensa en sus odios como en sus amores. No se rebajaba a admitir que pretendĆ­a rivalizar con Gilbert en las tareas escolares, porque eso habrĆ­a sido reconocer su existencia, que Ana persistentemente ignoraba; pero la rivalidad existĆ­a y los honores fluctuaban entre ellos. Ahora Gilbert era el primero de la clase de ortografĆ­a; ahora Ana, con una sacudida de sus largas trenzas rojas, lo deletreaba mal. Una maƱana, Gilbert tenĆ­a todas las sumas bien hechas y su nombre estaba escrito en la pizarra, en el cuadro de honor; a la maƱana siguiente, Ana, que habĆ­a luchado salvajemente con los decimales toda la tarde anterior, serĆ­a la primera. Un horrible dĆ­a empataron y sus nombres se escribieron juntos. La mortificación de Ana era tan evidente como la satisfacción de Gilbert. Cuando se celebraron los exĆ”menes escritos de fin de mes, el suspense fue terrible. El primer mes Gilbert sacó tres notas de ventaja. El segundo, Ana le ganó por cinco. Pero su triunfo se vio empaƱado por el hecho de que Gilbert la felicitó efusivamente ante toda la escuela. HabrĆ­a sido mucho mĆ”s dulce para ella si Ć©l hubiera sentido el aguijón de su derrota.

El seƱor Phillips podĆ­a no ser muy buen maestro; pero una alumna tan inflexiblemente decidida a aprender como Ana, difĆ­cilmente podĆ­a escapar a hacer progresos bajo cualquier clase de maestro. Al final del curso, Ana y Gilbert fueron promovidos a la quinta clase y se les permitió empezar a estudiar los elementos de “las ramas”, es decir, latĆ­n, geometrĆ­a, francĆ©s y Ć”lgebra. En geometrĆ­a, Ana encontró su Waterloo.

“Es una materia espantosa, Marilla”, se quejó. “Estoy segura de que nunca podrĆ© entenderla. No hay lugar para la imaginación en absoluto. El seƱor Phillips dice que soy la peor zopenca que ha visto en su vida. Y Gil… quiero decir, algunos de los otros son muy listos. Es extremadamente mortificante, Marilla. Hasta Diana se las arregla mejor que yo. Pero no me importa que Diana me gane. Aunque ahora nos veamos como extraƱos, aĆŗn la quiero con un amor inextinguible. A veces me entristece mucho pensar en ella. Pero de verdad, Marilla, uno no puede estar triste mucho tiempo en un mundo tan interesante, Āæverdad?”.


CapĆ­tulo 18: Ana al rescate

Todas las cosas grandes estÔn ligadas a todas las cosas pequeñas. A primera vista no parecería que la decisión de cierto primer ministro canadiense de incluir la Isla del Príncipe Eduardo en una gira política pudiera tener mucho o nada que ver con la suerte de la pequeña Ana Shirley en Tejas Verdes. Pero así fue.

Fue en enero cuando el Primer Ministro acudió para dirigirse a sus leales partidarios y a los que no lo eran y decidieron asistir a la multitudinaria reunión celebrada en Charlottetown. La mayoría de los habitantes de Avonlea estaban del lado político del primer ministro; por lo tanto, la noche de la reunión casi todos los hombres y una buena parte de las mujeres habían ido a la ciudad, a treinta millas de distancia. La señora Rachel Lynde también había ido. La señora Rachel Lynde era una política al rojo vivo y no podía creer que el mitin político pudiera llevarse a cabo sin ella, aunque estaba en el lado opuesto de la política. Así que fue a la ciudad y se llevó a su marido -Thomas sería útil para cuidar del caballoy a Marilla Cuthbert con ella. A Marilla le interesaba furtivamente la política, y como pensó que podría ser su única oportunidad de ver a un verdadero Premier en vivo, no tardó en aprovecharla, dejando a Ana y a Matthew a cargo de la casa hasta su regreso al día siguiente.

AsĆ­, mientras Marilla y la seƱora Rachel se divertĆ­an enormemente en el mitin, Ana y Mateo tenĆ­an la alegre cocina de Tejas Verdes para ellos solos. En la anticuada estufa de Waterloo ardĆ­a un brillante fuego y en los cristales de las ventanas brillaban cristales de escarcha azul blanquecina. Matthew cabeceaba sobre un Farmers’ Advocate en el sofĆ” y Ana, en la mesa, estudiaba sus lecciones con sombrĆ­a determinación, a pesar de varias miradas nostĆ”lgicas al estante del reloj, donde yacĆ­a un libro nuevo que Jane Andrews le habĆ­a prestado aquel dĆ­a. Jane le habĆ­a asegurado que estaba garantizado que le producirĆ­a un sinnĆŗmero de emociones, o palabras por el estilo, y a Ana le hormigueaban los dedos por alcanzarlo. Pero eso significarĆ­a el triunfo de Gilbert Blythe al dĆ­a siguiente. Ana dio la espalda a la estanterĆ­a del reloj y trató de imaginar que no estaba allĆ­.

“Matthew, Āæestudiaste alguna vez geometrĆ­a cuando fuiste a la escuela?”.

“Pues no, no estudiĆ©”, dijo Matthew, saliendo de su letargo con un sobresalto.

“OjalĆ” lo hubieras hecho”, suspiró Ana, “porque entonces serĆ­as capaz de simpatizar conmigo. No puedes simpatizar adecuadamente si nunca lo has estudiado. EstĆ” ensombreciendo toda mi vida. Soy una zopenca, Matthew”.

“Bueno, no sĆ©”, dijo Matthew tranquilizadoramente. “Supongo que se te da bien cualquier cosa. El Sr. Phillips me dijo la semana pasada en la tienda de Blair en Carmody que eras el alumno mĆ”s inteligente de la escuela y que estabas haciendo rĆ”pidos progresos. ‘RĆ”pido progreso’ fueron sus propias palabras. Hay quien critica a Teddy Phillips y dice que no es un gran maestro; pero supongo que estĆ” bien”.

Matthew habrĆ­a pensado que cualquiera que elogiara a Ana estaba “bien”.

“Estoy segura de que me irĆ­a mejor con la geometrĆ­a si al menos no cambiara las letras”, se quejó Ana. “Me aprendo la proposición de memoria, y luego Ć©l la dibuja en la pizarra y pone letras distintas de las que hay en el libro y yo me lĆ­o. No creo que un profesor deba aprovecharse de forma tan mezquina, Āæverdad? Ahora estamos estudiando agricultura y por fin he descubierto quĆ© hace que las carreteras sean rojas. Es un gran consuelo. Me pregunto cómo lo estarĆ”n pasando Marilla y la Sra. Lynde. La Sra. Lynde dice que CanadĆ” se estĆ” yendo al garete por la forma en que se estĆ”n llevando las cosas en Ottawa, y que es una terrible advertencia para los electores. Dice que si se permitiera votar a las mujeres pronto verĆ­amos un bendito cambio. ĀæEn quĆ© sentido votas, Matthew?”

“Conservador”, dijo Matthew con prontitud. Votar conservador era parte de la religión de Matthew.

“Entonces yo tambiĆ©n soy conservadora”, dijo Ana con decisión. “Me alegro, porque Gilporque algunos de los chicos de la escuela son Grits. Supongo que el seƱor Phillips tambiĆ©n lo es, porque el padre de Prissy Andrews lo es, y Ruby Gillis dice que cuando un hombre corteja siempre tiene que estar de acuerdo con la madre de la chica en religión y con su padre en polĆ­tica. ĀæEs eso cierto, Matthew?”

“Bueno, no lo sĆ©”, dijo Matthew.

“ĀæHas cortejado alguna vez, Matthew?”

“Bueno, no, no sĆ© si alguna vez lo hice”, dijo Matthew, que ciertamente nunca habĆ­a pensado en tal cosa en toda su existencia.

Ana reflexionó con la barbilla entre las manos.

“Debe ser bastante interesante, Āæno crees, Matthew? Ruby Gillis dice que cuando crezca va a tener muchĆ­simos pretendientes y que todos estarĆ”n locos por ella; pero yo creo que eso serĆ­a demasiado excitante. PreferirĆ­a tener sólo uno en su sano juicio. Pero Ruby Gillis sabe mucho de estos asuntos porque tiene muchas hermanas mayores, y la seƱora Lynde dice que las chicas Gillis han salido como churros. El Sr. Phillips va a ver a Prissy Andrews casi todas las tardes. Dice que es para ayudarla con sus lecciones, pero Miranda Sloane tambiĆ©n estĆ” estudiando para Queen’s, y yo creerĆ­a que ella necesita ayuda mucho mĆ”s que Prissy porque es mucho mĆ”s estĆŗpida, pero Ć©l nunca va a ayudarla por las tardes. Hay muchas cosas en este mundo que no puedo entender muy bien, Matthew”.

“Bueno, no sĆ© si yo mismo las comprendo todas”, reconoció Matthew.

“Bueno, supongo que debo terminar mis lecciones. No me permitirĆ© abrir ese nuevo libro que Jane me prestó hasta que termine. Pero es una tentación terrible, Matthew. Incluso cuando le doy la espalda puedo verla tan clara como antes. Jane dijo que lloró mucho por Ć©l. Me encantan los libros que me hacen llorar. Pero creo que llevarĆ© ese libro a la sala de estar y lo encerrarĆ© en el armario de mermelada y te darĆ© la llave. Y no debes dĆ”rmelo, Matthew, hasta que termine mis lecciones, aunque te lo suplique de rodillas. EstĆ” muy bien decir resiste la tentación, pero es mucho mĆ”s fĆ”cil resistirla si no puedes conseguir la llave. ĀæY entonces voy al sótano a por unas russets, Matthew? ĀæNo te gustarĆ­an unas russets?”

“Pues no sĆ© quĆ© me gustarĆ­a”, dijo Matthew, que nunca comĆ­a russets pero conocĆ­a la debilidad de Ana por ellos.

En el momento en que Ana salía triunfante del sótano con su plato de russets, se oyeron pasos rÔpidos en el helado camino de tablas del exterior y, al instante siguiente, la puerta de la cocina se abrió de golpe y entró Diana Barry, con la cara blanca y sin aliento, con un chal enrollado apresuradamente alrededor de la cabeza. Ana, sorprendida, soltó la vela y el plato, y el plato, la vela y las manzanas cayeron juntos por la escalera del sótano y al día siguiente Marilla los encontró en el fondo, cubiertos de grasa derretida.

“ĀæQuĆ© te pasa, Diana?”, gritó Ana. “ĀæTu madre ha cedido al fin?”

“Oh, Ana, ven pronto”, imploró Diana nerviosa. “Minnie May estĆ” muy enferma, tiene crup, dice el joven Mary Joe, y papĆ” y mamĆ” se han ido a la ciudad y no hay nadie que pueda ir a buscar al mĆ©dico. Minnie May estĆ” muy mal y el joven Mary Joe no sabe quĆ© hacer… y Ā”oh, Ana, tengo tanto miedo!”.

Matthew, sin decir palabra, cogió la gorra y el abrigo, pasó junto a Diana y se escabulló en la oscuridad del patio.

“Ha ido a enjaezar la yegua alazana para ir a Carmody a buscar al mĆ©dico”, dijo Ana, que se apresuraba a ponerse la capucha y la chaqueta. “Lo sĆ© tan bien como si Ć©l lo hubiera dicho. Matthew y yo somos tan afines que puedo leer sus pensamientos sin necesidad de palabras”.

“No creo que encuentre al doctor en Carmody”, sollozó Diana. “SĆ© que el doctor Blair fue a la ciudad y supongo que el doctor Spencer tambiĆ©n irĆ­a, la joven Mary Joe nunca vio a nadie con crup y la seƱora Lynde no estĆ”. Ā”Oh, Ana!”

“No llores, Di”, dijo Ana alegremente. “SĆ© exactamente quĆ© hacer para el crup. Olvidas que la Sra. Hammond tuvo gemelos tres veces. Cuando cuidas a tres pares de gemelos, adquieres mucha experiencia. Todos tuvieron crup regularmente. Espere a que traiga el frasco de ipecacuana, quizĆ” no tenga en su casa. Vamos”.

Las dos niñas se apresuraron a salir cogidas de la mano y atravesaron a toda prisa la calle de los Enamorados y el campo cubierto de costra que había mÔs allÔ, pues la nieve era demasiado profunda para ir por el camino mÔs corto del bosque. Ana, aunque sinceramente apenada por Minnie May, estaba lejos de ser insensible al romanticismo de la situación y a la dulzura de compartir una vez mÔs ese romanticismo con un espíritu afín.

La noche era clara y helada, todo ébano de sombra y plata de ladera nevada; grandes estrellas brillaban sobre los campos silenciosos; aquí y allÔ los oscuros abetos puntiagudos se erguían con la nieve espolvoreando sus ramas y el viento silbando entre ellas. Ana pensó que era una verdadera delicia recorrer todo aquel misterio y belleza con su amiga íntima, de la que había estado distanciada tanto tiempo.

Minnie May, de tres años, estaba realmente muy enferma. Estaba tumbada en el sofÔ de la cocina, febril e inquieta, mientras su ronca respiración se oía por toda la casa. La joven Mary Joe, una muchacha francesa del Creek, pechugona y de cara ancha, a quien la señora Barry había contratado para quedarse con los niños durante su ausencia, estaba indefensa y desconcertada, incapaz de pensar qué hacer, o de hacerlo si se le ocurría.

Ana se puso a trabajar con destreza y prontitud.

“Minnie May tiene crup; estĆ” bastante mal, pero las he visto peores. Primero debemos tener mucha agua caliente. Diana, Ā”no hay mĆ”s que una taza en la tetera! Ya la he llenado y, Mary Joe, puedes poner un poco de leƱa en la estufa. No quiero herir tus sentimientos, pero me parece que podrĆ­as haber pensado en esto antes si tuvieras algo de imaginación. Ahora, desvestirĆ© a Minnie May y la pondrĆ© en la cama, y tĆŗ trata de encontrar algunos paƱos suaves de franela, Diana. Voy a darle una dosis de ipecacuana antes que nada”.

A Minnie May no le sentó bien la ipecacuana, pero Ana no había criado tres pares de gemelas en vano. La ipecacuana bajó, no sólo una vez, sino muchas veces durante la larga y angustiosa noche en que las dos niñas trabajaron pacientemente sobre la sufrida Minnie May, y la joven Mary Joe, sinceramente ansiosa por hacer todo lo que podía, mantuvo encendido un fuego crepitante y calentó mÔs agua de la que se hubiera necesitado para un hospital de bebés crupidos.

Eran las tres cuando Matthew llegó con el médico, pues se había visto obligado a ir hasta Spencervale en busca de uno. Pero la apremiante necesidad de asistencia ya había pasado. Minnie May estaba mucho mejor y dormía profundamente.

“Estuve a punto de darme por vencida”, explicó Ana. “Fue empeorando hasta que estuvo mĆ”s enferma que los gemelos Hammond, incluso que la Ćŗltima pareja. LleguĆ© a pensar que iba a morir asfixiada. Le di hasta la Ćŗltima gota de ipecacuana del frasco, y cuando bajó la Ćŗltima dosis me dije a mĆ­ misma -no a Diana ni a la joven Mary Joe, porque no querĆ­a preocuparlas mĆ”s de lo que ya estaban, pero tuve que decĆ­rmelo para aliviar mis sentimientos-: “Esta es la Ćŗltima esperanza que me queda y me temo que es vana”. Pero en unos tres minutos expulsó la flema y empezó a mejorar enseguida. ImagĆ­nese mi alivio, doctor, porque no puedo expresarlo con palabras. Usted sabe que hay cosas que no se pueden expresar con palabras”.

“SĆ­, lo sĆ©”, asintió el mĆ©dico. Miró a Ana como si estuviera pensando algunas cosas sobre ella que no podĆ­an expresarse con palabras. MĆ”s tarde, sin embargo, se las expresó a los seƱores Barry.

“Esa niƱa pelirroja que tienen en Cuthbert’s es tan lista como las hacen. Les aseguro que le salvó la vida a ese bebĆ©, porque cuando yo lleguĆ© ya habrĆ­a sido demasiado tarde. Parece tener una habilidad y una presencia de Ć”nimo maravillosas en una niƱa de su edad. Nunca vi nada como sus ojos cuando me explicaba el caso”.

Ana se habĆ­a marchado a casa en aquella maravillosa maƱana invernal de escarcha blanca, con los ojos pesados por la falta de sueƱo, pero sin dejar de hablar incansablemente con Matthew mientras cruzaban el largo campo blanco y caminaban bajo el resplandeciente arco de hadas de los arces de Lovers’ Lane.

“Oh, Matthew, Āæno es una maƱana maravillosa? El mundo parece algo que Dios acabara de imaginar para su propio placer, Āæverdad? Esos Ć”rboles parecen como si pudiera hacerlos volar con un soplo. Estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay heladas blancas, Āæy tĆŗ? Y yo me alegro de que la Sra. Hammond tuviera tres pares de gemelos. Si no, no habrĆ­a sabido quĆ© hacer por Minnie May. Lamento haberme enojado con la Sra. Hammond por tener gemelos. Pero, Matthew, tengo tanto sueƱo. No puedo ir a la escuela. SĆ© que no podrĆ­a mantener los ojos abiertos y serĆ­a tan estĆŗpida. Pero odio quedarme en casa por Gilalgunos de los otros se pondrĆ”n a la cabeza de la clase, y es tan difĆ­cil levantarse de nuevoaunque por supuesto cuanto mĆ”s difĆ­cil es mĆ”s satisfacción tienes cuando te levantas, Āæno?”

“Bueno, supongo que te las arreglarĆ”s bien”, dijo Matthew, mirando la carita blanca de Ana y las sombras oscuras bajo sus ojos. “AcuĆ©state y duerme bien. Yo harĆ© todas las tareas”.

Ana se metió en la cama y durmió tanto y tan profundamente que, bien entrada la blanca y sonrosada tarde de invierno, se despertó y bajó a la cocina, donde Marilla, que entretanto había llegado a casa, estaba sentada tejiendo.

“Oh, Āæhas visto al Premier?”, exclamó Ana de inmediato. “ĀæQuĆ© aspecto tenĆ­a, Marilla?”.

“Bueno, nunca llegó a primer ministro por su aspecto”, dijo Marilla. “Ā”QuĆ© nariz tenĆ­a ese hombre! Pero sabe hablar. Estaba orgulloso de ser conservador. A Rachel Lynde, por supuesto, como era liberal, no le servĆ­a de nada. Tu cena estĆ” en el horno, Ana; y puedes sacar de la despensa un poco de confitura de ciruelas azules. Supongo que tienes hambre. Matthew me ha estado contando lo de anoche. Debo decir que fue una suerte que supieras quĆ© hacer. Yo no habrĆ­a tenido ni idea, porque nunca he visto un caso de crup. Bueno, no hables hasta que hayas cenado. Por tu aspecto, sĆ© que estĆ”s llena de discursos, pero ya se te pasarĆ”n”.

Marilla tenía algo que decirle a Ana, pero no se lo dijo en aquel momento, porque sabía que si lo hacía, la excitación de Ana la sacaría de la región de asuntos tan materiales como el apetito o la cena. Marilla no dijo nada hasta que Ana hubo terminado su plato de ciruelas azules:

“La seƱora Barry estuvo aquĆ­ esta tarde, Ana. QuerĆ­a verte, pero no quise despertarte. Dice que le salvaste la vida a Minnie May y que lamenta mucho haber actuado como lo hizo en aquel asunto del vino de grosella. Dice que ahora sabe que no era tu intención emborrachar a Diana, y espera que la perdones y vuelvas a ser buena amiga de Diana. Si quieres, puedes ir esta noche, porque Diana no puede salir de casa porque anoche se resfrió. Ahora, Ana Shirley, por piedad, no salgas volando por los aires”.

La advertencia no parecía innecesaria, tan elevada y aérea era la expresión y la actitud de Ana cuando se puso en pie de un salto, con el rostro irradiado por la llama de su espíritu.

“Oh, Marilla, Āæpuedo irme ahora mismo, sin lavar los platos? Los lavarĆ© cuando vuelva, pero no puedo atarme a algo tan poco romĆ”ntico como lavar los platos en este emocionante momento.”

“SĆ­, sĆ­, vete”, dijo Marilla con indulgencia. “Ana Shirley, ĀæestĆ”s loca? Vuelve ahora mismo y ponte algo encima. TambiĆ©n podrĆ­a llamar al viento. Se ha ido sin gorra ni abrigo. MĆ­rala corriendo por el huerto con el pelo alborotado. SerĆ” una misericordia si no se muere de frĆ­o”.

Ana llegó bailando a casa en el crepúsculo púrpura del invierno a través de los parajes nevados. A lo lejos, en el sudoeste, se veía el gran destello perlado de una estrella vespertina en un cielo pÔlido, dorado y etéreo que se elevaba sobre espacios blancos y relucientes y oscuras cañadas de abetos. Los tintineos de las campanillas de los trineos entre las colinas nevadas llegaban como campanadas de duendes a través del aire helado, pero su música no era mÔs dulce que la canción que Ana llevaba en el corazón y en los labios.

“Tienes ante ti a una persona perfectamente feliz, Marilla”, anunció. “Soy perfectamente feliz; sĆ­, a pesar de mi pelo rojo. Precisamente ahora tengo el alma por encima del pelo rojo. La seƱora Barry me besó y lloró y dijo que lo sentĆ­a mucho y que nunca podrĆ­a pagĆ”rmelo. Me sentĆ­ terriblemente avergonzada, Marilla, pero me limitĆ© a decir lo mĆ”s educadamente que pude: “No le guardo rencor, seƱora Barry. Le aseguro de una vez por todas que no era mi intención intoxicar a Diana y en adelante cubrirĆ© el pasado con el manto del olvido’. Esa fue una manera muy digna de hablar, Āæno es asĆ­, Marilla? SentĆ­ que estaba amontonando brasas de fuego sobre la cabeza de la Sra. Barry. Y Diana y yo pasamos una tarde encantadora. Diana me enseñó una nueva puntada de ganchillo que le enseñó su tĆ­a en Carmody. Sólo nosotras lo sabemos en Avonlea, y juramos solemnemente no revelĆ”rselo a nadie mĆ”s. Diana me dio una hermosa tarjeta con una corona de rosas y un verso de poesĆ­a:

“‘Si me amas como yo te amo

Sólo la muerte podrÔ separarnos.

Y eso es verdad, Marilla. Vamos a pedirle al Sr. Phillips que nos deje sentarnos juntas de nuevo en la escuela, y Gertie Pye puede ir con Minnie Andrews. Tomamos un tĆ© elegante. La Sra. Barry dispuso la mejor vajilla, Marilla, como si yo fuera una verdadera compaƱƭa. No puedo decirte quĆ© emoción me dio. Nunca nadie habĆ­a usado su mejor vajilla por mĆ­. Y comimos pastel de frutas, pastel de libra, rosquillas y dos tipos de conservas, Marilla. Y la Sra. Barry me preguntó si tomaba el tĆ© y dijo: “PapĆ”, Āæpor quĆ© no le pasas las galletas a Ana?”. Debe ser encantador ser mayor, Marilla, cuando el simple hecho de que te traten como si lo fueras es tan agradable.”

“No sĆ© nada de eso”, dijo Marilla con un breve suspiro.

“Bueno, de todos modos, cuando sea mayor -dijo Ana con decisión-, siempre hablarĆ© a las niƱas como si tambiĆ©n lo fueran, y nunca me reirĆ© cuando usen palabras mayores. SĆ© por dolorosa experiencia cómo hiere eso los sentimientos. DespuĆ©s del tĆ©, Diana y yo hicimos caramelo. El caramelo no estaba muy bueno, supongo que porque ni Diana ni yo lo habĆ­amos hecho nunca. Diana me dejó removiĆ©ndolo mientras untaba los platos con mantequilla y yo me olvidĆ© y dejĆ© que se quemara; y luego, cuando lo pusimos en la plataforma para que se enfriara, el gato pasó por encima de un plato y hubo que tirarlo. Pero la preparación fue muy divertida. Luego, cuando volvĆ­ a casa, la seƱora Barry me pidió que viniera todas las veces que pudiera y Diana se quedó en la ventana y me lanzó besos durante todo el camino hasta Lovers’ Lane. Te aseguro, Marilla, que esta noche tengo ganas de rezar y voy a pensar en una nueva oración especial en honor de la ocasión.”


Capítulo 19: Un concierto, una catÔstrofe y una confesión

“Marilla, Āæpuedo ir un momento a ver a Diana?”, preguntó Ana, bajando sin aliento del hastial oriental una tarde de febrero.

“No sĆ© para quĆ© quieres ir por ahĆ­ de noche”, respondió Marilla. “Diana y tĆŗ volvisteis juntas de la escuela y luego os quedasteis allĆ­ abajo, en la nieve, durante media hora mĆ”s, con la lengua suelta todo el tiempo, chasquido y chasquido. AsĆ­ que no creo que estĆ©s muy mal por volver a verla”.

“Pero ella quiere verme”, suplicó Ana. “Tiene algo muy importante que decirme”.

“ĀæCómo sabes que lo tiene?”

“Porque acaba de hacerme seƱas desde su ventana. Nos hemos arreglado para hacer seƱales con nuestras velas y cartones. Ponemos la vela en el alfĆ©izar de la ventana y hacemos destellos pasando la cartulina de un lado a otro. Tantos destellos significan algo. Fue idea mĆ­a, Marilla”.

“Te aseguro que lo fue”, dijo Marilla enfĆ”ticamente. “Y lo siguiente que harĆ”s serĆ” prender fuego a las cortinas con tus tonterĆ­as de seƱales”.

“Oh, tenemos mucho cuidado, Marilla. Y es muy interesante. Dos destellos significan ‘ĀæestĆ”s ahĆ­?’. Tres significan ‘sĆ­’ y cuatro ‘no’. Cinco significan: ‘Ven cuanto antes, porque tengo algo importante que revelarte’. Diana acaba de hacer cinco seƱales y estoy deseando saber de quĆ© se trata”.

“Pues no hace falta que sufras mĆ”s”, dijo Marilla sarcĆ”sticamente. “Puedes irte, pero tienes que estar de vuelta aquĆ­ en sólo diez minutos, recuĆ©rdalo”.

Ana lo recordó y regresó en el tiempo estipulado, aunque probablemente ningún mortal sabrÔ jamÔs lo que le costó confinar la discusión de la importante comunicación de Diana dentro de los límites de diez minutos. Pero al menos los había aprovechado bien.

“Oh, Marilla, ĀæquĆ© te parece? Sabes que maƱana es el cumpleaƱos de Diana. Bueno, su madre le dijo que podĆ­a pedirme que la acompaƱara a casa desde la escuela y que me quedara con ella toda la noche. Y sus primos van a venir desde Newbridge en un gran trineo para ir al concierto del Club de Debate maƱana por la noche. Y nos llevarĆ”n a Diana y a mĆ­ al concierto, si me dejas ir. Lo harĆ”s, Āæverdad, Marilla? Estoy tan emocionada”.

“Puedes calmarte entonces, porque no irĆ”s. EstarĆ”s mejor en casa, en tu cama, y en cuanto al concierto del Club, es una tonterĆ­a, y a las niƱas no se les deberĆ­a permitir salir a esos sitios.”

“Estoy segura de que el Club de Debates es un asunto de lo mĆ”s respetable”, suplicó Ana.

“No digo que no lo sea. Pero no vas a empezar a ir a conciertos y a quedarte fuera toda la noche. Bonitas cosas para niƱos. Me sorprende que la Sra. Barry deje ir a Diana”.

“Pero es una ocasión tan especial”, se lamentó Ana, al borde de las lĆ”grimas. “Diana sólo cumple aƱos una vez al aƱo. No es como si los cumpleaƱos fueran cosas comunes, Marilla. Prissy Andrews va a recitar “El toque de queda no debe sonar esta noche”. Es una pieza moral tan buena, Marilla, estoy segura de que me harĆ­a mucho bien escucharla. Y el coro va a cantar cuatro encantadoras canciones patĆ©ticas que son casi tan buenas como los himnos. Y, oh, Marilla, el ministro va a participar; sĆ­, asĆ­ es; va a dar un discurso. Eso serĆ” casi lo mismo que un sermón. Por favor, Āæpuedo ir, Marilla?”.

“Has oĆ­do lo que he dicho, Ana, Āæverdad? QuĆ­tate las botas y vete a la cama. Son mĆ”s de las ocho”.

“Sólo hay una cosa mĆ”s, Marilla”, dijo Ana, con aire de producir el Ćŗltimo disparo en su casillero. “La seƱora Barry le dijo a Diana que podĆ­amos dormir en la cama de la habitación de invitados. Piensa en el honor de que tu pequeƱa Ana duerma en la cama de invitados”.

“Es un honor del que tendrĆ”s que prescindir. Vete a la cama, Ana, y que no te oiga decir ni una palabra mĆ”s”.

Cuando Ana, con las lÔgrimas rodando por sus mejillas, subió apesadumbrada a la habitación, Matthew, que aparentemente había estado profundamente dormido en el salón durante todo el diÔlogo, abrió los ojos y dijo con decisión:

“Bueno, Marilla, creo que deberĆ­as dejar marchar a Ana”.

“Entonces no”, replicó Marilla. “ĀæQuiĆ©n va a criar a esta niƱa, Matthew, tĆŗ o yo?”.

“Bueno, tĆŗ”, admitió Matthew.

“No interfieras entonces”.

“Bueno, no estoy interfiriendo. No es interferir tener tu propia opinión. Y mi opinión es que deberĆ­as dejar ir a Ana”.

“PensarĆ­as que deberĆ­a dejar ir a Ana a la luna si se le ocurriera, no me cabe duda”, fue la amable respuesta de Marilla. “PodrĆ­a haberla dejado pasar la noche con Diana, si eso fuera todo. Pero no apruebo este plan del concierto. IrĆ­a allĆ­ y se resfriarĆ­a como si nada, y se le llenarĆ­a la cabeza de tonterĆ­as y excitación. La desestabilizarĆ­a durante una semana. Comprendo el carĆ”cter de esa niƱa y lo que es bueno para ella mejor que tĆŗ, Matthew”.

“Creo que deberĆ­as dejar marchar a Ana”, repitió Matthew con firmeza. Argumentar no era su punto fuerte, pero mantenerse firme en su opinión ciertamente lo era. Marilla dio un grito de impotencia y se refugió en el silencio. A la maƱana siguiente, cuando Ana estaba lavando los platos del desayuno en la despensa, Matthew hizo una pausa en su camino hacia el granero para decirle a Marilla de nuevo:

“Creo que deberĆ­as dejar marchar a Ana, Marilla”.

Por un momento Marilla miró cosas que no era lícito pronunciar. Luego cedió a lo inevitable y dijo secamente:

“Muy bien, puede irse, ya que nada mĆ”s te complacerĆ””.
Ana salió volando de la despensa, con un paƱo empapado en la mano. “Oh, Marilla, Marilla, vuelve a decir esas benditas palabras”.

“Supongo que una vez es suficiente para decirlas. Esto es cosa de Matthew y me lavo las manos. Si coges una pulmonĆ­a durmiendo en una cama extraƱa o saliendo de ese caluroso pasillo en mitad de la noche, no me culpes a mĆ­, culpa a Matthew. Ana Shirley, estĆ”s goteando agua grasienta por todo el suelo. Nunca vi una niƱa tan descuidada”.

“Oh, sĆ© que soy una gran prueba para ti, Marilla”, dijo Ana arrepentida. “Cometo tantos errores. Pero piensa en todos los que no cometo, aunque podrĆ­a cometerlos. TraerĆ© arena y limpiarĆ© las manchas antes de ir a la escuela. Oh, Marilla, mi corazón sólo querĆ­a ir a ese concierto. Nunca he ido a un concierto en mi vida, y cuando las otras chicas hablan de ellos en la escuela me siento tan fuera de lugar. TĆŗ no sabĆ­as cómo me sentĆ­a, pero Matthew sĆ­. Matthew me comprende, y es tan agradable que te comprendan, Marilla”.

Ana estaba demasiado excitada para hacerse justicia a sí misma en cuanto a las lecciones de aquella mañana en la escuela. Gilbert Blythe la deletreó en clase y la perdió de vista en aritmética mental. Sin embargo, la humillación de Ana fue menor de lo que podría haber sido, en vista del concierto y de la cama en el cuarto de invitados. Diana y ella hablaron constantemente de ello durante todo el día, hasta el punto de que con un profesor mÔs estricto que el señor Phillips, la desgracia habría sido inevitable.

Ana pensó que no habría podido soportarlo de no haber asistido al concierto, pues aquel día no se habló de otra cosa en la escuela. El Club de Debates de Avonlea, que se había reunido quincenalmente durante todo el invierno, había celebrado varios pequeños espectÔculos gratuitos; pero éste iba a ser un gran acontecimiento, con una entrada de diez centavos, a beneficio de la biblioteca. Los jóvenes de Avonlea habían estado ensayando durante semanas, y todos los alumnos estaban especialmente interesados en el evento porque sus hermanos y hermanas mayores iban a participar. Todos en la escuela mayores de nueve años esperaban ir, excepto Carrie Sloane, cuyo padre compartía la opinión de Marilla acerca de que las niñas pequeñas fueran a conciertos nocturnos. Carrie Sloane lloró toda la tarde en su gramÔtica y sintió que la vida no valía la pena.

Para Ana, la verdadera emoción comenzó con la salida de la escuela y fue in crescendo hasta llegar a un Ć©xtasis positivo en el concierto mismo. Tomaron un “tĆ© perfectamente elegante”, y luego vino la deliciosa ocupación de vestirse en el cuartito de Diana, en el piso de arriba. Diana peinó a Ana con el nuevo estilo pompadour y Ana ató los moƱos de Diana con la habilidad especial que poseĆ­a; y experimentaron por lo menos media docena de maneras diferentes de arreglarse el cabello de la espalda. Por fin estaban listas, con las mejillas coloradas y los ojos brillantes de emoción.

Es verdad que Ana sintió una pequeña punzada al comparar su sencillo traje negro y su casero abrigo gris de mangas ajustadas, sin forma, con el alegre gorro de piel y la elegante chaquetita de Diana. Pero con el tiempo recordó que tenía imaginación y que podía usarla.

Luego llegaron los primos de Diana, los Murray de Newbridge; todos se amontonaron en el gran trineo de pung, entre paja y túnicas de piel. Ana disfrutó del trayecto hasta la casa, deslizÔndose por los caminos satinados, con la nieve crujiendo bajo los patines. Había una magnífica puesta de sol, y las colinas nevadas y las aguas azul oscuro del golfo de San Lorenzo parecían enmarcarse en el esplendor como un enorme cuenco de perlas y zafiros rebosante de vino y fuego. De todas partes llegaban tintineos de campanillas de trineo y risas lejanas que parecían la alegría de los duendes del bosque.

“Oh, Diana -exhaló Ana, apretando la mano de Diana bajo la tĆŗnica de piel-, Āæno es todo como un hermoso sueƱo? ĀæDe verdad parezco la misma de siempre? Me siento tan diferente que me parece que debe notarse en mi aspecto”.

“EstĆ”s muy guapa”, dijo Diana, que acababa de recibir un cumplido de una de sus primas y sintió que debĆ­a transmitirlo. “Tienes un color precioso”.

El programa de aquella noche fue una serie de “emociones” para al menos un oyente del pĆŗblico, y, como Ana aseguró a Diana, cada emoción sucesiva era mĆ”s emocionante que la anterior. Cuando Prissy Andrews, ataviada con un nuevo talle de seda rosa, con un collar de perlas alrededor de su tersa y blanca garganta y claveles de verdad en el pelo -los rumores susurraban que el maestro habĆ­a enviado hasta la ciudad a buscarlos para ella”subió por la viscosa escalera, oscura y sin un rayo de luz”, Ana se estremeció con lujosa simpatĆ­a; Cuando el coro cantó “Lejos sobre las gentiles margaritas”, Ana miró al techo como si estuviera pintado con Ć”ngeles; cuando Sam Sloane procedió a explicar e ilustrar “Cómo Sockery preparó una gallina”, Ana se rió hasta que la gente sentada cerca de ella se rió tambiĆ©n, mĆ”s por simpatĆ­a hacia ella que por diversión ante una selección que resultaba bastante aburrida incluso en Avonlea; y cuando Mr. Phillips pronunció la oración de Marco Antonio sobre el cadĆ”ver de CĆ©sar en el tono mĆ”s conmovedor -mirando a Prissy Andrews al final de cada frase-, Ana sintió que podrĆ­a amotinarse en el acto si un solo ciudadano romano la guiara.

Sólo un nĆŗmero del programa dejó de interesarle. Cuando Gilbert Blythe recitó “Bingen en el Rin”, Ana cogió el libro de la biblioteca de Rhoda Murray y lo leyó hasta que Ć©l hubo terminado, momento en que se sentó rĆ­gidamente rĆ­gida e inmóvil mientras Diana aplaudĆ­a hasta que le hormigueaban las manos.

Eran las once cuando llegaron a casa, saciadas de disipación, pero con el dulcísimo placer de hablar de todo lo sucedido. Todos parecían dormidos y la casa estaba oscura y silenciosa. Ana y Diana entraron de puntillas en el salón, una habitación larga y estrecha de la que salía el cuarto de invitados. Era agradablemente cÔlida y estaba tenuemente iluminada por las brasas de un fuego en la rejilla.

“DesnudĆ©monos aquĆ­”, dijo Diana. “Es tan agradable y cĆ”lido”.

“ĀæNo ha sido un tiempo delicioso?” suspiró Ana con entusiasmo. “Debe de ser esplĆ©ndido levantarse y recitar allĆ­. ĀæCrees que alguna vez nos pedirĆ”n que lo hagamos, Diana?”.

“SĆ­, por supuesto, algĆŗn dĆ­a. Siempre quieren que los grandes eruditos reciten. Gilbert Blythe lo hace a menudo y sólo tiene dos aƱos mĆ”s que nosotras. Oh, Ana, Āæcómo pudiste fingir que no le escuchabas? Cuando llegó a la lĆ­nea,

“‘Hay otra, no una hermana,’ te miró de arriba abajo”.

“Diana”, dijo Ana con dignidad, “eres mi amiga Ć­ntima, pero no puedo permitir que ni siquiera tĆŗ me hables de esa persona. ĀæEstĆ”s lista para ir a la cama? Hagamos una carrera y veamos quiĆ©n llega primero a la cama”.

La sugerencia atrajo a Diana. Las dos pequeñas figuras vestidas de blanco volaron por la larga habitación, atravesaron la puerta del cuarto de invitados y saltaron sobre la cama al mismo tiempo. Y entonces, algo se movió debajo de ellas, se oyó un grito ahogado y alguien dijo en voz baja:

“Ā”Madre mĆ­a!”

Ana y Diana nunca supieron cómo se levantaron de la cama y salieron de la habitación. Sólo sabían que, después de una frenética carrera, se encontraron subiendo las escaleras de puntillas y temblando.

“Oh, ĀæquiĆ©n era… quĆ© era?”, susurró Ana, con los dientes castaƱeteĆ”ndole de frĆ­o y de miedo.

“Era la tĆ­a Josefina”, dijo Diana, jadeando de risa. “Oh, Ana, era la tĆ­a Josefina, como quiera que haya venido. SĆ© que se pondrĆ” furiosa. Es espantoso, realmente espantoso, pero Āæhas conocido alguna vez algo tan divertido, Ana?”.

“ĀæQuiĆ©n es tu tĆ­a Josephine?”

“Es la tĆ­a de papĆ” y vive en Charlottetown. Es muy mayor -tiene setenta aƱosy no creo que haya sido nunca una niƱa. La esperĆ”bamos de visita, pero no tan pronto. Es terriblemente remilgada y regaƱarĆ” terriblemente por esto, lo sĆ©. Bueno, tendremos que dormir con Minnie May, y no te imaginas cómo patea”.

La señorita Josephine Barry no apareció en el desayuno de la mañana siguiente. La señora Barry sonrió amablemente a las dos niñas.

“ĀæOs lo pasasteis bien anoche? IntentĆ© mantenerme despierta hasta que llegasteis a casa, porque querĆ­a deciros que habĆ­a venido la tĆ­a Josephine y que, despuĆ©s de todo, tendrĆ­ais que subir, pero estaba tan cansada que me quedĆ© dormida. Espero que no hayas molestado a tu tĆ­a, Diana”.

Diana guardó un discreto silencio, pero ella y Ana intercambiaron furtivas sonrisas de culpable diversión al otro lado de la mesa. Ana se apresuró a regresar a su casa después del desayuno, y así permaneció en feliz ignorancia del alboroto que se produjo en el hogar de los Barry hasta la tarde, cuando bajó a casa de la señora Lynde con un encargo para Marilla.

“AsĆ­ que Diana y tĆŗ casi matĆ”is del susto a la pobre Srta. Barry anoche”, dijo la Sra. Lynde con severidad, pero con un brillo en los ojos. “La seƱora Barry estuvo aquĆ­ hace unos minutos de camino a Carmody. EstĆ” muy preocupada. La vieja seƱorita Barry estaba de muy mal humor cuando se levantó esta maƱana, y el temperamento de Josephine Barry no es ninguna broma, te lo aseguro. No quiso hablar con Diana en absoluto”.

“No fue culpa de Diana”, dijo Ana contrita. “Fue culpa mĆ­a. SugerĆ­ una carrera para ver quiĆ©n se metĆ­a primero en la cama”.

“Ā”Lo sabĆ­a!”, dijo la seƱora Lynde con la exultación de quien acierta. “SabĆ­a que esa idea habĆ­a salido de tu cabeza. Bueno, ha causado un buen montón de problemas, eso es lo que ha pasado. La vieja seƱorita Barry vino para quedarse un mes, pero ha declarado que no se quedarĆ” ni un dĆ­a mĆ”s y que volverĆ” maƱana a la ciudad, con domingo y todo. Se habrĆ­a ido hoy si la hubieran podido llevar. HabĆ­a prometido pagarle un trimestre de clases de mĆŗsica a Diana, pero ahora estĆ” decidida a no hacer nada por una marimacho como ella. Oh, supongo que lo pasaron muy bien allĆ­ esta maƱana. Los Barry deben sentirse destrozados. La vieja Srta. Barry es rica y les gustarĆ­a quedar bien con ella. Por supuesto, la Sra. Barry no me dijo eso a mĆ­, pero soy un buen juez de la naturaleza humana”.

“Soy una chica con tan mala suerte”, se lamentó Ana. “Siempre me meto en lĆ­os y mis mejores amigos -personas por las que derramarĆ­a la sangre de mi corazóntambiĆ©n. ĀæPuede decirme por quĆ©, seƱora Lynde?”.

“Es porque eres demasiado imprudente e impulsiva, niƱa. Nunca te paras a pensar; cualquier cosa que se te pasa por la cabeza para decir o hacer, la dices o haces sin reflexionar un momento.”

“Oh, pero eso es lo mejor”, protestó Ana. “Algo te viene a la mente, tan excitante, y tienes que salir con ello. Si te paras a pensarlo, lo echas todo a perder. ĀæNo ha sentido usted eso alguna vez, Sra. Lynde?”

No, la Sra. Lynde no lo había sentido. Sacudió la cabeza sabiamente.

“Debes aprender a pensar un poco, Ana, eso es. El proverbio que debes seguir es: “Mira antes de saltar”, especialmente en las camas supletorias”.

La señora Lynde se rió cómodamente de su leve broma, pero Ana permaneció pensativa. No veía nada de qué reírse en la situación, que a sus ojos parecía muy seria. Cuando salió de casa de la señora Lynde, siguió su camino a través de los campos cubiertos de costra hasta Orchard Slope. Diana la recibió en la puerta de la cocina.

“Tu tĆ­a Josefina estaba muy enfadada por eso, Āæverdad?”, susurró Ana.

“SĆ­ -respondió Diana, ahogando una risita y echando una mirada aprensiva por encima del hombro a la puerta cerrada del salón-. “Bailaba de rabia, Ana. Cómo me regaƱaba. Dijo que yo era la niƱa peor educada que habĆ­a visto y que mis padres deberĆ­an avergonzarse de cómo me habĆ­an criado. Dice que no se quedarĆ” y estoy segura de que no me importa. Pero a papĆ” y a mamĆ” sĆ­”.

“ĀæPor quĆ© no les dijiste que era culpa mĆ­a?”, preguntó Ana.

“Es probable que hiciera tal cosa, Āæno?”, dijo Diana con justo desprecio. “No soy ninguna delatora, Ana Shirley, y de todos modos tuve tanta culpa como tĆŗ”.

“Pues yo misma voy a decĆ­rselo”, dijo Ana con decisión. Diana se quedó mirando.
“Ā”Ana Shirley, nunca lo harĆ­as! ĀæPor quĆ©? Ā”Te comerĆ” viva!”

“No me asustes mĆ”s de lo que estoy”, imploró Ana. “PreferirĆ­a acercarme a la boca de un cañón. Pero tengo que hacerlo, Diana. Fue culpa mĆ­a y tengo que confesarlo. He tenido prĆ”ctica en confesar, afortunadamente”.

“Bueno, estĆ” en la habitación”, dijo Diana. “Puedes entrar si quieres. Yo no me atreverĆ­a. Y no creo que te sirva de nada”.

Con estos Ć”nimos, Ana se puso como un león en su madriguera, es decir, se acercó resueltamente a la puerta del salón y llamó dĆ©bilmente con los nudillos. Le siguió un agudo “Adelante”.

La señorita Josephine Barry, delgada, remilgada y rígida, tejía ferozmente junto al fuego, sin aplacar su cólera y con los ojos chirriantes a través de sus gafas de montura dorada. Se dio la vuelta en su silla, esperando ver a Diana, y se encontró con una muchacha de rostro blanco cuyos grandes ojos estaban llenos de una mezcla de coraje desesperado y terror encogido.

“ĀæQuiĆ©n es usted?”, preguntó sin ceremonias la seƱorita Josephine Barry.

“Soy Ana de las Tejas Verdes”, dijo trĆ©mulamente la pequeƱa visitante, juntando las manos con su gesto caracterĆ­stico, “y he venido a confesarme, si es tan amable”.

“ĀæConfesar quĆ©?”

“Que fue todo culpa mĆ­a lo de saltar a la cama sobre ti anoche. Yo lo sugerĆ­. Estoy segura de que a Diana nunca se le habrĆ­a ocurrido algo asĆ­. Diana es una chica muy femenina, Srta. Barry. AsĆ­ que debe ver lo injusto que es culparla”.

“Oh, debo, Āæeh? MĆ”s bien creo que Diana hizo su parte del salto por lo menos. Semejante conducta en una casa respetable”.

“Pero sólo nos divertĆ­amos”, insistió Ana. “Creo que deberĆ­a perdonarnos, seƱorita Barry, ahora que nos hemos disculpado. Y de todos modos, por favor, perdone a Diana y permĆ­tale tener sus lecciones de mĆŗsica. El corazón de Diana estĆ” empeƱado en sus clases de mĆŗsica, seƱorita Barry, y sĆ© muy bien lo que es empeƱarse en algo y no conseguirlo. Si debe enojarse con alguien, hĆ”galo conmigo. Estoy tan acostumbrada a que la gente se enfade conmigo que puedo soportarlo mucho mejor que Diana”.

Gran parte de la ira había desaparecido de los ojos de la anciana y había sido sustituida por un brillo de divertido interés. Pero aún así dijo severamente:

“No creo que te sirva de excusa decir que sólo te estabas divirtiendo. Las niƱas nunca se divertĆ­an asĆ­ cuando yo era joven. No sabes lo que es que te despierten de un sueƱo profundo, despuĆ©s de un largo y arduo viaje, dos muchachas grandes que vienen rebotando sobre ti.”

“No lo sĆ©, pero me lo imagino”, dijo Ana con entusiasmo. “Estoy segura de que debe haber sido muy perturbador. Pero tambiĆ©n estĆ” nuestra parte. ĀæTiene imaginación, seƱorita Barry? Si la tiene, póngase en nuestro lugar. No sabĆ­amos que habĆ­a alguien en esa cama y usted casi nos mata del susto. Fue horrible cómo nos sentimos. Y luego no pudimos dormir en la habitación de invitados despuĆ©s de que nos lo prometieran. Supongo que estĆ”is acostumbrados a dormir en habitaciones libres. Pero imaginad cómo os sentirĆ­ais si fuerais una niƱa huĆ©rfana que nunca hubiera tenido tal honor”.

Todo el chasquido había desaparecido para entonces. La señorita Barry se echó a reír de verdad, un sonido que hizo que Diana, que aguardaba en la cocina sin poder hablar, diera un gran suspiro de alivio.

“Me temo que mi imaginación estĆ” un poco oxidada, hace tanto tiempo que no la uso”, dijo. “Me atrevo a decir que tu derecho a la compasión es tan fuerte como el mĆ­o. Todo depende de cómo lo miremos. SiĆ©ntate aquĆ­ y hĆ”blame de ti”.

“Siento mucho no poder”, dijo Ana con firmeza. “Me gustarĆ­a, porque parece usted una dama interesante, y hasta podrĆ­a ser un alma gemela aunque no lo parezca mucho. Pero es mi deber ir a casa de la seƱorita Marilla Cuthbert. La seƱorita Marilla Cuthbert es una dama muy amable que me ha llevado a criar como es debido. Lo hace lo mejor que puede, pero es un trabajo muy desalentador. No debes culparla porque saltĆ© sobre la cama. Pero antes de irme me gustarĆ­a que me dijeras si perdonarĆ”s a Diana y te quedarĆ”s en Avonlea tanto tiempo como pretendĆ­as”.

“Creo que tal vez lo haga si vienes de vez en cuando a hablar conmigo”, dijo la seƱorita Barry.

Esa noche, la señorita Barry le regaló a Diana una pulsera de plata y les dijo a los miembros mÔs antiguos de la familia que había desempacado su valija.

“He decidido quedarme sólo para conocer mejor a esa Ana”, dijo con franqueza. “Me divierte, y en mi Ć©poca una persona divertida es una rareza”.

El Ćŗnico comentario de Marilla al oĆ­r la historia fue: “Te lo dije”. Esto fue en beneficio de Matthew.

La señorita Barry se quedó un mes mÔs. Era una invitada mÔs agradable que de costumbre, pues Ana la mantenía de buen humor. Se hicieron muy amigas.

Cuando la señorita Barry se marchó dijo:

“Recuerda, Ana, que cuando vengas a la ciudad me visitarĆ”s y te pondrĆ© a dormir en la cama de mi habitación de invitados”.

“DespuĆ©s de todo, la seƱorita Barry era un alma gemela”, le confió Ana a Marilla. “No lo pensarĆ­as al mirarla, pero lo es. No lo descubres al principio, como en el caso de Matthew, pero despuĆ©s de un tiempo llegas a verlo. Los espĆ­ritus afines no son tan escasos como solĆ­a pensar. Es esplĆ©ndido descubrir que hay tantos en el mundo”.


Capítulo 20: Una buena imaginación que sale mal

La primavera habĆ­a llegado una vez mĆ”s a Tejas Verdes: la hermosa, caprichosa y reacia primavera canadiense, que se prolongó durante abril y mayo en una sucesión de dĆ­as dulces, frescos y frĆ­os, con puestas de sol rosadas y milagros de resurrección y crecimiento. Los arces de Lovers’ Lane tenĆ­an los brotes rojos y alrededor de la burbuja de la drĆ­ade crecĆ­an pequeƱos helechos rizados. Lejos, en los barrens, detrĆ”s de la casa del seƱor Silas Sloane, florecĆ­an las flores de mayo, estrellas rosas y blancas de dulzura bajo sus hojas marrones. Todos los chicos y chicas de la escuela pasaron una tarde dorada recogiĆ©ndolas y regresando a casa en el claro y resonante crepĆŗsculo con los brazos y las cestas llenas de florido botĆ­n.

“Lo siento mucho por la gente que vive en tierras donde no hay flores de mayo”, dijo Ana. “Diana dice que tal vez tengan algo mejor, pero no puede haber nada mejor que los Mayflower, Āæverdad, Marilla? Y Diana dice que si no saben cómo son no las echan de menos. Pero creo que eso es lo mĆ”s triste de todo. Creo que serĆ­a trĆ”gico, Marilla, no saber cómo son los Mayflowers y no echarlos de menos. ĀæSabes lo que creo que son las flores de mayo, Marilla? Creo que deben ser las almas de las flores que murieron el verano pasado y este es su cielo. Pero lo pasamos esplĆ©ndidamente hoy, Marilla. Almorzamos en una gran hondonada musgosa junto a un viejo pozo, un lugar tan romĆ”ntico. Charlie Sloane retó a Arty Gillis a saltar por encima, y Arty lo hizo porque no aceptaba un reto. Nadie lo harĆ­a en la escuela. EstĆ” muy de moda atreverse. El Sr. Phillips le dio todas las flores de mayo que encontró a Prissy Andrews y le oĆ­ decir “dulces a los dulces”. Lo sacó de un libro, lo sĆ©; pero demuestra que tiene algo de imaginación. A mĆ­ tambiĆ©n me ofrecieron flores de mayo, pero las rechacĆ© con desprecio. No puedo decirles el nombre de la persona porque he jurado no decirlo nunca. Hicimos coronas con las flores de mayo y las pusimos en nuestros sombreros; y cuando llegó la hora de volver a casa marchamos en procesión por la carretera, de dos en dos, con nuestros ramos y coronas, cantando “Mi hogar en la colina”. Oh, fue tan emocionante, Marilla. Toda la gente del Sr. Silas Sloane se apresuró a vernos y todos los que nos cruzĆ”bamos en el camino se detenĆ­an y nos miraban. Causamos sensación”.

“Ā”No es de extraƱar! QuĆ© tonterĆ­as!” fue la respuesta de Marilla.

Después de las flores de mayo vinieron las violetas, y Violet Vale se vació de ellas. Ana lo atravesaba camino de la escuela con pasos reverentes y ojos de adoración, como si pisara tierra sagrada.

“De alguna manera”, le dijo a Diana, “cuando paso por aquĆ­ no me importa realmente si Gil… si alguien se me adelanta en clase o no. Pero cuando estoy en la escuela todo es diferente y me importa tanto como siempre. Hay tantas Anas diferentes en mĆ­. A veces pienso que por eso soy una persona tan problemĆ”tica. Si sólo fuera la Ćŗnica Ana serĆ­a mucho mĆ”s cómodo, pero entonces no serĆ­a ni la mitad de interesante”.

Una tarde de junio, cuando los huertos volvían a florecer de rosa, cuando las ranas cantaban dulcemente en las marismas de la cabecera del Lago de las Aguas Brillantes, y el aire estaba lleno del aroma de los campos de tréboles y de los bosques de abetos balsÔmicos, Ana estaba sentada junto a la ventana del frontón. Había estado estudiando sus lecciones, pero había oscurecido demasiado para ver el libro, por lo que se había sumido en un ensueño con los ojos muy abiertos, mirando mÔs allÔ de las ramas de la Reina de las Nieves, una vez mÔs adornada con sus mechones de flores.

En todos los aspectos esenciales, la pequeƱa habitación del frontón no habĆ­a cambiado. Las paredes eran tan blancas, el alfiletero tan duro, las sillas tan rĆ­gidas y amarillentas como siempre. Sin embargo, todo el carĆ”cter de la habitación habĆ­a cambiado. Estaba llena de una nueva personalidad vital y palpitante que parecĆ­a impregnarla y ser totalmente independiente de los libros, vestidos y cintas de colegiala, e incluso de la jarra azul agrietada llena de flores de manzano que habĆ­a sobre la mesa. Era como si todos los sueƱos, dormidos y despiertos, de su vĆ­vida ocupante hubieran tomado una forma visible aunque inmaterial y hubieran tapizado la desnuda habitación con esplĆ©ndidos tejidos de arco iris y luz de luna. De pronto Marilla entró enĆ©rgicamente con algunos de los delantales reciĆ©n planchados de Ana. Los colgó sobre una silla y se sentó con un breve suspiro. Aquella tarde habĆ­a tenido uno de sus dolores de cabeza y, aunque el dolor habĆ­a desaparecido, se sentĆ­a dĆ©bil y “agotada”, como ella decĆ­a. Ana la miró con ojos lĆ­mpidos de simpatĆ­a.

“Me hubiera gustado tener ese dolor de cabeza en tu lugar, Marilla. Lo habrĆ­a soportado con alegrĆ­a por tu bien”.

“Supongo que hiciste tu parte al ocuparte del trabajo y dejarme descansar”, dijo Marilla. “Parece que te has desenvuelto bastante bien y has cometido menos errores que de costumbre. Claro que no era exactamente necesario almidonar los paƱuelos de Matthew. Y la mayorĆ­a de la gente, cuando mete una tarta en el horno para calentarla para la cena, la saca y se la come cuando se calienta, en vez de dejar que se queme. Pero Ć©sa no parece ser tu manera de ser, evidentemente”.

Los dolores de cabeza siempre dejaban a Marilla algo sarcƔstica.

“Oh, lo siento mucho”, dijo Ana arrepentida. “Nunca pensĆ© en ese pastel desde el momento en que lo metĆ­ en el horno hasta ahora, aunque sentĆ­ instintivamente que faltaba algo en la mesa. Estaba firmemente resuelta, cuando me dejaste a cargo esta maƱana, a no imaginar nada, sino mantener mis pensamientos en los hechos. Lo hice bastante bien hasta que puse la tarta, y entonces me asaltó la irresistible tentación de imaginar que era una princesa encantada encerrada en una torre solitaria con un apuesto caballero que cabalgaba a rescatarme en un corcel negro como el carbón. AsĆ­ fue como me olvidĆ© de la tarta. No sabĆ­a que habĆ­a almidonado los paƱuelos. Todo el tiempo que estuve planchando intentaba pensar en un nombre para la nueva isla que Diana y yo hemos descubierto en el arroyo. Es el lugar mĆ”s encantador, Marilla. Tiene dos arces y el arroyo fluye a su alrededor. Al final se me ocurrió que serĆ­a esplĆ©ndido llamarla Isla Victoria porque la encontramos el dĆ­a del cumpleaƱos de la Reina. Tanto Diana como yo somos muy leales. Pero siento mucho lo de la tarta y los paƱuelos. QuerĆ­a ser extra buena hoy porque es un aniversario. ĀæRecuerdas lo que pasó este dĆ­a el aƱo pasado, Marilla?”

“No, no se me ocurre nada especial.”

“Oh, Marilla, fue el dĆ­a que vine a Tejas Verdes. Nunca lo olvidarĆ©. Fue el punto de inflexión en mi vida. Claro que a ti no te parece tan importante. He estado aquĆ­ por un aƱo y he sido tan feliz. Por supuesto, he tenido mis problemas, pero uno puede vivir sin problemas. ĀæLamentas haberme retenido, Marilla?”

“No, no puedo decir que lo sienta”, dijo Marilla, que a veces se preguntaba cómo podĆ­a haber vivido antes de que Ana llegara a Tejas Verdes, “no, no lo siento exactamente. Si has terminado tus lecciones, Ana, quiero que vayas corriendo a preguntarle a la seƱora Barry si me presta el patrón del delantal de Diana.”

“Oh-estĆ”-estĆ” demasiado oscuro”, gritó Ana.

“ĀæDemasiado oscuro? Sólo es el crepĆŗsculo. Y Dios sabe que ya has ido muchas veces al anochecer”.

“IrĆ© por la maƱana temprano”, dijo Ana con entusiasmo. “Me levantarĆ© al amanecer e irĆ©, Marilla”.

“ĀæQuĆ© se te ha metido ahora en la cabeza, Ana Shirley? Quiero ese patrón para cortar tu delantal nuevo esta tarde. Ve enseguida y espabila tambiĆ©n”.

“TendrĆ© que ir por el camino, entonces”, dijo Ana, cogiendo el sombrero de mala gana.

“Ā”Ir por el camino y perder media hora! Me gustarĆ­a alcanzarte!”

“No puedo atravesar el Bosque Embrujado, Marilla”, gritó Ana desesperada.

Marilla se quedó mirando.

“Ā”El Bosque Embrujado! ĀæEstĆ”s loca? ĀæQuĆ© es bajo el dosel el Bosque Embrujado?”

“El bosque de abetos que hay sobre el arroyo”, dijo Ana en un susurro.

“Ā”TonterĆ­as! El bosque encantado no existe en ninguna parte. ĀæQuiĆ©n te ha contado esas cosas?”

“Nadie”, confesó Ana. “Diana y yo nos imaginamos que el bosque estaba encantado. Todos los lugares de por aquĆ­ son muy comunes. Sólo lo inventamos para divertirnos. Lo empezamos en abril. Un bosque encantado es muy romĆ”ntico, Marilla. Elegimos el bosque de abetos porque es muy sombrĆ­o. Oh, hemos imaginado las cosas mĆ”s horripilantes. Hay una dama blanca que camina a lo largo del arroyo a esta hora de la noche y se retuerce las manos y lanza lamentos. Aparece cuando va a haber una muerte en la familia. Y el fantasma de un niƱo asesinado ronda la esquina de Idlewild; se arrastra detrĆ”s de ti y pone sus frĆ­os dedos en tu mano. Oh, Marilla, me da escalofrĆ­os pensar en ello. Y hay un hombre sin cabeza acechando por el sendero y esqueletos que te miran entre las ramas. Oh, Marilla, yo no atravesarĆ­a el Bosque Embrujado de noche por nada del mundo. EstarĆ­a segura de que cosas blancas saldrĆ­an de detrĆ”s de los Ć”rboles y me agarrarĆ­an”.

“Nadie ha oĆ­do jamĆ”s algo semejante!”, exclamó Marilla, que habĆ­a escuchado con mudo asombro. “Ana Shirley, Āæquieres decirme que crees todas esas perversas tonterĆ­as de tu propia imaginación?”.

“No creer exactamente”, vaciló Ana. “Al menos, no lo creo a la luz del dĆ­a. Pero al anochecer, Marilla, es diferente. Es cuando los fantasmas caminan”.

“Los fantasmas no existen, Ana”.

“Oh, pero los hay, Marilla,” gritó Ana ansiosamente. “Conozco gente que los ha visto. Y es gente respetable. Charlie Sloane dice que su abuela vio a su abuelo llevando las vacas a casa una noche despuĆ©s de haber estado enterrado durante un aƱo. Sabes que la abuela de Charlie Sloane no contarĆ­a una historia por nada. Es una mujer muy religiosa. Y el padre de la Sra. Thomas fue perseguido a casa una noche por un cordero de fuego con la cabeza cortada colgando de una tira de piel. Dijo que sabĆ­a que era el espĆ­ritu de su hermano y que era una advertencia de que morirĆ­a en nueve dĆ­as. No lo hizo, pero murió dos aƱos despuĆ©s, asĆ­ que ya ves que era realmente cierto. Y Ruby Gillis dice…

“Ana Shirley -interrumpió Marilla con firmeza-, no quiero volver a oĆ­rte hablar de esa manera. Desde el principio he tenido mis dudas acerca de esa imaginación tuya, y si Ć©ste va a ser el resultado de ello, no voy a consentir que hagas semejante cosa. IrĆ”s directamente a Barry’s, y atravesarĆ”s ese bosque de abetos, como lección y advertencia para ti. Y no vuelvas a decirme una palabra sobre bosques encantados”.

Ana podía suplicar y llorar cuanto quisiera, y así lo hizo, pues su terror era muy real. Su imaginación se le había ido de las manos y, al caer la noche, sentía un miedo mortal por el bosque de abetos. Pero Marilla era inexorable. Llevó a la encogida buscadora de fantasmas hasta el manantial y le ordenó que pasara directamente por el puente y se adentrara en los oscuros refugios de las damas que lloraban y los espectros sin cabeza que había mÔs allÔ.

“Oh, Marilla, Āæcómo puedes ser tan cruel?”, sollozó Ana. “ĀæQuĆ© sentirĆ­as si una cosa blanca me arrebatara y me llevara?”.

“Me arriesgarĆ©”, dijo Marilla insensiblemente. “Sabes que siempre pienso lo que digo. Te curarĆ© de imaginar fantasmas en los sitios. Marchad, ahora”.

Ana marchó. Es decir, tropezó con el puente y subió temblando por el horrible sendero que había mÔs allÔ. Ana nunca olvidó aquel paseo. Se arrepintió amargamente de la licencia que había dado a su imaginación. Los duendes de su fantasía acechaban en cada sombra a su alrededor, extendiendo sus manos frías y descarnadas para agarrar a la aterrorizada niña que los había creado. Una franja blanca de corteza de abedul que salía de la hondonada sobre el suelo marrón del bosquecillo hizo que su corazón se detuviera. El gemido prolongado de dos ramas viejas que se frotaban una contra otra hizo que el sudor de su frente se convirtiera en gotas. El vuelo de los murciélagos en la oscuridad sobre ella era como las alas de criaturas sobrenaturales. Cuando llegó al campo del señor William Bell, huyó a través de él como si la persiguiera un ejército de cosas blancas, y llegó a la puerta de la cocina de Barry tan sin aliento que apenas pudo jadear su petición del patrón del delantal. Diana estaba de viaje, así que no tenía excusa para demorarse. Había que afrontar el terrible viaje de regreso. Ana lo recorrió con los ojos cerrados, prefiriendo correr el riesgo de volarse los sesos entre las ramas que el de ver una cosa blanca. Cuando por fin tropezó con el puente de troncos, dio un largo suspiro de alivio.

“Bueno, ĀæasĆ­ que no te atrapó nada?”, dijo Marilla sin compasión.

“Oh, Mar-Marilla”, parloteó Ana, “me c-c-c-contentarĆ© con lugares c-ccomunes despuĆ©s de esto”.


CapĆ­tulo 21: Un nuevo estilo de condimentar

“Querida mĆ­a, en este mundo no hay mĆ”s que encuentros y despedidas, como dice la seƱora Lynde”, comentó Ana lastimeramente, dejando la pizarra y los libros sobre la mesa de la cocina el Ćŗltimo dĆ­a de junio y enjugĆ”ndose los ojos enrojecidos con un paƱuelo muy hĆŗmedo. “ĀæNo fue una suerte, Marilla, que hoy llevara a la escuela un paƱuelo de mĆ”s? TenĆ­a el presentimiento de que lo necesitarĆ­a”.

“Nunca pensĆ© que le tuvieras tanto cariƱo al seƱor Phillips como para necesitar dos paƱuelos para secarte las lĆ”grimas sólo porque se iba”, dijo Marilla.

“No creo que llorara porque realmente le tuviera tanto cariƱo”, reflexionó Ana. “Sólo lloraba porque todas las demĆ”s lo hacĆ­an. Fue Ruby Gillis quien empezó. Ruby Gillis siempre ha declarado que odiaba al seƱor Phillips, pero en cuanto Ć©l se levantó para pronunciar su discurso de despedida, ella rompió a llorar. Entonces todas las chicas empezaron a llorar, una tras otra. IntentĆ© aguantar, Marilla. IntentĆ© recordar la vez que el seƱor Phillips me obligó a sentarme con Gil… con un chico; y la vez que deletreó mi nombre sin e en la pizarra; y cómo dijo que yo era la peor zopenca que habĆ­a visto en geometrĆ­a y se rió de mi ortografĆ­a; y todas las veces que habĆ­a sido tan horrible y sarcĆ”stico; pero de algĆŗn modo no pude, Marilla, y tuve que llorar tambiĆ©n. Jane Andrews ha estado hablando durante un mes de lo contenta que estarĆ­a cuando el seƱor Phillips se fuera y declaró que nunca derramarĆ­a una lĆ”grima. Bueno, ella estaba peor que cualquiera de nosotras y tuvo que pedirle prestado un paƱuelo a su hermano -por supuesto los chicos no lloraronporque no habĆ­a traĆ­do uno propio, no esperaba necesitarlo. Oh, Marilla, fue desgarrador. El Sr. Phillips pronunció un hermoso discurso de despedida que comenzaba asĆ­: “Ha llegado el momento de separarnos”. Fue muy conmovedor. Y tambiĆ©n tenĆ­a lĆ”grimas en los ojos, Marilla. Oh, me sentĆ­ terriblemente apenada y arrepentida por todas las veces que habĆ­a hablado en la escuela y hecho dibujos de Ć©l en mi pizarra y me habĆ­a burlado de Ć©l y de Prissy. Puedo decirte que deseaba haber sido una alumna modelo como Minnie Andrews. Ella no tenĆ­a nada en su conciencia. Las niƱas lloraron todo el camino a casa desde la escuela. Carrie Sloane no paraba de decir cada pocos minutos: “Ha llegado el momento de separarnos”, y eso nos ponĆ­a en marcha de nuevo cada vez que estĆ”bamos en peligro de animarnos. Me siento terriblemente triste, Marilla. Pero uno no puede sentirse en lo mĆ”s profundo de la desesperación con dos meses de vacaciones por delante, Āæverdad, Marilla? Y ademĆ”s, nos encontramos con el nuevo ministro y su esposa viniendo de la estación. A pesar de lo mal que me sentĆ­a por la marcha del Sr. Phillips, no podĆ­a evitar interesarme un poco por el nuevo ministro, Āæverdad? Su esposa es muy bonita. No exactamente encantadora como una reina, por supuesto; supongo que no serĆ­a bueno que un ministro tuviera una esposa encantadora como una reina, porque podrĆ­a ser un mal ejemplo. La seƱora Lynde dice que la esposa del ministro de Newbridge da muy mal ejemplo porque viste muy a la moda. La esposa de nuestro nuevo pastor iba vestida de muselina azul con unas preciosas mangas abullonadas y un sombrero adornado con rosas. Jane Andrews dijo que las mangas abullonadas le parecĆ­an demasiado mundanas para la esposa de un ministro, pero yo no hice ningĆŗn comentario tan poco caritativo, Marilla, porque sĆ© lo que es anhelar las mangas abullonadas. AdemĆ”s, sólo ha sido la esposa de un pastor durante poco tiempo, asĆ­ que hay que hacer concesiones, Āæno? Van a alojarse con la seƱora Lynde hasta que la mansión estĆ© lista”.

Si Marilla, al ir a casa de la señora Lynde aquella tarde, estaba movida por algún motivo que no fuera su declarada intención de devolver los bastidores que le habían prestado el invierno anterior, se trataba de una amable debilidad compartida por la mayoría de los habitantes de Avonlea. Muchas cosas que la señora Lynde había prestado, a veces sin esperar volver a verlas, volvían a casa aquella noche a cargo de sus prestatarias. Un nuevo ministro, y ademÔs un ministro con esposa, era un legítimo objeto de curiosidad en un pequeño y tranquilo asentamiento rural donde las sensaciones eran escasas y distantes entre sí.

El viejo seƱor Bentley, el ministro a quien Ana habĆ­a encontrado falto de imaginación, habĆ­a sido pastor de Avonlea durante dieciocho aƱos. Era viudo cuando llegó, y viudo siguió siendo, a pesar de que las habladurĆ­as lo casaban regularmente con Ć©sta, con aquĆ©lla o con la otra, cada aƱo de su estancia. En el mes de febrero anterior habĆ­a renunciado a su cargo y se habĆ­a marchado en medio del pesar de su gente, la mayorĆ­a de la cual sentĆ­a por su buen pastor el afecto nacido de una larga relación, a pesar de sus defectos como orador. Desde entonces, la iglesia de Avonlea habĆ­a disfrutado de una variedad de disipación religiosa al escuchar a los muchos y diversos candidatos y “suplentes” que venĆ­an domingo tras domingo a predicar a prueba. Pero cierta muchacha pequeƱa y pelirroja que se sentaba mansamente en un rincón del viejo banco de Cuthbert tambiĆ©n tenĆ­a sus opiniones sobre ellos y las discutĆ­a a fondo con Matthew, aunque Marilla siempre se negaba por principio a criticar a los ministros de cualquier forma o manera.

“No creo que el Sr. Smith lo hubiera hecho, Matthew”, fue el resumen final de Ana. “La Sra. Lynde dice que su discurso era muy pobre, pero yo creo que su peor defecto era igual que el del Sr. Bentley: no tenĆ­a imaginación. Y el seƱor Terry tenĆ­a demasiada; se dejó llevar por ella igual que yo hice con la mĆ­a en el asunto del Bosque Embrujado. AdemĆ”s, la Sra. Lynde dice que su teologĆ­a no era sólida. El Sr. Gresham era un hombre muy bueno y muy religioso, pero contaba demasiadas historias divertidas y hacĆ­a reĆ­r a la gente en la iglesia; era indigno, y hay que tener cierta dignidad con un ministro, Āæno es asĆ­, Matthew? Yo pensaba que el seƱor Marshall era decididamente atractivo; pero la seƱora Lynde dice que no estĆ” casado, ni siquiera comprometido, porque hizo averiguaciones especiales sobre Ć©l, y dice que nunca serĆ­a bueno tener un ministro joven soltero en Avonlea, porque podrĆ­a casarse en la congregación y eso crearĆ­a problemas. La Sra. Lynde es una mujer muy previsora, Āæverdad, Matthew? Me alegro mucho de que hayan llamado al Sr. Allan. Me gustaba porque su sermón era interesante y rezaba como si lo dijera en serio y no sólo como si lo hiciera porque tenĆ­a la costumbre de hacerlo. La seƱora Lynde dice que no es perfecto, pero supone que no podemos esperar un ministro perfecto por setecientos cincuenta dólares al aƱo, y de todos modos su teologĆ­a es sólida porque le ha interrogado a fondo sobre todos los puntos de doctrina. Y ella conoce a la gente de su esposa y son muy respetables y las mujeres son todas buenas amas de casa. La Sra. Lynde dice que la sana doctrina en el hombre y la buena ama de casa en la mujer forman una combinación ideal para la familia de un ministro”.

El nuevo pastor y su esposa eran una pareja joven, de rostro agradable, todavía en su luna de miel, y llenos de todo el entusiasmo bueno y hermoso por la obra de su vida que habían elegido. Avonlea les abrió su corazón desde el principio. El joven franco y alegre, con sus elevados ideales, y la brillante y gentil señorita que asumió la dirección de la mansión gustaron a jóvenes y mayores. Ana se enamoró rÔpidamente y de todo corazón de la señora Allan. Había descubierto otro alma gemela.

“La seƱora Allan es encantadora”, dijo un domingo por la tarde. “Nos ha dado clase y es una profesora esplĆ©ndida. Enseguida dijo que no le parecĆ­a justo que la profesora hiciera todas las preguntas, y sabes, Marilla, eso es exactamente lo que yo siempre he pensado. Dijo que podĆ­amos hacerle las preguntas que quisiĆ©ramos, y yo hice muchas. Se me da bien hacer preguntas, Marilla”.

“Te creo”, fue el enfĆ”tico comentario de Marilla.

“Nadie mĆ”s preguntó nada excepto Ruby Gillis, y ella preguntó si iba a haber un picnic de la escuela dominical este verano. No me pareció una pregunta muy apropiada porque no tenĆ­a nada que ver con la lección -la lección era sobre Daniel en el foso de los leones-, pero la seƱora Allan se limitó a sonreĆ­r y dijo que creĆ­a que lo habrĆ­a. La seƱora Allan tiene una sonrisa encantadora; tiene unos hoyuelos exquisitos en las mejillas. OjalĆ” yo tuviera hoyuelos en las mejillas, Marilla. No estoy ni la mitad de flaca que cuando lleguĆ© aquĆ­, pero aĆŗn no tengo hoyuelos. Si los tuviera tal vez podrĆ­a influir en la gente para bien. La Sra. Allan dijo que siempre debemos tratar de influir en los demĆ”s para bien. Hablaba tan bien de todo. No sabĆ­a que la religión fuera algo tan alegre. Siempre pensĆ© que era algo melancólica, pero la de la Sra. Allan no lo es, y me gustarĆ­a ser cristiana si pudiera ser una como ella. No me gustarĆ­a ser uno como el Sr. Superintendente Bell”.

“Es muy travieso de tu parte hablar asĆ­ del seƱor Bell”, dijo Marilla severamente. “El seƱor Bell es un hombre muy bueno”.

“Oh, claro que es bueno”, convino Ana, “pero no parece que le sirva de consuelo. Si yo pudiera ser buena, bailarĆ­a y cantarĆ­a todo el dĆ­a porque me alegrarĆ­a de ello. Supongo que la seƱora Allan es demasiado mayor para bailar y cantar y, por supuesto, no serĆ­a digno en la esposa de un ministro. Pero puedo sentir que se alegra de ser cristiana y que lo serĆ­a aunque pudiera llegar al cielo sin ello.”

“Supongo que algĆŗn dĆ­a tendremos que invitar al Sr. y a la Sra. Allan a tomar el tĆ©”, dijo Marilla reflexivamente. “Han estado en casi todas partes menos aquĆ­. Veamos. El próximo miĆ©rcoles serĆ­a un buen momento para invitarlos. Pero no se lo digas ni una palabra a Matthew, porque si supiera que van a venir encontrarĆ­a alguna excusa para ausentarse ese dĆ­a. Se habĆ­a acostumbrado tanto al Sr. Bentley que no le importaba, pero le va a resultar difĆ­cil familiarizarse con un nuevo ministro, y la esposa de un nuevo ministro le darĆ” un susto de muerte.”

“SerĆ© tan secreta como un muerto”, aseguró Ana. “Pero, oh, Marilla, Āæme dejarĆ”s hacer un pastel para la ocasión? Me encantarĆ­a hacer algo para la seƱora Allan, y ya sabes que a estas alturas sĆ© hacer una tarta bastante buena.”

“Puedes hacer una tarta de capas”, prometió Marilla.

El lunes y el martes hubo grandes preparativos en Tejas Verdes. Invitar al ministro y a su esposa a tomar el té era una empresa seria e importante, y Marilla estaba decidida a no dejarse eclipsar por ninguna de las amas de casa de Avonlea. Ana estaba entusiasmada y encantada. Habló de todo ello con Diana el martes por la noche, en el crepúsculo, mientras estaban sentadas sobre las grandes piedras rojas junto a la Burbuja de la dríade y hacían arco iris en el agua con ramitas mojadas en bÔlsamo de abeto.

“Todo estĆ” listo, Diana, excepto el pastel que harĆ© por la maƱana y las galletas que Marilla prepararĆ” antes de la merienda. Te aseguro, Diana, que Marilla y yo hemos tenido dos dĆ­as muy ocupados. Es una gran responsabilidad tener a la familia de un ministro a tomar el tĆ©. Nunca habĆ­a pasado por una experiencia asĆ­. DeberĆ­as ver nuestra despensa. Es un espectĆ”culo para la vista. Vamos a tener pollo en gelatina y lengua frĆ­a. Vamos a tener dos tipos de gelatina, roja y amarilla, y nata montada y tarta de limón, y tarta de cerezas, y tres tipos de galletas, y tarta de frutas, y las famosas conservas de ciruelas amarillas de Marilla que guarda especialmente para los ministros, y bizcocho y tarta de capas, y galletas como las mencionadas; y pan nuevo y pan viejo, en caso de que el ministro sea dispĆ©ptico y no pueda comer pan nuevo. La seƱora Lynde dice que la mayorĆ­a de los ministros son dispĆ©pticos, pero no creo que el seƱor Allan haya sido ministro el tiempo suficiente como para que le haya sentado mal. Me enfrĆ­o cuando pienso en mi pastel de capas. Ā”Oh, Diana, y si no estuviera bueno! Anoche soƱƩ que me perseguĆ­a por todas partes un temible duende con un gran pastel de capas por cabeza”.

“SerĆ” bueno, sin duda”, aseguró Diana, que era una amiga muy cómoda. “Estoy segura de que el trozo de la que hiciste que comimos en Idlewild hace dos semanas era perfectamente elegante”.

“SĆ­; pero los pasteles tienen la terrible costumbre de salir malos justo cuando uno quiere especialmente que salgan buenos”, suspiró Ana, poniendo a flote una ramita particularmente bien balsĆ”mica. “Sin embargo, supongo que tendrĆ© que confiar en la Providencia y tener cuidado al poner la harina. Oh, mira, Diana, Ā”quĆ© arco iris tan bonito! ĀæCrees que la drĆ­ade saldrĆ” cuando nos vayamos y se lo llevarĆ” como paƱuelo?”.

“Ya sabes que las drĆ­ades no existen”, dijo Diana. La madre de Diana se habĆ­a enterado de lo del Bosque Embrujado y se habĆ­a enfadado mucho por ello. Como consecuencia, Diana se habĆ­a abstenido de cualquier otro vuelo imitativo de la imaginación y no consideraba prudente cultivar un espĆ­ritu de creencia ni siquiera en las inofensivas drĆ­adas.

“Pero es tan fĆ”cil imaginar que las hay”, dijo Ana. “Todas las noches, antes de acostarme, miro por la ventana y me pregunto si la drĆ­ade estarĆ” realmente sentada aquĆ­, peinando sus mechones con el resorte de un espejo. A veces busco sus huellas en el rocĆ­o de la maƱana. Diana, no renuncies a tu fe en la drĆ­ade”.

Llegó la mañana del miércoles. Ana se levantó al amanecer porque estaba demasiado excitada para dormir. Había cogido un fuerte resfriado en la cabeza a causa de sus chapuzones en la fuente la tarde anterior; pero nada que no fuese una absoluta pulmonía habría podido apagar aquella mañana su interés por los asuntos culinarios. Después de desayunar, se puso a preparar la tarta. Cuando por fin cerró la puerta del horno, dio un largo suspiro.

“Estoy segura de que esta vez no me he olvidado de nada, Marilla. ĀæPero crees que subirĆ”? Supongamos que el polvo de hornear no es bueno. Lo usĆ© de la lata nueva. Y la Sra. Lynde dice que nunca se puede estar segura de conseguir un buen polvo de hornear hoy en dĆ­a cuando todo estĆ” tan adulterado. La Sra. Lynde dice que el gobierno deberĆ­a ocuparse del asunto, pero dice que nunca veremos el dĆ­a en que un gobierno conservador lo haga. Marilla, Āæy si ese pastel no sube?”.

“Tendremos suficiente sin ella”, fue la forma poco apasionada de Marilla de ver el asunto.

Sin embargo, el pastel subió y salió del horno tan ligero y esponjoso como una espuma dorada. Ana, enrojecida de alegría, lo aplaudió con capas de gelatina rubí y, en su imaginación, vio a la señora Allan comiéndoselo y posiblemente pidiendo otro trozo.

“UsarĆ”s el mejor juego de tĆ©, por supuesto, Marilla”, dijo. “ĀæPuedo arreglar la mesa con helechos y rosas silvestres?”.

“Creo que todo eso son tonterĆ­as”, resopló Marilla. “En mi opinión, lo que importa es lo que se come y no los adornos extravagantes”.

“La seƱora Barry hizo decorar su mesa -dijo Ana, que no era del todo inocente de la sabidurĆ­a de la serpiente-, y el ministro le hizo un elegante cumplido. Dijo que era un festĆ­n tanto para la vista como para el paladar”.

“Bueno, haz lo que quieras”, dijo Marilla, que estaba completamente decidida a no ser superada ni por la seƱora Barry ni por nadie. “Sólo ten cuidado de dejar espacio suficiente para la vajilla y la comida”.

Ana se dispuso a decorar de un modo y manera que no dejase a la señora Barry en ningún sitio. Como tenía abundancia de rosas y helechos y un gusto muy artístico, hizo de aquella mesa de té algo tan bello que, cuando el ministro y su esposa se sentaron a ella, exclamaron a coro por su hermosura.

“Es obra de Ana”, dijo Marilla, con un adusto gesto de justicia; y Ana sintió que la sonrisa de aprobación de la seƱora Allan era casi demasiada felicidad para este mundo.

Matthew estaba allí, pues sólo la bondad y Ana sabían cómo lo habían inducido a participar en la fiesta. Se hallaba en tal estado de timidez y ner-

viosismo que Marilla lo había abandonado desesperada, pero Ana lo tomó en sus manos con tanto éxito que ahora se sentaba a la mesa con sus mejores ropas y su cuello blanco y conversaba con el ministro no sin interés. Nunca le dirigió la palabra a la señora Allan, pero tal vez no era de esperar.

Todo transcurrió alegremente hasta que se sirvió la tarta de Ana. La señora Allan, que ya se había servido una variedad desconcertante, la rechazó. Pero Marilla, viendo la decepción en el rostro de Ana, dijo sonriendo:

“Tiene que tomar un trozo, seƱora Allan. Ana lo hizo a propósito para usted”.

“En ese caso, debo probarlo”, rió la seƱora Allan, sirviĆ©ndose un rollizo triĆ”ngulo, al igual que el ministro y Marilla.

La señora Allan tomó un bocado y una expresión muy peculiar cruzó su rostro; sin embargo, no dijo ni una palabra, sino que siguió comiendo. Marilla vio la expresión y se apresuró a probar el pastel.

“Ā”Ana Shirley!”, exclamó, “ĀæquĆ© diablos has puesto en ese pastel?”.

“Nada mĆ”s que lo que decĆ­a la receta, Marilla”, gritó Ana con una expresión de angustia. “Oh, Āæno estĆ” bien?”.

“Ā”EstĆ” bien! Es sencillamente horrible. Sra. Allan, no intente comerlo. Ana, pruĆ©balo tĆŗ misma. ĀæQuĆ© condimento has utilizado?”

“Vainilla”, dijo Ana, con la cara escarlata de mortificación despuĆ©s de probar el pastel. “Sólo vainilla. Oh, Marilla, debe haber sido el polvo de hornear. TenĆ­a mis sospechas de ese…”

Ā””Polvo de hornear”! Ve y trĆ”eme la botella de vainilla que usaste”.

Ana huyó a la despensa y volvió con una botellita parcialmente llena de un lĆ­quido marrón y etiquetada amarillentamente: “Mejor vainilla”.

Marilla lo cogió, lo destapó y lo olió.

“Piedad, Ana, has aromatizado ese pastel con linimento anodino. RompĆ­ la botella de linimento la semana pasada y vertĆ­ lo que quedaba en una vieja botella vacĆ­a de vainilla. Supongo que en parte es culpa mĆ­a -deberĆ­a haberte avisado-, pero, por piedad, Āæpor quĆ© no pudiste olerlo?”.

Ana se deshizo en lƔgrimas ante esta doble desgracia.

“No pude… Ā”tenĆ­a un resfriado tremendo!” Y con estas palabras huyó a la habitación del frontón, donde se echó en la cama y lloró como quien se niega a ser consolada.

De pronto se oyó un paso ligero en la escalera y alguien entró en la habitación.

“Oh, Marilla”, sollozó Ana sin levantar la vista, “estoy deshonrada para siempre. Nunca podrĆ© olvidar esto. Se sabrĆ”, las cosas siempre se saben en Avonlea. Diana me preguntarĆ” cómo me quedó el pastel y tendrĆ© que decirle la verdad. Siempre me seƱalarĆ”n como la chica que aromatizó un pastel con linimento anodino. Gil, los chicos de la escuela nunca dejarĆ”n de reĆ­rse de ello. Oh, Marilla, si tienes una chispa de piedad cristiana no me digas que debo bajar a lavar los platos despuĆ©s de esto. Los lavarĆ© cuando el ministro y su esposa se hayan ido, pero no puedo volver a mirar a la Sra. Allan a la cara. Tal vez piense que tratĆ© de envenenarla. La Sra. Lynde dice que conoce a una huĆ©rfana que intentó envenenar a su benefactora. Pero el linimento no es venenoso. EstĆ” hecho para ser tomado internamente, aunque no en pasteles. ĀæNo se lo dirĆ”s a la Sra. Allan, Marilla?”

“Supongamos que saltas y se lo dices tĆŗ misma”, dijo una voz alegre.

Ana se levantó de un salto, para encontrar a la señora Allan de pie junto a su cama, observÔndola con ojos risueños.

“Mi querida niƱa, no debes llorar asĆ­”, dijo, realmente turbada por el rostro trĆ”gico de Ana. “Vaya, es sólo un error gracioso que cualquiera puede cometer”.

“Oh, no, yo tengo que cometer ese error”, dijo Ana con desaliento. “Y yo que querĆ­a tener ese pastel tan bonito para usted, seƱora Allan.”

“SĆ­, lo sĆ©, querida. Y te aseguro que aprecio tu amabilidad y consideración tanto como si hubiera salido bien. Ahora, no llores mĆ”s, baja conmigo y ensƩƱame tu jardĆ­n de flores. La Srta. Cuthbert me ha dicho que tienes una parcelita para ti sola. Quiero verlo, porque me interesan mucho las flores”.

Ana se dejó llevar y consolar, pensando que era realmente providencial que la señora Allan fuese un alma gemela. No se habló mÔs de la tarta de linimento, y cuando los invitados se marcharon, Ana se dio cuenta de que había disfrutado de la velada mÔs de lo que cabía esperar, teniendo en cuenta aquel terrible incidente. Sin embargo, suspiró profundamente.

“Marilla, Āæno es agradable pensar que maƱana serĆ” un nuevo dĆ­a sin errores todavĆ­a?”.

“Te aseguro que cometerĆ”s muchos”, dijo Marilla. “Nunca he visto tu ritmo para cometer errores, Ana”.

“SĆ­, y bien que lo sĆ©”, admitió Ana con tristeza. “Pero Āæhas notado alguna vez una cosa alentadora en mĆ­, Marilla? Nunca cometo el mismo error dos veces”.

“No sĆ© si eso es muy beneficioso cuando siempre estĆ”s cometiendo nuevos”.

“Oh, Āæno lo ves, Marilla? Debe haber un lĆ­mite para los errores que una persona puede cometer, y cuando llegue al final de ellos, entonces habrĆ© terminado con ellos. Es un pensamiento muy reconfortante”.

“Bueno, serĆ” mejor que vayas y les des ese pastel a los cerdos”, dijo Marilla. “No es apto para que lo coma ningĆŗn humano, ni siquiera Jerry Buote”.


Capƭtulo 22: Ana invitada a tomar el tƩ

“ĀæY ahora por quĆ© se te salen los ojos de las órbitas?”, preguntó Marilla, cuando Ana acababa de llegar de una carrera a la oficina de correos. “ĀæHas descubierto otro alma gemela?”.

La emoción envolvía a Ana como una prenda, brillaba en sus ojos, se encendía en cada uno de sus rasgos. Había llegado bailando por el sendero, como un duendecillo arrastrado por el viento, a través del suave sol y las perezosas sombras de la tarde de agosto.

“No, Marilla, pero ĀæquĆ© te parece? Estoy invitada a tomar el tĆ© en la mansión maƱana por la tarde. La Sra. Allan dejó la carta para mĆ­ en la oficina de correos. MĆ­rala, Marilla. “Srta. Ana Shirley, Tejas Verdes”. Es la primera vez que me llaman “seƱorita”. Ā”QuĆ© emoción me dio! Lo guardarĆ© para siempre entre mis tesoros mĆ”s preciados”.

“La seƱora Allan me dijo que tenĆ­a la intención de invitar a todos los miembros de su clase de la escuela dominical a tomar el tĆ© por turnos”, dijo Marilla, contemplando el maravilloso acontecimiento con mucha frialdad. “No hace falta que te pongas asĆ­. Aprende a tomarte las cosas con calma, niƱa”.

Para Ana, tomarse las cosas con calma habrĆ­a sido cambiar su naturaleza. Todo “espĆ­ritu, fuego y rocĆ­o”, como era ella, los placeres y las penas de la vida le llegaban con una intensidad triplicada. Marilla sintió esto y se sintió vagamente preocupada por ello, dĆ”ndose cuenta de que los altibajos de la existencia probablemente apenas soportarĆ­an a esta alma impulsiva y no comprendiendo suficientemente que la capacidad igualmente grande para el deleite podrĆ­a compensarlo con creces. Por lo tanto, Marilla creyó su deber educar a Ana en una tranquila uniformidad de disposición, tan imposible y ajena a ella como a un rayo de sol danzante en uno de los bajĆ­os del arroyo. No avanzó mucho, como ella misma admitió con tristeza. La caĆ­da de alguna esperanza o plan querido sumĆ­a a Ana en “profundas aflicciones”. Su realización la exaltaba a vertiginosos reinos de deleite. Marilla casi habĆ­a empezado a desesperar de que pudiera convertir a aquella niƱa abandonada en su modelo de modales recatados y conducta refinada. Tampoco creĆ­a que Ana le gustase mucho mĆ”s tal como era.

Aquella noche Ana se acostó muda de tristeza, porque Mateo había dicho que el viento soplaba del nordeste y temía que mañana lloviese. El susurro de las hojas de los Ôlamos en torno a la casa la preocupaba, pues sonaba como el repiqueteo de las gotas de lluvia, y el sordo y lejano rugido del golfo, que otras veces escuchaba encantada, amando su ritmo extraño, sonoro e inquietante, ahora parecía una profecía de tormenta y desastre para una pequeña doncella que deseaba especialmente un buen día. Ana pensó que la mañana no llegaría nunca.

Pero todas las cosas tienen un final, incluso las noches anteriores al día en que te invitan a tomar el té en la mansión. La mañana, a pesar de las predicciones de Matthew, fue espléndida y el Ônimo de Ana alcanzó su punto culminante.

“Oh, Marilla, hoy hay algo en mĆ­ que me hace querer a todos los que veo”, exclamó mientras fregaba los platos del desayuno. “Ā”No sabes lo bien que me siento! ĀæNo serĆ­a estupendo que durara? Creo que podrĆ­a ser una niƱa modelo si me invitaran a tomar el tĆ© todos los dĆ­as. Pero, Marilla, tambiĆ©n es una ocasión solemne. Me siento tan ansiosa. ĀæY si no me porto bien? Sabes que nunca antes habĆ­a tomado el tĆ© en una mansión y no estoy segura de conocer todas las reglas de etiqueta, aunque he estado estudiando las reglas que se dan en el Departamento de Etiqueta del Heraldo de la Familia desde que lleguĆ© aquĆ­. Tengo tanto miedo de hacer alguna tonterĆ­a o de olvidarme de hacer algo que deberĆ­a hacer. ĀæSerĆ­a de buena educación tomar una segunda ración de algo si te apetece mucho?”.

“El problema contigo, Ana, es que piensas demasiado en ti misma. DeberĆ­as pensar en la seƱora Allan y en lo que serĆ­a mĆ”s agradable y placentero para ella”, dijo Marilla, acertando por una vez en su vida con un consejo muy acertado y conciso. Ana se dio cuenta al instante.

“Tienes razón, Marilla. ProcurarĆ© no pensar en mĆ­”.

Evidentemente, Ana pasó la visita sin faltar gravemente a la “etiqueta”, pues regresó a casa en el crepĆŗsculo, bajo un gran cielo de nubes rosadas y azafrĆ”n, en un estado de Ć”nimo beatĆ­fico, y se lo contó todo a Marilla, sentada en la gran losa de arenisca roja, junto a la puerta de la cocina, con la cabeza rizada y cansada en el regazo de guinga de Marilla.

Un viento fresco soplaba sobre los largos campos de cosecha desde los bordes de las firmes colinas occidentales y silbaba entre los Ć”lamos. Una estrella clara se cernĆ­a sobre el huerto y las luciĆ©rnagas revoloteaban por Lovers’ Lane, entrando y saliendo entre los helechos y las ramas crujientes. Ana las miraba mientras hablaba, y de algĆŗn modo sintió que el viento, las estrellas y las luciĆ©rnagas se entrelazaban en algo indeciblemente dulce y encantador.

“Marilla, he pasado unos dĆ­as fascinantes. Siento que no he vivido en vano y siempre me sentirĆ© asĆ­, aunque nunca me vuelvan a invitar a tomar el tĆ© en una mansión. Cuando lleguĆ©, la seƱora Allan me recibió en la puerta. Iba vestida con el vestido mĆ”s dulce de organdĆ­ rosa pĆ”lido, con docenas de volantes y mangas al codo, y parecĆ­a un serafĆ­n. Creo que de mayor me gustarĆ­a ser la esposa de un pastor, Marilla. A un pastor no le importarĆ­a que fuera pelirroja porque no pensarĆ­a en cosas tan mundanas. Pero entonces, por supuesto, una tendrĆ­a que ser buena por naturaleza y yo nunca lo serĆ©, asĆ­ que supongo que es inĆŗtil pensar en ello. Algunas personas son naturalmente buenas, ya sabes, y otras no. Yo soy una de las otras. La Sra. Lynde dice que estoy llena del pecado original. Por mucho que me esfuerce en ser buena, nunca podrĆ© conseguirlo tanto como los que son buenos por naturaleza. Es como la geometrĆ­a, supongo. ĀæPero no crees que el esforzarse tanto deberĆ­a contar para algo? La Sra. Allan es una de las personas naturalmente buenas. La amo apasionadamente. Sabes que hay algunas personas, como Matthew y la Sra. Allan, a las que puedes amar sin problemas. Y hay otras, como la Sra. Lynde, que tienes que esforzarte mucho para amarlas. Sabes que debes amarlos porque saben mucho y son trabajadores muy activos en la iglesia, pero tienes que recordĆ”rtelo todo el tiempo o te olvidas. HabĆ­a otra niƱa en la mansión tomando el tĆ©, de la escuela dominical de White Sands. Se llamaba Lauretta Bradley y era una niƱa muy simpĆ”tica. No era exactamente un alma gemela, pero era muy simpĆ”tica. Tomamos un tĆ© elegante, y creo que cumplĆ­ bastante bien todas las reglas de etiqueta. DespuĆ©s del tĆ©, la Sra. Allan tocó y cantó, y nos hizo cantar a Lauretta y a mĆ­ tambiĆ©n. La seƱora Allan dice que tengo buena voz y que despuĆ©s de esto tengo que cantar en el coro de la escuela dominical. No sabes cómo me emocionĆ© con sólo pensarlo. He deseado tanto cantar en el coro de la escuela dominical, como Diana, pero temĆ­a que fuera un honor al que nunca podrĆ­a aspirar. Lauretta ha tenido que volver pronto a casa porque esta noche hay un gran concierto en el hotel White Sands y su hermana tiene que recitar en Ć©l. Lauretta dice que los americanos del hotel dan un concierto cada quince dĆ­as a beneficio del hospital de Charlottetown, y piden a mucha gente de White Sands que recite. Lauretta dijo que esperaba que algĆŗn dĆ­a se lo pidieran a ella. Me quedĆ© mirĆ”ndola con asombro. Cuando se marchó, la seƱora Allan y yo tuvimos una charla Ć­ntima. Le contĆ© todo, sobre la Sra. Thomas y los gemelos y Katie Maurice y Violetta y sobre venir a Tejas Verdes y mis problemas con la geometrĆ­a. ĀæY puedes creerlo, Marilla? La Sra. Allan me dijo que ella tambiĆ©n era una zopenca en geometrĆ­a. No sabes cómo me animó eso. La Sra. Lynde vino a la mansión justo antes de que me fuera, Āæy quĆ© te parece, Marilla? Los administradores han contratado a una nueva maestra y es una dama. Se llama Srta. Muriel Stacy. ĀæNo es un nombre romĆ”ntico? La Sra. Lynde dice que nunca habĆ­an tenido una maestra en Avonlea y cree que es una innovación peligrosa. Pero yo creo que serĆ” esplĆ©ndido tener una maestra, y la verdad es que no sĆ© cómo voy a aguantar las dos semanas que faltan para que empiecen las clases, estoy tan impaciente por verla.”


CapĆ­tulo 23: Ana sufre en un asunto de honor

Ana tuvo que vivir mÔs de dos semanas, tal como sucedió. Como había transcurrido casi un mes desde el episodio de la torta de linimento, ya era hora de que se metiera en un nuevo lío de algún tipo, sin que valieran la pena los pequeños errores, como vaciar distraídamente una cacerola de leche descremada en un cesto de ovillos de lana en la despensa, en lugar de echarla en el cubo de los cerdos, y caminar limpiamente por el borde del puente de troncos hacia el arroyo mientras estaba envuelta en un ensueño imaginativo.

Una semana después del té en la mansión, Diana Barry dio una fiesta.

“PequeƱa y selecta”, aseguró Ana a Marilla. “Sólo las chicas de nuestra clase”.

Se divirtieron mucho y no ocurrió nada extraƱo hasta despuĆ©s del tĆ©, cuando se encontraron en el jardĆ­n de los Barry, un poco cansadas de todos sus juegos y listas para cualquier forma tentadora de travesura que pudiera presentarse. Esta tomó la forma de “atrevimiento”.

El atrevimiento era la diversión de moda entre los pequeƱos de Avonlea. HabĆ­a comenzado entre los muchachos, pero pronto se extendió a las muchachas, y todas las tonterĆ­as que se hicieron en Avonlea ese verano porque quienes las hicieron se “atrevieron” a hacerlas llenarĆ­an un libro por sĆ­ solas.

En primer lugar, Carrie Sloane retó a Ruby Gillis a trepar hasta cierto punto del enorme y viejo sauce que había ante la puerta principal; cosa que Ruby Gillis, aunque con un miedo mortal a las gordas orugas verdes de las que estaba infestado dicho Ôrbol y con el temor de su madre ante sus ojos por si rompía su vestido nuevo de muselina, hizo Ôgilmente, para desconcierto de la susodicha Carrie Sloane.

Luego Josie Pye retó a Jane Andrews a dar saltos sobre su pierna izquierda alrededor del jardín sin detenerse una sola vez ni poner el pie derecho en el suelo; cosa que Jane Andrews intentó hacer denodadamente, pero se rindió en la tercera esquina y tuvo que confesarse derrotada.

Como el triunfo de Josie fue bastante mĆ”s pronunciado de lo que el buen gusto permitĆ­a, Ana Shirley la desafió a caminar por la parte superior de la valla de tablas que delimitaba el jardĆ­n por el este. Ahora bien, para “caminar” por las vallas de tablas se requiere mĆ”s destreza y firmeza de cabeza y talón de lo que podrĆ­a suponer quien nunca lo haya intentado. Pero Josie Pye, si bien carecĆ­a de algunas cualidades que contribuyen a la popularidad, tenĆ­a al menos un don natural e innato, debidamente cultivado, para caminar por vallas de tablas. Josie recorrió la valla de Barry con una despreocupación aĆ©rea que parecĆ­a dar a entender que una cosita asĆ­ no merecĆ­a un “reto”. Su hazaƱa fue recibida con reticente admiración, pues la mayorĆ­a de las otras chicas sabĆ­an apreciarla, ya que ellas mismas habĆ­an sufrido muchas cosas en sus esfuerzos por caminar por las vallas. Josie bajó de su percha, sonrojada por la victoria, y lanzó una mirada desafiante a Ana.

Ana se revolvió las trenzas rojas.

“No creo que sea tan maravilloso saltar una pequeƱa valla de tablas”, dijo. “ConocĆ­ a una chica en Marysville que podĆ­a caminar por la cumbrera de un tejado”.

“No me lo creo”, dijo Josie rotundamente. “No creo que nadie pueda caminar por una cumbrera. TĆŗ no podrĆ­as, en cualquier caso”.

“ĀæNo podrĆ­a?”, gritó Ana precipitadamente.

“Entonces te reto a que lo hagas”, dijo Josie desafiante. “Te reto a que subas y camines por la cumbrera del tejado de la cocina del seƱor Barry”.

Ana se puso pĆ”lida, pero estaba claro que sólo habĆ­a una cosa que hacer. Se dirigió hacia la casa, donde habĆ­a una escalera apoyada en el tejado de la cocina. Todas las chicas de quinto dijeron: “Ā”Oh!”, en parte emocionadas, en parte consternadas.

“No lo hagas, Ana”, suplicó Diana. “Te caerĆ”s y morirĆ”s. No te preocupes por Josie Pye. No es justo desafiar a nadie a hacer algo tan peligroso”.

“Debo hacerlo. Mi honor estĆ” en juego”, dijo Ana solemnemente. “CaminarĆ© por esa cresta, Diana, o morirĆ© en el intento. Si me matan, te quedas con mi anillo de perlas”.

Ana subió la escalera en medio de un silencio sin aliento, Ana subió la escalera en medio de un silencio sin aliento, “se balanceó erguida sobre aquel precario equilibrio, y empezó a caminar por ella, mareada y consciente de que estaba incómodamente alta en el mundo y de que caminar por las crestas no era algo en lo que la imaginación te ayudara mucho. Sin embargo, consiguió dar varios pasos antes de que sobreviniera la catĆ”strofe. Entonces se tambaleó, perdió el equilibrio, tropezó, se tambaleó y cayó, deslizĆ”ndose sobre el tejado tostado por el sol y cayendo al vacĆ­o a travĆ©s de la maraƱa de enredaderas de Virginia que habĆ­a debajo, todo ello antes de que el consternado cĆ­rculo de abajo pudiera lanzar un grito simultĆ”neo y aterrorizado.

Si Ana hubiera caído del tejado por el lado por el que había subido, Diana probablemente habría caído en ese mismo instante, heredera del anillo de perlas. Afortunadamente cayó por el otro lado, donde el tejado se extendía sobre el porche tan cerca del suelo que una caída desde allí era algo mucho menos grave. Sin embargo, cuando Diana y las demÔs muchachas corrieron frenéticamente alrededor de la casa -excepto Ruby Gillis, que se quedó como clavada en el suelo y se puso histérica-, encontraron a Ana tendida, blanca y sin fuerzas, entre los restos y ruinas de la enredadera de Virginia.

“Ana, ĀæestĆ”s muerta?”, gritó Diana, arrodillĆ”ndose junto a su amiga. “Oh, Ana, querida Ana, dime una sola palabra y dime si estĆ”s muerta”.

Para inmenso alivio de todas las muchachas, y especialmente de Josie Pye, a quien, a pesar de su falta de imaginación, le habían asaltado horribles visiones de un futuro marcado como la muchacha causante de la temprana y trÔgica muerte de Ana Shirley, Ana se incorporó mareada y contestó insegura:

“No, Diana, no me han matado, pero creo que me han dejado inconsciente”.

“ĀæDónde?”, sollozó Carrie Sloane. “ĀæDónde, Ana?”

Antes de que Ana pudiera responder, la señora Barry apareció en escena. Al verla, Ana trató de ponerse en pie, pero volvió a hundirse con un agudo grito de dolor.

“ĀæQuĆ© te pasa? ĀæDónde te has hecho daƱo?”, preguntó la seƱora Barry.

“En el tobillo”, jadeó Ana. “Diana, por favor, busca a tu padre y pĆ­dele que me lleve a casa. SĆ© que nunca podrĆ© ir andando. Y estoy segura de que no podrĆ­a saltar tan lejos en un pie cuando Jane ni siquiera podĆ­a dar saltitos por el jardĆ­n.”

Marilla estaba en el huerto recogiendo manzanas de verano cuando vio al señor Barry cruzando el puente de troncos y subiendo la cuesta, con la señora Barry a su lado y toda una procesión de niñas que le seguían. En sus brazos llevaba a Ana, cuya cabeza estaba apoyada en su hombro.

En aquel momento Marilla tuvo una revelación. En la repentina punzada de miedo que le atravesó el corazón, se dio cuenta de lo que Ana había llegado a significar para ella. Hubiera admitido que Ana le caía bien, es mÔs, que la quería mucho. Pero ahora sabía, mientras bajaba a toda prisa por la pendiente, que Ana le era mÔs querida que nada en la tierra.

“SeƱor Barry, ĀæquĆ© le ha ocurrido?”, jadeó, mĆ”s pĆ”lida y conmovida de lo que Marilla, segura de sĆ­ misma y sensata, habĆ­a estado durante muchos aƱos.

La propia Ana contestó, levantando la cabeza.

“No te asustes mucho, Marilla. Estaba caminando por la cresta y me caĆ­. Creo que me he torcido el tobillo. Pero, Marilla, podrĆ­a haberme roto el cuello. Miremos el lado bueno de las cosas”.

“PodĆ­a haber sabido que irĆ­as a hacer algo por el estilo cuando te dejĆ© ir a esa fiesta”, dijo Marilla, cortante y arpĆ­a en su mismo desahogo. “TrĆ”igala aquĆ­, seƱor Barry, y acuĆ©stela en el sofĆ”. Dios mĆ­o, la niƱa se ha desmayado”.

Era cierto. Abrumada por el dolor de la herida, Ana vio cumplido uno mƔs de sus deseos. Se habƭa desmayado.

Mateo, llamado apresuradamente desde el campo de la cosecha, fue enviado inmediatamente a buscar al médico, que llegó a su debido tiempo, para descubrir que la lesión era mÔs grave de lo que habían supuesto. Ana tenía el tobillo roto.

Aquella noche, cuando Marilla subió al frontón este, donde yacía una muchacha de rostro blanco, una voz lastimera la saludó desde la cama.

“ĀæNo lo sientes mucho por mĆ­, Marilla?”.

“Fue culpa tuya”, dijo Marilla, bajando la persiana y encendiendo una lĆ”mpara.

“Y precisamente por eso deberĆ­as sentirlo por mĆ­ -dijo Ana-, porque la idea de que todo es culpa mĆ­a es lo que lo hace tan duro. Si pudiera echarle la culpa a alguien, me sentirĆ­a mucho mejor. Pero, ĀæquĆ© habrĆ­as hecho tĆŗ, Marilla, si te hubieran desafiado a caminar por un risco?”.

“Me habrĆ­a quedado en terreno firme y habrĆ­a dejado que se atrevieran. QuĆ© absurdo!”, dijo Marilla.

Ana suspiró.

“Pero tĆŗ tienes tanta fortaleza de Ć”nimo, Marilla. Yo no la tengo. Sólo sentĆ­ que no podrĆ­a soportar el desprecio de Josie Pye. Ella habrĆ­a cacareado sobre mĆ­ toda mi vida. Y creo que me han castigado tanto que no tienes por quĆ© enfadarte conmigo, Marilla. No es nada agradable desmayarse, despuĆ©s de todo. Y el doctor me lastimó terriblemente cuando me arregló el tobillo. No podrĆ© andar por ahĆ­ durante seis o siete semanas y echarĆ© de menos a la nueva maestra. Ya no serĆ” nueva cuando pueda ir a la escuela. Y Gil, todos me adelantarĆ”n en clase. Oh, soy un mortal afligido. Pero intentarĆ© soportarlo con valentĆ­a si no te enfadas conmigo, Marilla”.

“Ya, ya, no estoy enfadada”, dijo Marilla. “Eres una niƱa desafortunada, de eso no hay duda; pero, como tĆŗ dices, tendrĆ”s que sufrir por ello. Toma, intenta cenar algo”.

“ĀæNo es una suerte que tenga tanta imaginación?”, dijo Ana. “Me ayudarĆ” esplĆ©ndidamente, espero. ĀæQuĆ© crees, Marilla, que hace la gente que no tiene imaginación cuando se rompe un hueso?”.

Ana tuvo buenas razones para bendecir su imaginación muchas veces durante las tediosas siete semanas que siguieron. Pero no dependía sólo de ella. Recibía muchas visitas y no pasaba un día sin que una o mÔs de las colegialas pasaran a llevarle flores y libros y a contarle todos los sucesos del mundo juvenil de Avonlea.

“Todo el mundo ha sido tan bueno y amable, Marilla”, suspiró Ana feliz, el dĆ­a en que pudo cojear por primera vez por el suelo. “No es muy agradable estar postrada; pero tiene su lado bueno, Marilla. Descubres cuĆ”ntos amigos tienes. Incluso el superintendente Bell vino a verme, y es realmente un buen hombre. No es un alma gemela, por supuesto, pero me cae bien y lamento mucho haber criticado sus oraciones. Ahora creo que las dice en serio, sólo que se ha acostumbrado a decirlas como si no fuera asĆ­. PodrĆ­a superarlo si se tomara un poco de molestia. Le di una buena pista. Le contĆ© lo mucho que me esforzaba por hacer interesantes mis pequeƱas oraciones privadas. Me contó todo sobre la vez que se rompió el tobillo cuando era niƱo. Parece tan extraƱo pensar que el superintendente Bell haya sido niƱo. Incluso mi imaginación tiene sus lĆ­mites porque no puedo imaginarlo. Cuando intento imaginĆ”rmelo de niƱo, lo veo con bigotes grises y gafas, igual que en la escuela dominical, sólo que pequeƱo. Ahora, es tan fĆ”cil imaginar a la Sra. Allan como una niƱa pequeƱa. La Sra. Allan ha venido a verme catorce veces. ĀæNo es algo de lo que estar orgullosa, Marilla? Ā”Cuando la esposa de un ministro tiene tantas demandas de su tiempo! TambiĆ©n es una persona tan alegre para que te visite. Nunca te dice que es culpa tuya y espera que seas una chica mejor por ello. La seƱora Lynde siempre me decĆ­a eso cuando venĆ­a a verme; y lo decĆ­a de una manera que me hacĆ­a sentir que tal vez esperaba que yo fuera una chica mejor, pero que en realidad no creĆ­a que lo fuera a ser. Incluso Josie Pye vino a verme. La recibĆ­ tan cortĆ©smente como pude, porque creo que lamentaba haberme desafiado a caminar por una cresta. Si me hubieran matado habrĆ­a tenido que llevar una oscura carga de remordimiento toda su vida. Diana ha sido una amiga fiel. Ha venido todos los dĆ­as a alegrar mi solitaria almohada. Pero me alegrarĆ© mucho cuando pueda ir a la escuela, porque me han hablado muy bien de la nueva maestra. Todas las niƱas piensan que es muy dulce. Diana dice que tiene el pelo rizado mĆ”s bonito y unos ojos fascinantes. Viste muy bien y sus mangas son mĆ”s grandes que las de cualquier otra niƱa de Avonlea. Cada dos viernes por la tarde tiene recitaciones y todo el mundo tiene que decir una pieza o participar en un diĆ”logo. Oh, es simplemente glorioso pensar en ello. Josie Pye dice que lo odia, pero eso es sólo porque Josie tiene muy poca imaginación. Diana y Ruby Gillis y Jane Andrews estĆ”n preparando un diĆ”logo, llamado “Una visita matutina”, para el próximo viernes. Y los viernes por la tarde que no tienen recitaciones la seƱorita Stacy las lleva a todas al bosque para un dĆ­a de ‘campo’ y estudian helechos y flores y pĆ”jaros. Y tienen ejercicios de cultura fĆ­sica cada maƱana y cada tarde. La seƱora Lynde dice que nunca habĆ­a oĆ­do hablar de semejantes cosas y que todo se debe a que tienen una maestra. Pero creo que debe ser esplĆ©ndido y creo que descubrirĆ© que la seƱorita Stacy es un espĆ­ritu afĆ­n”.

“Hay una cosa que salta a la vista, Ana”, dijo Marilla, “y es que tu caĆ­da del tejado de Barry no te ha lastimado la lengua en absoluto.”


Capƭtulo 24: La seƱorita Stacy y sus alumnas preparan un concierto

Era de nuevo octubre cuando Ana se dispuso a volver a la escuela; un octubre glorioso, todo rojo y dorado, con mañanas suaves en las que los valles se llenaban de delicadas nieblas, como si el espíritu del otoño las hubiera vertido para que el sol las drenara: amatista, perla, plata, rosa y azul humo. El rocío era tan intenso que los campos relucían como un paño de plata y había montones de hojas crujientes en los huecos de los bosques de muchos tallos por los que correr nítidamente. El sendero de los abedules era un dosel amarillo y los helechos estaban dorados y marrones a lo largo de todo él. Había en el aire un aroma que inspiraba los corazones de las pequeñas doncellas que, a diferencia de los caracoles, se dirigían a la escuela con rapidez y buena voluntad; y era alegre estar de nuevo en el pequeño pupitre marrón junto a Diana, con Ruby Gillis asintiendo al otro lado del pasillo y Carrie Sloane enviando notas y Julia Bell pasando un chicle desde el asiento trasero. Ana exhaló un largo suspiro de felicidad mientras sacaba punta al lÔpiz y ordenaba las tarjetas con dibujos en su escritorio. La vida era ciertamente muy interesante.

En la nueva profesora habƭa encontrado otra amiga verdadera y servicial. La seƱorita Stacy era una joven brillante y simpƔtica, con el feliz don de ganarse y mantener el afecto de sus alumnas y sacar lo mejor que habƭa en ellas mental y moralmente. Ana crecƭa como una flor bajo esta saludable influencia y llevaba a casa, al admirador Matthew y a la crƭtica Marilla, brillantes relatos sobre el trabajo y los objetivos de la escuela.

“Amo a la seƱorita Stacy con todo mi corazón, Marilla. Es tan femenina y tiene una voz tan dulce. Cuando pronuncia mi nombre siento instintivamente que lo escribe con e. Esta tarde hemos recitado. OjalĆ” hubieras estado allĆ­ para oĆ­rme recitar “MarĆ­a, reina de Escocia”. Puse toda mi alma en ello. Ruby Gillis me dijo al volver a casa que la forma en que dije la lĆ­nea, ‘Ahora por el brazo de mi padre, dijo, mi corazón de mujer adiós,’ le heló la sangre.”

“Bueno, podrĆ­as recitĆ”rmelo un dĆ­a de estos, en el granero”, sugirió Matthew.

“Claro que sĆ­”, dijo Ana meditabunda, “pero no podrĆ© hacerlo tan bien, lo sĆ©. No serĆ” tan emocionante como cuando tienes delante a toda una escuela pendiente de tus palabras. SĆ© que no podrĆ© helarles la sangre”.

“La seƱora Lynde dice que se le heló la sangre al ver a los chicos trepando a las copas de esos grandes Ć”rboles de la colina de Bell en busca de nidos de cuervos el viernes pasado”, dijo Marilla. “Me extraƱa que la seƱorita Stacy lo alentara”.

“Pero querĆ­amos un nido de cuervo para estudiar la naturaleza”, explicó Ana. “Eso fue en nuestra tarde de campo. Las tardes de campo son esplĆ©ndidas, Marilla. Y la seƱorita Stacy lo explica todo tan bien. Tenemos que escribir composiciones en nuestras tardes de campo y yo escribo las mejores.”

“Es muy vanidoso de tu parte decirlo entonces. Mejor deja que lo diga tu maestra”.

“Pero ella lo dijo, Marilla. Y de hecho no soy vanidosa. ĀæCómo podrĆ­a serlo, si soy un zopenco en geometrĆ­a? Aunque realmente estoy empezando a ver a travĆ©s de ella un poco, tambiĆ©n. La Srta. Stacy lo deja tan claro. Aun asĆ­, nunca se me darĆ” bien y te aseguro que es una reflexión humillante. Pero me encanta escribir composiciones. La mayorĆ­a de las veces, la seƱorita Stacy nos deja elegir nuestros propios temas; pero la semana que viene tenemos que escribir una composición sobre alguna persona notable. Es difĆ­cil elegir entre tantas personas notables que han vivido. ĀæNo debe ser esplĆ©ndido ser notable y tener composiciones escritas sobre ti despuĆ©s de muerto? Oh, me encantarĆ­a ser notable. Creo que de mayor serĆ© enfermera e irĆ© con la Cruz Roja al campo de batalla como mensajera de la misericordia. Eso si no salgo como misionera al extranjero. Eso serĆ­a muy romĆ”ntico, pero habrĆ­a que ser muy buena para ser misionera, y eso serĆ­a un escollo. TambiĆ©n tenemos ejercicios de cultura fĆ­sica todos los dĆ­as. Te hacen grĆ”cil y promueven la digestión”.

“Ā”Promueven la digestión!”, dijo Marilla, que sinceramente pensaba que todo aquello eran tonterĆ­as.

Pero todas las tardes de campo y los viernes de recitación y las contorsiones de la cultura física palidecieron ante un proyecto que la señorita Stacy presentó en noviembre. Se trataba de que los alumnos de la escuela de Avonlea organizaran un concierto y lo celebraran en el salón la noche de Navidad, con el loable propósito de ayudar a pagar la bandera de la escuela. Todos y cada uno de los alumnos aceptaron amablemente este plan, y los preparativos del programa se iniciaron de inmediato. Y de todas las entusiasmadas artistas elegidas, ninguna lo estaba tanto como Ana Shirley, que se entregó en cuerpo y alma a la empresa, entorpecida como estaba por la desaprobación de Marilla. Marilla pensaba que todo era una tontería.

“No es mĆ”s que llenaros la cabeza de tonterĆ­as y quitaros tiempo que deberĆ­ais dedicar a vuestras lecciones”, refunfuñó. “No apruebo que los niƱos den conciertos y vayan corriendo a los entrenamientos. Los hace vanidosos, atrevidos y aficionados a las tonterĆ­as”.

“Pero piensa en el digno objeto”, suplicó Ana. “Una bandera cultivarĆ” el espĆ­ritu patriótico, Marilla”.

“Ā”Caramba! Hay muy poco patriotismo en los pensamientos de cualquiera de ustedes. Todo lo que querĆ©is es pasarlo bien”.

“Bueno, cuando puedes combinar patriotismo y diversión, Āæno estĆ” bien? Claro que es muy agradable organizar un concierto. Tendremos seis coros y Diana cantarĆ” un solo. Yo estoy en dos diĆ”logos: “La Sociedad para la Supresión de los Chismes” y “La Reina de las Hadas”. Los chicos tambiĆ©n tendrĆ”n un diĆ”logo. Y yo tendrĆ© dos recitaciones, Marilla. Tiemblo cuando pienso en ello, pero es un tipo de temblor agradable. Y tendremos un cuadro al final: “Fe, esperanza y caridad”. Diana, Ruby y yo estaremos en Ć©l, todas vestidas de blanco y con el pelo suelto. Yo serĆ© Esperanza, con las manos entrelazadas y los ojos levantados. Voy a practicar mis recitaciones en la buhardilla. No te alarmes si me oyes gemir. Tengo que gemir desgarradoramente en uno de ellos, y es realmente difĆ­cil conseguir un buen gemido artĆ­stico, Marilla. Josie Pye estĆ” enfurruƱada porque no consiguió el papel que querĆ­a en el diĆ”logo. QuerĆ­a ser la reina de las hadas. Eso habrĆ­a sido ridĆ­culo, porque ĀæquiĆ©n ha oĆ­do hablar de una reina de las hadas tan gorda como Josie? Las reinas de las hadas deben ser delgadas. Jane Andrews serĆ” la reina y yo serĆ© una de sus damas de honor. Josie dice que le parece tan ridĆ­cula un hada pelirroja como una gorda, pero no me importa lo que diga Josie. LlevarĆ© una corona de rosas blancas en el pelo y Ruby Gillis me prestarĆ” sus zapatillas porque no tengo las mĆ­as. Es necesario que las hadas tengan zapatillas, sabes. No te imaginas a un hada con botas, Āæverdad? ĀæEspecialmente con dedos de cobre? Vamos a decorar el vestĆ­bulo con abetos rastreros y lemas de abeto con rosas de papel de seda rosa en ellos. Y vamos a desfilar de dos en dos despuĆ©s de que el pĆŗblico estĆ© sentado, mientras Emma White toca una marcha en el órgano. Oh, Marilla, sĆ© que no te entusiasma tanto como a mĆ­, pero Āæno esperas que tu pequeƱa Ana se distinga?”.

“Todo lo que espero es que se porte bien. Me alegrarĆ© mucho cuando todo este alboroto termine y puedas calmarte. Ahora no sirves para nada, con la cabeza llena de diĆ”logos, gemidos y cuadros. En cuanto a tu lengua, es una maravilla que no estĆ© gastada”.

Ana suspiró y se dirigió al patio trasero, sobre el que una joven luna nueva brillaba a través de las ramas de Ôlamo sin hojas desde un cielo occidental verde manzana, y donde Mateo estaba partiendo leña. Ana se encaramó a un bloque y habló del concierto con él, segura de contar con un oyente comprensivo al menos en este caso.

“Bueno, creo que va a ser un concierto bastante bueno. Y espero que tĆŗ hagas bien tu parte”, le dijo, sonriendo a su carita ansiosa y vivaracha. Ana le devolvió la sonrisa. Aquellas dos eran las mejores amigas y Matthew agradeció muchas veces a sus estrellas que Ć©l no tuviera nada que ver con su educación. Ese era el deber exclusivo de Marilla; si hubiera sido el suyo, se habrĆ­a preocupado por los frecuentes conflictos entre la inclinación y dicho deber. AsĆ­ las cosas, era libre de “malcriar a Ana” -en palabras de Marillatanto como quisiera. Pero, despuĆ©s de todo, no era un arreglo tan malo; un poco de “aprecio” a veces hace tanto bien como toda la “educación” concienzuda del mundo.


CapĆ­tulo 25: Matthew insiste en las mangas abullonadas

Matthew estaba pasando diez minutos muy malos. HabĆ­a entrado en la cocina, en el crepĆŗsculo de una frĆ­a y gris tarde de diciembre, y se habĆ­a sentado en el rincón de la caja de madera para quitarse las pesadas botas, inconsciente de que Ana y un grupo de sus compaƱeras de escuela estaban ensayando “La reina de las hadas” en el salón. En seguida salieron corriendo por el vestĆ­bulo hacia la cocina, riendo y charlando alegremente. No vieron a Matthew, que se escondió tĆ­midamente en las sombras mĆ”s allĆ” de la caja de madera, con una bota en una mano y un calzador en la otra, y los observó tĆ­midamente durante los diez minutos antes mencionados, mientras se ponĆ­an las gorras y las chaquetas y hablaban del diĆ”logo y del concierto. Ana estaba entre ellos, con los ojos brillantes y animada como ellos; pero Matthew se dio cuenta de pronto de que habĆ­a en ella algo diferente de sus compaƱeros. Y lo que preocupaba a Matthew era que la diferencia le impresionaba como algo que no deberĆ­a existir. Ana tenĆ­a una cara mĆ”s brillante, y ojos mĆ”s grandes y estrellados, y rasgos mĆ”s delicados que las otras; incluso el tĆ­mido y poco observador Mateo habĆ­a aprendido a fijarse en estas cosas; pero la diferencia que le inquietaba no consistĆ­a en ninguno de estos aspectos. Entonces, Āæen quĆ© consistĆ­a?

Esta pregunta persiguió a Matthew mucho tiempo después de que las muchachas se hubieron marchado, cogidas del brazo, por el largo y helado sendero, y Ana se hubo entregado a sus libros. No podía hacérsela a Marilla, quien, a su juicio, olfatearía desdeñosamente y comentaría que la única diferencia que veía entre Ana y las demÔs muchachas era que ellas a veces callaban la lengua, mientras que Ana nunca lo hacía. Esto, pensó Matthew, no sería de gran ayuda.

Aquella noche recurrió a su pipa para que le ayudara a estudiarlo, para disgusto de Marilla. Después de dos horas de fumar y reflexionar, Matthew llegó a la solución de su problema. Ana no iba vestida como las demÔs muchachas.

Cuanto mÔs pensaba Matthew en el asunto, mÔs se convencía de que Ana nunca había vestido como las demÔs muchachas, nunca desde que había llegado a Tejas Verdes. Marilla la vestía con trajes sencillos y oscuros, confeccionados siguiendo el mismo patrón invariable. Si Matthew sabía que existía algo parecido a la moda en el vestir era mucho mÔs que él; pero estaba completamente seguro de que las mangas de Ana no se parecían en nada a las mangas que llevaban las otras niñas. Recordó el grupo de niñas que había visto a su alrededor aquella tarde -todas alegres con cinturas rojas y azules y rosas y blancasy se preguntó por qué Marilla la mantenía siempre tan sencilla y sobriamente vestida.

Por supuesto, debía de estar bien. Marilla sabía mÔs y Marilla la estaba educando. Probablemente, algún motivo sabio e inescrutable serviría de algo. Pero seguramente no haría ningún daño dejar que la niña tuviera un vestido bonito, algo como lo que siempre llevaba Diana Barry. Matthew decidió que le regalaría uno, lo que sin duda no podía objetarse como una intervención injustificada de su parte. Sólo faltaban quince días para Navidad. Un bonito vestido nuevo sería el regalo perfecto. Matthew, con un suspiro de satisfacción, guardó su pipa y se fue a la cama, mientras Marilla abría todas las puertas y ventilaba la casa.

A la noche siguiente, Matthew se dirigió a Carmody para comprar el vestido, decidido a pasar lo peor y acabar con ello. Estaba seguro de que no sería una prueba insignificante. Había algunas cosas que Matthew podía comprar y demostrar que no era un regateador de poca monta; pero sabía que estaría a merced de los tenderos cuando se tratase de comprar el vestido de una chica.

DespuĆ©s de pensarlo mucho, Matthew decidió ir a la tienda de Samuel Lawson en lugar de a la de William Blair. Sin duda, los Cuthbert siempre habĆ­an ido a la tienda de William Blair; para ellos era casi una cuestión de conciencia, tanto como asistir a la iglesia presbiteriana y votar a los conservadores. Pero las dos hijas de William Blair atendĆ­an allĆ­ con frecuencia a los clientes y Matthew les tenĆ­a un pavor absoluto. PodĆ­a arreglĆ”rselas para tratar con ellas cuando sabĆ­a exactamente lo que querĆ­a y podĆ­a indicĆ”rselo; pero en un asunto como Ć©ste, que requerĆ­a explicaciones y consultas, Matthew sentĆ­a que debĆ­a estar seguro de que habĆ­a un hombre detrĆ”s del mostrador. AsĆ­ que irĆ­a a Lawson’s, donde Samuel o su hijo le atenderĆ­an.

Pero, ”ay! Matthew no sabía que Samuel, en la reciente expansión de su negocio, había contratado también a una dependienta; era una sobrina de su esposa y una joven muy elegante, con un enorme y caído pompadour, grandes ojos marrones y una sonrisa muy amplia y desconcertante. Iba vestida con gran elegancia y llevaba varias pulseras que brillaban y tintineaban con cada movimiento de sus manos. Matthew estaba lleno de confusión al encontrarla allí, y aquellos brazaletes le hicieron perder la cabeza de un plumazo.

“ĀæQuĆ© puedo hacer por usted esta noche, Sr. Cuthbert?” preguntó la seƱorita Lucilla Harris, enĆ©rgica y congraciadamente, golpeando el mostrador con ambas manos.

“ĀæTiene algĆŗn… algĆŗn… bueno, digamos algĆŗn rastrillo de jardĆ­n?”, tartamudeó Matthew.

La señorita Harris pareció algo sorprendida, como no podía ser de otra manera, al oír a un hombre preguntar por rastrillos de jardín en pleno mes de diciembre.

“Creo que nos quedan uno o dos”, dijo, “pero estĆ”n arriba, en el trastero. IrĆ© a ver”.

Durante su ausencia Matthew reunió sus dispersos sentidos para otro esfuerzo.

Cuando la seƱorita Harris regresó con el rastrillo y preguntó alegremente: “ĀæAlgo mĆ”s esta noche, Sr. Cuthbert?” Matthew se armó de valor y respondió: “Bueno, ya que usted lo sugiere, bien podrĆ­a tomar-o sea-mirar-comprar-algo de semilla de heno”.

La señorita Harris había oído llamar raro a Matthew Cuthbert. Ahora llegó a la conclusión de que estaba completamente loco.

“Sólo guardamos semillas de heno en primavera”, explicó con altivez. “Ahora mismo no tenemos ninguna a mano”.

“Oh, claro, claro, como usted diga”, tartamudeó el infeliz Matthew, cogiendo el rastrillo y dirigiĆ©ndose a la puerta. En el umbral recordó que no lo habĆ­a pagado y se volvió miserablemente. Mientras la seƱorita Harris contaba el cambio, hizo acopio de fuerzas para un Ćŗltimo y desesperado intento.

“Bueno, ahora, si no es mucha molestia, podrĆ­a, es decir, me gustarĆ­a ver algo de azĆŗcar”.

“ĀæBlanco o moreno?”, preguntó pacientemente la seƱorita Harris.

“Bueno, marrón”, dijo Matthew dĆ©bilmente.

“Hay un barril por allĆ­”, dijo la seƱorita Harris, sacudiendo sus brazaletes hacia Ć©l. “Es el Ćŗnico que tenemos”.

“Me llevarĆ© veinte libras”, dijo Matthew, con gotas de sudor en la frente.

Matthew había recorrido medio camino hasta su casa antes de volver a ser él mismo. Había sido una experiencia espantosa, pero se lo merecía, pensó, por haber cometido la herejía de ir a una tienda extraña. Cuando llegó a casa escondió el rastrillo en el cuarto de herramientas, pero el azúcar se lo llevó a Marilla.

“Ā”AzĆŗcar moreno!”, exclamó Marilla. “ĀæQuĆ© te ha poseĆ­do para conseguir tanta? Sabes que nunca la uso, salvo para las gachas del jornalero o la tarta de frutas negras. Jerry se ha ido y yo he hecho mi tarta hace tiempo. Tampoco es azĆŗcar buena, es gruesa y oscura, William Blair no suele conservar azĆŗcar asĆ­”.

“PensĆ© que podrĆ­a ser Ćŗtil alguna vez”, dijo Matthew, escapando.

Cuando Matthew reflexionó sobre el asunto, decidió que se necesitaba una mujer para hacer frente a la situación. Marilla estaba descartada. Matthew estaba seguro de que ella echaría agua fría sobre su proyecto de inmediato. Sólo quedaba la señora Lynde, pues Matthew no se habría atrevido a pedir consejo a ninguna otra mujer de Avonlea. Acudió en consecuencia a la señora Lynde, y aquella buena señora no tardó en quitarle el asunto de las manos al acosado hombre.

“ĀæElegir un vestido para que se lo regales a Ana? Claro que sĆ­. MaƱana irĆ© a Carmody y me ocuparĆ© de ello. ĀæTienes algo en particular en mente? ĀæNo? Bueno, entonces me guiarĆ© por mi propio criterio. Creo que un marrón intenso le quedarĆ­a bien a Ana, y William Blair tiene un nuevo gloria que es muy bonito. ĀæQuizĆ” te gustarĆ­a que se lo hiciera yo tambiĆ©n, ya que si Marilla se lo hiciera Ana probablemente se enterarĆ­a antes de tiempo y estropearĆ­a la sorpresa? Bien, lo harĆ©. No, no es ninguna molestia. Me gusta coser. Lo harĆ© a la medida de mi sobrina, Jenny Gillis, porque ella y Ana son tan parecidas como dos guisantes en cuanto a figura.”

“Bien, se lo agradezco mucho”, dijo Matthew, “y… no sĆ©… pero me gustarĆ­a… creo que hoy en dĆ­a las mangas son diferentes a las de antes. Si no es mucho pedir, me gustarĆ­a que me las hicieran como antes”.

“ĀæMangas? Por supuesto. No tienes que preocuparte mĆ”s, Matthew. Lo harĆ© a la Ćŗltima moda”, dijo la Sra. Lynde. Y aƱadió para sĆ­ misma cuando Matthew se hubo ido:

“SerĆ” una verdadera satisfacción ver a esa pobre niƱa vistiendo algo decente por una vez. La forma en que Marilla la viste es verdaderamente ridĆ­cula, eso es lo que pasa, y he querido decĆ­rselo claramente una docena de veces. Pero me he mordido la lengua, porque veo que Marilla no quiere consejos y cree que sabe mĆ”s que yo sobre cómo educar a los niƱos, a pesar de ser una solterona. Pero siempre es asĆ­. La gente que ha educado a sus hijos sabe que no hay mĆ©todo duro y rĆ”pido en el mundo que se adapte a todos los niƱos. Pero los que nunca lo han hecho piensan que todo es tan sencillo y fĆ”cil como la regla de tres: sólo tienes que establecer tus tres tĆ©rminos de esa manera y la suma serĆ” correcta. Pero la carne y la sangre no entran en la aritmĆ©tica y ahĆ­ es donde Marilla Cuthbert comete su error. Supongo que estĆ” tratando de cultivar un espĆ­ritu de humildad en Ana vistiĆ©ndola como lo hace; pero es mĆ”s probable que cultive la envidia y el descontento. Estoy segura de que la niƱa debe sentir la diferencia entre su ropa y la de las otras niƱas. Ā”Pero pensar en Matthew dĆ”ndose cuenta de ello! Ese hombre estĆ” despertando despuĆ©s de haber estado dormido durante mĆ”s de sesenta aƱos”.

Marilla supo durante toda la quincena siguiente que Matthew tenía algo en mente, pero no pudo adivinar qué era hasta Nochebuena, cuando la señora Lynde le trajo el vestido nuevo. Marilla se comportó bastante bien en general, aunque es muy probable que desconfiara de la diplomÔtica explicación de la señora Lynde de que había hecho el vestido porque Matthew temía que Ana se enterara demasiado pronto si lo hacía Marilla.

“AsĆ­ que esto es lo que Matthew ha estado mirando tan misteriosamente y sonriendo para sĆ­ mismo durante dos semanas, Āæverdad? “SabĆ­a que estaba tramando alguna tonterĆ­a. Bueno, debo decir que no creo que Ana necesitara mĆ”s vestidos. Este otoƱo le hice tres buenos, abrigados y Ćŗtiles, y cualquier cosa mĆ”s es pura extravagancia. Hay suficiente material en esas mangas para hacer una cintura, declaro que sĆ­. Sólo mimarĆ”s la vanidad de Ana, Matthew, y ahora es tan vanidosa como un pavo real. Bueno, espero que por fin estĆ© satisfecha, porque sĆ© que ha estado anhelando esas tontas mangas desde que llegaron, aunque nunca dijo una palabra despuĆ©s de la primera. Las mangas son cada vez mĆ”s grandes y ridĆ­culas; ahora son tan grandes como globos. El aƱo que viene cualquiera que las lleve tendrĆ” que atravesar una puerta de lado”.

La mañana de Navidad amaneció en un hermoso mundo blanco. Había sido un diciembre muy benigno y la gente esperaba una Navidad verde; pero por la noche cayó suavemente la nieve suficiente para transfigurar Avonlea. Ana se asomó con ojos encantados a la ventana de su frontón escarchado. Los abetos del Bosque Embrujado se veían plumosos y maravillosos; los abedules y los cerezos silvestres se perfilaban perlados; los campos arados eran extensiones de hoyuelos nevados; y en el aire se respiraba un frescor glorioso. Ana corrió escaleras abajo cantando hasta que su voz resonó en Tejas Verdes.

“Feliz Navidad, Marilla. Ā”Feliz Navidad, Matthew! ĀæNo es una Navidad preciosa? Me alegro tanto de que sea blanca. Cualquier otro tipo de Navidad no parece real, Āæverdad? No me gustan las Navidades verdes. No son verdes, sólo son marrones y grises descoloridos. ĀæPor quĆ© la gente las llama verdes? ĀæPor quĆ© Matthew, eso es para mĆ­? Ay, Matthew”.

Matthew había desdoblado tímidamente el vestido de sus envoltorios de papel y se lo tendió con una mirada de desaprobación a Marilla, que fingía estar llenando despectivamente la tetera, pero que sin embargo observaba la escena de reojo con aire bastante interesado.

Ana cogió el vestido y lo miró en reverente silencio. Oh, qué bonito era: una preciosa y suave gloria marrón con todo el brillo de la seda; una falda con delicados volantes y tirantes; una cintura elaboradamente ceñida con alfileres de la manera mÔs moderna, con un pequeño volante de fino encaje en el cuello. Pero las mangas eran el broche de oro. Largos puños en los codos, y sobre ellos dos hermosos puffs divididos por hileras de fruncidos y lazos de cinta de seda marrón.

“Es un regalo de Navidad para ti, Ana”, dijo Matthew tĆ­midamente. “ĀæPor quĆ©, por quĆ©, Ana, no te gusta? Bueno, bueno, bueno”.

Los ojos de Ana se llenaron de lƔgrimas.

“Ā”Me gusta! Oh, Matthew!” Ana dejó el vestido sobre una silla y juntó las manos. “Matthew, es perfectamente exquisito. Nunca podrĆ© agradecĆ©rtelo lo suficiente. Ā”Mira esas mangas! Oh, me parece que esto debe ser un sueƱo feliz”.

“Bueno, bueno, desayunemos”, interrumpió Marilla. “Debo decir, Ana, que no creo que necesitaras el vestido; pero ya que Matthew te lo ha conseguido, procura cuidarlo bien. La seƱora Lynde te ha dejado una cinta para el pelo. Es marrón, a juego con el vestido. Ven, siĆ©ntate”.

“No sĆ© cómo voy a desayunar”, dijo Ana con entusiasmo. “El desayuno parece tan vulgar en un momento tan emocionante. Prefiero deleitarme con ese vestido. Me alegro tanto de que las mangas abullonadas sigan estando de moda. Me parecĆ­a que nunca me recuperarĆ­a si salĆ­an antes de tener un vestido con ellas. Nunca me habrĆ­a sentido satisfecha. TambiĆ©n fue muy amable la Sra. Lynde al darme el lazo. Siento que deberĆ­a ser una chica muy buena. En momentos como Ć©ste lamento no ser una niƱa modelo, y siempre me propongo serlo en el futuro. Pero de algĆŗn modo es difĆ­cil cumplir tus propósitos cuando aparecen tentaciones irresistibles. Aun asĆ­, harĆ© un esfuerzo extra despuĆ©s de esto”.

Cuando terminó el banal desayuno, Diana apareció cruzando el blanco puente de troncos de la hondonada, como una alegre figurita vestida con su ulster carmesí. Ana bajó a su encuentro.

“Feliz Navidad, Diana. Es una Navidad maravillosa. Tengo algo esplĆ©ndido que mostrarte. Matthew me ha regalado el vestido mĆ”s bonito, con esas mangas. No podrĆ­a imaginar algo mĆ”s bonito”.

“Tengo algo mĆ”s para ti”, dijo Diana sin aliento. “Toma, esta caja. TĆ­a Josephine nos envió una gran caja con muchas cosas, y esto es para ti. Te la habrĆ­a traĆ­do anoche, pero no llegó hasta que oscureció, y ahora no me siento muy cómoda atravesando el Bosque Embrujado en la oscuridad.”

Ana abrió la caja y echó un vistazo. Primero, una tarjeta con la inscripción “Para la niƱa Ana y Feliz Navidad”; y luego, un par de delicadĆ­simas pantuflas de cabritilla, con cuentas en los dedos, lazos de raso y relucientes hebillas.

“Diana, esto es demasiado. Debo de estar soƱando”.

“Yo lo llamo providencial”, dijo Diana. “Ya no tendrĆ”s que pedirle prestadas las zapatillas a Ruby, y eso es una bendición, porque son dos tallas mĆ”s grandes que la tuya, y serĆ­a horrible oĆ­r a un hada arrastrando los pies. Josie Pye estarĆ­a encantada. Eso sĆ­, Rob Wright se fue a casa con Gertie Pye del ensayo de anteanoche. ĀæHabĆ©is oĆ­do alguna vez algo igual?”.

Todos los alumnos de Avonlea estaban muy excitados aquel dĆ­a, pues habĆ­a que decorar la sala y celebrar un Ćŗltimo gran ensayo.

El concierto se celebró por la noche y fue un gran éxito. La pequeña sala estaba abarrotada; todos los intérpretes lo hicieron excelentemente bien, pero Ana fue la brillante estrella particular de la ocasión, como ni siquiera la envidia, en la forma de Josie Pye, se atrevió a negar.

“ĀæNo ha sido una velada brillante?” suspiró Ana, cuando todo hubo terminado y Diana y ella caminaban juntas hacia su casa, bajo un cielo oscuro y estrellado.

“Todo ha salido muy bien”, dijo Diana prĆ”cticamente. “Supongo que habremos ganado unos diez dólares. Eso sĆ­, el seƱor Allan va a enviar un informe a los periódicos de Charlottetown”.

“Oh, Diana, Āæveremos nuestros nombres impresos? Me emociona pensarlo. Tu solo fue perfectamente elegante, Diana. Me sentĆ­ mĆ”s orgullosa que tĆŗ cuando fue aplaudido. Me dije a mĆ­ misma: “Es mi querida amiga Ć­ntima la que se siente tan honrada”.

“Bueno, tus recitaciones acaban de derribar la casa, Ana. Ese triste fue simplemente esplĆ©ndido.”

“Oh, estaba tan nerviosa, Diana. Cuando el Sr. Allan dijo mi nombre, no sĆ© cómo pude subir al estrado. SentĆ­ como si un millón de ojos me estuvieran mirando y a travĆ©s de mĆ­, y por un terrible momento estuve segura de que no podrĆ­a comenzar. Entonces pensĆ© en mis preciosas mangas abullonadas y me armĆ© de valor. SabĆ­a que debĆ­a estar a la altura de esas mangas, Diana. AsĆ­ que empecĆ©, y mi voz parecĆ­a venir de muy lejos. Me sentĆ­ como un loro. Fue providencial que practicara esas recitaciones tan a menudo en la buhardilla, o nunca habrĆ­a sido capaz de hacerlo. ĀæGimĆ­ bien?”

“SĆ­, en efecto, gemiste de maravilla”, aseguró Diana.

“Vi a la vieja seƱora Sloane enjugĆ”ndose las lĆ”grimas cuando me sentĆ©. Fue esplĆ©ndido pensar que habĆ­a tocado el corazón de alguien. Es tan romĆ”ntico participar en un concierto, Āæverdad? Ha sido una ocasión memorable”.

“ĀæNo estuvo bien el diĆ”logo de los chicos?” dijo Diana. “Gilbert Blythe estuvo esplĆ©ndido. Ana, creo que es muy mezquino el modo en que tratas a Gil. Espera a que te lo cuente. Cuando saliste corriendo del andĆ©n despuĆ©s del diĆ”logo de las hadas, una de tus rosas se te cayó del pelo. Vi a Gil recogerla y guardĆ”rsela en el bolsillo. Ya estĆ”. Eres tan romĆ”ntica que estoy segura de que deberĆ­as estar contenta por eso”.

“A mĆ­ no me importa nada lo que haga esa persona”, dijo Ana con altivez. “Simplemente nunca pierdo un pensamiento en Ć©l, Diana”.

Aquella noche Marilla y Matthew, que habƭan ido a un concierto por primera vez en veinte aƱos, se sentaron un rato junto al fuego de la cocina, despuƩs de que Ana se hubiera acostado.

“Bueno, supongo que nuestra Ana lo hizo tan bien como cualquiera de ellos”, dijo Matthew con orgullo.

“SĆ­”, admitió Marilla. “Es una niƱa inteligente, Matthew. Y tenĆ­a muy buen aspecto. Me he opuesto a esta idea del concierto, pero supongo que, despuĆ©s de todo, no tiene nada de malo. De todos modos, estaba orgullosa de Ana esta noche, aunque no se lo voy a decir”.

“Bueno, yo estaba orgullosa de ella y se lo dije antes de que subiera”, dijo Matthew. “Debemos ver quĆ© podemos hacer por ella alguno de estos dĆ­as, Marilla. Supongo que dentro de poco necesitarĆ” algo mĆ”s que la escuela de Avonlea”.

“Hay tiempo suficiente para pensar en eso”, dijo Marilla. “Sólo cumplirĆ” trece aƱos en marzo. Aunque esta noche me he dado cuenta de que estĆ” creciendo mucho. La seƱora Lynde le ha hecho el vestido un poco largo, y Ana parece muy alta. Aprende rĆ”pido y supongo que lo mejor que podemos hacer por ella serĆ” enviarla a Queen’s despuĆ©s de un tiempo. Pero no hace falta decir nada sobre eso hasta dentro de un aƱo o dos”.

“Bueno, no harĆ” daƱo pensarlo de vez en cuando”, dijo Matthew. “Cosas asĆ­ son las mejores para pensarlas mucho”.


CapĆ­tulo 26: Se forma el club de cuentos

A la pequeña Avonlea le costó adaptarse de nuevo a la monótona existencia. A Ana, en particular, las cosas le parecían terriblemente planas, rancias y poco provechosas después de la copa de excitación que había estado sorbiendo durante semanas. ¿Podría volver a los tranquilos placeres de aquellos lejanos días anteriores al concierto? Al principio, como le dijo a Diana, no creía que pudiera.

“Estoy completamente segura, Diana, de que la vida nunca volverĆ” a ser como en aquellos viejos tiempos”, dijo con tristeza, como si se refiriera a un perĆ­odo de al menos cincuenta aƱos atrĆ”s. “Tal vez despuĆ©s de un tiempo me acostumbre, pero me temo que los conciertos estropean a la gente para la vida cotidiana. Supongo que por eso Marilla los desaprueba. Marilla es una mujer muy sensata. Debe de ser mucho mejor ser sensata; pero aun asĆ­, no creo que realmente quisiera ser una persona sensata, porque son tan poco romĆ”nticos. La seƱora Lynde dice que no hay peligro de que llegue a serlo, pero nunca se sabe. Tengo la impresión de que aĆŗn puedo llegar a ser sensata. Pero tal vez sea sólo porque estoy cansada. Anoche no pude dormir en mucho tiempo. Me quedĆ© despierta imaginando el concierto una y otra vez. Esa es una cosa esplĆ©ndida de estos asuntos: es tan encantador recordarlos”.

Con el tiempo, sin embargo, la escuela de Avonlea volvió a las andadas y retomó sus antiguos intereses. Sin duda, el concierto dejó huellas. Ruby Gillis y Emma White, que se habĆ­an peleado por un punto de precedencia en sus asientos de la plataforma, ya no se sentaban en el mismo pupitre, y una prometedora amistad de tres aƱos se rompió. Josie Pye y Julia Bell no se “hablaron” durante tres meses, porque Josie Pye le habĆ­a dicho a Bessie Wright que la reverencia de Julia Bell cuando se levantaba para recitar le hacĆ­a pensar en un pollo sacudiendo la cabeza, y Bessie se lo dijo a Julia. Ninguno de los Sloane tendrĆ­a trato alguno con los Bell, porque Ć©stos habĆ­an declarado que los Sloane tenĆ­an demasiado que hacer en el programa, y los Sloane habĆ­an replicado que los Bell no eran capaces de hacer bien lo poco que tenĆ­an que hacer. Por Ćŗltimo, Charlie Sloane se peleó con Moody Spurgeon MacPherson, porque Moody Spurgeon habĆ­a dicho que Ana Shirley se daba aires de grandeza en sus recitados, y Moody Spurgeon estaba “chafado”; en consecuencia, la hermana de Moody Spurgeon, Ella May, no “hablarĆ­a” con Ana Shirley en todo el resto del invierno. Con la excepción de estas fricciones insignificantes, el trabajo en el pequeƱo reino de la seƱorita Stacy se desarrolló con regularidad y suavidad.

Las semanas de invierno se deslizaron. Fue un invierno excepcionalmente suave, con tan poca nieve que Ana y Diana pudieron ir a la escuela casi todos los dĆ­as por el camino de los abedules. El dĆ­a del cumpleaƱos de Ana lo recorrĆ­an a tropezones, con los ojos y los oĆ­dos atentos en medio de sus charlas, pues la seƱorita Stacy les habĆ­a dicho que pronto tendrĆ­an que escribir una composición sobre “Un paseo invernal por el bosque”, y les convenĆ­a ser observadoras.

“Piensa, Diana, que hoy cumplo trece aƱos”, comentó Ana con voz atónita. “Apenas puedo darme cuenta de que estoy en la adolescencia. Cuando me despertĆ© esta maƱana me pareció que todo debĆ­a ser diferente. Hace un mes que tienes trece aƱos, asĆ­ que supongo que no te parece una novedad como a mĆ­. Hace que la vida parezca mucho mĆ”s interesante. Dentro de dos aƱos habrĆ© crecido de verdad. Es un gran consuelo pensar que entonces podrĆ© usar grandes palabras sin que se rĆ­an de mĆ­.”

“Ruby Gillis dice que piensa tener un pretendiente en cuanto cumpla quince aƱos”, dijo Diana.

“Ruby Gillis sólo piensa en pretendientes”, dijo Ana con desdĆ©n. “En realidad, le encanta que alguien escriba su nombre en un aviso, por mucho que finja estar loca. Pero me temo que es un discurso poco caritativo. La Sra. Allan dice que nunca debemos pronunciar discursos poco caritativos, pero a menudo se nos escapan antes de que nos demos cuenta, Āæverdad? No puedo hablar de Josie Pye sin hacer un discurso poco caritativo, asĆ­ que nunca la menciono. Te habrĆ”s dado cuenta. Trato de parecerme lo mĆ”s posible a la Sra. Allan, porque creo que es perfecta. El Sr. Allan tambiĆ©n lo cree. La Sra. Lynde dice que Ć©l sólo adora el suelo que ella pisa y que no le parece correcto que un ministro fije tanto su afecto en un ser mortal. Pero Diana, incluso los ministros son humanos y tienen sus pecados como todo el mundo. Tuve una charla muy interesante con la Sra. Allan sobre los pecados acosadores el domingo pasado por la tarde. Hay pocas cosas de las que se debe hablar los domingos y Ć©sta es una de ellas. Mi pecado acosante es imaginar demasiado y olvidar mis deberes. Me esfuerzo mucho por superarlo y ahora que tengo trece aƱos de verdad quizĆ” me vaya mejor.”

“En cuatro aƱos mĆ”s podremos recogernos el pelo”, dijo Diana. “Alice Bell sólo tiene diecisĆ©is aƱos y lleva el suyo recogido, pero a mĆ­ me parece ridĆ­culo. Yo esperarĆ© a tener diecisiete”.

“Si yo tuviera la nariz torcida de Alice Bell -dijo Ana con decisión-, no lo harĆ­a… Ā”pero ya estĆ”! No dirĆ© lo que iba a decir porque era muy poco caritativo. AdemĆ”s, la estaba comparando con mi propia nariz y eso es vanidad. Me temo que pienso demasiado en mi nariz desde que oĆ­ aquel cumplido hace mucho tiempo. Realmente es un gran consuelo para mĆ­. Oh, Diana, mira, hay un conejo. Eso es algo para recordar en nuestra composición del bosque. Creo que los bosques son tan hermosos en invierno como en verano. EstĆ”n tan blancos y quietos, como si estuvieran dormidos y soƱando bonitos sueƱos”.

“No me importarĆ” escribir esa composición cuando llegue su momento”, suspiró Diana. “Puedo arreglĆ”rmelas para escribir sobre el bosque, pero la que tenemos que entregar el lunes es terrible. La idea de que la Srta. Stacy nos diga que escribamos una historia de nuestras propias cabezas”.

“Vaya, es tan fĆ”cil como guiƱar un ojo”, dijo Ana.

“Para ti es fĆ”cil porque tienes imaginación”, replicó Diana, “pero ĀæquĆ© harĆ­as si hubieras nacido sin ella? Supongo que ya tienes la composición hecha”.

Ana asintió, esforzÔndose por no parecer virtuosamente complaciente y fracasando estrepitosamente.

“La escribĆ­ el lunes pasado por la noche. Se llama ‘El rival celoso; o, en la muerte no dividida’. Se lo leĆ­ a Marilla y dijo que eran cosas y tonterĆ­as. Luego se lo leĆ­ a Matthew y dijo que estaba bien. Ese es el tipo de crĆ­tica que me gusta. Es una historia triste y dulce. LlorĆ© como una niƱa mientras la escribĆ­a. Trata de dos hermosas doncellas llamadas Cordelia Montmorency y Geraldine Seymour, que vivĆ­an en el mismo pueblo y estaban muy unidas la una a la otra. Cordelia era una regia morena con una coronilla de cabellos de medianoche y ojos brillantes como el crepĆŗsculo. Geraldine era una rubia reina con el pelo como oro hilado y ojos pĆŗrpura aterciopelados”.

“Nunca he visto a nadie con los ojos morados”, dijo Diana dubitativa.

“Yo tampoco. Me los imaginaba. QuerĆ­a algo fuera de lo comĆŗn. Geraldine tambiĆ©n tenĆ­a las cejas de alabastro. He descubierto lo que es una ceja de alabastro. Esa es una de las ventajas de tener trece aƱos. Sabes mucho mĆ”s de lo que sabĆ­as cuando sólo tenĆ­as doce”.

“Bueno, ĀæquĆ© fue de Cordelia y Geraldine?” preguntó Diana, que empezaba a sentirse bastante interesada por su destino.

“Crecieron en belleza una al lado de la otra hasta los diecisĆ©is aƱos. Entonces Bertram DeVere llegó a su pueblo natal y se enamoró de la bella Geraldine. Le salvó la vida cuando su caballo se escapó con ella en un carruaje, y ella se desmayó en sus brazos y Ć©l la llevó a casa tres millas; porque, como comprenderĆ”, el carruaje estaba destrozado. Me resultaba bastante difĆ­cil imaginarme la propuesta porque no tenĆ­a ninguna experiencia en la que basarme. Le preguntĆ© a Ruby Gillis si sabĆ­a algo sobre cómo se declaraban los hombres, porque pensĆ© que probablemente serĆ­a una autoridad en la materia, al tener tantas hermanas casadas. Ruby me contó que estaba escondida en la despensa del vestĆ­bulo cuando Malcolm Andrews le propuso matrimonio a su hermana Susan. Dijo que Malcolm le contó a Susan que su padre le habĆ­a cedido la granja a su nombre y luego le dijo: “ĀæQuĆ© te parece, querida, si nos casamos este otoƱo? Susan respondió: “SĆ­, no, no sĆ©, dĆ©jame ver”, y asĆ­ de rĆ”pido se comprometieron. Pero ese tipo de propuesta no me parecĆ­a muy romĆ”ntica, asĆ­ que al final tuve que imaginĆ”rmela lo mejor que pude. La hice muy florida y poĆ©tica y Bertram se arrodilló, aunque Ruby Gillis dice que eso no se hace hoy en dĆ­a. Geraldine lo aceptó en un discurso de una pĆ”gina de largo. Puedo decirte que me tomĆ© muchas molestias con ese discurso. Lo reescribĆ­ cinco veces y lo considero mi obra maestra.

Bertram le regaló un anillo de diamantes y un collar de rubĆ­es y le dijo que irĆ­an a Europa de viaje de bodas, pues Ć©l era inmensamente rico. Pero entonces, por desgracia, las sombras comenzaron a oscurecerse sobre su camino. Cordelia estaba secretamente enamorada de Bertram y cuando Geraldine le contó lo del compromiso se puso furiosa, sobre todo cuando vio el collar y el anillo de diamantes. Todo su afecto por Geraldine se convirtió en odio amargo y juró que nunca se casarĆ­a con Bertram. Pero fingió ser amiga de Geraldine como siempre. Una tarde estaban de pie en el puente sobre un arroyo turbulento y Cordelia, pensando que estaban solas, empujó a Geraldine por el borde con un salvaje y burlón: “Ja, ja, ja”. Pero Bertram lo vio todo e inmediatamente se zambulló en la corriente, exclamando: “Te salvarĆ©, mi incomparable Geraldine”. Pero, por desgracia, habĆ­a olvidado que no sabĆ­a nadar, y ambos murieron ahogados, abrazados. Sus cuerpos fueron arrastrados a la orilla poco despuĆ©s. Fueron enterrados en la misma tumba y su funeral fue muy imponente, Diana. Es mucho mĆ”s romĆ”ntico terminar una historia con un funeral que con una boda. En cuanto a Cordelia, se volvió loca de remordimiento y la encerraron en un manicomio. PensĆ© que era una poĆ©tica retribución por su crimen”.

“Ā”QuĆ© perfectamente encantador!” suspiró Diana, que pertenecĆ­a a la escuela de crĆ­ticos de Matthew. “No entiendo cómo puedes inventar cosas tan emocionantes de tu propia cabeza, Ana. OjalĆ” mi imaginación fuera tan buena como la tuya”.

“Lo serĆ­a si la cultivaras”, dijo Ana animada. “Se me acaba de ocurrir un plan, Diana. Que tĆŗ y yo tengamos un club de cuentos propio y escribamos historias para practicar. Yo te ayudarĆ© hasta que puedas hacerlo por ti misma. Debes cultivar tu imaginación, sabes. La Srta. Stacy lo dice. Sólo que debemos tomar el camino correcto. Le contĆ© lo del Bosque Embrujado, pero dijo que en eso nos equivocamos de camino”.

Así nació el club de cuentos. Al principio se limitaba a Diana y Ana, pero pronto se amplió para incluir a Jane Andrews y Ruby Gillis y a una o dos mÔs que consideraban que era necesario cultivar su imaginación. No se admitían chicos -aunque Ruby Gillis opinaba que su admisión lo haría mÔs emocionante y cada miembro tenía que producir una historia a la semana.

“Es muy interesante”, le dijo Ana a Marilla. “Cada chica tiene que leer su historia en voz alta y luego la comentamos. Vamos a guardarlos todos sagradamente y los tendremos para leĆ©rselos a nuestros descendientes. Cada una escribe bajo un seudónimo. El mĆ­o es Rosamond Montmorency. Todas las chicas lo hacen bastante bien. Ruby Gillis es bastante sentimental. Pone demasiado amor en sus historias y sabes que demasiado es peor que demasiado poco. Jane nunca pone nada porque dice que se siente muy tonta cuando tiene que leerlo en voz alta. Las historias de Jane son muy sensatas. Diana pone demasiados asesinatos en las suyas. Dice que la mayorĆ­a de las veces no sabe quĆ© hacer con la gente, asĆ­ que la mata para deshacerse de ella. Casi siempre tengo que decirles sobre quĆ© escribir, pero eso no es difĆ­cil porque tengo millones de ideas”.

“Creo que esto de escribir historias es lo mĆ”s tonto que hay”, se burló Marilla. “Se os meterĆ”n en la cabeza un montón de tonterĆ­as y perderĆ©is un tiempo que deberĆ­ais dedicar a vuestras lecciones. Leer historias ya es malo, pero escribirlas es peor”.

“Pero tenemos tanto cuidado de poner una moraleja en todos ellos, Marilla”, explicó Ana. “Insisto en ello. Todas las personas buenas son recompensadas y todas las malas son debidamente castigadas. Estoy segura de que eso tiene un efecto saludable. La moral es lo mĆ”s importante. El Sr. Allan lo dice. Le leĆ­ una de mis historias a Ć©l y a la Sra. Allan y ambos estuvieron de acuerdo en que la moraleja era excelente. Sólo que se rieron en los lugares equivocados. Me gusta mĆ”s cuando la gente llora. Jane y Ruby casi siempre lloran cuando llego a las partes patĆ©ticas. Diana escribió a su tĆ­a Josephine sobre nuestro club y su tĆ­a Josephine le contestó que le enviĆ”ramos algunos de nuestros cuentos. AsĆ­ que copiamos cuatro de los mejores y se los enviamos. La Srta. Josephine Barry nos contestó que no habĆ­a leĆ­do nada tan divertido en su vida. Eso nos desconcertó porque las historias eran todas muy patĆ©ticas y casi todo el mundo morĆ­a. Pero me alegro de que a la Srta. Barry le gustaran. Demuestra que nuestro club estĆ” haciendo algo bueno en el mundo. La Sra. Allan dice que Ć©se debe ser nuestro objetivo en todo. Trato de hacerlo, pero a menudo lo olvido cuando me divierto. Espero ser un poco como la Sra. Allan cuando crezca. ĀæCrees que hay alguna posibilidad de ello, Marilla?”

“No dirĆ­a que hay muchas”, fue la alentadora respuesta de Marilla. “Estoy segura de que la Sra. Allan nunca fue una niƱa tan tonta y olvidadiza como tĆŗ”.

“No; pero tampoco fue siempre tan buena como lo es ahora”, dijo Ana seriamente. “Ella misma me lo contó; es decir, me dijo que de niƱa era terriblemente traviesa y que siempre se metĆ­a en lĆ­os. Me sentĆ­ muy animada cuando oĆ­ eso. ĀæEs muy malo por mi parte, Marilla, sentirme animada cuando oigo que otras personas han sido malas y traviesas? La Sra. Lynde dice que sĆ­. La seƱora Lynde dice que siempre se escandaliza cuando oye que alguien ha sido travieso, por pequeƱo que fuera. La Sra. Lynde dice que una vez oyó a un ministro confesar que cuando era niƱo robó una tarta de fresas de la despensa de su tĆ­a y nunca mĆ”s volvió a sentir respeto por ese ministro. Yo no me habrĆ­a sentido asĆ­. HabrĆ­a pensado que era muy noble por su parte confesarlo, y habrĆ­a pensado que serĆ­a muy alentador para los niƱos pequeƱos de hoy en dĆ­a que hacen cosas malas y se arrepienten de ellas saber que tal vez lleguen a ser ministros a pesar de ello. AsĆ­ me sentirĆ­a yo, Marilla”.

“Lo que yo siento en este momento, Ana”, dijo Marilla, “es que ya es hora de que laves esos platos. Has tardado media hora mĆ”s de lo debido con toda tu chĆ”chara. Aprende a trabajar primero y a hablar despuĆ©s”.


Capítulo 27: Vanidad y vejación de espíritu

Marilla, volviendo a casa una tarde de finales de abril después de una reunión del Aid, se dio cuenta de que el invierno había terminado y se había ido con el estremecimiento de deleite que la primavera nunca deja de producir tanto a los mÔs viejos y tristes como a los mÔs jóvenes y alegres. Marilla no era dada al anÔlisis subjetivo de sus pensamientos y sentimientos. Probablemente se imaginaba que estaba pensando en los sida y en su caja de misioneros y en la nueva alfombra para la sacristía, pero bajo estas reflexiones había una conciencia armoniosa de campos rojos que se convertían en nieblas pÔlidas y púrpuras bajo el sol declinante, de sombras de abeto largas y puntiagudas que caían sobre el prado mÔs allÔ del arroyo, de arces inmóviles y de brotes carmesíes alrededor de un estanque de madera que parecía un espejo, de un despertar en el mundo y de una agitación de impulsos ocultos bajo el césped gris. La primavera se extendía por la tierra y el paso sobrio y maduro de Marilla era mÔs ligero y rÔpido debido a su alegría profunda y primitiva.

Sus ojos se detuvieron afectuosamente en Tejas Verdes, asomÔndose a través de su red de Ôrboles y reflejando la luz del sol desde sus ventanas en varias pequeñas coruscciones de gloria. Marilla, mientras avanzaba por el húmedo sendero, pensó que era una verdadera satisfacción saber que regresaba a casa, donde el fuego de leña chisporroteaba enérgicamente y la mesa estaba bien servida para el té, en lugar de la fría comodidad de las viejas tardes de reunión antes de que Ana llegase a Tejas Verdes.

Por consiguiente, cuando Marilla entró en la cocina y encontró el fuego apagado, sin rastro de Ana por ninguna parte, se sintió justamente decepcionada e irritada. Había dicho a Ana que se asegurase de tener listo el té a las cinco, pero ahora debía apresurarse a quitarse su segundo mejor vestido y preparar ella misma la comida antes de que Matthew regresase de arar.

“Ya me ocuparĆ© yo de la seƱorita Ana cuando vuelva a casa -dijo Marilla con gesto adusto, mientras afeitaba los kindlings con un cuchillo de trinchar y mĆ”s brĆ­o del estrictamente necesario. Matthew habĆ­a entrado y esperaba pacientemente el tĆ© en su rincón. “Anda por ahĆ­ con Diana, escribiendo historias o practicando diĆ”logos o alguna tonterĆ­a por el estilo, y no piensa ni una sola vez en la hora o en sus obligaciones. Hay que pararla en seco y de repente en este tipo de cosas. No me importa que la Sra. Allan diga que es la niƱa mĆ”s inteligente y dulce que ha conocido. Puede que sea lo bastante inteligente y dulce, pero tiene la cabeza llena de tonterĆ­as y nunca se sabe quĆ© forma tomarĆ” a continuación. Tan pronto como se le pasa una tonterĆ­a, empieza con otra. Ā”Pero bueno! AquĆ­ estoy diciendo lo mismo por lo que me enfadĆ© tanto con Rachel Lynde en el Aid de hoy. Me alegrĆ© mucho de que la seƱora Allan hablara en favor de Ana, porque si no lo hubiera hecho, sĆ© que le habrĆ­a dicho algo demasiado agudo a Rachel delante de todo el mundo. Ana tiene muchos defectos, Dios lo sabe, y yo no puedo negarlo. Pero la estoy educando a ella y no a Rachel Lynde, que le buscarĆ­a defectos al mismĆ­simo Ɓngel Gabriel si viviera en Avonlea. De todos modos, Ana no tiene por quĆ© salir asĆ­ de casa cuando le dije que se quedara en casa esta tarde y se ocupara de todo. Debo decir que, con todos sus defectos, nunca me habĆ­a parecido desobediente ni poco de fiar, y me da mucha pena encontrarla asĆ­ ahora”.

“Bueno, no sĆ©”, dijo Matthew, quien, siendo paciente y sabio y, sobre todo, hambriento, habĆ­a considerado mejor dejar que Marilla hablara de su ira sin impedimentos, habiendo aprendido por experiencia que ella terminaba con cualquier trabajo que tuviera entre manos mucho mĆ”s rĆ”pido si no se retrasaba por discusiones inoportunas. “Tal vez la estĆ©s juzgando demasiado apresuradamente, Marilla. No la llames indigna de confianza hasta que estĆ©s segura de que te ha desobedecido. Tal vez todo pueda explicarse: Ana es muy buena dando explicaciones”.

“No estĆ” aquĆ­ cuando le dije que se quedara”, replicó Marilla. “Creo que le resultarĆ” difĆ­cil explicarlo a mi satisfacción. Por supuesto que sabĆ­a que te pondrĆ­as de su parte, Matthew. Pero soy yo quien la educa, no tĆŗ”.

HabĆ­a oscurecido cuando la cena estuvo lista, y aĆŗn no habĆ­a rastro de Ana, que venĆ­a apresuradamente por el puente de troncos o por Lovers’ Lane, sin aliento y arrepentida por haber descuidado sus deberes. Marilla lavó y guardó los platos con tristeza. Luego, queriendo una vela para iluminar el sótano, subió al hastial oriental en busca de la que generalmente estaba sobre la mesa de Ana. Al encenderla, se volvió y vio a Ana tendida en la cama, boca abajo entre las almohadas.

“Piedad de nosotros”, dijo Marilla asombrada, “Āæhas estado durmiendo, Ana?”.

“No”, fue la respuesta amortiguada.

“ĀæEstĆ”s enferma entonces?”, preguntó Marilla ansiosamente, acercĆ”ndose a la cama.

Ana se acurrucó mÔs en las almohadas, como si quisiera ocultarse para siempre a los ojos de los mortales.

“No. Pero, por favor, Marilla, vete y no me mires. Estoy sumida en la desesperación y ya no me importa quiĆ©n sea el primero de la clase, ni quiĆ©n escriba la mejor composición, ni quiĆ©n cante en el coro de la escuela dominical. PequeƱas cosas como esas no tienen importancia ahora porque supongo que nunca podrĆ© volver a ir a ninguna parte. Mi carrera estĆ” cerrada. Por favor, Marilla, vete y no me mires”.

“ĀæAlguien ha oĆ­do algo parecido?”, quiso saber la desconcertada Marilla. “Ana Shirley, ĀæquĆ© te pasa? ĀæQuĆ© has hecho? LevĆ”ntate ahora mismo y dĆ­melo. Ahora mismo, he dicho. ĀæQuĆ© pasa?”

Ana se habĆ­a deslizado hasta el suelo en desesperada obediencia.

“MĆ­rame el pelo, Marilla”, susurró.

Marilla levantó la vela y miró escrutadoramente el cabello de Ana, que caía en grandes mechones por su espalda. Ciertamente tenía un aspecto muy extraño.

“Ana Shirley, ĀæquĆ© te has hecho en el pelo? EstĆ” verde”.

Verde podrĆ­a llamarse, si fuera de cualquier color terrenal, un verde raro, apagado, bronceado, con vetas aquĆ­ y allĆ” del rojo original para realzar el espantoso efecto. En toda su vida, Marilla no habĆ­a visto nada tan grotesco como el cabello de Ana en aquel momento.

“SĆ­, es verde”, gimió Ana. “CreĆ­a que nada podĆ­a ser tan malo como el pelo rojo. Pero ahora sĆ© que es diez veces peor tener el pelo verde. Oh, Marilla, no sabes lo desgraciada que soy”.

“Poco sĆ© cómo te has metido en este lĆ­o, pero pienso averiguarlo”, dijo Marilla. “Baja a la cocina -aquĆ­ hace mucho frĆ­oy cuĆ©ntame lo que has hecho. Hace tiempo que espero algo extraƱo. No te has metido en ningĆŗn lĆ­o desde hace mĆ”s de dos meses, y estaba segura de que te esperaba otro. ĀæQuĆ© te has hecho en el pelo?”

“Me lo teƱƭ.”

“Ā”TeƱido! Ā”Te teƱiste el pelo! Ana Shirley, Āæno sabĆ­as que era una maldad?”

“SĆ­, sabĆ­a que era un poco perverso”, admitió Ana. “Pero pensĆ© que valĆ­a la pena ser un poco malvada para librarme del pelo rojo. CalculĆ© el precio, Marilla. AdemĆ”s, pensaba ser mĆ”s buena en otros aspectos para compensarlo”.

“Bueno”, dijo Marilla sarcĆ”sticamente, “si hubiera decidido que valĆ­a la pena teƱirme el pelo, al menos me lo habrĆ­a teƱido de un color decente. No me lo habrĆ­a teƱido de verde”.

“Pero yo no querĆ­a teƱirlo de verde, Marilla”, protestó Ana abatida. “Si era malvada, pretendĆ­a serlo con algĆŗn fin. Me dijo que me teƱirĆ­a el pelo de un hermoso negro cuervo; me aseguró que asĆ­ serĆ­a. ĀæCómo podrĆ­a dudar de su palabra, Marilla? SĆ© lo que se siente cuando se duda de tu palabra. Y la Sra. Allan dice que nunca debemos sospechar que alguien no nos dice la verdad, a menos que tengamos pruebas de lo contrario. Ahora tengo pruebas: el pelo verde es prueba suficiente para cualquiera. Pero entonces no las tenĆ­a y creĆ­ implĆ­citamente cada palabra que dijo”.

“ĀæQuiĆ©n lo dijo? ĀæDe quiĆ©n estĆ”s hablando?”

“El vendedor ambulante que estuvo aquĆ­ esta tarde. Le comprĆ© el tinte a Ć©l”.

“Ana Shirley, Ā”cuĆ”ntas veces te he dicho que nunca dejes entrar en casa a uno de esos italianos! No creo en alentarlos a que vengan”.

“Oh, no le dejĆ© entrar en casa. RecordĆ© lo que me dijiste y salĆ­, cerrĆ© la puerta con cuidado y mirĆ© sus cosas en el escalón. AdemĆ”s, no era italiano, era judĆ­o alemĆ”n. TenĆ­a una gran caja llena de cosas muy interesantes y me dijo que estaba trabajando mucho para ganar suficiente dinero para traer a su mujer y a sus hijos de Alemania. Hablaba de ellos con tanto sentimiento que me llegó al corazón. Quise comprarle algo para ayudarle en tan digno objetivo. Entonces vi el frasco de tinte para el pelo. El vendedor ambulante dijo que estaba garantizado para teƱir cualquier cabello de un hermoso negro cuervo y que no se irĆ­a con los lavados. En un santiamĆ©n me vi con un hermoso cabello negro como el cuervo y la tentación fue irresistible. Pero el precio del frasco era de setenta y cinco centavos y a mĆ­ sólo me quedaban cincuenta centavos de mi dinero para gallinas. Creo que el vendedor ambulante tenĆ­a un corazón muy bondadoso, pues dijo que, al ver que era yo, la venderĆ­a por cincuenta cĆ©ntimos y eso era regalarla. AsĆ­ que lo comprĆ©, y en cuanto se hubo ido subĆ­ aquĆ­ y me lo apliquĆ© con un viejo cepillo para el pelo, tal como decĆ­an las instrucciones. Me gastĆ© todo el frasco y, oh, Marilla, cuando vi el horrible color que le habĆ­a dado a mi pelo, me arrepentĆ­ de ser mala, te lo aseguro. Y he estado arrepintiĆ©ndome desde entonces”.

“Pues espero que te arrepientas de buena gana”, dijo Marilla severamente, “y que hayas abierto los ojos para darte cuenta de adónde te ha llevado tu vanidad, Ana. Dios sabe lo que hay que hacer. Supongo que lo primero serĆ” lavarte bien el pelo, a ver si te sirve de algo.”

Ana se lavó el pelo, restregÔndoselo enérgicamente con agua y jabón, pero por mucho que se lo lavara, bien podría haberle lavado el rojo original. El vendedor ambulante había dicho la verdad cuando declaró que el tinte no se quitaría, aunque su veracidad pudiera ser cuestionada en otros aspectos.

“Oh, Marilla, ĀæquĆ© voy a hacer?”, preguntó Ana entre lĆ”grimas. “Nunca podrĆ© olvidar esto. La gente ha olvidado bastante bien mis otros errores: la tarta de linimento, emborrachar a Diana y enojarme con la seƱora Lynde. Pero nunca olvidarĆ”n esto. PensarĆ”n que no soy respetable. Oh, Marilla, “quĆ© enmaraƱada red tejemos cuando primero practicamos el engaƱo. Eso es poesĆ­a, pero es verdad. Ā”Y cómo se reirĆ” Josie Pye! Marilla, no puedo enfrentar a Josie Pye. Soy la chica mĆ”s infeliz de la Isla del PrĆ­ncipe Eduardo”.

La infelicidad de Ana continuó durante una semana. Durante ese tiempo no fue a ninguna parte y se lavó el pelo con champú todos los días. Diana era la única que conocía el secreto fatal, pero prometió solemnemente no contarlo nunca, y puede afirmarse aquí y ahora que cumplió su palabra. Al final de la semana Marilla dijo decididamente:

“Es inĆŗtil, Ana. Eso es tinte rĆ”pido si alguna vez lo hubo. Hay que cortarte el pelo; no hay otro remedio. No puedes salir asĆ­”.

Los labios de Ana temblaron, pero se dio cuenta de la amarga verdad de los comentarios de Marilla. Con un lúgubre suspiro, cogió las tijeras.

“Por favor, córtala de una vez, Marilla, y que se acabe. Oh, siento que se me ha roto el corazón. Es una aflicción tan poco romĆ”ntica. Las chicas de los libros pierden el pelo en las fiebres o lo venden para conseguir dinero para alguna buena obra, y estoy segura de que a mĆ­ no me importarĆ­a ni la mitad perderlo de esa manera. Pero no hay nada reconfortante en que te corten el pelo porque te lo has teƱido de un color horrible, Āæverdad? Voy a llorar todo el tiempo que me lo cortes, si no te molesta. Me parece algo tan trĆ”gico”.

Ana lloró entonces, pero mÔs tarde, cuando subió a la escalera y miró en el cristal, se calmó de desesperación. Marilla había hecho su trabajo a conciencia y había sido necesario rizar el cabello lo mÔs posible. El resultado no era de recibo, por decirlo de la manera mÔs suave posible. Ana volvió rÔpidamente su vaso hacia la pared.

“Nunca, nunca volverĆ© a mirarme hasta que me crezca el pelo”, exclamó apasionadamente.

Luego, de repente, enderezó el vaso.

“SĆ­, yo tambiĆ©n lo harĆ©. HarĆ© penitencia por ser malvada de esa manera. Me mirarĆ© cada vez que llegue a mi cuarto y verĆ© lo fea que soy. Y tampoco tratarĆ© de imaginĆ”rmelo. Nunca pensĆ© que fuera vanidosa por mi pelo, de todas las cosas, pero ahora sĆ© que lo era, a pesar de ser rojo, porque era tan largo, grueso y rizado. Supongo que ahora me pasarĆ” algo con la nariz”.

La cabeza cortada de Ana causó sensación en la escuela el lunes siguiente, pero para su alivio nadie adivinó la verdadera razón, ni siquiera Josie Pye, quien, sin embargo, no dejó de informar a Ana de que parecía un perfecto espantapÔjaros.

“No dije nada cuando Josie me dijo eso -confesó Ana aquella noche a Marilla, que estaba tendida en el sofĆ” despuĆ©s de uno de sus dolores de cabeza-, porque pensĆ© que era parte de mi castigo y que debĆ­a soportarlo con paciencia. Es duro que te digan que pareces un espantapĆ”jaros y yo querĆ­a replicar. Pero no lo hice. Me limitĆ© a lanzarle una mirada desdeƱosa y luego la perdonĆ©. Te hace sentir muy virtuoso cuando perdonas a la gente, Āæverdad? Me propongo dedicar todas mis energĆ­as a ser buena despuĆ©s de esto y no volverĆ© a intentar ser guapa. Claro que es mejor ser buena. SĆ© que lo es, pero a veces es tan difĆ­cil creer una cosa incluso cuando la sabes. Realmente quiero ser buena, Marilla, como tĆŗ y la Sra. Allan y la Srta. Stacy, y crecer para ser un orgullo para ustedes. Diana dice que cuando me empiece a crecer el pelo me ate una cinta de terciopelo negro alrededor de la cabeza con un lazo a un lado. Dice que cree que quedarĆ” muy bien. Lo llamarĆ© una siesta, suena muy romĆ”ntico. ĀæPero estoy hablando demasiado, Marilla? ĀæTe duele la cabeza?”

“Mi cabeza estĆ” mejor ahora. Pero esta tarde me dolĆ­a mucho. Estos dolores de cabeza mĆ­os son cada vez peores. TendrĆ© que ir al mĆ©dico. En cuanto a tu chĆ”chara, no sĆ© si me molesta, me he acostumbrado tanto”.

Que era la forma que tenĆ­a Marilla de decir que le gustaba oĆ­rla.


CapĆ­tulo 28: Una desafortunada doncella de lirio

“Claro que debes de ser Elaine, Ana”, dijo Diana. “Yo nunca podrĆ­a tener el valor de flotar allĆ­ abajo”.

“Yo tampoco”, dijo Ruby Gillis con un escalofrĆ­o. “No me importa bajar flotando cuando somos dos o tres en el piso y podemos sentarnos. Entonces es divertido. Pero tumbarme y fingir que estoy muerta… no podrĆ­a. Me morirĆ­a de miedo”.

“Claro que serĆ­a romĆ”ntico”, concedió Jane Andrews. “Pero sĆ© que no podrĆ­a quedarme quieta. Me levantarĆ­a cada minuto para ver dónde estoy y si no me estoy alejando demasiado. Y ya sabes, Ana, eso estropearĆ­a el efecto”.

“Pero es tan ridĆ­culo tener una Elaine pelirroja”, se lamentó Ana. “No tengo miedo de flotar hacia abajo y me encantarĆ­a ser Elaine. Pero es ridĆ­culo igualmente. Ruby deberĆ­a ser Elaine, porque es tan hermosa y tiene un pelo tan largo y dorado… Elaine tenĆ­a ‘todo el pelo brillante suelto’, ya sabes. Y Elaine era la doncella del lirio. Ahora bien, una persona pelirroja no puede ser una doncella de lirios”.

“Tu tez es tan clara como la de Ruby”, dijo Diana seriamente, “y tu pelo es mucho mĆ”s oscuro de lo que solĆ­a ser antes de que te lo cortaras”.

“ĀæDe veras lo crees?”, exclamó Ana, sonrojĆ”ndose sensiblemente de placer. “A veces he pensado que era yo misma, pero nunca me he atrevido a preguntar a nadie por miedo a que me dijera que no. ĀæCrees que ahora podrĆ­a llamarse castaƱo, Diana?”.

“SĆ­, y creo que es muy bonito”, dijo Diana, mirando con admiración los rizos cortos y sedosos que se amontonaban sobre la cabeza de Ana y que estaban sujetos por una cinta y un moƱo de terciopelo negro muy atrevidos.

Estaban de pie en la orilla del estanque, debajo de la cuesta del Huerto, donde un pequeƱo promontorio bordeado de abedules salƭa de la orilla; en su extremo habƭa una pequeƱa plataforma de madera construida en el agua para comodidad de los pescadores y cazadores de patos. Ruby y Jane pasaban la tarde de verano con Diana, y Ana habƭa venido a jugar con ellas.

Ese verano, Ana y Diana habían pasado la mayor parte del tiempo jugando en el estanque y sus alrededores. Idlewild era cosa del pasado, pues el Sr. Bell había talado sin piedad el pequeño círculo de Ôrboles de su prado trasero en primavera. Ana se había sentado entre los tocones y había llorado, no sin cierto romanticismo; pero pronto se consoló, pues, después de todo, como decían Diana y ella, las muchachas de trece años, a punto de cumplir catorce, eran demasiado mayores para diversiones tan infantiles como las casitas de juego, y en el estanque se podían practicar deportes mÔs fascinantes. Era espléndido pescar truchas sobre el puente y las dos niñas aprendieron a remar en el pequeño bote de fondo plano que el señor Barry tenía para cazar patos.

Fue idea de Ana que dramatizaran a Elaine. Habían estudiado el poema de Tennyson en la escuela el invierno anterior, ya que el Superintendente de Educación lo había prescrito en el curso de inglés para las escuelas de la Isla del Príncipe Eduardo. Lo habían analizado y desmenuzado y hecho pedazos en general, hasta que era un milagro que les quedara algún significado, pero al menos la doncella del lirio y Lancelot y Ginebra y el rey Arturo se habían convertido en personas muy reales para ellos, y Ana se sentía devorada por el secreto pesar de no haber nacido en Camelot. Aquellos días, decía, eran mucho mÔs romÔnticos que el presente.

El plan de Ana fue acogido con entusiasmo. Las muchachas habƭan descubierto que si se empujaba la planicie desde el embarcadero, Ʃsta se deslizaba con la corriente por debajo del puente y finalmente encallaba en otro promontorio, mƔs abajo, que salƭa de una curva del estanque. Habƭan bajado asƭ a menudo y nada podƭa ser mƔs conveniente para jugar a Elaine.

“Bien, yo serĆ© Elaine”, dijo Ana, cediendo a regaƱadientes, pues, aunque le habrĆ­a encantado interpretar al personaje principal, su sentido artĆ­stico exigĆ­a una buena aptitud para ello y esto, segĆŗn ella, sus limitaciones lo hacĆ­an imposible. “Ruby, tĆŗ debes ser el rey Arturo, Jane serĆ” Ginebra y Diana serĆ” Lancelot. Pero primero debes ser los hermanos y el padre. No podemos tener al viejo sirviente tonto porque no hay lugar para dos en el piso cuando uno estĆ” acostado. Debemos cubrir toda la barcaza con samita negra. Ese viejo chal negro de tu madre serĆ” justo lo que necesitas, Diana”.

Conseguido el chal negro, Ana lo extendió sobre el piso y se tendió en el fondo, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho.

“Oh, parece muerta de verdad”, susurró Ruby Gillis nerviosa, observando la carita inmóvil y blanca bajo las sombras parpadeantes de los abedules. “Me da miedo, chicas. ĀæCreĆ©is que estĆ” bien actuar asĆ­? La Sra. Lynde dice que todo juego es abominablemente perverso”.

“Ruby, no deberĆ­as hablar de la seƱora Lynde”, dijo Ana con severidad. “Arruina el efecto porque esto es cientos de aƱos antes de que naciera la Sra. Lynde. Jane, organĆ­zalo tĆŗ. Es una tonterĆ­a que Elaine hable cuando estĆ” muerta”.

Jane estuvo a la altura de las circunstancias. No había paño de oro para la colcha, pero un viejo pañuelo de piano de crespón amarillo japonés era un excelente sustituto. No se podía conseguir un lirio blanco en ese momento, pero el efecto de un alto iris azul colocado en una de las manos de Ana era todo lo que se podía desear.

“Ya estĆ” lista -dijo Jane-. “Debemos besar sus cejas tranquilas y, Diana, tĆŗ di: ‘Hermana, adiós para siempre’, y Ruby, tĆŗ di: ‘Adiós, dulce hermana’, ambas tan apenadas como puedan. Ana, por el amor de Dios, sonrĆ­e un poco. Ya sabes que Elaine “yacĆ­a como si sonriera”. AsĆ­ estĆ” mejor. Ahora empuja el piso”.

El piso fue empujado en consecuencia, raspando Ôsperamente sobre una vieja estaca incrustada en el proceso. Diana, Jane y Ruby sólo esperaron el tiempo suficiente para ver cómo la corriente la atrapaba y se dirigieron hacia el puente antes de corretear por el bosque, cruzar la carretera y descender hasta el promontorio inferior donde, como Lancelot, Ginebra y el Rey, debían estar preparadas para recibir a la doncella de lirios.

Durante unos minutos Ana, bajando lentamente, disfrutó plenamente del romanticismo de su situación. Entonces ocurrió algo nada romÔntico. El piso empezó a gotear. En muy pocos instantes fue necesario que Elaine se pusiera en pie, recogiera su manto de oro y su manto de samita negrísima y mirara sin comprender una gran grieta en el fondo de su barcaza por la que el agua se colaba literalmente a raudales. La afilada estaca del rellano había arrancado la tira de bateo clavada en el piso. Ana no lo sabía, pero no tardó en darse cuenta de que se hallaba en una situación peligrosa. A este ritmo, la planicie se llenaría y se hundiría mucho antes de poder derivar hacia el cabo inferior. ¿Dónde estaban los remos? Abandonados en el embarcadero.

Ana lanzó un pequeño grito ahogado que nadie oyó jamÔs; estaba blanca hasta los labios, pero no perdió la compostura. Había una oportunidad, sólo una.

“Estaba terriblemente asustada”, le contó a la seƱora Allan al dĆ­a siguiente, “y me parecieron aƱos mientras el piso iba a la deriva hacia el puente y el agua subĆ­a en Ć©l a cada momento. Rezaba, seƱora Allan, muy fervientemente, pero no cerraba los ojos para rezar, porque sabĆ­a que la Ćŗnica manera de que Dios me salvara era dejar que el piso flotara lo bastante cerca de uno de los pilotes del puente para que yo pudiera subirme a Ć©l. Ya sabes que los pilotes no son mĆ”s que viejos troncos de Ć”rbol y que en ellos hay montones de nudos y viejos troncos de ramas. Era apropiado rezar, pero yo tenĆ­a que hacer mi parte vigilando y lo sabĆ­a muy bien. Me limitĆ© a decir: ‘Querido Dios, por favor, lleva el piso cerca de una pila y yo harĆ© el resto’, una y otra vez. En tales circunstancias no piensas mucho en hacer una oración florida. Pero la mĆ­a fue escuchada, porque el piso chocó contra una pila durante un minuto y yo me echĆ© la bufanda y el chal al hombro y me subĆ­ a un gran tronco providencial. Y allĆ­ estaba yo, seƱora Allan, aferrada a aquel viejo y resbaladizo montón sin poder subir ni bajar. Era una posición muy poco romĆ”ntica, pero no pensĆ© en eso en ese momento. No se piensa mucho en el romanticismo cuando se acaba de escapar de una tumba de agua. Enseguida recĆ© una oración de agradecimiento y luego dediquĆ© toda mi atención a agarrarme con fuerza, pues sabĆ­a que probablemente tendrĆ­a que depender de la ayuda humana para volver a tierra firme.”

La planicie quedó a la deriva bajo el puente y luego se hundió prontamente en medio de la corriente. Ruby, Jane y Diana, que ya lo esperaban en el promontorio inferior, lo vieron desaparecer ante sus propios ojos y no tuvieron la menor duda de que Ana se había hundido con él. Por un momento se quedaron inmóviles, blancos como la nieve, helados de horror ante la tragedia; luego, chillando a pleno pulmón, echaron a correr frenéticamente bosque arriba, sin detenerse al cruzar el camino principal para otear el camino del puente. Ana, aferrada desesperadamente a su precario punto de apoyo, vio sus formas voladoras y oyó sus gritos. Pronto llegaría la ayuda, pero mientras tanto su posición era muy incómoda.

Los minutos pasaban, cada uno de los cuales le parecía una hora a la desdichada doncella. ¿Por qué no venía nadie? ¿Adónde habían ido las chicas? Supongamos que se hubieran desmayado todas. Supongamos que nunca viniera nadie. Supongamos que estaba tan cansada y acalambrada que no podía aguantar mÔs. Ana miró las perversas profundidades verdes que se extendían bajo ella, entre sombras largas y aceitosas, y se estremeció. Su imaginación empezó a sugerirle toda clase de horripilantes posibilidades.

Entonces, cuando pensaba que no podría soportar mÔs el dolor de brazos y muñecas, Gilbert Blythe llegó remando bajo el puente en el bote de Harmon Andrews.

Gilbert levantó la vista y, para su asombro, contempló una carita blanca y desdeñosa que lo miraba con unos ojos grises, grandes y asustados, pero también desdeñosos.

“Ā”Ana Shirley! ĀæCómo diablos has llegado ahĆ­?”, exclamó.

Sin esperar respuesta, se acercó a la pila y le tendió la mano. No hubo mÔs remedio; Ana, aferrÔndose a la mano de Gilbert Blythe, bajó a duras penas al bote, donde se sentó, desaliñada y furiosa, en la popa, con los brazos llenos de chal chorreante y crespón mojado. Sin duda era muy difícil ser digna en aquellas circunstancias.

“ĀæQuĆ© ha ocurrido, Ana?”, preguntó Gilbert, tomando los remos.

“EstĆ”bamos jugando a Elaine -explicó Ana frĆ­gidamente, sin mirar siquiera a su salvador-, y tuve que ir a la deriva hasta Camelot en la barcaza, es decir, en el piso. El piso empezó a hacer agua y yo salĆ­ a la pila. Las chicas fueron a buscar ayuda. ĀæSerĆ­as tan amable de llevarme remando hasta el embarcadero?”.

Gilbert, complacido, remó hasta el embarcadero y Ana, desdeñando la ayuda, saltó Ôgilmente a la orilla.

“Te estoy muy agradecida”, dijo con altivez al alejarse. Pero Gilbert habĆ­a bajado tambiĆ©n de la barca y le puso una mano en el brazo.

“Ana -dijo apresuradamente-, mira. ĀæNo podemos ser buenos amigos? Siento mucho haberme burlado de tu pelo aquella vez. No era mi intención molestarte y sólo pretendĆ­a bromear. AdemĆ”s, fue hace tanto tiempo. Ahora tu pelo me parece muy bonito, de verdad. Seamos amigas”.

Por un momento Ana dudó. Tuvo la extraƱa conciencia, reciĆ©n despertada bajo toda su indignada dignidad, de que la expresión medio tĆ­mida, medio ansiosa de los ojos avellana de Gilbert era algo muy bueno de ver. Su corazón dio un rĆ”pido y extraƱo latido. Pero la amargura de su antiguo agravio endurecio rapidamente su vacilante determinacion. Aquella escena de hacĆ­a dos aƱos volvió a su memoria tan vĆ­vidamente como si hubiera tenido lugar ayer. Gilbert la habĆ­a llamado “zanahoria” y la habĆ­a deshonrado ante toda la escuela. Su resentimiento, que para otras personas de mĆ”s edad podĆ­a ser tan risible como su causa, no se habĆ­a apaciguado ni suavizado aparentemente con el tiempo. Odiaba a Gilbert Blythe. JamĆ”s lo perdonarĆ­a.

“No”, dijo frĆ­amente, “nunca serĆ© amiga tuya, Gilbert Blythe; Ā”y no quiero serlo!”

“Ā”EstĆ” bien!” Gilbert saltó a su esquife con un color furioso en las mejillas. “Nunca volverĆ© a pedirte que seamos amigos, Ana Shirley. Y tampoco me importa”.

Se alejó con rĆ”pidas brazadas desafiantes, y Ana subió por el sendero empinado y helecho bajo los arces. Llevaba la cabeza muy alta, pero era consciente de un extraƱo sentimiento de pesar. Casi deseaba haber respondido a Gilbert de otro modo. Por supuesto, Ć©l la habĆ­a insultado terriblemente, pero aun asĆ­… En conjunto, Ana pensó que serĆ­a un alivio sentarse y echarse a llorar. Estaba muy nerviosa, pues la reacción al susto y a su estrechez se hacĆ­a sentir.

A mitad de camino se encontró con Jane y Diana que volvían corriendo al estanque en un estado que apenas distaba del frenesí positivo. No habían encontrado a nadie en Orchard Slope, ya que el señor y la señora Barry no estaban. Allí Ruby Gillis había sucumbido a la histeria y la habían dejado recuperarse lo mejor posible, mientras Jane y Diana volaban a través del Bosque Embrujado y cruzaban el arroyo hasta Tejas Verdes. Allí tampoco encontraron a nadie, pues Marilla se había ido con Carmody y Matthew estaba haciendo heno en el campo de atrÔs.

“Ana -jadeó Diana, echĆ”ndosele al cuello y llorando de alivio y alegrĆ­a-, Ana, creĆ­mos que te habĆ­as ahogado, y nos sentimos como asesinas, porque te habĆ­amos convertido en Elaine. Y Ruby estĆ” histĆ©rica… Oh, Ana, Āæcómo escapaste?”.

“Me subĆ­ a uno de los pilotes”, explicó Ana con cansancio, “y Gilbert Blythe llegó en el dory del seƱor Andrews y me trajo a tierra”.

“Ā”Oh, Ana, quĆ© esplĆ©ndido por su parte! QuĆ© romĆ”ntico!”, dijo Jane, encontrando al fin aliento suficiente para expresarse. “Por supuesto que hablarĆ”s con Ć©l despuĆ©s de esto.”

“Claro que no”, dijo Ana con un momentĆ”neo retorno de su antiguo espĆ­ritu. “Y no quiero volver a oĆ­r la palabra romĆ”ntico, Jane Andrews. Siento mucho que os asustarais tanto, chicas. Todo es culpa mĆ­a. Estoy segura de que nacĆ­ bajo una estrella desafortunada. Todo lo que hago me mete a mĆ­ o a mis amigos mĆ”s queridos en un lĆ­o. Hemos perdido el piso de tu padre, Diana, y presiento que ya no nos dejarĆ”n remar en el estanque”.

El presentimiento de Ana resultó ser mÔs verídico de lo que suelen serlo los presentimientos. Grande fue la consternación en los hogares de Barry y Cuthbert cuando se conocieron los sucesos de la tarde.

“ĀæAlguna vez entrarĆ”s en razón, Ana?”, gimió Marilla.

“Oh, sĆ­, creo que lo tendrĆ©, Marilla”, respondió Ana con optimismo. Un buen llanto, dado en la agradecida soledad del hastial oriental, habĆ­a calmado sus nervios y le habĆ­a devuelto su acostumbrada alegrĆ­a. “Creo que mis perspectivas de llegar a ser sensata son ahora mĆ”s brillantes que nunca”.

“No veo cómo”, dijo Marilla.

“Bueno -explicó Ana-, hoy he aprendido una nueva y valiosa lección. Desde que lleguĆ© a Tejas Verdes he estado cometiendo errores, y cada error me ha ayudado a curarme de algĆŗn gran defecto. El asunto del broche de amatista me curó de meterme con cosas que no me pertenecĆ­an. El error del bosque encantado me curó de dejarme llevar por la imaginación. El error de la tarta de linimento me curó del descuido en la cocina. TeƱirme el pelo me curó de la vanidad. Ahora nunca pienso en mi pelo ni en mi nariz, al menos muy pocas veces. Y el error de hoy me va a curar de ser demasiado romĆ”ntica. He llegado a la conclusión de que es inĆŗtil intentar ser romĆ”ntica en Avonlea. Probablemente era bastante fĆ”cil en el Camelot de hace cientos de aƱos, pero el romanticismo no se aprecia ahora. Estoy segura de que pronto verĆ”s una gran mejora en mĆ­ a este respecto, Marilla”.

“Eso espero”, dijo Marilla con escepticismo.

Pero Matthew, que había estado sentado en silencio en su rincón, puso una mano sobre el hombro de Ana cuando Marilla hubo salido.

“No renuncies a todo tu romanticismo, Ana”, susurró tĆ­midamente, “un poco de Ć©l es algo bueno -no demasiado, por supuesto-, pero conserva un poco de Ć©l, Ana, conserva un poco de Ć©l”.


Capƭtulo 29: Una Ʃpoca en la vida de Ana

Ana traía las vacas del prado trasero por el camino de los enamorados. Era una tarde de septiembre y todos los huecos y claros del bosque estaban rebosantes de la luz rubí del atardecer. Aquí y allÔ el sendero estaba salpicado de ella, pero en su mayor parte ya estaba bastante sombrío bajo los arces, y los espacios bajo los abetos estaban llenos de un claro crepúsculo violeta como el vino aéreo. Los vientos soplaban en sus copas, y no hay música mÔs dulce en la tierra que la que el viento produce en los abetos al atardecer.

Las vacas se balanceaban plĆ”cidamente por el sendero, y Ana las seguĆ­a soƱadoramente, repitiendo en voz alta el canto de batalla de “Marmion” que tambiĆ©n habĆ­a formado parte de su curso de inglĆ©s el invierno anterior y que miss Stacy les habĆ­a hecho aprender de memoriay exultante por sus lĆ­neas apresuradas y el choque de lanzas en su imaginerĆ­a. Cuando llegó a las lĆ­neas:

“Los obstinados lanceros seguĆ­an defendiendo su oscuro bosque impenetrable”.

se detuvo extasiada y cerró los ojos para imaginarse mejor que formaba parte de aquel anillo heroico. Cuando volvió a abrirlos, vio a Diana que entraba por la puerta que daba al campo de Barry, con un aspecto tan importante que Ana adivinó al instante que había noticias que comunicar. Pero no quiso traicionar una curiosidad demasiado ansiosa.

“ĀæNo es esta noche como un sueƱo pĆŗrpura, Diana? Me alegro tanto de estar viva. Por las maƱanas siempre pienso que las maƱanas son mejores; pero cuando llega la noche pienso que es aĆŗn mĆ”s hermosa.”

“Es una tarde muy bonita -dijo Diana-, pero tengo tantas noticias, Ana. Adivina. Puedes adivinar tres veces”.

“Charlotte Gillis se va a casar en la iglesia despuĆ©s de todo y la seƱora Allan quiere que la decoremos”, gritó Ana.

“No. El pretendiente de Charlotte no estĆ” de acuerdo con eso, porque nadie se ha casado en la iglesia todavĆ­a, y piensa que parecerĆ­a demasiado un funeral. Es demasiado mezquino, porque serĆ­a muy divertido. Adivina otra vez”.

“ĀæLa madre de Jane le va a permitir celebrar una fiesta de cumpleaƱos?”.

Diana negó con la cabeza, sus ojos negros bailando de alegría.

“No se me ocurre quĆ© puede ser -dijo Ana con desesperación-, a menos que sea que Moody Spurgeon MacPherson te vio anoche en casa despuĆ©s de la reunión de oración. ĀæLo hizo?”

“Yo creerĆ­a que no”, exclamó Diana indignada. “No serĆ­a capaz de presumir de ello si lo hubiera hecho, Ā”esa horrible criatura! SabĆ­a que no podrĆ­as adivinarlo. MamĆ” recibió hoy una carta de tĆ­a Josephine, y tĆ­a Josephine quiere que tĆŗ y yo vayamos a la ciudad el próximo martes y nos quedemos con ella para la Exposición. Ā”Ya estĆ”!”

“Oh, Diana -susurró Ana, viĆ©ndose obligada a apoyarse en un arce para sostenerse-, Āælo dices en serio? Pero me temo que Marilla no me dejarĆ” ir. DirĆ” que no puede animarse a andar por ahĆ­. Eso fue lo que dijo la semana pasada cuando Jane me invitó a ir con ellas en su calesa de dos asientos al concierto americano en el hotel White Sands. Yo querĆ­a ir, pero Marilla dijo que estarĆ­a mejor en casa aprendiendo mis lecciones y Jane tambiĆ©n. Me sentĆ­ amargamente decepcionada, Diana. Me sentĆ­a tan desconsolada que no rezaba mis oraciones cuando me iba a la cama. Pero me arrepentĆ­ de eso y me levantĆ© en medio de la noche y las dije”.

“Te dirĆ©”, dijo Diana, “haremos que mamĆ” le pregunte a Marilla. Entonces estarĆ” mĆ”s dispuesta a dejarte ir; y si lo hace, nos divertiremos como nunca, Ana. Nunca he ido a una Exposición, y es tan irritante oĆ­r a las otras chicas hablar de sus viajes. Jane y Ruby han estado dos veces, y van a ir este aƱo otra vez”.

“No voy a pensar en ello en absoluto hasta que sepa si puedo ir o no”, dijo Ana resueltamente. “Si lo hiciera y luego me decepcionara, serĆ­a mĆ”s de lo que podrĆ­a soportar. Pero en caso de que vaya, me alegro mucho de que mi nuevo abrigo estĆ© listo para entonces. Marilla no creĆ­a que necesitara un abrigo nuevo. Dijo que el viejo me servirĆ­a para otro invierno y que deberĆ­a conformarme con tener un vestido nuevo. El vestido es muy bonito, Diana, azul marino y estĆ” hecho a la moda. Ahora Marilla siempre me hace los vestidos a la moda, porque dice que no quiere que Matthew vaya a la seƱora Lynde a hacĆ©rselos. Me alegro mucho. Es mucho mĆ”s fĆ”cil estar bien si tu ropa estĆ” a la moda. Al menos, es mĆ”s fĆ”cil para mĆ­. Supongo que no hay tanta diferencia para la gente buena por naturaleza. Pero Matthew dijo que tenĆ­a que tener un abrigo nuevo, asĆ­ que Marilla compró una preciosa pieza de paƱo azul, y la estĆ” haciendo una modista de verdad en Carmody. Me lo van a hacer el sĆ”bado por la noche, y estoy intentando no imaginarme caminando por el pasillo de la iglesia el domingo con mi traje nuevo y mi gorro, porque me temo que no estĆ” bien imaginarse esas cosas. Pero se me pasa por la cabeza a pesar mĆ­o. Mi gorra es tan bonita. Matthew me la compró el dĆ­a que estuvimos en Carmody. Es uno de esos pequeƱos de terciopelo azul que estĆ”n de moda, con cordón dorado y borlas. Tu nuevo sombrero es elegante, Diana, y te sienta tan bien. Cuando te vi entrar en la iglesia el domingo pasado mi corazón se hinchó de orgullo al pensar que eras mi amiga mĆ”s querida. ĀæCrees que estĆ” mal que pensemos tanto en nuestra ropa? Marilla dice que es muy pecaminoso. Pero es un tema tan interesante, Āæverdad?”.

Marilla accedió a que Ana fuera a la ciudad, y se acordó que el señor Barry llevara a las niñas el martes siguiente. Como Charlottetown estaba a treinta millas de distancia y el señor Barry deseaba ir y volver el mismo día, fue necesario madrugar mucho. Pero Ana lo consideró todo una alegría, y el martes por la mañana estaba levantada antes del amanecer. Una mirada desde la ventana le aseguró que el día sería bueno, pues el cielo oriental, detrÔs de los abetos del Bosque Embrujado, estaba plateado y sin nubes. A través de la brecha entre los Ôrboles, una luz brillaba en el hastial occidental de Orchard Slope, señal de que Diana también se había levantado.

Ana ya estaba vestida cuando Matthew encendió el fuego y tenía el desayuno listo cuando Marilla bajó, pero por su parte estaba demasiado excitada para comer. Después de desayunar se puso la nueva gorra y la chaqueta, y Ana se apresuró a cruzar el arroyo y los abetos hasta Orchard Slope. El señor Barry y Diana la esperaban, y pronto se pusieron en camino.

El viaje fue largo, pero Ana y Diana disfrutaron cada minuto. Era delicioso avanzar traqueteando por los hĆŗmedos caminos a la temprana luz roja del sol que se deslizaba por los esquilados campos de siega. El aire era fresco y fresco, y pequeƱas nieblas azules como el humo se enroscaban en los valles y flotaban desde las colinas. A veces el camino atravesaba bosques donde los arces empezaban a desplegar banderas escarlata; a veces cruzaba rĆ­os por puentes que hacĆ­an estremecerse la carne de Ana con el viejo y medio encantador temor; a veces serpenteaba a lo largo de la orilla de un puerto y pasaba junto a un pequeƱo grupo de cabaƱas de pescadores de color grisĆ”ceo; de nuevo subĆ­a a las colinas desde donde se divisaba una gran extensión de tierras altas curvadas o un cielo azul brumoso; pero por dondequiera que pasara habĆ­a mucho de interĆ©s que discutir. Era casi mediodĆ­a cuando llegaron a la ciudad y encontraron el camino a “Beechwood”. Era una antigua mansión bastante bonita, apartada de la calle en un retiro de olmos verdes y hayas ramificadas. La seƱorita Barry los recibió en la puerta con un brillo en sus agudos ojos negros.

“AsĆ­ que por fin has venido a verme, Ana”, dijo. “Ā”Caramba, niƱa, cómo has crecido! Eres mĆ”s alta que yo, te lo aseguro. Y tambiĆ©n estĆ”s mucho mĆ”s guapa que antes. Pero me atrevo a decir que lo sabes sin que te lo haya dicho”.

“Por supuesto que no”, dijo Ana radiante. “SĆ© que ya no tengo tantas pecas como antes, asĆ­ que tengo mucho que agradecer, pero la verdad es que no me habĆ­a atrevido a esperar que hubiera alguna otra mejora. Me alegro mucho de que piense que sĆ­, seƱorita Barry”.

La casa de la seƱorita Barry estaba amueblada con “gran magnificencia”, como Ana dijo despuĆ©s a Marilla. Las dos muchachitas del campo se sintieron bastante avergonzadas por el esplendor del salón donde la seƱorita Barry las dejó cuando fue a ver lo de la cena.

“ĀæNo es como un palacio?”, susurró Diana. “Nunca habĆ­a estado en casa de tĆ­a Josephine y no tenĆ­a ni idea de que fuera tan grandiosa. OjalĆ” Julia

Bell pudiera ver esto; se da tantos aires con el salón de su madre”.

“Alfombra de terciopelo”, suspiró Ana lujosamente, “Ā”y cortinas de seda! He soƱado con cosas asĆ­, Diana. Pero sabes que no creo que me sienta muy cómoda con ellas despuĆ©s de todo. Hay tantas cosas en esta habitación y todas tan esplĆ©ndidas que no hay margen para la imaginación. Ese es un consuelo cuando eres pobre: hay muchas mĆ”s cosas sobre las que puedes imaginar”.

Su estancia en la ciudad fue algo que Ana y Diana fecharon durante años. Del primero al último estuvo repleta de delicias.

El miércoles la señorita Barry las llevó al recinto de la Exposición y las tuvo allí todo el día.

“Fue esplĆ©ndido”, relató Ana a Marilla mĆ”s tarde. “Nunca imaginĆ© nada tan interesante. La verdad es que no sĆ© quĆ© sección era la mĆ”s interesante. Creo que me gustaron mĆ”s los caballos, las flores y el trabajo de fantasĆ­a”. Josie Pye se llevó el primer premio de encaje de punto. Me alegrĆ© mucho de que lo hiciera. Y yo me alegrĆ© de alegrarme, porque eso demuestra que estoy mejorando, Āæno crees, Marilla, que puedo alegrarme del Ć©xito de Josie? El Sr. Harmon Andrews se llevó el segundo premio por manzanas Gravenstein y el Sr. Bell se llevó el primer premio por un cerdo. Diana dijo que le parecĆ­a ridĆ­culo que un superintendente de escuela dominical se llevara un premio en cerdos, pero yo no veo por quĆ©. ĀæY tĆŗ? Ella dijo que siempre lo pensarĆ­a despuĆ©s de esto cuando Ć©l rezaba tan solemnemente. Clara Louise MacPherson se llevó un premio de pintura, y la Sra. Lynde obtuvo el primer premio de mantequilla y queso caseros. AsĆ­ que Avonlea estaba bastante bien representada, Āæno? La Sra. Lynde estaba allĆ­ ese dĆ­a, y nunca supe cuĆ”nto me gustaba hasta que vi su rostro familiar entre todos esos extraƱos. HabĆ­a miles de personas allĆ­, Marilla. Me hizo sentir terriblemente insignificante. Y la Srta. Barry nos llevó a la tribuna para ver las carreras de caballos. La Sra. Lynde no quiso ir; dijo que las carreras de caballos eran una abominación, y como ella era miembro de la iglesia, pensó que era su deber dar buen ejemplo manteniĆ©ndose alejada. Pero habĆ­a tantos allĆ­ que no creo que se notara la ausencia de la Sra. Lynde. No creo, sin embargo, que deba ir muy a menudo a las carreras de caballos, porque son terriblemente fascinantes. Diana se emocionó tanto que me ofreció apostar diez centavos a que ganarĆ­a el caballo rojo. Yo no creĆ­a que ganarĆ­a, pero me neguĆ© a apostar, porque querĆ­a contĆ”rselo todo a la seƱora Allan, y estaba segura de que no estarĆ­a bien decĆ­rselo. Siempre estĆ” mal hacer algo que no puedas contarle a la esposa del ministro. Es tan bueno como una conciencia extra tener a la esposa de un ministro como amiga. Y me alegrĆ© mucho de no haber apostado, porque el caballo rojo ganó y yo habrĆ­a perdido diez centavos. AsĆ­ que ya ven que la virtud era su propia recompensa. Vimos a un hombre subir en globo. Me encantarĆ­a subir en globo, Marilla; serĆ­a sencillamente emocionante; y vimos a un hombre que vendĆ­a fortunas. Le pagabas diez cĆ©ntimos y un pajarito elegĆ­a tu fortuna. La seƱorita Barry nos dio diez centavos a Diana y a mĆ­ para que nos adivinara el futuro. La mĆ­a fue que me casarĆ­a con un hombre de tez oscura que era muy rico, y me irĆ­a a vivir al otro lado del mar. MirĆ© atentamente a todos los hombres morenos que vi despuĆ©s de aquello, pero no me interesó mucho ninguno de ellos, y de todos modos supongo que es demasiado pronto para estar pendiente de Ć©l todavĆ­a. Fue un dĆ­a inolvidable, Marilla. Estaba tan cansada que no pude dormir por la noche. La Srta. Barry nos alojó en la habitación de invitados, segĆŗn lo prometido. Era una habitación elegante, Marilla, pero de alguna manera dormir en una habitación libre no es lo que yo solĆ­a pensar que era. Eso es lo peor de crecer, y estoy empezando a darme cuenta. Las cosas que tanto deseabas cuando eras niƱa no te parecen ni la mitad de maravillosas cuando las consigues.”

El jueves las muchachas dieron un paseo en coche por el parque, y por la noche la señorita Barry las llevó a un concierto en la Academia de Música, donde iba a cantar una famosa prima donna. Para Ana la velada fue una deslumbrante visión de deleite.

“Oh, Marilla, fue indescriptible. Estaba tan emocionada que no podĆ­a ni hablar, asĆ­ que ya sabes lo que sentĆ­. Me quedĆ© sentada en un silencio embelesado. Madame Selitsky era perfectamente hermosa, y vestĆ­a satĆ©n blanco y diamantes. Pero cuando empezó a cantar no pensĆ© en nada mĆ”s. Oh, no puedo decirle cómo me sentĆ­. Pero me pareció que ya nunca serĆ­a difĆ­cil ser buena. Me sentĆ­ como cuando miro las estrellas. Se me llenaron los ojos de lĆ”grimas, pero eran lĆ”grimas de felicidad. Me sentĆ­ tan apenada cuando todo terminó, y le dije a la seƱorita Barry que no sabĆ­a cómo iba a volver a la vida comĆŗn. Me dijo que si Ć­bamos al restaurante de enfrente y nos tomĆ”bamos un helado, me ayudarĆ­a. Eso sonaba tan prosaico, pero para mi sorpresa descubrĆ­ que era verdad. El helado estaba delicioso, Marilla, y era tan encantador y disipado estar allĆ­ sentada comiĆ©ndolo a las once de la noche. Diana dijo que creĆ­a haber nacido para la vida en la ciudad. La seƱorita Barry me preguntó cuĆ”l era mi opinión, pero le dije que tendrĆ­a que pensarlo muy seriamente antes de decirle lo que realmente pensaba. AsĆ­ que lo pensĆ© despuĆ©s de acostarme. Ese es el mejor momento para pensar las cosas. Y lleguĆ© a la conclusión, Marilla, de que no habĆ­a nacido para la vida de ciudad y que me alegraba de ello. De vez en cuando es agradable comer helado en restaurantes brillantes a las once de la noche; pero como cosa habitual preferirĆ­a estar en el hastial este a las once, profundamente dormido, pero sabiendo incluso en sueƱos que las estrellas brillaban fuera y que el viento soplaba en los abetos al otro lado del arroyo. Se lo dije a la seƱorita Barry en el desayuno de la maƱana siguiente y se rió. La seƱorita Barry solĆ­a reĆ­rse de todo lo que yo decĆ­a, incluso de las cosas mĆ”s solemnes. No creo que me gustara, Marilla, porque no intentaba hacerme la graciosa. Pero es una seƱora muy hospitalaria y nos trató de maravilla”.

El viernes llegó la hora de volver a casa y el Sr. Barry fue a buscar a las niñas.

“Espero que se hayan divertido”, dijo la Srta. Barry al despedirse. “Desde luego que sĆ­”, dijo Diana.
“ĀæY tĆŗ, Ana-girl?”

“He disfrutado cada minuto”, dijo Ana, echando impulsivamente los brazos al cuello de la anciana y besando su arrugada mejilla. Diana nunca se habrĆ­a atrevido a hacer semejante cosa, y se sintió mĆ”s bien horrorizada por la libertad de Ana. Pero la seƱorita Barry estaba contenta, y se quedó en su porche observando cómo se perdĆ­a de vista la calesa. Luego volvió a su gran casa con un suspiro. ParecĆ­a muy solitaria, sin aquellas jóvenes vidas frescas. La seƱorita Barry era una anciana bastante egoĆ­sta, a decir verdad, y nunca le habĆ­a importado mucho nadie mĆ”s que ella misma. Sólo valoraba a las personas en la medida en que le servĆ­an o le divertĆ­an. Ana la habĆ­a divertido y, por consiguiente, gozaba de la simpatĆ­a de la anciana. Pero la seƱorita Barry no pensaba tanto en los pintorescos discursos de Ana como en sus frescos entusiasmos, en sus emociones transparentes, en sus maneras poco convincentes y en la dulzura de sus ojos y de sus labios.

“CreĆ­ que Marilla Cuthbert era una vieja loca cuando me enterĆ© de que habĆ­a adoptado a una niƱa de un asilo de huĆ©rfanos -se dijo-, pero creo que no se equivocó mucho despuĆ©s de todo. Si tuviera una niƱa como Ana en casa todo el tiempo serĆ­a una mujer mejor y mĆ”s feliz”.

Ana y Diana encontraron el camino de regreso a casa tan agradable como el de ida; mÔs agradable aún, porque al final del trayecto les aguardaba la deliciosa conciencia del hogar. Era el atardecer cuando atravesaron White Sands y tomaron la carretera de la costa. MÔs allÔ, las colinas de Avonlea se perfilaban oscuras contra el cielo azafrÔn. DetrÔs de ellas, la luna surgía del mar, que se tornaba radiante y transfigurado bajo su luz. Cada pequeña cala a lo largo de la curva carretera era una maravilla de ondas danzantes. Las olas rompían con un suave batir en las rocas bajo ellos, y el sabor del mar se respiraba en el aire fuerte y fresco.

“Oh, quĆ© bueno es estar vivo y volver a casa”, suspiró Ana.

Cuando cruzó el puente de troncos sobre el arroyo, la luz de la cocina de Tejas Verdes le devolvió un amistoso guiño de bienvenida, y a través de la puerta abierta brilló el fuego de la chimenea, enviando su cÔlido resplandor rojo a través de la fría noche otoñal. Ana corrió alegremente colina arriba y entró en la cocina, donde una cena caliente esperaba sobre la mesa.

“ĀæAsĆ­ que has vuelto?”, dijo Marilla, doblando su tejido.

“SĆ­, y, oh, es tan bueno estar de vuelta”, dijo Ana con alegrĆ­a. “PodrĆ­a besarlo todo, hasta el reloj. Marilla, Ā”un pollo a la parrilla! No querrĆ”s decir que lo has cocinado para mĆ­”.

“SĆ­, lo hice”, dijo Marilla. “PensĆ© que tendrĆ­as hambre despuĆ©s de semejante viaje y que necesitarĆ­as algo muy apetitoso. Date prisa, quĆ­tate tus cosas y cenaremos en cuanto llegue Matthew. Me alegro de que hayas vuelto, debo decir. Me he sentido terriblemente sola aquĆ­ sin ti, y nunca he pasado cuatro dĆ­as mĆ”s largos.”

Después de la cena, Ana se sentó ante el fuego, entre Mateo y Marilla, y les hizo un relato completo de su visita.

“Me lo he pasado estupendamente -concluyó contenta-, y creo que ha marcado una Ć©poca en mi vida. Pero lo mejor de todo ha sido la vuelta a casa”.


CapĆ­tulo 30: Se organiza la clase de la Reina

Marilla dejó su tejido sobre el regazo y se reclinó en la silla. Tenía los ojos cansados y pensó vagamente que la próxima vez que fuera a la ciudad tendría que ir a que le cambiaran las gafas, pues últimamente se le cansaban muy a menudo.

Era casi de noche, pues el apagado crepĆŗsculo de noviembre habĆ­a caĆ­do en torno a Tejas Verdes, y la Ćŗnica luz de la cocina procedĆ­a de las llamas rojas que danzaban en la estufa.

Ana estaba acurrucada en la alfombra de la chimenea, contemplando aquel alegre resplandor donde la madera de arce destilaba el sol de cien veranos. Habƭa estado leyendo, pero su libro se habƭa caƭdo al suelo y ahora estaba soƱando, con una sonrisa en los labios entreabiertos. Relucientes castillos de EspaƱa se perfilaban en la niebla y el arco iris de su viva fantasƭa; aventuras maravillosas y cautivadoras le ocurrƭan en el paƭs de las nubes, aventuras que siempre terminaban triunfalmente y nunca la involucraban en lƭos como los de la vida real.

Marilla la miraba con una ternura que nunca se habría revelado bajo otra luz mÔs clara que aquella suave mezcla de fuego y sombra. Marilla nunca pudo aprender la lección de un amor que debería manifestarse fÔcilmente con palabras y miradas. Pero había aprendido a amar a aquella muchacha delgada y de ojos grises con un afecto tanto mÔs profundo y fuerte cuanto menos demostrativo era. Su amor la hacía temer ser excesivamente indulgente. Tenía la inquietante sensación de que era bastante pecaminoso dedicarse tan intensamente a una criatura humana como ella se había dedicado a Ana, y tal vez realizaba una especie de penitencia inconsciente por ello, siendo mÔs estricta y crítica que si la muchacha le hubiera sido menos querida. Ciertamente, Ana no tenía la menor idea de cuÔnto la quería Marilla. A veces pensaba con nostalgia que Marilla era muy difícil de contentar y que carecía claramente de simpatía y comprensión. Pero siempre reprimía el pensamiento, recordando lo que le debía a Marilla.

“Ana”, dijo Marilla bruscamente, “la seƱorita Stacy estuvo aquĆ­ esta tarde cuando tĆŗ saliste con Diana”.

Ana volvió de su otro mundo con un sobresalto y un suspiro.

“ĀæEstuvo? Oh, siento mucho no haber estado. ĀæPor quĆ© no me llamaste, Marilla? Diana y yo sólo estĆ”bamos en el Bosque Embrujado. El bosque estĆ” precioso ahora. Todas las pequeƱas cosas del bosque -los helechos y las hojas de raso y las bayasse han ido a dormir, como si alguien las hubiera guardado hasta la primavera bajo un manto de hojas. Creo que fue una pequeƱa hada gris con un paƱuelo arco iris la que vino de puntillas la Ćŗltima noche de luna y lo hizo. Aunque Diana no quiso decir mucho al respecto. Diana nunca ha olvidado la regaƱina que le echó su madre por imaginar fantasmas en el Bosque Embrujado. Tuvo un efecto muy negativo en la imaginación de Diana. La arruinó. La Sra. Lynde dice que Myrtle Bell es un ser arruinado. Le preguntĆ© a Ruby Gillis por quĆ© Myrtle estaba arruinada, y Ruby dijo que suponĆ­a que era porque su joven la habĆ­a abandonado. Ruby Gillis sólo piensa en hombres jóvenes, y cuanto mĆ”s mayor se hace, peor es. Los hombres jóvenes estĆ”n muy bien en su lugar, pero no sirve de nada arrastrarlos a todo, Āæverdad? Diana y yo estamos pensando seriamente en prometernos que nunca nos casaremos, sino que seremos solteronas y viviremos juntas para siempre. Diana, sin embargo, no acaba de decidirse, porque piensa que tal vez serĆ­a mĆ”s noble casarse con algĆŗn joven salvaje, apuesto y malvado y reformarlo. Diana y yo hablamos mucho de temas serios. Sentimos que somos mucho mayores que antes y que no nos conviene hablar de cosas de niƱos. Es tan solemne tener casi catorce aƱos, Marilla. La seƱorita Stacy nos llevó a todas las adolescentes al arroyo el miĆ©rcoles pasado y nos habló de ello. Dijo que no podĆ­amos ser demasiado cuidadosas con los hĆ”bitos que formĆ”bamos y los ideales que adquirĆ­amos en la adolescencia, porque cuando tuviĆ©ramos veinte aƱos nuestro carĆ”cter ya estarĆ­a desarrollado y se habrĆ­an puesto los cimientos de toda nuestra vida futura. Y decĆ­a que si los cimientos eran dĆ©biles, nunca podrĆ­amos construir sobre ellos nada que realmente valiera la pena. Diana y yo hablamos del asunto al volver de la escuela. Nos sentĆ­amos muy solemnes, Marilla. Y decidimos que tratarĆ­amos de ser muy cuidadosas y formar hĆ”bitos respetables y aprender todo lo que pudiĆ©ramos y ser tan sensatas como fuera posible, para que cuando tuviĆ©ramos veinte aƱos nuestro carĆ”cter estuviera bien desarrollado. Es espantoso pensar en tener veinte aƱos, Marilla. Suena tan terriblemente viejo y maduro. Pero, Āæpor quĆ© estaba la Srta. Stacy aquĆ­ esta tarde?”

“Eso es lo que quiero decirte, Ana, si alguna vez me das la oportunidad de decir algo. Estaba hablando de ti”.

“ĀæDe mĆ­?” Ana parecĆ­a asustada. Luego se ruborizó y exclamó:

“Oh, ya sĆ© lo que decĆ­a. QuerĆ­a decĆ­rtelo, Marilla, de verdad, pero lo olvidĆ©. La seƱorita Stacy me sorprendió leyendo “Ben Hur” en la escuela ayer por la tarde, cuando deberĆ­a haber estado estudiando mi historia de CanadĆ”. Jane Andrews me lo prestó. Lo estaba leyendo a la hora de la cena, y acababa de llegar a la carrera de cuadrigas cuando entró el colegio. Me morĆ­a de ganas de saber cómo acababa la cosa -aunque estaba segura de que Ben Hur debĆ­a ganar, porque no serĆ­a justicia poĆ©tica que no lo hiciera-, asĆ­ que extendĆ­ la historia sobre la tapa de mi escritorio y metĆ­ Ben Hur entre el escritorio y mi rodilla. ParecĆ­a como si estuviera estudiando historia canadiense, ya sabes, mientras me deleitaba con “Ben Hur”. Estaba tan interesado en ella que no me di cuenta de que la seƱorita Stacy venĆ­a por el pasillo hasta que, de repente, levantĆ© la vista y allĆ­ estaba ella, mirĆ”ndome con cara de reproche. No sabes lo avergonzada que me sentĆ­, Marilla, sobre todo cuando oĆ­ las risitas de Josie Pye. La Srta. Stacy se llevó “Ben Hur”, pero entonces no dijo ni una palabra. Me retenĆ­a en el recreo y hablaba conmigo. Me dijo que lo habĆ­a hecho muy mal en dos aspectos. En primer lugar, estaba perdiendo el tiempo que deberĆ­a haber dedicado a mis estudios; y en segundo lugar, estaba engaƱando a mi profesora al intentar que pareciera que estaba leyendo historia, cuando en realidad era un libro de cuentos. Nunca me habĆ­a dado cuenta hasta ese momento, Marilla, de que lo que estaba haciendo era un engaƱo. Me quedĆ© estupefacta. LlorĆ© amargamente y le pedĆ­ a la seƱorita Stacy que me perdonara y que nunca volverĆ­a a hacer algo asĆ­; y me ofrecĆ­ a hacer penitencia no volviendo a mirar “Ben Hur” en toda una semana, ni siquiera para ver cómo acababa la carrera de cuadrigas. Pero la seƱorita Stacy dijo que no lo exigirĆ­a y me perdonó libremente. AsĆ­ que creo que no fue muy amable de su parte venir aquĆ­ a hablarte de eso despuĆ©s de todo.”

“La seƱorita Stacy nunca me mencionó tal cosa, Ana, y es sólo tu mala conciencia lo que te pasa. No tienes por quĆ© llevar libros de cuentos a la escuela. De todos modos lees demasiadas novelas. Cuando era niƱa no me dejaban ni mirar una novela”.

“ĀæCómo puedes llamar novela a Ben Hur, cuando en realidad es un libro religioso?”, protestó Ana. “Claro que es un poco demasiado emocionante para ser lectura de domingo, y yo sólo lo leo entre semana. Y ahora nunca leo ningĆŗn libro a menos que la seƱorita Stacy o la seƱora Allan piensen que es un libro apropiado para que lo lea una niƱa de trece aƱos y tres cuartos. La Srta. Stacy me lo hizo prometer. Un dĆ­a me encontró leyendo un libro titulado “El espeluznante misterio de la sala encantada”. Era uno que Ruby Gillis me habĆ­a prestado, y, oh, Marilla, era tan fascinante y espeluznante. Me hervĆ­a la sangre en las venas. Pero la Srta. Stacy dijo que era un libro muy tonto y malsano, y me pidió que no volviera a leerlo ni ninguno parecido. No me importó prometerle que no volverĆ­a a leer nada parecido, pero fue angustioso devolver aquel libro sin saber cómo habĆ­a acabado. Pero mi amor por la Srta. Stacy resistió la prueba y lo hice. Es realmente maravilloso, Marilla, lo que puedes hacer cuando estĆ”s verdaderamente ansiosa por complacer a cierta persona.”

“Bueno, supongo que encenderĆ© la lĆ”mpara y me pondrĆ© a trabajar”, dijo Marilla. “Veo claramente que no quieres oĆ­r lo que la seƱorita Stacy tenĆ­a que decir. EstĆ”s mĆ”s interesada en el sonido de tu propia lengua que en cualquier otra cosa.”

“Oh, en efecto, Marilla, sĆ­ quiero oĆ­rlo”, gritó Ana contrita. “No dirĆ© ni una palabra mĆ”s. SĆ© que hablo demasiado, pero estoy tratando de superarlo, y aunque digo demasiado, si supieras cuĆ”ntas cosas quiero decir y no digo, me darĆ­as algo de crĆ©dito por ello. Por favor, dime, Marilla”.

“Bueno, la seƱorita Stacy quiere organizar una clase entre sus alumnos avanzados que pretenden estudiar para el examen de ingreso en Queen’s. Pretende darles clases extra durante una hora despuĆ©s de clase. Y vino a preguntarnos a Matthew y a mĆ­ si nos gustarĆ­a que te unieras a ella. ĀæQuĆ© te parece, Ana? ĀæTe gustarĆ­a ir a Queen’s y pasar por profesora?”.

“Ā”Oh, Marilla!” Ana se puso de rodillas y juntó las manos. “Ha sido el sueƱo de mi vida, es decir, de los Ćŗltimos seis meses, desde que Ruby y Jane empezaron a hablar de estudiar para el ingreso. Pero no dije nada al respecto, porque supuse que serĆ­a perfectamente inĆŗtil. Me encantarĆ­a ser maestra. ĀæPero no serĆ” terriblemente caro? El seƱor Andrews dice que le costó ciento cincuenta dólares sacar a Prissy adelante, y Prissy no era ninguna zopenca en geometrĆ­a.”

“Supongo que no necesitas preocuparte por esa parte. Cuando Matthew y yo te criamos decidimos que harĆ­amos lo mejor que pudiĆ©ramos por ti y te darĆ­amos una buena educación. Creo que una chica debe estar preparada para ganarse la vida, tenga que hacerlo o no. Siempre tendrĆ”s un hogar en Tejas Verdes mientras Matthew y yo estemos aquĆ­, pero nadie sabe lo que va a pasar en este mundo incierto, y es mejor estar preparada. AsĆ­ que puedes unirte a la clase de la Reina si quieres, Ana”.

“Oh, Marilla, gracias.” Ana rodeó la cintura de Marilla con los brazos y la miró seriamente a la cara. “Os estoy muy agradecida a ti y a Matthew. EstudiarĆ© todo lo que pueda y me esforzarĆ© al mĆ”ximo para ser digna de ustedes. Te advierto que no esperes mucho de mĆ­ en geometrĆ­a, pero creo que puedo defenderme en cualquier otra cosa si trabajo duro.”

“Me atrevo a decir que lo harĆ”s bastante bien. La Srta. Stacy dice que eres brillante y diligente”. Por nada del mundo Marilla le habrĆ­a contado a Ana lo que la seƱorita Stacy habĆ­a dicho de ella; eso habrĆ­a sido mimar la vanidad. “No hace falta que te apresures a matarte por tus libros. No hay prisa. No estarĆ”s lista para intentar el ingreso hasta dentro de un aƱo y medio. Pero es bueno empezar a tiempo y estar bien cimentada, dice la seƱorita Stacy”.

“Ahora pondrĆ© mĆ”s interĆ©s que nunca en mis estudios”, dijo Ana dichosa, “porque tengo un propósito en la vida. El seƱor Allan dice que todo el mundo deberĆ­a tener un propósito en la vida y perseguirlo fielmente. Sólo que Ć©l dice que primero debemos asegurarnos de que es un propósito digno. Yo dirĆ­a que es un propósito digno querer ser maestra como la Srta. Stacy, ĀætĆŗ no, Marilla? Creo que es una profesión muy noble”.

La clase de la Reina se organizó a su debido tiempo. Gilbert Blythe, Ana Shirley, Ruby Gillis, Jane Andrews, Josie Pye, Charlie Sloane y Moody Spurgeon MacPherson se unieron a ella. Diana Barry no lo hizo, ya que sus padres no tenĆ­an intención de enviarla a Queen’s. Esto le pareció a Ana poco menos que una calamidad. Nunca, desde la noche en que Minnie May habĆ­a tenido crup, Diana y ella habĆ­an estado separadas en nada. La tarde en que la clase de la Reina se quedó por primera vez en la escuela para las lecciones suplementarias y Ana vio a Diana salir lentamente con las demĆ”s, para caminar sola a casa por el sendero de los Abedules y Violet Vale, fue todo lo que la primera pudo hacer para mantenerse sentada y abstenerse de precipitarse impulsivamente tras su compaƱera. Se le hizo un nudo en la garganta y se retiró apresuradamente detrĆ”s de las pĆ”ginas de su gramĆ”tica latina para ocultar las lĆ”grimas de sus ojos. Por nada del mundo Ana hubiera permitido que Gilbert Blythe o Josie Pye vieran aquellas lĆ”grimas.

“Pero, oh, Marilla, realmente sentĆ­ que habĆ­a probado la amargura de la muerte, como dijo el seƱor Allan en su sermón del domingo pasado, cuando vi a Diana salir sola”, dijo afligida aquella noche. “PensĆ© en lo esplĆ©ndido que habrĆ­a sido si Diana hubiera ido tambiĆ©n a estudiar para la Entrada. Pero no podemos tener las cosas perfectas en este mundo imperfecto, como dice la seƱora Lynde. La Sra. Lynde no es precisamente una persona reconfortante a veces, pero no hay duda de que dice muchas cosas muy ciertas. Y creo que la clase de la Reina va a ser sumamente interesante. Jane y Ruby van a estudiar para ser maestras. Ese es el colmo de sus ambiciones. Ruby dice que sólo enseƱarĆ” durante dos aƱos despuĆ©s de terminar, y luego tiene la intención de casarse. Jane dice que dedicarĆ” toda su vida a la enseƱanza, y que nunca, nunca se casarĆ”, porque a una le pagan un sueldo por enseƱar, pero un marido no le paga nada, y gruƱe si le pides una parte del dinero de los huevos y la mantequilla. Supongo que Jane habla por triste experiencia, porque la seƱora Lynde dice que su padre es un perfecto viejo cascarrabias, y mĆ”s malo que el segundo descremado. Josie Pye dice que va a la universidad sólo por educación, porque no tendrĆ” que ganarse la vida; dice que, por supuesto, es diferente con los huĆ©rfanos que viven de la caridad: tienen que apurarse. Moody Spurgeon va a ser ministro. La seƱora Lynde dice que no podrĆ­a ser otra cosa con un nombre como Ć©se. Espero que no sea malvado de mi parte, Marilla, pero realmente la idea de que Moody Spurgeon sea ministro me hace reĆ­r. Es un muchacho de aspecto tan gracioso, con esa cara grande y gorda, y sus ojitos azules, y sus orejas que sobresalen como aletas. Pero tal vez tenga un aspecto mĆ”s intelectual cuando crezca. Charlie Sloane dice que se va a dedicar a la polĆ­tica y que va a ser miembro del Parlamento, pero la seƱora Lynde dice que nunca lo conseguirĆ”, porque los Sloane son todos gente honrada, y hoy en dĆ­a sólo los granujas se dedican a la polĆ­tica.”

“ĀæQuĆ© va a ser Gilbert Blythe?”, preguntó Marilla, viendo que Ana abrĆ­a su CƦsar.

“No sĆ© cuĆ”l es la ambición de Gilbert Blythe, si es que tiene alguna -respondió Ana con desdĆ©n.

Ahora existƭa una abierta rivalidad entre Gilbert y Ana. Antes la rivalidad habƭa sido mƔs bien unilateral, pero ya no cabƭa duda de que Gilbert estaba tan decidido a ser el primero de la clase como Ana. Era un enemigo digno de su acero. Los demƔs miembros de la clase reconocƭan tƔcitamente su superioridad, y jamƔs soƱaban con intentar competir con Ʃl.

Desde aquel día junto al estanque en que ella se había negado a escuchar su súplica de perdón, Gilbert, salvo por la mencionada rivalidad decidida, no había manifestado reconocimiento alguno de la existencia de Ana Shirley. Hablaba y bromeaba con las otras muchachas, intercambiaba libros y rompecabezas con ellas, discutía lecciones y planes, a veces volvía a casa con alguna de ellas de la reunión de oración o del Club de Debate. Pero a Ana Shirley simplemente la ignoraba, y Ana descubrió que no es agradable que te ignoren. En vano se decía a sí misma con un movimiento de cabeza que no le importaba. En el fondo de su caprichoso y femenino corazoncito sabía que sí le importaba, y que si volviera a tener la oportunidad de visitar el Lago de las Aguas Brillantes, su respuesta sería muy diferente. De repente, como le pareció, y para su secreta consternación, descubrió que el viejo resentimiento que había abrigado contra él había desaparecido, justo cuando mÔs necesitaba su poder sustentador. Fue en vano que recordara cada incidente y emoción de aquella memorable ocasión y tratara de sentir la antigua y satisfactoria ira. Aquel día junto al estanque había sido testigo de su último destello espasmódico. Ana se dio cuenta de que había perdonado y olvidado sin saberlo. Pero ya era demasiado tarde.

Y al menos ni Gilbert ni nadie, ni siquiera Diana, debĆ­an sospechar jamĆ”s cuĆ”nto lo sentĆ­a y cuĆ”nto deseaba no haber sido tan orgullosa y horrible. Decidió “envolver sus sentimientos en el mĆ”s profundo olvido”, y puede afirmarse aquĆ­ y ahora que lo consiguió, con tanto Ć©xito que Gilbert, que posiblemente no era tan indiferente como parecĆ­a, no pudo consolarse con la creencia de que Ana sintiera su desprecio de represalia. El Ćŗnico consuelo que le quedaba era que ella desairara a Charlie Sloane, sin piedad, continua e inmerecidamente.

Por lo demÔs, el invierno transcurrió entre agradables deberes y estudios. Para Ana los días se deslizaban como cuentas de oro en el collar del año. Estaba contenta, ansiosa, interesada; había lecciones que aprender y honores que ganar; libros deliciosos que leer; nuevas piezas que ensayar para el coro de la escuela dominical; agradables tardes de sÔbado en la mansión con la señora Allan; y luego, casi antes de que Ana se diera cuenta, la primavera había llegado de nuevo a Tejas Verdes y todo el mundo florecía una vez mÔs.

La clase de la Reina, que se había quedado rezagada en la escuela mientras los demÔs se dispersaban por los verdes senderos, las frondosas arboledas y los caminos de los prados, miraba con nostalgia por las ventanas y descubría que los verbos latinos y los ejercicios de francés habían perdido de algún modo el sabor y el entusiasmo que habían tenido en los crujientes meses de invierno. Incluso Ana y Gilbert se rezagaban y se volvían indiferentes. Profesora y alumno se alegraron por igual cuando terminó el curso y los días de vacaciones se extendieron alegremente ante ellos.

“Pero habĆ©is hecho un buen trabajo este Ćŗltimo aƱo”, les dijo la seƱorita Stacy la Ćŗltima tarde, “y os merecĆ©is unas buenas y alegres vacaciones. Pasadlo lo mejor que podĆ”is al aire libre y acumulad salud, vitalidad y ambición para el aƱo que viene. SerĆ” el tira y afloja, ya sabes: el Ćŗltimo aƱo antes de la Entrada”.

“ĀæVolverĆ” el aƱo que viene, seƱorita Stacy?”, preguntó Josie Pye.

Josie Pye nunca tenía reparos en hacer preguntas; en este caso, el resto de la clase se sintió agradecida; ninguna de ellas se habría atrevido a preguntÔrselo a la señorita Stacy, pero todas querían hacerlo, porque hacía tiempo que corrían rumores alarmantes por toda la escuela de que la señorita Stacy no iba a volver al año siguiente, que le habían ofrecido un puesto en la escuela graduada de su propio distrito y que pensaba aceptarlo. La clase de la Reina esperó su respuesta sin aliento.

“SĆ­, creo que lo harĆ©”, dijo la seƱorita Stacy. “PensĆ© en tomar otra escuela, pero he decidido regresar a Avonlea. A decir verdad, me he interesado tanto por mis alumnas de aquĆ­ que me he dado cuenta de que no podĆ­a dejarlas. AsĆ­ que me quedarĆ© a verlos pasar”.

“Ā”Hurra!” dijo Moody Spurgeon. Moody Spurgeon nunca se habĆ­a dejado llevar tanto por sus sentimientos, y se ruborizaba incómodo cada vez que pensaba en ello durante una semana.

“Oh, me alegro mucho”, dijo Ana con ojos brillantes. “Querida seƱorita Stacy, serĆ­a terrible que no volviera. No creo que me animara a seguir estudiando si viniera otra profesora.”

Cuando Ana llegó a casa aquella noche, guardó todos sus libros de texto en un viejo baúl del desvÔn, lo cerró y echó la llave en la caja de mantas.

“Ni siquiera voy a mirar un libro de texto en vacaciones”, le dijo a Marilla. “He estudiado todo lo que he podido durante el curso y he estudiado a fondo esa geometrĆ­a hasta que me sĆ© de memoria todas las proposiciones del primer libro, incluso cuando las letras estĆ”n cambiadas. Me siento cansado de todo lo sensato y voy a dejar volar mi imaginación durante el verano. Oh, no necesitas alarmarte, Marilla. Sólo la dejarĆ© volar dentro de lĆ­mites razonables. Pero quiero divertirme mucho este verano, porque tal vez sea el Ćŗltimo verano que sea una niƱa. La seƱora Lynde dice que si el aƱo que viene sigo estirĆ”ndome como lo he hecho este, tendrĆ© que ponerme faldas mĆ”s largas. Dice que me corren hasta las piernas y los ojos. Y cuando me ponga faldas mĆ”s largas sentirĆ© que tengo que estar a su altura y ser muy digna. Me temo que entonces ni siquiera creerĆ© en las hadas; asĆ­ que este verano voy a creer en ellas con todo mi corazón. Creo que vamos a tener unas vacaciones muy alegres. Ruby Gillis va a celebrar pronto una fiesta de cumpleaƱos y el mes que viene hay un picnic de la escuela dominical y el concierto de los misioneros. Y el Sr. Barry dice que alguna noche nos llevarĆ” a Diana y a mĆ­ al hotel White Sands y cenaremos allĆ­. Cenan allĆ­ por la noche, ya sabes. Jane Andrews fue una vez el verano pasado y dice que fue un espectĆ”culo deslumbrante ver las luces elĆ©ctricas y las flores y todas las damas invitadas con vestidos tan hermosos. Jane dice que fue su primer vistazo a la alta vida y que nunca lo olvidarĆ” hasta el dĆ­a de su muerte”.

Al día siguiente por la tarde, la Sra. Lynde vino a averiguar por qué Marilla no había asistido a la reunión del jueves. Cuando Marilla no estaba en la reunión de Ayuda la gente sabía que algo iba mal en Tejas Verdes.

“Matthew tuvo un ataque al corazón el jueves”, explicó Marilla, “y no me apetecĆ­a dejarle. Oh, sĆ­, ahora estĆ” bien de nuevo, pero tiene esos ataques mĆ”s a menudo de lo que solĆ­a y estoy preocupada por Ć©l. El mĆ©dico dice que debe tener cuidado de no excitarse. Eso es bastante fĆ”cil, porque Matthew no va por ahĆ­ buscando emociones de ninguna manera y nunca lo hizo, pero tampoco debe hacer ningĆŗn trabajo muy pesado y tĆŗ tambiĆ©n podrĆ­as decirle a Matthew que no respire como que no trabaje. Ven y deja tus cosas, Rachel. ĀæTe quedarĆ”s a tomar el tĆ©?”

“Bueno, ya que me apremia tanto, quizĆ” sea mejor que me quede”, dijo la seƱora Rachel, que no tenĆ­a la menor intención de hacer otra cosa.

La señora Rachel y Marilla se sentaron cómodamente en el salón mientras Ana preparaba el té y galletas calientes que eran lo bastante ligeras y blancas como para desafiar incluso las críticas de la señora Rachel.

“Debo decir que Ana se ha convertido en una chica muy lista”, admitió la seƱora Rachel, mientras Marilla la acompaƱaba al final del camino al atardecer. “Debe de serte de gran ayuda”.

“Lo es”, dijo Marilla, “y ahora es muy firme y fiable. SolĆ­a temer que nunca superara sus manĆ­as, pero lo ha hecho y ahora no me darĆ­a miedo confiar en ella para nada.”

“Nunca hubiera pensado que hubiera salido tan bien aquel primer dĆ­a que estuve aquĆ­ hace tres aƱos”, dijo la seƱora Rachel. “Ā”Santo cielo, nunca olvidarĆ© aquella rabieta suya! Cuando volvĆ­ a casa aquella noche le dije a Thomas: ‘Recuerda lo que te digo, Thomas, Marilla Cuthbert vivirĆ” para lamentar el paso que ha dado’. Pero me equivoquĆ© y me alegro mucho de ello. No soy de esa clase de personas, Marilla, que nunca reconocen que han cometido un error. No, nunca he sido asĆ­, gracias a Dios. CometĆ­ un error al juzgar a Ana, pero no era de extraƱar, porque nunca hubo en este mundo una bruja mĆ”s rara e inesperada. No habĆ­a forma de descifrarla segĆŗn las reglas que funcionaban con otros niƱos. Es nada menos que maravilloso cómo ha mejorado en estos tres aƱos, pero sobre todo en apariencia. Es una chica muy guapa, aunque no puedo decir que me guste demasiado ese estilo pĆ”lido y de ojos grandes. Me gustan mĆ”s los chasquidos y el color, como los que tienen Diana Barry o Ruby Gillis. Los looks de Ruby Gillis son muy llamativos. Pero de alguna manera, no sĆ© cómo, pero cuando Ana y ellas estĆ”n juntas, aunque ella no es ni la mitad de guapa, las hace parecer comunes y exageradas, algo asĆ­ como esos lirios de junio blancos que ella llama narcisos junto a las grandes peonĆ­as rojas”.


CapĆ­tulo 31: Donde se unen el arroyo y el rĆ­o

Ana pasó su “buen” verano y lo disfrutó de todo corazón. Diana y ella vivĆ­an al aire libre, disfrutando de todos los placeres que ofrecĆ­an el Callejón de los Enamorados, la Burbuja de la DrĆ­ada, Willowmere y la Isla Victoria. Marilla no ponĆ­a objeciones a las andanzas de Ana. El mĆ©dico de Spencervale, que habĆ­a acudido la noche en que Minnie May tuvo crup, se encontró con Ana en casa de una paciente una tarde al comienzo de las vacaciones, la miró detenidamente, torció la boca, sacudió la cabeza y envió un mensaje a Marilla Cuthbert por medio de otra persona. Era:

“MantĆ©n a esa pelirroja tuya al aire libre todo el verano y no la dejes leer libros hasta que tenga mĆ”s brĆ­o”.

Este mensaje asustó mucho a Marilla. Leyó la sentencia de muerte de Ana por consumo en ella a menos que fuera escrupulosamente obedecida. En consecuencia, Ana pasó el mejor verano de su vida en cuanto a libertad y diversión. Caminó, remó, berreó y soñó a su antojo; y cuando llegó septiembre estaba con los ojos brillantes y alerta, con un paso que habría satisfecho al médico de Spencervale y un corazón lleno de ambición y entusiasmo una vez mÔs.

“Me apetece mucho estudiar”, declaró cuando bajó sus libros del desvĆ”n. “Oh, viejos amigos, me alegro de volver a ver vuestras caras sinceras… sĆ­, incluso a ti, geometrĆ­a. He tenido un verano perfectamente hermoso, Marilla, y ahora me regocijo como un hombre fuerte para correr una carrera, como dijo el Sr. Allan el domingo pasado. ĀæNo predica magnĆ­ficos sermones el Sr. Allan? La Sra. Lynde dice que estĆ” mejorando cada dĆ­a y lo primero que sabremos es que alguna iglesia de la ciudad lo engullirĆ” y entonces nos quedaremos sin nada y tendremos que recurrir a otro predicador verde. Pero no veo la utilidad de encontrarnos con problemas a mitad de camino, Āæverdad, Marilla? Creo que serĆ­a mejor disfrutar del Sr. Allan mientras lo tengamos. Si fuera hombre, creo que serĆ­a pastor. Pueden tener tanta influencia para el bien, si su teologĆ­a es sólida; y debe ser emocionante predicar esplĆ©ndidos sermones y conmover los corazones de tus oyentes. ĀæPor quĆ© las mujeres no pueden ser ministras, Marilla? Se lo preguntĆ© a la Sra. Lynde y se escandalizó y dijo que serĆ­a un escĆ”ndalo. Dijo que tal vez hubiera mujeres ministras en Estados Unidos y que creĆ­a que sĆ­, pero que gracias a Dios aĆŗn no habĆ­amos llegado a esa etapa en CanadĆ” y que esperaba que nunca lo hiciĆ©ramos. Pero no veo por quĆ©. Creo que las mujeres serĆ­an ministras esplĆ©ndidas. Cuando hay que organizar una actividad social o un tĆ© en la iglesia o cualquier otra cosa para recaudar dinero, las mujeres tienen que acudir y hacer el trabajo. Estoy segura de que la Sra. Lynde puede rezar tan bien como el superintendente Bell y no dudo de que tambiĆ©n podrĆ­a predicar con un poco de prĆ”ctica”.

“SĆ­, creo que podrĆ­a”, dijo Marilla secamente. “Ya hace muchos sermones extraoficiales. Nadie tiene muchas posibilidades de equivocarse en Avonlea con Rachel para supervisarlos”.

“Marilla -dijo Ana en un arranque de confianza-, quiero contarte algo y preguntarte quĆ© piensas al respecto. Me ha preocupado muchĆ­simo, sobre todo los domingos por la tarde, cuando pienso especialmente en esos asuntos. Realmente quiero portarme bien; y cuando estoy contigo, con la seƱora Allan o con la seƱorita Stacy, lo deseo mĆ”s que nunca y quiero hacer justo lo que te agradarĆ­a y lo que aprobarĆ­as. Pero sobre todo cuando estoy con la seƱora Lynde me siento desesperadamente malvada y como si quisiera ir y hacer precisamente lo que ella me dice que no debo hacer. Me siento irresistiblemente tentada a hacerlo. ĀæCuĆ”l cree que es la razón por la que me siento asĆ­? ĀæCrees que es porque soy realmente mala y no estoy regenerada?”.

Marilla pareció dudosa por un momento. Luego se rió.

“Si es asĆ­, supongo que yo tambiĆ©n lo soy, Ana, porque Rachel a menudo tiene ese mismo efecto en mĆ­. A veces pienso que tendrĆ­a mĆ”s influencia para el bien, como tĆŗ misma dices, si no se pasara el dĆ­a regaƱando a la gente para que hiciera lo correcto. DeberĆ­a haber un mandamiento especial contra los regaƱos. Pero no deberĆ­a hablar asĆ­. Rachel es una buena mujer cristiana y tiene buenas intenciones. No hay un alma mĆ”s bondadosa en Avonlea y nunca elude su parte del trabajo”.

“Me alegro mucho de que pienses lo mismo”, dijo Ana con decisión. “Es muy alentador. No deberĆ­a preocuparme tanto por eso despuĆ©s de esto. Pero me atrevo a decir que habrĆ” otras cosas que me preocupen. Siempre surgen cosas nuevas que te dejan perpleja. Resuelves una cuestión y justo despuĆ©s hay otra. Hay tantas cosas en las que pensar y decidir cuando empiezas a crecer. Me mantiene ocupada todo el tiempo pensando en ellas y decidiendo lo que es correcto. Crecer es algo serio, Āæverdad, Marilla? Pero cuando tengo tan buenos amigos como tĆŗ y Matthew y la Sra. Allan y la Srta. Stacy deberĆ­a crecer con Ć©xito, y estoy segura de que serĆ” culpa mĆ­a si no lo hago. Siento que es una gran responsabilidad porque sólo tengo una oportunidad. Si no crezco bien, no puedo volver atrĆ”s y empezar de nuevo. He crecido cinco centĆ­metros este verano, Marilla. El Sr. Gillis me midió en la fiesta de Ruby. Estoy tan contenta de que haya hecho mis nuevos vestidos mĆ”s largos. Ese verde oscuro es tan bonito y fue muy dulce de tu parte ponerle el volante. SĆ© que no era necesario, pero los volantes estĆ”n de moda este otoƱo y Josie Pye lleva volantes en todos sus vestidos. SĆ© que podrĆ© estudiar mejor gracias al mĆ­o. TendrĆ© una sensación tan cómoda en el fondo de mi mente con ese volante”.

“Vale la pena tener eso”, admitió Marilla.

La seƱorita Stacy regresó a la escuela de Avonlea y encontró de nuevo a todas sus alumnas ansiosas por trabajar. Especialmente la clase de la Reina se preparó para la lucha, porque al final del curso siguiente, ensombreciendo ya su camino, se vislumbraba esa cosa fatĆ­dica conocida como “la Entrada”, ante cuyo pensamiento todos y cada uno sentĆ­an que se les hundĆ­a el corazón en los zapatos. Supongamos que no pasaban. Aquel pensamiento estaba condenado a atormentar a Ana durante todas las horas de vigilia de aquel invierno, domingos por la tarde inclusive, con exclusión casi total de los problemas morales y teológicos. Cuando Ana tenĆ­a pesadillas, se encontraba mirando miserablemente las listas de aprobados de los exĆ”menes de ingreso, en las que el nombre de Gilbert Blythe figuraba a la cabeza y en las que el suyo no aparecĆ­a en absoluto.

Pero fue un invierno alegre, ajetreado y feliz. El trabajo escolar era tan interesante y la rivalidad entre las clases tan absorbente como antaƱo. Nuevos mundos de pensamientos, sentimientos y ambiciones, nuevos y fascinantes campos de conocimientos inexplorados parecƭan abrirse ante los ojos Ɣvidos de Ana.

“Colinas se asomaban sobre colinas y Alpes sobre Alpes se levantaban”.

Gran parte de todo esto se debƭa al tacto, el cuidado y la amplitud de miras de Miss Stacy. Llevaba a su clase a pensar, explorar y descubrir por sƭ mismos, y animaba a desviarse de los viejos caminos trillados hasta un punto que escandalizaba a la seƱora Lynde y a los administradores de la escuela, que veƭan con bastante recelo todas las innovaciones sobre los mƩtodos establecidos.

Aparte de sus estudios, Ana se expandió socialmente, pues Marilla, consciente del dictamen del médico de Spencervale, ya no vetó las salidas ocasionales. El Club de Debate floreció y dio varios conciertos; hubo una o dos fiestas que casi rayaban en la edad adulta; hubo paseos en trineo y juegos de patinaje en abundancia.

Entre una cosa y otra, Ana crecía con tal rapidez que Marilla se asombró un día, cuando estaban una al lado de la otra, al ver que la niña era mÔs alta que ella.

“Ana, Ā”cómo has crecido!”, dijo casi con incredulidad. A estas palabras siguió un suspiro. Marilla sintió un extraƱo pesar por los centĆ­metros de Ana. La niƱa a la que habĆ­a aprendido a amar habĆ­a desaparecido de algĆŗn modo y en su lugar estaba aquella muchacha de quince aƱos, alta, de ojos serios, con las cejas pensativas y la cabecita orgullosamente erguida. Marilla amaba a la muchacha tanto como habĆ­a amado a la niƱa, pero era consciente de una extraƱa sensación de pĆ©rdida. Y aquella noche, cuando Ana habĆ­a ido a la reunión de oración con Diana, Marilla se sentó sola en el crepĆŗsculo invernal y se permitió la debilidad de un llanto. Matthew, que entraba con un farol, la sorprendió y la miró con tal consternación que Marilla tuvo que reĆ­r entre lĆ”grimas.

“Estaba pensando en Ana”, explicó. “Tiene que ser una niƱa tan grande… y probablemente estarĆ” lejos de nosotras el próximo invierno. La echarĆ© muchĆ­simo de menos”.

“PodrĆ” venir a casa a menudo”, se consoló Matthew, para quien Ana era todavĆ­a y serĆ­a siempre la niƱa pequeƱa y ansiosa que Ć©l habĆ­a traĆ­do a casa desde Bright River aquella tarde de junio de cuatro aƱos atrĆ”s. “Para entonces el ramal del ferrocarril estarĆ” construido hasta Carmody”.

“No serĆ” lo mismo que tenerla aquĆ­ todo el tiempo”, suspiró Marilla sombrĆ­amente, decidida a disfrutar sin incomodidades de su lujo de pena. “Ā”Pero hay-hombres no pueden entender estas cosas!”.

Hubo otros cambios en Ana no menos reales que el cambio físico. En primer lugar, se había vuelto mucho mÔs silenciosa. Tal vez pensaba mÔs y soñaba tanto como siempre, pero sin duda hablaba menos. Marilla también lo notó y lo comentó.

“Ya no parloteas ni la mitad de lo que solĆ­as, Ana, ni usas la mitad de palabras grandilocuentes. ĀæQuĆ© te pasa?

Ana se puso colorada y se rió un poco, mientras dejaba caer el libro y miraba soñadoramente por la ventana, donde grandes y gordos capullos rojos brotaban de la enredadera en respuesta a la atracción del sol primaveral.

“No sĆ©… no me apetece hablar tanto”, dijo, golpeĆ”ndose la barbilla pensativamente con el Ć­ndice. “Es mĆ”s agradable tener pensamientos bonitos y queridos y guardarlos en el corazón, como tesoros. No me gusta que se rĆ­an de ellos ni que se pregunten por ellos. Y, de alguna manera, ya no quiero usar grandes palabras. Es casi una pena, Āæverdad?, ahora que estoy creciendo lo suficiente como para decirlas si quisiera. Es divertido ser casi mayor en algunos aspectos, pero no es el tipo de diversión que esperaba, Marilla. Hay tanto que aprender y hacer y pensar que no hay tiempo para grandes palabras. AdemĆ”s, la Srta. Stacy dice que las cortas son mucho mĆ”s fuertes y mejores. Nos hace escribir todas nuestras redacciones de la forma mĆ”s sencilla posible. Al principio fue difĆ­cil. Estaba tan acostumbrada a amontonar todas las palabras bonitas que se me ocurrĆ­an, y se me ocurrĆ­an muchas. Pero ahora me he acostumbrado y veo que es mucho mejor”.

“ĀæQuĆ© ha sido de tu club de cuentos? Hace mucho que no te oigo hablar de Ć©l”.

“El club de cuentos ya no existe. No tenĆ­amos tiempo para ello y, de todos modos, creo que nos habĆ­amos cansado. Era una tonterĆ­a escribir sobre amor, asesinatos, fugas y misterios. La seƱorita Stacy a veces nos hace es-

cribir una historia para entrenarnos en la composición, pero no nos deja escribir nada que no sea lo que podrĆ­a ocurrir en Avonlea en nuestras propias vidas, y lo critica muy duramente y nos hace criticar las nuestras tambiĆ©n. Nunca pensĆ© que mis composiciones tuvieran tantos defectos hasta que empecĆ© a buscarlos yo misma. Me sentĆ­a tan avergonzada que querĆ­a abandonar por completo, pero la seƱorita Stacy me dijo que podrĆ­a aprender a escribir bien si me entrenaba para ser mi crĆ­tica mĆ”s severa. Y asĆ­ lo estoy intentando”.

“Sólo te quedan dos meses antes de la Entrada”, dijo Marilla. “ĀæCrees que serĆ”s capaz de superarlo?”.

Ana se estremeció.

“No lo sĆ©. A veces pienso que me irĆ” bien, y luego me entra un miedo horrible. Hemos estudiado mucho y la seƱorita Stacy nos ha instruido a fondo, pero puede que no lo consigamos. Cada una tenemos un obstĆ”culo. El mĆ­o es geometrĆ­a, por supuesto, y el de Jane es latĆ­n y el de Ruby y Charlie es Ć”lgebra y el de Josie es aritmĆ©tica. Moody Spurgeon dice que siente en sus huesos que va a fracasar en historia inglesa. La seƱorita Stacy nos va a hacer exĆ”menes en junio tan duros como los de la Entrada y nos va a calificar igual de estrictamente, para que nos hagamos una idea. DesearĆ­a que todo hubiera terminado, Marilla. Me atormenta. A veces me despierto por la noche y me pregunto quĆ© harĆ© si no apruebo”.

“Pues ir a la escuela el aƱo que viene e intentarlo de nuevo”, dijo Marilla despreocupada.

“Oh, no creo que tenga corazón para ello. SerĆ­a una desgracia suspender, especialmente si Gil… si los otros aprobaran. Y me pongo tan nerviosa en un examen que es probable que lo estropee todo. DesearĆ­a tener nervios como Jane Andrews. Nada la pone nerviosa”.

Ana suspiró y, apartando los ojos de las brujerías del mundo primaveral, del día de brisa y azul, y de las cosas verdes que brotaban en el jardín, se enterró resueltamente en su libro. Habría otras primaveras, pero si no lograba pasar la Entrada, Ana estaba convencida de que nunca se recuperaría lo suficiente para disfrutarlas.


CapĆ­tulo 32: La lista de aprobados

Con el fin del mes de junio llegó el término del trimestre y el fin del reinado de la señorita Stacy en la escuela de Avonlea. Ana y Diana regresaron a casa aquella tarde sintiéndose muy sobrias. Los ojos enrojecidos y los pañuelos húmedos daban testimonio convincente de que las palabras de despedida de la señorita Stacy debieron ser tan conmovedoras como lo habían sido las del señor Phillips en circunstancias similares tres años antes. Diana miró hacia la escuela desde el pie de la colina y suspiró profundamente.

“Parece como si fuera el final de todo, Āæverdad?

“No deberĆ­as sentirte ni la mitad de mal que yo”, dijo Ana, buscando en vano una mancha seca en su paƱuelo. “VolverĆ”s el próximo invierno, pero supongo que habrĆ© dejado para siempre la vieja y querida escuela, si tengo buena suerte”.

“No serĆ” lo mismo. Miss Stacy no estarĆ” allĆ­, ni tĆŗ, ni Jane, ni Ruby probablemente. TendrĆ© que sentarme sola, porque no podrĆ­a soportar tener otra compaƱera de pupitre despuĆ©s de ti. Oh, hemos tenido momentos alegres, Āæno es asĆ­, Ana? Es terrible pensar que se han acabado”.

Dos grandes lƔgrimas rodaron junto a la nariz de Diana.

“Si dejaras de llorar, podrĆ­a hacerlo”, dijo Ana implorante. “Apenas guardo mi paƱuelo te veo rebosante y eso me hace empezar de nuevo. Como dice la seƱora Lynde: “Si no puedes estar alegre, sĆ© lo mĆ”s alegre que puedas”. DespuĆ©s de todo, me atrevo a decir que volverĆ© el aƱo que viene. Esta es una de las veces que sĆ© que no voy a pasar. Se estĆ”n volviendo alarmantemente frecuentes”.

“Vaya, saliste esplĆ©ndida en los exĆ”menes que hizo la seƱorita Stacy”.

“SĆ­, pero esos exĆ”menes no me pusieron nerviosa. Cuando pienso en los exĆ”menes de verdad, no puedes imaginarte la horrible sensación de frĆ­o que me recorre el corazón. Y luego mi nĆŗmero es el trece y Josie Pye dice que da mala suerte. No soy supersticiosa y sĆ© que eso no cambia nada. Pero aĆŗn asĆ­ desearĆ­a que no fuera trece”.

“Me gustarĆ­a ir contigo”, dijo Diana. “ĀæNo pasarĆ­amos un rato perfectamente elegante? Pero supongo que tendrĆ”s que empollar por las tardes”.

“No; la seƱorita Stacy nos ha hecho prometer que no abriremos ningĆŗn libro. Dice que sólo nos cansarĆ­a y nos confundirĆ­a y que debemos salir a pasear y no pensar en absoluto en los exĆ”menes y acostarnos temprano. Es un buen consejo, pero supongo que serĆ” difĆ­cil de seguir; los buenos consejos suelen serlo, creo yo. Prissy Andrews me dijo que todas las noches de la semana de ingreso se pasaba media noche en vela, estudiando hasta la extenuación, y yo estaba decidida a quedarme en vela al menos tanto como ella. Fue muy amable tu tĆ­a Josephine al pedirme que me quedara en Beechwood mientras estoy en la ciudad”.

“Me escribirĆ”s mientras estĆ©s aquĆ­, Āæverdad?”

“Te escribirĆ© el martes por la noche y te contarĆ© cómo me ha ido el primer dĆ­a”, prometió Ana.

“El miĆ©rcoles rondarĆ© la oficina de correos”, juró Diana.

Ana se fue a la ciudad el lunes siguiente, y el miércoles Diana rondó la oficina de correos, como habían acordado, y recibió su carta.

“QueridĆ­sima Diana -escribió Ana-, es martes por la noche y escribo esto en la biblioteca de Beechwood. Anoche me sentĆ­ terriblemente sola en mi habitación y deseĆ© tanto que estuvieras conmigo. No podĆ­a ’empollar’ porque le habĆ­a prometido a la seƱorita Stacy que no lo harĆ­a, pero era tan difĆ­cil no abrir mi historia como solĆ­a serlo no leer un cuento antes de aprender mis lecciones.

“Esta maƱana la seƱorita Stacy vino a buscarme y nos fuimos a la Academia, llamando a Jane, Ruby y Josie por el camino. Ruby me pidió que le tocara las manos y las tenĆ­a frĆ­as como el hielo. Josie dijo que parecĆ­a como si no hubiera pegado ojo y que no me creĆ­a lo bastante fuerte como para aguantar el duro curso de magisterio, aunque lo superara. AĆŗn hay momentos en los que siento que no he hecho grandes progresos para que Josie Pye me caiga bien.

“Cuando llegamos a la Academia habĆ­a allĆ­ decenas de estudiantes de toda la Isla. La primera persona que vimos fue a Moody Spurgeon, sentado en la escalera y murmurando para sĆ­ mismo. Jane le preguntó quĆ© diablos estaba haciendo y Ć©l respondió que repetĆ­a la tabla de multiplicar una y otra vez para calmar sus nervios y, por piedad, para no interrumpirlo, porque si se detenĆ­a un momento se asustaba y olvidaba todo lo que sabĆ­a, pero la tabla de multiplicar mantenĆ­a todos sus datos firmemente en su lugar.

“Cuando nos asignaron nuestras habitaciones, la seƱorita Stacy tuvo que dejarnos. Jane y yo nos sentamos juntas y Jane estaba tan serena que la envidiaba. No necesitaba la tabla de multiplicar para la buena, firme y sensata Jane. Me preguntaba si me veĆ­a como me sentĆ­a y si podĆ­an oĆ­r el latido de mi corazón al otro lado de la habitación. Entonces entró un hombre y empezó a distribuir las hojas del examen de inglĆ©s. Se me enfriaron las manos y la cabeza me dio vueltas al cogerlo. Fue un momento horrible -Diana, me sentĆ­ exactamente igual que hace cuatro aƱos, cuando le preguntĆ© a Marilla si podĆ­a quedarme en Tejas Verdesy luego todo se aclaró en mi mente y mi corazón empezó a latir de nuevo -Ā”olvidĆ© decir que se habĆ­a detenido por completo!

“A mediodĆ­a nos fuimos a casa a cenar y por la tarde volvimos para estudiar historia. La historia era un trabajo bastante difĆ­cil y me confundĆ­ terriblemente con las fechas. Aun asĆ­, creo que hoy lo he hecho bastante bien. Pero, Diana, maƱana toca el examen de geometrĆ­a y, cuando pienso en ello, necesito toda la determinación que poseo para no abrir mi Euclides. Si pensara que la tabla de multiplicar me ayudarĆ­a, la recitarĆ­a desde ahora hasta maƱana por la maƱana.

“BajĆ© a ver a las otras chicas esta tarde. En mi camino me encontrĆ© a Moody Spurgeon vagando distraĆ­do. Dijo que sabĆ­a que habĆ­a fracasado en historia y que habĆ­a nacido para ser una decepción para sus padres y que se iba a casa en el tren de la maƱana; y que, de todos modos, serĆ­a mĆ”s fĆ”cil ser carpintero que ministro. Le animĆ© y le convencĆ­ de que se quedara hasta el final porque serĆ­a injusto para la seƱorita Stacy que no lo hiciera. A veces he deseado haber nacido varón, pero cuando veo a Moody Spurgeon siempre me alegro de ser una niƱa y no su hermana.

“Ruby estaba histĆ©rica cuando lleguĆ© a su pensión; acababa de descubrir un terrible error que habĆ­a cometido en su trabajo de inglĆ©s. Cuando se recuperó, fuimos a la ciudad a tomar un helado. Cómo nos hubiera gustado que estuvieras con nosotros.

“Ā”Oh, Diana, si al menos hubiera terminado el examen de geometrĆ­a! Pero ahĆ­, como dirĆ­a la seƱora Lynde, el sol seguirĆ” saliendo y poniĆ©ndose, suspenda o no en geometrĆ­a. Eso es cierto, pero no especialmente reconfortante. Creo que preferirĆ­a que no siguiera si suspendo.

“Atentamente.

“Ana.”

El examen de geometría y todos los demÔs terminaron a su debido tiempo y Ana llegó a casa el viernes por la tarde, bastante cansada, pero con un aire de triunfo escarmentado. Diana estaba en Tejas Verdes cuando ella llegó y se encontraron como si hubiesen estado separadas durante años.

“Querida, es esplĆ©ndido verte de vuelta. Parece una eternidad desde que fuiste a la ciudad y oh, Ana, Āæcómo te fue?”

“Bastante bien, creo, en todo menos en geometrĆ­a. No sĆ© si la aprobĆ© o no, y tengo el espeluznante presentimiento de que no. Ā”Oh, quĆ© bueno es estar de vuelta! Tejas Verdes es el lugar mĆ”s querido y adorable del mundo”.

“ĀæCómo les fue a los otros?”

“Las chicas dicen que saben que no aprobaron, pero creo que lo hicieron bastante bien. Josie dice que la geometrĆ­a era tan fĆ”cil que un niƱo de diez aƱos podrĆ­a hacerla. Moody Spurgeon sigue pensando que suspendió en historia y Charlie dice que suspendió en Ć”lgebra. Pero en realidad no sabemos nada al respecto y no lo sabremos hasta que se publique la lista de aprobados. Eso no serĆ” hasta dentro de quince dĆ­as. Ā”ImagĆ­nate vivir quince dĆ­as en suspenso! OjalĆ” pudiera dormirme y no despertarme hasta que todo acabe”.

Diana sabía que sería inútil preguntar cómo le había ido a Gilbert Blythe, así que se limitó a decir:

“Oh, lo pasarĆ”s bien. No te preocupes”.

“Prefiero no aprobar a no salir muy bien parada en la lista”, espetó Ana, queriendo decir con ello -y Diana sabĆ­a que querĆ­a decirque el Ć©xito serĆ­a incompleto y amargo si no salĆ­a por delante de Gilbert Blythe.

Con este fin, Ana había puesto a prueba todos sus nervios durante los exÔmenes. Gilbert también. Se habían encontrado y cruzado por la calle una docena de veces sin dar señales de reconocerse, y cada vez Ana había levantado un poco mÔs la cabeza y deseado un poco mÔs sinceramente haberse hecho amiga de Gilbert cuando éste se lo pidió, y había jurado un poco mÔs resueltamente superarle en el examen. Sabía que todo Avonlea junior se preguntaba quién saldría primero; incluso sabía que Jimmy Glover y Ned Wright habían hecho una apuesta sobre la cuestión y que Josie Pye había dicho que no cabía la menor duda de que Gilbert sería el primero; y sentía que su humillación sería insoportable si fracasaba.

Pero tenĆ­a otro motivo mĆ”s noble para desear hacerlo bien. QuerĆ­a “pasar alto” por el bien de Matthew y Marilla, especialmente por Matthew. Matthew le habĆ­a declarado su convicción de que ella “vencerĆ­a a toda la Isla”. Eso, pensaba Ana, era algo que serĆ­a una tonterĆ­a esperar ni en los sueƱos mĆ”s descabellados. Pero deseaba fervientemente quedar entre las diez primeras, al menos, para poder ver los ojos marrones y amables de Matthew brillar de orgullo por su hazaƱa. En su opinión, serĆ­a una dulce recompensa por su duro trabajo y su paciente bĆŗsqueda entre ecuaciones y conjugaciones poco imaginativas.

Al final de la quincena, Ana se dedicó tambiĆ©n a “rondar” la oficina de correos, en la distraĆ­da compaƱƭa de Jane, Ruby y Josie, abriendo los diarios de Charlottetown con manos temblorosas y sentimientos de frĆ­o y hundimiento tan malos como los experimentados durante la semana de la Entrada. Charlie y Gilbert no dejaron de hacer lo mismo, pero Moody Spurgeon se mantuvo resueltamente al margen.

“No tengo valor para ir allĆ­ y mirar un periódico a sangre frĆ­a”, le dijo a Ana. “Voy a esperar a que alguien venga y me diga de repente si he aprobado o no”.

Cuando pasaron tres semanas sin que apareciera la lista de aprobados, Ana empezó a sentir que realmente no podría soportar la tensión mucho mÔs tiempo. Le fallaba el apetito y languidecía su interés por las cosas de Avonlea. La señora Lynde quería saber qué mÔs se podía esperar con un superintendente de educación conservador al frente de los asuntos, y Matthew, al notar la palidez e indiferencia de Ana y los pasos rezagados que la llevaban a casa desde la oficina de correos todas las tardes, empezó a preguntarse seriamente si no sería mejor votar a Grit en las próximas elecciones.

Pero una tarde llegó la noticia. Ana estaba sentada junto a la ventana abierta, olvidada por un momento de los problemas de los exÔmenes y de las preocupaciones del mundo, mientras disfrutaba de la belleza del crepúsculo de verano, perfumado con el dulce aroma de los alientos de las flores del jardín de abajo y el susurro sibilante de los Ôlamos. El cielo del este, por encima de los abetos, se sonrosaba débilmente por el reflejo del oeste, y Ana se preguntaba soñadoramente si el espíritu del color se vería así, cuando vio a Diana bajar volando entre los abetos, cruzar el puente de troncos y subir por la ladera, con un periódico ondeante en la mano.

Ana se puso en pie de un salto, sabiendo en seguida lo que contenía aquel periódico. Había salido la lista de aprobados. La cabeza le daba vueltas y el corazón le latía hasta hacerle daño. No podía dar un paso. Le pareció que había transcurrido una hora antes de que Diana llegara corriendo por el pasillo e irrumpiera en la habitación sin siquiera llamar, tan grande era su excitación.

“Ana, has pasado -exclamó-, has pasado la primera, Gilbert y tĆŗ, estĆ”is empatados, pero tu nombre es el primero. Estoy tan orgullosa”.

Diana arrojó el papel sobre la mesa y se tumbó en la cama de Ana, completamente sin aliento e incapaz de seguir hablando. Ana encendió la lÔmpara, rebasando la caja de cerillas y gastando media docena de fósforos antes de que sus manos temblorosas pudieran realizar la tarea. Luego cogió el periódico. Sí, había aprobado; su nombre figuraba el primero de una lista de doscientos. Valía la pena vivir por aquel momento.

“Lo has hecho esplĆ©ndidamente, Ana”, dijo Diana, recuperĆ”ndose lo suficiente para sentarse y hablar, pues Ana, con los ojos desorbitados y embelesada, no habĆ­a pronunciado palabra. “PapĆ” trajo el periódico de Bright River no hace ni diez minutos -salió en el tren de la tarde, ya sabes, y no llega-

rĆ” hasta maƱana por correoy cuando vi la lista de aprobados me precipitĆ© como una loca. Todos habĆ©is aprobado, todos, Moody Spurgeon y todos, aunque Ć©l estĆ” condicionado en historia. Jane y Ruby lo hicieron bastante bien -estĆ”n a mitad de caminoy tambiĆ©n Charlie. Josie pasó por los pelos con tres notas de sobra, pero ya verĆ©is que se darĆ” tantos aires como si hubiera dirigido. ĀæNo estarĆ” encantada la Srta. Stacy? Oh, Ana, ĀæquĆ© se siente al ver tu nombre a la cabeza de una lista de aprobados como esa? Si fuera yo sĆ© que me volverĆ­a loca de alegrĆ­a. Ya estoy casi loca, pero tĆŗ estĆ”s tan tranquila y fresca como una tarde de primavera”.

“Estoy deslumbrada por dentro”, dijo Ana. “Quiero decir cien cosas y no encuentro palabras para decirlas. Nunca soƱƩ con esto; sĆ­, yo tambiĆ©n lo hice, Ā”sólo una vez! Me permitĆ­ pensar una vez: “ĀæY si salgo yo primero?” Temblando, ya sabes, porque me parecĆ­a tan vano y presuntuoso pensar que yo podĆ­a guiar a la Isla. DiscĆŗlpame un minuto, Diana. Debo correr al campo a decirle a Matthew. Luego iremos por el camino y les daremos la buena noticia a los demĆ”s”.

Se apresuraron a ir al campo de heno que habƭa debajo del granero, donde Matthew estaba enrollando heno y, para su suerte, la seƱora Lynde estaba hablando con Marilla en la valla del carril.

“Ā”Oh, Matthew!”, exclamó Ana, “Ā”he pasado y soy la primera, o una de las primeras! No soy vanidosa, pero estoy agradecida”.

“Bueno, siempre lo he dicho”, dijo Matthew, mirando encantado la lista de aprobados. “SabĆ­a que podĆ­as ganarles a todos fĆ”cilmente”.

“Debo decir que lo has hecho bastante bien, Ana”, dijo Marilla, tratando de ocultar su extremo orgullo por Ana ante la mirada crĆ­tica de la seƱora Raquel. Pero aquella buena alma dijo de corazón

“-Supongo que lo ha hecho bien, y lejos de mĆ­ estar retraĆ­da al decirlo. Eres un orgullo para tus amigas, Ana, eso es, y todas estamos orgullosas de ti”.

Aquella noche, Ana, que había terminado una agradable velada conversando seriamente con la señora Allan en la casa solariega, se arrodilló dulcemente junto a la ventana abierta, bajo la luz de la luna, y murmuró una oración de gratitud y de aspiración que le salía directamente del corazón. Había en ella gratitud por el pasado y reverente petición por el futuro; y cuando dormía sobre su blanca almohada sus sueños eran tan hermosos y brillantes como la doncellez podría desear.


CapĆ­tulo 33: El concierto del hotel

“Ponte tu organdĆ­ blanco, Ana”, aconsejó Diana con decisión.

Estaban juntas en la habitación del hastial oriental; fuera sólo había crepúsculo, un hermoso crepúsculo verde amarillento con un cielo azul despejado y sin nubes. Una luna grande y redonda, que lentamente iba perdiendo su pÔlido brillo para convertirse en plata bruñida, se cernía sobre el Bosque Encantado; el aire estaba lleno de dulces sonidos veraniegos: trinos de pÔjaros dormidos, brisas extrañas, voces y risas lejanas. Pero en la habitación de Ana la persiana estaba echada y la lÔmpara encendida, pues se estaba haciendo un aseo importante.

El hastial oriental era un lugar muy distinto de lo que había sido aquella noche de cuatro años atrÔs, cuando Ana había sentido que su desnudez penetraba hasta la médula de su espíritu con su frío inhóspito. Los cambios habían ido introduciéndose, Marilla conniviendo con ellos resignadamente, hasta convertirlo en el nido mÔs dulce y delicado que una joven pudiera desear.

La alfombra de terciopelo con las rosas rosadas y las cortinas de seda rosa de las primeras visiones de Ana nunca se habĆ­an materializado; pero sus sueƱos habĆ­an seguido el ritmo de su crecimiento, y no es probable que los lamentara. El suelo estaba cubierto de una bonita estera, y las cortinas que suavizaban la alta ventana y ondeaban con las brisas vagabundas eran de muselina artĆ­stica de color verde pĆ”lido. Las paredes, colgadas no con tapices de brocado de oro y plata, sino con un delicado papel de flores de manzano, estaban adornadas con unos cuantos buenos cuadros regalados a Ana por la seƱora Allan. La fotografĆ­a de la seƱorita Stacy ocupaba el lugar de honor, y Ana se empeƱaba sentimentalmente en mantener flores frescas en el soporte debajo de ella. Esta noche, una espiga de lirios blancos perfumaba tenuemente la habitación como el sueƱo de una fragancia. No habĆ­a “muebles de caoba”, pero sĆ­ una estanterĆ­a pintada de blanco y llena de libros, una mecedora de mimbre acolchada, una mesa de tocador rellena de muselina blanca, un pintoresco espejo de marco dorado con cupidos rosas regordetes y uvas moradas pintadas en su parte superior arqueada, que solĆ­a estar colgado en la habitación de invitados, y una cama blanca baja.

Ana se estaba vistiendo para un concierto en el hotel White Sands. Los huéspedes lo habían organizado en beneficio del hospital de Charlottetown, y habían buscado a todos los aficionados disponibles en los distritos circundantes para que colaborasen en su realización. Se había pedido a Bertha Sampson y Pearl Clay, del coro baptista de White Sands, que cantaran a dúo; a Milton Clark, de Newbridge, que diera un solo de violín; a Winnie Adella Blair, de Carmody, que cantara una balada escocesa; y a Laura Spencer, de Spencervale, y Ana Shirley, de Avonlea, que recitaran.

Como Ana hubiera dicho en alguna ocasión, se trataba de “una Ć©poca en su vida”, y estaba deliciosamente embelesada por la emoción que le producĆ­a. Matthew estaba en el sĆ©ptimo cielo de orgullo gratificado por el honor conferido a su Ana, y Marilla no le iba a la zaga, aunque hubiera preferido morir antes que admitirlo, y dijo que no le parecĆ­a muy apropiado que un montón de jóvenes se pasearan por el hotel sin que les acompaƱara ninguna persona responsable.

Ana y Diana iban a ir con Jane Andrews y su hermano Billy en su calesa de dos asientos, y tambiƩn irƭan otros chicos y chicas de Avonlea. Se esperaba a un grupo de visitantes de la ciudad, y despuƩs del concierto se ofrecerƭa una cena a los artistas.

“ĀæDe verdad crees que la organdĆ­ serĆ” la mejor?”, preguntó Ana con ansiedad. “No creo que sea tan bonito como mi muselina de flores azules, y desde luego no estĆ” tan de moda”.

“Pero te queda mucho mejor”, dijo Diana. “Es tan suave, con volantes y tan ceƱido. La muselina es rĆ­gida y te hace parecer demasiado arreglada.

Pero el organdĆ­ parece como si hubiera crecido en ti”.

Ana suspiró y cedió. Diana empezaba a tener fama de tener un gusto notable para vestirse, y sus consejos sobre estos temas eran muy solicitados. Ella misma estaba muy guapa aquella noche, con un vestido de un precioso rosa silvestre, del que Ana estaba excluida para siempre; pero no iba a tomar parte en el concierto, de modo que su aspecto no tenía mayor importancia. Todos sus esfuerzos se concentraron en Ana, a quien juró que, por el honor de Avonlea, debía vestir, peinar y adornar al gusto de la reina.

“Saca un poco mĆ”s ese volante; toma, deja que te ate el fajĆ­n; ahora las zapatillas. Te voy a trenzar el pelo en dos gruesas trenzas, y te las voy a atar a media altura con grandes moƱos blancos; no, no te saques ni un solo rizo sobre la frente; sólo la parte suave. No hay forma de peinarte que te siente tan bien, Ana, y la seƱora Allan dice que pareces una Madonna cuando te lo haces asĆ­. Te pondrĆ© esta pequeƱa rosa blanca justo detrĆ”s de la oreja. Sólo habĆ­a una en mi mata, y la guardĆ© para ti”.

“ĀæMe pongo mis cuentas de perlas?”, preguntó Ana. “Matthew me trajo un collar de la ciudad la semana pasada, y sĆ© que le gustarĆ­a vĆ©rmelas puestas”.

Diana frunció los labios, puso su negra cabeza de lado con aire crítico, y finalmente se pronunció a favor de los abalorios, que fueron anudados alrededor de la esbelta garganta blanca como la leche de Ana.

“Hay algo muy elegante en ti, Ana -dijo Diana con admiración envidiosa-. “Sostienes la cabeza con ese aire. Supongo que es tu figura. Yo no soy mĆ”s que una bola de masa. Siempre me ha dado miedo, y ahora sĆ© que es asĆ­. Bueno, supongo que tendrĆ© que resignarme”.

“Pero quĆ© hoyuelos tienes”, dijo Ana, sonriendo afectuosamente a aquella cara bonita y vivaracha tan cercana a la suya. “Hermosos hoyuelos, como pequeƱas abolladuras en la crema. He perdido toda esperanza de tener hoyuelos. Mi sueƱo de los hoyuelos nunca se harĆ” realidad; pero tantos de mis sueƱos se han hecho realidad que no debo quejarme. ĀæYa estoy lista?”

“Todo listo”, aseguró Diana, cuando Marilla apareció en la puerta, una figura demacrada con el pelo mĆ”s gris que antaƱo y no menos Ć”ngulos, pero con un rostro mucho mĆ”s suave. “Entra y mira a nuestra elocucionista, Marilla. ĀæNo estĆ” encantadora?”

Marilla emitió un sonido entre un resoplido y un gruñido.

“Parece pulcra y correcta. Me gusta esa forma de arreglarse el pelo. Pero supongo que arruinarĆ” ese vestido conduciendo por el polvo y el rocĆ­o, y parece demasiado fino para estas noches hĆŗmedas. De todos modos, el organdĆ­ es el material mĆ”s inservible del mundo, y asĆ­ se lo dije a Matthew cuando lo compró. Pero hoy en dĆ­a es inĆŗtil decirle nada a Matthew. Hubo un tiempo en que me hacĆ­a caso, pero ahora no hace mĆ”s que comprar cosas para Ana, y los dependientes de Carmody saben que pueden endosarle cualquier cosa. Basta con que le digan que una cosa es bonita y estĆ” de moda para que Matthew desembolse su dinero por ella. No te pongas la falda en la rueda, Ana, y abrĆ­gate bien”.

Entonces Marilla bajó las escaleras, pensando con orgullo en lo dulce que se veía Ana, con aquel

“Un rayo de luna desde la frente hasta la coronilla” y lamentando no poder ir ella misma al concierto para oĆ­r recitar a su niƱa.

“Me pregunto si estarĆ” demasiado hĆŗmedo para mi vestido”, dijo Ana con ansiedad.

“Ni un poco”, dijo Diana, subiendo la persiana de la ventana. “Es una noche perfecta, y no habrĆ” rocĆ­o. Mira la luz de la luna”.

“Me alegro tanto de que mi ventana dĆ© al este, al amanecer”, dijo Ana, acercĆ”ndose a Diana. “Es tan esplĆ©ndido ver la maƱana asomarse por esas largas colinas y brillar a travĆ©s de las puntiagudas copas de los abetos. Es nueva cada maƱana, y siento como si lavara mi alma misma en ese baƱo de los primeros rayos del sol. Oh, Diana, quiero tanto a esta pequeƱa habitación. No sĆ© cómo me las arreglarĆ© sin ella cuando me vaya a la ciudad el mes que viene”.

“No hables de tu partida esta noche”, rogó Diana. “No quiero pensar en ello, me hace sentir tan desgraciada, y quiero pasarlo bien esta noche. ĀæQuĆ© vas a recitar, Ana? ĀæY estĆ”s nerviosa?”

“En absoluto. He recitado tantas veces en pĆŗblico que ya no me importa. He decidido recitar “El voto de la doncella”. Es tan patĆ©tico. Laura Spencer va a hacer un recitado cómico, pero prefiero hacer llorar a la gente que reĆ­r”.

“ĀæQuĆ© recitarĆ”s si te hacen un bis?”

“No se les ocurrirĆ” repetirlo”, se burló Ana, que tenĆ­a la secreta esperanza de que lo hicieran, y ya se imaginaba contĆ”ndoselo todo a Matthew en el desayuno de la maƱana siguiente. “AhĆ­ estĆ”n Billy y Jane; oigo las ruedas. Vamos”.

Billy Andrews insistió en que Ana viajase con él en el asiento delantero, y ella subió de mala gana. Hubiera preferido sentarse atrÔs con las muchachas, donde habría podido reír y charlar a gusto. Billy no tenía mucho de risa ni de charla. Era un joven de veinte años, grande, gordo y macizo, con un rostro redondo e inexpresivo y una dolorosa falta de dotes para la conversación. Pero admiraba inmensamente a Ana, y estaba henchido de orgullo ante la perspectiva de conducir hasta White Sands con aquella figura esbelta y erguida a su lado.

Ana, a fuerza de hablar por encima del hombro con las muchachas y de pasar de vez en cuando un soplo de cortesía a Billy -que sonreía y se reía entre dientes y nunca se le ocurría ninguna respuesta hasta que era demasiado tarde-, se esforzaba por disfrutar del viaje a pesar de todo. Era una noche para disfrutar. La carretera estaba llena de calesas, todas con destino al hotel, y las risas, claras como la plata, resonaban una y otra vez a lo largo de ella. Cuando llegaron al hotel, estaba iluminado de arriba abajo. Fueron recibidos por las damas del comité del concierto, una de las cuales condujo a Ana al camerino de los artistas, que estaba lleno de miembros de un club sinfónico de Charlottetown, entre los cuales Ana se sintió de pronto tímida, asustada y contrariada. Su vestido, que en el frontón este le había parecido tan delicado y bonito, ahora le parecía simple y sencillo, demasiado simple y sencillo, pensó, entre todas las sedas y encajes que brillaban y crujían a su alrededor. ¿Qué eran sus cuentas de perlas comparadas con los diamantes de la gran dama que tenía a su lado? Y ”qué pobre debía de parecer su única rosita blanca al lado de todas las flores de invernadero que llevaban las demÔs! Ana se quitó el sombrero y la chaqueta y se arrinconó miserablemente. Deseó volver a la blanca habitación de Tejas Verdes.

Peor aĆŗn era la situación en la plataforma de la gran sala de conciertos del hotel, donde se encontraba en aquel momento. Las luces elĆ©ctricas deslumbraban sus ojos, el perfume y el zumbido la desconcertaban. Deseó estar sentada entre el pĆŗblico con Diana y Jane, que parecĆ­an estar pasĆ”ndoselo esplĆ©ndidamente al fondo. Estaba encajonada entre una seƱora corpulenta vestida de seda rosa y una chica alta de aspecto desdeƱoso con un vestido de encaje blanco. De vez en cuando, la seƱora corpulenta giraba la cabeza y miraba a Ana a travĆ©s de sus gafas, hasta que Ana, muy sensible al escrutinio, se sentĆ­a obligada a gritar; y la muchacha de encaje blanco no dejaba de hablar en voz alta con su vecina de al lado acerca de los “campesinos” y las “bellas rĆŗsticas” que habĆ­a entre el pĆŗblico, anticipando lĆ”nguidamente “la diversión” que le depararĆ­an las muestras de talento local del programa. Ana creĆ­a que odiarĆ­a a aquella chica de encaje blanco hasta el fin de sus dĆ­as.

Por desgracia para Ana, una elocucionista profesional se alojaba en el hotel y habĆ­a accedido a recitar. Era una mujer Ć”gil, de ojos oscuros, vestida con un maravilloso vestido gris brillante como rayos de luna entretejidos, con gemas en el cuello y en el pelo oscuro. TenĆ­a una voz maravillosamente flexible y una gran fuerza expresiva; el pĆŗblico enloqueció con su selección. Ana, olvidĆ”ndose por un momento de sĆ­ misma y de sus problemas, escuchaba absorta y con los ojos brillantes; pero cuando terminó la recitación se llevó de pronto las manos a la cara. DespuĆ©s de aquello, nunca pudo levantarse a recitar… nunca. ĀæHabĆ­a pensado alguna vez que podĆ­a recitar? Ā”Oh, si estuviera de vuelta en Tejas Verdes!

En aquel momento poco propicio, la llamaron por su nombre. De algún modo, Ana -que no se dio cuenta del pequeño sobresalto de sorpresa que dio la muchacha de los encajes blancos, y de haberlo notado no habría comprendido el sutil cumplido implícito en élse puso en pie y se dirigió vertiginosamente hacia el frente. Estaba tan pÔlida que Diana y Jane, entre el público, se estrecharon las manos en un gesto de nerviosa compasión.

Ana era vĆ­ctima de un ataque de pĆ”nico escĆ©nico. Aunque habĆ­a recitado muchas veces en pĆŗblico, nunca se habĆ­a enfrentado a un pĆŗblico como aquĆ©l, y la visión de Ć©ste paralizó por completo sus energĆ­as. Todo era tan extraƱo, tan brillante, tan desconcertante: las filas de damas vestidas de noche, los rostros crĆ­ticos, toda la atmósfera de riqueza y cultura que la rodeaba. Todo aquello era muy diferente de los sencillos bancos del Club de Debates, llenos de rostros hogareƱos y simpĆ”ticos de amigos y vecinos. Esa gente, pensó, serĆ­a una crĆ­tica despiadada. Tal vez, como la chica del encaje blanco, esperaban divertirse con sus “rĆŗsticos” esfuerzos. Se sintió desesperada, impotente, avergonzada y miserable. Le temblaban las rodillas, le palpitaba el corazón, la invadĆ­a un horrible desvanecimiento; no podĆ­a pronunciar ni una palabra, y al momento siguiente habrĆ­a huido del estrado a pesar de la humillación que, en su opinión, le tocarĆ­a vivir si lo hacĆ­a.

Pero de repente, mientras sus ojos dilatados y asustados miraban al público, vio a Gilbert Blythe al fondo de la sala, inclinado hacia delante con una sonrisa en el rostro, una sonrisa que a Ana le pareció a la vez triunfante y burlona. En realidad no era nada de eso. Gilbert se limitaba a sonreír con aprecio por todo el asunto en general y, en particular, por el efecto que producían la esbelta figura blanca y el rostro espiritual de Ana sobre un fondo de palmeras. Josie Pye, a quien había conducido, estaba sentada a su lado, y su rostro era ciertamente triunfante y burlón a la vez. Pero Ana no vio a Josie, y no le habría importado si la hubiera visto. Dio un largo suspiro y levantó la cabeza con orgullo, sintiendo que el valor y la determinación la invadían como una descarga eléctrica. No fracasaría ante Gilbert Blythe; él nunca podría reírse de ella, ”nunca, nunca! Su miedo y su nerviosismo desaparecieron y comenzó a recitar, con una voz clara y dulce que llegaba hasta el último rincón de la sala sin temblar ni quebrarse. Recuperó la serenidad y, en la reacción a aquel horrible momento de impotencia, recitó como nunca antes lo había hecho. Cuando terminó, hubo estallidos de aplausos sinceros. Ana, volviendo a su asiento, ruborizada por la timidez y el placer, se encontró con la mano vigorosamente estrechada y estrechada por la corpulenta dama de seda rosa.

“Querida, lo has hecho esplĆ©ndidamente”, resopló. “He estado llorando como un bebĆ©, la verdad es que sĆ­. AllĆ­, te estĆ”n acorralando, Ā”estĆ”n obligados a tenerte de vuelta!”

“Oh, no puedo ir”, dijo Ana confusa. “Pero debo ir, o Matthew se sentirĆ” decepcionado. Dijo que me harĆ­an un bis”.

“Entonces no decepciones a Matthew”, dijo la dama rosa, riendo.

Sonriente, ruborizada, con los ojos límpidos, Ana volvió a tropezar y dio una pintoresca y graciosa pequeña selección que cautivó aún mÔs a su público. El resto de la velada fue un pequeño triunfo para ella.

Al terminar el concierto, la mujer de un millonario americano, una mujer robusta y rosada, la acogió bajo su protección y la presentó a todo el mundo, que se mostró muy amable con ella. La elocucionista profesional, la seƱora Evans, se acercó y charló con ella, diciĆ©ndole que tenĆ­a una voz encantadora e “interpretaba” sus selecciones maravillosamente. Incluso la chica del encaje blanco le hizo un pequeƱo y lĆ”nguido cumplido. Cenaron en el gran comedor, bellamente decorado; Diana y Jane fueron invitadas a cenar tambiĆ©n, ya que habĆ­an venido con Ana, pero Billy no aparecĆ­a por ninguna parte, pues habĆ­a huido temiendo mortalmente una invitación semejante. Sin embargo, estaba esperĆ”ndolas con el equipo cuando todo terminó y las tres muchachas salieron alegremente a la tranquila y blanca luz de la luna. Ana respiró profundamente y miró al cielo despejado mĆ”s allĆ” de las oscuras ramas de los abetos.

”Qué bien se estaba de nuevo en la pureza y el silencio de la noche! Qué grandioso, quieto y maravilloso era todo, con el murmullo del mar resonando a través de él y los oscuros acantilados mÔs allÔ como lúgubres gigantes guardando costas encantadas.

“ĀæNo ha sido una Ć©poca esplĆ©ndida?”, suspiró Jane mientras se alejaban. “DesearĆ­a ser una americana rica y poder pasar el verano en un hotel y llevar joyas y vestidos de cuello bajo y comer helado y ensalada de pollo todos los benditos dĆ­as. Estoy segura de que serĆ­a mucho mĆ”s divertido que enseƱar en la escuela. Ana, tu recitado fue sencillamente genial, aunque al principio pensĆ© que no ibas a empezar nunca. Creo que fue mejor que el de la Sra. Evans”.

“Oh, no, no digas esas cosas, Jane”, dijo Ana rĆ”pidamente, “porque parece una tonterĆ­a. No podrĆ­a ser mejor que la de la seƱora Evans, ya sabes, porque ella es una profesional, y yo sólo soy una colegiala, con una pequeƱa habilidad para recitar. Me conformo con que a la gente le haya gustado la mĆ­a”.

“Tengo un cumplido para ti, Ana”, dijo Diana. “Al menos creo que debe ser un cumplido por el tono en que lo dijo. En parte lo fue de todos modos. HabĆ­a un americano sentado detrĆ”s de Jane y de mĆ­, un hombre de aspecto tan romĆ”ntico, con el pelo y los ojos negros como el carbón. Josie Pye dice que es un artista distinguido, y que la prima de su madre en Boston estĆ” casada con un hombre que solĆ­a ir a la escuela con Ć©l. Bueno, le oĆ­mos decir Āæverdad, Jane?-: “ĀæQuiĆ©n es esa chica del andĆ©n con ese esplĆ©ndido pelo a lo Tiziano? Tiene una cara que me gustarĆ­a pintar”. Ya estĆ”, Ana. Pero, ĀæquĆ© significa pelo de Tiziano?”

“Al ser interpretado significa rojo liso, supongo”, rió Ana. “Tiziano era un artista muy famoso al que le gustaba pintar mujeres pelirrojas”.

“ĀæViste todos los diamantes que llevaban esas damas?”, suspiró Jane. “Eran sencillamente deslumbrantes. ĀæNo os encantarĆ­a ser ricas, chicas?”.

“Somos ricas”, dijo Ana con firmeza. “Tenemos diecisĆ©is aƱos a nuestras espaldas, y somos felices como reinas, y todas tenemos imaginación, mĆ”s o menos. Mirad ese mar, muchachas, todo plata y sombra y visión de cosas que no se ven. No podrĆ­amos disfrutar mĆ”s de su belleza aunque tuviĆ©ramos millones de dólares y cuerdas de diamantes. No te convertirĆ­as en ninguna de esas mujeres aunque pudieras. ĀæQuerrĆ­as ser esa chica de encaje blanco y llevar una mirada agria toda tu vida, como si hubieras nacido volviendo la nariz al mundo? ĀæO la seƱora rosa, amable y simpĆ”tica como ella sola, tan corpulenta y bajita que en realidad no tienes figura? ĀæO incluso la Sra. Evans, con esa mirada tan triste? Debe haber sido terriblemente infeliz alguna vez para tener esa mirada. Ā”Sabes que no lo harĆ­as, Jane Andrews!”

“No lo sĆ©, exactamente”, dijo Jane poco convencida. “Creo que los diamantes consolarĆ­an mucho a una persona”.

“Bueno, yo no quiero ser nadie mĆ”s que yo misma, aunque los diamantes no me reconforten en toda mi vida”, declaró Ana. “Me conformo con ser Ana de las Tejas Verdes, con mi collar de perlas. SĆ© que Matthew me dio tanto amor con ellas como el que jamĆ”s me dieron las joyas de Madame la Dama Rosa”.


CapĆ­tulo 34: La hija de la Reina

Las tres semanas siguientes fueron de mucho trabajo en Tejas Verdes, pues Ana se preparaba para ir a Queen’s, y habĆ­a mucho que coser y muchas cosas que discutir y arreglar. El traje de Ana era amplio y bonito, pues Matthew se ocupaba de ello, y Marilla, por una vez, no puso objeción alguna a nada de lo que Ć©l compraba o sugerĆ­a. Una tarde subió al frontón este con los brazos llenos de un delicado tejido verde pĆ”lido.

“Ana, aquĆ­ tienes algo para un bonito vestido ligero para ti. No creo que realmente lo necesites; tienes muchas cinturas bonitas; pero pensĆ© que tal vez te gustarĆ­a algo realmente elegante para ponerte si te invitaran a salir alguna noche en la ciudad, a una fiesta o algo por el estilo. He oĆ­do que Jane, Ruby y Josie tienen “vestidos de noche”, como ellas los llaman, y no quiero decir que tĆŗ vayas detrĆ”s de ellas. ConseguĆ­ que la Sra. Allan me ayudara a elegirlo en la ciudad la semana pasada, y conseguiremos que Emily Gillis te lo haga. Emily tiene buen gusto, y sus arrebatos no se pueden igualar.”

“Oh, Marilla, es precioso”, dijo Ana. “MuchĆ­simas gracias. No creo que debas ser tan amable conmigo; cada dĆ­a me resulta mĆ”s difĆ­cil marcharme.”

El vestido verde estaba confeccionado con tantos pliegues y volantes como permitĆ­a el gusto de Emily. Ana se lo puso una tarde a Matthew y a Marilla, y les recitó “El voto de la doncella” en la cocina. Mientras Marilla observaba el rostro brillante y animado y sus grĆ”ciles movimientos, sus pensamientos se remontaron a la tarde en que Ana habĆ­a llegado a Tejas Verdes, y la memoria le evocó una vĆ­vida imagen de la extraƱa y asustada niƱa con su absurdo vestido marrón amarillento, la mirada desgarrada de sus ojos llorosos. Algo en el recuerdo hizo brotar lĆ”grimas de los ojos de Marilla.

“Te aseguro que mi recitación te ha hecho llorar, Marilla”, dijo Ana alegremente, inclinĆ”ndose sobre la silla de Marilla para dejar caer un beso de mariposa en la mejilla de aquella dama. “Ahora, yo llamo a eso un triunfo positivo”.

“No, no estaba llorando por tu pieza”, dijo Marilla, que hubiera despreciado dejarse traicionar en tal debilidad por cualquier “cosa de poesĆ­a”. “Es que no podĆ­a dejar de pensar en la niƱa que solĆ­as ser, Ana. Y deseaba que hubieras seguido siendo una niƱa, incluso con todas tus rarezas. Ya has crecido y te vas; y te ves tan alta y elegante y tan-tan-diferente en ese vestidocomo si no pertenecieras a Avonlea en absoluto-y me sentĆ­ sola pensando en todo eso.”

“Ā”Marilla!” Ana se sentó en el regazo de guinga de Marilla, tomó entre sus manos el rostro delineado de Marilla y la miró grave y tiernamente a los ojos. “No he cambiado nada, en realidad no. Sólo estoy podada y ramificada. Mi verdadero yo -aquĆ­ atrĆ”ses el mismo. No importa adónde vaya ni cuĆ”nto cambie exteriormente; en el fondo siempre serĆ© tu pequeƱa Ana, que te querrĆ” a ti y a Mateo y a la querida Tejas Verdes mĆ”s y mejor cada dĆ­a de su vida.”

Ana apoyó su fresca y joven mejilla en la descolorida de Marilla, y alargó una mano para acariciar el hombro de Mateo. Marilla habría dado mucho por poseer en aquel momento el poder de Ana para expresar sus sentimientos con palabras; pero la naturaleza y la costumbre lo habían querido de otro modo, y sólo pudo estrechar los brazos alrededor de su hija y estrecharla tiernamente contra su corazón, deseando no tener que dejarla marchar nunca.

Matthew, con una sospechosa humedad en los ojos, se levantó y salió al exterior. Bajo las estrellas de la noche azul de verano, caminó agitadamente por el patio hasta la puerta, bajo los Ôlamos.

“Bueno, supongo que no ha sido muy mimada”, murmuró, orgulloso. “Supongo que, despuĆ©s de todo, no le he hecho mucho daƱo con mi remo ocasional. Es lista y guapa, y tambiĆ©n cariƱosa, lo cual es mejor que todo lo demĆ”s. Ha sido una bendición para nosotros, y nunca hubo un error mĆ”s afortunado que el que cometió la seƱora Spencer, si es que fue suerte. No creo que haya sido tal cosa. Fue la Providencia, porque el Todopoderoso vio que la necesitĆ”bamos, supongo”.

Por fin llegó el día en que Ana debía ir a la ciudad. Ella y Matthew llegaron en coche una hermosa mañana de septiembre, después de una despedida con lÔgrimas en los ojos con Diana y una despedida prÔctica y sin lÔgrimas -al menos por parte de Marillacon Marilla. Pero cuando Ana se hubo marchado, Diana se secó las lÔgrimas y se fue a un picnic en la playa de White Sands con algunas de sus primas Carmody, donde se las arregló para pasarlo bastante bien; mientras que Marilla se sumergió ferozmente en un trabajo innecesario y se mantuvo en él durante todo el día con el mÔs amargo dolor de corazón, el dolor que quema y roe y no puede lavarse con lÔgrimas. Pero aquella noche, cuando Marilla se fue a la cama, aguda y miserablemente consciente de que la pequeña habitación del frontón, al final del pasillo, no estaba habitada por ninguna vida joven y animada por ninguna respiración suave, enterró la cara en la almohada y lloró por su hija con una pasión de sollozos que la horrorizaron cuando se calmó lo suficiente como para reflexionar en lo perverso que debía ser hacerse cargo de una criatura tan pecadora.

Ana y el resto de los alumnos de Avonlea llegaron a la ciudad justo a tiempo para dirigirse apresuradamente a la Academia. Aquel primer día transcurrió en un torbellino de emoción, conociendo a todos los nuevos alumnos, aprendiendo a conocer a los profesores de vista y siendo distribuidos y organizados en las clases. Ana tenía la intención de cursar Segundo Curso, aconsejada por la señorita Stacy; Gilbert Blythe optó por hacer lo mismo. Esto significaba obtener la licencia de maestro de Primera Clase en un año en lugar de dos, si tenían éxito; pero también significaba mucho mÔs trabajo y mÔs duro. Jane, Ruby, Josie, Charlie y Moody Spurgeon, a quienes no inquietaba la ambición, se contentaron con el trabajo de segunda clase. Ana sintió una punzada de soledad cuando se encontró en una habitación con otros cincuenta alumnos, a ninguno de los cuales conocía, excepto al muchacho alto y de pelo castaño del otro lado de la habitación; y conocerlo en la forma en que lo conocía, no la ayudaba mucho, según reflexionaba con pesimismo. Sin embargo, era innegable que se alegraba de que estuvieran en la misma clase; la vieja rivalidad podía seguir existiendo, y Ana apenas habría sabido qué hacer si hubiera faltado.

“No me sentirĆ­a a gusto sin ella”, pensó. “Gilbert parece terriblemente decidido. Supongo que se estĆ” decidiendo, aquĆ­ y ahora, a ganar la medalla. Ā”QuĆ© barbilla tan esplĆ©ndida tiene! Nunca me habĆ­a fijado. DesearĆ­a que Jane y Ruby hubieran ido tambiĆ©n en primera clase. Supongo que no me sentirĆ© como un gato en una buhardilla extraƱa cuando me familiarice con ellas. Me pregunto cuĆ”les de las chicas de aquĆ­ serĆ”n mis amigas. Es realmente una especulación interesante. Por supuesto que le prometĆ­ a Diana que ninguna chica de la Reina, por mucho que me gustara, serĆ­a nunca tan querida para mĆ­ como ella; pero tengo un montón de afectos de segunda para otorgar. Me gusta el aspecto de esa chica de ojos marrones y cintura carmesĆ­. Parece viva y rojiza; y ahĆ­ estĆ” esa rubia pĆ”lida que mira por la ventana. Tiene un pelo precioso y parece como si supiera un par de cosas sobre los sueƱos. Me gustarĆ­a conocerlas a las dos, conocerlas bien, lo bastante como para pasear con el brazo alrededor de sus cinturas y ponerles apodos. Pero ahora mismo no las conozco y ellas no me conocen a mĆ­, y probablemente no quieran conocerme a mĆ­ en particular. Es una soledad”.

MÔs solitaria aún se sintió Ana cuando aquella noche, al anochecer, se encontró sola en el dormitorio del vestíbulo. No iba a alojarse con las otras muchachas, que tenían parientes en la ciudad que se apiadaban de ellas. A la señorita Josephine Barry le hubiera gustado alojarla, pero Beechwood estaba tan lejos de la Academia que era imposible; así que la señorita Barry buscó una pensión, asegurando a Matthew y a Marilla que era el lugar adecuado para Ana.

“La seƱora que la regenta es una gentilhombre reducida”, explicó la seƱorita Barry. “Su marido era oficial britĆ”nico, y tiene mucho cuidado con la clase de huĆ©spedes que acepta. Ana no se encontrarĆ” bajo su techo con ninguna persona desagradable. La mesa es buena, y la casa estĆ” cerca de la Academia, en un barrio tranquilo”.

Todo esto podía ser muy cierto, y así resultó, pero no ayudó a Ana en la primera agonía de nostalgia que se apoderó de ella. Miró consternada su estrecha y pequeña habitación, con sus paredes empapeladas y sin cuadros, su pequeño somier de hierro y su librería vacía; Y un horrible ahogo se apoderó de su garganta al pensar en su blanca habitación de Tejas Verdes, donde tendría la agradable conciencia de una gran naturaleza verde al aire libre, de los dulces guisantes que crecían en el jardín, de la luz de la luna que caía sobre el huerto, del arroyo al pie de la ladera y de las ramas de los abetos mecidas por el viento nocturno, de un vasto cielo estrellado y de la luz de la ventana de Diana brillando a través del hueco entre los Ôrboles. Aquí no había nada de esto; Ana sabía que fuera de su ventana había una calle dura, con una red de cables telefónicos que tapaban el cielo, el traqueteo de pies ajenos y mil luces brillando en rostros extraños. Sabía que iba a llorar y luchó contra ello.

“No llorarĆ©. Es una tonterĆ­a… y una debilidad… ahĆ­ estĆ” la tercera lĆ”grima salpicĆ”ndome la nariz. Vienen mĆ”s. Debo pensar en algo gracioso para detenerlas. Pero no hay nada divertido excepto lo que estĆ” relacionado con Avonlea, y eso sólo empeora las cosas-cuatro-cinco-me voy a casa el próximo viernes, pero eso parece estar a cien aƱos de distancia. Oh, Matthew ya casi estĆ” en casa, y Marilla estĆ” en la puerta, buscĆ”ndolo por el camino… seis-siete-ocho… Ā”oh, es inĆŗtil contarlos! VendrĆ”n en avalancha. No puedo animarme, no quiero animarme. Es mejor ser desgraciada”.

El torrente de lÔgrimas habría llegado, sin duda, de no haber aparecido Josie Pye en aquel momento. En la alegría de ver una cara conocida, Ana olvidó que nunca había habido mucho amor perdido entre ella y Josie. Como parte de la vida de Avonlea incluso una Pye era bienvenida.

“Me alegro mucho de que hayas venido”, dijo Ana con sinceridad.

“Has estado llorando -observó Josie con agravante compasión-. “Supongo que extraƱas tu casa; algunas personas tienen muy poco autocontrol en ese sentido. No tengo intención de aƱorar mi casa, te lo aseguro. La ciudad es demasiado alegre despuĆ©s de esa vieja Avonlea. Me pregunto cómo pude vivir allĆ­ tanto tiempo. No deberĆ­as llorar, Ana; no te sienta bien, porque se te enrojecen la nariz y los ojos, y entonces pareces toda roja. Hoy me lo he pasado de maravilla en la Academia. Nuestro profesor de francĆ©s es simplemente un pato. Su bigote te darĆ­a dolor de corazón. ĀæTienes algo de comer por aquĆ­, Ana? Estoy literalmente hambrienta. Ah, supuse que Marilla te llenarĆ­a de pastel. Por eso llamĆ©. Si no, habrĆ­a ido al parque a escuchar a la banda tocar con Frank Stockley. Se aloja en el mismo lugar que yo, y es un deportista. Se fijó en ti en clase y me preguntó quiĆ©n era la chica pelirroja. Le dije que eras una huĆ©rfana que los Cuthbert habĆ­an adoptado, y que nadie sabĆ­a mucho de lo que habĆ­as sido antes de eso.”

Ana se preguntaba si, despuĆ©s de todo, la soledad y las lĆ”grimas no serĆ­an mĆ”s satisfactorias que la compaƱƭa de Josie Pye, cuando aparecieron Jane y Ruby, cada una con un centĆ­metro de cinta del color de la Reina -pĆŗrpura y escarlataprendida orgullosamente a su abrigo. Como Josie no “hablaba” con Jane en ese momento, tuvo que calmarse en una relativa inofensividad.

“Bueno -dijo Jane con un suspiro-, me siento como si hubiera vivido muchas lunas desde esta maƱana. DeberĆ­a estar en casa estudiando a Virgilio; ese viejo y horrible profesor nos dio veinte lĆ­neas para empezar maƱana. Pero simplemente no pude ponerme a estudiar esta noche. Ana, me parece ver rastros de lĆ”grimas. Si has estado llorando, confiesa. Me devolverĆ” la autoestima, ya que derramaba lĆ”grimas libremente antes de que llegara Ruby. No me importa ser un ganso si alguien mĆ”s tambiĆ©n lo es. ĀæPastel? Me darĆ”s un trocito, Āæverdad? Te lo agradezco. Tiene el verdadero sabor de Avonlea”.

Ruby, al ver el calendario de la Reina sobre la mesa, quiso saber si Ana tenía intención de intentar conseguir la medalla de oro.

Ana se sonrojó y admitió que lo estaba pensando.

“Ah, eso me recuerda -dijo Josieque, despuĆ©s de todo, Queen’s obtendrĆ” una de las becas Avery. La noticia llegó hoy. Frank Stockley me lo dijo. Su tĆ­o es uno de los miembros de la junta de gobierno. MaƱana se anunciarĆ” en la Academia”.

”Una beca Avery! Ana sintió que el corazón le latía mÔs aprisa, y que los horizontes de su ambición se desplazaban y ampliaban como por arte de magia. Antes de que Josie le diera la noticia, la mÔxima aspiración de Ana había sido la licencia provincial de maestra, la primera clase, a fin de año, ”y tal vez la medalla! Pero ahora, en un instante, Ana se veía a sí misma ganando la beca Avery, haciendo un curso de Arte en el Redmond College, y graduÔndose con toga y birrete, todo ello antes de que el eco de las palabras de Josie se hubiera apagado. La beca Avery se concedía en inglés, y Ana sintió que pisaba su tierra natal.

Un acaudalado fabricante de New Brunswick habĆ­a fallecido y dejado parte de su fortuna para dotar un gran nĆŗmero de becas que se distribuirĆ­an entre los diversos institutos y academias de las Provincias MarĆ­timas, segĆŗn sus respectivas clasificaciones. HabĆ­a habido muchas dudas sobre si se asignarĆ­a una a Queen’s, pero al fin se resolvió el asunto, y al final del aƱo el graduado que sacara la nota mĆ”s alta en InglĆ©s y Literatura Inglesa ganarĆ­a la beca: doscientos cincuenta dólares al aƱo durante cuatro aƱos en Redmond College. No es de extraƱar que Ana se acostara aquella noche con un cosquilleo en las mejillas.

“GanarĆ© la beca si puedo hacerlo trabajando duro”, resolvió. “ĀæNo se sentirĆ­a orgulloso Matthew si yo consiguiera ser una B. A.? Oh, es encantador tener ambiciones. Estoy tan contenta de tener tantas. Y parece que nunca se acaban, eso es lo mejor. Tan pronto como alcanzas una ambición, ves otra brillando aĆŗn mĆ”s alto. Eso hace la vida tan interesante”.


CapĆ­tulo 35: El invierno en Queen’s

La nostalgia de Ana fue desapareciendo, ayudada en gran parte por sus visitas a casa los fines de semana. Todos los viernes por la noche, mientras duró el buen tiempo, los estudiantes de Avonlea fueron a Carmody en el nuevo ramal ferroviario. Diana y otros jóvenes de Avonlea solían ir a recibirlos, y todos caminaban hacia Avonlea en alegre fiesta. Ana pensaba que aquellos paseos nocturnos de los viernes por las colinas otoñales, con el aire dorado y fresco y las luces de Avonlea titilando mÔs allÔ, eran las horas mejores y mÔs entrañables de toda la semana.

Gilbert Blythe casi siempre caminaba con Ruby Gillis y le llevaba la cartera. Ruby era una joven muy atractiva, que ahora se creƭa tan adulta como era en realidad; llevaba las faldas tan largas como su madre se lo permitƭa y se recogƭa el pelo en la ciudad, aunque tenƭa que soltƔrselo cuando volvƭa a casa. Tenƭa unos ojos grandes y de un azul intenso, una tez brillante y una figura regordeta y vistosa. Se reƭa mucho, era alegre y de buen humor, y disfrutaba francamente de las cosas agradables de la vida.

“Pero no creo que fuese el tipo de chica que le gustarĆ­a a Gilbert”, susurró Jane a Ana. Ana tampoco lo creĆ­a, pero no lo habrĆ­a dicho por la beca Avery. No podĆ­a dejar de pensar, ademĆ”s, que serĆ­a muy agradable tener un amigo como Gilbert con quien bromear y charlar e intercambiar ideas sobre libros y estudios y ambiciones. Gilbert tenĆ­a ambiciones, ella lo sabĆ­a, y Ruby Gillis no parecĆ­a el tipo de persona con la que se pudiera discutir provechosamente.

No había ningún sentimiento tonto en las ideas de Ana respecto a Gilbert. Los muchachos eran para ella, cuando pensaba en ellos, simplemente posibles buenos camaradas. Si Gilbert y ella hubiesen sido amigos, no le habría importado cuÔntos amigos tuviese ni con quién anduviese. Tenía genio para la amistad; amigas tenía en abundancia; pero tenía la vaga conciencia de que la amistad masculina podía ser también una buena cosa para redondear los conceptos de compañerismo y proporcionar puntos de vista mÔs amplios para juzgar y comparar. No es que Ana hubiera podido definir tan claramente sus sentimientos al respecto. Pero pensó que si Gilbert la hubiera acompañado alguna vez a casa desde el tren, por los campos crujientes y a lo largo de los caminos cubiertos de helechos, habrían tenido muchas conversaciones alegres e interesantes sobre el nuevo mundo que se abría a su alrededor y sobre sus esperanzas y ambiciones en él. Gilbert era un joven inteligente, con sus propias ideas sobre las cosas y la determinación de sacar lo mejor de la vida y poner lo mejor en ella. Ruby Gillis le dijo a Jane Andrews que no entendía la mitad de las cosas que Gilbert Blythe decía; él hablaba igual que Ana Shirley cuando estaba pensativa y, por su parte, ella no creía que fuera divertido molestarse con libros y ese tipo de cosas cuando no era necesario. Frank Stockley era mucho mÔs atrevido, pero no era ni la mitad de guapo que Gilbert, y ella no podía decidirse por uno de los dos.

En la Academia, Ana fue formando poco a poco un pequeƱo cĆ­rculo de amigas, alumnas reflexivas, imaginativas y ambiciosas como ella. Pronto se hizo Ć­ntima de Stella Maynard, la muchacha de las “rosas rojas”, y de Priscilla Grant, la “muchacha de los sueƱos”, y descubrió que esta Ćŗltima, una doncella pĆ”lida y de aspecto espiritual, estaba llena de travesuras, bromas y diversión, mientras que Stella, de ojos negros y vivaces, tenĆ­a un corazón lleno de sueƱos y fantasĆ­as melancólicos, tan aĆ©reos y luminosos como los de Ana.

DespuƩs de las vacaciones de Navidad, las alumnas de Avonlea dejaron de ir a casa los viernes y se dedicaron a trabajar duro. Para entonces, todos los alumnos de la Reina se habƭan situado en sus propios puestos y las diversas clases habƭan adquirido matices de individualidad distintos y asentados. Ciertos hechos habƭan llegado a ser generalmente aceptados. Se admitƭa que los aspirantes a medalla se habƭan reducido prƔcticamente a tres: Gilbert Blythe, Ana Shirley y Lewis Wilson; la beca Avery era mƔs dudosa, ya que cualquiera de los seis podƭa ganarla. La medalla de bronce en MatemƔticas se daba por ganada por un chico del campo, gordo y gracioso, con la frente llena de baches y un abrigo lleno de remiendos.

Ruby Gillis era la chica mĆ”s guapa del aƱo en la Academia; en las clases de segundo aƱo Stella Maynard se llevaba la palma en belleza, con una pequeƱa pero crĆ­tica minorĆ­a a favor de Ana Shirley. Todos los jueces competentes reconocieron que Ethel Marr era la mĆ”s elegante en peluquerĆ­a, y Jane Andrews -una Jane sencilla, trabajadora y concienzudase llevó los honores en el curso de ciencias domĆ©sticas. Incluso Josie Pye alcanzó cierta preeminencia como la joven de lengua mĆ”s afilada que asistĆ­a a Queen’s. AsĆ­ pues, puede afirmarse que las antiguas alumnas de la seƱorita Stacy se defendĆ­an bien en el amplio campo del curso acadĆ©mico.

Ana trabajaba duro y con constancia. Su rivalidad con Gilbert era tan intensa como siempre lo habĆ­a sido en la escuela de Avonlea, aunque no era conocida en la clase en general, pero de alguna manera la amargura habĆ­a desaparecido. Ana ya no deseaba ganar por vencer a Gilbert, sino por la orgullosa conciencia de una victoria bien ganada sobre un digno enemigo. MerecĆ­a la pena ganar, pero ya no pensaba que la vida serĆ­a insoportable si no lo hacĆ­a.

A pesar de las lecciones, los estudiantes encontraban ocasiones para pasar ratos agradables. Ana pasaba muchas de sus horas libres en Beechwood y generalmente cenaba allí los domingos e iba a la iglesia con la señorita Barry. Esta última, como ella misma admitía, estaba envejeciendo, pero sus ojos negros no se apagaban ni el vigor de su lengua disminuía en lo mÔs mínimo. Pero nunca afiló ésta contra Ana, que seguía siendo la principal favorita de la crítica anciana.

“Esa Ana mejora constantemente”, decĆ­a. “Me cansan las otras muchachas: son tan provocadoras y eternamente iguales. Ana tiene tantos matices como el arco iris, y cada uno de ellos es el mĆ”s bonito mientras dura. No sĆ© si es tan divertida como cuando era niƱa, pero me hace quererla y me gustan las personas que me hacen quererlas. Me ahorra tantos problemas en hacer que yo las ame”.

Entonces, casi antes de que nadie se diera cuenta, habĆ­a llegado la primavera; en Avonlea, las flores de mayo asomaban rosadas en los pĆ”ramos donde permanecĆ­an las coronas de nieve; y la “niebla verde” cubrĆ­a los bosques y los valles. Pero en Charlottetown los acosados estudiantes de Queen’s sólo pensaban y hablaban de exĆ”menes.

“No parece posible que el curso estĆ© a punto de terminar”, dijo Ana. “Vaya, el otoƱo pasado parecĆ­a tan largo de esperar: todo un invierno de estudios y clases. Y aquĆ­ estamos, con los exĆ”menes a la vuelta de la esquina. Chicas, a veces siento como si esos exĆ”menes lo fueran todo, pero cuando miro los grandes brotes que se hinchan en esos castaƱos y el aire azul brumoso al final de las calles no parecen ni la mitad de importantes.”

Jane, Ruby y Josie, que se habían dejado caer por allí, no lo veían así. Para ellas, los exÔmenes eran siempre muy importantes, mucho mÔs que los brotes de los castaños o las brumas de mayo. Estaba muy bien que Ana, que estaba segura de aprobar al menos, tuviera sus momentos de menosprecio, pero cuando todo tu futuro dependía de ellos -como las muchachas pensaban realmente que era el suyono podías considerarlos filosóficamente.

“He perdido dos kilos en las Ćŗltimas dos semanas”, suspiró Jane. “Es inĆŗtil decir que no me preocupe. Me preocuparĆ©. Preocuparse te ayuda un poco; parece como si estuvieras haciendo algo cuando te preocupas. SerĆ­a terrible si no consiguiera mi licencia despuĆ©s de ir a Queen’s todo el invierno y gastar tanto dinero.”

“No me importa”, dijo Josie Pye. “Si no apruebo este aƱo, volverĆ© el próximo. Mi padre puede permitirse enviarme. Ana, Frank Stockley dice que el profesor Tremaine dijo que Gilbert Blythe obtendrĆ­a la medalla con toda seguridad y que Emily Clay probablemente ganarĆ­a la beca Avery.”

“Puede que eso me haga sentir mal maƱana, Josie”, rió Ana, “pero ahora mismo siento sinceramente que mientras sepa que las violetas estĆ”n saliendo todas moradas en la hondonada que hay debajo de Tejas Verdes y que los pequeƱos helechos asoman la cabeza en Lovers’ Lane, no hay gran diferencia en que gane o no la Avery. Lo he hecho lo mejor que he podido y empiezo a comprender lo que significa “la alegrĆ­a de la lucha”. DespuĆ©s de intentarlo y ganar, lo mejor es intentarlo y fracasar. Ā”Chicas, no hablĆ©is de exĆ”menes! Mirad ese arco de cielo verde pĆ”lido sobre esas casas e imaginaos lo que debe parecer sobre los hayedos pĆŗrpura-oscuros de Avonlea”.

“ĀæQuĆ© te vas a poner para la graduación, Jane?”, preguntó Ruby prĆ”cticamente.

Jane y Josie contestaron a la vez y la charla se convirtió en un remolino de modas. Pero Ana, con los codos apoyados en el alféizar de la ventana, la suave mejilla apoyada en las manos entrelazadas y los ojos llenos de visiones, miraba sin disimulo a través de los tejados y las agujas de la ciudad hacia aquella gloriosa cúpula de cielo al atardecer y tejía sus sueños de un futuro posible con el tejido dorado del optimismo propio de la juventud. Todo el MÔs AllÔ era suyo, con sus posibilidades acechando rosadamente en los años venideros, cada año una rosa de promesa para ser tejida en una coronilla inmortal.


Capƭtulo 36: La gloria y el sueƱo

La maƱana en que los resultados finales de todos los exĆ”menes iban a ser expuestos en el tablón de anuncios de Queen’s, Ana y Juana caminaban juntas por la calle. Jane estaba sonriente y contenta; los exĆ”menes habĆ­an terminado y estaba cómodamente segura de haber aprobado al menos; consideraciones ulteriores no preocupaban a Jane en absoluto; no tenĆ­a ambiciones desmesuradas y, por consiguiente, no se sentĆ­a afectada por la inquietud que ello conllevaba. Porque todo lo que conseguimos o tomamos en este mundo tiene un precio; y aunque vale la pena tener ambiciones, Ć©stas no se consiguen a bajo precio, sino que exigen trabajo y abnegación, ansiedad y desaliento. Ana estaba pĆ”lida y tranquila; en diez minutos mĆ”s sabrĆ­a quiĆ©n habĆ­a ganado la medalla y quiĆ©n el Avery. MĆ”s allĆ” de esos diez minutos no parecĆ­a haber, en aquel momento, nada digno de llamarse Tiempo.

“Por supuesto que ganarĆ”s una de todas formas”, dijo Jane, que no podĆ­a entender cómo la facultad podĆ­a ser tan injusta como para ordenarlo de otro modo.

“No tengo ninguna esperanza en el Avery”, dijo Ana. “Todo el mundo dice que lo ganarĆ” Emily Clay. Y no voy a marchar hasta ese tablón de anuncios y mirarlo delante de todo el mundo. No tengo valor moral. Voy directamente al vestuario de las chicas. Debes leer los anuncios y luego venir a decĆ­rmelo, Jane. Y te imploro en nombre de nuestra vieja amistad que lo hagas lo antes posible. Si he fallado sólo dilo, sin tratar de romperlo suavemente; y hagas lo que hagas no simpatices conmigo. PromĆ©temelo, Jane”.

Jane prometió solemnemente; pero, como sucedió, no habĆ­a necesidad de tal promesa. Cuando subieron los escalones de entrada de Queen’s encontraron el vestĆ­bulo lleno de muchachos que llevaban a Gilbert Blythe a hombros y gritaban a voz en cuello: “Ā”Viva Blythe, medallista!”.

Por un momento Ana sintió una nauseabunda punzada de derrota y decepción. Ella había fracasado y Gilbert había ganado. Matthew lo lamentaría; estaba tan seguro de que ella ganaría.

Y entonces…
Alguien gritó:
“Ā”Tres hurras por la Srta. Shirley, ganadora del Avery!”

“Ā”Oh, Ana!”, jadeó Jane, mientras huĆ­an hacia el vestuario de las chicas en medio de efusivos vĆ­tores. “Ā”Oh, Ana, estoy tan orgullosa! ĀæNo es esplĆ©ndido?”

Y entonces las chicas las rodearon y Ana fue el centro de un grupo que reía y felicitaba. Le golpearon los hombros y le estrecharon las manos enérgicamente. La empujaron, tiraron de ella y la abrazaron, y entre todo eso consiguió susurrarle a Jane:

“Ā”Oh, no se alegrarĆ”n Matthew y Marilla! Debo escribir la noticia a casa enseguida”.

La ceremonia de graduación fue el siguiente acontecimiento importante. Los ejercicios se celebraron en el gran salón de actos de la Academia. Se pronunciaron discursos, se leyeron ensayos, se cantaron canciones y se hizo la entrega pública de diplomas, premios y medallas.

Matthew y Marilla estaban allí, con ojos y oídos para una sola estudiante en el estrado: una chica alta vestida de verde pÔlido, con las mejillas ligeramente sonrojadas y los ojos estrellados, que leyó la mejor redacción y fue señalada y susurrada como la ganadora de Avery.

“ĀæTe alegras de que nos la hayamos quedado, Marilla?”, susurró Matthew, hablando por primera vez desde que habĆ­a entrado en la sala, cuando Ana terminó su redacción.

“No es la primera vez que me alegro”, replicó Marilla. “Te gusta restregar las cosas, Matthew Cuthbert”.

La señorita Barry, que estaba sentada detrÔs de ellas, se inclinó hacia delante y le dio un golpe en la espalda a Marilla con su sombrilla.

“ĀæNo estĆ”s orgullosa de esa Ana-girl? Lo estoy”, dijo.

Aquella tarde Ana regresó a Avonlea con Matthew y Marilla. No había estado en casa desde abril y sentía que no podía esperar ni un día mÔs. Los manzanos estaban en flor y el mundo era fresco y joven. Diana estaba en Tejas Verdes para recibirla. En su blanca habitación, en cuyo alféizar Marilla había colocado un rosal en flor, Ana miró a su alrededor y exhaló un largo suspiro de felicidad.

“Oh, Diana, me alegro tanto de haber vuelto. Me alegro tanto de ver esos abetos puntiagudos resaltando contra el cielo rosado, y ese huerto blanco y la vieja Reina de las Nieves. ĀæNo es delicioso el aliento de la menta? Y esa rosa de tĆ© es una canción, una esperanza y una plegaria, todo en uno. Y me alegro de volver a verte, Diana”.

“CreĆ­ que te gustaba mĆ”s esa Stella Maynard que yo”, dijo Diana con reproche. “Josie Pye me dijo que sĆ­. Josie dijo que estabas encaprichada de ella”.

Ana se echó a reĆ­r y lanzó a Diana los desvaĆ­dos “lirios de junio” de su ramo.

“Stella Maynard es la chica mĆ”s querida del mundo, excepto una, y esa eres tĆŗ, Diana”, dijo. “Te quiero mĆ”s que nunca, y tengo tantas cosas que decirte. Pero ahora mismo siento como si me bastara con sentarme aquĆ­ y mirarte. Estoy cansada, creo, cansada de ser estudiosa y ambiciosa. MaƱana pienso pasar al menos dos horas tumbado en la hierba del huerto, sin pensar en absolutamente nada.”

“Lo has hecho esplĆ©ndidamente, Ana. Supongo que no darĆ”s clases ahora que has ganado el Avery.”

“No. Me voy a Redmond en septiembre. ĀæNo te parece maravilloso? TendrĆ© una nueva ambición despuĆ©s de tres gloriosos y dorados meses de vacaciones. Jane y Ruby van a enseƱar. ĀæNo es esplĆ©ndido pensar que todos lo hemos conseguido, incluso Moody Spurgeon y Josie Pye?”

“Los administradores de Newbridge ya han ofrecido a Jane su escuela”, dijo Diana. “Gilbert Blythe tambiĆ©n va a enseƱar. Tiene que hacerlo. Al fin y al cabo, su padre no puede permitirse enviarlo a la universidad el aƱo que viene, asĆ­ que tiene la intención de ganarse la vida. Espero que consiga la escuela aquĆ­ si la seƱorita Ames decide marcharse”.

Ana sintió una extraña sensación de consternada sorpresa. No lo sabía; esperaba que Gilbert se marchase también a Redmond. ¿Qué haría ella sin su inspiradora rivalidad? ¿No sería el trabajo, incluso en una universidad mixta con un verdadero título en perspectiva, mÔs bien plano sin su amigo el enemigo?

A la maƱana siguiente, durante el desayuno, Ana se dio cuenta de repente de que Matthew no tenƭa buen aspecto. Estaba mucho mƔs canoso que un aƱo antes.

“Marilla”, dijo vacilante cuando Ć©l hubo salido, “Āæse encuentra Matthew bien?”.

“No, no lo estĆ””, dijo Marilla en tono preocupado. “Ha tenido algunos problemas cardĆ­acos esta primavera y no se salva ni un Ć”pice. He estado muy preocupada por Ć©l, pero desde hace un tiempo estĆ” un poco mejor y tenemos un buen empleado, asĆ­ que espero que descanse y se recupere. Tal vez lo haga ahora que estĆ”s en casa. TĆŗ siempre le animas”.

Ana se inclinó sobre la mesa y tomó el rostro de Marilla entre sus manos.

“TĆŗ tampoco tienes el aspecto que me gustarĆ­a verte, Marilla. Pareces cansada. Me temo que has trabajado demasiado. Debes tomar un descanso, ahora que estoy en casa. Voy a tomarme este dĆ­a libre para visitar todos los viejos y queridos lugares y cazar mis viejos sueƱos, y luego te tocarĆ” a ti hacer el vago mientras yo hago el trabajo.”

Marilla sonrió afectuosamente a su hija.

“No es el trabajo, es mi cabeza. Ahora me duele a menudo detrĆ”s de los ojos. El doctor Spencer me ha estado poniendo gafas, pero no me sirven de nada. Hay un oculista distinguido que viene a la isla el Ćŗltimo de junio y el doctor dice que debo verlo. Supongo que tendrĆ© que hacerlo. Ya no puedo leer ni coser cómodamente. Bueno, Ana, debo decir que lo has hecho muy bien en Queen’s. Sacar la licencia de primera clase en un aƱo y ganar la beca Avery… bueno, bueno, la seƱora Lynde dice que el orgullo precede a la caĆ­da y no cree en absoluto en la educación superior de las mujeres; dice que las incapacita para la verdadera esfera de la mujer. No creo ni una palabra. Hablando de Rachel me recuerda… Āæhas oĆ­do algo sobre el Abbey Bank Ćŗltimamente, Ana?”

“OĆ­ que estaba inestable”, respondió Ana. “ĀæPor quĆ©?

“Eso dijo Rachel. Estuvo aquĆ­ un dĆ­a de la semana pasada y dijo que se habĆ­a hablado de ello. Matthew se sintió muy preocupado. Todo lo que hemos ahorrado estĆ” en ese banco, hasta el Ćŗltimo cĆ©ntimo. Yo querĆ­a que Matthew lo pusiera en la Caja de Ahorros en primer lugar, pero el viejo Sr. Abbey era un gran amigo de papĆ” y siempre habĆ­a hecho sus operaciones bancarias con Ć©l. Matthew dijo que cualquier banco con Ć©l a la cabeza era lo suficientemente bueno para cualquiera”.

“Creo que sólo ha sido su director nominal durante muchos aƱos”, dijo Ana. “Es un hombre muy mayor; sus sobrinos estĆ”n realmente al frente de la institución”.

“Bueno, cuando Rachel nos dijo eso, quise que Matthew sacara nuestro dinero de inmediato y Ć©l dijo que lo pensarĆ­a. Pero el seƱor Russell le dijo ayer que el banco estaba bien”.

Ana tuvo su buen dĆ­a en la compaƱƭa del mundo exterior. Nunca olvidó aquel dĆ­a, tan luminoso, dorado y hermoso, tan libre de sombras y tan pródigo en flores. Ana pasó algunas de sus ricas horas en el huerto; fue a la Burbuja de la drĆ­ade y a Willowmere y Violet Vale; pasó por la mansión y tuvo una satisfactoria conversación con la seƱora Allan; y finalmente, al atardecer, fue con Matthew a por las vacas, a travĆ©s de Lovers’ Lane hasta el prado trasero. Todo el bosque estaba cubierto por la puesta de sol y su cĆ”lido esplendor se colaba por las brechas de las colinas del oeste. Matthew caminaba lentamente con la cabeza inclinada; Ana, alta y erguida, acompasaba su paso saltarĆ­n al de Ć©l.

“Hoy has trabajado demasiado, Matthew”, le reprochó. “ĀæPor quĆ© no te tomas las cosas con mĆ”s calma?”.

“Bueno, parece que no puedo”, dijo Matthew, mientras abrĆ­a la puerta del corral para dejar pasar a las vacas. “Es sólo que me estoy haciendo viejo, Ana, y sigo olvidĆ”ndolo. Bueno, bueno, siempre he trabajado muy duro y prefiero dejarme caer en los arreos”.

“Si yo hubiera sido el muchacho que mandaste llamar”, dijo Ana con nostalgia, “podrĆ­a ayudarte tanto ahora y prescindir de ti de cien maneras.

PodrĆ­a encontrar en mi corazón el deseo de haber sido, sólo por eso”.

“Bueno, ahora, prefiero tenerte a ti que a una docena de chicos, Ana”, dijo Matthew dĆ”ndole palmaditas en la mano. “Piensa en eso: antes que a una docena de chicos. Bueno, supongo que no fue un chico el que se llevó la beca Avery, Āæverdad? Fue una chica-mi chica-de la que estoy orgulloso”.

Le dedicó su tímida sonrisa mientras salía al patio. Ana se llevó consigo el recuerdo cuando aquella noche se fue a su habitación y se sentó largo rato junto a su ventana abierta, pensando en el pasado y soñando con el futuro. Afuera, la Reina de las Nieves se veía brumosamente blanca bajo la luz de la luna; las ranas cantaban en el pantano, mÔs allÔ de la Ladera del Huerto. Ana recordaba siempre la plateada y apacible belleza y la fragante calma de aquella noche. Fue la última noche antes de que la tristeza tocara su vida, y ninguna vida vuelve a ser la misma una vez que ese toque frío y santificador se ha posado sobre ella.


CapĆ­tulo 37: El segador que se llama muerte

“Matthew-Matthew-ĀæquĆ© te pasa? Matthew, ĀæestĆ”s enfermo?”

Era Marilla quien hablaba, alarmada en cada palabra entrecortada. Ana atravesó el vestíbulo, con las manos llenas de narcisos blancos -pasó mucho tiempo antes de que Ana pudiera volver a amar la vista o el olor de los narcisos blancos-, a tiempo de oírla y de ver a Matthew de pie en la puerta del porche, con un papel doblado en la mano y el rostro extrañamente demacrado y gris. Ana dejó caer sus flores y corrió hacia él a través de la cocina, al mismo tiempo que Marilla. Llegaron demasiado tarde; antes de que pudieran alcanzarlo, Matthew había caído al otro lado del umbral.

“Se ha desmayado”, jadeó Marilla. “Ana, corre a buscar a Martin, Ā”rĆ”pido, rĆ”pido! EstĆ” en el granero”.

Martin, el jornalero, que acababa de llegar a casa desde la oficina de correos, partió inmediatamente hacia el médico, pasando por Orchard Slope en su camino para enviar al señor y la señora Barry. La señora Lynde, que estaba allí haciendo un recado, vino también. Encontraron a Ana y a Marilla distraídas tratando de devolver el conocimiento a Matthew.

La señora Lynde las apartó suavemente, le tomó el pulso y le puso la oreja sobre el corazón. Miró con tristeza sus rostros ansiosos y las lÔgrimas afloraron a sus ojos.

“Oh, Marilla”, dijo con gravedad. “No creo que podamos hacer nada por Ć©l”.

“Sra. Lynde, usted no cree… no puede creer que Matthew estĆ©… estĆ©…”. Ana no pudo pronunciar la terrible palabra; se puso enferma y pĆ”lida.

“NiƱa, sĆ­, me lo temo. MĆ­rale la cara. Cuando hayas visto esa mirada tantas veces como yo, sabrĆ”s lo que significa”.

Ana miró el rostro inmóvil y allí contempló el sello de la Gran Presencia.

Cuando llegó el médico, dijo que la muerte había sido instantÔnea y probablemente indolora, causada con toda probabilidad por una conmoción repentina. Se descubrió que el secreto de la conmoción estaba en el periódico que Matthew tenía en la mano y que Martin había traído de la oficina aquella mañana. En él se informaba de la quiebra del Abbey Bank.

La noticia se difundió rÔpidamente por Avonlea, y durante todo el día amigos y vecinos se agolparon en Tejas Verdes e iban y venían a hacer recados de bondad para los muertos y los vivos. Por primera vez el tímido y callado Matthew Cuthbert era una persona de importancia central; la blanca majestuosidad de la muerte había caído sobre él y lo había distinguido como alguien coronado.

Cuando la serena noche cayó suavemente sobre Tejas Verdes, la vieja casa estaba silenciosa y tranquila. En el salón yacía Matthew Cuthbert en su ataúd, con su larga cabellera gris enmarcando su plÔcido rostro, en el que se dibujaba una sonrisa amable, como si estuviera durmiendo y soñando sueños agradables. Había flores a su alrededor, flores dulces y antiguas que su madre había plantado en el jardín de la casa en sus días de novia y por las que Matthew siempre había sentido un amor secreto y sin palabras. Ana las había recogido y se las había llevado, con sus ojos angustiados y sin lÔgrimas ardiendo en su rostro blanco. Era lo último que podía hacer por él.

Los Barry y la seƱora Lynde se quedaron con ellos aquella noche. Diana, dirigiƩndose al hastial oriental, donde Ana estaba de pie junto a su ventana, le dijo suavemente:

“Ana querida, Āæte gustarĆ­a que durmiera contigo esta noche?”

“Gracias, Diana. Ana miró seriamente a su amiga. “Creo que no me malinterpretarĆ”s si te digo que quiero estar sola. No tengo miedo. No he estado sola ni un minuto desde que sucedió, y quiero estarlo. Quiero estar en silencio y tranquila y tratar de darme cuenta. No puedo darme cuenta. La mitad del tiempo me parece que Matthew no puede estar muerto; y la otra mitad me parece como si llevara muerto mucho tiempo y yo tuviera este horrible dolor sordo desde entonces.”

Diana no acababa de comprender. El apasionado dolor de Marilla, que rompía todos los límites de la reserva natural y de la costumbre de toda la vida en su tempestuoso arrebato, podía comprenderlo mejor que la agonía sin lÔgrimas de Ana. Pero se marchó amablemente, dejando a Ana sola en su primera vigilia de dolor.

Ana esperaba que las lÔgrimas brotaran en la soledad. Le parecía terrible no poder derramar una lÔgrima por Mateo, a quien tanto había amado y que tan amable había sido con ella, Mateo, que había caminado con ella la última tarde al atardecer y que ahora yacía en la penumbra de la habitación de abajo con aquella horrible paz en su frente. Pero al principio no hubo lÔgrimas, ni siquiera cuando se arrodilló junto a la ventana en la oscuridad y rezó mirando las estrellas mÔs allÔ de las colinas; no hubo lÔgrimas, sólo el mismo horrible dolor sordo de la miseria que siguió doliéndole hasta que se quedó dormida, agotada por el dolor y la excitación del día.

Por la noche se despertó, con la quietud y la oscuridad a su alrededor, y el recuerdo del dĆ­a la invadió como una ola de dolor. PodĆ­a ver el rostro de Mateo sonriĆ©ndole como le habĆ­a sonreĆ­do cuando se separaron en la puerta aquella Ćŗltima noche; podĆ­a oĆ­r su voz diciendo: “Mi niƱa, mi niƱa de la que estoy orgulloso”. Entonces brotaron las lĆ”grimas y Ana lloró desconsoladamente. Marilla la oyó y se arrastró para consolarla.

“No llores tanto, querida. No puede traerlo de vuelta. No estĆ” bien llorar asĆ­. Lo sabĆ­a hoy, pero no pude evitarlo entonces. Siempre habĆ­a sido un hermano tan bueno y amable conmigo, pero Dios sabe mĆ”s”.

“Oh, dĆ©jame llorar, Marilla”, sollozó Ana. “Las lĆ”grimas no me duelen como me dolĆ­a aquel dolor. QuĆ©date un rato conmigo y no me sueltes el brazo. No podrĆ­a permitir que Diana se quedara, ella es buena, amable y dulce, pero no es su dolor, ella estĆ” fuera de Ć©l y no podrĆ­a acercarse lo suficiente a mi corazón para ayudarme. Es nuestro dolor, tuyo y mĆ­o. Oh, Marilla, ĀæquĆ© haremos sin Ć©l?”

“Nos tenemos la una a la otra, Ana. No sĆ© quĆ© harĆ­a si no estuvieras aquĆ­, si nunca hubieras venido. Oh, Ana, sĆ© que tal vez he sido algo estricta y dura contigo, pero no debes pensar que no te he querido tanto como Matthew, a pesar de todo. Quiero decĆ­rtelo ahora que puedo. Nunca me ha sido fĆ”cil decir las cosas de corazón, pero en momentos como Ć©ste es mĆ”s fĆ”cil. Te quiero tanto como si fueras de mi propia sangre y has sido mi alegrĆ­a y mi consuelo desde que llegaste a Tejas Verdes.”

Dos dĆ­as despuĆ©s llevaron a Matthew Cuthbert al otro lado del umbral de su casa y lo alejaron de los campos que habĆ­a labrado y de los huertos que habĆ­a amado y de los Ć”rboles que habĆ­a plantado; y entonces Avonlea volvió a su placidez habitual e incluso en Tejas Verdes los asuntos se deslizaron en su antigua rutina y el trabajo se hizo y los deberes se cumplieron con la regularidad de antes, aunque siempre con la dolorosa sensación de “pĆ©rdida en todas las cosas familiares.” Ana, nueva en el dolor, pensaba que era casi triste que pudiera ser asĆ­, que pudieran seguir como antes, sin Matthew. Sintió algo parecido a la vergüenza y el remordimiento cuando descubrió que los amaneceres detrĆ”s de los abetos y los pĆ”lidos capullos rosados que se abrĆ­an en el jardĆ­n le producĆ­an el viejo arrebato de alegrĆ­a al verlos; que las visitas de Diana le resultaban agradables y que las alegres palabras y maneras de Diana la movĆ­an a risas y sonrisas; que, en resumen, el hermoso mundo de las flores, el amor y la amistad no habĆ­a perdido nada de su poder para complacer su fantasĆ­a y emocionar su corazón, que la vida aĆŗn la llamaba con muchas voces insistentes.

“En cierto modo, me parece una deslealtad hacia Matthew encontrar placer en estas cosas ahora que se ha ido”, le dijo con nostalgia a la seƱora Allan una tarde que estaban juntas en el jardĆ­n de la mansión. “Lo echo tanto de menos -todo el tiempoy, sin embargo, seƱora Allan, el mundo y la vida me parecen muy hermosos e interesantes a pesar de todo. Hoy Diana dijo algo gracioso y me encontrĆ© riendo. PensĆ© que cuando ocurriera no podrĆ­a volver a reĆ­r nunca mĆ”s. Y de alguna manera parece como si no debiera”.

“Cuando Matthew estaba aquĆ­ le gustaba oĆ­rte reĆ­r y le gustaba saber que encontrabas placer en las cosas agradables que te rodeaban”, dijo la seƱora Allan con dulzura. “Ahora estĆ” lejos; y le gusta saberlo igualmente. Estoy segura de que no deberĆ­amos cerrar nuestros corazones a las influencias curativas que nos ofrece la naturaleza. Pero comprendo su sentimiento. Creo que todos experimentamos lo mismo. Nos resentimos al pensar que algo puede complacernos cuando alguien a quien amamos ya no estĆ” aquĆ­ para compartir el placer con nosotros, y casi sentimos como si fuĆ©ramos infieles a nuestra pena cuando descubrimos que nuestro interĆ©s por la vida vuelve a nosotros.”

“Esta tarde fui al cementerio a plantar un rosal en la tumba de Matthew”, dijo Ana soƱadoramente. “CogĆ­ una ramita del rosal escocĆ©s blanco que su madre trajo de Escocia hace mucho tiempo; a Matthew siempre le gustaron mĆ”s esas rosas, tan pequeƱas y dulces en sus tallos espinosos. Me alegrĆ© de poder plantarla junto a su tumba, como si estuviera haciendo algo que le complaciera al llevarla allĆ­ para que estuviera cerca de Ć©l. Espero que tenga rosas como Ć©stas en el cielo. Tal vez las almas de todas esas pequeƱas rosas blancas que Ć©l ha amado tantos veranos estĆ©n allĆ­ para encontrarse con Ć©l. Ahora debo irme a casa. Marilla estĆ” sola y se siente sola al anochecer”.

“Me temo que se sentirĆ” aĆŗn mĆ”s sola cuando vuelvas a la universidad dijo la seƱora Allan.

Ana no contestó; dio las buenas noches y regresó lentamente a Tejas Verdes. Marilla estaba sentada en el umbral de la puerta y Ana se sentó a su lado. La puerta estaba abierta detrÔs de ellas, sostenida por una gran caracola rosada que en sus suaves circunvoluciones interiores dejaba entrever atardeceres marinos.

Ana recogió unas ramitas de madreselva amarillo pÔlido y se las puso en el pelo. Le gustaba la deliciosa fragancia que desprendía, como una bendición aérea, cada vez que se movía.

“El doctor Spencer estuvo aquĆ­ mientras no estabas”, dijo Marilla. “Dice que el especialista estarĆ” maƱana en la ciudad e insiste en que debo ir a que me examinen los ojos. Supongo que serĆ” mejor que vaya. EstarĆ© mĆ”s que agradecida si el hombre puede darme el tipo de gafas adecuado para mis ojos. No te importarĆ” quedarte aquĆ­ sola mientras estoy fuera, Āæverdad? Martin tendrĆ” que llevarme y tengo que planchar y hornear”.

“EstarĆ© bien. Diana vendrĆ” a hacerme compaƱƭa. Me ocuparĆ© de planchar y hornear estupendamente; no debes temer que almidone los paƱuelos o condimente el pastel con linimento”.

Marilla se rió.

“QuĆ© chica eras en aquellos tiempos para cometer errores, Ana. Siempre te metĆ­as en lĆ­os. SolĆ­a pensar que estabas poseĆ­da. ĀæTe acuerdas de la vez que te teƱiste el pelo?”

“SĆ­, claro. Nunca lo olvidarĆ©”, sonrió Ana, tocĆ”ndose la pesada trenza de pelo que envolvĆ­a su torneada cabeza. “Ahora me rĆ­o un poco cuando pienso en lo mucho que me preocupaba mi pelo; pero no me rĆ­o mucho, porque entonces era un verdadero problema. SufrĆ­a terriblemente por mi pelo y mis pecas. Mis pecas realmente han desaparecido; y la gente es lo suficientemente amable como para decirme que mi cabello es castaƱo ahora, todos menos Josie Pye. Ella me informó ayer de que realmente le parecĆ­a mĆ”s rojo que nunca, o al menos mi vestido negro lo hacĆ­a parecer mĆ”s rojo, y me preguntó si las personas que tenĆ­an el pelo rojo se acostumbraban alguna vez a tenerlo. Marilla, casi he decidido renunciar a intentar que me guste Josie Pye. He hecho lo que una vez hubiera llamado un esfuerzo heroico por caerle bien, pero Josie Pye no cae bien”.

“Josie es una Pye”, dijo Marilla secamente, “asĆ­ que no puede evitar ser desagradable. Supongo que las personas de esa clase sirven para algo en la sociedad, pero debo decir que no sĆ© para quĆ© sirven, como tampoco sĆ© para quĆ© sirven los cardos. ĀæVa Josie a dar clases?”

“No, va a volver a Queen’s el aƱo que viene. TambiĆ©n Moody Spurgeon y Charlie Sloane. Jane y Ruby van a enseƱar y ambas tienen escuelas: Jane en Newbridge y Ruby en algĆŗn lugar del oeste”.

“Gilbert Blythe tambiĆ©n va a enseƱar, Āæverdad?”

“SĆ­”, brevemente.

“Es un joven muy apuesto”, dijo Marilla distraĆ­damente. “Lo vi en la iglesia el domingo pasado y parecĆ­a tan alto y varonil. Se parece mucho a su padre cuando tenĆ­a la misma edad. John Blythe era un buen muchacho. Ɖramos muy buenos amigos, Ć©l y yo. La gente lo llamaba mi galĆ”n”.

Ana levantó la vista con rÔpido interés.

“Oh, Marilla, Āæy quĆ© pasó? ĀæPor quĆ© no…?”

“Tuvimos una pelea. No quise perdonarle cuando me lo pidió. Quise hacerlo despuĆ©s de un tiempo, pero estaba enfurruƱada y enfadada y querĆ­a castigarle primero. Nunca volvió; los Blythes eran muy independientes.

Pero siempre lo lamentĆ©. Siempre deseĆ© haberlo perdonado cuando tuve la oportunidad”.

“AsĆ­ que tĆŗ tambiĆ©n has tenido un poco de romance en tu vida”, dijo Ana suavemente.

“SĆ­, supongo que podrĆ­a llamarse asĆ­. No lo pensarĆ­as al mirarme, Āæverdad? Pero la gente nunca se conoce por fuera. Todo el mundo se ha olvidado de John y de mĆ­. Yo misma me habĆ­a olvidado. Pero todo volvió a mĆ­ cuando vi a Gilbert el domingo pasado”.


CapĆ­tulo 38: El recodo del camino

Marilla fue a la ciudad al día siguiente y regresó por la tarde. Ana había ido a Orchard Slope con Diana y al volver encontró a Marilla en la cocina, sentada junto a la mesa con la cabeza apoyada en la mano. Algo en su actitud abatida heló el corazón de Ana. Nunca había visto a Marilla tan inerte.

“ĀæEstĆ”s muy cansada, Marilla?”

“SĆ­, no, no lo sĆ©”, dijo Marilla con cansancio, levantando la vista. “Supongo que estoy cansada, pero no he pensado en ello. No es eso”.

“ĀæViste al oculista? ĀæQuĆ© te dijo?”, preguntó Ana con ansiedad.

“SĆ­, le he visto. Me examinó los ojos. Dice que si dejo por completo de leer y coser y de hacer cualquier trabajo que fuerce los ojos, y si tengo cuidado de no llorar, y si llevo las gafas que me ha dado, cree que mis ojos no empeorarĆ”n y que mis dolores de cabeza se curarĆ”n. Pero si no lo hago, dice que dentro de seis meses estarĆ© ciego de piedra. Ā”Ciega! Ana, piĆ©nsalo”.

Ana, después de la primera exclamación de consternación, guardó silencio durante un minuto. Le pareció que no podía hablar. Luego dijo con valentía, pero con un quiebro en la voz:

“Marilla, no pienses en eso. Sabes que te ha dado esperanzas. Si tienes cuidado no perderĆ”s la vista del todo; y si sus gafas te curan los dolores de cabeza serĆ” una gran cosa.”

“Yo no lo llamo mucha esperanza”, dijo Marilla amargamente. “ĀæPara quĆ© voy a vivir si no puedo leer ni coser ni hacer nada de eso? Da igual que estĆ© ciega o muerta. Y en cuanto a llorar, no puedo evitarlo cuando me siento sola. Pero bueno, no es bueno hablar de ello. Si me traes una taza de tĆ©, te lo agradecerĆ©. Estoy a punto de salir. No le digas nada de esto a nadie durante un tiempo. No soporto que la gente venga aquĆ­ a preguntar, compadecerse y hablar de ello”.

Cuando Marilla hubo almorzado, Ana la convenció de que se acostase. Entonces Ana se dirigió al hastial oriental y se sentó junto a la ventana, en la oscuridad, a solas con sus lÔgrimas y la pesadumbre de su corazón. ”CuÔn tristemente habían cambiado las cosas desde que se sentó allí la noche después de volver a casa! Entonces estaba llena de esperanza y alegría, y el futuro parecía prometedor. Ana se sentía como si hubiera vivido años desde entonces, pero antes de acostarse tenía una sonrisa en los labios y paz en el corazón. Había mirado valientemente a la cara a su deber y lo había encontrado amigo, como lo es siempre el deber cuando se le encuentra francamente.

Una tarde, pocos días después, Marilla llegó lentamente del patio, donde había estado hablando con un visitante, un hombre a quien Ana conocía de vista como John Sadler, de Carmody. Ana se preguntó qué le estaría diciendo para que Marilla pusiera aquella cara.

“ĀæQuĆ© querĆ­a el seƱor Sadler, Marilla?”.

Marilla se sentó junto a la ventana y miró a Ana. Había lÔgrimas en sus ojos desafiando la prohibición del oculista y su voz se quebró al decir:

“Se enteró de que iba a vender Tejas Verdes y quiere comprarla”.

“Ā”Comprarla! ĀæComprar Tejas Verdes?” Ana se preguntó si habĆ­a oĆ­do bien. “Ā”Oh, Marilla, no querrĆ”s vender Tejas Verdes!”.

“Ana, no sĆ© quĆ© otra cosa se puede hacer. Lo he pensado todo. Si mis ojos fueran fuertes podrĆ­a quedarme aquĆ­ y arreglĆ”rmelas para cuidar de las cosas y administrarlas, con un buen hombre contratado. Pero tal como estĆ”n las cosas, no puedo. Puedo perder la vista por completo; y de todos modos no estarĆ© en condiciones de dirigir las cosas. Oh, nunca pensĆ© que vivirĆ­a para ver el dĆ­a en que tuviera que vender mi casa. Pero las cosas irĆ­an cada vez peor, hasta que nadie quisiera comprarla. Cada cĆ©ntimo de nuestro dinero se fue en ese banco; y hay algunos pagarĆ©s que Matthew dio el otoƱo pasado para pagar. La seƱora Lynde me aconseja que venda la granja y me aloje en algĆŗn sitio, supongo que con ella. No ganarĆ© mucho, es pequeƱa y los edificios son viejos. Pero creo que me bastarĆ” para vivir. Agradezco que tengas esa beca, Ana. Siento que no tengas una casa a la que venir en vacaciones, eso es todo, pero supongo que te las arreglarĆ”s de algĆŗn modo.”

Marilla se derrumbó y lloró amargamente.

“No debes vender Tejas Verdes”, dijo Ana resueltamente.

“Oh, Ana, ojalĆ” no tuviera que hacerlo. Pero puedes verlo por ti misma. No puedo quedarme aquĆ­ sola. Me volverĆ­a loca de angustia y de soledad. Y perderĆ­a la vista, sĆ© que la perderĆ­a”.

“No tendrĆ”s que quedarte aquĆ­ sola, Marilla. EstarĆ© contigo. No irĆ© a Redmond”.

“Ā”No irĆ© a Redmond!” Marilla levantó su rostro ajado de las manos y miró a Ana. “ĀæPor quĆ©, quĆ© quieres decir?”

“Justo lo que digo. No voy a aceptar la beca. Lo decidĆ­ la noche despuĆ©s de que llegaras de la ciudad. Seguro que no crees que podrĆ­a dejarte sola en tus problemas, Marilla, despuĆ©s de todo lo que has hecho por mĆ­. He estado pensando y planeando. DĆ©jame contarte mis planes. El Sr. Barry quiere alquilar la granja para el próximo aƱo. AsĆ­ que no tendrĆ”s problemas por eso. Y yo voy a enseƱar. He solicitado la escuela de aquĆ­, pero no espero conseguirla porque entiendo que los administradores se la han prometido a Gilbert Blythe. Pero puedo tener la escuela Carmody; el Sr. Blair me lo dijo anoche en la tienda. Claro que no serĆ” tan agradable ni conveniente como la escuela de Avonlea. Pero puedo volver a casa y conducir hasta Carmody y volver, al menos cuando hace calor. E incluso en invierno puedo volver a casa los viernes. Tendremos un caballo para eso. Lo tengo todo planeado, Marilla. Y te leerĆ© y te mantendrĆ© animada. No estarĆ”s aburrida ni sola. Y estaremos muy cómodos y felices aquĆ­ juntos, tĆŗ y yo”.

Marilla habƭa escuchado como una mujer en un sueƱo.

“Oh, Ana, me irĆ­a muy bien si estuvieras aquĆ­, lo sĆ©. Pero no puedo permitir que te sacrifiques asĆ­ por mĆ­. SerĆ­a terrible”.

“Ā”TonterĆ­as!” Ana rió alegremente. “No hay ningĆŗn sacrificio. Nada podrĆ­a ser peor que renunciar a Tejas Verdes; nada podrĆ­a hacerme mĆ”s daƱo. Debemos conservar el viejo y querido lugar. Estoy completamente decidida, Marilla. No irĆ© a Redmond y me quedarĆ© aquĆ­ a enseƱar. No te preocupes por mĆ­”.

“Pero tus ambiciones…”

“Soy tan ambiciosa como siempre. Sólo que he cambiado el objeto de mis ambiciones. Voy a ser una buena maestra y voy a salvar tu vista. AdemĆ”s, quiero estudiar aquĆ­ en casa y hacer un pequeƱo curso universitario yo sola. Tengo docenas de planes, Marilla. Llevo una semana pensĆ”ndolos. Le darĆ© a la vida aquĆ­ lo mejor de mĆ­, y creo que ella me darĆ” lo mejor a cambio. Cuando dejĆ© Queen’s, mi futuro parecĆ­a extenderse ante mĆ­ como una carretera recta. PensĆ© que podrĆ­a ver a lo largo de ella muchos hitos. Ahora hay una curva. No sĆ© quĆ© hay detrĆ”s de la curva, pero voy a creer que lo mejor estĆ” ahĆ­. Esa curva tiene su propia fascinación, Marilla. Me pregunto cómo sigue el camino mĆ”s allĆ” de ella-quĆ© hay de gloria verde y luz y sombras suaves y ajedrezadas-quĆ© nuevos paisajes-quĆ© nuevas bellezas-quĆ© curvas y colinas y valles mĆ”s adelante.”

“No me parece que deba dejar que lo dejes”, dijo Marilla, refiriĆ©ndose a la beca.

“Pero no puedes impedĆ­rmelo. Tengo diecisĆ©is aƱos y medio, ‘obstinada como una mula’, como me dijo una vez la seƱora Lynde”, rió Ana. “Oh, Marilla, no vayas a compadecerme. No me gusta que me compadezcan, y no hay necesidad de ello. Me alegra el corazón la sola idea de quedarme en la querida Tejas Verdes. Nadie podrĆ­a amarla como tĆŗ y yo, asĆ­ que debemos conservarla”.

“Ā”Bendita niƱa!” dijo Marilla, cediendo. “Me siento como si me hubieras dado una nueva vida. Supongo que deberĆ­a insistir y obligarte a ir a la universidad, pero sĆ© que no puedo, asĆ­ que no voy a intentarlo. Pero te compensarĆ©, Ana”.

Cuando se supo en Avonlea que Ana Shirley había renunciado a la idea de ir a la universidad y que pensaba quedarse en casa a enseñar, hubo una gran discusión al respecto. La mayoría de las buenas gentes, sin saber lo de los ojos de Marilla, pensaron que era una tonta. La señora Allan no. Se lo dijo a Ana con palabras de aprobación que hicieron brotar lÔgrimas de placer en los ojos de la muchacha. Tampoco la buena señora Lynde. Subió una tarde y encontró a Ana y a Marilla sentadas a la puerta de la casa, en el cÔlido y perfumado crepúsculo de verano. Les gustaba sentarse allí cuando caía el crepúsculo y las blancas polillas revoloteaban por el jardín y el olor a menta llenaba el aire de rocío.

La señora Rachel depositó su corpulento cuerpo en el banco de piedra junto a la puerta, detrÔs del cual crecía una hilera de altas malvarrosas rosas y amarillas, con un largo suspiro de cansancio y alivio mezclados.

“Me alegro de sentarme. He estado de pie todo el dia, y doscientas libras son mucho peso para dos pies. Es una gran bendición no estar gorda, Marilla. Espero que lo aprecies. Bueno, Ana, he oĆ­do que has renunciado a tu idea de ir a la universidad. Me alegró mucho oĆ­rlo. Ya tienes toda la educación con la que una mujer puede sentirse cómoda. No creo en las chicas que van a la universidad con los hombres y les llenan la cabeza de latĆ­n y griego y todas esas tonterĆ­as”.

“Pero voy a estudiar latĆ­n y griego igualmente, seƱora Lynde”, dijo Ana riendo. “HarĆ© mi curso de Artes aquĆ­ mismo, en Tejas Verdes, y estudiarĆ© todo lo que estudiarĆ­a en la universidad”.

La señora Lynde levantó las manos con santo horror.

“Ana Shirley, te vas a matar”.

“Ni por asomo. ProsperarĆ© con ello. Oh, no voy a exagerar las cosas. Como dice ‘La mujer de Josiah Allen’, serĆ© ‘mejum’. Pero tendrĆ© mucho tiempo libre en las largas tardes de invierno, y no tengo vocación para el trabajo extravagante. Voy a dar clases en Carmody, ya lo sabes”.

“No lo sĆ©. Supongo que vas a enseƱar aquĆ­ mismo, en Avonlea. Los administradores han decidido darte la escuela”.

“Ā”SeƱora Lynde!”, gritó Ana, poniĆ©ndose en pie de un salto por su sorpresa. “CreĆ­a que se la habĆ­an prometido a Gilbert Blythe.

“AsĆ­ fue. Pero en cuanto Gilbert se enteró de que tĆŗ lo habĆ­as solicitado, fue a verlos (anoche tuvieron una reunión de trabajo en la escuela, como sabes) y les dijo que retiraba su solicitud y sugerĆ­a que aceptaran la tuya. Dijo que iba a enseƱar en White Sands. Por supuesto, renunció a la escuela sólo para complacerte, porque sabĆ­a cuĆ”nto deseabas quedarte con Marilla, y debo decir que creo que fue muy amable y considerado de su parte. Muy sacrificado, tambiĆ©n, porque tendrĆ” que pagar su pensión en White Sands, y todo el mundo sabe que tiene que ganarse su propio camino en la universidad. AsĆ­ que los administradores decidieron llevarte. Me hizo mucha gracia cuando Thomas vino a casa y me lo dijo”.

“No creo que deba aceptarlo”, murmuró Ana. “Quiero decir… no creo que deba permitir que Gilbert haga tal sacrificio por… por mĆ­.”

“Supongo que ahora no puedes impedĆ­rselo. Ha firmado los papeles con los fideicomisarios de White Sands. AsĆ­ que no le harĆ­a ningĆŗn bien que te negaras. Por supuesto que aceptarĆ”s la escuela. Te las arreglarĆ”s bien, ahora que los Pyes no se van. Josie era la Ćŗltima de ellos, y menos mal que lo era. Ha habido algĆŗn que otro Pye yendo a la escuela de Avonlea durante los Ćŗltimos veinte aƱos, y supongo que su misión en la vida era recordar a los maestros de escuela que la tierra no es su hogar. Ā”Santo cielo! ĀæQuĆ© significan todos esos guiƱos y parpadeos en el frontón Barry?”.

“Diana me estĆ” haciendo seƱas para que me acerque”, rió Ana. “Ya sabes que mantenemos la vieja costumbre. DiscĆŗlpame mientras voy corriendo a ver quĆ© quiere”.

Ana echó a correr como un ciervo por la pendiente de tréboles y desapareció en las firmes sombras del Bosque Embrujado. La señora Lynde la siguió con indulgencia.

“En cierto modo, todavĆ­a tiene mucho de niƱa”.

“Hay mucho mĆ”s de mujer en ella en otros”, replicó Marilla, con un momentĆ”neo retorno de su crispación de antaƱo.

Pero la crispación ya no era la característica distintiva de Marilla. Como la Sra. Lynde le dijo a Thomas aquella noche.

“Marilla Cuthbert se ha suavizado. Eso es”.

Ana fue al pequeƱo cementerio de Avonlea la tarde siguiente para poner flores frescas en la tumba de Matthew y regar el rosal escocĆ©s. Permaneció allĆ­ hasta el anochecer, disfrutando de la paz y la calma del pequeƱo lugar, con sus Ć”lamos cuyo susurro era como un discurso bajo y amistoso, y sus hierbas susurrantes que crecĆ­an a su antojo entre las tumbas. Cuando por fin lo abandonó y descendió por la larga colina que se inclinaba hacia el Lago de las Aguas Brillantes, ya habĆ­a pasado la puesta de sol y todo Avonlea se extendĆ­a ante ella en una penumbra de ensueƱo: “un refugio de paz ancestral”. HabĆ­a una frescura en el aire como la de un viento que hubiera soplado sobre campos de trĆ©bol dulces como la miel. Las luces de las casas titilaban aquĆ­ y allĆ” entre los Ć”rboles de las granjas. MĆ”s allĆ” estaba el mar, brumoso y pĆŗrpura, con su inquietante e incesante murmullo. El oeste era una gloria de suaves matices mezclados, y el estanque los reflejaba en matices aĆŗn mĆ”s suaves. La belleza de todo aquello estremeció el corazón de Ana, y agradecida le abrió las puertas de su alma.

“Querido viejo mundo -murmuró-, eres muy hermoso, y me alegro de vivir en ti”.

A medio camino de la colina, un muchacho alto salió silbando de una verja frente a la granja de los Blythe. Era Gilbert, y el silbido se apagó en sus labios al reconocer a Ana. Levantó la gorra cortésmente, pero habría seguido adelante en silencio si Ana no se hubiera detenido y le hubiera tendido la mano.

“Gilbert -dijo ella, con las mejillas coloradas-, quiero agradecerte que hayas renunciado a la escuela por mĆ­. Fue muy bueno de tu parte, y quiero que sepas que te lo agradezco”.

Gilbert tomó la mano que le ofrecía con entusiasmo.

“No fue especialmente bueno por mi parte, Ana. Me ha complacido poder prestarte un pequeƱo servicio. ĀæVamos a ser amigos despuĆ©s de esto? ĀæDe verdad me has perdonado mi antigua falta?”.

Ana se echó a reír y trató infructuosamente de retirar la mano.

“Te perdonĆ© aquel dĆ­a junto al embarcadero del estanque, aunque yo no lo sabĆ­a. QuĆ© terca era. Desde entonces me he estado arrepintiendo… puedo hacer una confesión completa”.

“Vamos a ser los mejores amigos”, dijo Gilbert, jubiloso. “Nacimos para ser buenos amigos, Ana. Ya has frustrado el destino bastante tiempo. SĆ© que podemos ayudarnos mutuamente de muchas maneras. Vas a seguir estudiando, Āæverdad? Yo tambiĆ©n. Ven, voy a acompaƱarte a casa”.

Marilla miró con curiosidad a Ana cuando ésta entró en la cocina.

“ĀæQuiĆ©n fue el que subió contigo por el camino, Ana?”.

“Gilbert Blythe”, contestó Ana, contrariada al verse ruborizada. “Lo conocĆ­ en la colina de Barry”.

“No creĆ­ que Gilbert Blythe y tĆŗ fueran tan buenos amigos como para estar media hora en la puerta hablando con Ć©l”, dijo Marilla, con una sonrisa seca.

“No lo hemos sido; hemos sido buenos enemigos. Pero hemos decidido que serĆ” mucho mĆ”s sensato ser buenos amigos en el futuro. ĀæRealmente estuvimos allĆ­ media hora? ParecĆ­an sólo unos minutos. Pero, ya ves, tenemos cinco aƱos de conversaciones perdidas que recuperar, Marilla”.

Aquella noche Ana permaneció largo rato sentada junto a la ventana, acompañada de un alegre contento. El viento ronroneaba suavemente en las ramas de los cerezos, y el aliento a menta llegaba hasta ella. Las estrellas centelleaban sobre los puntiagudos abetos de la hondonada y la luz de Diana brillaba a través de la vieja brecha.

Los horizontes de Ana se habĆ­an cerrado desde la noche en que se sentó allĆ­ despuĆ©s de volver de Queen’s; pero si el sendero puesto ante sus pies habĆ­a de ser estrecho, ella sabĆ­a que a lo largo de Ć©l florecerĆ­an flores de tranquila felicidad. Las alegrĆ­as del trabajo sincero, de la aspiración digna y de la amistad agradable serĆ­an suyas; nada podrĆ­a robarle su derecho de nacimiento a la fantasĆ­a o su mundo ideal de sueƱos. Y siempre habĆ­a una curva en el camino.

“Dios estĆ” en su cielo, todo estĆ” bien en el mundo”, susurró Ana en voz baja.

FIN