- Capítulo 1: Mi padre conoce al gato
- Capítulo 2: Mi padre huye
- Capítulo 3: Mi padre encuentra la isla
- Capítulo 4: Mi padre encuentra el río
- Capítulo 5: Mi padre conoce a unos tigres
- Capítulo 6: Mi padre conoce a un rinoceronte
- Capítulo 7: Mi padre conoce a un león
- Capítulo 8: Mi padre conoce a un gorila
- Capítulo 9: Mi padre hace un puente
- Capítulo 10: Mi padre encuentra al dragón
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Capítulo 1: Mi padre conoce al gato
Un frío día de lluvia, cuando mi padre era pequeño, conoció una vieja gata callejera en su calle. La gata estaba muy empapada e incómoda, así que mi padre le dijo:
—¿No te gustaría venir a casa conmigo?
Esto sorprendió a la gata; nunca había conocido a alguien que se preocupe por viejos gatos callejeros. Pero le dijo:
—Estaría muy agradecida si pudiera sentarme junto a tu horno caliente, y tal vez tomar un platito de leche.
—Tenemos un horno muy bonito junto al que sentarnos —dijo mi padre—, y estoy seguro de que mi madre tiene un plato más de leche.

Mi padre y la gata se hicieron buenos amigos, pero la madre de mi padre estaba muy molesta con la gata. Odiaba los gatos, particularmente los viejos y feos gatos callejeros.
—Elmer Elevator —dijo a mi padre—, si piensas que le daré a ese gato un plato de leche, estás muy equivocado. Si empiezas a dar de comer a los gatos callejeros, tendrás que alimentar a todos los callejeros de la ciudad, ¡y no pienso hacerlo!
Esto entristeció mucho a mi padre, que se disculpó con la gata porque su madre había sido muy grosera. Le dijo que se quedara y que, de alguna manera, le llevaría un platito de leche cada día. Mi padre alimentó a la gata durante tres semanas; pero, un día, su madre encontró el platito de la gata en el sótano y se enfadó muchísimo. Azotó a mi padre y arrojó a la gata por la puerta, pero más tarde mi padre salió a escondidas y encontró a la gata. Juntos fueron a dar un paseo por el parque e intentaron pensar en cosas bonitas de las que hablar. Mi padre dijo:
—Cuando sea grande voy a tener un avión. ¿No sería maravilloso ir a cualquier sitio que se te ocurra?
—¿Te gustaría mucho volar? —preguntó la gata.
—Claro que me gustaría. Haría cualquier cosa con tal de volar.

—Bueno —dijo la gata—, si de verdad te gustaría tanto volar, creo que sé de una forma en la que podrías conseguirlo mientras aún eres un niño pequeño.
—¿Quieres decir que sabes dónde podría conseguir un avión?
—Bueno, no exactamente un avión, sino algo aún mejor. Como puedes ver, ahora soy una gata vieja, pero en mis tiempos mozos era toda una viajera. Mis días de viajera se acabaron, pero la primavera pasada hice un viaje más y navegué hasta la isla de Tangerina, parando en el puerto de Arándanos. Dio la casualidad de que perdí el barco y, mientras esperaba al siguiente, pensé en echar un vistazo. Me interesaba especialmente un lugar por el que habíamos pasado camino a Tangerina llamado Isla Salvaje. Isla Salvaje y Tangerina están unidas por una larga cadena de rocas, pero la gente nunca va a Isla Salvaje porque es sobre todo selva y está habitada por animales muy salvajes. Decidí atravesar las rocas y explorarla por mí misma. Sin dudas es un lugar muy interesante, pero vi algo que me dio ganas de llorar.

Capítulo 2: Mi padre huye
—La Isla Salvaje está prácticamente cortada en dos por un río muy ancho y fangoso —continuó la gata—. Este río nace cerca de un extremo de la isla y desemboca en el océano por el otro. Los animales de allí son muy perezosos, y solían odiar tener que dar toda la vuelta al principio de este río para llegar al otro lado de la isla. Esto hacía que las visitas fueran incómodas y las entregas de correo lentas, particularmente en navidad. Los cocodrilos podrían haber transportado pasajeros y correo a través del río, pero son muy malhumorados y poco fiables, y siempre están buscando algo para comer. No les importa que los animales tengan que caminar por el río, así que eso es lo que hicieron por muchos años.
—Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con los aviones? —preguntó mi padre, que pensó que la gata estaba tardando mucho en explicarse.
—Sé paciente, Elmer —dijo la gata, y continuó con la historia—. Un día, unos cuatro meses antes de que yo llegara a Isla Salvaje, una cría de dragón cayó desde una nube que volaba bajo a la orilla del río. Era demasiado joven para volar bien y, además, se había lastimado bastante un ala, así que no pudo volver a su nube. Los animales lo encontraron poco después y todos dijeron: “¡vaya, esto es justo lo que hemos necesitado todos estos años!”. Le ataron una gran cuerda al cuello y esperaron a que el ala se recuperara. Esto iba a acabar con todos los problemas para cruzar el río.

—Nunca he visto un dragón —dijo mi padre—. ¿Lo has visto? ¿Cómo es de grande?
—Ah, sí, claro que vi al dragón. De hecho, nos hicimos muy amigos —dijo la gata—. Me escondía en los arbustos y hablaba con él cuando no había nadie cerca. No es un dragón tan grande, del tamaño de un gran oso negro, aunque imagino que habrá crecido bastante desde que me fui. Tiene una cola larga y rayas amarillas y azules. Tiene el cuerno, los ojos y la planta de los pies de color rojo vivo, y las alas doradas.
—Oh, ¡qué maravilloso! —dijo mi padre—. ¿Qué hicieron los animales con él cuando se le curó el ala?
—Empezaron a entrenarlo para transportar pasajeros y, aunque sólo era una cría de dragón, lo hacían trabajar todo el día, y a veces toda la noche también. Le hacen llevar cargas demasiado pesadas y, si se queja, le retuercen las alas y lo golpean. Siempre está atado a una estaca con una cuerda lo suficientemente larga como para cruzar el río. Sus únicos amigos son los cocodrilos, que le dicen “hola” una vez a la semana, si no se les olvida. De verdad, es el animal más miserable que he conocido. Cuando me fui le prometí que intentaría ayudarle algún día, aunque no veía cómo. La cuerda que lleva en el cuello es la mas grande y dura que puedas imaginar, con tantos nudos que tardarías días en desatarlos todos. De todos modos, cuando hablabas de aviones, me diste una buena idea. Ahora, estoy bastante seguro de que, si fuera capaz de rescatar al dragón, lo cual no sería nada fácil, te dejaría montarlo casi en cualquier sitio, siempre que fueras amable con él, claro. ¿Qué tal si lo intentas?
—Oh, me encantaría —dijo mi padre, y estaba tan enfadado con su madre por haber sido grosera con la gata que no sintió la menor pena por huir de casa por algún tiempo.
Aquella misma tarde, mi padre y la gata bajaron a los muelles para informarse sobre los barcos que iban a la Isla de Tangerina. Averiguaron que un barco zarparía la semana siguiente, así que enseguida empezaron a planear el rescate del dragón. La gata fue de gran ayuda sugiriendo cosas para que mi padre la llevara consigo, y le dijo todo lo que sabía sobre la Isla Salvaje. Por supuesto, era demasiado mayor para acompañarlo.
Todo tenía que mantenerse muy en secreto, así que cuando encontraban o compraban algo para llevar al viaje, lo escondían detrás de una roca en el parque. La noche antes de zarpar, mi padre tomó prestada la mochila de su padre y él y la gata empacaron todo con mucho cuidado. Llevó chicles, dos docenas de paletas rosas, un paquete gomas elásticas, botas negras de goma, una brújula, un cepillo de dientes y un tubo de pasta dentífrica, seis lupas, una navaja muy afilada, un peine y un cepillo, siete cintas para el pelo de diferentes colores, una bolsa de cereales vacía con una etiqueta que decía “Arándano”, algo de ropa limpia y suficiente comida para que le durara a mi padre mientras estuviera en el barco. No podía vivir a base de ratones, así que llevó veinticinco bocadillos de mantequilla de maní y mermelada y seis manzanas, porque eran todas las manzanas que había en la despensa.
Cuando todo estuvo empacado, mi padre y la gata bajaron a los muelles para dirigirse al barco. Había un vigilante nocturno de guardia, así que mientras la gata hacía ruidos raros para distraer su atención, mi padre corrió por la pasarela hasta el barco. Bajó a la bodega y se escondió entre unos sacos de trigo. El barco zarpó a la mañana siguiente.

Capítulo 3: Mi padre encuentra la isla
Mi padre se escondió en la bodega durante seis días y seis noches. Dos veces estuvo a punto de ser atrapado cuando el barco se detuvo para recibir más carga. Pero al fin oyó a un marinero decir que el siguiente puerto sería Arándano y que allí descargarían el trigo. Mi padre sabía que los marineros lo enviarían a casa si lo descubrían, así que miró en su mochila y sacó una goma elástica y el saco de grano vacío con la etiqueta que decía “Arándano”. En el último momento mi padre se metió dentro de la bolsa, con mochila y todo, dobló la parte superior de la bolsa hacia adentro y le puso la goma elástica alrededor. No quedaba exactamente igual que las otras bolsas, pero era lo mejor que podía hacer.

Pronto llegaron los marineros para descargar. Bajaron una gran red a la bodega y empezaron a mover los sacos de trigo. De pronto un marinero gritó:
—¡Gran Scott! Es el saco de trigo más raro que he visto en mi vida. Está lleno de grumos, pero la etiqueta dice que es para ir a Arándano.
Los demás marineros también miraron la bolsa, y mi padre, que estaba en la bolsa, por supuesto, se esforzó aún más por parecer un saco de trigo. Entonces otro marinero palpó la bolsa y por casualidad agarró el codo de mi padre.
—Sé lo que es esto —dijo—. Esto es una bolsa de mazorcas de maíz secas —y arrojó a mi padre a la gran red junto con las bolsas de trigo.
Todo esto sucedió a última hora de la tarde, tan tarde que el comerciante de Arándano que había encargado el trigo no contó sus sacos hasta la mañana siguiente (era un hombre muy puntual y nunca llegaba tarde para cenar). Los marineros le dijeron al capitán, y el capitán anotó en un papel que habían entregado ciento sesenta sacos de trigo y un saco de mazorcas de maíz secas. Dejaron el papel al mercader y zarparon aquella misma noche.
Mi padre se enteró más tarde de que el comerciante se pasó todo el día siguiente contando y volviendo a contar las bolsas y palpando cada una de ellas tratando de encontrar la bolsa de mazorcas de maíz secas. Nunca la encontró porque, en cuanto oscureció, mi padre salió de la bolsa, la dobló y volvió a guardarla en su mochila. Caminó por la orilla hasta un bonito lugar de arena y se tumbó a dormir.

Mi padre tenía mucha hambre cuando despertó a la mañana siguiente. Justo cuando miraba si le quedaba algo de comer, algo le golpeó en la cabeza. Era una mandarina. Había estado durmiendo justo debajo de un árbol lleno de grandes y gordas mandarinas. Y entonces recordó que era la isla de Tangerina. Las mandarinas crecían silvestres por todas partes. Mi padre recogió todas las que le cabían, que eran treinta y una, y partió en busca de la Isla Salvaje.
Caminó, caminó y caminó por la orilla, buscando las rocas que unían las dos islas. Caminó todo el día, y una vez que se encontró con un pescador y le preguntó por la Isla Salvaje, el pescador empezó a temblar y no pudo hablar durante un buen rato. Sólo de pensarlo se asustó mucho. Finalmente dijo:
—Mucha gente ha intentado explorar la Isla Salvaje, pero ninguno ha vuelto con vida. Creemos que se los comieron los animales salvajes.
Esto no molestó a mi padre. Siguió caminando y esa noche volvió a dormir en la playa.
Al día siguiente estaba despejado, y muy cerca de la orilla mi padre pudo ver una larga línea de rocas que se adentraban en el océano y muy, muy lejos, al final, pudo ver una pequeña mancha verde. Rápidamente se comió siete mandarinas y empezó a bajar por la playa.
Casi había oscurecido cuando llegó a las rocas, pero allí, lejos en el océano, estaba la mancha verde. Se sentó y descansó un rato, recordando que el gato le había dicho:
—Si puedes, ve a la isla de noche, porque los animales salvajes no te verán llegar por las rocas y podrás esconderte cuando llegues.
Así que mi padre recogió siete mandarinas más, se puso sus botas negras de goma y esperó a que oscureciera.
Era una noche muy oscura, y mi padre apenas podía ver las rocas que tenía delante. A veces eran bastante altas y otras veces las olas casi las cubrían, eran resbaladizas y difíciles de pisar. A veces, las rocas estaban muy separadas y mi padre tenía que ponerse en marcha y saltar de una a otra.

Al cabo de un rato comenzó a oír un ruido sordo. Cada vez era más fuerte a medida que se acercaba a la isla. Por fin le pareció que estaba justo en la cima del ruido, y así era. Había saltado desde una roca al lomo de una pequeña ballena que estaba profundamente dormida y acurrucada entre dos rocas. La ballena estaba roncando y hacía más ruido que una pala de vapor, así que nunca oyó a mi padre decir:
—¡Oh, no sabía que eras tú!.
Y nunca supo que mi padre había saltado sobre su lomo por error.
Mi padre escaló, resbaló y saltó de roca en roca durante siete horas, pero cuando aún estaba oscuro llegó a la última roca y se adentró en la Isla Salvaje.

Capítulo 4: Mi padre encuentra el río
La selva empezaba justo después de una estrecha franja de playa; una selva espesa, oscura, húmeda y aterradora. Mi padre apenas sabía adónde ir, así que se metió debajo de un arbusto de wahoo para pensar, y se comió ocho mandarinas. Decidió que lo primero que había que hacer era encontrar el río, porque el dragón estaba amarrado en algún lugar de su orilla. Luego pensó:
—Si el río desemboca en el océano, debería poder encontrarlo con bastante facilidad si camino lo suficiente por la playa.
Así que mi padre caminó hasta que salió el sol y estuvo bastante lejos de las rocas del océano. Era peligroso quedarse cerca de ellas, porque podían estar vigiladas durante el día. Encontró una zona de hierba alta y se sentó. Luego se quitó las botas de goma y comió tres mandarinas más. Podría haberse comido doce, pero no había visto ninguna mandarina en la isla y no podía arriesgarse a quedarse sin nada que comer.
Mi padre durmió todo el día y solo se despertó a última hora de la tarde, cuando oyó una vocecita graciosa que decía:
—¡Extraño, extraño, que roquita tan querida! Quiero decir, ¡querido, querido, que roquita tan extraña!
Mi padre vio una patita rozándole la mochila. Se quedó muy quieto y el ratón (pues era un ratón) se alejó a toda prisa murmurando para sí:
—Debo oler a tumduddy. Debo decírselo a alguien.

Mi padre esperó unos minutos y luego empezó a bajar por la playa, porque ya era casi de noche y temía que el ratón se lo contara a alguien. Caminó toda la noche, y ocurrieron dos cosas espantosas. Primero, tuvo que estornudar, así que lo hizo, y alguien que estaba cerca dijo:
—¿Eres tú, mono? —y mi padre dijo:
—Si.
Entonces la voz dijo:
—Debes llevar algo en la espalda, mono —y mi padre dijo:
—Si —porque así era. Llevaba su mochila en la espalda.
—¿Qué tienes en la espalda, mono? —preguntó la voz.
Mi padre no sabía que decir, porque ¿qué tendría un mono en la espalda, y como sonaría contárselo a alguien si tuviera algo? En ese momento, otra voz dijo:
—Seguro llevas a tu abuela enferma al médico
—Si —dijo mi padre, y se apresuró a seguir.
Más tarde descubrió por casualidad que había estado hablando con un par de tortugas.

La segunda cosa que ocurrió fue que estuvo a punto de meterse entre dos jabalíes que hablaban en voz baja y solemne. Cuando vio por primera vez las formas oscuras, pensó que eran rocas. Justo a tiempo oyó a uno de ellos decir:
—Hay tres signos de una invasión reciente. Primero, se han encontrado cáscaras frescas de mandarinas bajo el arbusto de wahoo cerca de las rocas oceánicas. Segundo, un ratón informó de una roca extraordinaria a cierta distancia de las rocas oceánicas que, tras una investigación detallada, ya no estaba ahí. Sin embargo, se encontraron más cáscaras frescas de mandarina en ese lugar, que es el tercer signo de invasión. Dado que las mandarinas no crecen en nuestra isla, alguien debe haberlas traído a través de las rocas oceánicas desde la otra isla, lo que puede, o no, tener algo que ver con la aparición y/o desaparición de la roca extraordinaria reportada por el ratón.

Luego de un largo silencio, el otro jabalí dijo:
—Sabes, creo que nos estamos tomando todo esto muy seriamente. Probablemente esas cáscaras llegaron hasta aquí flotando por sí solas, y ya sabes lo poco fiables que son los ratones. Además, si hubiera habido una invasión, ¡yo la habría visto!
—Tal vez tengas razón —dijo el primer jabalí—¿Nos retiramos?
Y ambos se adentraron en la jungla.
Bueno, eso le dio una lección a mi padre, y después de eso guardó todas sus cáscaras de mandarina. Caminó toda la noche y por la mañana llegó al río. Entonces empezaron realmente sus problemas.

Capítulo 5: Mi padre conoce a unos tigres
El río era muy ancho y fangoso, y la selva muy sombría y densa. Los árboles crecían muy juntos, y el espacio que había entre ellos estaba ocupado por grandes y altos helechos de hojas pegajosas. Mi padre odiaba abandonar la playa, pero decidió empezar por la orilla del río, donde al menos la selva no era tan espesa. Se comió tres mandarinas, asegurándose esta vez de guardar todas las cáscaras, y se puso las botas de goma.
Mi padre intentó seguir la orilla del río, pero era muy pantanoso y, a medida que avanzaba, el pantano se hacía más profundo. Cuando casi le llegaba a la punta de las botas, se quedó atascado en el fango. Mi padre tiró y tiró, y estuvo a punto de arrancarse las botas, pero al final consiguió llegar a un lugar más seco. Allí la selva era tan espesa que apenas podía ver dónde estaba el río. Desempacó su brújula y calculó la dirección en la que debía caminar para mantenerse cerca del río. Pero no sabía que el río hacía una curva muy pronunciada alejándose de él un poco más allá, por lo que, mientras caminaba en línea recta, se alejaba cada vez más del río.
Era muy difícil caminar por la selva. Las hojas pegajosas de los helechos le agarraban el pelo y tropezaba con raíces y troncos podridos. A veces los árboles estaban tan juntos que no podía pasar entre ellos y tenía que rodearlos.
Empezó a oír susurros, pero no veía animales por ninguna parte. Cuanto más se adentraba en la selva, más seguro estaba de que algo lo seguía, y entonces le pareció oír susurros a ambos lados y detrás de él. Intentó correr, pero tropezó con más raíces, y los ruidos no hicieron más que acercarse. Una o dos veces le pareció oír que algo se reía de él.
Por fin, llegó a un claro y corrió hacia el centro para poder ver cualquier cosa que intentara atacarlo. Se sorprendió mucho cuando, al mirar, vio catorce ojos verdes que salían de la selva y rodeaban el claro… ¡y cuando los ojos verdes se convirtieron en siete tigres! Los tigres caminaron a su alrededor formando un gran círculo, con aspecto de estar hambrientos, y luego se sentaron y empezaron a hablar.
—¡Supongo que pensaste que no sabíamos que estabas invadiendo nuestra selva!

Entonces el siguiente tigre habló:
—¡Supongo que dirás que no sabías que era nuestra jungla!
—¿Sabías que ni un solo explorador ha salido vivo de aquí? —dijo el tercer tigre.
Mi padre pensó en la gata y supo que no era cierto. Pero, por supuesto, tenía demasiado sentido común para decirlo. No se puede contradecir a un tigre hambriento.
Los tigres siguieron hablando por turnos:
—Eres nuestro primer niñito, ¿sabes? Tengo curiosidad por saber si eres especialmente tierno.

—Quizás creas que tenemos horarios fijos para comer, pero no. Comemos cuando tenemos hambre —dijo el quinto tigre.
—Y ahora tenemos mucha hambre. De hecho, no puedo esperar —dijo el sexto.
—¡No puedo esperar! —dijo el séptimo.

Y entonces todos los tigres dijeron juntos en un fuerte rugido:
—¡Comencemos ahora mismo! —y se acercaron.
Mi padre miró a aquellos siete tigres hambrientos y entonces se le ocurrió una idea. Abrió rápidamente su mochila y sacó el chicle. El gato le había dicho que a los tigres les gustaba especialmente el chicle, que era muy escaso en la isla. Así que le tiró un trozo a cada uno, pero sólo gruñeron:
—Con lo que nos gusta el chicle, seguro que tú nos gustas aún más —y se acercaron tanto que pudo sentir su respiración en la cara.
—Pero éste es un chicle muy especial —dijo mi padre—. Si lo sigues mascando el tiempo suficiente se volverá verde, y luego, si lo plantas, crecerá más chicle, y cuanto antes empieces a mascar, antes tendrás más”.
Los tigres dijeron:
—¡No me digas! ¡Qué bien! —y como cada uno quería ser el primero en plantar el chicle, todos desenvolvieron sus trozos y empezaron a masticar tan fuerte como podían. De vez en cuando, un tigre miraba en la boca de otro y decía:
—No, aún no está hecho —hasta que finalmente todos estaban tan ocupados mirándose en la boca para asegurarse de que nadie se adelantaba que se olvidaron por completo de mi padre.

Capítulo 6: Mi padre conoce a un rinoceronte
Mi padre no tardó en encontrar un sendero que se alejaba del claro. Podría haber todo tipo de animales en él, pero decidió seguirlo sin importarle lo que encontrara, porque podría guiarlo hasta el dragón. Se mantuvo alerta y siguió adelante.
Justo cuando se sentía bastante seguro, tomó una curva justo detrás de los dos jabalíes. Uno le estaba diciendo al otro:
—¿Sabías que las tortugas creyeron ver anoche al mono llevando a su abuela enferma al médico? Pero la abuela del mono murió hace una semana, así que debieron haber visto algo más. Me pregunto qué habrá sido.
—Te dije que había una invasión en marcha —dijo el otro jabalí—, y tengo la intención de averiguar de qué se trata. No soporto las invasiones.
—To yampoco —dijo una vocecita—, quiero decir, yo tampoco —y mi padre supo que el ratón también estaba allí.

—Bien —dijo el primer jabalí—, tú busca el rastro por aquí hasta el dragón. Yo bajaré por el otro camino a través del gran claro, y enviaremos al ratón a vigilar las rocas oceánicas por si la invasión decidiera marcharse antes de que la encontremos.
Mi padre se escondió detrás de un árbol de caoba justo a tiempo, y el primer jabalí pasó junto a él. Mi padre esperó a que el otro jabalí le sacara ventaja, pero no esperó mucho porque sabía que, cuando el primer jabalí viera a los tigres mascando chicle en el claro, sospecharían aún más.
Pronto el sendero cruzó un pequeño arroyo y mi padre, que para entonces tenía mucha sed, se detuvo a beber agua. Todavía llevaba puestas las botas de goma, así que se metió en un pequeño charco de agua y se agachó, cuando algo muy afilado lo agarró por el trasero y lo sacudió con fuerza.
—¿No sabes que esa es mi piscina de llanto privada? —dijo una voz profunda y enojada.
Mi padre no podía ver quién hablaba porque estaba suspendido en el aire justo encima de la piscina, pero dijo:
—Oh, no, lo siento. No sabía que todo el mundo tenía una piscina de llanto privada.

—¡Todo el mundo no! —dijo la voz enojada—, pero yo sí, porque tengo una cosa muy grande por la que llorar, y ahogo a todo el que encuentro usando mi piscina de llanto.
Con eso, el animal sacudió a mi padre arriba y abajo sobre el agua.
—¿Por-qué-lloras-tanto? —preguntó mi padre, tratando de recuperar el aliento, y pensó en todas las cosas que llevaba en su mochila.
—Oh, tengo muchas cosas por las que llorar, pero la mayor es el color de mi colmillo.
Mi padre se revolvió para todos lados intentando ver el colmillo, pero estaba detrás del trasero de sus pantalones, donde no podía verlo.
—Cuando era un rinoceronte joven, mi colmillo era blanco perlado —dijo el animal (¡y entonces mi padre supo que estaba colgado del trasero de sus pantalones del colmillo de un rinoceronte!)—, pero se ha vuelto de un amarillo grisáceo desagradable en mi vejez, y lo encuentro muy feo. Verás, todo lo demás sobre mi es feo, pero cuando tenía un hermoso colmillo no me preocupaba tanto por el resto. Ahora que mi colmillo también es feo, no puedo dormir por las noches solo de pensar en lo completamente feo que soy, y lloro todo el tiempo. Pero, ¿por qué debería contarte todas estas cosas? Te pillé usando mi piscina, y ahora voy a ahogarte.
—Espera un momento, rinoceronte —dijo mi padre—, tengo algunas cosas que harán que tu colmillo vuelva a estar blanco y hermoso. Bájame y te las daré.
El rinoceronte dijo:
—¿Sí? ¡No lo puedo creer! Estoy muy emocionado —Dejó a mi padre en el suelo y se puso a bailar en círculo mientras mi padre sacaba el tubo de pasta y el cepillo de dientes.
—Ahora —dijo mi padre—, acerca un poco el colmillo, por favor, y te enseñaré cómo empezar.
Mi padre mojó el cepillo en el charco, echó un poco de pasta de dientes y frotó con fuerza en un punto muy pequeño. Luego le dijo al rinoceronte que lo lavara, y cuando la piscina volvió a estar en calma, le dijo que mirara en el agua y viera lo blanco que estaba ese punto. Era difícil de ver en la penumbra de la selva, pero, efectivamente, el punto brillaba con un blanco perlado, como nuevo. El rinoceronte estaba tan encantado que cogió el cepillo de dientes y empezó a frotar violentamente, olvidándose por completo de mi padre.

Justo entonces mi padre oyó pasos de cascos y saltó detrás del rinoceronte. Era el jabalí que volvía del gran claro donde los tigres mascaban chicle. El jabalí miró al rinoceronte, y al cepillo de dientes, y al tubo de paste; y luego se rascó la oreja en un árbol.
—Dime, rinoceronte —dijo—, ¿de dónde has sacado ese lindo tubo de pasta de dientes y ese cepillo?
—¡Muy ocupado! —dijo el rinoceronte, y siguió cepillando tan fuerte como pudo.
El jabalí olfateó enfadado y trotó por el sendero hacia el dragón, murmurando para sí:
—Muy sospechoso; los tigres muy ocupados mascando chicle, el rinoceronte muy ocupado cepillando su colmillo; hay que encontrar esa invasión. No me gusta nada, ¡ni un poco! Esta molestando terriblemente a todo el mundo; me pregunto qué está haciendo aquí, de cualquier manera.
Capítulo 7: Mi padre conoce a un león
Mi padre se despidió del rinoceronte, que estaba demasiado ocupado para notarlo, bebió un poco más en el arroyo y regresó al sendero. No había ido muy lejos cuando oyó rugir a un animal furioso:
—¡Maldición! Ayer te dije que no fueras a recoger moras. ¿No aprenderás nunca? ¿Qué dirá tu madre?
Mi padre avanzó sigilosamente y se asomó a un pequeño claro que había justo delante. Un león se paseaba arañándose la melena, que estaba toda enredada y llena de ramitas de zarzamora. Cuando más se arañaba, peor se ponía y más se enfurecía, y más se gritaba a sí mismo. Porque era a sí mismo a quien gritaba todo el tiempo.
Mi padre pudo ver que el sendero atravesaba el claro, así que decidió arrastrarse por el borde de la maleza y no molestar al león.
Se arrastró y se arrastró, y los gritos eran cada vez más fuertes. Justo cuando estaba a punto de llegar al sendero del otro lado, los gritos se detuvieron de repente. Mi padre miró alrededor y vio al león mirándolo fijamente. El león cargó y se detuvo a pocos centímetros de él.

—¿Quién eres? —gritó el león a mi padre.
—Mi nombre es Elmer Elevator.
—¿A dónde crees que vas?
—Me voy a casa —dijo mi padre.
—¡Eso es lo que crees! —dijo el león—. Normalmente te reservaría para la merienda, pero resulta que estoy lo bastante alterado y hambriento como para comerte ahora mismo.
Y cogió a mi padre con sus patas delanteras para sentir lo gordo que estaba.
Mi padre dijo:
—Oh, por favor, león, antes de comerme, cuéntame porqué estás hoy tan particularmente disgustado.
—Es mi melena —dijo el león, mientras calculaba cuándos mordiscos le daría al muchacho—. Ya ves qué desastre, y parece que no puedo hacer nada. Mi madre viene esta tarde en el dragón, y si me ve así, temo que deje de mantenerme. ¡No soporta las melenas desordenadas! Pero ahora te voy a comer, así que te dará igual.
—Oh, espera un momento —dijo mi padre—, y te daré justo las cosas que necesitas para que tu melena quede ordenada y hermosa. Las tengo aquí en mi mochila.
—¿Sí? —dijo el león—. Bueno, dámelas, y tal vez te guarde para el té de la tarde después de todo —y puso a mi padre en el suelo.
Mi padre abrió su mochila y sacó el peine y el cepillo y las siete cintas para el pelo de distintos colores.
—Mira —dijo— te voy a enseñar lo que hay que hacer en el copete, donde puedas mirarme. Primero te cepillas un rato, y luego te peinas; luego te vuelves a cepillar hasta que desaparezcan todas las ramitas y los enredos. Luego lo divides en tres y lo trenzas así y atas una cinta en el extremo.

Mientras mi padre hacía esto, el león observaba con mucha atención y empezó a parecer mucho más feliz. Cuando mi padre ató la cinta era todo sonrisas.
—¡Oh, es maravilloso, realmente maravilloso! —dijo el león—. Dame el peine y el cepillo a ver si puedo hacerlo.
Así que mi padre le dio el peine y el cepillo, y el león empezó a acicalarse la melena. De hecho, estaba tan ocupado que ni siquiera se enteró de que mi padre se había ido.

Capítulo 8: Mi padre conoce a un gorila
Mi padre tenía mucha hambre, así que se sentó bajo un pequeño árbol de plátano a un lado del sendero y se comió cuatro mandarinas. Quería comerse ocho o diez, pero sólo le quedaban trece y podría pasar mucho tiempo antes de que pudiera conseguir más. Guardó todas las cáscaras y estaba a punto de levantarse cuando oyó las familiares voces de los jabalíes.
—No lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos, pero espera y lo verás tú mismo. Todos los tigres están sentados en círculo mascando chicle como si su vida dependiera de ello. El viejo rinoceronte esta tan ocupado cepillándose el colmillo que ni siquiera mira a su alrededor para ver quién pasa, ¡y todos están tan ocupados que ni siquiera me hablan!

—¡Tonterías! —dijo el otro jabalí, ahora muy cerca de mi padre—. ¡Van a hablar conmigo! Llegaré al fondo de esto, aunque sea lo último que haga.
Las voces pasaron junto a mi padre y tomaron la curva, y él se apresuró a seguir porque sabía cuánto más se enfadarían los jabalíes cuando vieran la melena del león atada con cintas de pelo.

Al poco rato mi padre llegó a un cruce de caminos y se detuvo a leer las señales. Al frente, una flecha señalaba el principio del río; a la izquierda, las rocas oceánicas; y a la derecha, el trasbordador del dragón. Mi padre estaba leyendo todas esas señales cuando oyó pasos y se agachó detrás del poste indicador. Una hermosa leona pasó desfilando y giró hacia los claros. Aunque podría haber visto a mi padre si se tomaba la molestia de echar un vistazo al poste, estaba demasiado ocupada en parecer digna como para ver algo más que la punta de su nariz. Era la madre de los leones, por supuesto, y eso, pensó mi padre, significaba que el dragón estaba a este lado del río. Se apresuró a seguir, pero estaba más lejos de lo que pensaba. Finalmente llegó a la orilla del río al atardecer y miró a su alrededor, pero no había ningún dragón a la vista. Debía haber vuelto a la otra orilla.
Mi padre se sentó bajo una palmera e intentaba tener una buena idea cuando algo grande, negro y peludo saltó del árbol y aterrizó con un gran estruendo a sus pies.
—¿Y bien? —dijo una voz enorme.
—¿Y bien qué? —dijo mi padre, lo cual lamentó mucho cuando levantó la vista y descubrió que estaba hablando con un gorila enorme y feroz.
—Bueno, explícate —dijo el gorila—. Te doy hasta diez para que me digas cómo te llamas, a qué te dedicas, tu edad y qué hay en esa mochila —y comenzó a contar hasta diez lo más rápido que pudo.

Mi padre ni siquiera tuvo tiempo de decir “Elmer Elevator, explorador” antes de que el gorila interrumpiera.
—¡Demasiado lento! Te retorceré los brazos como le retuerzo las alas a ese dragón, y luego veremos si no puedes apresurarte un poco más.
Agarró los brazos de mi padre, uno en cada puño, y estaba a punto de retorcerlos cuando de repente los soltó y empezó a rascarse el pecho con ambas manos.
—¡Malditas pulgas! —se enfureció—. No te darán ni un momento de paz, y lo peor es que ni siquiera puedes verlas bien. ¡Rosa! ¡Rocío! ¡Raquel! ¡Ruth! ¡Rubí! ¡Roberta! Vengan aquí y desháganse de esta pulga en mi pecho. ¡Me está volviendo loco!
Seis monitos bajaron de la palmera, corrieron hacia el gorila y comenzaron a peinarle el pelo del pecho.
—Bueno —dijo el gorila— ¡aún está ahí!
—Estamos buscando, estamos buscando —dijeron los seis monitos—, pero son muy difíciles de ver.

—Lo sé —dijo el gorila—, pero apresúrense. Tengo trabajo que hacer —y le guiñó un ojo a mi padre.
—Oh, gorila —dijo mi padre—, en mi mochila tengo seis lupas. Serían ideales para cazar pulgas.
Mi padre las desempacó y le dio una a Rosa, una a Rocío, una a Raquel, una a Ruth, una a Rubí y una a Roberta.

—¡Vaya, son milagrosas! —dijeron los seis monitos—. Ahora es fácil ver las pulgas, sólo que hay cientos de ellas —y siguieron cazándolas frenéticamente.
Un momento después aparecieron muchos más monos de un grupo de manglares cercanos y comenzaron a amontonarse para ver las pulgas a través de las lupas. Rodeaban por completo al gorila, y no podía ver a mi padre ni se acordaba de retorcerle los brazos.

Capítulo 9: Mi padre hace un puente
Mi padre caminaba de un lado a otro de la orilla intentando encontrar alguna forma de cruzar el río. Encontró un mástil alto con una cuerda que cruzaba hasta el otro lado. La cuerda pasaba por un lazo en la parte superior del mástil, bajaba por él y rodeaba una gran palanca. Una señal en la palanca decía:
PARA LLAMAR AL DRAGÓN, TIRA DE LA PALANCA
DENUNCIE ALTERACIÓN DEL ORDEN PÚBLICO
AL GORILA
Por lo que el gato le había contado a mi padre, sabía que el otro extremo de la cuerda estaba atado al cuello del dragón, y sintió más pena que nunca por él. Si estuviera en este lado, el gorila le retorcería las alas hasta que le doliera tanto que tendría que volar al otro lado. Si estuviera en el otro lado, el gorila tensaría la cuerda hasta que el dragón muriera asfixiado o volara de vuelta a este lado. ¡Que vida para un dragón bebé!
Mi padre sabía que, si llamaba al dragón para que cruzara el río, el gorila seguramente lo oiría, así que pensó en trepar por el poste y cruzar con la cuerda. El poste era muy alto, y aunque pudiera llegar arriba sin ser visto, tendría que cruzarlo todo de mano en mano. El río era muy fangoso, y en él podrían vivir todo tipo cosas poco amistosas, pero a mi padre no se le ocurría otra forma de cruzarlo. Estaba a punto de empezar a trepar el poste, cuando, a pesar de todo el ruido que hacían los monos, oyó un fuerte chapoteo a sus espaldas. Miró a su alrededor en el agua, pero ya había anochecido y no pudo ver nada.
—Soy yo, el cocodrilo —dijo una voz a la izquierda —. El agua está preciosa y tengo antojo de algo dulce. ¿No quieres entrar a nadar?

Una luna pálida salió de detrás de las nubes, y mi padre pudo ver de dónde venía la voz. La cabeza del cocodrilo apenas asomaba fuera del agua.
—Oh, no, gracias —dijo mi padre—. Nunca nado después del atardecer, pero tengo algo dulce para ofrecerte. ¿Quizás te apetece una paleta, y quizás tengas amigos a los que también les gusten las paletas?
—¡Paletas! —dijo el cocodrilo— ¡Vaya, que delicia! ¿Qué les parece, chicos?
Todo un coro de voces gritó:
—¡Viva! ¡Paletas! —y mi padre contó unos diecisiete cocodrilos con las cabezas asomando fuera del agua.
—Está bien —dijo mi padre mientras sacaba las dos docenas de paletas y las gomas elásticas—. Pondré una aquí, en la orilla. Las paletas duran más si las mantienen fuera del agua, ¿saben? Ahora, uno de ustedes puede quedarse con ésta.
El cocodrilo que había hablado primero se acercó nadando y la probó.
—Delicioso, muy delicioso —dijo.
—Ahora, si no te importa —dijo mi padre— caminaré a lo largo de tu espalda y sujetaré otra paleta a la punta de tu cola con una goma elástica. No te importa, ¿verdad?

—No, en absoluto —dijo el cocodrilo.
—¿Puedes sacar un poco la cola del agua? —preguntó mi padre.
—Si, claro —dijo el cocodrilo, y levantó la cola. Entonces mi padre corrió a lo largo de su lomo y sujetó otra paleta con una goma elástica.
—¿Quién sigue? —dijo mi padre, y un segundo cocodrilo se acercó nadando y empezó a chupar aquella paleta.
—Ahora, caballeros, ahorrarán mucho tiempo si se ponen en fila cruzando el río —dijo mi padre —, y yo iré dándoles una paleta a cada uno.
Entonces los cocodrilos se alinearon a través del río con sus colas en el aire, esperando que mi padre les colocara el resto de las paletas. La cola del decimoséptimo cocodrilo llegaba justo a la otra orilla.
Capítulo 10: Mi padre encuentra al dragón
Cuando mi padre estaba cruzando el lomo del decimoquinto cocodrilo y aún le quedaban dos paletas más, el ruido de los monos frenó de repente, y pudo oír un ruido mucho mayor que se hacía mas fuerte cada segundo. Entonces pudo oír a siete tigres furiosos, un rinoceronte rabioso, dos leones embravecidos, un gorila despotricando y un sinfín de monos chillones, dirigidos por dos jabalíes extremadamente furiosos, todos gritando:
—¡Es un truco! ¡Es un truco! Hay una invasión y debe ir tras nuestro dragón. ¡Mátenlo, mátenlo!
Toda la multitud bajó en estampida hacia la orilla.
Mientras mi padre preparaba la decimoséptima paleta para el último cocodrilo, oyó gritar a un jabalí:
—¡Mira, ha venido por aquí! Ahora está allí, ¡mira! Los cocodrilos le han hecho un puente —y justo cuando mi padre saltaba a la otra orilla, uno de los jabalíes saltó sobre el lomo del primer cocodrilo. A mi padre no le sobró ni un momento.

El dragón se dio cuenta que mi padre venía a rescatarlo. Salió corriendo de entre los arbustos y saltó gritando:
—¡Estoy aquí! ¡Estoy justo aquí! ¿Me ves? Deprisa, el jabalí también viene sobre los cocodrilos. ¡Vienen todos! ¡Por favor, deprisa! —el ruido era simplemente terrorífico.
Mi padre corrió hacia el dragón y sacó su afiladísima navaja.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo. Lo conseguiremos. Quédate quieto —le dijo al dragón mientras empezaba a serruchar la gran cuerda.
Para entonces, los dos jabalíes, los siete tigres, los dos leones, el rinoceronte y el gorila, junto con los innumerables monos chillones, venían en camino por el puente de cocodrilos, y aún quedaba mucha cuerda por cortar.
—Oh, date prisa —repetía el dragón, y mi padre volvió a decirle que se quedara quieto.
—Si no creo que lo consiga —dijo mi padre—, volaremos al otro lado del río y allí podré terminar de cortar la cuerda.

De pronto los gritos se hicieron mas fuertes y enloquecidos, y mi padre pensó que los animales debían haber cruzado el río. Miró a su alrededor, y vio algo que lo sorprendió y le encantó. En parte porque se había terminado su paleta, y en parte porque, como te he dicho antes, los cocodrilos son muy temperamentales, nada confiables y siempre están buscando algo para comer, el primer cocodrilo se había alejado de la orilla y había empezado a nadar río abajo. El segundo cocodrilo no había terminado aún, así que siguió al primero, todavía chupando su paleta. Todos los demás hicieron lo mismo, uno detrás del otro, hasta que todos se alejaron nadando en fila. Los dos jabalíes, los siete tigres, el rinoceronte, los dos leones y el gorila junto con los innumerables monos chillones, iban por el medio del río sobre el tren de cocodrilos que chupaban piruletas rosas, todos gritando y mojándose los pies.

Mi padre y el dragón se reían a carcajadas de lo tonto que era aquello. En cuanto se recuperaron, mi padre terminó de cortar la cuerda y el dragón corrió en círculos e intentó dar una voltereta. Era el dragoncito más excitado que había existido. Mi padre tenía prisa por salir volando, y cuando por fin el dragón se calmó un poco, mi padre se subió a su lomo.
—¡Todos a bordo! —dijo el dragón— ¿A dónde iremos?

—Pasaremos la noche en la playa, y mañana emprenderemos el largo viaje a casa. Así que, ¡a las orillas de Tangerina! —gritó mi padre mientras el dragón se elevaba por encima de la selva oscura, del río fangoso y de todos los animales que les gritaban y todos los cocodrilos que lamían paletas rosas y sonreían de oreja a oreja. Después de todo, ¡qué les importaba a los cocodrilos cruzar el río, y que buen festín llevaban a sus espaldas!
Cuando mi padre y el dragón pasaron por encima de las rocas oceánicas, oyeron una vocecita que gritaba:
—¡Regresa! ¡Regresa! ¡Drecesitamos nuestro nagón! Quiero decir, ¡necesitamos nuestro dragón!
Pero mi padre y el dragón sabían que nada en el mundo les haría volver a la Isla Salvaje.