El Tío Wiggily y la Manguera de Riego

¡Qué calor hacía en el país de los animales! Hacía calor, estaba seco y polvoriento, pues hacía mucho tiempo que no llovía, y el sol brillaba con fuerza, haciendo que las hojas de los árboles se enroscaran por el calor y las bonitas flores se marchitaran.

—Bueno, si no llueve pronto —dijo la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, la señora rata almizclera—, el jardín se estropeará y no podremos comer tarta de fresas.

—¡No habrá tarta de fresas! —exclamó el Tío Wiggily Orejaslargas, el señor conejo, para quien la Srta. Fuzzy Wuzzy cuidaba la casa—. ¡Eso estaría muy mal! Pero, dime, ¿qué tiene que ver la lluvia con la tarta de fresas, Nana Jane?

—La lluvia tiene mucho que ver, Tío Wiggily —dijo ella—. Porque, si no llueve, las fresas no crecerán, y si no tenemos fresas no podemos tener tarta. A no ser que ponga limones en vez de fresas.

—¡Oh, no! ¡Eso no serviría nunca! —exclamó el Sr. Orejaslargas—. Debemos tener fresas. Veré qué puedo hacer para que llueva.

—¿Cómo? —preguntó la Nana Jane.

—Me acercaré a las nubes en mi dirigible —dijo el señor conejo—, y veré si en ellas hay lluvia lista para caer y mojar la tierra sedienta. Y, tal vez, si hay lluvia en las nubes, pueda exprimirlas un poco, como se exprime el agua de la esponja en la bañera.

—Espero que puedas —dijo la Nana Jane, mientas salía al jardín a arrancar algunas malas hierbas.

El viejo conejo se puso en marcha en su cesto de ropa dirigible, hacia las nubes. Pero cuando llegó allí no vio lluvia en ellas. Las nubes estaban tan secas como un trozo de queso.

—No, aquí no hay lluvia —dijo el Tío Wiggily con tristeza—. Me pregunto qué puedo hacer. No me gustaría que el jardín de la Nana Jane se secara, porque me gusta mucho la tarta de fresas. Me pregunto qué puedo hacer.

El Tío Wiggily, en su dirigible, avanzó un poco más, y muy pronto, mirando hacia la tierra, por encima del borde del cesto de la ropa, vio, muy por debajo de él, un poco de agua brotando y rociándose en un hermoso chaparrón.

—¡Ahí abajo hay un poco de lluvia! —exclamó el señor conejo—. Me pregunto por qué no llueve en nuestra casa. Tengo que bajar a ver.

Así que bajó, y allí vio a Jackie y a Peetie Gua Guau, los dos niños cachorros, chorreando agua con una manguera, que estaba sujeta al grifo del fregadero de la cocina.

—¡Ahora me toca a mí chorrear agua! —exclamó Jackie, mientras el Tío Wiggily saltaba de su dirigible, que había llegado al suelo.

—¡No, déjame chorrear un poco más de agua! —suplicó Peetie, y su hermano lo hizo muy amablemente.

—¡Ja! ¿Qué tienen ahí? —preguntó el viejo señor conejo, mientras se dirigía a los cachorros.

—Una manguera de riego —dijo Jackie—. Hace tanto tiempo que no llueve que se nos ha secado el jardín. Así que papá compró esta manguera. Mira, así es como chorrea.

Y justo entonces, Peetie accidentalmente movió demasiado el extremo de la manguera, y una lluvia de agua cayó sobre el Tío Wiggily.

—¡Oh! —dijo Peetie—. No quería hacer eso.

—¡Te perdono! —rio el Tío Wiggily—. Hace tanto calor que sienta bien que te echen un chorro de manguera, así que no me importa. Debo conseguir una para la Nana Jane.

Entonces le tocó a Jackie echar el chorro de la manguera, y cuando Peetie se la entregó, el extremo se volvió a resbalar, y el Abuelo Ganso, que llegaba justo en ese momento, fue rociado con una lluvia de agua.

—¡Caramba! ¡Lo siento mucho! —dijo Jackie.

—¡No me importa en absoluto! —dijo el viejo señor ganso—. ¡Me encanta el agua! —y las gotas rodaron por su lomo, sin mojarlo en absoluto, porque las plumas de un señor ganso están hechas para desprenderse del agua, igual que un paraguas.

—Déjame probar la manguera —suplicó el Tío Wiggily, y Jackie se la alcanzó.

—Sí, tengo que comprarle una a la Nana Jane. Es tan buena como la lluvia —dijo el señor conejo, y roció agua por todo el jardín de los perros.

Luego se fue en su dirigible a buscar una manguera de riego para su jardín, dejando a Peetie y Jackie regando el suyo, a veces mojando la acera y a veces rociando a los animales que pasaban, como hacen los niños cachorros.

—¡Ja! Ahora no importará si llueve o no —dijo el Tío Wiggily, cuando llegó de nuevo a su cabaña de troncos huecos.

—¿Por qué no? —preguntó la Nana Jane, abanicándose con el escurreplatos—. Hace más calor que nunca. Nos hace mucha falta que llueva.

—¡Y la tendremos! —exclamó el viejo señor conejo—. Mira, tengo una manguera de riego —y sacó una de su dirigible. La había comprado en la tienda de gomas.

Pronto la manguera estuvo conectada al grifo de la cocina, y el Tío Wiggily regó el jardín. Y vio cómo las flores, las habas y las fresas levantaban sus hojas cansadas, polvorientas y calientes, y bebían el agua fresca que caía sobre ellas.

Y entonces, cuando el jardín estaba bien regado, el Tío Wiggily oyó un ruido en la calle, y una voz cansada dijo:

—¡Oh, cielos, qué calor tengo! ¡Oh, cielos!

—¡Ja! ¡Alguien está en problemas! Voy a ver si puedo ayudarlo —comentó el Tío Wiggily. Salió al frente, y allí vio un pobre caballo de carreta de hielo, cansado y polvoriento, que apenas podía sostener la cabeza.

—Te regaré con la manguera —dijo el señor conejo—. Eso te refrescará y te hará descansar.

—Hazlo, por favor —suplicó el caballo de la carreta de hielo, y el Tío Wiggily lo hizo. Y cuando el agua fría cayó sobre el caballo acalorado y cansado, se sintió tanto mejor que se echó a reír, levantó la cabeza y le dio al Tío Wiggily una gran tarta de hielo, como en la que se sienta el Sr. Blanquito, el señor oso polar, y el hielo refrescó tanto la cabaña de troncos huecos que el Tío Wiggily durmió muy bien aquella noche.

Y al día siguiente llovió, así que el Tío Wiggily no tuvo que regar con la manguera. Y esto demuestra que siempre hay que ser amable con un caballo de carreta de hielo cuando se puede.


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