Érase una vez en un pequeño pueblo, una niña llamada Harper. Era una niña curiosa, de brillantes ojos azules y una sed insaciable de conocimiento. Un caluroso día de verano, tras un breve chaparrón, Harper miró al cielo y vio algo mágico.
—Vaya, ¿qué es eso? —jadeó Harper mientras contemplaba un hermoso arco de colores que unía los cielos. Era un espectáculo como nunca antes había visto, con siete colores vivos que se extendían por el cielo.
—¡Papá, papá! ¿Qué es eso? —gritó, tirando de la manga de su padre mientras estaban en el jardín. Su padre le sonrió, divertido por su excitación.
—Es el arcoíris, cariño —le explicó—. Lo forma el sol al brillar sobre las gotas de agua en el aire.
Harper estaba asombrada por este hermoso misterio. No podía dejar de imaginar que las flores más hermosas de su jardín habían flotado hacia arriba y habían quedado atrapadas en las lluvias, creando este espectáculo mágico. Imaginó rosas, violetas y caléndulas anaranjadas entretejidas en una cinta de luz que se desarrollaba sobre las nubes.
Su imaginación también vio el rojo de las amapolas, el verde de las hojas, el amarillo de los girasoles y el azul de las alondras. El arcoíris se le apareció a Harper como una corona grande, ancha, maravillosa y espléndida, y se preguntó cómo había crecido tan deprisa y florecido tan alto en el aire.
Harper no podía apartar los ojos de aquel espectáculo.
—¡Oh, mira! —gritó, con el corazón desbordante de alegría—. ¡Mira que hermosa floración de agua!
Su padre rio entre dientes al ver cómo su hija se deleitaba con la simple belleza del arcoíris. Eran momentos como éste los que le recordaban la magia y la maravilla del mundo.