El Tío Wiggily y el Puesto de Limonada

—¡Caramba, que día más caluroso! —exclamó el Tío Wiggily, el viejo señor conejo, mientras se desabrochaba el abrigo de piel y se abanicaba las orejas con una hoja de castaño de indias—. No recuerdo cuándo he pasado tanto calor.

—¡Hace mucho calor! —coincidió la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, la señora rata almizclera, mientras pelaba unos huevos para la cena—. Creo que yo en su lugar no subiría hoy en mi dirigible, Sr. Orejaslargas.

—Oh, el calor no hace ninguna diferencia para mí si quiero dar un paseo —respondió el señor conejo—. Además, olvidas que tengo un paraguas japonés en la parte superior de mi dirigible para protegerme del sol. Sí, daré un paseo y, tal vez, tenga una aventura; ¿quién sabe? 

—Cierto, ¿quién sabe? —repitió la Nana Jane—. Bueno, si quiere ir, Wiggy, supongo que sí. Y, ya que va, ¿le importaría parar en la tienda y traerme a casa un poco de miel para la cena?

—Será para mí un gran placer traerte un poco de miel, dulzura —dijo el Tío Wiggily amablemente. A veces llamaba “dulzura” a la Nana Jane sólo por bromear.

El viejo caballero partió en su cesto de ropa dirigible. Había sido reparado desde la vez que él y Lulú Temblorosa, la niña pato, montaron en él, cuando el abejorro picó los globos.

—Y los cojines del sofá, desde que la Sra. Temblorosa les puso plumas nuevas, están mejor que nunca —dijo el Tío Wiggily. Tenía los cojines del sofá para caer sobre ellos.

Aquel día seguía haciendo cada vez más calor y, poco después de que el Tío Wiggily saliera a buscar la miel para la Nana Jane, Billie Colapeluda, el niño ardilla, dijo a su hermano Johnnie:

—¡Te diré lo que vamos a hacer! Pongamos un puesto de limonada en la calle y vendamos la agradable, fría y dulce limonada a cinco centavos el vaso.

—¡Muy bien! —exclamó Johnnie—. ¡Lo haremos!

Así que buscaron unas cajas viejas, del tamaño de una ardilla, por supuesto, y su madre les dio un mantel viejo para que lo pusieran encima y el puesto quedara bonito. Luego dejó que los dos niños ardilla tomaran lo necesario para hacer la limonada: los limones, el azúcar, una jarra, unos vasos y un trocito de hielo.

—Ganaremos mucho dinero, ¡y compraremos conos de helado! —dijo Billie.

—¡Eso haremos! —dijo Johnnie, mientras roía la cáscara de una nuez.

Luego los niños ardilla exprimieron el jugo de los limones, vertieron el agua y lo revolvieron en la jarra.

—¡Oye! —exclamó Billie en ese momento—. Deberíamos tener una sombrilla sobre nuestro puesto para darle sombra. Hay una vieja en casa. Pongámosla.

—¡Muy bien! —coincidió Johnnie—. ¡Lo haremos!

Ambos corrieron a la casa a buscar la sombrilla y, mientras estaban fuera, un mono malo, muy goloso, se acercó sigilosamente al puesto de limonada y se llevó todo el azúcar. Aún no la habían echado en la jarra de limonada. Sí, señor, el mono se llevó todo el azúcar.

Y cuando Billie y Johnnie Colapeluda colocaron la sombrilla sobre su puesto y fueron a buscar el azúcar para echarlo en la limonada fría, ¡el azúcar no estaba allí! Ya saben quién la tenía, aunque Billie y Johnnie no.

—Oh, ¿qué haremos? —dijo Billie.

—¡Tendremos que conseguir más azúcar! —exclamó Johnnie.

Después de dar a los niños ardilla las cosas para la limonada, la señora Colapeluda había bajado a la tienda de diez y cinco centavos para comprar un nuevo plato, y había cerrado la casa de las ardillas. Pensó que sus niños no querrían volver a entrar hasta que ella regresara.

—¡No podemos conseguir azúcar, y no podemos hacer limonada! —dijo Billy tristemente.

—Oh, sí, podremos —dijo su hermano—. Hagámosla agria, sin azúcar. Tal vez a los que la compren no les importe.

—Está bien —aceptó Billie. Así que hicieron limonada agria.

Luego Billie y Johnnie tomaron sus lugares detrás del puesto, y gritaron:

—¡Aquí está! ¡Limonada bien fría! ¡Sólo cinco centavos el vaso!

Ya ven que tuvieron mucho cuidado de no decir “limonada dulce”, pues no habría sido cierto.

—¡Ja! ¡Limonada! —dijo el Abuelo Ganso, que llegaba en ese momento—. Tomaré un vaso—y puso cinco centavos sobre la caja. Billie le llenó un vaso.

—¡Uf! ¡Ja! ¡Oh, dios mío! ¡Está agria! —exclamó el Abuelo Ganso, poniendo caras raras en cuanto hubo tomado un sorbo.

—Sí —dijo Billie tristemente—, está agria. Alguien nos ha quitado el azúcar.

—Bueno, pues yo no puedo beber su limonada —dijo el señor ganso y retiró sus cinco centavos.

—¡Oh, caramba! —dijo Johnnie tristemente.

Y así fue. Todos los animales que vinieron a beber la limonada fría no quisieron tomarla cuando se dieron cuenta de que estaba agria. Arrugaban la nariz y se llevaban el dinero. 

—¡Ahí viene el Tío Wiggily en su dirigible! —dijo Billie al cabo de un rato—. A lo mejor le gusta la limonada agria —así que lo llamaron para que bajara a comprar un poco. El señor conejo, navegando hacia abajo, puso su moneda de cinco centavos sobre la caja. Sorbió la limonada.

—¡Ay de mí! ¡Oh, cielos! ¡Y unas galletas de soda! —exclamó, haciendo que su nariz centelleara como una estrella en una noche helada—. ¡Está demasiado agria!

—Sí —dijo Billie tristemente—. Alguien nos quitó el azúcar, y no podemos vender limonada dulce, ni conseguir dinero para comprar conos de helado, y nuestra mamá no está en casa, y…

—¡Basta! ¡No se diga más! Ya tienen suficientes problemas —dijo el Tío Wiggily—. Les endulzaré la limonada —y echó en la jarra un poco de la dulce y agradable miel que había traído de la tienda en su dirigible.

—¡Oh, qué alegría! —gritaron Billie y Johnnie, saboreando la limonada, que ahora era lo bastante dulce hasta para el Abuelo Ganso. Y los niños ardilla vendieron una jarra y parte de otra. La miel era mejor que el azúcar para endulzar.

Hicieron suficiente dinero para comprar varios conos de helado, y le enviaron uno al Tío Wiggily por haberles dado la miel, que endulzaba su agria limonada.


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