La elección de la sirena como Reina del océano fue uno de los acontecimientos más importantes que habían conocido los peces de los siete mares. Durante años, hasta donde los peces más viejos podían recordar, incluso hasta una ballena tan vieja que ya no podía nadar, un hombre de largos bigotes y pelo rizado, que llevaba una lanza de tres puntas y respondía al nombre de Neptuno, había sido el rey y gobernante del mar. Pero en su vejez, había decidido que ahora había tantos barcos y tantos más peces que los que solía haber, era mejor que renunciara a su gobierno del mar y nombrara a otro para su trono.
Entonces, convocó a todos los habitantes del mar, les comunicó su decisión y les preguntó a quién del mundo acuático debía nombrar para gobernar.
Había muy poca indecisión, pues todos los peces que habían visto alguna vez a la sirena sabían lo hermosa que es, y aquellos que no la habían visto habían oído describirla. Sabían que tiene un cabello maravilloso y que cuando lo soltaba y lo dejaba flotar en el agua, parecían hilos de oro pulido. Sabían cómo el más maravilloso de los corales estaba echo a juego con el color de sus labios, y cómo su piel era en su blancura como los mármoles lavados por las olas de una ciudad sumergida. También sabían de su bondad, y que durante las tormentas llamaba y avisaba a los barcos del peligro de las rocas ocultas y trataba de mantenerlos en curso.
Y así, cuando el Padre Neptuno preguntó a quién debería nombrar para ocupar su lugar, los peces, al unísono, eligieron a la sirena; y el Rey del mar anunció que ella debía ser su Reina.
Los preparativos para la coronación comenzaron inmediatamente. En el fondo del mar, donde la arena era más blanca, fue elegido un lugar para el trono, y miles y miles de pequeños animalillos marinos comenzaron a construir el más maravilloso trono de coral que jamás habían soñado, con los brazos incrustados de oro, que los peces encontraron en el camarote del barco pirata hundido. Luego, para asistir a la Reina, se eligieron cien peces con escamas de oro, y otros cien con escamas de plata debían estar alrededor del trono. Dos peces espada debían vigilarla noche y día, y veinte delfines, los más rápidos en todo el mar, debían arrastrar su carruaje. Pero a pesar de todos estos maravillosos preparativos, la sirena no estaba feliz, pues no podía decidir qué usaría el día que la nombraran Reina. Los peces tijera esperaban para cortar el vestido y el pez aguja estaba listo para coserlo, pero ella no podía tomar una decisión. Le trajeron las algas más maravillosas, tan finas como la seda más fina y el encaje más hermoso, pero no le gustó el color. Trajeron largas hierbas, que tejieron con hermosas telas, pero éstas no la complacieron, y estaba a punto de declarar que no habría coronación pública cuando, como último recurso, proclamo que el pez que le llevara un material satisfactorio para su vestido, se sentaría a su lado y la ayudaría a gobernar el mar.
¡Cómo nadaban los peces! De un océano a otro, corrían tan rápido como podían, buscando lo que esperaban que complaciera a la nueva Reina. De hecho, dejaron a la sirena sola, todos estaban tan ansiosos por tener el honor de sentarse junto a ella en el trono.
Un día, mientras todos estaban fuera, oyó una diminuta voz que venía de una roca que había a su lado, y, al mirar alrededor, vio una ostra, y al mirar la oyó hablar de nuevo.
—Su majestad —dijo—, no puedo nadar y buscar el maravilloso vestido que desea, pero tal vez pueda mostrarle dónde encontrarlo.
—¿Cómo podrías saberlo? —preguntó la sirena—. No te has movido de esa roca desde que has nacido.
—Sé que lo que dices es cierto —dijo la ostra—, pero, sin embargo, puedo ayudarte.
—¿Dónde está este hermoso material del que sabes? —preguntó la sirena, ahora ansiosa por obtener el conocimiento, incluso de una ostra.
—Aquí en mi caparazón —dijo la ostra, y mientras hablaba abrió s caparazón en toda su anchura, y la sirena vio los maravillosos colores del nácar con que estaba forrada.
—Nada podría ser más hermoso —exclamó—. Estaba buscando algo que estuvo a mi lado todo el tiempo.
Las demás ostras, al oír su admiración, abrieron sus caparazones, y de cada una la sirena tomó un poco de su forro de nacar. Con el jugo de un alga, unió los trozos, y cuando los peces regresaron para decirle que no habían podido encontrar nada más hermoso que lo que habían traído antes, la encontraron ya vestida con un maravilloso vestido de nácar.
Y cuando le preguntaron dónde lo había conseguido, no se los dijo, pero el día en que fue coronada, una ostra yacía apoyada en el brazo del trono, y cuando los peces de oro y plata intentaron quitarla, ella les ordenó que la dejaran quedarse.
Pero hasta el día de hoy, no saben porqué quiso que se quedara, pues como las ostras nunca volvieron a abrir sus caparazones, ninguno de los peces supo que el hermoso vestido que lucía su Reina procedía de unas torpes ostras de aspecto feo que ni siquiera sabían nadar.