Érase una vez una tarta de fresas, jugosa, dulce y deliciosa.
Un niño llamado Ben recogía las fresas. Salió solo al campo donde crecían las fresas silvestres, y cuando volvió a casa tenía un cesto lleno de las más maduras y rojas.
Una niña, la prima Pen, que estaba de visita en la granja, cortó las fresas, y no fue tan fácil como parece. La prima Pen tardó casi media hora en hacerlo y, aunque parezca mentira, no se comió ni una sola. Las guardó todas para la tarta de fresas.
Mamá hizo la tarta. ¡Era la mejor cocinera! Si intentara contarles todas las cosas buenas que sabía hacer, me llevaría más tiempo del que tardó la prima Pen en cortar las fresas; pero les diré esto: si había algo que le gustaba hacer mejor que otra cosa, era la tarta de fresas.
Un niño grande, Fred, de casi nueve años, cortaba la leña, partía las astillas y encendía el fuego para hornear la masa de la tarta de fresas. Tenía su propia pequeña hacha y era asombroso cómo hacía volar las astillas. Mamá decía que si seguía como había comenzado, sería tan útil como su padre cuando fuera mayor.
Papá estaba en el trabajo cuando se hizo la tarta, y cuando llegó a casa para cenar nadie dijo una palabra al respecto. Ni siquiera le dijeron que había un postre. Simplemente se sentaron y se comieron la cena como si no hubiera una tarta de fresas en el mundo, y mucho menos en su propia cocina. Era de lo más gracioso. Papá no se enteró de nada, pero al rato dijo:
—Las fresas silvestres están maduras. ¿Quién quiere ir a buscarlas para hacer una tarta?
Y entonces, ¡cómo se rieron los niños! Rieron y rieron hasta que mamá supo que no podrían guardar el secreto ni un minuto más.
—Cierra los ojos y no los abras hasta que digamos “listo” —dijo, y se escabulló a la cocina, tomó la tarta de fresas y la puso en la mesa delante de él.
—Listo —dijeron el primo Pen, Fred y el pequeño Ben—, ¡listo!
Y si hubieran visto lo sorprendido que se quedó papá cuando abrió los ojos y vio aquella tarta de fresas, se habrían reído tanto como ellos.