Cuatrocientos años antes del nacimiento de Cristo, vivía en Atenas un hombre cuya generosidad no sólo era grande, sino absurda. Era muy rico, pero ninguna riqueza mundana era suficiente para un hombre que gastaba y daba tanto como Timón. Si alguien le daba a Timón un caballo, recibía veinte caballos mejores de su parte. Si alguien le pedía dinero prestado a Timón y se ofrecía a devolvérselo, Timón se ofendía. Si un poeta escribía un poema y Timón tenía tiempo de leerlo, se aseguraba de comprarlo; y un pintor sólo tenía que sostener su lienzo frente a Timón para recibir el doble de su precio de mercado.
Flavio, su mayordomo, miraba consternado su imprudente modo de vida. Cuando la casa de Timón se llenaba de ruidosos señores que bebían y derramaban vino costoso, Flavio se sentaba en el sótano y lloraba. Se decía a sí mismo:
—Hay diez mil velas encendidas en esta casa, y cada uno de esos cantantes que rebuznan en la sala de conciertos cuesta por noche lo que gana un pobre hombre en un año —y recordaba una cosa terrible que había dicho Apemanto, uno de los amigos de su amo: “¡Oh, que cantidad de hombres se come Timón, y Timón no los ve!”.
Por supuesto, Timón fue muy abalado.
Un joyero que le vendió un diamante fingió que no estaba del todo perfecto hasta que Timón se lo puso.
—Ha arreglado joya al usarla —dijo. Timón le regaló el diamante a un señor llamado Sempronio, y el señor exclamó:
—Oh, es el alma misma de la generosidad.
—Timón es infinitamente querido para mí —dijo otro señor llamado Lúculo, a quien había regalado un hermoso caballo; y otros atenienses le hicieron cumplidos igual de dulces.
Pero cuando Apemanto hubo escuchado a algunos de ellos, dijo:
—Voy a romperle la cabeza a un ateniense honrado.
—Morirás por eso —dijo Timón.
—Entonces moriré por no hacer nada —dijo Apemanto. Y ahora ya sabes cómo era una broma cuatrocientos años antes de Cristo.
Este Apemanto era un franco despreciador de la humanidad, pero uno sano, porque no era infeliz. En este mundo mezclado, cualquiera que tenga varios conocidos conoce a una persona que habla con amargura de los hombres, pero no los rechaza, y se jacta de no dejarse engañar por sus discursos, y es alegre y orgulloso internamente. Apemanto era un hombre así.
Timón —te sorprenderá oírlo— se volvió mucho peor que Apemanto, después del amanecer de un día que llamamos Cuarto Día.
El Cuarto Día es el día en que llegan las facturas. El almacenero, el carnicero y el panadero piensan en sus deudores ese día, y el hombre sabio ha ahorrado suficiente dinero para estar preparado para ellos. Pero Timón no tenía dinero; y no sólo debía dinero por comida. Lo debía por joyas, caballos y muebles; y, lo peor de todo, se lo debía a los prestamistas, que esperaban que pagara el doble de lo que había pedido prestado.
El Cuarto Día es un día en que se desprecian las promesas de pago, y ese día le pidieron a Timón una gran suma de dinero.
—Vende tierras —dijo a su mayordomo.
—Usted no tiene tierras —fue la respuesta.
—¡Tonterías! Tenía cientos, miles de hectáreas —dijo Timón.
—Podrías haber gastado el precio del mundo si lo hubieras poseído —dijo Flavio.
—Pues pide prestado —dijo Timón—; prueba con Ventidio.
Pensó en Ventidio porque una vez había sacado a Ventidio de la cárcel pagando a un prestamista de este joven. Ahora Ventidio era rico. Timón confiaba en su gratitud. Pero no por todo; ¡debía tanto! Se enviaron sirvientes con peticiones de préstamos de dinero a varios amigos: un sirviente (Flaminio) fue a ver a Lúculo. Cuando fue anunciado, Lúculo dijo:
—Un regalo, seguro. Anoche soñé con una jarra y una vasija de plata —entonces cambió el tono—. ¿Cómo está ese honorable, libre de corazón y perfecto caballero, tu señor?
—Bien de salud, señor —contestó Flaminio.
—¿Y qué llevas debajo de la capa? —preguntó Lúculo jovialmente.
—Fe, señor, nada más que una caja vacía, que, en nombre de mi amo, le ruego que llene de su dinero, señor.
—¡Lalala! —dijo Lúculo, que no podía pretender decir “jajaja”—. El único defecto de tu amo es que es demasiado aficionado a dar fiestas. Le advertí que le salía caro. Ahora, mira Flaminio, sabes que no es momento de prestar dinero sin garantía, así que supón que te portas como un buen chico y le dices que no estaba en casa. Aquí tienes tres solidares para ti.
—¡Vuelve, miserable dinero, a quien te adora! —gritó Flaminio.
Intentaron con otros amigos de Timón que también resultaron tacaños. Entre ellos estaba Sempronio.
—Hum —dijo al sirviente de Timón—, ¿se lo ha pedido a Ventidio? Ventidio está en deuda con él.
—Se negó.
—Bien, ¿se lo ha pedido a Lúculo?
—Se negó.
—Pobre cumplido el que me hace al venir a mí en último lugar —dijo Sempronio, afectado por la cólera—. Si hubiera venido a mí primero, con gusto le hubiera prestado dinero, pero no voy a ser tan tonto como para prestarle nada ahora.
—Su señoría es un buen villano —dijo el sirviente.
Cuando Timón se dio cuenta que sus amigos eran tan mezquinos, aprovechó una tregua en su tormenta de acreedores para invitar a Ventidio y compañía a un banquete. Flavio estaba horrorizado, pero Ventidio y compañía no se avergonzaron en lo más mínimo y se reunieron en la casa de Timón, diciéndose unos a otros que su príncipe anfitrión había estado bromeando con ellos.
—Tuve que posponer un compromiso importante para venir aquí —dijo Lúculo —; pero, ¿quién podría rechazar a Timón?
—Para mi fue una verdadera pena quedarme sin dinero cuando me lo pidió —dijo Sempronio.
—Lo mismo digo —dijo un tercer señor.
Apareció Timón, y sus invitados compitieron en disculpas y cumplidos. Timón se mostró amable con todos.
En el salón de banquetes había una mesa resplandeciente de platos cubiertos. Se les hizo agua la boca. A estos amigos en las buenas les encantaba la buena comida.
—Siéntense, dignos amigos —dijo Timón. Entonces rezó en voz alta a los dioses griegos—. Da a cada hombre lo suficiente, pues si ustedes, que son nuestros dioses, pidieran prestado a los hombres, éstos dejarían de adorarlos. Que los hombres amen más al grupo que al anfitrión. Que cada veintena de invitados contenga veinte villanos. Bendice a mis amigos tanto como ellos me han bendecido a mí. ¡Destapen los platos, perros y regazos!
Los señores hambrientos estaban demasiado sorprendidos por este discurso como para resentirse. Pensaron que Timón estaba enfermo y, aunque los había llamado perros, destaparon los platos.
No había nada más que agua caliente en ellos.
—Ojalá nunca vean un banquete mejor —deseó Timón—. Lavo los halagos con que me han cubierto y los rocío con su villanía.
Con estas palabras arrojó el agua a la cara de los invitados, y luego les arrojó los platos. Terminado así el banquete, se metió en un cobertizo, cogió una espada y abandonó Atenas para siempre.
Su siguiente morada fue una cueva cerca del mar.
De todos sus amigos, el único que no le había negado ayuda era un apuesto soldado llamado Alcibíades, y no se la había pedido porque, habiendo discutido con el gobierno de Atenas, había abandonado aquella ciudad. La idea de que Alcibíades podría haber sido un verdadero amigo no suavizó el amargo sentimiento de Timón. Era demasiado débil de mente para discernir el hecho de que el bien no puede estar lejos del mal en este mundo mezclado. Estaba decidido a no ver nada mejor en la humanidad que la ingratitud de Ventidio y la mezquindad de Lúculo.
Se hizo vegetariano, y hablaba muchísimo consigo mismo mientras cavaba en la tierra en busca de comida.
Un día, mientras cavaba en busca de raíces cerca de la orilla, su pala encontró oro. Si hubiera sido un hombre sabio, se habría enriquecido rápidamente y habría regresado a Atenas para vivir cómodamente. Pero la vista del oro encontrado no produjo alegría en Timón, sino desprecio.
—Este esclavo amarillo —dijo—, hará y deshará religiones. Hará que lo negro sea blanco y lo sucio justo. Comprará el asesinato y bendecirá al maldito.
Todavía estaba despotricando cuando Alcibíades, ahora enemigo de Atenas, se acercó con sus soldados y dos hermosas mujeres a las que sólo les importaba el placer.
Timón estaba tan cambiado por sus malos pensamientos y su vida rústica que al principio Alcibíades no lo reconoció.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Una bestia, como tú —fue la respuesta.
Alcibíades conocía su voz, y le ofreció ayuda y dinero. Pero Timón no aceptó, y empezó a insultar a las mujeres. Ellas, sin embargo, cuando se dieron cuenta de que había descubierto una mina de oro, no les importó en lo más mínimo su opinión sobre ellas, sino que dijeron:
—Danos un poco de oro, buen Timón. ¿Tienes más?
Con más insultos, Timón les llenó los delantales de oro.
—Adiós —dijo Alcibíades, que consideró que Timón había perdido el juicio; y entonces sus disciplinados soldados abandonaron sin sacar provecho la mina que podría haberles pagado el jornal, y marcharon hacia Atenas.
Timón siguió cavando y maldiciendo, y sintió un gran placer cuando desenterró una raíz y descubrió que no era una uva.
En aquel momento apareció Apemanto:
—Me han dicho que me imitas —dijo Apemanto.
—Solo porque no tienes un perro al que pueda imitar —dijo Timón.
—Te estás vengando de tus amigos castigándote a ti mismo —dijo Apemanto—. Eso es muy tonto, pues ellos viven tan cómodamente como siempre. Lamento que un tonto me imite.
—Si yo fuera como tú —dijo Timón—, me tiraría a la basura.
—Ya lo has hecho —se burló Apemanto—. ¿Te hará el arroyo frío un buen trago mañanero, o un viento del este calentará tus ropas como lo haría un ayudante?
—¡Vete! —dijo Timón; pero Apemanto se quedó un rato más, y le dijo que tenía pasión por los extremos, lo cual era cierto. Apemanto incluso hizo un juego de palabras, pero Timón no pudo reírse.
Finalmente, perdieron su temperamento como dos niños, y Timón dijo que lamentaba haber perdido la piedra que arrojó a Apemanto, quien lo dejó deseándole el mal.
Fue casi un día “en casa” para Timón, pues cuando Apemanto se hubo marchado, recibió la visita de unos ladrones. Querían oro.
—Quieren demasiado —dijo Timón—. Aquí tienen agua, raíces y bayas.
—No somos aves o cerdos —dijo un ladrón.
—No, son caníbales —dijo Timón—. Tomen el oro, entonces, y puede que los envenene. A partir de ahora, róbense unos a los otros.
Les habló tan espantosamente que, aunque se fueron con los bolsillos llenos, casi se arrepintieron de su oficio. Su último visitante aquel día de visitas fue su buen mayordomo Flavio.
—¡Mi querido maestro! —gritó.
—¡Vete! ¿Qué eres? —dijo Timón.
—¿Se ha olvidado de mí, señor? —preguntó Flavio con tristeza.
—Me he olvidado de todos los hombres —respondió—; y si tú dices que eres un hombre, te he olvidado.
—Yo fui tu honesto sirviente —dijo Flavio.
—¡Tonterías! Nunca he tenido un hombre honrado a mi lado —replicó Timón.
Flavio se echó a llorar.
—¿Qué? ¿Derramando lágrimas? —dijo Timón—. Acércate, pues. Te amaré porque eres mujer; y no un hombre, que sólo lloran cuando ríen o suplican.
Hablaron un rato; entonces Timón dijo:
—Ese oro es mío. Te haré rico, Flavio, si me prometes vivir solo y odiar a la humanidad. Te haré muy rico si me prometes que verás resbalar la carne de los huesos de los mendigos antes que darles de comer, y dejarás que el deudor muera en la cárcel antes de pagar su deuda.
Flavio simplemente dijo:
—Déjeme quedarme para complacerlo, mi maestro.
—Si no te gusta maldecir, déjame —contestó Timón, y dio la espalda a Flavio, que regresó tristemente a Atenas, demasiado acostumbrado a obedecer como para forzar sus servicios a su enfermo amo.
El mayordomo no había aceptado nada, pero corrió la voz de que su antiguo amo le había regalado una impresionante pepita de oro, por lo que Timón recibió más visitas. Se trataba de un pintor y un poeta, a quienes había patrocinado en su prosperidad.
—¡Salve, digno Timón! —dijo el poeta—. Hemos oído con asombro cómo te han abandonado tus amigos. ¡No hay látigo lo suficientemente grande para sus espaldas!
—Hemos venido —dijo el pintor—, a ofrecerle nuestros servicios.
—Han oído que tengo oro —dijo Timón.
—Hubo un informe —dijo el pintor ruborizándose—. Pero mi amigo y yo no hemos venido por eso.
—¡Bueno, hombres honrados! —se burló Timón—. De todos modos, les daré mucho oro si me libran de dos villanos.
—Nómbralos —dijeron sus dos visitantes al unísono y apresuradamente.
—¡Ustedes dos! —contestó Timón. Dio un golpe con un palo grande al pintor y dijo:
—Pon eso en tu paleta y gana dinero con ello.
Luego le dio un golpe al poeta y dijo:
—Haz un poema con eso y que te paguen por ello. Hay oro para ustedes.
Se retiraron apresuradamente.
Finalmente, Timón fue visitado por dos senadores que, ahora que Atenas era amenazada por Alcibíades, deseaban tener de su lado a este hombre noble y amargado cuyo oro podría ayudar al enemigo.
—Olvida tus heridas —dijo el primer senador—. Atenas te ofrece dignidades con las que podrías vivir honradamente.
—Atenas confiesa que tu mérito fue pasado por alto, y desea compensar, y con creces, su olvido —dijo el segundo senador.
—Dignos senadores —respondió Timón, a su sombría manera —, ¡casi estoy llorando; me conmueven tanto! Sólo me faltan los ojos de una mujer y el corazón de un tonto.
Pero los senadores eran patriotas. Creían que este hombre amargado podía salvar Atenas, y no quisieron discutir con él.
—Sé nuestro capitán —dijeron—, y conduce Atenas contra Alcibíades, que amenaza con destruirla.
—Por mí, que destruya también a los atenienses —dijo Timón; y viendo en su rostro una maligna desesperación, lo dejaron.
Los senadores regresaron a Atenas, y poco después sonaron las trompetas ante sus murallas. En las murallas, de pie, escucharon a Alcibíades decirles que los malhechores debían temblar en sus cómodas sillas. Miraron a su confiado ejército y se convencieron de que Atenas debía rendirse si él la asaltaba, por lo que usaron la voz, que golpea más que las flechas.
—Estos muros nuestros fueron construidos por las manos de hombres que nunca te agraviaron, Alcibíades —dijo el primer senador.
—Entra —dijo el segundo senador—, y mata a uno de cada diez hombres si tu venganza necesita carne humana.
—Perdona la cuna —dijo el primer senador.
—Sólo pido justicia —dijo Alcibíades—. Si admiten mi ejército, impondré el castigo de sus propias leyes a cualquier soldado que las infrinja.
En ese momento, un soldado se acercó a Alcibíades y le dijo:
—Mi noble general, Timón ha muerto.
Entregó a Alcibíades una hoja de cera que decía “está enterrado junto al mar, en la playa, y sobre su tumba hay una piedra con letras que no puedo leer, por eso las he impreso en cera”.
Alcibíades leyó esta copla de la hoja de cera:
“Aquí yazgo yo, Timón, a quien, estando vivo, todos los hombres vivos odiaron. Pasa y di lo peor; pero pasa, y no detengas tu paso aquí”.
—Ha muerto, pues, el noble Timón —dijo Alcibíades; y entró a Atenas con una rama de olivo en lugar de una espada.
Así fue uno de los amigos de Timón, que fue generoso en un asunto mayor que la necesidad de Timón; sin embargo, la pena y la ira de Timón se recuerdan como una advertencia para que no surja otra ingratitud que convierta el amor en odio.