En una estación de ferrocarril había un tren muy pesado que tenía que recorrer una pendiente muy pronunciada antes de llegar a su destino. El superintendente de la estación no estaba seguro de qué era lo mejor que podía hacer, así que se acercó a una locomotora grande y fuerte y le preguntó:
—¿Puedes tirar de ese tren colina arriba?
—Es un tren muy pesado —respondió la locomotora.
Entonces se acercó a otra locomotora grande y fuerte y le preguntó:
—¿Puedes tirar de ese tren colina arriba?
—Es un tren muy pesado —respondió.
El superintendente se quedó perplejo, pero se volvió hacia otra locomotora que estaba impecable y nueva y le preguntó:
—¿Puedes tirar de ese tren colina arriba?
—Creo que puedo —respondió la locomotora
Así que se hizo circular la orden, y la locomotora se puso en marcha hacia atrás para poder acoplarse al tren, y mientras avanzaba por los rieles se repetía a sí misma:
—Creo que puedo. Creo que puedo. Creo que puedo.
El acoplamiento se hizo y la locomotora comenzó su viaje, y a lo largo de todo el nivel, mientras rodaba hacia el ascenso, no dejaba de repetirse a sí misma:
—Creo…. que… puedo. Creo… que… puedo. Creo… que… puedo.
Entonces llegó a la pendiente, pero su voz aún se oía:
—Creo que puedo. Creo… que… puedo. Creo… que… puedo —cada vez subía más alto, su voz se hacía más débil y sus palabras más lentas—. Cr… eo… que… pue… do.
Ya casi había llegado a la cima.
—Cre… o.
Estaba en la cima.
—Que… puedo.
Pasó por encima de la cima de la colina y comenzó a arrastrarse por la ladera opuesta.
—Creo… que… puedo. Creí… que… podía. Creí… que… podía. Creí que podía. Creí que podía. Creí que podía.
Y cantando su triunfo se precipitó hacia el valle.