El Tío Wiggily y el Pequeño Bo Peep

—¿Qué vas a hacer, Nana Jane? —preguntó el Tío Wiggily Orejaslargas, el señor conejo, al ver salir una mañana a la señora rata almizclera, el ama de llaves por la cocina, con un delantal puesto y una pizca de harina blanca en la punta de la nariz.

—Haré una tarta de chocolate con glaseado de zanahoria por encima —contestó la Srta. Fuzzy Wuzzy.

—¡Oh, qué bien! —exclamó el Tío Wiggily, y casi sin darse cuenta empezó a aplaudir con las patas, como podrían haber hecho Sammie y Susie Colita, los niños conejo, y como hacían a menudo cuando se alegraban por cualquier cosa—. Me encanta la tarta de chocolate —dijo el tío conejo, que era casi como un niño conejo.

—Ah, ¿sí? —preguntó la Nana Jane—. Entonces me alegra hacer una —y, entrando en la cocina de la cabaña de troncos huecos, empezó a traquetear entre las ollas, sartenes y teteras.

La Nana Jane y el Tío Wiggily volvían a vivir juntos en su propia cabaña de troncos huecos. Se había quemado, como recordarán, pero el Tío Wiggily la había hecho construir de nuevo, y ahora ya no tenía que andar de visita entre sus amigos los animales, aunque los seguía visitando de vez en cuando.

—¡Oh, cielos! —exclamó de repente la Nana Jane desde la cocina—. ¡Oh, vaya!

—¿Qué le pasa, Srta. Fuzzy Wuzzy? —preguntó el tío conejo—. ¿Se le ha caído una sartén en la pata?

—No, Tío Wiggily —respondió la señora rata almizclera—. Es peor que eso. Siento decirte que, después de todo, no puedo hacer la tarta de chocolate.

—¡Oh, vaya! ¡Qué pena! ¿Por qué no? —preguntó el tío conejo con voz triste y apenada.

—Porque no hay chocolate —continuó la Nana Jane—. Desde que llegamos a nuestra nueva cabaña de troncos huecos no he hecho ninguna tarta, y hoy se me olvidó pedir el chocolate a la tienda para ésta.

—No importa —dijo el Tío Wiggily amablemente—. Iré a la tienda y te traeré chocolate. De hecho, iría a dos tiendas y parte de otra con tal de tener una tarta de chocolate.

—De acuerdo —dijo la Nana Jane—. Si me consigues el chocolate, haré una.

Se puso el abrigo, se ató el alto sombrero de seda sobre las orejas para que no se le volaran… —quiero decir, para que no se le volara el sombrero—, y, con su muleta para el reumatismo bajo la pata, el viejo señor conejo atravesó los campos y los bosques hasta llegar a la chocolatería.

Después de comprar lo que quería para la tarta de la Nana Jane, el viejo conejo regresó a la cabaña de troncos huecos. Por el camino pasó por delante de una juguetería, y se detuvo a mirar en el mostrador las pistolas, las peonzas, las muñecas, las Arcas de Noé, con los animales saliendo de ellas, y todas esas cosas. 

—Me rejuvenece volver a ver juguetes —dijo el tío conejo. Y se alejó un poco más, hasta que, al pasar junto a un arbusto, oyó un llanto detrás. 

—¡Oh! Alguien está en problemas otra vez —dijo el Tío Wiggily—. Me pregunto si será Niño Azul.

Miró, pero en lugar de ver al niño oveja, a quien había ayudado una vez, el Tío Wiggily vio a una niña.

—¿Quién eres? —preguntó el tío conejo—. Y, ¿qué te pasa?

—Soy la Pequeña Bo Peep —fue la respuesta—, y he perdido mis ovejas y no sé dónde encontrarlas.

—Pues si las dejas solas, volverán meneando la cola —dijo el Tío Wiggily rápidamente, y se rio alegre y contento, porque había hecho una rima para acompañar lo que decía Bo Peep.

—Sí, ya sé que así es en el libro de Mamá Oca —dijo la pequeña Bo Peep—, pero he esperado y esperado, y las he dejado solas durante mucho tiempo, pero no han vuelto a casa. Y ahora tengo miedo de que se congelen.

—Así es. Hace mucho frío para que las ovejas estén fuera —dijo el Tío Wiggily, mientras miraba a través del campo cubierto de nieve y hacia el bosque, donde había estalactitas colgando de los árboles.

—Mira, pequeña Bo Peep —continuó el tío conejo—, creo que tus ovejas se habrán ido a casa hace tiempo, meneando el rabo detrás de ellas. Y será mejor que tú también corras a casa de Mamá Oca. Dile que te encontré y que te envié a casa. Y, si encuentro tus ovejas, también te las enviaré. Así que no te preocupes.

—Pero no me gusta volver a casa sin mis ovejas —dijo Bo Peep, y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Debería llevarlas conmigo. Pero hoy he ido a patinar al Lago de Cristal, en las Montañas Naranja-Limón, y me he olvidado por completo de mis ovejas. Ahora tengo miedo de volver a casa sin ellas. ¡Ay, caramba!

El Tío Wiggily pensó durante un minuto, y luego dijo:

—¡Ja! ¡Lo tengo! Ya sé dónde puedo conseguirte unas ovejas para que te las lleves a casa. Entonces Mamá Oca dirá que todo está bien. Ven conmigo.

—¿A dónde vas? —preguntó Bo Peep.

—A buscarte unas ovejas —y el Tío Wiggily condujo a la pastorcita de vuelta a la juguetería, en cuyo escaparate se había parado a mirar hacía un rato.

—Dale a Bo Peep algunas de tus ovejas de lana de juguete, por favor —le dijo el Tío Wiggily al hombre de la juguetería—. Se las puede llevar a casa, mientras sus ovejas están a salvo en algún lugar cálido, estoy seguro. Pero ahora debe tener algún tipo de oveja que llevarse a casa en lugar de las perdidas, para que todo salga bien, tal como está en el libro. Y estas ovejas de lana de juguete servirán tan bien como cualquiera; ¿verdad, pequeña Bo Peep?

—Oh, sí, servirán; muchas gracias Tío Wiggily —respondió Bo Peep, haciendo una bonita reverencia. Entonces el señor conejo le compró diez ovejitas de lana de juguete, cada una con una cola que Bo Peep podía menear por ellas, y un cordero de juguete hizo “Mee, mee, mee”, tan real como todo lo demás, ya que tenía un pequeño fonógrafo parlante en su interior.

—Ahora puedo ir a casa de Mamá Oca y hacer creer que estas son mis ovejas perdidas —dijo Bo Peep—, y todo estará bien.

—Y aquí tienes un trozo de chocolate para que comas —dijo el Tío Wiggily. Entonces Bo Peep se apresuró a volver a casa con sus ovejas de juguete y, más tarde, encontró las suyas de verdad, bien calentitas, en el granero donde vivía la Vaca del Cuerno Arrugado. Mamá Oca se rio de lo lindo cuando vio la oveja de juguete que el Tío Wiggily le había comprado a Bo Peep.

—¡Es igual que él! —dijo Mamá Oca.


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