El Tío Wiggily y el vestido de Susie

El Tío Wiggily Orejaslargas, el viejo y simpático conejo, estaba leyendo el periódico en su cabaña de troncos huecos en el bosque, mientras la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, la señora rata almizclera ama de llaves, estaba una tarde en la cocina lavando los platos de la cena.

De repente, el Tío Wiggily se quedó dormido porque estaba leyendo un cuento para dormir en el periódico, y mientras dormía oyó un ruido en la puerta principal, que sonaba como:

—¡Rat-a-tat-tat! ¡Rat-a-tat-tat!

—¡Madre mía! —exclamó de pronto el Tío Wiggily, despertando de su sueño—. Eso suena como el pájaro carpintero del bosque haciendo agujeros en un árbol.

—No, no es eso —dijo la Nana Jane—. Es alguien golpeando nuestra puerta principal. No puedo contestar porque tengo las patas llenas de agua jabonosa.

—Oh, yo iré —dijo el Tío Wiggily, y dejando a un lado el papel sobre el que se había quedado dormido, abrió la puerta. En el pórtico estaba Susie Colita, la niña conejo.

—¡Vaya! Hola, Susie —exclamó el tío conejito—. ¿A dónde vas con tu bonito vestido nuevo? —porque Susie llevaba una pechera y una falda nuevas y bonitas, o tal vez estaban hechas de una sola pieza, por lo que sé. Y su vestido nuevo tenía volantes y cositas y rizos e inserciones y crepe Georgette y todo tipo de cosas por el estilo.

—¿A dónde vas, Susie? —preguntó el Tío Wiggily.

—Voy a una fiesta —respondió la niña conejo—. Lulú y Alice Temblorosa, las niñas patos, darán una fiesta y me han pedido que vaya. Así que he venido por ti.

—¡Pero yo no voy a la fiesta! —exclamó el Tío Wiggily—. No me han invitado.

—Eso no importa —dijo Susie riendo—. Sabes que se alegrarán de verte. Y sé que Lulú tenía intención de invitarte, sólo que se le habrá olvidado, porque hay mucho que hacer cuando se celebra una fiesta.

—Ya lo sé —dijo el Tío Wiggily—, y no culpo en absoluto a Lulú y Alicia por no haberme invitado. De todos modos, no puedo ir, porque prometí venir esta tarde a jugar a las damas con el Abuelo Ganso.

—Oh, pero, ¿no irás conmigo a la fiesta? —preguntó Susie un poco en broma—. Me da miedo ir sola por el bosque, porque Johnnie Colapeluda, el niño ardilla, dijo que ayer tú y él se encontraron con un oso allí.

—¡Así es! —rio el Tío Wiggily—. Pero el nogal lo ahuyentó lanzándole nueces en la nariz.

—Bueno, puede que yo no tenga tanta suerte como para tener un nogal que me ayude —dijo Susie—. Así que me alegraría mucho que caminaras por el bosque conmigo. Así podrás espantar al oso si nos lo encontramos.

—¿Cómo? —preguntó el Tío Wiggily—. ¿Con mi muleta roja, blanca y azul o con mi paraguas?

—Con esta pistola que dispara polvo de dientes —dijo Susie—. Es de mi hermano Sammie, pero me dejó llevármela. Llevaremos la pistola con nosotros, Tío Wiggily, y asustaremos al oso.

—De acuerdo —dijo el tío conejito—. Eso es lo que haremos. Iré contigo hasta la casa de los patos Temblorosos, y te dejaré en la fiesta.

Esto puso a Susie muy contenta y feliz, y pronto ella y el Tío Wiggily iban juntos por el bosque. El vestido nuevo de Susie era muy bonito y no dejaba de mirarlo mientras daba saltitos.

De repente, mientras la niña conejo y el tío conejo avanzaban por el bosque, llegaron a un charco de barro.

—¡Cuidado! —dijo el Tío Wiggily—. No te caigas en él, Susie.

—No lo haré —dijo la niña conejo—. Puedo saltarlo fácilmente.

Pero cuando lo intentó, ¡ay! La misma desdicha. Sus patas traseras resbalaron y cayó en el charco de barro con su vestido nuevo. ¡Splash!

—¡Oh, cielos! —exclamó Susie.

—¡Vaya! —exclamó el Tío Wiggily.

—Mira mi bonito vestido nuevo —continuó Susie—. Ahora ya no es tan bonito ni tan nuevo. Está lleno de barro y agua y salpicado, y… ¡oh, cielos! ¡Qué desastre!

—Sí, además de sastre, costurera y modisto —dijo el Tío Wiggily con tristeza—. ¡Oh, cielos!

—Así no puedo ir a la fiesta de los Temblorosos —se lamentó Susie—. Tendré que volver a casa a buscar otro vestido, y no será el mío nuevo… y, ¡vaya!

—Tal vez pueda limpiar el barro con algunas hojas y musgo —dijo el Tío Wiggily—. Lo intentaré.

Pero cuanto más frotaba las manchas de barro del vestido de Susie, peor le quedaban.

—¡Oh, no puedes hacerlo, Tío Wiggily! —suspiró la niña conejo.

—No, no creo que pueda —admitió el Tío Wiggily, triste y apenado.

—¡Oh, cielos! —exclamó Susie—. ¿Qué voy a hacer? No puedo ir a una fiesta luciendo así. Tengo que comprarme un vestido nuevo.

El Tío Wiggily pensó durante un minuto. Entonces, a través del bosque, divisó un árbol de corteza blanca y brillante, igual que el satén.

—¡Ja! ¡Ya sé qué hacer! —dijo—. Es un abedul blanco. Los indios hacen barcas con la corteza, y con ella también puedo hacerte un vestido nuevo, Susie. O, al menos, una especie de vestido, o delantal, para poner sobre el vestido que llevas, y así cubrir las manchas de barro.

—Por favor, ¡hazlo! —suplicó Susie.

—Lo haré —prometió el Tío Wiggily, y lo hizo.

Le quitó un poco de corteza al abedul y cosió los trozos con cinta de hierba y algunas agujas del pino. Y cuando Susie se puso el vestido de corteza sobre el de fiesta, ¡no se le vio ni una mancha de barro!

—Oh, ¡qué bien, Tío Wiggily! —dijo—. ¡Ahora puedo ir a lo de Temblorosos!

Y así fue, y el oso malo ni siquiera llegó a gruñir, ni tampoco el zorro, así que no necesitó la escopeta. Y todas las chicas de la fiesta pensaron que el vestido de Susie que había hecho el Tío Wiggily estaba muy bien.


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