El Tío Wiggily y el Niño Azul

—Tío Wiggily, ¿estás muy ocupado hoy? —preguntó la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, la señora rata almizclera, el ama de llaves, quien, con el viejo señor conejo, estaba visitando a la familia de ardillas Colapeluda, en su casa de árbol hueco.

Después de quedarse un tiempo con los conejos Colita, cuando su cabaña de troncos huecos se había quemado, el tío conejo fue a visitar a Johnnie y Billie Colapeluda.

—¿Está muy ocupado, Tío Wiggily? —preguntó la señora rata almizclera.

—Pues no, Nana Jane, no mucho —respondió el tío conejito—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó con una cortés reverencia.

—Bueno, la Sra. Colapeluda y yo acabamos de hornear unos pasteles —dijo la señora rata almizclera—, y pensamos que tal vez te gustaría llevarle uno a tu amigo, el Abuelo Ganso.

—¡Bien! —dijo el Tío Wiggily, haciendo brillar su nariz como una estrella en un árbol de navidad en la oscuridad—. El Abuelo Ganso estará encantado de recibir una tarta. Yo le llevaré una.

 —Lo tenemos todo preparado —dijo la Sra. Colapeluda, la ardilla madre de Johnnie y Billie, al entrar en el salón—. Es un buen pastel caliente, y te mantendrá las patas calientes, Tío Wiggily, mientras vas por el hielo y la nieve a través de los bosques y los campos.

—¡Bien! —volvió a gritar el tío conejito—. Me prepararé y me iré enseguida.

El Tío Wiggily se puso su abrigo de piel, se ajustó a la cabeza su alto sombrero de seda, con las orejas asomando por unos agujeros hechos en el ala para que no se le volara, y luego, tomando su muleta a rayas rojas, blancas y azules para el reumatismo, que la Nana Jane le había roído de un tallo de maíz, se puso en marcha. Llevaba el pastel de manzana caliente en una cesta sobre la pata.

—Al Abuelo Ganso seguro que le gusta este pastel —se dijo el Tío Wiggily mientras levantaba la servilleta que lo cubría para olerlo un poco—. A mí también me da hambre. Y qué rico y calentito está —continuó, mientras metía una pata fría en la cesta para calentarla; calentar su pata quiero decir, no la cesta.

El tío conejo saltó por los campos y los bosques. Empezó a nevar un poco, pero al Tío Wiggily no le importó, pues iba bien abrigado.

Cuando estaba a medio camino de la casa del Abuelo Ganso, el Tío Wiggily oyó una voz triste y llorosa detrás de un montón de nieve.

—¡Caramba! —exclamó el tío conejito—. Eso suena como si alguien tuviera problemas. Tengo que ver si puedo ayudarlos.

El Tío Wiggily miró por encima del montón de nieve y, sentado en el suelo, delante de un gran carámbano, había un niño vestido de azul. Hasta sus ojos eran azules, pero no se podían ver muy bien, pues estaban llenos de lágrimas.

—¡Oh, querido! ¡Oh, cielos! —dijo el Tío Wiggily amablemente—. Esto está muy mal. ¿Qué te pasa, amiguito? ¿Quién eres?

—Soy el Niño Azul, de la casa de Mamá Ganso —fue la respuesta—, ¡y el problema es que se ha perdido!

—¿Qué se ha perdido? —preguntó el Tío—. Si es un penique, te ayudaré a encontrarlo.

—No es un penique —respondió el Niño Azul—. Es el montón de heno bajo el que tengo que dormir. No lo encuentro, y tengo que ver dónde está, si no las cosas no serán como en el libro de Mamá Ganso. ¿No sabes lo que dice?

Y cantó:

“Niño Azul, ven y toca tu cuerno,
Hay ovejas en el campo y vacas en el huerto.
El Niño Azul que cuida las ovejas ¿dónde se ha metido?
Pues bajo el montón de heno, profundamente dormido”.

—Sólo que no puedo irme a dormir debajo del montón de heno, Tío Wiggily, porque no lo encuentro. Y, ¡oh, caramba! No sé qué hacer —y el Niño Azul lloró más fuerte que nunca, hasta que algunas de sus lágrimas se congelaron y se convirtieron en pequeñas bolitas de hielo, como piedras de granizo.

—¡Ya, ya! —dijo el Tío Wiggily amablemente—. Por supuesto que no puedes encontrar un montón de heno en invierno. Están todos cubiertos con nieve.

—¿Lo están? —preguntó el Niño Azul, muy sorprendido.

—¡Por supuesto que lo están! —dijo el Tío Wiggily con su voz más jovial—. Además, no te gustaría dormir bajo un pajar, aunque hubiera uno aquí, en invierno. Tendrías frío y te resfriarías.

—Así es, podría —dijo el Niño Azul, que ahora no lloraba tan fuerte—. Pero eso no es todo, Tío Wiggily —continuó, asintiendo con la cabeza al señor conejo—. No es mi único problema.

—¿Qué más pasa? —preguntó el tío conejo.

—Es mi cuerno —dijo el niño que cuidaba las vacas y las ovejas—. No puedo hacer ninguna melodía con mi cuerno. Y tengo que soplar mi cuerno, sabes, porque en el libro de Mamá Ganso dice que debo hacerlo. Ves, no puedo soplarlo ni un poco.

Y el Niño Azul se llevó el cuerno a los labios, hinchó las mejillas y sopló todo lo fuerte que pudo, pero no salió ningún sonido.

—Déjame intentarlo —dijo el Tío Wiggily. El caballero conejo tomó el cuerno e intentó soplar. Sopló tan fuerte que casi se le vuela el alto sombrero de seda, pero el cuerno no emitió sonido alguno.

—¡Ah, ya veo cuál es el problema! —exclamó el tío conejo con una risa alegre, mirando hacia abajo dentro del cuerno—. Hace tanto frío que las melodías están congeladas en la bocina. Pero tengo aquí en mi cesta una tarta de manzana caliente que iba a llevarle al Abuelo Ganso. Sostendré el cuerno frío sobre el pastel caliente y las melodías se descongelarán.

—Oh, ¿tienes un pastel ahí? —preguntó el Niño Azul—. ¿Es el pastel de navidad en el que el Pequeño Jack Horner metió su pulgar y sacó una ciruela?

—No del todo, pero casi igual —rio el Tío Wiggily—. Ahora a descongelar el cuerno congelado.

El tío conejito puso el cuerno del Pequeño Niño Azul en la cesta con la tarta de manzana caliente. Pronto se derritió el hielo del cuerno, y el Tío Wiggily pudo soplar y tocar melodías, al igual que el Niño Azul. Los dos tocaban melodías.

—¡Ahora sí estás bien! —dijo el tío conejito—. Ven conmigo y podrás comerte un trozo de esta tarta. Y puedes quedarte con el Abuelo Ganso hasta que llegue el verano, y entonces tocarás el cuerno para las ovejas en el prado y las vacas en el maizal. No hay necesidad, ahora, de que te quedes afuera en el frío y busques un pajar bajo el cual dormir.

—No, supongo que no —dijo el Niño Azul—. Iré contigo, Tío Wiggily. Y muchas gracias por ayudarme. No sé qué habría pasado sin ti.

—Ni lo menciones —dijo cortésmente el Tío Wiggily con una carcajada. Entonces él y el Pequeño Niño Azul se apresuraron a atravesar la nieve, y pronto llegaron a casa del Abuelo Ganso con la tarta de manzana caliente, y ¡oh, qué bien sabía! ¡Oh, ñam-ñam!


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