Las huellas en la nieve han sido infalibles provocadoras de sentimientos desde que la nieve fue por primera vez una maravilla blanca en este monótono mundo nuestro. En un libro de poesía que nos regaló una tía, había un poema de Wordsworth en el que destacaban con fuerza (con un cuadro para ellas solas, además), pero ni el poema ni el sentimiento nos parecían muy buenos. Las huellas en la arena eran otra cosa, y comprendimos la actitud mental de Crusoe mucho más fácilmente que la de Wordsworth. Emoción y misterio, curiosidad y suspenso: éstos eran los únicos sentimientos que las huellas, ya fueran en la arena o en la nieve, eran capaces de despertar en nosotros.
Nos habíamos despertado temprano aquella mañana de invierno, desconcertados al principio por la luz que llenaba la habitación. Luego, cuando por fin nos dimos cuenta de la verdad y supimos que jugar a las bolas de nieve ya no era un sueño nostálgico, sino una certeza sólida que nos esperaba fuera, fue una mera lucha brutal por conseguir la ropa necesaria, y el atarse las botas parecía un invento torpe, y el abotonarse los abrigos una forma de abrocharse excesivamente tediosa, con toda aquella nieve desperdiciándose en nuestra misma puerta.
Cuando llegó la hora de la cena, tuvieron que arrastrarnos por el pescuezo. Terminado el breve armisticio, se reanudó el combate; pero al poco rato Charlotte y yo, un poco cansados de las competiciones y de los proyectiles que corrían estremecedores por dentro de la ropa, abandonamos el pisoteado campo de batalla del césped y fuimos a explorar los espacios vírgenes del mundo blanco que se extendía más allá. Se extendía ininterrumpidamente a cada lado nuestro, este misterioso y suave ropaje bajo el cual nuestro mundo familiar se había escondido tan repentinamente. Débiles huellas mostraban dónde se había posado algún pájaro ocasional, pero de otro tráfico no había casi ninguna señal, lo que hacía que estas extrañas huellas fueran aún más desconcertantes.
Los encontramos primero en la esquina de los arbustos, y los examinamos largamente, con las manos en las rodillas. Aunque nos considerábamos tramperos experimentados, resultaba molesto que de repente nos sorprendiera una bestia que no podíamos identificar de inmediato.
—¿No lo sabes? —dijo Charlotte con bastante desdén—. Creía que conocías a todas las bestias habidas y por haber.
Aquello me puso en un aprieto y me apresuré a pronunciar una serie de nombres de animales que abarcaban tanto la zona ártica como la tropical, pero sin mucha seguridad.
—No —dijo Charlotte, pensativa—, ninguno de ellos me sirve. Parece alguna especie de lagarto. ¿Has dicho iguanodonte? Podría ser eso, tal vez. Pero eso no es británico, y queremos una verdadera bestia británica. ¡Creo que es un dragón!
—No es ni la mitad de grande —objeté.
—Bueno, todos los dragones deben ser pequeños para empezar —dijo Charlotte —; como todo lo demás. Quizá sea un dragoncito que se ha perdido. Sería bonito tener un dragoncito. Podría arañar y escupir, pero en realidad no podría hacer nada. ¡Vamos a buscarlo!
Así que nos adentramos en el ancho mundo nevado, tomados de la mano, con el corazón lleno de expectativas y con la plena confianza de que unos pocos rastros en la nieve nos permitirían capturar un espécimen medio adulto de una bestia fabulosa.
Hicimos correr al monstruo a través del prado y a lo largo del cerco del campo contiguo, y luego salió a la carretera como cualquier animal civilizado. Aquí sus huellas se mezclaron y se perdieron entre otras más ordinarias, pero la imaginación y una idea fija sirven de mucho, y estábamos seguros de conocer la dirección que un dragón tomaría naturalmente. Los rastros también reaparecían a intervalos, al menos según Charlotte, y como se trataba de su dragón, le dejé a ella el seguimiento de la huella y troté tranquilamente, con la sensación de que, de todos modos, era una expedición y seguro que algo saldría de ella.
Charlotte me llevó a través de otros campos, y a través de un bosquecillo, y a un camino nuevo; y empecé a sentirme seguro de que era sólo su confuso orgullo el que la hacía seguir fingiendo ver huellas de dragón en lugar de reconocer que estaba totalmente perdida, como una persona razonable. Por fin, me arrastró excitada a través de una brecha en un cerco de carácter evidentemente privado; el mundo abierto y baldío de campos y setos desapareció, y nos encontramos en un jardín, bien cuidado, aislado, de aspecto muy poco encantado. Una vez dentro, supe dónde estábamos. Era el jardín de mi amigo, el hombre del circo, aunque nunca antes me había acercado a él por una brecha ilegal, desde este lado desconocido. Y allí estaba el hombre-circo en persona, fumando plácidamente en pipa mientras paseaba arriba y abajo por los senderos. Me acerqué a él y le pregunté cortésmente si había visto últimamente una Bestia.
—¿Puedo preguntar —dijo con toda cortesía—, qué clase de Bestia están buscando?
—Es una especie de lagarto —expliqué—. Charlotte dice que es un dragón, pero no sabe mucho de bestias.
El hombre-circo miró lentamente a su alrededor.
—No creo —dijo—, haber visto un dragón por aquí recientemente. Pero si me encuentro con uno sabré que les pertenece a ustedes, y haré que se lo lleven enseguida.
—Muchas gracias —dijo Charlotte—, pero no te preocupes, por favor, porque tal vez no sea un dragón después de todo. Me pareció ver sus pisadas en la nieve, las seguimos y parecían llegar hasta aquí, pero tal vez sea todo un error, y gracias de todos modos.
—No es ninguna molestia —dijo el hombre-circo alegremente—. Estaré encantado. Pero, por supuesto, como dicen, puede tratarse de un error. Y está oscureciendo, y parece que por el momento se ha escapado, sea lo que sea. Será mejor que entren y tomen un té. Estoy solo, y haremos un fuego crepitante, y tengo el Libro de las Bestias más grande que jamás hayan visto. Tiene todas las bestias del mundo, y todas ellas coloreadas; ¡trataremos de encontrar a su bestia en él!
Siempre estábamos dispuestos a tomar el té, a cualquier hora, y especialmente cuando se combinaba con bestias. También había mermelada y confitura de damasco, traídas expresamente para nosotros; y después se extendió el libro de las fieras, que, como había dicho el hombre, contenía todas las clases de fieras que ha habido en el mundo.
Cuando dieron las seis en punto, la más prudente Charlotte me dio un codazo y, con un esfuerzo bestial, nos recuperamos y nos pusimos en pie de mala gana.
—Yo voy con ustedes —dijo el hombre-circo—. Quiero fumar otra pipa y un paseo me haría bien. No hace falta que me hablen, a menos que quieran hacerlo.
Nuestros ánimos volvieron a su nivel acostumbrado. El camino nos había parecido tan largo, el mundo exterior tan oscuro y espeluznante después de la cálida y luminosa habitación y el colorido libro de fieras. Pero dar un paseo con un hombre de verdad… ¡era un placer en sí mismo! Salimos a paso ligero, con el hombre en medio. Lo miré y me pregunté si alguna vez viviría para fumar una gran pipa con aquella majestuosidad despreocupada. Pero Charlotte, cuya joven mente no pensaba en el tabaco como posible meta, se hizo oír desde el otro lado.
—Ahora, entonces —dijo—, cuéntanos una historia, por favor, ¿quieres?
El Hombre suspiró pesadamente y miró a su alrededor.
—Lo sabía —gimió—. Sabía que tendría que contar una historia. Oh, ¿por qué dejé mi agradable chimenea? Bueno, les contaré una historia. Sólo déjenme pensar un momento.
Así que pensó un momento, y luego nos contó una historia.
—Hace mucho tiempo (puede que cientos de años), en una cabaña a medio camino entre este pueblo y aquella ladera de las Colinas, vivía un pastor con su mujer y su hijo pequeño. El pastor pasaba los días (y en ciertas épocas del año también las noches) en el amplio seno de las Colinas, con la única compañía del sol, las estrellas y las ovejas, y el amistoso parloteo de hombres y mujeres lejos de su vista y oído. Pero su pequeño hijo, cuando no estaba ayudando a su padre, y a menudo también cuando lo estaba, pasaba gran parte de su tiempo enterrado en grandes volúmenes que tomaba prestados de la amable alta burguesía y de los interesados párrocos de los alrededores. Y sus padres lo querían mucho, y estaban bastante orgullosos de él, aunque no se lo decían, de modo que lo dejaban ir a su antojo y leer todo lo que quisiera; y en lugar de recibir a menudo un golpe en la cabeza, como muy bien podría haberle sucedido, era tratado más o menos como un igual por sus padres, que sensatamente pensaban que era una división muy justa del trabajo que ellos aportaran el conocimiento práctico y él el aprendizaje de los libros. Sabían que, a pesar de lo que dijeran sus vecinos, los libros solían ser útiles en caso de apuro. Lo que más le interesaba al niño era la historia natural y los cuentos de hadas, y los tomaba como venían, en una especie de sándwich, sin hacer distinciones; y realmente su forma de leer parece bastante sensata.
Una noche, el pastor, que desde hacía algunas noches se hallaba perturbado y preocupado, y fuera de su habitual equilibrio mental, llegó a casa todo tembloroso, y, sentándose a la mesa donde su mujer y su hijo estaban apaciblemente ocupados, ella con su costura, él siguiendo las aventuras del Gigante sin Corazón en el Cuerpo, exclamó con gran agitación:
—¡Todo ha terminado para mí, María! Nunca más podré subirme a esas Colinas, ¡siempre fue así!
—No te pongas así —dijo su esposa, que era una mujer muy sensata—, primero cuéntanos todo, lo que sea que te haya dado esta sacudida, y entonces tú, yo y nuestro hijo aquí presente, entre todos, podremos llegar al fondo del asunto.
—Comenzó hace algunas noches —dijo el pastor—. Conocen aquella cueva de allí arriba; nunca me gustó, y a las ovejas tampoco, y cuando a las ovejas no les gusta algo suele haber una razón para ello. Pues bien, desde hace algún tiempo se oyen débiles ruidos procedentes de esa cueva; ruidos como fuertes suspiros, con gruñidos entremezclados; y a veces un ronquido, muy bajo. Ronquidos de verdad, pero de algún modo no ronquidos honestos, como los suyos y los míos por las noches, ¡ya saben!
—Lo sé —remarcó el muchacho en voz baja.
—Por supuesto que estaba terriblemente asustado —continuó el pastor—; pero de algún modo no pude mantenerme alejado. Así que esta misma tarde, antes de bajar, me he dado una vuelta por la cueva, sin hacer ruido. Y allí, Señor, por fin lo vi, tan claro como te veo a ti.
—¿Ver a quién? —dijo su esposa, empezando a compartir el terror nervioso de su marido.
—¡Bueno, él, te lo aseguro! —dijo el pastor—. Salía hasta la mitad de la cueva, y parecía estar disfrutando del frescor de la noche de una manera poética. Era tan grande como cuatro caballos y estaba cubierto de escamas brillantes, de un azul intenso en la parte superior y un verde tierno en la parte inferior. Cuando respiraba, tenía en las fosas nasales esa especie de parpadeo que se ve sobre nuestros caminos de tiza en un día caluroso de verano. Tenía el mentón apoyado en sus patas, y yo diría que estaba meditando algunas cosas. Oh, si, una bestia bastante pacífica, y no alborotada ni haciendo nada que no fuera correcto y apropiado. Admito todo esto. Y, sin embargo, ¿qué voy a hacer? Escamas, ya saben, y garras; y una cola, con certeza, aunque yo no vi ese extremo de él; no estoy acostumbrado a ellos, y no los soporto, ¡eso es un hecho!
El niño, que al parecer había estado absorto en su libro durante el parlamento de su padre, cerró ahora el tomo, bostezó, se llevó las manos a la nuca y dijo somnoliento:
—Está bien, padre. No te preocupes. Sólo es un dragón.
—¡¿Sólo un dragón?! —gritó su padre—. ¿Qué quieres decir, sentado allí, tú y tus dragones? ¡Es sólo un dragón! ¿Y qué sabes tú de esto?
—Porque lo es, y porque lo sé —respondió el muchacho en voz baja—. Mira, padre, tú sabes que cada uno tiene su línea. Tú sabes de ovejas, del tiempo, y cosas. Yo sé de dragones. Siempre he dicho que aquella cueva de arriba era una cueva de dragones. Siempre he dicho que debió pertenecer a un dragón alguna vez, y que debería pertenecer a algún dragón ahora, si es que las reglas cuentan para algo. Bueno, ahora me dices que tiene un dragón, y eso está bien. No estoy ni la mitad de sorprendido que cuando me dijiste que no tenía un dragón. Las reglas siempre funcionan si esperas pacientemente. Ahora, por favor, déjame todo esto a mí. Yo iré mañana por la mañana… no, por la mañana no puedo, tengo un montón de cosas que hacer… bueno, quizás por la tarde si estoy libre, subiré y hablaré con él; y verás que todo irá bien. Pero, por favor, no andes por ahí preocupándote por mí. Tú no los entiendes, y son muy sensibles, ¿sabes?
—Tiene toda la razón, padre —dijo la sensata madre—. Como él dice, dragones es su línea y no la nuestra. Es un gran conocedor de las bestias de los libros, como todo el mundo sabe. Y, a decir verdad, no me siento muy feliz pensando en ese pobre animal que yace solo allá arriba, sin un poco de cena caliente ni nadie con quien cambiar las noticias; y tal vez podamos hacer algo por él; y si no es muy respetable, nuestro muchacho se dará cuenta enseguida. Tiene una forma de ser muy agradable que hace que todo el mundo le cuente todo.
Al día siguiente, después de tomar el té, el niño subió por la pista calcárea que conducía a la cima de las Colinas, y allí encontró al dragón, perezosamente estirado en la hierba frente a su cueva. La vista desde aquel punto era magnífica. A derecha e izquierda, las leguas de Colinas, desnudas y cubiertas de sauces; delante, el valle, con sus granjas agrupadas, sus hilos de caminos blancos que atravesaban huertos y tierras bien cultivadas y, a lo lejos, un indicio de viejas ciudades grises en el horizonte. Una brisa fresca jugueteaba sobre la superficie de la hierba y el hombro plateado de una gran luna se asomaba por encima de los enebros lejanos. No era de extrañar que el dragón pareciese estar tranquilo y contento; de hecho, a medida que el niño se acercaba, podía oír a la bestia ronronear con alegre regularidad.
—¡Bueno, vivimos y aprendemos! —se dijo a sí mismo—. ¡Ninguno de mis libros me dijo nunca que los dragones ronronearan!
—¡Hola dragón! —dijo tranquilamente el muchacho cuando estuvo a su altura.
El dragón, al oír los pasos que se acercaban, hizo un esfuerzo cortés por levantarse. Pero cuando vio que era un niño, frunció las cejas con severidad.
—No me pegues —dijo—, ni me tires piedras, ni me eches agua, ni nada. ¡Te digo que no lo permitiré!
—No voy a pegarte —dijo el niño, cansado, dejándose caer en la hierba junto a la bestia—, Y, por el amor de Dios, no sigas diciendo “no”; oigo tanto de eso, y es monótono y me cansa. Sólo he entrado para preguntarte cómo estabas y ese tipo de cosas; pero si estorbo puedo irme fácilmente. Tengo muchos amigos, y ninguno puede decir que tengo la costumbre de meterme donde no me llaman.
—No, no, no te enfades —dijo el dragón apresuradamente—; la verdad es que soy tan feliz aquí arriba como el día es largo; ¡nunca sin ocupación, querido amigo, nunca sin ocupación! Y, sin embargo, entre nosotros, a veces es un poco aburrido.
El niño mordió un tallo de hierba y lo masticó.
—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo? —preguntó cortésmente.
—Por el momento no puedo decirlo —contestó el dragón—. Parece un lugar bastante agradable, pero llevo poco tiempo aquí, y uno debe mirar, reflexionar y considerar antes de establecerse. Establecerse es algo muy serio. Además, ¡ahora voy a decirte algo! No lo adivinarías, aunque lo intentaras. El hecho es que soy un mendigo condenadamente perezoso.
—Me sorprendes —dijo el niño civilizadamente.
—Es la triste verdad —continuó el dragón acomodándose entre sus patas y evidentemente encantado de haber encontrado un oyente por fin—. Y creo que así es como llegué aquí. Verás, todos los demás compañeros eran tan activos y serios y todo ese tipo de cosas (siempre alborotando y escaramuzando, recorriendo las arenas del desierto, paseando por la orilla del mar, persiguiendo caballeros por todas partes, devorando damiselas, y en general todo eso), mientras que a mí me gustaba comer con regularidad y luego apoyar la espalda contra un trozo de roca y dormitar un poco, y despertarme y pensar en las cosas que pasaban y en cómo seguían pasando igual, ¡ya sabes! Así que, cuando ocurrió, me quedé bastante atrapado.
—¿Cuándo ocurrió qué, por favor? —preguntó el niño.
—Eso es precisamente lo que no sé —dijo el dragón—. Supongo que la tierra estornudó, o se sacudió, o el fondo se desprendió de algo. En cualquier caso, hubo una sacudida, un estruendo y un estrépito general, y me encontré a kilómetros de distancia bajo tierra y encajonado como un burro. Bueno, gracias a Dios, mis necesidades son pocas y, en cualquier caso, tuve paz y tranquilidad y no se me pedía siempre que fuera a hacer algo. Y tengo una mente muy activa, siempre ocupada, te lo aseguro. Pero el tiempo pasaba y la vida se volvía monótona, y por fin empecé a pensar que sería divertido subir y ver lo que hacían los demás. Así que arañé y excavé, y trabajé por aquí y por allá y al final salí por esta cueva de aquí. Y me gusta el campo, y la vista, y la gente (lo que he visto de ellos) y en general me siento inclinado a establecerme aquí
—¿En qué está siempre ocupada tu mente? —preguntó el muchacho—. Eso quiero saber.
El dragón se sonrojó ligeramente y apartó la mirada. Luego dijo con timidez:
—¿Alguna vez, por diversión, has intentado inventar unos versos poéticos?
—Por supuesto —dijo el niño—. Montones. Y algunos estoy seguro que son bastante buenos, sólo que aquí a nadie le importan. Madre es muy amable y todo eso, cuando se las leo, y mi padre también. Pero de alguna manera no parecen…
—Exactamente —dijo el dragón—; mi propio caso exactamente. No lo parecen, y no se puede discutir con ellos al respecto. Ahora, que tienes cultura, la tienes; lo supe enseguida, y me gustaría conocer tu sincera opinión sobre algunas cosillas que eché a la ligera, cuando estuve allí abajo. Me alegro mucho de haberte conocido, y espero que los demás vecinos sean igual de agradables. Anoche vino un señor mayor muy agradable, pero no parecía querer molestar.
—Era mi padre —dijo el niño—, y es un señor amable; algún día te lo presentaré si quieres.
—¿No pueden subir mañana por la noche a cenar, o algo? —preguntó el dragón—. Sólo si no tienen nada mejor que hacer, por supuesto —añadió cortésmente.
—Muchas gracias —dijo el muchacho—, pero no vamos a ningún lado sin mi madre, y, a decir verdad, me temo que ella no te apruebe del todo. Ya ves que no hay forma de superar el duro hecho de que eres un dragón, ¿verdad? Y cuando hablas de establecerte, y los vecinos, y así sucesivamente, no puedo evitar sentir que no te das cuenta de tu posición. Eres un enemigo de la raza humana, ¿sabes?
—No tengo ningún enemigo en el mundo —dijo el dragón alegremente—. Para empezar, soy demasiado perezoso para hacerlos. Y si leo a otros mi poesía, siempre estoy dispuesto a escuchar la suya.
—¡Oh, muchacho! —gritó el muchacho—. Me gustaría que intentaras comprender bien la situación. Cuando los demás te descubran, vendrán a por ti con lanzas, espadas, y todo tipo de armas. Tendrás que ser exterminado, según su forma de ver las cosas. Eres un azote, una plaga y un monstruo nefasto.
—Ni una palabra de verdad —dijo el dragón moviendo solemnemente la cabeza—. El carácter soportará la más estricta investigación. Y ahora, hay un pequeño soneto en el que estaba trabajando cuando apareciste en escena…
—¡Oh, si no quieres ser sensato, me voy a casa! —gritó el niño, levantándose—, No, no puedo pararme a leer sonetos; mi madre está esperando. Vendré a verte mañana, en un momento u otro, y ¡por el amor de Dios, trata de darte cuenta de que eres un azote pestilente, o te encontrarás en un aprieto terrible! Buenas noches.
Al niño le resultó fácil tranquilizar a sus padres acerca de su nuevo amigo. Siempre le habían dejado esa rama a él, y aceptaron su palabra sin un murmullo. El pastor fue presentado formalmente y se intercambiaron muchos cumplidos y amables preguntas. Su esposa, sin embargo, aunque se mostró dispuesta a hacer todo lo que estuviera en su mano (arreglar las cosas, poner la cueva en orden o cocinar algo cuando el dragón había estado estudiando sonetos y se había olvidado de comer, como suelen hacer los hombres), no pudo reconocerlo formalmente. El hecho de que fuera un dragón y de que “no supieran quién era” parecía contarlo todo para ella. Sin embargo, no se oponía a que su hijito pasara las tardes tranquilamente con el dragón, siempre que estuviera en casa a las nueve; y muchas noches agradables pasaron sentados en el prado, mientras el dragón contaba historias de los viejos, viejos tiempos, cuando abundaban los dragones y el mundo era un lugar más animado de lo que es ahora, y la vida estaba llena de emociones, saltos y sorpresas.
Sin embargo, lo que el niño temía no tardó en suceder. El dragón más modesto y retraído del mundo, si es tan grande como cuatro caballos y está cubierto de escamas azules, no puede mantenerse completamente fuera de la vista del público. Y así, en la taberna nocturna del pueblo, el hecho de que un dragón vivo de verdad se sentara en la cueva de las Colinas fue, naturalmente, tema de conversación. Aunque los aldeanos estaban muy asustados, también se sentían orgullosos. Era una distinción tener un dragón propio, y se sentía como una pluma en la gorra del pueblo. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que este tipo de cosas no se podían permitir. La terrible bestia debía ser exterminada, el país debía ser liberado de esta plaga, de este terror, de este azote destructor. El hecho de que ni siquiera un gallinero fuera peor por la llegada del dragón no podía tener nada que ver. Era un dragón, y no podía negarlo, y si no elegía comportarse como tal, eso era cosa suya. Pero a pesar de las muchas conversaciones valerosas, no se encontró ningún héroe dispuesto a tomar la espada y la lanza y liberar a la aldea sufriente y ganar fama inmortal; y la acalorada discusión de cada noche siempre terminaba en nada. Mientras tanto, el dragón, un bohemio feliz, se tumbaba en el césped, disfrutaba de las puestas de sol, contaba anécdotas de antaño al niño y pulía sus viejos versos mientras meditaba otros nuevos.
Un día, al entrar en el pueblo, el niño encontró que todo tenía un aspecto festivo que no se explicaba por el calendario. Alfombras y telas de alegres colores colgaban de las ventanas, las campanas de la iglesia repicaban ruidosamente, la callejuela estaba sembrada de flores y toda la población se agolpaba a ambos lados de ella, charlando, empujándose y ordenándose unos a otros que se apartasen. El niño vio a un amigo de su edad entre la multitud y lo saludó.
—¿Qué pasa? —gritó—. ¿Son los jugadores, los osos, un circo o qué?
—No pasa nada —le respondió su amigo—. Ya viene.
—¿Quién viene? —preguntó el niño, metiéndose entre la multitud.
—San Jorge, por supuesto —respondió su amigo—. Ha oído hablar de nuestro dragón y viene con el propósito de matar a la bestia mortal y liberarnos de su horrible dominio. ¡Oh, Dios mío! ¡No será una pelea divertida!
¡Esto sí que era una noticia! El niño pensó que debía cerciorarse por sí mismo, y se metió entre las piernas de sus bondadosos mayores, insultándolos todo el tiempo por su poco cortés costumbre de empujar. Una vez en primera fila, esperó sin aliento la llegada de quien fuera.
Enseguida, desde el extremo más alejado de la línea, llegó el sonido de los vítores. A continuación, el paso acompasado de un gran caballo de guerra hizo que su corazón latiera más deprisa, y entonces se encontró vitoreando con el resto, mientras, entre gritos de bienvenida, llantos estridentes de mujeres, levantamiento de bebés y agitación de pañuelos, San Jorge avanzaba lentamente calle arriba. El corazón del niño se detuvo y respiró entre sollozos, la belleza y la gracia del héroe superaban todo lo que había visto hasta entonces. Su armadura estriada tenía incrustaciones de oro, su casco emplumado colgaba del arco de su silla de montar, y su espesa cabellera rubia enmarcaba un rostro agraciado y gentil más allá de toda expresión, hasta que se percibía la severidad en sus ojos. Echó las riendas delante de la pequeña posada, y los aldeanos se agolparon a su alrededor con saludos, agradecimientos y declaraciones elocuentes de sus agravios, quejas y opresiones. El niño oyó la voz grave y dulce del Santo, que les aseguraba que ahora todo iría bien y que él los apoyaría y los vería enmendados y libres de su enemigo; luego desmontó y atravesó la puerta, y la multitud entró tras él. Pero el niño subió la colina tan rápido como pudo.
—¡Ya está, dragón! —gritó en cuanto estuvo a la vista de la bestia—. ¡Ya viene! ¡Ya está llegando! Tendrás que recomponerte y hacer algo de una vez.
El dragón se estaba lamiendo las escamas y frotándolas con un poco de franela que le había prestado la madre del muchacho, hasta que brilló como una gran turquesa.
—No seas violento, niño —dijo sin mirar a su alrededor—. Siéntate y recupera el aliento, y trata de recordar que el sustantivo gobierna al verbo, y entonces tal vez tengas la bondad de decirme quién viene.
—Eso es, tómatelo con calma —dijo el niño—. Espero que seas la mitad de frío cuando haya terminado con mis noticias. Es sólo San Jorge quien viene, eso es todo; cabalgó hacia el pueblo hace media hora. Por supuesto que puedes lamerlo, ¡un gran tipo como tú! Pero pensé en advertirte, porque seguramente llegará temprano, y tiene la lanza más larga y malvada que jamás hayas visto —y el muchacho se levantó y empezó a saltar de emoción ante la perspectiva de la batalla.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —gimió el dragón—; esto es demasiado horrible. No quiero verlo, y eso es todo. No quiero conocerlo. Estoy seguro de que no es simpático. Debes decirle que se vaya de una vez, por favor. Dile que puede escribir si quiere, pero que no puedo concederle una entrevista. No veo a nadie en este momento.
—Ahora, dragón, dragón —dijo el muchacho, implorante —, no seas perverso y mal pensado. Tendrás que pelear con él tarde o temprano, ¿sabes? Porque él es San Jorge y tú el dragón. Será mejor que lo superes, y entonces podremos seguir con los sonetos. Y también deberías considerar un poco a los demás. Si para ti ha sido aburrido estar aquí arriba, ¡piensa en lo aburrido que ha sido para mí!
—Mi querido hombrecito —dijo el dragón solemnemente—, entiende, de una vez por todas, que no puedo pelear y no pelearé. Nunca he luchado en mi vida, y no voy a empezar ahora, sólo para darte una fiesta romana. En los viejos tiempos siempre dejaba que los otros compañeros, los compañeros serios, hicieran toda la lucha, y sin duda por eso tengo el placer de estar aquí ahora.
—Pero si no peleas, ¡te cortará la cabeza! —jadeó el muchacho, abatido ante la perspectiva de perder tanto su pelea como a su amigo.
—Oh, creo que no —dijo el dragón vagamente—. Sabrás arreglar algo. Confío profundamente en ti, eres un gran gestor. Sólo baja y haz que todo esté bien. Lo dejo enteramente en tus manos.
El muchacho regresó a la aldea muy abatido. En primer lugar, no iba a haber ninguna pelea; en segundo lugar, su querido y honorable amigo el dragón no se había mostrado tan heroico como a él le hubiera gustado; y, por último, si el dragón era un héroe de corazón o no, daba lo mismo, porque San Jorge le cortaría la cabeza sin ninguna duda.
—¡”Arreglar algo”, vamos! —se dijo amargamente—. El dragón trata todo el asunto como si fuera una invitación a té y croquet.
Al pasar por la calle, los aldeanos se alejaban rezagados hacia sus casas, todos animados y comentando alegremente la espléndida pelea que se avecinaba. El muchacho continuó su camino hasta la posada, y entró en la habitación principal, donde San Jorge estaba sentado solo, meditando sobre las posibilidades de la lucha y las tristes historias de rapiña y maldad que tan recientemente habían llegado a sus comprensivos oídos.
—¿Puedo pasar, San Jorge? —dijo el muchacho cortésmente en la puerta—. Quiero hablar contigo sobre este pequeño asunto del dragón, si es que no estás cansado de él a estas horas.
—Si, pasa, muchacho —dijo el Santo amablemente—. Otra historia de miseria y maldad, me temo. ¿Es un buen padre, entonces, de quien el tirano te ha privado? ¿O alguna tierna hermana o hermano? Bueno, pronto será vengado.
—Nada de eso —dijo el niño—. Hay un malentendido en alguna parte, y quiero arreglarlo. El hecho es que éste es un buen dragón.
—Exacto —dijo San Jorge sonriendo agradablemente—. Comprendo perfectamente. Un buen dragón. Créeme, no lamento en lo más mínimo que sea un adversario digno de mi acero, y no un espécimen débil de su nociva tribu.
—Pero no es una tribu nociva —gritó el muchacho, angustiado—. ¡Oh, cielos, que estúpidos son los hombres cuando se les mete una idea en la cabeza! Te digo que es un buen dragón, y un amigo mío, y me cuenta las historias más hermosas que jamás hayas oído, todas sobre los viejos tiempos y cuando él era pequeño. Y ha sido tan amable con mi madre, y ella haría cualquier cosa por él. Y a papá también le gusta, aunque a papá no le gusta mucho el arte y la poesía, y siempre se queda dormido cuando el dragón empieza a hablar de estilo. Pero el hecho es que nadie puede evitar que le caiga bien una vez que lo conoce. Es tan simpático y confiable, y tan sencillo como un niño.
—Siéntate y levanta la silla —dijo San Jorge—. Me gustan los que defienden a sus amigos, y estoy seguro de que el dragón tiene sus cosas buenas, si tiene un amigo como tú. Pero esa no es la cuestión. Toda esta noche he estado escuchando, con dolor y angustia indescriptibles, historias de asesinatos, robos y agravios; quizá demasiado coloreadas, no siempre del todo convincentes, pero que forman en su mayor parte un gravísimo rollo de crímenes. La historia nos enseña que los mayores canallas poseen a menudo todas las virtudes domésticas; y me temo que tu culto amigo, a pesar de las cualidades que le han conquistado (y con razón) tu estima, ha de ser rápidamente exterminado.
—Oh, has estado tragando todas las historias que te han contado estos tipos —dijo el muchacho impaciente—. Nuestros aldeanos son los mayores contadores de historias de todo el país. Es un hecho conocido. Eres forastero en estos parajes, de lo contrario ya lo habrías oído. Todo lo que quieren es pelea. Son los mendigos más horribles para conseguir peleas, es carne y bebida para ellos. Perros, toros, dragones… lo que sea con tal de pelear. En este momento tienen a un pobre tejón inocente en el establo de atrás. Iban a divertirse con él hoy, pero lo están guardando hasta que termine tu pequeño asunto. Y no dudo de que te han estado diciendo lo héroe que eras, y cómo estabas destinado a ganar, en la causa del derecho y la justicia, y así sucesivamente; pero déjame decirte, ¡acabo de pasar por la calle, y estaban apostando seis a cuatro por el dragón libremente!
—Seis a cuatro para el dragón —murmuró San Jorge tristemente, apoyando la mejilla en la mano—. Este es un mundo malvado, y a veces empiezo a pensar que toda la maldad que hay en él no está enteramente embotellada dentro de los dragones. Y sin embargo… ¿no te habrá engañado esta bestia astuta en cuanto a su verdadero carácter, para que tu buena opinión de él sirva de tapadera de sus maldades? Es más, ¿no puede haber, en este mismo momento, alguna desventurada princesa inmersa en aquella tenebrosa caverna?
En cuanto hubo hablado, San Jorge se arrepintió de lo que había dicho, el muchacho parecía genuinamente afligido.
—Te aseguro, San Jorge —dijo seriamente—, que no hay nada de eso en la cueva. El dragón es todo un caballero, cada centímetro de él, y puedo decir que nadie se sentirá más escandalizado y apenado que él al oírte hablar de esa manera tan suelta sobre asuntos en los que tiene opiniones muy firmes.
—Bueno, tal vez he sido demasiado crédulo —dijo San Jorge—. Tal vez he juzgado mal al animal. Pero, ¿qué vamos a hacer? Aquí estamos el dragón y yo, casi cara a cara, cada uno supuestamente sediento de la sangre del otro. No veo ninguna salida, exactamente. ¿Qué sugieres? ¿No puedes arreglar las cosas de alguna manera?
—Eso es justo lo que dijo el dragón —respondió el muchacho, bastante molesto—. Realmente, la forma en que ustedes dos parecen dejarme todo a mí… supongo que no podrían ser persuadidos de irse tranquilamente, ¿verdad?
—Imposible, me temo —dijo el Santo—. Va contra las reglas. Lo sabes tan bien como yo.
—Bueno, entonces, mira —dijo el muchacho—, todavía es temprano; ¿te importaría dar un paseo conmigo y ver al dragón y hablar de ello? No está lejos, y cualquier amigo mío será bienvenido.
—Bueno, es irregular —dijo San Jorge levantándose—, pero en realidad me parece lo más sensato. Te estás tomando muchas molestias por tu amigo —añadió con buen humor, mientras salían juntos por la puerta—. Pero, ¡ánimo! Quizá no tenga que haber ninguna pelea después de todo.
—¡Oh, pero espero que sí! —respondió el pequeño con nostalgia.
—He traído a un amigo a verte, dragón —dijo el niño en voz bastante alta.
El dragón se despertó sobresaltado.
—Estaba pensando en algunas cosas —dijo a su manera—. Encantado de conocerlo, señor. ¡Hace un tiempo encantador!
—Este es San Jorge —dijo el muchacho, brevemente—. San Jorge, permíteme presentarte al dragón. Hemos venido a hablar tranquilamente, dragón; y ahora, por el amor de Dios, tengamos un poco de sentido común y lleguemos a algún acuerdo práctico, porque estoy harto de opiniones y teorías de la vida y tendencias personales, y todo ese tipo de cosas. Quizás pueda añadir que mi madre está en guardia.
—Encantado de conocerte, San Jorge —comenzó el dragón, algo nervioso—, porque has sido un gran viajero, según he oído, y yo siempre he sido más bien de quedarme en casa. Pero puedo mostrarle muchas antigüedades, muchas características interesantes de nuestro país, si se detiene aquí en algún momento…
—Creo —dijo San Jorge, de manera franca y agradable—, que sería mejor que siguiéramos el consejo de nuestro joven amigo y tratáramos de llegar a un acuerdo, sobre una base comercial, acerca de este pequeño asunto nuestro. ¿No crees que, después de todo, el plan más sencillo sería luchar según las reglas y dejar que gane el mejor? Puedo decirte que en el pueblo apuestan por ti, pero eso no me importa.
—Oh, si, hazlo, dragón —dijo el muchacho encantado—, ¡te ahorrará muchas molestias!
—Mi joven amigo, cállate —dijo el dragón severamente—. Créeme San Jorge, no hay nadie en el mundo a quien complacería antes que a ti y a este joven caballero. Pero todo esto es una tontería, un convencionalismo y una estupidez popular. No hay absolutamente nada por lo que pelear, de principio a fin. Y de todos modos no voy a hacerlo, ¡así que ya está decidido!
—Pero, ¿y si te obligo? —dijo San Jorge, algo molesto.
—No puedes —respondió el dragón triunfante—. Sólo tendría que entrar en mi cueva y retirarme durante un tiempo por el agujero por el que salí. Pronto te hartarías de estar fuera esperando a que saliera a luchar contigo. Y en cuanto te hubieras marchado de verdad, volvería a subir alegremente, porque, te lo digo sinceramente, ¡me gusta este lugar y voy a quedarme aquí!
San Jorge contempló durante un rato el hermoso paisaje que los rodeaba.
—Pero este sería un hermoso lugar para el combate —comenzó de nuevo persuasivamente—, estas grandes Colinas desnudos para la arena. ¡Y yo con mi armadura dorada enfrentándome a tus grandes, espiraladas y azules escamas! Piensa en la imagen que daría.
—Ahora estás tratando de llegar a mí a través de mi sensibilidad artística —dijo el dragón—. Pero no funcionará. No, pero sería un cuadro muy bonito, como dices —añadió vacilando un poco.
—Parece que nos estamos acercando al asunto —dijo el muchacho—. Tienes que ver, dragón, que tiene que haber una pelea de algún tipo, porque no puedes querer tener que bajar a ese sucio y viejo agujero otra vez y quedarte allí hasta Dios sabe cuándo.
—Podría arreglarse —dijo San Jorge pensativo—. Debo clavarte una lanza en alguna parte, por supuesto, pero no estoy obligado a hacerte mucho daño. Hay tanto de ti que debe haber algunos lugares libres en alguna parte. Aquí, por ejemplo, justo detrás de tu pata delantera. No podría hacerte mucho daño, ¡justo aquí!
—Ahora estás haciendo cosquillas, Jorge —dijo el dragón, tímidamente—-. No, ese lugar no servirá en absoluto. Aunque no doliera, y estoy seguro de que sí, y mucho; y me haría reír y eso lo estropearía todo.
—Probemos en otro sitio, entonces —dijo San Jorge pacientemente—. Debajo de tu cuello, por ejemplo, todos esos pliegues de piel gruesa; si te clavara la lanza aquí nunca sabrías que lo he hecho.
—Si, pero, ¿estás seguro de que acertarás al lugar correcto? —preguntó el dragón ansioso.
—Por supuesto que lo estoy —dijo San Jorge con confianza—. ¡Eso déjamelo a mí!
—Te lo pregunto porque tengo que dejártelo a ti —contestó el dragón bastante irritado—. Sin duda lamentarías profundamente cualquier error que pudieras cometer con las prisas del momento; ¡pero no lo lamentarías ni la mitad de lo que lo lamentaría yo! Sin embargo, supongo que tenemos que confiar en alguien, a medida que avanzamos por la vida, y tu plan parece, en general, tan bueno como cualquier otro.
—Mira, dragón —interrumpió el muchacho, un poco celoso de su amigo, que parecía llevarse la peor parte—. ¡No entiendo muy bien lo que quieres decir! Por lo visto, habrá una pelea y te van a dar una paliza; y lo que yo quiero saber es qué vas a sacar tú de ello.
—San Jorge —dijo el dragón—, dile, por favor; ¿qué pasará después de que me venzan en el combate mortal?
—Bueno, según las reglas supongo que te llevaré triunfante a la plaza del mercado o a lo que corresponda —dijo San Jorge.
—Precisamente —dijo el dragón—. Y luego…
—Y luego habrá gritos, discursos y cosas —continuó San Jorge—. Y yo explicaré que te has convertido, y que ves el error de tus caminos, y así sucesivamente.
—Así es —dijo el dragón—. ¿Y entonces…?
—Oh, y luego —dijo San Jorge—, habrá el banquete habitual, supongo.
—Exactamente —dijo el dragón—; y ahí es donde entro yo. Mira —continuó, dirigiéndose al muchacho—, estoy aburridísimo aquí arriba, y nadie me aprecia de verdad. Voy a entrar en la sociedad gracias a la amable ayuda de nuestro amigo, que se está tomando tantas molestias por mí; ¡y verás que tengo todas las cualidades para gustar a la gente que se entretiene! Así que ya está todo arreglado, y si no te importa (soy un tipo chapado a la antigua) no quiero echarte, pero…
—¡Recuerda que tendrás que hacer tu parte de la pelea, dragón! —dijo San Jorge, que captó la indirecta y se levantó para marcharse—. Me refiero a saltar, respirar fuego, etcétera…
—Puedo saltar muy bien —respondió el dragón—; pero en cuanto a respirar fuego, es sorprendente con qué facilidad se pierde la práctica; pero lo haré lo mejor que pueda. ¡Buenas noches!
Habían descendido la colina y estaban casi de vuelta en la aldea, cuando San Jorge se detuvo en seco:
—Sabía que había olvidado algo —dijo—. Debería haber una princesa. Aterrorizada y encadenada a una roca, y todo ese tipo de cosas. Niño, ¿no puedes conseguir una Princesa?
El muchacho estaba en medio de un tremendo bostezo.
—Estoy muerto de cansancio —se lamentaba—. Y no puedo conseguir una princesa, ni nada más, a estas horas de la noche. Y mi madre está esperando, ¡y deja de pedirme que arregle más cosas hasta mañana!
A la mañana siguiente, la gente empezó a llegar a las Colinas a una hora bastante temprana, con sus ropas de domingo y llevando cestas con botellas asomando de ellas, cada uno con la intención de asegurarse un buen sitio para el combate. No se trataba precisamente de un asunto sencillo, ya que, por supuesto, era muy posible que el dragón ganara y, en ese caso, incluso los que habían apostado por él pensaban que no podían esperar que se enfrentara a sus partidarios en un pie de igualdad con el resto. Por lo tanto, los lugares se elegían con prudencia y con vistas a una rápida retirada en caso de emergencia; y la primera fila estaba compuesta en su mayor parte por chicos que habían escapado al control paterno y ahora se despatarraban y revolcaban por la hierba, sin tener en cuenta las estridentes amenazas y advertencias que les lanzaban sus ansiosas madres.
El chico se había asegurado un buen sitio en la parte delantera, muy cerca de la cueva, y se sentía tan ansioso como un director de escena en su primera noche. ¿Se podía confiar en el dragón? Podía cambiar de opinión y echar a perder toda la representación; o bien, dado que el asunto había sido planeado tan apresuradamente, sin siquiera un ensayo, podía estar demasiado nervioso para presentarse. El muchacho miró atentamente la cueva, pero no había señales de vida ni de ocupación. ¿Podría el dragón haberse escabullido cobardemente?
Las partes más altas del terreno estaban ahora ennegrecidas por los curiosos, y pronto se oyeron vítores y se agitaron pañuelos que indicaban que algo era visible para ellos y que el muchacho, que se hallaba en el extremo del dragón, aún no podía ver. Un minuto más y las rojas plumas de San Jorge coronaban la colina, mientras cabalgaba lentamente por el gran espacio llano que se extendía hasta la sombría boca de la cueva. Tenía un aspecto muy galante y hermoso, montado en su alto caballo de guerra, con su armadura dorada brillando al sol, su gran lanza erguida y el pequeño estandarte blanco, cruzado de carmesí, ondeando en su punta. Echó las riendas y permaneció inmóvil. Las filas de espectadores empezaron a retroceder un poco, nerviosas; e incluso los chicos de delante dejaron de tirarse del pelo y de darse puñetazos, y se inclinaron hacia delante, expectantes.
—Ahora, dragón —murmuró el muchacho, impaciente, removiéndose en su asiento. No tenía por qué angustiarse, si tan sólo lo hubiera sabido. Las posibilidades dramáticas del asunto le habían hecho inmensas cosquillas al dragón, y se había levantado muy temprano, preparándose para su primera aparición pública con tanto entusiasmo como si los años hubieran corrido hacia atrás, y él hubiera sido de nuevo un dragoncito, jugando con sus hermanas en el suelo de la cueva de su madre, al juego de santos y dragones, en el que el dragón estaba obligado a ganar.
Se oyó entonces un murmullo bajo, mezclado con resoplidos, que se elevó a un rugido que parecía llenar la llanura. Entonces una nube de humo ocultó la boca de la cueva, y de en medio de ella el dragón en persona, brillante, azul marino, magnífico, salió brincando espléndidamente; y todo el mundo dijo “¡Ohhh!”, como si hubiera sido un poderoso cohete. Sus escamas relucían, su larga y puntiaguda cola le azotaba los costados, sus garras rasgaban el césped y lo hacían volar por encima de su lomo, y humo y fuego brotaban incesantemente de sus furiosas fosas nasales.
—Oh, bien hecho, dragón —gritó el muchacho emocionado—. No creí que fuera capaz —añadió para sí.
San Jorge bajó la lanza, agachó la cabeza, clavó los talones en los costados de su caballo y salió disparado sobre la hierba. El dragón cargó con un rugido y un chillido, una gran combinación azul y giratoria de espirales, resoplidos, mandíbulas que chocaban, púas y fuego.
—¡Falló! —gritó la multitud. Hubo un momento en que se enredaron la armadura dorada, las escamas verdeazuladas y la cola de púas, y luego el gran caballo, lanzando mordiscos, se llevó al Santo, con la lanza en alto, casi hasta la boca de la cueva.
El dragón se sentó y rugió ferozmente, mientras San Jorge tiraba con dificultad de su caballo para colocarlo en posición.
“¡Fin del primer asalto!” pensó el muchacho. “¡Qué bien lo han conseguido! Pero espero que el Santo no se altere. Puedo confiar plenamente en el dragón. Qué buen actor es el tipo”.
San Jorge había logrado por fin que su caballo se mantuviera firme y miraba a su alrededor mientras se enjugaba la frente. Al ver al muchacho, sonrió, asintió y levantó tres dedos por un instante.
—Parece que todo está bien planeado —se dijo el muchacho—. Evidentemente, el tercer asalto será el último. Ojalá hubiera durado un poco más. ¿Qué estará haciendo ahora ese viejo dragón?
El dragón aprovechaba el intervalo para dar un espectáculo de saltos ante el público. Hay que explicar que el salto consiste en dar vueltas y vueltas en un amplio círculo, enviando ondas y ondulaciones de movimiento a lo largo de toda la columna vertebral, desde las orejas puntiagudas hasta la punta de la larga cola. Cuando estás cubierto de escamas azules, el efecto es particularmente agradable; y el muchacho recordó el deseo expresado recientemente por el dragón de convertirse en un éxito social.
San Jorge recogió entonces las riendas y comenzó a avanzar, dejando caer la punta de su lanza y acomodándose firmemente en la silla de montar.
—¡Tiempo! —gritó todo el mundo con entusiasmo; y el dragón se detuvo en el extremo y empezó a brincar de un lado a otro con enormes y torpes saltos, chillando como un piel roja. Esto, naturalmente, desconcertó al caballo, que viró violentamente, tanto que el Santo apenas se salvó por las crines; y cuando pasaron disparados, el dragón lanzó un feroz mordisco a la cola del caballo que hizo que la pobre bestia se precipitara enloquecida por encima de las Colinas, de modo que el lenguaje del Santo, que había perdido un estribo, fue afortunadamente inaudible para la multitud.
El segundo asalto evocó evidentes muestras de amistad hacia el dragón. Los espectadores no tardaron en apreciar a un combatiente que se defendía tan bien y que, evidentemente, quería dar muestras de buen juego; y muchos comentarios alentadores llegaron a oídos de nuestro amigo mientras se pavoneaba de un lado a otro, con el pecho erguido y la cola en el aire, disfrutando enormemente de su nueva popularidad.
San Jorge había desmontado y estaba ajustando sus cinchas, y diciéndole a su caballo, con un idioma bastante florido, exactamente lo que pensaba de él, de sus relaciones y de su conducta en la presente ocasión; así que el muchacho se dirigió hacia el extremo de la línea del santo, y le sostuvo su lanza.
—¡Ha sigo una pelea magnífica, San Jorge! —dijo con un suspiro—. ¿No puedes dejar que dure un poco más?
—Bueno, creo que mejor no —respondió el Santo—. El hecho es que tu viejo amigo simplón se está volviendo engreído ahora que han empezado a animarlo, y se olvidará por completo del acuerdo y empezará a hacerse el tonto, y no se sabe dónde se detendría. Acabaré con él en esta ronda.
Se subió a la silla de montar y tomó la lanza que le tendió el muchacho.
—No tengas miedo —añadió amablemente—. He marcado mi lugar con exactitud, y seguro me prestará toda la ayuda que tenga a su alcance, porque sabe que es su única oportunidad de que lo inviten al banquete.
San Jorge acortó ahora su lanza, llevando la culata bien arriba bajo el brazo; y, en vez de galopar como antes, trotó elegantemente hacia el dragón, que se agazapó al acercarse, agitando la cola hasta que crepitó en el aire como un gran látigo. Al acercarse a su adversario, el Santo giró sobre sí mismo y lo rodeó con cautela, sin perder de vista el lugar libre, mientras que el dragón, adoptando una táctica similar, se paseaba con cautela alrededor del mismo círculo, amagando de vez en cuando con la cabeza. Así, los dos luchaban por abrirse paso, mientras los espectadores guardaban un silencio sepulcral.
Aunque el asalto duró algunos minutos, el final fue tan rápido que todo lo que el muchacho vio fue un movimiento relámpago del brazo del Santo, y luego un torbellino y una confusión de espinas, garras, cola y trozos de césped volando. El polvo se disipó, los espectadores gritaron y corrieron a vitorear, y el muchacho se dio cuenta de que el dragón había caído, clavado en la tierra por la lanza, mientras que San Jorge había desmontado y estaba a sus anchas sobre él.
Todo parecía tan auténtico que el muchacho corrió sin aliento, con la esperanza de que el viejo y querido dragón no estuviera realmente herido. Al acercarse, el dragón levantó un gran párpado, guiñó un ojo solemnemente y volvió a desplomarse. Estaba sujeto a tierra por el cuello, pero el Santo le había golpeado en el lugar acordado, y ni siquiera parecía hacerle cosquillas.
—¿No le va a cortar la cabeza, señor? —preguntó uno de los que aplaudían en la multitud. Había apoyado al dragón y, naturalmente, se sentía un poco dolorido.
—Bueno, hoy no creo —respondió San Jorge agradablemente—. Verás, eso puede hacerse en cualquier momento. No hay ninguna prisa. Creo que primero iremos todos al pueblo a tomar un refresco, y luego le daré una buena charla, y verás que será un dragón muy diferente.
Al oír la palabra mágica “refresco”, toda la multitud formó en procesión y esperó en silencio la señal para avanzar. Había pasado el tiempo de las charlas, los vítores y las apuestas y había llegado la hora de la acción. San Jorge, empuñando su lanza con ambas manos, soltó al dragón, que se levantó, se sacudió y examinó sus púas, escamas y demás, para comprobar que todo estaba en orden. Entonces el Santo montó y encabezó la procesión, el dragón lo siguió dócilmente en compañía del muchacho, mientras los sedientos espectadores se mantenían a una respetuosa distancia.
Cuando llegaron de nuevo a la aldea y formaron frente a la posada, se produjo un gran alboroto. Después del refrigerio, San Jorge pronunció un discurso, en el que informó a su audiencia de que les había quitado su terrible azote, con muchos problemas e inconvenientes para él mismo, y que ahora no debían ir por ahí refunfuñando y creyendo que tenían agravios, porque no los tenían. Y no debían ser tan aficionados a las peleas, porque la próxima vez podrían tener que pelear ellos mismos, lo que no sería en absoluto lo mismo. Y que había un tejón en los establos de la posada al que había que liberar de inmediato, y que él mismo iría a ver cómo lo hacían. Luego les dijo que el dragón había estado reflexionando y había visto que toda cuestión tenía dos caras, y que no iba a seguir haciéndolo y que, si se portaban bien, tal vez se quedaría a vivir allí. Así que debían hacer amigos, y no tener prejuicios, ni andar por ahí creyendo que sabían todo lo que había que saber, porque no lo sabían, ni de lejos. Y les advirtió que no pecaran de románticos, de inventarse historias y de pensar que los demás las creerían sólo porque eran verosímiles y muy coloridas. Luego se sentó, en medio de muchos vítores de arrepentimiento, y el dragón le dio un codazo en las costillas al muchacho y le susurró que él mismo no lo habría hecho mejor. Luego todos se fueron a preparar el banquete.
Los banquetes son siempre cosas agradables, pues consisten sobre todo en comer y beber; pero lo especialmente agradable de un banquete es que llega cuando algo ha terminado, y no hay nada más de qué preocuparse, y mañana parece estar muy lejos. San Jorge estaba contento porque había habido una pelea y no había tenido que matar a nadie, pues en realidad no le gustaba matar, aunque generalmente tenía que hacerlo. El dragón estaba contento porque había habido una pelea y, lejos de resultar herido, había ganado popularidad y un lugar seguro en la sociedad. El muchacho estaba contento porque había habido una pelea y, a pesar de todo, sus dos amigos se llevaban muy bien. Y todos los demás estaban contentos porque había habido una pelea y, bueno, no necesitaban otras razones para ser felices. El dragón se esforzaba por decir lo correcto a todo el mundo, y resultó ser el alma de la velada; mientras que el Santo y el muchacho, mientras miraban, sentían que sólo estaban asistiendo a una fiesta cuyo honor y gloria eran enteramente del dragón. Pero eso no les importaba, pues eran buenos amigos, y el dragón no se mostraba en absoluto orgulloso ni olvidadizo. Al contrario, cada diez minutos, más o menos, se inclinaba hacia el muchacho y le decía impresionado:
—¡Mira! Después me acompañarás a casa, ¿verdad? —y el muchacho asentía siempre con la cabeza, aunque había prometido a su madre no llegar tarde.
Por fin terminó el banquete, los invitados se habían marchado con muchas buenas noches y felicitaciones e invitaciones, y el dragón, que había visto salir al último de ellos del local, salió a la calle seguido por el muchacho; se limpió la frente, suspiró, se sentó en la calzada y contempló las estrellas.
—¡Ha sido una noche estupenda! —murmuró—. ¡Buenas estrellas! Qué bonito lugar. Creo que me detendré aquí. No tengo ganas de subir ninguna colina. El muchacho prometió llevarme a casa. Será mejor que lo haga. No hay responsabilidad de mi parte. Toda la responsabilidad es del muchacho —y su barbilla se hundió en su ancho pecho y se durmió plácidamente.
—Oh, levántate, dragón —gritó el muchacho lastimosamente—. Sabes que mi madre está esperando, y yo estoy muy cansado; y me hiciste prometer que te acompañaría a casa, ¡y nunca supe lo que significaba, o no lo habría hecho! —Y el niño se sentó al lado del dragón dormido y lloró.
La puerta detrás de ellos se abrió, un rayo de luz iluminó el camino, y San Jorge, que había salido a dar un paseo en el fresco aire nocturno, divisó las dos figuras sentadas allí: el gran dragón inmóvil y el lloroso muchachito.
—¿Qué pasa, muchacho? —preguntó amablemente, acercándose a su lado.
—¡Oh, es este gran dragón! —sollozó el muchacho—. Primero me hace prometerle que lo acompañaría a casa, y luego me dice que mejor lo lleve y, ¡se va a dormir! Es como si tuviera que llevar un pajar a casa. Y estoy muy cansado, y mi madre… —se quebró de nuevo.
—Ahora no te hagas cargo —dijo San Jorge—. Yo estaré a tu lado y ambos lo llevaremos a casa. ¡Despierta, dragón! —dijo bruscamente sacudiendo a la bestia.
El dragón levantó la cabeza somnoliento.
—Qué noche, Jorge —murmuró—. Qué…
—Mira, dragón —dijo el Santo con firmeza—, aquí está este pequeño esperando acompañarte a casa, y sabes que debería haber estado en la cama hace dos horas, y lo que dirá su madre no lo sé; cualquiera que no fuera un cerdo egoísta lo habría hecho ir a la cama hace mucho tiempo.
—¡Y se irá a la cama! —gritó el dragón poniéndose de pie—. Pobrecito, imagínate que esté levantado a estas horas. Es una vergüenza, eso es lo que es; y no creo, San Jorge, que hayas sido muy considerado, pero ven de una vez y no nos permitas tener más discusiones o vacilaciones. Dame la mano, muchacho; gracias, Jorge, un brazo del que sujetarme para subir la colina es justo lo que quería.
Y subieron la colina tomados del brazo, el Santo, el dragón y el muchacho. Las luces del pueblito empezaron a apagarse; pero había estrellas y una luna tardía, mientras subían juntos hacia las Colinas. Y, cuando doblaron la última esquina y desaparecieron de su vista, la brisa nocturna les devolvió fragmentos de una vieja canción. No puedo estar seguro de quién de ellos cantaba, pero creo que era el dragón.
—Llegamos a tu puerta —dijo el hombre abruptamente, poniendo una mano en su hombro—. Buenas noches. Corta por lo sano, ¡o lo atraparás!
—¿Podría ser nuestra propia puerta? Si, allí estaba, con las marcas familiares de nuestros pies en la barra inferior, de cuando nos balanceábamos sobre ella.
—Oh, pero, ¡espera un momento! —dijo Charlotte—. Quiero saber un montón de cosas. ¿El dragón realmente se ha establecido? Y…
—No hay más de esa historia —dijo el hombre, amable pero firmemente—. Al menos, no esta noche. Ahora vete. Adiós.
—Me pregunto si será verdad —dijo Charlotte, mientras subíamos por el sendero—. ¡Por partes, sonó terriblemente como una tontería!
—A lo mejor es todo verdad —respondí alentador.
Charlotte entró corriendo como un conejo, huyendo del frío y la oscuridad; pero yo me quedé un momento en el aire quieto y helado, para echar una mirada retrospectiva al mundo blanco y silencioso de fuera, antes de cambiarlo por la tierra de la luz del fuego, los cojines y las risas. Era el día del ensayo del coro, y se acercaba la hora de los villancicos, y un miembro tardío se dirigía a casa por el camino, cantando mientras avanzaba:
—Entonces, San Jorge, te inclinaste en el frío,
Venciste al dragón, tan temible y sombrío.
Tan sombrío; y tan feroz; que decimos tranquilamente:
¡El día de Navidad despertaremos pacíficamente!
El cantor retrocedió y el villancico se apagó. Pero yo me preguntaba, con la mano en el pestillo de la puerta, si ésa era la canción, o algo parecido, que cantaba el dragón mientras subía contento por la colina.