Érase una vez un rey que tenía tres hijas. Las dos mayores eran muy guapas y tenían muchos pretendientes, pero la menor era tan hermosa que en la ciudad se murmuraba que era incluso más bella que la diosa Afrodita, y cuando caminaba por las calles los hombres se inclinaban hasta el suelo, como si la mismísima Afrodita hubiera pasado por allí.
Cuando Afrodita oyó hablar sobre la belleza de Psique, se enfadó y pensó en un plan. Para el plan necesitaba a su hijo, Cupido.
—Ven conmigo —dijo cuando Cupido se acercó a ella—, tengo algo para mostrarte —y los dos volaron juntos por el aire, hasta que llegaron al palacio donde Psique dormía.
—Esa es la muchacha que los hombres adoran, pero sólo deberían adorarme a mí —susurró, mientras sus ojos grises lanzaban destellos como de fuego—. Te he traído aquí para que me vengues clavándole una flecha que llenará su corazón de amor por uno de los hombres más sencillos.
Cupido miró fijamente a la muchacha dormida y pronto comprendió por qué todos los hombres la adoraban.
—No lo haré —murmuró—, no haré que te enamores de un hombre malo. De mí y de mis dardos estás a salvo. Pero ¿estoy a salvo de los tuyos? —y se marchó.
Si Afrodita no hubiera sido una diosa y hubiera conocido un poco mejor el corazón de los hombres, tal vez no habría envidiado tanto a Psique. Aunque todos los hombres admiraban su belleza, ninguno le pidió su mano. Todos pensaban que era demasiado hermosa para ellos. Así que mientras sus hermanas tenían casa e hijos propios, Psique permanecía sola en el palacio de su padre.
El rey se preocupó cada vez más a medida que pasaban los meses y los años, y Psique había sobrepasado la edad en la que normalmente se casaban las muchachas griegas. Llamó a algunos sabios para que lo aconsejaran, pero éstos negaron con la cabeza y le aconsejaron que consultara el oráculo de sus padres. Así que acudió al oráculo.
Diez días después regresó a la ciudad con la cabeza inclinada y el rostro blanco. La reina, con el corazón ansioso, había estado esperando su llegada.
—¿Qué ha pasado? —le dijo luego de saludarlo.
—El oráculo ha hablado —respondió—, Psique será abandonada sobre una roca y un horrible monstruo se la comerá.
Aquella noche, una triste procesión partió de las puertas de la ciudad, y en medio de ella iba Psique, vestida de negro y conducida por su padre, mientras su madre la seguía llorando.
El sol estaba saliendo cuando llegaron a la roca desnuda en la cima de una montaña donde el oráculo había ordenado que Psique muriera. Su padre y su madre la abrazaron por última vez y, aunque lloraron amargamente, ella no derramó ni una lágrima. ¿Qué sentido tenía? Era la voluntad de los dioses y así tenía que ser.
Pronto todos se fueron y Psique se apoyó en la roca temblando de miedo pensando en el monstruo. Estaba muy cansada, el camino hasta la montaña había sido largo y estaba agotada por su pena. Un profundo sueño se apoderó de ella, y por un rato se olvidó de sus penas.
Mientras estuvo durmiendo, Cupido la había estado cuidando. La llevó montaña abajo y la acostó en un lecho de lirios en el valle.
Mientras dormía, sueños agradables flotaban en su mente, y sus miedos y penas fueron olvidados. Despertó sintiéndose feliz, aunque no podía decir por qué, pues estaba en un lugar extraño y sola. A lo lejos, entre algunos árboles, el chorro blanco de una fuente brillaba, y ella se levantó y caminó lentamente hacia ella. Junto a la fuente había un palacio, mucho mejor que el aquel en el que había vivido Psique, pues aquel era de piedra mientras que este era todo de marfil y oro. Llena de asombro, mezclado con un poco de miedo, atravesó la puerta.
—Este palacio es grande como una ciudad —dijo la niña, mientras pasaba de una habitación a la otra—; pero ¡qué extraño que no haya nadie aquí para disfrutar de estos tesoros, o para cuidarlos!
En medio del silencio, una voz respondió:
—Este palacio es suyo, señorita. Usted sólo tiene que mandar, y nosotros le obedeceremos.
Psique ya no tenía miedo y, feliz, se dio un baño y se durmió. Cuando abrió los ojos, vio una mesa repleta de comida y vino. Y aunque oía voces, no veía a nadie.
Las horas pasaban volando, y el sol se estaba poniendo, cuando de pronto un velo de tejido dorado se colocó sobre su cabeza, al mismo tiempo que una voz que ella no había oído habló:
—Sumerge las manos en esta agua sagrada —Psique obedeció y, al hundir los dedos en la pila, sintió un ligero contacto, como si otros dedos estuvieran también allí.
—Parte este pastel y come la mitad —dijo de nuevo la voz; y Psique lo hizo, y vio que el resto del pastel desaparecía poco a poco, como si otra persona se lo estuviera comiendo también.
—Ahora eres mi esposa, Psique —susurró suavemente la voz—, pero escucha lo que te digo. Tus hermanas vendrán a buscarte, pero su amor por ti no es puro. Si te encuentran aquí, no respondas a sus preguntas ni levantes los ojos hacia ellas.
Psique prometió que escucharía, y las semanas fueron pasando; pero una mañana se sintió sola y se echó a llorar al pensar que no volvería a ver a sus hermanas, ni siquiera decirles que estaba viva.
—¿Qué pasa? —le preguntó su marido con dulzura, y ella sintió unos dedos suaves que le acariciaban el pelo.
Entonces Psique derramó su dolor. ¿Cómo podía ser feliz, incluso en este hermoso lugar, cuando sus hermanas lloraban su pérdida? Si sólo pudiera verlas una vez, si tan sólo pudiera decirles que estaba a salvo, entonces no pediría nada más. Si no, era una lástima que el monstruo no la hubiera devorado.
—Harás lo que quieras —dijo—, aunque me temo que te irá mal. Manda a llamar a tus hermanas si quieres, y dales todo lo que hay en el palacio. Pero déjame recordarte una vez más que no respondas a sus preguntas, o nos separaremos para siempre.
—No lo haremos —gritó Psique, abrazando a su marido—. Sea quien seas y lo que seas, no renunciaré a ti ni siquiera por el dios Cupido. No les diré nada.
A la mañana siguiente, las dos hermanas estaban sentadas en la roca.
—¡Psique! ¡Psique! —gritaron, y las montañas hicieron eco. Pero ningún otro sonido les respondió. De pronto se sintieron elevadas suavemente de la tierra y llevadas por el aire hasta la puerta del palacio, donde estaba Psique.
—¡Psique, Psique! —gritaron otra vez, pero esta vez con alegría y asombro.
Después de que sus hermanas le contaran todo lo que tenían que contarle, Psique las invitó a ver el palacio. Al ver todas aquellas riquezas y esplendor, la envidia empezó a surgir en sus corazones, y también la curiosidad. Se miraban unas a otras, y las miradas de sus ojos no prometían nada bueno para Psique.
—Pero, ¿dónde está tu esposo? —preguntó la mayor.
—¿Lo conoceremos? —preguntó la otra.
Sus preguntas le recordaron a Psique el peligro del que había sido advertida, y respondió apresuradamente:
—Oh, es joven y muy guapo. Pero pasa mucho tiempo cazando.
Las hermanas pasaron algunas horas juntas y luego las dos mayores fueron enviadas a casa.
—¿Por qué la Fortuna la ha tratado tan diferente a nosotras? ¿Por qué debe tener tantas riquezas y estar casada con un hombre joven y apuesto? —gritó la mayor.
—Si, no es justo —gruñó la otra hermana—, no le contemos a nuestros padres los honores que el destino le ha deparado. Pensemos más bien en la mejor manera de humillarla y abatirla.
Mientras tanto, había caído la noche y el esposo de Psique se puso a su lado.
—¿Recordaste mis advertencias y te negaste a responder las preguntas de tus hermanas? —preguntó.
—Si —gritó Psique —, no les dije nada de lo que querían saber. Les dije que tú eras joven y apuesto, y que me regalabas las cosas más bellas del mundo, pero que hoy no podían verte porque estabas cazando en la montaña.
—Muy bien —suspiró—; pero en este momento están tramando cómo destruirte, llenando tu corazón con su propia malvada curiosidad, para que un día pidas ver mi rostro. Pero en cuanto lo hagas, desapareceré para siempre.
—Ah, no confías en mi —sollozó Psique—; aunque te he demostrado que puedo callar. Déjame demostrártelo trayendo de nuevo a mis hermanas.
Su esposo se negó a concederle lo que pedía, pero al fin le dijo que podía verlas una vez más. Ansiosas, corrieron por el jardín hasta el palacio y saludaron a Psique con calurosos abrazos.
Mientras comían frutas bajo los árboles junto a la fuente, la hermana mayor dijo:
—Me entristece que seas víctima de semejante engaño.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Psique—. Nadie me está engañando, y ninguna diosa es más feliz que yo.
—Tu marido no es quien tú crees. Es una serpiente enorme cuyo cuello se hincha de veneno y cuya lengua lanza veneno. Los hombres que trabajan en los campos lo han visto nadar a través del rio cuando cae la noche.
Sus sollozos y palabras convencieron a Psique, que cayó en su trampa.
—Es cierto —dijo—, que nunca he visto el rostro de mi esposo. Sus palabras siempre son dulces y amables, y su tacto apenas se parece a la piel de una serpiente. No es fácil de creer; pero si es verdad, ayúdenme.
—Por eso estamos aquí —respondió la mayor—, y esto es lo que debes hacer. Esta misma noche, toma un cuchillo afilado y escóndelo. Cuando la serpiente esté profundamente dormida, córtale la cabeza —y entonces sus hermanas se marcharon.
Al quedarse sola, Psique pensó que, después de todo, sus hermanas podrían estar equivocadas. Pero su fe en ellas era fuerte, y al acercarse la noche, se preparó.
Cuando su esposo llegó a casa, no tardó en tumbarse en el sofá y quedarse profundamente dormido. Entonces Psique cogió una vela y se acercó al sofá; para su sorpresa, no vio una enorme y horrible serpiente, sino al más bello de todos los dioses, Cupido. Sorprendida, dejó caer la vela y la cera caliente cayó sobre el hombro de Cupido.
Su presencia y el dolor despertaron a Cupido, que huyó. Psique quedó desconsolada y buscó el olvido eterno en el río. Pero el río la llevó suavemente y la depositó en un banco de flores. Cuando despertó, decidió vagar día y noche por el mundo hasta encontrar a su marido.
Con la desesperación en el alma, Psique vagaba de un lugar a otro, sin saber ni importarle adónde la llevarían sus pies. Un día, uno de los sirvientes de Afrodita la siguió y la arrastró por los cabellos hasta la diosa. Allí fue golpeada y ridiculizada. Luego se le encomendó una tarea imposible.
Psique sabía que no podría completar la tarea y pensó que sin duda la matarían, pero que la muerte sería bienvenida; y puso su cuerpo cansado en el suelo y durmió. En aquel momento, una hormiguita que pasaba por el almacén cuando iba camino de los campos, la vio, fue a buscar a todos sus hermanos y les ordenó que se apiadaran de la damisela y realizaran el trabajo que se le había encomendado.
Al atardecer, cada grano estaba clasificado y colocado en su saco. Psique esperó temblorosa a Afrodita, pues sentía que nada de lo que pudiera hacer la complacería.
—¿Dónde están mis semillas? —gritó Afrodita. Psique señaló en silencio la hilera de bolsas contra la pared. La diosa se puso blanca de ira y gritó con fuerza—. ¡Miserable criatura, no son tus manos las que han hecho esto! ¡No escaparas tan fácilmente a mi ira!
A la mañana siguiente la diosa tenía otra tarea para la muchacha.
—Allí, a orillas del río, hay ovejas cuya lana es suave como la seda y brillante como el oro. Antes de la noche quiero que regreses con tanta lana como necesites para hacerme una túnica. Y no creo que esta vez encuentres a nadie que lo haga por ti.
Entonces Psique se dirigió hacia el río, que parecía tan claro y fresco que se metió en el agua para descansar. Pero una caña le cantó, y su canción decía:
—Oh Psique, escóndete hasta el anochecer, porque las ovejas se vuelven locas por la luz del sol. Pero cuando el aire se vuelve más fresco se duermen, y así podrás recoger toda la lana que quieras.
Psique dio las gracias a la caña y llevó la lana sana y salva a la diosa. Afrodita se puso furiosa y le ordenó que fuera a la cima de una montaña y llenara una urna de cristal de una fuente de agua negra que brotaba entre paredes de roca lisa. Y Psique fue de buena gana, pensando que esta vez seguramente moriría.
Pero un águila que planeaba sobre aquel espantoso lugar acudió en su ayuda, le arrebató la urna y voló hacia la fuente, custodiada por dos horribles dragones. Necesitó toda su fuerza y habilidad para pasar junto a ellos.
Alegre, el águila devolvió la urna a Psique, que la llevó con cuidado. Pero Afrodita seguía insatisfecha. Una y otra vez encontraba nuevos encargos para Psique, y esperaba que cada uno de ellos la llevara a la muerte, aunque cada vez los pájaros o las bestias se apiadaban de ella.
Si Cupido hubiera conocido los malvados planes de su madre, la habría detenido y habría ayudado a Psique. Pero la herida del hombro causada por la cera caliente tardó en curarse. Por fin el dolor desapareció, y su primer pensamiento fue visitar a Psique. Ella casi se desmaya de alegría al oír su voz y le contó todo lo que había sucedido desde aquella terrible noche que había destruido su felicidad.
—Tu castigo ha sido severo —dijo—, y no tengo le poder para salvarte de la tarea que mi madre te ha encomendado. Pero mientras la cumples, volaré al Olimpo y le pediré a los dioses que te concedan el perdón y, más aún, un lugar entre los inmortales.
Y así la envidia y la malicia de Afrodita y de las malvadas hermanas se detuvieron, y Psique abandonó la tierra, para sentarse entronizada en el Olimpo.