En el año mil trecientos y pico, la condesa de Rousillon era infeliz en su palacio cercano a los Pirineos. Había perdido a su esposo, y el rey de Francia había convocado a su hijo Bertrán a París, a cientos de kilómetros de distancia.
Bertrán era un hermoso joven de cabello rizado cejas finamente arqueadas y ojos tan agudos como los de un halcón. Era tan orgulloso como la ignorancia podía hacerlo, ý mentiría con una cara como la verdad misma para conseguir un fin egoísta. Pero un joven guapo es un joven guapo, y Helena estaba enamorada de él.
Helena era la hija de un gran doctor que había muerto al servicio del conde de Rousillon. Su única fortuna consistía en unas cuantas recetas de su padre.
Cuando Bertrán se hubo marchado, la mirada desolada de Helena fue advertida con la condesa, quien le dijo que para ella estaba exactamente igual que su propio hijo. Las lágrimas se agolparon entonces en los ojos de Helena, pues sentía que la condesa hacía ver a Bertrán como un hermano con el que nunca podría casarse. La condesa adivinó inmediatamente su secreto, y Helena confesó que Bertrán era para ella como el sol para el día.
Sin embargo, esperaba ganar este sol ganándose la gratitud del rey de Francia, que padecía una larga enfermedad que le dejó inválido. Los grandes médicos de la corte no lograban curarlo, pero Helena confiaba en una receta que su padre había utilizado con éxito.
Despidiéndose afectuosamente de la condesa, se fue a París y se le permitió ver al rey.
Fue muy cortés, pero estaba claro que la consideraba una curandera.
—No sería propio de mí —dijo—, solicitar a una simple doncella el alivio que todos los sabios médicos no pueden darme.
—A veces el cielo utiliza instrumentos débiles —dijo Helena, y declaró que perdería su vida si no lograba curarlo.
—¿Y si lo consigues? —cuestionó el rey.
—¡Entonces le pediré a su Majestad que me dé por esposo al hombre que yo escoja!
Un rey sufriente no podía resistirse eternamente a una joven tan sincera. Por lo tanto, Helena se convirtió en la doctora del rey, y en dos días, el rey lisiado pudo saltar.
Convocó a sus cortesanos, que formaron una brillante multitud en el salón del trono de su palacio. Bien podría haberse deslumbrado la campesina, y haber visto una docena de esposos dignos de soñar entre los apuestos jóvenes nobles que tenia ante ella. Pero sus ojos solo vagaron hasta que encontraron a Bertrán. Entonces se acercó a él y dijo:
—No me atrevo a decir que te acepto, ¡pero soy tuya! —y alzando la voz para que el rey pueda oírla, agregó— ¡Este es el hombre!
—Bertrán —dijo el rey—, tómala; ¡es tu esposa!
—¿Mi esposa, mi señor? —dijo Bertrán—. Ruego a su Majestad que me permita elegir esposa.
—¿Sabes, Bertrán, lo que ella ha hecho por tu rey? —preguntó el monarca, que había tratado a Bertrán como a un hijo.
—Si, Majestad —respondió Bertrán—; pero, ¿por qué habría de casarme con una muchacha que debe su crianza a la caridad de mi padre?
—Tú la desprecias por carecer de título, pero yo puedo darle un título —dijo el rey; y mientras miraba al malhumorado joven le vino un pensamiento, y añadió—; es extraño que pienses tanto en la sangre cuando no podrías distinguir la tuya de la de un mendigo si las vieras mezcladas en un cuenco.
—No puedo amarla —afirmó Bertrán; y Helena le dijo suavemente:
—No insista, Majestad. Me alegro de haber curado a mi rey por el bien de mi país.
—Mi honor exige la obediencia de ese muchacho —dijo el rey—. Bertrán, decídete por esto. Te casas con esta señorita, de la que eres tan indigno, o aprenderás cómo puede odiar un rey. ¿Tu respuesta?
Bertrán se inclinó y dijo:
—Su Majestad ha ennoblecido a la señorita por su interés en ella. Me someto.
—Tómala de la mano —dijo el rey—, y dile que es tuya.
Bertrán obedeció, y en poco tiempo estaba casado con Helena.
El miedo al rey, sin embargo, no pudo convertirlo en un amante. El ridículo contribuyó a amargarlo. Un soldado raso llamado Parolles le dijo a la cara que ahora que tenía una “mujercita” lo suyo no era luchar, sino quedarse en casa. “Mujercita” no era más que un tonto apodo para su esposa, pero hizo que Bertrán sintiera que no podía soportar tener una esposa, y que debía ir a la guerra en Italia, aunque el rey se lo había prohibido.
Ordenó a Helena que se despidiera del rey y regresara a Rousillon, entregándole cartas para su madre y para ella. Se marchó, despidiéndose fríamente de ella.
Ella abrió la carta dirigida a sí misma, y leyó: “cuando puedas quitarme el anillo de mi dedo, podrás llamarme esposo; pero contra ese ‘cuando’, escribo ‘nunca’.
Con los ojos secos, Helena al estar en presencia del rey para despedirse, pero éste, inquieto por ella, le dio un anillo de su propio dedo, diciendo:
—Si me envías esto, sabré que estás en problemas y te ayudaré.
No le mostró la carta de Bertrán a su mujer; le habría hecho desear matar al conde desertor; pero volvió a Rousillon y entregó a su suegra la segunda carta. Era corta y amarga. ‘He huido. Si el mundo es lo suficientemente ancho, estaré siempre lejos de ella’, decía.
—Anímate —dijo la noble viuda a la esposa abandonada—. Reniego de él, ya no es de mi sangre, y sólo tú eres mi hija.
La condesa viuda, sin embargo, todavía era lo bastante madre para Bertrán como para echar culpa de su conducta a Parolles, a quien llamaba ‘un tipo muy podrido’.
Helena no permaneció mucho tiempo en Rousillon. Se vistió de peregrina y, dejando una carta para su suegra, partió en secreto hacia Florencia.
Al entrar en esa ciudad, preguntó a una mujer el camino a la casa de Reposo de los Peregrinos, pero la mujer suplicó a ‘la santa peregrina’ que se alojara con ella.
Helena descubrió que su anfitriona era una viuda, que tenía una hermosa hija llamada Diana.
Cuando Diana supo que Helena venía de Francia, dijo:
—Un compatriota tuyo, el conde Rousillon, ha prestado dignos servicios a Florencia.
Pero al cabo de un tiempo, Diana tenía algo que contar que no era en absoluto digno del marido de Helena. Bertrán había estado flirteando con Diana. No ocultaba el hecho de que estaba casado, pero Diana oyó decir a Parolles que no valía la pena preocuparse por su esposa.
La viuda estaba ansiosa por el bien de Diana, y Helena decidió informarles que era la condesa Rousillon.
—No deja de pedirle a Diana un mechón de su pelo —dijo la viuda.
Helena sonrió afligida, pues su cabello era tan fino como el de Diana y del mismo color. Entonces se le ocurrió una idea y dijo:
—Toma esta bolsa de oro para ti. Le daré a Diana tres mil coronas si me ayuda a llevar a cabo este plan. Que prometa darle un mechón de su pelo a mi marido si él le da el anillo que lleva en el dedo. Es un anillo ancestral. Cinco condes de Rousillon lo han llevado, pero él lo cederá por un mechón de pelo de tu hija. Que tu hija insista en que le corte el mechón de pelo en la habitación oscura, y acuerde de antemano que no se hablará ni una sola palabra.
La viuda escuchaba atentamente, con la bolsa de oro en su regazo. Al fin dijo:
—Consiento, si Diana está dispuesta.
Diana estaba dispuesta y, por extraño que parezca, la perspectiva de cortar un mechón de pelo a una muchacha silenciosa en una habitación oscura fue tan agradable para Bertrán que entregó a Diana su anillo, y se le dijo cuándo debía seguirla a la habitación oscura. A la hora señalada, acudió con un afilado cuchillo, y sintió que un dulce rostro tocaba el suyo mientras cortaba el mechón de pelo, y salió de la habitación satisfecho, como un hombre colmado de renombre, y en su dedo lucía un anillo que la muchacha de la habitación oscura le había regalado.
La guerra estaba a punto de terminar, pero uno de sus capítulos finales enseñó a Bertrán que el soldado que había sido lo bastante insolente como para llamar a Helena su ‘mujercita’, era mucho menos valiente que una esposa. Parolles era tan fanfarrón y tan aficionado a adornar sus ropas, que los oficiales franceses le gastaron una broma para descubrir de qué estaba hecho. Había perdido su tambor, y había dicho que lo recuperaría a menos que lo mataran en el intento. Su intento fue muy pobre, y estaba inventando la historia de un fracaso heroico, cuando fue rodeado y desarmado.
—Portotartarossa —dijo un lord francés.
—¿Qué horrible jerga es esa? —pensó Parolles, que tenía los ojos vendados.
—Está pidiendo las torturas —dijo un hombre francés, haciendo de intérprete—. ¿Qué dirá sin ellas?
—Tanto —respondió Parolles—, como podría decir si me pellizcaras como a una empanada.
Cumplió su palabra. Le dijo cuántos había en cada regimiento del ejército florentino, y los refrescó con picantes anécdotas de los oficiales que mandaban.
Bertrán estaba presenta y oyó leer una carta en la que Parolles le decía a Diana que era un tonto.
—Este es tu devoto amigo —dijo un lord francés.
—Ahora es un gato para mí —dijo Bertrán, que detestaba a esas mullidas mascotas.
Parolles finalmente fue liberado, pero a partir de entonces se sintió como un soplón, y no fue adicto a la fanfarronería.
Volvemos ahora a Francia con Helena, que había difundido la noticia de su muerte, que fue transmitida a la condesa viuda de Rousillon por Lafeu, un lord que deseaba casar a su hija Magdalena con Bertrán.
El rey lloró la muerte de Helena, pero aprobó el matrimonio propuesto para Bertrán, y pagó una visita a Rousillon para verlo realizado.
—Su gran ofensa ha muerto —dijo—. Deja que Bertrán se acerque a mí.
Entonces Bertrán, con una cicatriz en la mejilla, se arrodilló ante su soberana, y dijo que, si no hubiera amado a la hija de Lafeu antes de casarse con Helena, habría apreciado a su esposa, a la que ahora amaba cuando ya era demasiado tarde.
—El amor tardío ofende al Gran Enviado —dijo el rey—. Olvida a la dulce Helena, y dale un anillo a Magdalena.
Bertrán dio inmediatamente un anillo a Lafeu, que dijo indignado:
—¡Es de Helena!
—¡No lo es! —dijo Bertrán.
Entonces el rey pidió ver el anillo y dijo:
—Este es el anillo que le di a Helena, y le pedí que me lo enviara si alguna vez necesitaba ayuda. Así que tuviste la astucia de quitarle lo que más podía ayudarla.
Bertrán volvió a negar que el anillo fuera de Helena, pero hasta su madre dijo que lo era.
—¡Mientes! —exclamó el rey— ¡Guardias, atrápenlo! —pero incluso mientras lo tomaban, Bertrán se preguntaba cómo el anillo, que él creía que Diana le había dado, había llegado a parecerse tanto al de Helena. Entonces entró un caballero, pidiendo permiso para entregar una petición al rey. Era una petición firmada por Diana Capilet, y suplicaba que el rey ordenara a Bertrán casarse con aquella a quien había abandonado después de ganarse su amor.
—Antes que llevarme a Bertrán me compraría un yerno en una feria —dijo Lafeu.
—Admite al peticionario —dijo el rey.
Bertrán se encontró frente a Diana y su madre. Él negó que Diana tuviera ningún derecho sobre él, y habló de ella como si su vida hubiera transcurrido en la calle. Pero ella le preguntó qué clase de caballero era aquel a quien había dado, como a ella, el anillo de sus antepasados que ahora le faltaba en el dedo.
Bertrán estaba a punto de hundirse en la tierra, pero el destino le tenía reservada una generosidad suprema. Entró Helena.
—¿Te veo realmente? —preguntó el rey.
—¡Oh, perdón! ¡Perdón! —gritó Bertrán.
Ella levantó su anillo ancestral.
—Ahora que tengo esto —dijo ella—, ¿me amarás, Bertrán?
—Hasta el fin de mi vida —gritó.
—Mis ojos huelen a cebolla —dijo Lafeu. En ellos centelleaban lágrimas por Helena.
El rey alabó a Diana cuando aquella joven, no muy tímida, le informó completamente el sentido de su conducta. Por el bien de Helena había querido desenmascarar la mezquindad de Bertrán, no sólo ante el rey, sino ante sí misma. Su orgullo estaba ahora hecho trizas, y se cree que, después de todo, hizo de él una especie de marido.