En Padua vivía un caballero llamado Baptista, que tenía dos hermosas hijas. La mayor, Catalina, era tan irascible, malhumorada y maleducada, que nadie soñaba con casarse con ella, mientras su hermana, Bianca, era tan dulce, bonita y de voz tan agradable que más de un pretendiente pidió la mano a su padre. Pero Baptista decía que la hija mayor debía casarse primero.
Así que los pretendientes de Bianca decidieron entre ellos intentar que alguien se casara con Catalina, y así al menos conseguir que el padre escuchara su demanda por Bianca.
Pensaron en un caballero de Verona, llamado Petruchio, y, medio en broma, le preguntaron si se casaría con Catalina, la desagradable gruñona. Para sorpresa de todos, dijo que sí, que era justo la mujer para él, y que, si Catalina era guapa y rica, él mismo se encargaría pronto de que tuviera buen carácter.
Petruchio comenzó pidiendo permiso a Baptista para cortejar a su gentil hija Catalina; y Baptista se vio obligado a reconocer que era todo menos gentil. Y justo en ese momento, su maestro de música entró, quejándose de que la traviesa muchacha había roto su laúd sobre su cabeza, porque él le había dicho que no estaba tocando correctamente.
—No importa —dijo Petruchio—, la quiero más que nunca, y anhelo tener alguna charla con ella.
Cuando Catalina llegó, dijo:
—Buenos días, Cata; porque, según he oído, ese es tu nombre.
—Has oído sólo la mitad —dijo Catalina groseramente.
—Oh, no —dijo Petruchio—, te llaman Cata la simple, Cata la bonita y a veces Cata la arpía; y así, oyendo tu suavidad alabada en cada pueblo, y tu belleza también, te pido que seas mi esposa.
—¡Tu esposa! —gritó Cata—. ¡Nunca! —y le dijo cosas muy desagradables y, lamento decirlo, terminó pegándole en las orejas.
—Si vuelves a hacer eso, te esposaré —dijo él en voz baja; y siguió diciendo, con muchos cumplidos, que no se casaría con nadie más que con ella.
Cuando Baptista regresó, preguntó en seguida:
—¿Cómo te va con mi hija?
—¿Cómo ha de irme, sino bien? —respondió Petruchio—, ¿cómo, sino bien?
—¿Es así, hija, Catalina? —continuó el padre.
—No creo —dijo Catalina enojada —que estés actuando como un padre al desear que me case con este loco rufián.
—¡Ah! —dijo Petruchio—Tú y todo el mundo hablará mal de ella., Deberías ver lo amable que es conmigo cuando estamos solos. En breve, me iré a Venecia a comprar cosas finas para nuestra boda… por… ¡bésame, Cata! Nos casaremos el domingo.
Con eso, Catalina salió de la habitación por una puerta hecha una furia, y él, riendo, salió por la otra. Pero ya sea porque ella se enamoró de Petruchio, o porque sólo estaba contenta de conocer a un hombre que no le temiera, o porque se sintió halagada a pesar de sus palabras ásperas y rencorosas, él todavía deseaba que fuera su esposa; de hecho, se casó con él el domingo, como él había jurado que lo haría.
Para fastidiar y humillar el travieso y orgulloso espíritu de Catalina, llegó tarde a la boda y, cuando llegó, vestía ropas tan harapientas que ella se avergonzó de que la vieran con él. Su sirviente iba vestido de la misma manera, y los caballos que montaban era la diversión de todos los que pasaban.
Y, después de la boda, cuando debería haber sido el desayuno de bodas, Petruchio se llevó a su esposa, sin dejar que coma ni beba nada, diciendo que ella era suya ahora, y podía hacer lo que quisiera con ella.
Y sus maneras eran muy violentas, y se comportó toda la boda de un modo tan loco y espantoso, que Catalina tembló y se fue con él. La montó en un caballo viejo, flaco y tambaleante y viajaron por caminos ásperos y fangosos hasta la casa de Petruchio; él se la pasó regañando y gruñendo todo el camino.
Estaba terriblemente cansada cuando llegó a su nuevo hogar, pero Petruchio estaba decidido a que aquella noche no comiera ni durmiera, pues se había propuesto darle a su malhumorada esposa una lección que nunca olvidaría.
Así que la recibió amablemente a su casa, pero cuando sirvió la cena, encontró defectos en todo; la carne estaba quemada, dijo, y mal servida, y él la amaba demasiado como para permitirle comer algo que no fuera lo mejor. Por fin, Catalina, cansada del viaje, se fue a la cama sin cenar. Entonces, su esposo, sin dejar de decirle lo mucho que la amaba y lo ansioso que estaba de que durmiera bien, hizo pedazos su cama, tirando las almohadas y la ropa de cama al suelo, de modo que ella no pudiera acostarse, y siguió gruñendo y regañando a los sirvientes para que Cata viera lo poco hermoso que era el malhumor.
Al día siguiente también, la comida de Catalina era toda inaceptable, y se la llevaban antes que pudiera probar bocado; y estaba enferma y mareada por falta de sueño. Entonces dijo a uno de los sirvientes:
—Te ruego que vayas y me traigas algo de comer. No me importa qué.
—¿Qué te parece un pie de hormiga? —dijo el sirviente.
—Si —dijo Catalina ansiosamente; pero el sirviente, que estaba del lado de su maestro, dijo que temía que no fuera bueno para la gente de temperamento irascible. ¿Le gustaría tripa?
—Tráeme —dijo Catalina.
—No creo que sea bueno para personas con temperamento irascible —dijo el sirviente—. ¿Qué te parece un plato de ternera y mostaza?
—Me encanta —dijo Cata.
—Pero la mostaza está muy picante.
—Bueno, pues entonces la ternera, deja la mostaza —gritó Catalina, que cada vez tenía más y más hambre.
—No —dijo el sirviente— debes comer la mostaza, o no tendrás ternera de mi parte.
—Entonces —gritó Catalina, perdiendo la paciencia— que sean los dos, uno, o lo que tú quieras.
—Pues entonces —dijo el sirviente—, ¡la mostaza sin la ternera!
Entonces Catalina se dio cuenta de que se estaba burlando de ella y le dio un golpe en las orejas.
En ese momento Petruchio le trajo algo de comida, pero apenas había empezado a saciar su hambre, cuando llamó al sastre para que le trajera ropa nueva, y la mesa fue retirada, dejándola todavía hambrienta. Catalina estaba encantada con su nuevo vestido y el sombrero que el sastre le había hecho, pero Petruchio encontró defectos en todo, tiró el sombrero y el vestido al suelo y juró que su querida esposa no volvería a usar cosas tan tontas.
—Los tendré —dijo Catalina—. Todas las señoras llevan sombreros como éstos.
—Cuando seas una señora tendrás uno también —respondió—, no hasta entonces.
Cuando hubo ahuyentado al sastre con palabras groseras, pero vigialndo en privado que su amigo recibiera su pago, Petruchio dijo:
—Vamos, Cata. Vayamos a casa de tu padre, aunque estemos harapientos, pues, así como el sol atraviesa las nubes más oscuras, el honor se asoma al hábito más mezquino. Ya son cerca de las siete. Llegaremos fácilmente para la hora de cenar.
—Son casi las dos —dijo Cata, pero bastante civilizadamente, pues se había dado cuenta que no podía intimidar a su esposo como había hecho con su padre y su hermana—; son casi las dos, y será la hora de cenar antes de que lleguemos.
—Serán las siete —dijo Petruchio, obstinadamente— antes de que me ponga en marcha. Porque, cualquier cosa que diga, haga o piense, tú no haces más que contradecirme. No iré hoy, y antes de ir será la hora que yo diga.
Por fin se pusieron en camino hacia la casa de su padre.
—Mira la luna —dijo él.
—Es el sol —dijo Catalina, y en efecto lo era.
—Yo digo que es la luna. ¡Contradiciendo otra vez! Será sol o luna, o lo que yo elija, o no te llevaré a lo de tu padre.
Entonces Catalina cedió de una vez por todas.
—Como tú quieras que se llame será —dijo ella—, y así será para Catalina.
Y así fue, porque desde ese momento Catalina sintió que había encontrado a su maestro, y nunca más mostró su mal genio, ni a él ni a nadie.
Entonces viajaron a la casa de Baptista, y cuando llegaron encontraron a toda la gente celebrando la fiesta de boda de Bianca, y la de otra pareja de recién casados, Hortensio y su esposa. Fueron bien recibidos, y se sentaron en el banquete; todo era alegre, excepto que la esposa de Hortensio, viendo a Catalina sometida por su marido, pensó que ella podía decir con seguridad muchas cosas desagradables que, en los viejos tiempos, cuando Catalina era libre y atrevida, no se habría atrevido a decir. Pero Catalina respondió con tal espíritu y moderación, que volvió la risa contra la nueva novia.
Después de cenar, cuando las damas se hubieron retirado, Baptista se unió en una carcajada contra Petruchio, diciendo:
—Ahora, en buena tristeza, Petruchio, hijo mío, me temo que te ha tocado la harpía más vergonzosa de todas.
—Estás equivocado —dijo Petruchio—, déjame demostrártelo. Cada uno de nosotros enviará un mensaje a su esposa, deseando que venga a verle, y aquel cuya esposa venga más prontamente, ganará una apuesta que acordaremos.
Los demás dijeron que sí, pues cada uno pensaba que su esposa era la más obediente y estaba seguro de ganar la apuesta.
Propusieron una apuesta de veinte coronas.
—Veinte coronas —dijo Petruchio—, apostaré tanto por mi halcón o mi sabueso, pero veinte veces más por mi esposa.
—Cien, pues —gritó Lucio, el esposo de Bianca.
—De acuerdo —gritaron los otros.
Entonces Lucio envió un mensaje a la bella Bianca pidiéndole que viniera a verlo. Y Baptista dijo que estaba seguro de que su hija vendría. Pero el sirviente, al regresar, dijo:
—Señor, mi ama está ocupada y no puede venir.
—Hay una respuesta para ti —dijo Petruchio.
—Puedes considerarte afortunado si tu esposa no te envía una peor.
—Espero que mejor —respondió Petruchio. Entonces Hortensio dijo:
—Ve y suplícale a mi esposa que venga a mí de inmediato.
—Oh, si tú le suplicas —dijo Petruchio.
—Me temo —respondió Hortensio tajantemente—, haz lo que puedas, que a los tuyos no se les suplicará.
Pero entonces el sirviente entró y dijo:
—Dice que estás gastando alguna broma, que no vendrá.
—Mejor y mejor —gritó Petruchio—; ahora ve a tu patrona y dile que le ordeno que venga a mí.
Todos comenzaron a reír, diciendo que sabían cuál sería su respuesta, y que no vendría.
Entonces, de repente, Baptista gritó:
—¡Aquí viene Catalina! —y efectivamente, ahí estaba.
—¿Qué desea, señor? —le preguntó a su esposo.
—¿Dónde están tu hermana y la esposa de Hortensio?
—Hablando junto al fuego del salón.
—Tráelas aquí.
Cuando ella fue a buscarlas, Lucio dijo:
—¡He aquí una maravilla!
—Me pregunto cómo es posible —dijo Hortensio.
—Es posible la paz —dijo Petruchio—, amor y vida tranquila.
—Bueno —dijo Baptista—, has ganado la apuesta, y añadiré otras veinte mil coronas a su dote, pues está tan cambiada como si fuera otra persona.
Así, Petruchio ganó la apuesta, y tenía en Catalina una esposa siempre cariñosa y sincera, y ahora que él había roto su espíritu orgulloso y enojado, pudo amarla bien, y no había nada más que amor entre ellos dos. Y así vivieron felices para siempre.