- Capítulo 1
- Capítulo 2
- Capítulo 3
- Capítulo 4
- Capítulo 5
- Capítulo 6
- Capítulo 7
- Capítulo 8
- Capítulo 9
- Capítulo 10
- Capítulo 11
- Capítulo 12
- Capítulo 13
- Capítulo 14
- Capítulo 15
- Capítulo 16
- Capítulo 17
- Capítulo 18
- Capítulo 19
- Capítulo 20
- Capítulo 21
- Capítulo 22
- Capítulo 23
- Capítulo 24
- Capítulo 25
- Capítulo 26
- Capítulo 27
- Capítulo 28
- Capítulo 29
- Capítulo 30
- Capítulo 31
- Capítulo 32
- Capítulo 33
- Capítulo 34
- Capítulo 35
- Capítulo 36
- Capítulo 37
- Capítulo 38
- Capítulo 39
- Capítulo 40
- Capítulo 41
- Capítulo 42
- Capítulo 43
- Capítulo 44
- Capítulo 45
- Capítulo 46
- Capítulo 47
- Capítulo 48
- Capítulo 49
- Capítulo 50
- Capítulo 51
- Capítulo 52
- Capítulo 53
- Capítulo 54
- Capítulo 55
- Capítulo 56
- Capítulo 57
- Capítulo 58
- Capítulo 59
- Capítulo 60
- Capítulo 61
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Capítulo 1

Es verdad universalmente admitida que un soltero poseedor de buena fortuna tiene que necesitar una mujer.
Aunque los sentimientos y opiniones de un hombre así sean poco conocidos a su llegada a un punto cualquiera, está tan arraigada aquella creencia en las familias que le rodean, que le consideran como propiedad indiscutible de una u otra de sus hijas.
—Querido Bennet—decía a éste cierto día su esposa—, ¿has oído que el parque de Netherfield se ha alquilado al fin?
El señor Bennet contestó que no lo había oído.
—Pues está alquilado—volvió ella a decir—; porque la señora de Long acaba de estar aquí y me lo ha contado todo.
El señor Bennet no respondió.
—¿No deseas saber quién lo ha tomado en arriendo?—exclamó su mujer con impaciencia.
—Tú eres quien desea decirlo y no puedo oponerme a escucharlo.

Eso bastó para darle pie.
—Has de saber, querido, que la señora de Long dice que el parque de Netherfield ha sido tomado en arriendo por un joven muy rico del norte de Inglaterra, joven que vino el lunes en una silla de postas con cuatro caballos para verlo, y quedó tan encantado, que se arregló al punto con el señor Morris; tomará posesión antes de San Miguel, y algunos de sus criados estarán en la casa a fines de la semana próxima.
—¿Cómo se llama?
—Bingley.
—¿Es casado, o soltero?
—Oh!, soltero, querido mío; un soltero de gran fortuna: cuatro o cinco mil libras anuales. ¡Qué a propósito para nuestras hijas!
—¿Cómo es eso? ¿Cómo las puede afectar semejante cosa?
—Mi querido Bennet —replicó su mujer—, ¿por qué eres tan posma? Has de saber que pienso casarlo con una de ellas.
—Es eso lo que proyecta al establecerse aquí?
—¡Proyectar! ¡Qué majadería! ¿Cómo puedes hablar así? Pero es muy probable que se enamore de una, y por eso debes visitarle en cuanto venga.
—No hallo motivo para hacerlo. Podéis ir tú y las niñas, o las puedes enviar solas, lo que quizá sea lo mejor, pues siendo tú tan hermosa como cualquiera de ellas, podrías parecer al señor Bingley lo mejor de la partida.
—Me lisonjeas, querido. Cierto que he tenido mi tinte de belleza; mas ahora no pretendo ser nada extraordinario. Cuando una mujer
tiene cinco hijas adultas debe prescindir de pensar en su propia hermosura.
—En esos casos la mujer no tiene por lo común mucha belleza en qué pensar.
—Pues bien, querido, has de ir a visitar al señor Bingley cuando venga a nuestra vecindad.
—No me comprometo a tanto, te lo aseguro.
—Piensa en tus hijas. Considera sólo la proporción que sería él para una de ellas. Sir Guillermo y lady Lucas han resuelto ir sólo por eso, pues en general tú sabes que no visitan a los reciénllegados. Has de ir sin falta, porque nos será imposible visitarle si tú no lo haces.
—Eres sobrado escrupulosa a fe mía. Me atrevo a asegurar que el señor Bingley se alegrará mucho de verte, y yo le pondré unas líneas dándole mi cordial consentimiento para que se case con la que elija de las muchachas, aunque tendré que deslizar alguna palabreja en favor de mi Isabelita.
—Espero que no hagas semejante cosa. Isabel no es ni pizca mejor que las otras, y estoy segura de que no es ni la mitad de guapa que Juana ni la mitad de alegre que Lydia. Mas tú siempre le estás dando la preferencia.
—Ninguna tiene mucho de recomendable —replicó él—; todas son necias e ignorantes como otras jóvenes; pero Isabel posee algo mayor penetración que sus hermanas.
—¡Bennet!, ¿cómo ultrajas de semejante modo a nuestras hijas? Te complaces en molestarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.
—Te equivocas, querida; los respeto grandemente. Son antiguos conocidos míos. Te oigo hablar así de ellos lo menos hace veinte años.
—¡Ah!, no sabes lo que sufro.
—Pero espero que te repondrás, que vivirás para ver llegar a la vecindad a muchos pollos de cuatro mil libras anuales.
—No sacaremos nada aunque vengan veinte si no los visitas.
—Ten por seguro, querida, que cuando estén los veinte los visitaré a todos. El señor Bennet era tan singular mezcla de viveza, humor sarcástico, reserva y capricho, que la experiencia de veintitrés años no había bastado a su mujer para descifrar su carácter. Ella resultaba más fácil de conocer. Era mujer de mediana capacidad, poca instrucción y temple desigual. Cuando se hallaba descontenta se imaginaba nerviosa. La empresa de su vida la cifraba en casar a sus hijas; sus solaces eran el visiteo y el adquirir noticias.

Capítulo 2
El señor Bennet fué de los primeros que visitaron al señor Bingley. Siempre había pensado hacerlo, aunque siempre también asegurara a su esposa que no lo haría, y hasta la tarde siguiente a la visita no tuvo aquélla conocimiento de la misma. El hecho quedó entonces revelado del modo siguiente: Observando el señor Bennet a su hija segunda ocupada en adornar su sombrero, díjole de pronto:

—Espero que le gustaré al señor Bingley, Isabel.
—No llevamos camino —arguyó la madre con sentimiento— de conocer los gustos del señor Bingley, puesto que no le visitamos.
—Por lo visto olvidas, mamá —dijo Isabel—, que le encontraremos en las reuniones públicas y que la señora de Long ha prometido presentárnoslo.
—No creo que la señora de Long haga tal cosa. Tiene dos sobrinas, es egoísta, hipócrita, y no tengo de ella buena opinión.
—Tampoco la tengo yo —añadió el señor Bennet—, y me congratulo de que no dependas de sus servicios.
La señora de Bennet no replicó; pero, incapaz de contenerse, principió a regañar a sus hijas.
—¡No tosas así, Catalina, por Dios! Compadécete un poco de mis nervios. Los desgarras a pedazos.
—Catalina no tose discretamente—dijo el padre—; no lo hace con oportunidad.
—No toso por divertirme —replicó Catalina con mal humor—. ¿Cuándo es tu primer baile, Isabel?
—De mañana en quince días.
—Así es —exclamó su madre—, y la señora de Long no regresa hasta el día anterior; de modo que le será imposible presentárnoslo, porque ella misma no le conocerá.
—Entonces, querida, puedes adelantarte a tu amiga presentándole tú al señor Bingley.
—Imposible, Bennet, imposible, porque yo tampoco le conoceré. ¿A qué me atormentas así?
—Celebro tu circunspección. Quince días de relación es en verdad muy poco. En realidad no se puede saber al cabo de ellos qué clase de persona es. Pero si no nos aventuramos, otro lo hará; y después de todo, la señora de Long y sus sobrinas han de seguir su suerte. Por consiguiente, como puede ella tomar por acto de delicadeza el que declines el ofrecimiento, yo lo tomo a mi cargo.
Las muchachas clavaron los ojos en su padre. En cuanto a la señora de Bennet, exclamó sólo:
—¡Qué necedad!
—¿Qué significa esa enfática exclamación? —dijo él— ¿Tienes por necias las fórmulas de presentación, con la importancia que revisten? No puedo convenir en eso contigo. ¿Qué dices, María? Tú, que eres muchacha reflexiva y, según creo, lees librotes y los extractas.
María quiso decir algo importante, mas no acertó.
—Mientras María concierta sus ideas —continuó él— volvamos al señor Bingley.
—Estoy harta del señor Bingley —exclamó la esposa.
—Siento oírte eso; pero ¿por qué no me lo has dicho antes? Si lo hubiera sabido esta mañana, bien seguro que no habría ido a visitarle. Es una verdadera desgracia; mas habiéndole visitado, no puedo librarme de su relación.
El asombro de las damas fué tal como él esperaba, y el de la señora de Bennet acaso sobrepujó al de las demás; pero cuando hubo pasado el primer rapto de júbilo, comenzó a declarar que eso era lo que había esperado siempre.
—¡Qué bueno eres, querido Bennet! Ya sabía yo que te persuadiría al fin. Estaba segura de que amabas demasiado a tus hijas para perder una relación como ésa. ¡Qué dichosa soy! Y ha sido buena broma que, habiendo ido esta mañana, no hayas dicho una palabra hasta este momento.
—Ahora, Catalina, puedes toser a tu antojo —dijo el señor Bennet; y en diciéndolo se marchó, cansado de los entusiasmos de su mujer.
—¡Qué padre tan excelente tenéis, hijas mías!—exclamó ella cuando se cerró la puerta—. No podéis reprocharle falta de cariño, ni a mí tampoco. A nuestra edad, os lo aseguro, no es grato entablar cada día nuevas relaciones; pero algo hemos de hacer por vosotras. Lydia, amor mío, aunque seas la menor, me atrevo a asegurar que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.
—¡Oh! —repuso Lydia resueltamente— no me asusta eso, porque aun siendo la más joven, soy la más alta.
El resto de la velada se pasó en conjeturas sobre cuándo devolvería el señor Bingley su visita al señor Bennet y en determinar qué día le convidarían a comer.

Capítulo 3
Cuantas preguntas hizo la señora de Bennet, ayudada por sus hijas, no fueron suficientes para obtener de su marido satisfactoria descripción del señor Bingley. Atacáronle de diversos modos: con preguntas descaradas, suposiciones ingeniosas, remotas sospechas; mas él superó a la habilidad de todas las damas, las cuales se vieron obligadas a aceptar los informes de segunda mano de su vecina lady Lucas. Las noticias de ésta eran muy halagüeñas: a lord Guillermo le había gustado mucho. Era muy joven, extraordinariamente guapo, por extremo agradable, y, para coronamiento de todo, proyectaba asistir a la próxima reunión con numerosa compañía. ¡Nada podía haber más delicisso! Gustar del baile era escalón para llegar a enamorarse, y por eso se concibieron muchas esperanzas en lo referente al corazón de Bingley.

—Si pudiera ver a una de mis hijas dichosamente establecida en Netherfield —decía la señora de Bennet a su marido— y a las demás igualmente bien casadas no tendría nada que desear.
Pocos días después Bingley devolvió la visita al señor Bennet y permaneció sobre diez minutos con él en su biblioteca. Había aquél alimentado esperanzas de que le fuera permitida una mirada a las muchachas, de cuya belleza había oído hablar mucho; pero sólo vió al padre. Las señoras fueron algo más afortunadas, porque tuvieron la suerte de cerciorarse, desde una ventana alta, de que vestía traje azul y montaba un caballo negro.
Poco después se le envió una invitación para comer; y la señora de Bennet pensaba ya en los platos que habían de acreditar sus cuidados domésticos, cuando se recibió una contestación que difirió todo: el señor Bingley se veía obligado a marchar a la capital al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación, etcétera.

La señora de Bennet quedó por completo desconcertada. No podía imaginar qué asuntos podría tener en la capital tan poco después de su llegada al condado de Hertford, y comenzó a temer que habría de estar siempre de un lado para otro y jamás fijo en Netherfield, como era debido. Lady Lucas aquietó sus temores exponiendo la conjetura de que fuera a Londres sólo para traer numeroso acompañamiento al baile; y se corrió la noticia de que Bingley iba a llevar consigo a la reunión a doce señoras y siete caballeros. Las muchachas se afligieron con semejante número de señoras; pero el día anterior al baile calmáronse oyendo que en vez de doce sólo había traído de Londres seis: sus cinco hermanas y una prima; y cuando la partida penetró en la sala de la reunión constaba no más que de cinco personas en conjunto: Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven.
Bingley tenía bueno y caballeroso aspecto, fisonomía agradable y fáciles y no afectados modales. Sus hermanas eran personas distinguidas y muy a la moda. Su cuñado, el señor Hurst, no pasaba de semejar un caballero; pero su amigo el señor Darcy atrajo pronto la atención de la sala por su fina persona, su talle, sus bellas facciones y noble aire, y en cinco minutos se extendió la noticia de que poseía diez mil libras anuales. Los caballeros afirmaban que tenía figura distinguida, las señoras declararon que era mucho más guapo que Bingley; y así, fué mirado con singular admiración aproximadamente la mitad de la velada, hasta que sus modales disgustaron de tal modo que se disipó la oleada de su popular dad por haberse descubierto que era orgulloso, que pretendía sobreponerse a todos y por todos ser complacido, y ni aun su extenso estado en el condado de Derby pudo ya librarle de tener el más desagradable y odioso aspecto y no valer nada en cotejo con su amigo.
Bingley entró pronto en relación con las principales personas de la sala; era vivo y franco, bailó todos los números, sintió que el baile acabase tan temprano, y habló de ofrecer él mismo uno en Netherfield. Tan amables cualidades se recomendaban por sí mismas. ¡Qué contraste entre él y su amigo! Darcy bailó sólo una vez con la señora de Hurst y otra con la señorita de Bingley, declinó el ser presentado a ninguna otra señora y empleó el resto de la velada en pasearse por la sala y hablar alguna vez con alguno de su partida. Su carácter quedaba juzgado: era el hombre más orgulloso y más desagradable del mundo, y todos suponían que no volvería otra vez. Entre los más adversos a él se contaba la señora de Bennet, cuyo disgusto por el comportamiento de él en general se había aumentado hasta tornarse particular resentimiento por haber menospreciado Darcy a una de sus hijas.
Isabel Bennet se había visto obligada por la escasez de caballeros a permanecer sentada durante dos números del baile, y parte de ese tiempo había estado tan cerca de Darcy que pudo escuchar la conversación entre éste y Bingley cuando el último llegó allí desde donde bailaba para invitar a su amigo a unirsele.
—Ven, Darcy —díjole—; he de hacerte bailar; me carga verte de ese modo estúpido. Obrarías mucho mejor bailando.
—¡Bien seguro que no lo haré! Tú sabes cuánto lo detesto, a no ser que conozca especialmente a mi pareja. En una reunión como ésta eso me sería insoportable. Tus hermanas están comprometidas y no hay en el salón ninguna otra mujer con la cual no me sirviera de castigo el estar.
—Por nada del mundo me aburriría yo como tú —exclamó Bingley —. A fe mía que nunca en mi vida he encontrado muchachas tan simpáticas como las de esta noche, y mira cómo hay varias extraordinariamente bonitas.
—Estás bailando con la única muchacha guapa del salón —repuso Darcy mirando a la mayor de las Bennet.
—¡Oh!, es la criatura más bella que he visto jamás. Pero ahí, justamente detrás de ti, está sentada una de sus hermanas, que es muy bonita, y aun me atrevo a añadir que muy agradable. Déjame suplicar a mi pareja que te presente.

—¿Qué quieres decir? —y volviéndose, contempló un momento a Isabel hasta que sorprendió su mirada; apartó entonces su vista y dijo fríamente: —Es pasadera; pero no lo suficientemente
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I. hermosa para tentarme; y por ahora no estoy de humor de conceder importancia a muchachas desairadas por los otros hombres. Mejor harás en volver a tu pareja y gozar de sus miradas, porque estás perdiendo el tiempo conmigo.
Bingley siguió el consejo, Darcy se marchó, e Isabel quedó con no muy cordiales sentimientos hacia éste. Sin embargo, entre sus amigas contó la historia con mucho ingenio, porque poseía dotes de viveza y gracia y se complacía en lo ridículo.
En conjunto, la velada transcurrió gratamente para toda la familia. La señora de Bennet había visto a su hija mayor muy admirada por la gente de Netherfield; Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas la habían distinguido. Juana estaba tan satisfecha por todo eso como pudiera estarlo su madre, pero con más tranquilidad; Isabel notó la satisfacción de Juana. María misma se había oído llamar por la señorita Bingley la muchacha más completa de la vecindad, y Catalina y Lydia habían sido suficientemente afortunadas para no estar nunca sin pareja, que era cuanto ellas habían aprendido a ambicionar en un baile. Por eso volvieron contentas a Longbourn, lugar donde vivían y en que eran los principales habitantes. Encontraron aún levantado al señor Bennet, quien, con un libro delante, no se cuidaba del tiempo, y en la ocasión presente sentía bastante curiosidad por conocer el resultado de una velada que había despertado tan óptimas esperanzas. Acaso creyera que la opinión de su esposa sobre el forastero fuera desagradable; mas pronto hubo de oír muy diferente relación.
—¡Oh querido Bennet! —dijo en cuanto entró en el cuarto—. Hemos pasado una velada agradabilísima; ha resultado un baile admirable. Quisiera que te hubieses hallado allí. Juana ha sido tan admirada que no se ha visto cosa igual. Todo el mundo ha confesado lo bien que parecía, y el señor Bingley la ha encontrado bellísima y ha bailado con ella dos veces! Piensa en eso, querido: ¡ya ha bailado con ella dos veces!, siendo la única del salón a quien ha pedido el segundo baile. El primero lo pidió a la señorita Lucas. ¡Estaba yo tan contrariada de verle a su lado!; mas no le gustó nada, y es natural que no le gustase, tú lo sabes; al paso que pareció por completo entusiasmado con Juana cuando ésta salió a bailar. Por eso se informó de quién era; le fué presentado, y la comprometió para el número próximo de baile. Después bailó el tercero con la señorita de Long, y el cuarto con María Lucas, y el quinto otra vez con Juana, y el sexto con Isabel…
—Si hubiera tenido alguna compasión de mí —exclamó impaciente el marido— no habría bailado ni la mitad. ¡Por Dios, no me hables más de sus parejas! ¿Por qué no se habrá lastimado en el primer baile?
—¡Oh querido mío —continuó la señora de Bennet—, estoy satisfechísima de él! Es sobremanera guapo, y sus hermanas son encantadoras. No he visto en mi vida nada más elegante que sus vestidos. Creo que el vestido de la señora de Hurst… Aquí fué interrumpida de nuevo; el señor Bennet protestó contra toda descripción de adornos. Vióse por ende obligada a tocar otra parte del tema y relató con gran amargura y algo de exageración la ofensiva rudeza de Darcy.
—Pero te aseguro —añadió— que no pierde ella mucho con no ser de su gusto, porque es persona muy desagradable, feo, y que de ningún modo puede gustar; tan altanero y vano, que no había allí quien le pudiera aguantar. Se paseaba de acá para allá creyéndose muy importante. ¡Que no es bastante guapa para bailar con él! Querría que hubieses estado allí, querido mío, para haberle dado una de tus lecciones. Le detesto por completo.
Capítulo 4
Cuando Juana e Isabel quedaron solas, la primera, que antes había sido cauta en su elogio de Bingley, expresó a su hermana cuánto le admiraba.
—Es exactamente lo que debe ser un joven —le dijo—: sencillo, vivo, de buen humor, y nunca vi tan finos modales, tanto desembarazo, tan exquisita educación.
—Es guapo —añadió Isabel—, lo cual también debe ser un joven, si es posible. Es por consiguiente completo.
—Me envanecí con que me sacase a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

—¿No? Pues yo lo esperaba. Sino que hay gran diferencia entre nosotras. Los cumplidos te sorprenden siempre a ti, y a mí nunca. ¿Qué más natural que sacarte de nuevo? No podía él evitar el ver que eras cinco veces más guapa que todas las del salón. No le agradezcas esa galantería. Cierto que es muy agradable, y te permito que te guste. Te han gustado muchos tontos.
—¡Querida Isabel!
—¡Oh! Bien sabes que eres muy dada a que te gusten todos en general; nunca ves defectos en ninguno. A tus ojos, todo el mundo es bueno y agradable; no te he oído hablar mal de un ser humano en toda mi vida.
—Querría no ser dada a censurar a nadie; pero, créelo, siempre digo lo que pienso.
—Sé que lo haces, y eso es lo admirable: ¡poseer tan buen sentido y ser tan modestamente ciega para las locuras y la falta de sentido de los demás! La afectación de candor es bastante común; se halla por doquiera. Pero ser cándida sin ostentación ni propósito, fijarse en lo bueno de cada cual, y aun mejorarlo, y no decir nada de lo malo, es cosa que te pertenece a ti sola. Y ¿te gustan también las hermanas de ese muchacho? Sus modales no son como los de él.
—Cierto que no, al principio. Pero son mujeres muy complacientes cuando él conversa con ellas. La soltera va a vivir con su hermano y cuidar su casa, y me engañaré mucho si no hallamos en ella una encantadora vecina.
—Isabel escuchó en silencio, pero no se convenció; la conducta de aquéllas en la reunión no había sido a propósito para agradar en general; y con más viveza de observación y menor flexibilidad de temperamento que su hermana, así como con juicio sobradamente libre de atenciones a sí misma, se encontraba poco dispuesta a la aprobación. Eran, en efecto, señoras muy finas; no les faltaba buen humor cuando eran complacidas, ni dejaban de resultar agradables cuando lo anhelaban; pero parecían orgullosas y vanas. Eran más bien bellas que otra cosa; habían sido educadas en uno de los mejores colegios particulares de la capital, poseían una fortuna de veinte mil libras, tenían la costumbre de gastar más de lo debido y de juntarse con gentes de alto rango, siendo inclinadas por lo tanto a pensar bien en todo de sí mismas y medianamente de las demás. Pertenecían a una respetable familia del norte de Inglaterra, circunstancia más impresa en su memoria que el hecho de que su propia fortuna y la de su hermano habían sido ganadas en el comercio.
Bingley había heredado unas cien mil libras de su padre, el cual habia proyectado ya comprar un estado; mas no vivió lo suficiento para poder hacerlo. El hijo proyectaba lo mismo, y más de una vez eligió el condado; pero como ahora se vería con buena casa y con la libertad de un propietario, era dudoso a muchos de los que conocían lo acomodaticio de su carácter que no pasase el resto de sus días en
Netherfield, dejando lo de la compra para la venidera generación. Sus hermanas ansiaban mucho que poseyese un estado; pero, aun hallándose en la ocasión presente establecido sólo como arrendatario, la señorita de Bingley no dejaba de gustar de presidir su mesa, ni la señora de Hurst, que se había casado con un hombre de más elegancia que medios, se veía por aquello menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese. No hacía sino dos años que Bingley era mayor de edad cuando, por una casual recomendación, se decidió a conocer la posesión en Netherfield. La vió por fuera y por dentro durante media hora, le agradó la situación y las principales piezas de la casa, se dió por satisfecho con lo que el propietario la ponderó, y la alquiló inmediatamente.
Entre él y Darcy reinaba firme amistad, a pesar de la oposición de los caracteres. Bingley era aficionado a Darcy por la facilidad, franqueza y ductilidad de su propio temperamento, aunque ningún otro natural pudiera contrastar más con el suyo y a pesar de no parecer nunca descontento del que él mismo poseía. Bingley hallaba el más fuerte sostén en la firmeza de las opiniones de Darcy y tenía de su juicio la mejor opinión. En entendi miento Darcy era superior. No le faltaba, de ningún modo, a Bingley; pero Darcy era más hábil. Era a la par altanero, reservado y desdeñoso, y, aun estando bien educado, sus modales no resultaban atractivos. En ese particular su amigo le aventajaba notablemente. Bingley tenía asegurado el agradar allí donde se presentase; Darcy ofendía de continuo.
La manera como hablaron de la reunión de Meryton fué suficientemente característica. Bingley jamás se había hallado con gente más agradable ni con muchachas más bonitas; todo el mundo había estado atento y afable con él; allí no había habido etiqueta ni tiesura; y en cuanto a la mayor de las Bennet, no podía concebirse ángel más bello. Darcy, por el contrario, había visto una colección de personas donde aparecía escasa belleza y ninguna elegancia, por ninguna de las cuales sintiera el menor interés, así como de ninguna recibiera atenciones ni satisfacción. Reconocía que la mayor de las Bennet era bonita; pero notaba que se sonreía demasiado.
La señora de Hurst y su hermana concedían que así era; pero admiraban a dicha señorita y les gustaba, declarándo la muchacha dulce y de quien no rechazarían mayor intimidad. Así, pues, Juana quedó tenida por muchacha dulce, y Bingley, autorizado con semejante recomendación para pensar en ella a sus anchas.
Capítulo 5
A poca distancia de Longbourn habitaba una familia con la cual las Bennet tenían especial intimidad. Sir Guillermo Lucas había pertenecido primero al comercio de Meryton, y quedó elevado al rango de caballero por cierta alocución que ejerciendo el cargo de corregidor dirigió al rey. Acaso esa distinción le impresionó demasiado. Disgustáronle los negocios y la residencia en una ciudad mercantil, y, abandonando ambas cosas, se retiró a una casa situada a una milla próximamente de Meryton, llamada desde entonces Quinta Lucas, donde podía pensar a su placer en su propia importancia y, libre de los negocios, dedicarse sólo a ser sociable con todo el mundo. Porque, aunque engreído con su rango, no se tornó altivo; al contrario, era la atención misma con todos; además de su natural inofensivo, amigable y atento, su presentación en la corte le había hecho cortés.

Lady Lucas era mujer de buena casta, aunque no sobrado lista para ser vecina útil a la señora de Bennet; tenían varias hijas. La hija mayor, muchacha sensible e inteligente, de unos veintisiete años, era la amiga predilecta de Isabel.
Que las señoritas de Lucas y las de Bennet tuvieran que reunirse para hablar del pasado baile era cosa en absoluto necesaria; y así, la mañana siguiente a la reunión vinieron las primeras a Longbourn para oír y hablar.
—Tú principiaste bien la velada, Carlota —dijo la señora de Bennet con estudiada cortesía a la mayor de las Lucas—: fuiste la primera elección del señor Bingley.
—Sí; pero pareció que le gustaba más la segunda.
—¡Oh! Supongo que te refieres a Juana y porque bailó con ella dos veces. Cierto que parecía que le agradaba, así lo creo, y hasta oí algo de eso, aunque no lo recuerdo bien; algo referente al señor Robinsón.
—Acaso lo que entreoí yo al señor Robinsón y a él; ¿no se lo dije a usted? Al preguntar el primero al segundo cómo encontraba nuestra reunión de Meryton, si creía que había en el salón muchas hermosuras, y quién le parecía más bonita, contestó al punto a lo último: «¡Oh! La mayor de las Bennet, sin duda ninguna; no se puede discutir eso.»
—¡Caramba!
—Bien; pues eso está resuelto; parece que…; pero, no obstante, habrá de quedar en nada; ya lo sabes.
—Lo que yo entreoí al señor Darcy no es tan digno de escucharse como lo de su amigo —añadió Carlota—. Pobre Isabel; ¿fué aquello siquiera tolerable?
—Te suplico que no pienses que a Isabel la molestó aquello, pues es hombre tan desagradable que sería desgracia gustarle. La señora de Long me dijo la noche pasada que había estado sentado a su lado durante media hora sin despegar los labios.

—¿Estás segura, mamá? ¿No hay en eso una pequeña equivocación? —dijo Juana—. Yo vi al señor Darcy hablando con ella.
—¡Ah! Porque al final ella le preguntó si le gustaba Netherfield, y no pudo evitar el responderle; pero la misma señora dijo que parecía molestarse él cuando se le hablaba.
—La señorita de Bingley nos contó —añadió Juana— que nunca habla él mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es sumamente agradable.
—No lo creo, querida. Si tan agradable fuera habría hablado con la señora de Long. Mas yo me figuro cómo fué la cosa; todos saben que está repleto de orgullo, y supongo que habría oído que la señora de Long no alquila coche de cochera y había ido al baile en un simón.
—Paso por alto que no hablara con la señora de Long —dijo la señorita Lucas—; pero querría que hubiese bailado con Isabel.
—Yo que tú —dijo a ésta su madre—, no bailaría con él en ninguna otra ocasión.
—Creo, María, poder asegurar que tú nunca bailarás con él.
—Su orgullo —añadió la de Lucas—no me ofende como tal orgullo, porque tiene una excusa. No hay que maravillarse de que un muchacho tan fino, con familia, fortuna y todo a su favor, piense altamente de sí mismo. Si puedo expresarme así, diré que tiene derecho a ser orgulloso.
—Es verdad —repuso Isabel—, y con facilidad perdonaría su orgullo si no hubiera mortificado el mío.
—El orgullo —observó María, que se jactaba de lo sólido de sus reflexiones— es un defecto muy común. Mis lecturas me han convencido de ello, de que la naturaleza humana es por extremo propensa a él, y de que hay muy pocos que no abriguen sentimientos de propia complacencia con motivo de tal o cual cualidad real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas diversas, aunque a menudo se tomen como sinónimas ambas palabras. Una persona puede ser orgullosa sin ser vana. El orgullo se refiere más a nuestra opinión sobre nosotros mismos; la vanidad, a lo que los demás hayan de pensar sobre nosotros.
—Si yo fuera tan rico como el señor Darcy —exclamó uno de los Lucas, que había venido con sus hermanas— no me cuidaría de si era o no orgulloso. Cada día compraría una trailla de perros zorreros y me bebería una botella de vino.
—En ese caso beberías más de lo debido —dijo la señora de Bennet—, y si yo te viera, en derechura te quitaría la botella.
El muchacho protestó, asegurando que no ocurriría eso; mas ella continuó diciendo que sí lo haría, y el tema terminó sólo con la visita.

Capítulo 6
Las damas de Longbourn visitaron pronto a las de Netherfield, y la visita fué devuelta en debida forma. El grato porte de Juana aumentó la benevolencia hacia ella de la señora de Hurst y de la señorita de Bingley; y aunque ambas encontraban abominable a la madre, y en cuanto a las hermanas menores juzgaban que no valía la pena hablar con ellas, expresaron a las dos mayores su deseo de intimar. Juana recibió semejante atención con el mayor agrado; pero Isabel veía altivez en el trato de ellas con todo el mundo, con la sola excepción de su hermana, y no le podían gustar, aun teniendo valor para ella la atención que mostraban a Juana, atención debida probablemente a la influencia del hermano. Era evidente a todos que éste admiraba a Juana, y para Isabel era también patente que su hermana iba creciendo en la preferencia que desde el principio había comenzado a mostrar por él, estando en camino de enamorarse de veras; pero consideraba a la vez con placer que eso escaparía a las gentes en general por el hecho de unir Juana a la fuerza de sus sentimientos una moderación de temple y una constante jovialidad de carácter que la habían de librar de las sospechas de los importunos. Así se lo comunicó a su amiga la de Lucas.

—Acaso sea grato —replicó Carlota— poderse imponer al público en un caso así; mas a veces es desventaja llevar eso tan oculto. Si una mujer disimula su afecto con igual habilidad ante el objeto que lo provoca, puede perder la oportunidad de hacer decidirse a éste; y entonces será mezquino consuelo suponer al mundo en igual ignorancia. Hay tanto de gratitud o de vanidad en casi todas las afecciones, que no es cauto abandonarlas a sí mismas. Principiamos con la mayor libertad; una pequeña preferencia es lo más natural;
pero hay pocas de nosotras que posean suficiente corazón para enamorarse de veras sin estímulo. En nueve casos de diez, la mujer muestra más bien mayor afecto del que siente. A Bingley le gusta sin duda tu hermana; pero puede no pasar de ahí si ella no le ayuda.
—Es que ella le ayuda cuanto su modo de ser le permite. Si yo soy capaz de notar sus miradas hacia él, tendrá él que ser un simple para no descubrirlas.
—Recuerda, Isabel, que él no conoce el natural de Juana como tú.
—Pero si una mujer está interesada por un hombre y no trata de ocultarlo, él lo habrá de descubrir.
—Acaso, si la ve suficientemente a menudo. Mas, aunque Bingley y Juana se vean bastante, no pasan juntos muchas horas, y viéndose sólo en reuniones muy numerosas es imposible que empleen todo el tiempo en hablar entre sí. Por eso Juana debería extremarse siempre que pudiera para llamarle la atención. Cuando esté segura de él, entonces será ocasión de enamorarse tanto como quiera.
—Tu plan es bueno —replicó Isabel— cuando sólo se pretende quedar bien casada; y si yo estuviera determinada a buscar un marido rico, o un marido por lo menos, estoy por decir que lo adoptaría. Pero no son ésos los sentimientos de Juana; no obra por cálculo. No puede estar segura todavía del grado de su propio interés por él ni de su conveniencia. Lo ha tratado sólo durante quince días. Ha hablado con él en Meryton; lo vió una mañana en su casa, y desde entonces han comido juntos cuatro veces. Eso no es bastante para hacerle conocer su carácter.
—No es la cosa como tú la imaginas. Si hubiera simplemente comido con él, sólo habría descubierto si tiene o no buen apetito; pero debes recordar que han pasado juntos cuatro veladas, y cuatro veladas suponen algo.
—Sí; esas cuatro veladas les habrán podido hacer conocer que ambos gustan más de una danza que de otra; pero su carácter dominante no creo que se haya revelado mucho.
—Bien, pues —contestó Carlota—. Deseo el mejor éxito a Juana con todo mi corazón; y si mañana se casara con él, pensaría que era más dichosa que si estuviera estudiando su carácter durante un año entero. La felicidad del matrimonio es cuestión de suerte. Que las cualidades de cada cual sean recíprocamente bien conocidas o resulten muy semejantes es cosa que en último término no la aumenta. Siguen dichas cualidades desarrollándose después con suficientes diferencias para poseer su tinte molesto; y mejor es conocer lo menos posible los defectos de la persona con quien se ha de pasar toda la vida.
—Me haces reír, Carlota; pero no tienes razón; tú sabes que no la tienes, y que nunca obrarías de ese modo.
Ocupada en observar las atenciones de Bingley hacia su hermana, Isabel estaba lejos de sospechar que ella misma había llegado a ser objeto de cierto interés a los ojos del amigo de aquél. Darcy, al principio, apenas le había concedido el ser bonita; la había visto en el baile, sin admirarla, y cuando se encontraron de nuevo la miró sólo con el fin de criticarla. Mas no bien se percató, y lo comunicó a sus amigos, de que poseía buenas facciones, comenzó a tenerla por inteligente como pocas por la hermosa expresión de sus ojos negros. A tales descubrimien tos siguieron otros análogos. Por más que con ojos de crítico percibía más de un defecto de perfecta simetría en su figura, se vió obligado a reconocer que ésta era esbelta y agradable; y a pesar de sus aseveraciones de que sus modales no eran los del mundo elegante, quedó prendado de su sencillo aire jugue tón. De todo eso era ella por completo desconocedora. A sus ojos, él era sólo el hombre que no se hacía simpático en ningún sitio y que no la había juzgado bastante bella para bailar con él.
Comenzó Darcy a desear conocerla mejor, y como preparación para conversar con ella se fijaba en su conversación con los demás. Ese proceder no escapó a Isabel. Estaban una vez en casa de sir Guillermo Lucas, donde había mucha concurrencia.
—¿Para qué querría el señor Darcy —dijo a Carlota— escuchar, como ha escuchado, mi conversación con el coronel Forster?
—Eso es cosa a que sólo él puede contestar.
—Es que si lo hace otra vez le haré comprender que sé que lo hace. Tiene una mirada muy burlona, y si no principio por ser yo misma impertinente, pronto me causará temor.

Al aproximarse él después, aunque no revelando intención de hablar, la de Lucas provocó a su amiga a tratar de ese asunto con él; y en cuanto Isabel se vió así provocada, volvióse a Darcy y le dijo:
—No cree usted, señor Darcy, que me expresé sobremanera bien hace un momento al insistir con el coronel Forster en que diese un baile en Meryton?
—Sí; con gran energía; pero ése es un tema que siempre da energías a las damas.
—Es usted muy severo con nosotras.
—Pronto te va a tocar el verte molestada —dijo la de Lucas—. Voy a abrir el piano, y ya sabes lo que eso quiere decir.
—¡Eres extraña criatura para amiga!; ¡siempre necesitándome para tocar y cantar ante todos! Si a mi vanidad le hubiera dado por la música no habrías tenido precio; mas ya que es así, cree que preferiría no sentarme ante quienes tienen costumbre de escuchar mejores ejecutantes.
Y al insistir la de Lucas, ella añadió:
—Bien; si es preciso, sea. —Y mirando con gravedad a Darcy añadió: —Hay un discreto dicho antiguo que aquí a todos es familiar: Toma aliento para enfriar tu sopas, y yo voy a tomarlo para hinchar mi canción.
La ejecución fué aceptable, aunque de ningún modo extraordinaria; tras una o dos canciones, y antes de poder contestar a los ruegos de algunos para que cantase más, fué reemplazada en el instrumento por su hermana María, quien, habiendo trabajado mucho para procurarse conocimientos y perfección, estaba siempre ansiosa de ostentarlos.
María no tenía ni genio ni gusto, y aunque la vanidad le había prestado aplicación, la había dotado también de cierto aire pedante y de modales afectados, capaces de obscurecer mayores excelencias de
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I. las que alcanzaba. Isabel, fácil y sin afectación, había sido escuchada con mayor agrado, aun no tocando ni la mitad de bien; y María, al fin de un largo concierto, se tuvo por feliz con escuchar elogios por los aires escoceses e irlandeses tocados a ruegos de sus hermanas menores, quienes, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales, se habían reunido ansiosamente para bailar en un extremo del salón.
Darcy permaneció cerca de ellos en silencio, indignado con semejante manera de pasar la velada, prescindiendo de toda conversación; y se hallaba demasiado embebido en sus propios pensamientos para notar que sir Guillermo Lucas era su vecino, hasta que este señor comenzó a decirle así:
—¡Qué encantadora diversión para los jóvenes, señor Darcy! Después de todo, no hay nada como bailar. Tengo el baile por uno de los primeros refinamientos de las sociedades cultas.
—Cierto, señor; y posee también la ventaja de estar en boga entre las menos cultas del mundo. Todos los salvajes saben bailar.
Sir Guillermo se limitó a sonreír.
—Su amigo de usted lo hace deliciosamente —siguió diciendo tras una pausa, al ver a Bingley en el grupo—, y no dudo de que usted mismo, señor Darcy, será aficionado a ese ejercicio.
—Me parece que me vió usted bailar en Meryton.
—Cierto, y me satisfizo no poco el verle. ¿Baila usted a menudo en St. James?
—No, señor; nunca.
—¿No cree usted que sería un acto muy oportuno en ese sitio? —Es uno que no ejecuto en ninguna parte si lo puedo evitar.
—¿Supongo que tiene usted casa en la capital?
Darcy lo afirmó con una inclinación de cabeza.
—Algunas veces he pensado en establecerme en la capital, porque me gusta la sociedad distinguida; pero no estaba seguro de que Londres pudiese agradar a lady Lucas.
Detúvose esperando contestación; mas su interlocutor no se hallaba dispuesto a darla, y al dirigirse en aquel momento Isabel a ellos se le ocurrió una galantería y, llamándola, dijo:
—Querida Isabel, ¿por qué no bailas? Señor Darcy, permítame usted que le presente a esta señorita como una pareja muy apetecible. Estoy seguro de que no podrá usted rehusar el bailar teniendo cerca semejante hermosura.
Y tomando la mano de ella, íbasela a dar a Darcy, quien, aunque en extremo sorprendido, no la rechazaba, cuando Isabel se volvió de pronto y dijo, algo descompuesta, al propio sir Guillermo:
—La verdad, señor, es que no tenía la menor intención de bailar. Suplico a usted que no se figure que he venido aquí para pescar pareja.
Darcy, con grave cortesía, rogó que le hiciera el honor de su mano; pero fué inútil. Isabel estaba resuelta, y ni sir Guillermo con sus intentos para persuadirla le hizo vacilar en su propósito.
—Sobresales tanto en el baile, Isabel, que es crueldad negarme la dicha de verte bailando, y aunque este caballero no guste de esa diversión en general, estoy seguro de que no se opondrá a complacernos durante media hora.
—El señor Darcy es la misma cortesía —dijo Isabel riéndose.
—Lo es en efecto; pero habida consideración al estímulo, querida Isabel, no hemos de admirar su complacencia, porque ¿qué se puede reprochar a una pareja así?
Isabel miró con gracia y se marchó. Su resistencia no la había indispuesto con el caballero en cuestión, y hallábase éste pensando en ella con cierta complacencia, cuando fué abordado por la señorita de Bingley:
—¿A que adivino lo que piensa usted?
—No lo creo.
—Está usted pensando en cuán insoportable sería pasar todas las veladas de este modo, entre semejante sociedad, y soy en absoluto de su opinión. ¡Jamás he estado más aburrida! ¡Qué insípidas son estas gentes, y, a pesar de ello, qué ruido meten!; ¡qué insignificantes son, y, con todo, qué tono se dan! ¡Qué daría por oír sus juicios de usted acerca de ellos!
—Está usted por completo equivocada, se lo aseguro a usted. Mi mente estaba ocupada de modo más grato. Pensaba en el placer que procuran dos hermosos ojos en el rostro de una mujer bonita.
La señorita Bingley le miró con atención, manifestándole su deseo de que le dijese qué dama había logrado inspirarle semejantes reflexiones.
—La señorita Isabel Bennet.
—¡La señorita Isabel Bennet! —repitió la de Bingley—. Estoy asombrada en absoluto. ¿Desde cuándo ha empezado a ser su favorita de usted?; y dígame, ¿puedo felicitarle?
—Esa es precisamente la pregunta que yo esperaba de usted. La imaginación de la mujer es muy viva; salta de la admiración al amor, del amor al matrimonio, todo en un momento. He conocido que usted deseaba darme la enhorabuena.
—Si lo toma usted en serio daré el asunto por completamente resuelto. Tendrá usted una suegra encantadora de veras, y, por de contado, estará siempre en Pemberley con usted.
El la escuchó con absoluta indiferencia mientras ella trató de divertirse así, y cuando la tranquilidad de él convenció a ella de que todo estaba a salvo, prodigó su ingenio tratando del tema durante largo tiempo.
Capítulo 7
Casi toda la fortuna del señor Bennet consistía en un estado de dos mil libras anuales, que, desgraciadamente para sus hijas, estaba vinculado, a falta de herederos varones, a favor de un pariente lejano; y la de su madre, aunque considerable para su clase, con dificultad podía suplir la falta de la de aquél; su padre había sido procurador en Meryton y le había dejado cuatro mil libras.
Tenía ella una hermana casada con el señor Philips —el cual, habiendo sido dependiente del padre, le había sucedido en el cargo —, y un hermano, avecindado en Londres, a respetable altura en el comercio.

El lugar de Longbourn distaba sólo una milla de Meryton, distancia conveniente para las muchachas, las cuales iban de ordinario al último punto tres o cuatro veces a la semana a cumplimentar a su tía y a casa de una modista que estaba justamente en el camino. Catalina y Lydia, las dos más jóvenes de la familia. eran en especial dadas a esas ocupaciones; sus espíritus estaban más ociosos que los de sus hermanas, y cuando no se les deparaba nada mejor, se imponía para las mismas un paseo a Meryton a fin de entretener las horas de la mañana y procurarse conversación para la tarde, y aunque el campo era en general escaso en noticias, siempre hallaban manera de saber alguna por su tía. En la actualidad ambas estaban con buena provisión de noticias y de dicha por la llegada de un regimiento de la milicia a la vecindad, el cual iba a permanecer por allí todo el invierno, siendo Meryton el cuartel general.
Las visitas a la señora de Philips eran, pues, ahora de lo más interesantes. Todos los días aumentaban sus conocimientos de los nombres y parentela de los oficiales; no fueron mucho tiempo desconocidas de ellos sus viviendas, y al fin comenzaron a conocerlos a ellos mismos. El señor Philips los invitó a todos, y eso procuró a sus sobrinas una suerte de felicidad que antes no conocían. No podían hablar sino de oficiales, y la pingüe fortuna del señor Bingley no valía a sus ojos nada en comparación con los uniformes de un abanderado.
Una mañana, tras de escuchar sus entusiasmos acerca de esto, observó fríamente el señor Bennet:
—De cuanto puedo colegir de vuestro modo de hablar, debéis ser ambas las más necias muchachas de la comarca. Hace tiempo que lo sospechaba; pero ahora me convenzo de que es así.
Catalina quedó desconcertada con eso y no contestó. Lydia, con absoluta indiferencia, continuó expresando su admiración por el capitán Carter y su esperanza de verle aquel día, ya que se iba la mañana siguiente a Londres.
—Me asombra, querido —dijo la señora de Bennet—, que estés tan predispuesto a hablar de la necedad de tus propias hijas. Si yo hubiera de despreciar las de alguien, no serían éstas las mías.
—Si mis hijas son necias, habré de conocerlo siempre.
—Sí; pero el caso es que todas son muy listas.
—Me lisonjeo de que éste es el único punto en que no estamos de acuerdo. Creo que nuestros sentimientos coinciden en todo; pero tengo que separarme de ti en pensar que nuestras dos hijas menores están por completo locas.
—Querido Bennet, no has de pretender que unas muchachas así tengan el seso que su padre y su madre. Supongo que cuando lleguen a nuestra edad no hablarán de oficiales más que nosotros ahora. Yo me acuerdo de los tiempos en que me gustaba mucho un traje rojo, y en verdad que aun me gusta para mis adentros; y si un coronel joven con cinco o seis mil libras anuales pretendiese a una de mis hijas, no se la sabría negar; y tengo para mí que el coronel Forster resultaba muy bien con su uniforme en casa de sir Guillermo.
—Mamá —exclamó Lydia—, mi tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter no van a casa de la señorita de Watson tan a menudo como la primera vez que vinieron; ahora los ve con frecuencia en la librería de Clarke.
La señora de Bennet no pudo contestar, por la llegada de un lacayo con una carta para Juana; venía de Netherfield, y el criado aguardaba contestación. Los ojos de la señora de Bennet brillaron de alegría y estuvo silenciosa mientras su hija leyó.
—Bien, Juana, ¿de quién es?, ¿qué dice? Vamos Juana, apresúrate, dínoslo; date prisa, amor mío.
—Es de la señorita de Bingley— dijo Juana; y la leyó en voz alta:
«Mi querida amiga: Si no es usted tan compasiva que venga a comer hoy con Luisa y conmigo, estamos expuestas las dos a odiarnos recíprocamente por todo el resto de nuestra vida, pues un día entero de tête-à-tête entre dos mujeres no puede acabar sino en disputa. Venga usted lo antes que pueda tras de recibir ésta. Mi hermano y los demás señores están a comer con los oficiales.
De usted afectísima,
CAROLINA BINGLEY.»
—¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—; me admira que mi tía no nos haya hablado de eso.
—Comer fuera —dijo el señor Bennet— es una desgracia.
—¿Puedo disponer del coche? —preguntó Juana.
—No, querida mía, y harás mejor en ir a caballo, pues parece que va a llover, caso en el cual tendrás que quedarte allí toda la noche.
—Sería vergonzoso —exclamó Isabel— que no se brindasen a enviarla a casa.
—¡Oh!, pero los caballeros tendrán ocupado el coche del señor Bingley para ir a Meryton, y los Hurst no tienen caballos.
—Mejor iría en el coche.
—Sí, querida; pero estoy segura de que tu padre no puede ceder los caballos. Se necesitarán en la granja, ¿no es así, Bennet?

—Se necesitan allí más veces de las que los puedo enviar.
—Pero aunque los hayas enviado hoy —dijo Isabel—, puedes contestar a mi madre.
Por fin arrancó a su padre la confesión de que los caballos del coche estaban ocupados; Juana se vió obligada por eso a ir montada, y su madre la despidió a la puerta con muy cariñosos pronósticos de mal tiempo. Sus temores se confirmaron; no se había alejado mucho Juana cuando ya llovía recio. Sus hermanas estaban inquietas por ella; pero su madre se hallaba satisfecha. La lluvia continuó toda la tarde sin cesar; era, pues, seguro que Juana no podría volver.
—¡Ha sido feliz idea la mía! —exclamó la señora de Bennet más de una vez, como si fuese cosa suya el que lloviese. Pero hasta la mañana siguiente no supo toda la suerte de su treta. Apenas habían acabado de almorzar cuando un criado trajo de Netherfield la siguiente carta para Isabel:
«Mi querida Isabel: Me encuentro hoy muy mediana, lo que supongo poder atribuir a haber llegado ayer mojada. Mis amables amigas no quieren que regrese a casa hasta que esté mejor. También insisten en que me vea el señor Jones; así, que no os alarméis si sabéis que ha estado a visitarme, pues, excepto notar la garganta resentida y dolor de cabeza, no tengo nada.—Tu…», etc.
—Bien, querida —dijo el señor Bennet cuando Isabel hubo leído la carta en voz alta—; si tu hija cayera enferma, si se muriera, sería un consuelo saber que todo ha sido por perseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.
¡Oh!, no temo que se muera. No se muere la gente de enfriamientos insignificantes. Buen cuidado tendrá de no morirse. Mientras esté allí, bien irá la cosa. Yo iría a verla si tuviera el coche.
Isabel, que realmente estaba inquieta, se determinó a ir allí aun sin tener coche, y como no montaba a caballo, su único recurso era ir a pie. Declaró su resolución.
—¿Cómo puedes ser tan necia —exclamó su madre que pienses en eso con semejante barro? No se te podrá mirar cuando llegues allá.
—Estaré muy bien para ver a Juana, que es cuanto necesito.
—¿Es eso, Isabel, una insinuación para que envíe por los caballos?
—No, por cierto. No pretendo ahorrarme el paseo. La distancia no es nada teniendo interés: sólo tres millas. Estaré de regreso para comer.
Admiro lo activa que es tu benevolencia —observó María—; mas todo impulso del sentimiento ha de ser dirigido por la razón; y en opinión mía, el esfuerzo debe ser proporcionado a lo que se pretende.
—Iremos hasta Meryton contigo —dijeron Catalina y Lydia. Isabel aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas.
—Sí, vamos aprisa —dijo Lydia mientras caminaban—; acaso veamos algún momento al capitán Carter antes de que se marche.
En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales, e Isabel continuó sola su paseo, atravesando tranquila campo tras campo y saltando sobre vallas y lodazales con impaciente viveza hasta encontrarse a la postre a vista de la casa, fatigada, con las medias mojadas y el rostro encendido por el ejercicio.
Presentőse en el cuarto de almorzar, donde estaban todas menos Juana y donde su aparición sorprendió grandemente. Que hubiera caminado tres millas tan temprano, con tiempo tan húmedo y sola era casi increíble para la señora de Hurst y la señorita de Bingley, e Isabel notó que la menospreciaban por ello. Fué no obstante recibida por todas con mucha cortesía, y en los modales de Bingley percibió algo más que galantería; había buen humor y amabilidad.
Darcy habló poco, y el señor Hurst, nada en absoluto. El primero fluctuaba entre admirar la brillantez que el ejercicio había comunicado al tinte de Isabel y dudar de si el motivo justificaba que viniese sola desde tan lejos. El último sólo pensaba en su almuerzo.
Sus preguntas acerca de su hermana no fueron contestadas muy favorablemente. Juana había dormido mal, y aunque levantada, tenía bastante fiebre y no se encontraba suficientemente bien para salir de su habitación. Isabel se alegro de que se la condujese al punto a su lado, y Juana, que sólo se había contenido por miedo de alarmar o de pecar de inconveniente expresando en su esquela lo que anhelaba esa visita, alegróse también de su entrada. No estaba, con todo, para mucha conversación, y cuando la señorita de Bingley las dejó solas dijo pocas cosas, excepto expresiones de gratitud por la extraordinaria amabilidad con que se la trataba. Isabel la asistió en silencio.

Cuando acabó el almuerzo se las unieron las hermanas, y a Isabel misma comenzaron a gustarle al ver el mucho afecto y la solicitud que mostraban por Juana. El médico vino, y tras de examinar a la paciente, dijo, como puede suponerse, que había pescado un fuerte enfriamiento y que debían esforzarse en curarlo; le prescribió que volviese a la cama y algunas pociones. Lo prescrito se cumplió inmediatamente, pues los síntomas de fiebre aumentaban y la cabeza le dolía mucho. Isabel no abandonó la estancia ni por un momento, ni las otras señoras estuvieron ausentes mucho rato; los caballeros salieron de casa, pues, en efecto, nada tenían que hacer en ningún sitio.
Cuando sonaron las tres, Isabel comprendió que debía marcharse, y, muy contra su deseo, lo manifestó así. La señorita de Bingley le ofreció el coche, y sólo aguardaba aquélla ver algo de insistencia para aceptarlo, cuando Juana exteriorizó tal pesar en separarse de ella, que la señorita de Bingley se vió obligada a trocar su ofrecimiento de coche por una invitación a quedarse en Netherfield por el momento. Isabel aceptó muy agradecida, y se despachó un criado a Longbourn para notificar a la familia la situación y traer alguna provisión de ropas.
Capítulo 8
A las cinco, las dos señoras de la casa se fueron a vestir, y a las cinco y media fué llamada Isabel para comer. A las corteses preguntas que le dirigieron, en las cuales tuvo la satisfacción de entrever la extrema solicitud de Bingley, no pudo responder favorablemente: Juana no estaba mejor de ningún modo. Al oír esto las hermanas, repitieron tres o cuatro veces lo mucho que las apenaba, cuán tremendo era tener un mal resfriado y cuán excesivamente las molestaba el verse enfermas, tras de lo cual ya no pensaron en eso; y así, su indiferencia para con Juana cuando no la tenían delante reavivó en Isabel su primitivo desagrado por ellas.
El hermano era en verdad el único a quien podía mirar con complacencia. Su interés por Juana era patente, y sus atenciones para con ella misma le eran muy gratas, pues le impedían considerarse como intrusa, como creíase tenida por los demás. Escasa fué la conversación que recibió fuera de la de Bingley. La hermana soltera de éste estaba dedicada a Darcy; la otra, poco menos, y en cuanto al señor Hurst, junto al cual estaba sentada Isabel, era hombre indolente, que sólo vivía para comer, beber y jugar a las cartas, y que cuando supo que ella prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada que decirle.

Al acabarse la comida volvió Isabel en derechura a donde Juana estaba, y la soltera de las Bingley comenzó a criticarla en cuanto salió de la estancia. De sus modales dijo que eran muy malos, mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni hermosura. La señora de Hurst pensaba lo propio, y añadió:
—No tiene, en suma, nada recomendable, sino ser excelente danzarina. No olvidaré jamás su aparición esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.
—Muy cierto que lo parecía, Luisa. Apenas pude contenerme. ¡Qué necedad, después de todo, el venir aquí! ¿A qué correr por el campo porque su hermana tuviese un resfriado? ¡Traía el cabello tan desordenado, tan revuelto!
—Sí; ¿y la enagua? Supongo que verías su enagua, con seis pulgadas de barro; y el vestido, que debía cubrirla, sin desempeñar su oficio.
—Usted se fijó, señor Darcy —dijo la señorita de Bingley—, y supongo que no desearía usted ver que su hermana daba un espectáculo por el estilo.
—Cierto que no.
—Andar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, pisando barro y sola, ¡completamente sola! ¿En qué estaría pensando? Me parece que eso revela una detestable especie de independencia y gran indiferencia por el decoro, propia de gente baja.
—Con ello mostraba afecto hacia su hermana, que es cosa muy hermosa —dijo Bingley.
—Temo, señor Darcy —observó la señorita de Bingley a media voz —, que esta aventura haya disminuído la admiración de usted por sus bellos ojos.
—De ningún modo —replicó él—; estaban abrillantados por el ejercicio.
Siguió a esta frase una corta pausa, y la señora de Hurst comenzó de nuevo:
—Siento gran interés por Juana, que es en realidad una muchacha dulce, y desearía de todo mi corazón que se colocase bien. Pero con semejante padre y semejante madre y parientes de tan baja esfera, temo que no sea fácil.
—Creo haber oído a usted que su tío es procurador en Meryton.
—Sí, y tiene otro que vive cerca de Cheapside.
—¡Magnífico!—exclamó su hermana, y ambas se rieron a rienda suelta.
—Aunque tengan suficientes tíos para llenar Cheapside—exclamó Bingley—, eso no las hará menos agradables.
—Pero les disminuirá las probabilidades de casarse con hombres de alguna consideración en el mundo—replicó Darcy.
A eso no contestó Bingley; pero sus hermanas asintieron de corazón y se regocijaron por algún tiempo a expensas de las vulgares relaciones de su querida amiga.
Sin embargo, abandonando el comedor, comparecieron con renovada ternura en el cuarto de la enferma, sentándose allí hasta que fueron llamadas para el café. Juana estaba muy indispuesta, e Isabel no quiso de ningún modo abandonarla hasta muy avanzada la velada, cuando tuvo el consuelo de verla dormida y cuando, más bien que grato, le pareció obligado el bajar. Al entrar en el salón halló a todos jugando a los naipes y la invitaron a unirse a ellos; mas, sospechando que jugarían fuerte, rehusó, y tomando por excusa a su hermana, dijo que se entretendría sola con un libro el poco tiempo que pudiera estar abajo. El señor Hurst la miró con asombro:
—¿Prefiere usted la lectura a los naipes?—díjole—; es bien singular.
—La señorita Isabel Bennet—dijo la de Bingley—desprecia las cartas. Es gran lectora, y no encuentra placer en otra cosa.
—No merezco ni esa alabanza ni aquella censura exclamó Isabel —; no soy gran lectora, y encuentro placer en otras muchas cosas.
—Estoy seguro de que lo halla usted en cuidar a su hermana—dijo Bingley—, y espero que ese placer se aumentará al verla por completo bien.
Isabel agradeció esto muy de veras, y se dirigió a una mesa donde había libros. Aquél al punto se ofreció para ir a buscar otros, cuantos diese de sí su biblioteca.
—Y aun desearía que mi colección fuera mayor, en beneficio de usted y crédito propio; pero soy un perezoso, y aunque no tengo muchos, tengo más de los que he leído.
Isabel le aseguró que podía pasarse muy bien con los del salón.
—Me admira—dijo la señorita de Bingley—que mi padre dejara tan escaso número de libros. ¡Qué deliciosa biblioteca posee usted en Pemberley, señor Darcy!
—Debe de ser buena—repuso éste—; ha sido obra de muchas generaciones.
—Y además usted la ha aumentado mucho; siempre está usted comprando libros.
ORGULLO Y PREJUICIO—T. I. —No comprendo el abandono de una biblioteca de familia en estos tiempos.
—¡Abandono! Bien segura estoy de que no abandona usted nada que pueda añadir belleza a aquella morada ilustre. Carlos, cuando edifiques una casa querría yo que fuese la mitad de deliciosa que Pemberley.
—Así lo deseo también.
—Y aun te recomendaría que hicieses la adquisición en aquella vecindad y que tomases a Pemberley como una especie de modelo. No hay en Inglaterra más bello condado que el de Derby.
—Con el mayor gusto; y adquiriré el mismo Pemberley si Darcy me lo vende.
—Hablo de lo que está en lo posible, Carlos.
—¡Por vida mía, Carolina, que creo más posible adquirir Pemberley por compra que por imitación.
Isabel estaba demasiado abstraída por lo que pasaba para dedicar una escasa atención al libro, y así, dejándolo pronto, se encaminó hacia la mesa de juego, colocándose entre Bingley y su hermana mayor para observar la marcha.
—¿Ha crecido mucho desde la primavera la señorita de Darcy?— dijo la de Bingley—. ¿Será tan alta como yo?
—Creo que sí. Al lado de la señorita Isabel Bennet resultaría más corpulenta, o acaso más alta.
—¡Cuánto tiempo sin volverla a ver! Nunca hallé quien me agradase tanto. ¡Qué aspecto, qué modales! ¡Y tan extremadamente instruída para su edad! Su ejecución en el piano es excelente. — Estoy asombrado—dijo Bingley—de que las muchachas tengan paciencia para hacerse tan completas como son todas.
—¡Completas todas las muchachas! Querido Carlos, ¡qué dices?
—Sí, creo que todas lo son. Todas pintan, cubren biombos y hacen bolsillos de malla. Apenas conozco una que no sepa hacer todas esas cosas, y estoy seguro de no haber oído hablar de una muchacha por primera vez sin quedar informado de que era muy completa.
—Tu lista de la extensión ordinaria de las perfecciones es sobrado verídica—dijo Darcy—. Se aplica aquella palabra a muchas mujeres que no la merecen sino por hacer bolsillos de malla o tapizar un biombo. Pero estoy lejos de convenir contigo en tu apreciación de las muchachas en general. No puedo jactarme de conocer sino una media docena, entre todas mis conocidas, que sean verdaderamente completas.
—Ni yo, a buen seguro—repitió la señorita de Bingley.
—En ese caso—observó Isabel—tiene usted que comprender muchas cosas de su concepto de mujer completa.
—Sí, comprendo muchas cosas en él.
—¡Oh!, cierto—exclamó su fiel asistenta—. No debe ser tenida por completa quien no sobrepasa en mucho lo que de ordinario se ofrece. Una mujer debe tener cabal conocimiento de la música, del canto, del dibujo, del baile y de las lenguas modernas para merecer aquel dictado; y además de todo eso, ha de poseer algo indecible en su aire, en su modo de andar, en el tono de su voz, en su trato y en sus expresiones; de otro modo, la calificación no la merecerá sino a medias.
—Todo eso debe poseer —añadió Darcy—, y a todo ello hay que sumar algo más substancial con el desarrollo de su inteligencia por medio de abundante lectura.
—No me extraña ya que sólo conozca usted seis mujeres completas. Antes bien me admira que conozca usted alguna.
—¿Tan severa es usted con su propio sexo que dude usted de la posibilidad de todo aquello?
—Yo jamás he visto una mujer así; nunca tal capacidad, gusto, aplicación y elegancia como usted dice.
Tanto la señora de Hurst como la señorita de Bingley protestaron contra la injusticia de su desconfianza, y estaban asegurando que conocían muchas mujeres que correspondían al tipo referido, cuando el señor Hurst las llamó al orden, lamentándose con amargura de que desatendiesen lo que estaban haciendo. Como con eso se terminó la conversación, Isabel abandonó la sala poco después.
—Isabel Bennet —dijo la señorita de Bingley cuando se cerró la puerta tras aquélla— es una de esas muchachas que tratan de recomendarse al otro sexo rebajando el suyo propio; y estoy por decir que con muchos hombres se obtiene buen éxito con ese sistema; mas, en mi sentir, eso es una treta mezquina, de baja estofa.
—Sin duda—replicó Darcy, a quien la observación iba principalmente dirigida—es la más ruin de cuantas artes se dignan emplear las damas para cautivar. Cuanto semeja artificio es despreciable.
La señorita de Bingley no quedó suficientemente satisfecha con la contestación para proseguir la materia.
Isabel volvió a ellos de nuevo sólo para decirles que su hermana estaba peor y que no podía abandonarla. Bingley insistió en que se llamase al señor Jones al punto, mientras que sus hermanas, convencidas de la escasa utilidad de la asistencia médica del campo, recomendaron enviar un propio a la capital en busca de uno de los más eminentes doctores. Isabel no quería ni oír hablar de esto último, pero no se oponía a que se siguiese la indicación del hermano; y así, se acordó que se enviase a buscar al señor Jones a la mañana siguiente si Juana no estaba resueltamente mejor. Bingley se encontraba en absoluto desconsolado; sus hermanas manifestaban su sentimiento; mas éstas acallaron su pesadumbre con unos duetos que siguieron a la cena, al paso que aquél no halló mejor alivio a su pesar sino dar órdenes a su mayordomo de que se dispensasen todas las atenciones posibles a la enferma y a su hermana.
Capítulo 9
Isabel pasó lo más de la noche en la alcoba de su hermana, y a la mañana experimentó la satisfacción de poder contestar con buenas noticias a las preguntas que muy temprano recibió de Bingley por conducto de una sirvienta, y poco después, de las dos elegantes señoras de compañía de sus hermanas. A pesar de la mejoría, pidió que se enviase a Longbourn una esquela, pues deseaba que su madre visitase a Juana y formase juicio de su estado. La esquela se envió inmediatamente y su contenido se cumplimentó con igual presteza; la señora de Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, se dirigió a Netherfield poco después de almorzar en familia.

Si hubiera encontrado a Juana con apariencias de peligro, la señora de Bennet se habría tenido por muy desgraciada; pero en cuanto se satisfizo viendo que la enfermedad no era alarmante, no abrigó deseos de que su hija se repusiese pronto, ya que su restablecimiento la tendría que alejar de Netherfield. Por esa razón no quiso dar oídos a la proposición de su hija de ser trasladada a su casa, lo cual, por otra parte, el médico, que llegó al propio tiempo, no lo juzgaba recomendable. Cuando, tras de permanecer un rato con Juana, se les presentó la señorita de Bingley y las invitó a pasar donde estaba la familia, la madre y las tres hijas se entretuvieron con ella en el cuarto de almorzar. Bingley las saludó, suponiendo que la señora de Bennet no había hallado a su hija tan mal como esperaba.
—Si que la he hallado así—fué su respuesta—. Está demasiado mal para que se la traslade. El señor Jones dice que no debemos pensar en moverla. Tenemos que abusar aún más de la bondad de usted.
—¡Moverla!—exclamó Bingley—. No hay que soñar en eso. Bien seguro estoy de que mi hermana no quiere tampoco ni oír hablar de su traslado.
—Puede usted contar—dijo ésta con fría solemnidad con que Juana tendrá toda la asistencia posible mientras permanezca con nosotros.
La señora de Bennet se extendió en frases de reconocimiento.
—Estoy convencida—añadió—de que si no hubiera sido por tan buenos amigos, no sé qué habría sido de ella, ques se siente mal de veras y sufre mucho; aunque, eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el temperamento más dulce que conczco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado. Tiene usted aquí, señor Bingley, una linda habitación con encantadoras vistas sobre la alameda. No recuerdo en el pais un sitio que se pueda comparar con Netherfield. Supongo que no pensará usted en abandonarlo de pronto, aunque no tenga sino corto arriendo.
—Todo cuanto hago lo hago de pronto—replicó él—, y por eso, si alguna vez me decido a dejar Netherfield, me marcharé probablemente en cinco minutos. Pero por ahora me considero como fijado aquí.
—Eso es exactamente lo que habría yo supuesto de usted —dijo Isabel.
—Empieza usted, pues, a conocerme, ¿no es así? exclamó él dirigiéndose a ella.
—¡Oh, sí; le conozco a usted perfectamente!
—Querría tomar eso como un cumplido; pero temo que sea una desdicha el ser conocido tan a fondo.
—Según. No hay que sentar que un carácter difícil, intrincado, sea más o menos estimable que uno como el de usted.
—Isabel —exclamó su madre—, recuerda dónde estás y no te propases, como estás acostumbrada a hacer en casa.
—No había conocido hasta ahora continuó seguidamente Bingley— que fuera usted aficionada a estudiar caracteres. Debe de ser estudio entretenido.
—Sí; pero los caracteres intrincados son los que más divierten. Por lo menos, tienen esa ventaja.
—El campo —dijo Darcy— debe de ofrecer poca materia para semejante estudio. En la vecindad del campo se mueve uno en una sociedad limitada y constante.
—Pero la gente varía tanto que siempre hay algo nuevo que observar en ella.
—Cierto —exclamó la señora de Bennet, ofendida por la manera de hablar de las vecindades del campo—. Le aseguro a usted que hay tanto de eso en el campo como en la ciudad.
Todo el mundo se quedó sorprendido, y Darcy, tras de mirarla por un momento, se volvió silenciosamente. La señora de Bennet, que imaginó haber obtenido completa victoria, continuó, diciendo triunfante:
—Por mi parte, no creo que Londres lleve ninguna ventaja al campo, fuera de las tiendas y los sitios públicos. El campo es mucho más grato. ¿No es así, señor Bingley?
—Cuando estoy en el campo contestó éste— nunca deseo dejarlo, y cuando me hallo en la capital me sucede lo propio. Cada una de esas cosas tiene sus ventajas, y puedo ser por igual feliz en cualquiera.
—¡Ah!, eso es porque usted posee buen humor; pero aquel caballero —dijo mirando a Darcy— parece que opina que el campo no vale nada.
—Estás muy equivocada, mamá— dijo Isabel, sonrojada por causa de su madre—. No entiendes nada al señor Darcy. Sólo afirma que no hay en el campo tanta variedad de gentes como en la ciudad, lo cual has de reconocer como evidente.
—Cierto, querida; nadie ha dicho que la haya; pero en cuanto a no tener aquí muchos vecinos, yo creo que hay pocas vecindades mayores. Recuerdo haber comido con veinticuatro familias.
Sólo la consideración a Isabel pudo hacer que Bingley se contuviera. Su hermana era menos delicada, y dirigió su mirada a Darcy con expresiva sonrisa. Isabel, tratando de decir algo que cambiase de rumbo el pensamiento de su madre, le preguntó si Carlota Lucas había estado en Longbourn después de salir ella de allí.
—Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué agradable es sir Guillermo!; ¿no es así, señor Bingley? ¡Siempre tan a la moda, tan complaciente y tan sencillo! En cualquiera ocasión tiene algo que decir a todos. Esa es mi idea de la buena educación; yerran quienes se creen muy importantes y jamás abren la boca.
—¿Comió Carlota con vosotros?
—No, se fué a casa; creo que se la necesitaba para el pastel de picadillo. En cuanto a mí, señor Bingley, siempre tomo sirvientes que sepan hacer su oficio; mis hijas están educadas de otro modo. Pero todas deben ser juzgadas por lo que son, y las Lucas son excelentes muchachas, lo aseguro. ¡Es lástima que no sean guapas! A Carlota no la tengo por muy vulgar; pero además es particular amiga nuestra.
—Parece una joven muy agradable —dijo Bingley.
—¡Oh, sí, querido!; pero habrá usted de confesar que es poco sobresaliente. La propia lady Lucas me lo ha dicho, envidiándome la hermosura de Juana. No me gusta elogiar a mis propias hijas; pero es bien cierto que no se ven a menudo muchachas de mejor aspecto que Juana. Cuando sólo tenía quince años había un caballero en la capital, en casa de mi hermano Gardiner, tan enamorado de ella que
mi cuñada estaba segura de que se le declararía antes de nuestro regreso. Con todo, no lo hizo. Acaso pensara que era demasiado joven. Pero le escribió unos versos, y muy bonitos.
—Y en eso acabó su afecto —dijo Isabel impaciente—. Yo creo que más de uno ha triunfado por esa senda. Admiro a quien descubrió la eficacia de la poesía para estimular el amor.
—Yo he solido considerar la poesía como el alimento del amor — dijo Darcy.
—Puede que lo sea de un amor verdadero, fuerte y vigoroso. Cualquiera cosa fomenta lo que de por sí ya es fuerte. Pero si se trata de una leve, de una débil inclinación, estoy convencida de que un buen soneto la hará desaparecer de raíz.
Darcy se limitó a sonreírse; mas el silencio general que siguió hizo temer a Isabel que su madre volviese a ponerse en evidencia. Continuó, pues, hablando, pero no se le ocurría nada que decir; y así, tras una corta pausa, la señora de Bennet comenzó a repetir su agradecimiento a Bingley por su amabilidad con Juana, acompañándolo con unas excusas capaces de poner a él y a Isabel en turbación. Bingley le contestó con cortesía y sin afectación, obligando a su hermana menor a ser igualmente cortés y decir lo que la ocasión requería. Representó ésta su papel sin salirle de muy adentro; pero la señora Bennet quedó satisfecha, y poco después pidió su carruaje. A esa señal, la más joven de sus hijas se decidió a hablar. Habían estado las dos muchachas cuchicheando entre sí durante toda la visita, y el resultado fué que la menor recordase a Bingley que había prometido en su primera venida al campo dar un baile en Netherfield.
Lydia era una muchacha de quince años, robusta y crecida, de buena complexión y alegre aspecto. Era la favorita de su madre, cuyo afecto la había sacado al mundo a tan temprana edad. Tenía viveza y algunas pretensiones, las cuales habían afirmado por completo las atenciones de los oficiales, a quienes las buenas comidas de sus tíos y sus propios fáciles modales la recomendaban.
Era muy natural, pues, que se dirigiera a Bingley recordándole su promesa y añadiendo que sería la cosa más vergonzosa del mundo no cumplirla. La contestación a ese repentino ataque sonó deliciosamente a los oídos de la madre.
—Aseguro a usted que estoy por completo dispuesto a cumplir mi compromiso, y en cuanto su hermana de usted esté repuesta, usted misma, si gusta, señalará el día del baile. Pero usted no querrá bailar mientras su hermana esté mala.
Lydia se dió por satisfecha.
—¡Oh!, sí; será mucho mejor esperar a que Juana esté bien, y para entonces el amabilísimo capitán Carter se hallará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile —añadió— trataré de que ellos den otro también. Y diré al coronel Forster que será una vergüenza si no lo hace.
La señora de Bennet y sus hijas se fueron entonces, e Isabel volvió al instante al lado de su hermana, dejando su conducta y la de su familia sujetas a las observaciones de las dos señoras y de Darcy, el último de los cuales, sin embargo, no se pudo decidir a unirse a las censuras relativas a Isabel, a pesar de cuantos chistes hizo la señorita Bingley referentes a sus bellos ojos.
Capítulo 10
El día transcurrió lo mismo que el anterior. La señora de Hurst y la señorita de Bingley pasaron algunas horas de la mañana con la enferma, que continuaba mejorando, aunque con lentitud, y por la tarde Isabel se reunió con ellas en el salón. Pero la ordinaria mesa de juego no se puso. Darcy estuvo escribiendo, y la Bingley soltera, sentada junto a él, observaba los progresos de su escritura, llamándole repetidas veces la atención con encargos para su hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet, y la esposa del primero contemplaba la partida.

Isabel se entretuvo con cierta labor de aguja, divirtiéndose suficientemente con lo que pasaba entre Darcy y su compañera. Los perpetuos elogios de ésta, ya sobre la letra, ya sobre la igualdad de los renglones o sobre la extensión de la carta, con la absoluta falta de interés con que eran recibidas tales alabanzas, constituían un curioso diálogo y se armonizaban de modo exacto con la opinión que aquélla tenía de cada cual.
—¡Con qué placer recibirá su hermana de usted esa carta!
El no contestó.
—Escribe usted extraordinariamente aprisa.
—Se equivoca usted. Escribo bastante despacio.
—¡Cuántas cartas tendrá usted que escribir du- rante el año! ¡Además, las cartas de negocios! ¡Qué insoportable debe ser!
—Entonces es una suerte que eso me ataña a mí y no a usted. —Haga usted el favor de decirle a su hermana que deseo verla.
—Ya se lo he dicho una vez por deseo de usted.
—Temo que no le guste a usted su pluma. Déjemela usted cortar. Corto las plumas admirablemente.
—¡Gracias, pero yo siempre corto la mía! —¿Cómo puede usted escribir tan igual? El siguió callado.
—Diga usted a su hermana que me complace mucho oír lo que progresa en el arpa, y haga usted el favor de hacerle saber que estoy admirada de su precioso dibujito para una mesa y que lo tengo por infinitamente superior al de la señorita de Grantley.
—¿Me permite usted diferir sus entusiasmos para cuando escriba otra vez? Ahora no tengo espacio para hacerles justicia.
—¡Oh, no me importa! La veré en enero. Pero ¿siempre le escribe usted cartas tan deliciosamente largas, señor Darcy?
—Por lo general son largas; mas si son siempre deliciosas no es cosa que yo pueda determinar.
—Es para mí regla invariable que quien sabe escribir con facilidad una carta larga no puede escribir mal.
—Eso no es un cumplido para Darcy, Carolina —interrumpió su hermano—, porque no escribe con facilidad. Se fija demasiado en las palabras de cuatro sílabas. ¿No es verdad, Darcy?
—Mi estilo para escribir es muy diverso del tuyo.
—¡Oh! —exclamó la señorita Bingley—. Carlos escribe con el cuidado menor que se puede imaginar. Deja a medias las palabras y emborrona todo.
—Mis ideas fluyen con tal rapidez que no me queda tiempo para expresarlas, por lo que a veces mis cartas no comunican ideas a mis lectores.
—La humildad de usted, señor Bingley —dijo Isabel—, tiene que desarmar a sus reprensores.
—No hay nada más engañoso —dijo Darcy— que la apariencia de humildad. A menudo es sólo una carencia de opinión, y a veces una ostentación indirecta.
—¿De cuál de ambas cosas tildas mi débil rasgo de modestia?
—De ostentación indirecta; porque tú, en realidad, estás orgulloso de tus defectos al escribir, ya que los consideras como debidos a la rapidez del pensamiento y al descuido en la ejecución, lo cual, si no por estimable, lo tienes por muy interesante. La capacidad de hacer algo con presteza es siempre muy elogiada por su poseedor, y con frecuencia sin fijarse en la imperfección que la acompaña. Cuando dijiste esta mañana a la señora de Bennet que si alguna vez resolvías dejar Netherfield te irías en cinco minutos tuviste eso por una especie de panegirico, como un cumplido a ti mismo; y sin embargo, ¿qué hay de laudable en una precipitación que por necesidad ha de dejar asuntos sin concluir y no puede reportar ni a ti ni a nadie ninguna utilidad real?
—¡Hombre!, es demasiado eso de recordar por la noche todas las locuras que se han hecho por la mañana. Y a fe mía que cuanto dije de mí creía que era verdad, y aun lo creo en este instante. Por lo menos, no iba a asumir el carácter de precipitado superficial para mostrarlo a las señoras.
—Me atrevo a asegurar que lo creías; pero no me convenzo de ningún modo de que te marchases tan aprisa. Tu conducta sería tan dependiente del azar como la de cualquier otro de los que conozco; y si cuando estuvieras montado a caballo te dijera un amigo: Bingley, mejor harás en quedarte hasta la semana que viene, probablemente lo harías, probablemente no te marcharías, y a otra frase por el estilo seguirías aquí durante un mes.
—Con eso sólo ha probado usted —exclamó Isabel— que el señor Bingley no hizo justicia a su propio modo de ser. Usted lo ha retratado ahora mejor de lo que él mismo lo ha hecho.
—Me complace mucho —dijo Bingley— que convierta usted en un cumplido a mi carácter cuanto mi amigo dice. Pero temo que le dé
usted un aspecto que aquel caballero no entenderá de ningún modo; porque es bien cierto que él pensaría mejor de mí si en la circunstancia expresada yo le diera una negativa rotunda y me marchara tan pronto como pudiera.
—¿Consideraría entonces el señor Darcy compensada la presteza de su primitiva intención con su obstinación en seguirla?
—Doy mi palabra de que no sé explicarlo; Darcy tendrá que hablar por mí.
—Tú esperas que yo explique opiniones que tú das en llamar mías, pero que nunca he compartido. Con todo, admitiendo el caso para estar de acuerdo con lo que se alega, debe usted recordar, señorita de Bennet, que el amigo que suponíamos que deseaba que siguiese en su casa Bringley lo deseaba sin más ni más, se lo proponía sin ofrecerle argumento alguno en favor de esa decisión.
—El ceder pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo ¿no es mérito para usted?
—El ceder sin convicción no habla en favor del entendimiento de ninguno de los dos.
—Paréceme, señor Darcy, que no concede usted nada a la influencia de la amistad y del afecto. La consideración hacia el suplicante hace a menudo acceder a una súplica sin esperar argumentos que la abonen. No me refiero en particular a este caso, tal como lo ha supuesto usted relacionándolo con el señor Bingley; acaso hayamos de esperar mucho hasta que se ofrezcan las circunstancias supuestas las cuales juzgamos la oportunidad de su conducta. Pero en general, y en los casos ordinarios entre amigos, cuando uno desea que el otro cambie de resolución, ¿pensaría usted mal de quien complaciera ese deseo sin esperar razones?
—¿No sería conveniente antes de proseguir con este tema ponernos de acuerdo con alguna mayor
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I. precisión sobre el grado de importancia que habría de tener la súplica, así como sobre la intimidad
subsistente entre las partes?
—Desde luego —exclamó Bingley—; oigamos las particularidades sin olvidar ni el respectivo tamaño de ambos amigos, señorita de Bennet, porque eso hará en el asunto más peso del que usted piensa. Aseguro a usted que si Darcy no fuera tan alto, comparado conmigo, no le habría tenido ni la mitad de consideración. Declaro que en ciertas ocasiones y en ciertos sitios no conozco nada tan terrible como Darcy, y en especial en esta casa y en un domingo la tarde, cuando no tiene nada que hacer.
Darcy se sonrió; pero Isabel creyó percibir que más bien estaba ofendido, y por eso contuvo su risa. La señorita de Bingley se molestó mucho por el modo como había sido tratado y censuró a su hermano por decir tales tonterías.
—Conozco tu sistema, Bingley —dijo su amigo—. Cuando no te gusta un tema, te es preciso que se termine.
—Tal vez. Esas son discusiones que se parecen mucho a disputas. Si la señorita de Bennet y tú diferís los argumentos hasta que yo esté ausente del salón, lo estimaré mucho, y entonces podrás decir de mí lo que quieras.
—Lo que usted nos pide —dijo Isabel— no es sacrificio por mi parte, y así el señor Darcy terminará mejor su carta.
Darcy siguió su advertencia y acabó la carta que escribía.
Cuando terminó su ocupación solicitó de la señorita de Bingley y de Isabel algo de música. La primera se dirigió veloz al piano, y tras una cortés invitación a Isabel para que comenzara, a la cual ésta se negó con igual cortesía y más seriedad, se sentó.
La señora de Hurst cantó acompañada de su hermana, y mientras ambas se ocupaban en eso, Isabel no pudo prescindir de observar, al hojear unos libros de música que había al lado del piano, cuán frecuentemente se fijaban en ella los ojos de Darcy. Con dificultad podía ella suponer que fuera objeto de admiración para tan elevado personaje, y aun era más extraño que la mirara por el hecho de no
gustarle. Sólo, pues, pudo imaginar al fin que despertaba su atención por ofrecerle en su persona algo más reprensible, en orden a sus ideas, que otra cualquiera de las presentes. La suposición no la apenó. Gustaba de él demasiado poco para cuidarse de su aprobación.
Tras de ejecutar algunas canciones italianas, la señorita de Bringley varió de atracción con un movido aire escocés, y poco después de comenzado, Darcy, acercándose a Isabel, le dijo:
—¿No siente usted tentaciones, señorita de Bennet, de aprovechar semejante ocasión de bailar?
Ella sonrió, sin contestar. Entonces él repitió la pregunta, como sorprendido de su silencio.
—¡Oh! —respondió ella—. Ya le he oído a usted antes; pero no puedo determinar al instante qué debo decirle como contestación. Conozco que usted quiere que diga que sí para gozar del placer de despreciar mi gusto; mas a mí me agrada siempre impedir tales bochornos y defraudar los desprecios premeditados de una persona. Por eso termino diciendo a usted que no necesito bailar de ningún modo; y ahora, desprécieme usted si se atreve.
—Cierto que no me atrevo.
Como Isabel había pensado encararse con él, quedó confusa con su galantería; pero había en el modo de ser de ella tal mezcla de delicadeza y malicia que se le hacía difícil afrentar a nadie, y por otro lado, Darcy jamás había quedado tan encantado de una mujer como lo estaba de ésta. Creia de veras que, a no ser por la inferioridad de la parentela de ella, corría él algún riesgo.
La de Bingley vió o sospechó lo bastante para ponerse celosa, y su gran ansiedad por el restablecimiento de su cara amiga Juana subió de pronto con el deseo de desembarazarse de Isabel.
Trataba de hacer que a Darcy le desagradase la huéspeda hablándole del supuesto matrimonio y forjando planes sobre la especie de felicidad de semejante unión.
—Espero —le dijo al día siguiente cuando paseaban juntos en el plantío de arbustos— que cuando ese apetecible acontecimiento se realice hará usted a su suegra unas cuantas advertencias relativas a refrenar la lengua, y si también lo puede lograr, evite usted que las hijas menores vayan tras los oficiales. Y, si me es lícito mentar tan delicado asunto, trate usted de reprimir ese algo, lindante con la vanidad o con la impertinencia, que su dama de usted posee.

—¿Tiene usted más que proponerme para mi felicidad doméstica?
—¡Oh!, sí; deje usted que los retratos de sus tíos Philips se coloquen en la galería de Pemberley. Póngalos junto a su tío abuelo de usted el juez. Tienen la misma profesión, como usted sabe, sino que en diferente categoría. En cuanto a retrato de su Isabel, no debe usted permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podrá hacer justicia a sus hermosos ojos?
—Cierto que no sería fácil acertar con su expresión; pero su color, su forma y sus pestañas, tan extraordinariamente finas, podrían copiarse.
En aquel momento se encontraron con la señora de Hurst y con la propia Isabel, que venían de otro paseo.
—Ignoraba que ustedes pretendieran pasear —dijo la señorita de Bingley algo confusa por si habían sido oídos.
—Nos tratan ustedes abominablemente mal —contestó la señora de Hurst— márchándose sin decirnos que salían.
Después, tornando al brazo de Darcy, abandonó el de Isabel. El sendero permitía caminar justamente a tres. Darcy conoció lo poco a propósito que era y dijo al punto:
—Este paseo no es bastante amplio para nuestra partida. Haremos mejor en irnos a la avenida.
Pero Isabel, que no tenía el menor deseo de permanecer con ellos, contestó riendo.
—No, no; sigan ustedes ahí. Resultan ustedes deliciosamente agrupados. Lo pintoresco del grupo se perdería con admitir un cuarto. Adiós.
Entonces se marchó contenta, regocijándose, mientras vagaba, con la esperanza de estar en su casa dentro de uno o dos días. Juana se hallaba tan repuesta que se proponía salir de su habitación durante un par de horas por la tarde.
Capítulo 11
Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de comer, Isabel subió a ver a su hermana, y habiéndola hallado bien protegida contra el frío, acompañóla al salón, donde sus amigas le dieron la bienvenida con grandes demostraciones de contento; Isabel nunca las había visto tan agradables como estuvieron entonces durante la hora que transcurrió hasta que entraron los caballeros. Su verbosidad fué grande: pudieron describir con esmero un banquete, relatar con humor una anécdota y reírse con ingenio de sus conocidos.

Pero cuando los caballeros entraron Juana no siguió siendo el objeto más interesante; los ojos de la señorita de Bingley se volvieron constantemente hacia Darcy, y ya tuvo que decirle algo antes de que él diera allí muchos pasos. El mencionado caballero se dirigió en derechura a Juana felicitándola con cortesía; el señor Hurst también le hizo una ligera inclinación, diciendo que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para la felicitación de Bingley. Estuvo lleno de júbilo y pródigo en atenciones. La primera media hora la pasó avivando el fuego para que Juana no sufriese por el cambio de habitación, y ella se puso, accediendo a deseos de él, junto a la chimenea, más alejada de la puerta. Se sentó después al lado de ella, y casi no habló ya con nadie más. Isabel, mientras trabajaba enfrente, veía todo eso con gran satisfacción.
Cuando concluyeron de tomar el te, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero en vano. Había conocido bien que a Darcy no le gustaban las cartas, y el señor Hurst vió pronto rechazada hasta su clara petición. Aseguróle aquélla que nadie pensaba en jugar, y el silencio general sobre ese punto pareció justificarla. El señor Hurst no tuvo que hacer, por consiguiente, sino tenderse en uno de los divanes y dormirse. Darcy abrió un libro, la señorita de Bingley hizo lo propio, y la señora de Hurst, ocupada a solas en jugar con sus pulseras y sortijas, tomaba parte de vez en cuando en la conversación de su hermano con Juana.
La atención de la señorita de Bingley se dedicaba más a observar los progresos de Darcy en su libro que en leer el suyo propio, y estaba perpetuamente o haciéndole alguna pregunta o mirando la página que él leía. Con todo, no pudo atraerlo a ninguna clase de conversación; él se limitaba a contestar a sus preguntas y proseguía su lectura. Al fin, agobiada con la perspectiva de tener que entretenerse con su libro, que sólo había cogido por ser el segundo tomo del que leía él, dió un gran bostezo y dijo:
—¡Qué agradable es pasar así una velada! Declaro que no hay placer como la lectura. ¡Cuánto más pronto cansa cualquiera otra cosa que un libro! Cuando tenga casa propia me creeré desgraciada si no poseo una excelente biblioteca.
Nadie replicó. Bostezó entonces de nuevo, arrojó a un lado su libro y lanzó la vista alrededor en busca de entretenimiento, cuando, oyendo a su hermano mencionar a Juana su baile, se volvió de repente hacia él y dijo:
—¿De modo, Carlos, que piensas seriamente en dar un baile en Netherfield? Te aconsejaría que antes de decidirte consultases los deseos de los presentes; mucho me engaño si no hay entre nosotros alguien para quien un baile resultaría más bien castigo que diversión.
—Si lo dices por Darcy —exclamó su hermano—, puede él irse a la cama, si así lo prefiere, antes de que principie la fiesta; pero en cuanto a dar el baile, es cosa en absoluto resuelta, y tan pronto como Nicolls haya hecho suficiente sopa blanca hará circular las invitaciones.
—Me gustarían muchísimo más los bailes —replicó ella— si fueran de otro modo; pero hay algo pesado hasta lo insufrible en el proceso ordinario de semejantes reuniones. Sería mucho más racional que la conversación y no el baile fuera lo corriente.
—Más racional, querida Carlota, lo concedo; pero no sería tan íntimo como un baile.
Su hermana no contestó, levantándose poco después y paseando por el cuarto. Su figura era elegante y andaba bien; pero Darcy, a quien todo eso apuntaba, continuó todavía dedicado al libro. En la desesperación de sus sentimientos, resolvió ella un esfuerzo más, y volviéndose a Isabel le dijo:
—Señorita de Bennet, persuádase usted a seguir mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Es cosa saludable tras de permanecer tanto tiempo sentada en la misma actitud.
Isabel quedó sorprendida, pero accedió al punto. De ese modo la señorita de Bingley logró el objeto verdadero de su cortesía. Darcy levantó la vista. Se quedó tan extrañado por la novedad de aquella atención como la propia Isabel podía estarlo, e inconscientemente cerró el libro. Se le invitó de manera directa a unirse a ellas; pero lo rehusó, haciendo valer que no podía imaginar sino dos motivos únicos para que ambas quisiesen pasearse juntas arriba y abajo, con ninguno de los cuales era compatible que se les uniera. «¿Qué querrá decir?», pensó la de Bingley tratando de indagar la significación de aquello, y preguntó a Isabel si podía entenderlo.
—De ningún modo —fué su contestación—; pero supongo que quiere mostrarse severo con nosotras, y el mejor medio de mortificarle será no preguntarle nada.
Pero la señorita de Bingley era incapaz de mortificar en nada a Darcy, y por eso insistió en pretender que explicara los dos motivos a que él aludiera.
—No he de oponerme a explicarlos —dijo él en cuanto se le invitó a hablar—: ustedes eligen ese modo de pasar el rato o porque tienen que hacerse alguna particular confidencia para tratar asuntos secretos o porque saben que sus figuras resultan mejor paseando; si es por lo primero, me interpondría en absoluto en su camino si me unía, y si es lo segundo, mejor las puedo admirar a ustedes sentado junto al fuego.
—¡Oh!, eso es horrible —exclamó la señorita de Bingley—; nunca he oído nada tan abominable. ¿Cómo le castigaríamos por lo que ha dicho?
— Nada más fácil, con sólo que lo pretenda usted —repuso Isabel —. Todos nos podemos atormentar y castigar. Mortifíquelo usted, búrlese usted de él. Usted, que es su íntima, debe saber lo que conviene que se le haga.
—Pues es bien cierto que no lo sé. Aseguro a usted que mi intimidad aun no me ha enseñado eso. ¡Mortificar a un temperamento tan tranquilo, a la misma presencia de ánimo! No, no; creo que no saldría gananciosa con eso; y en cuanto a burlarnos, no habremos de exponernos a hacerlo sin motivo.
Del señor Darcy no se puede una reír.
—¡Que no se puede una reír del señor Darcy! —exclamó Isabel—. Es una ventaja singular, y espero que singular siga siendo, porque sería gran desdicha para mí tener muchos conocidos así. Me gusta mucho reírme.
—La señorita de Bingley —dijo él—me ha concedido más importancia de la que merezco. El más sabio y el mejor de los hombres, mejor dicho, la más sabia y mejor de las acciones puede tornarse ridícula a los ojos de una persona cuyo primer anhelo de la vida sea la risa.
—Cierto —replicó Isabel— que hay gentes así; pero supongo que no soy de ellas. Creo que jamás ridiculizo lo que es cuerdo y bueno. Locuras y necedades, antojos e inconveniencias son lo que me divierte, y de esas cosas me burlo siempre que puedo. Pero de las tales es precisamente —así lo supongo— de lo que usted carece.
—Acaso no sea eso posible a todos. Pero el estudio de mi vida ha sido huir de semejantes debilidades, que a menudo exponen al ridículo a un buen entendimiento.
—Como la vanidad y el orgullo.
—Sí; la vanidad es en efecto una debilidad. Pero en cuanto al orgullo, donde se dé verdadera alteza de entendimiento estará siempre bien regulado.
Isabel volvió de nuevo a ocultar una sonrisa.
—Supongo que habrá usted concluído de examinar al señor Darcy —dijo la de Bingley—, y suplico a usted que me diga qué deduce de su examen.
—Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene pero. El mismo lo reconoce a las claras.
—No —repuso Darcy—; no he tenido semejante pretensión. Poseo suficientes defectos, mas creo que no proceden del entendimiento. Del temperamento no me atrevo a responder; pero creo que eso importa poco, muy poco, al mundo. No puedo olvidar las locuras y los vicios ajenos tan pronto como debiera, ni sus ofensas a mí. Mis sentimientos no se apaciguan a cualquiera tentativa para cambiarlos. Mi temperamento acaso pudiera llamarse suspicaz. Cuando alguien ha perdido mi buena opinión, perdida la tiene para siempre.
—Cierto que eso es un defecto —exclamó Isabel—. El resentimiento implacable es una verdadera sombra en el carácter. Pero usted ha elegido bien su defecto. Realmente no me puedo burlar de él; está usted libre de mí.
—Creo que en todo natural hay cierta tendencia a una determinada maldad, a un defecto, que es nativo y que no siempre puede vencer la buena educación.
—Y su defecto de usted es la propensión a odiar a todos.
—Y el de usted —repuso él con una sonrisa— es el no entenderlos premeditadamente:
—Hagamos un poco de música —exclamó la señorita Bingley cansada de una conversación en que no tomaba parte—. Luisa, ¿no te importa que despierte a Hurst?
Su hermana no opuso la menor objeción y fué abierto el piano, y a Darcy, tras breves momentos consagrados al recuerdo, no le pesó. Comenzaba a notar el peligro de dedicarse demasiado a Isabel.
Capítulo 12
De acuerdo con su hermana, Isabel escribió la mañana siguiente a su madre suplicándole que les enviase el coche aquel día. Pero la señora de Bennet, que había calculado que la estancia de sus hijas en Netherfield duraría hasta el jueves siguiente, en que Juana llevaría allí una semana justa, no se avenía a recibirlas antes de esa fecha. Su respuesta no fué, pues, propicia, o por lo menos no fué a gusto de Isabel, quien estaba impaciente por volver a su casa. La señora de Bennet les decía que no era posible disponer del coche hasta el jueves, añadiendo en la posdata que si el señor Bingley y su hermana las instaban a quedarse más tiempo accedería muy a gusto. Mas Isabel estaba resuelta a no permanecer más allí, sin esperar siquiera que aquello se les propusiera; y temerosa, por el contrario, de que fuesen consideradas molestas, instó a Juana a pedir al punto el coche a Bingley, y al fin decidieron ambas manifestar aquella misma mañana su proyecto de dejar Netherfield y hacer dicha petición.

Esta petición provocó abundantes manifestaciones de sentimiento y que repetidas veces expusieran las Bingley su deseo de que se quedasen ellas hasta el día siguiente por lo menos, y así, hasta el día siguiente se demoró la partida. Con todo, a la señorita de Bingley no le agradó la dilación, pues sus celos y desagrado por una de las hermanas excedían en mucho a su afecto a la otra.
El dueño de la casa sí que oyó con verdadera pena que Juana proyectara marcharse tan pronto, y con insistencia le hizo presente que no le convendría por no hallarse bastante repuesta; pero Juana era firme en todo cuanto juzgaba bien hecho.
Por lo que toca a Darcy, la noticia fué bien acogida, pues Isabel había estado ya lo suficiente en Netherfield. Le atraía más de lo que él deseaba, y la señorita de Bingley era con ella descortés y con él más molesta que de ordinario. Con buen acuerdo, resolvió tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna frase de admiración, nada que pudiera despertar en ella esperanzas de que su persona pudiese influir en la felicidad de él, atento a que si semejante idea había acudido a ella, la conducta que mostrase él el último día debía pesar para confirmarla o ahuyentarla. Fiel a sus propósitos, apenas habló diez palabras en todo el sábado, y aunque se les dejó solos durante media hora, se dedicó a su libro y ni siquiera la miró.
El domingo, tras el servicio religioso de la mañana, se verificó la separación, tan grata a casi todos. La cortesía de la señorita de Bingley para con Isabel subió mucho al final, lo mismo que su afecto por Juana, y cuando partían, tras de asegurar a la última el placer que le causaría siempre el verla, así en Longbourn como en Netherfield, y de abrazarla tiernamente, apenas dió la mano a la primera. Isabel se despidió de todos con la mayor viveza de ingenio.
No fueron muy cordialmente recibidas por la madre. La señora de Bennet manifestó asombro por su llegada y afirmó que hacían muy mal en ocasionarle semejante disgusto, dando por seguro que Juana volvería a resfriarse. Pero su padre, aunque muy lacónico en sus expresiones de contento, quedó en realidad muy satisfecho de verlas. Había notado lo que significaban en el círculo de la familia; la conversación de la velada, cuando todos estaban reunidos, había perdido mucho de su animación y casi todo el ingenio con la ausencia de Juana e Isabel.
Hallaron a María embebida, como de costumbre, en el estudio de la naturaleza física y humana; podía ofrecer a la admiración de los demás algunos nuevos extractos de sus lecturas y endilgar nuevas sentencias de rancia moral. Catalina y Lydia guardaban para ellas informaciones de muy diversa especie. En el regimiento se había hablado mucho y se habían hecho muchas cosas desde el viernes anterior; varios oficiales habían comido recientemente con su tío, había sido azotado un soldado, y en la actualidad se decía que el coronel Forster iba a casarse.
Capítulo 13
—Supongo, querida mía —dijo el señor Bennet a su mujer cuando almorzaban a la mañana siguiente—, que habrás encargado buena comida para hoy, porque tengo razones para esperar cierta adición al número de los de nuestra familia.
—¿Qué dices, querido mío? No sé que venga nadie, a no ser que a Carlota Lucas se le ocurra hacerlo, y creo que mis comidas son suficientemente buenas para ella. No creo que las vea a menudo así en su casa.

—La persona a quien aludo es un forastero.
Los ojos de la señora de Bennet brillaron entonces.
—¿Caballero y forastero? Pues es seguro que se trata del señor Bingley. Juana, ¿por qué no me has dicho una palabra de esto? ¡Ah pícara! Tendré mucho gusto en verlo. Pero, ¡Dios mío, qué desgracia!: no se puede comprar hoy ni un trozo de pescado. Lydia, amor mío, toca la campanilla; tengo que hablar a Hill al instante.
—No se trata del señor Bingley —dijo el marido—; el forastero es una persona a quien no he visto en toda mi vida.
Eso despertó general asombro, y como consecuencia tuvo él el placer de ser interrogado con ansiedad por su mujer y sus cinco hijas a la vez.
Tras de divertirse algún tiempo excitando esa curiosidad, se explicó así:
—Hace como un mes recibí esta carta, y hace quince días poco más o menos la contesté; no antes, pues creí delicado el caso y que requería atención. Es de mi primo Collins, el que cuando yo muera podrá despacharos a todos de esta casa en cuanto le plazca.
—¡Oh querido! —exclamó su mujer—. No puedo sufrir el oírlo nombrar. Te suplico que no hables de un hombre tan odioso. Tengo por la cosa más fuerte del mundo el que tu dominio se haya de transmitir fuera del círculo de tus hijas, y estoy bien segura de que si me viera en tu lugar, hace tiempo que habría tentado algo para evitar eso.
Juana e Isabel trataron de explicarle en qué consistía su vínculo. Con frecuencia lo habían intentado antes; pero era ése un asunto sobre el cual la señora de Bennet evitaba mucho entrar en razón; y así, continuó lanzando frases sobre la crueldad que significaba el arrebatar una propiedad a una familia con cinco hijas y en favor de un hombre que a nadie importaba.
—Es en verdad muy inicuo —dijo el señor Bennet—, y nada puede justificar a Collins del delito de heredar Longbourn. Pero si quieres escuchar esta carta acaso te ablande algo con su manera de expresarse.
—No, estoy segura de no ablandarme; y después de todo, creo que es una impertinencia el que te escriba, y además mucha hipocresía. Odio a esos falsos amigos. ¿Por qué no continúa pleiteando contigo, como su padre lo hizo en su tiempo?
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I. —Pues porque parece que ha sentido en eso algún escrúpulo, como vas a oír:
«Hunsford, cerca de Westerham, Kent, 15 de octubre. «Querido primo: El desagrado subsistente entre ti y mi honorable padre siempre me molestó, y desde que tuve la desgracia de perder a éste he deseado muchas veces que acabase, aunque durante algún tiempo he retardado el procurarlo, temiendo que resultase irrespetuoso a la memoria del mismo el avenirme con uno con quien siempre le plugo estar en discordia. Pero me he decidido ya a eso, pues habiendo recibido órdenes en Pascua, he tenido la suerte de
haber sido favorecido con el patronato de la muy honorable lady Catalina de Bourgh, viuda. de sir Lucas de Bourgh, cuya bondad y beneficencia me ha preferido para la rectoría en su parroquia, donde habrá de ser mi más firme propósito continuar agradecido y respetuoso hacia Su Señoría y estar siempre dispuesto a celebrar los ritos y ceremonias instituídos por la Iglesia de Inglaterra. Por otra parte, creo que es obligación mía como eclesiástico promover y restablecer las bendiciones de la paz en todas las familias a que se extienda mi influencia; y con ese fundamento, me lisonjeo de que mis actuales preludios de buena voluntad serán altamente recomendables y de que la circunstancia de ser heredero del vínculo de Longbourn será considerada benignamente por ti y no te llevará a rechazar la ofrenda de la rama de olivo. No puedo menos de sentir el perjuicio de tus amables hijas, y permite que me disculpe por ello y te asegure mi deseo de repararlo en cuanto sea posible en adelante. Si no te opones a recibirme en tu casa, me propongo tener la satisfacción de visitarte, así como a tu familia, el lunes 18 de noviembre, a las cuatro, y acaso prolongue el usar de vuestra hospitalidad hasta el sábado siguiente por la tarde, lo cual puedo hacer sin inconveniente, puesto que lady. Catalina de Bourgh está muy lejos de ponerme reparos, ni aun por una ausencia fortuita en domingo, con tal que algún otro eclesiástico quede apalabrado para cumplir las obligaciones de ese día. Quedo, estimado primo, con respetuosos saludos a tu esposa e hijas, tu amigo, que te desea dichas,
«GUILLERMO COLLINS.» —Por consiguiente —dijo el señor Bennet en cuanto plegó la carta —, a las cuatro debemos esperar a este caballero pacificador. Parece un joven muy instruido y fino, a fe mía, y no dudo de que haremos con él un conocimiento valioso, en especial si lady Catalina fuese tan indulgente que le permitiese volver a vernos.
—Pero hay algo significativo en lo que dice referente a las muchachas, y si está dispuesto a darles alguna reparación, no seré yo quien le desanime.
—Aunque es difícil —apuntó Juana— adivinar de qué modo puede entender eso de darnos lo que piensa que nos es debido, su buen deseo le abona ciertamente.
Isabel estaba extrañada sobre todo de su extraordinaria deferencia hacia lady Catalina y de su benigna intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses cuando fuere preciso.
—Me parece —dijo— que debe de ser muy singular. No me lo puedo quitar de la cabeza. Hay algo de pomposo en su estilo. Y ¿qué puede significar eso de excusarse por ser heredero del vínculo? No hemos de suponer que lo evitaría si pudiera. ¿Será, papá, tan delicado?
—No, querida, no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que me resulte por completo lo contrario. Hay en su carta tal mezcla de servilismo y presunción que lo hace presentir. Estoy impaciente por verle.
—En cuanto a la redacción —dijo María—, su carta no parece mala. La idea del ramo de olivo no es completamente nueva, pero me parece que está bien expresada.
Por lo que hace a Catalina y Lydia, ni la carta ni su autor las interesaban lo más mínimo. No era probable que su primo viniera con traje rojo, y hacía algunas semanas que no gustaban de la sociedad de hombres con otro color. En lo tocante a la madre, la carta del señor Collins le había quitado mucho de su malquerencia y hallábase dispuesta a verle con un grado de moderación que asombrase a su marido y a sus hijas.
El señor Collins llegó puntual a su hora y fué recibido con gran cortesía por toda la familia. Verdad es que el señor Bennet habló poco; pero las señoras estuvieron bastante propicias a conversar, y el señor Collins no parecía ni necesitado de que se le animase ni inclinado de por sí al silencio. Era un joven alto, de mirada tristona, y de treinta y cinco años. Su porte era grave y parado, y sus modales, muy ceremoniosos. No llevaba mucho tiempo sentado cuando felicitó a la señora de Bennet por tener tan bellas hijas; manifestó que había oído mucho de su belleza; pero que en ese punto la fama habíase quedado corta al lado de la realidad, añadiendo que no dudaba en haberlas de ver bien casadas a todas a su debido tiempo. La galantería no fué muy del gusto de alguna de las oyentes; pero la señora de Bennet, que no se andaba en cumplidos, contestó al punto:
—Eres muy amable, y de todo corazón deseo que sea como dices, porque de otro modo quedarían bastante desamparadas. De modo tan singular están dispuestas las cosas.
—¿Aludes acaso al vínculo de esta propiedad?
—¡Ah!, ciertamente debes conocer que es asunto muy penoso para mis hijas. No es que te reconvenga, pues sé que semejantes cosas son debidas a la suerte; no se sabe cómo han de ir las posesiones cuando se vinculan.
—Mucho siento la desgracia de mis lindas primas, y no poco podría hablar sobre esa cuestión; mas no quiero parecer precipitado. Pero puedo asegurarles que vengo dispuesto a admirarlas. Por ahora no digo más; cuando nos conozcamos mejor…
Fué interrumpido por la invitación para ir a comer, y las muchachas se sonrieron entre sí. No fueron ellas el único objeto de ponderación del señor Collins; el vestíbulo, el comedor y todo su ajuar fueron por él examinados y elogiados, y esos elogios por todo hubiesen llegado al corazón de la señora de Bennet a no ser por la suposición mortificante de que él veía en todo ello su futura propiedad. La comida a su vez fué grandemente ensalzada, suplicando él que se le dijese a cuál de sus hermosas primas correspondía el mérito de su preparación. Pero aquí fué llamado al orden por la señora de Bennet, quien aseguró que ellos podían perfectamente tener un buen cocinero y que sus hijas nada tenían que hacer en la cocina. El se disculpó por haberla disgustado, y aunque ella, en tierno tono, se manifestó como no ofendida, Collins continuó excusándose próximamente durante un cuarto de hora.
Capítulo 14
Durante la comida el señor Bennet apenas habló; pero cuando se retiraron los criados juzgó que era ocasión de conversar algo con su huésped, y por eso sacó a colación un tema en que pensaba quedar bien ante éste diciéndole que era muy afortunado con su patrona. La atención que lady Catalina de Bourgh prestaba a sus deseos y la importancia por él conce- dida a su propio comfort fueron cosas que tocó el señor Bennet, y nada pudo haber elegido mejor. El tema condujo a Collins a emplear mayor solemnidad de modales que de ordinario, y con la mayor seriedad afirmó que en toda su vida no había visto conducta igual en una persona de su rango, ni tal afabilidad y condescendencia como él había observado en lady Catalina. Habíase dignado aprobar los dos sermones que ya había tenido el honor de predicar ante ella; le había invitado también a comer dos veces en Rosings, y el mismo sábado anterior había enviado por él para completar su partida de cuatrillo durante la velada. Lady Catalina era tenida por orgullosa por muchos a quienes él conocía; pero él mismo jamás había visto en ella sino afabilidad. Le había hablado siempre como pudiera hacerlo a cualquier otro caballero; no hacía la menor objeción a que él se reuniese con las gentes de su vecindad, ni porque abandonase en ocasiones su parroquia durante una o dos semanas para visitar a sus parientes. Se había dignado recomendarle siempre que se casase lo más pronto posible, con tal que eligiese con discreción, y le había visitado en su humilde abadía, donde aprobara en absoluto cuantas alteraciones hiciera, llegando hasta a sugerirle alguna, entre ellas una relativa a las habitaciones superiores.

—Cierto que todo eso está muy bien y revela cortesía dijo— la señora de Bennet; tengo desde luego por muy agradable a esa señora. ¡Lástima que las grandes señoras en general no se le parezcan!
¿Vive cerca de ti?
—El jardín donde se alza mi humilde residencia está separado sólo por un camino del parque de Rosings, morada de Su Excelencia.
—Creo que has dicho que era viuda. ¿Tiene familia?
—Sólo una hija, la heredera de Rosings y de otras muy extensas propiedades.
—¡Ah! —exclamó la señora de Bennet sacudiendo la cabeza—. En ese caso, está mejor que ciertas muchachas. Y ¿qué especie de señorita es? ¿Es guapa?
—Es en verdad una muy encantadora señorita. La propia lady Catalina dice que, en cuanto a hermosa, la señorita de Bourgh es muy superior a las más bellas de su sexo, porque hay algo en sus facciones que delata a la joven de distinguida casa. Por desgracia, es de constitución enfermiza, lo cual le ha impedido progresar en ciertos detalles de educación, que de otra suerte no le faltarían, según me ha informado la señora que dirigió su enseñanza y que aun reside con ellas. Pero es muy amable, y a menudo se digna pasar por mi humilde residencia con su faetoncito y sus jacas.
—¿Ha sido presentada en sociedad? No recuerdo. su nombre entre las damas de la corte.
—Su desigual estado de salud le ha impedido, por desgracia, residir en la capital, y por eso, como dije un día a lady Catalina, ha privado a la corte británica de su mejor ornato. Su Excelencia pareció complacerse con esta idea mía, y podréis comprender que me considero dichoso en dirigirle en todas las ocasiones pequeños cumplidos por el estilo, que siempre son gratos a las damas. Más de una vez he dicho a lady Catalina que su encantadora hija parecía nacida para duquesa, y que el más elevado rango, en vez de remontarla, quedaría honrado por ella. Tal es el género de cosillas que agrada a Su Excelencia, y ésa es la clase de atenciones que me considero especialmente obligado a tener.
—Estás en lo cierto —dijo el señor Bennet—, y es fortuna para ti poseer el talento de lisonjear con delicadeza. Puedo preguntarte si semejantes gratas atenciones proceden por impulso del momento o son resultado de previo estudio?
—Brotan por lo general del momento, y aunque a veces me entretengo en idear y preparar esos cumplidos elegantes para poderlos adaptar a las ocasiones que se brindan, siempre anhelo darles tal aire que semejen en lo posible como no estudiados.
Las suposiciones del señor Bennet se habían realizado. Su primo era tan absurdo como él había creído, y por eso le escuchaba con el más perverso gozo, conservando al propio tiempo la más absoluta compostura, y salvo alguna mirada a Isabel de vez en cuando, sin tratar de buscar copartícipes en su placer.
Mas a la hora del te la dosis resultaba ya suficiente, y como el señor Bennet tuvo la satisfacción de ver de nuevo en el salón a su huésped, cuando aquél concluyó, invitó a éste a leer en alta voz a las señoras. Collins accedió al punto y se trajo un libro; mas en cuanto lo vió—conocíase en seguida que era de una biblioteca circulante —se detuvo, y excusándose, declaró que jamás leía novelas. Catalina le miró con extrañeza y a Lydia se le escapó una exclamación. Presentáronsele otros volúmenes, y tras algunas dudas, eligió los sermones de Fordyce. Lydia comenzó a bostezar en cuanto él abrió el libro, y antes de que con monótona solemnidad hubiera leído tres páginas, la misma le interrumpió de este modo:

—¿Sabes, mamá, que nuestro tío Philips habla de abandonar Richard?; y si es así, el coronel Forster lo alquilará. Mi propia tía me lo comunicó así el sábado. Mañana iré a Meryton a saber más sobre eso y a preguntar cuándo regresa de la capital el señor Denny.
Las dos hermanas mayores suplicaron a Lydia que refrenase la lengua; pero Collins, muy ofendido, dejó a un lado el libro y exclamó:
—Con frecuencia he observado a cuán pocas señoritas interesan los libros de carácter serio, aunque estén escritos sólo para su bien. Confieso que me confunde, pues en verdad que nada puede haber tan ventajoso para ellas como la instrucción. Pero no quiero importunar más tiempo a mi primita.
Volviéndose entonces hacia el señor Bennet, se le ofreció como rival en el juego de chaquete. El señor Bennet aceptó el reto, notando que obraba con gran cordura en dejar a las muchachas con sus peculiares entretenimientos de bagatelas. La señora de Bennet y sus hijas excusaron con mucha cortesía la interrupción de Lydia, prometiendo que eso no volvería a ocurrir si de nuevo tomaba el libro el señor Collins; mas éste, tras de asegurarles que no se resentía con su primita y que nunca tomaría por ofensa su conducta, se sentó en otra mesa con el señor Bennet y se dispuso a jugar al chaquete.
Capítulo 15
No era Collins hombre delicado, y las deficiencias de la naturaleza habían sido poco suplidas por la educación y la vida social; había pasado la mayor parte de su vida bajo la dirección de un padre avaro y sin cultura, y aunque él perteneció a una de las Universidades, sólo había adquirido en ella los conocimientos indispensables, sin pasar más allá. La sujeción en que su padre le había educado sirvió para proporcionarle en un principio gran modestia en su porte; mas eso se hallaba al presente bastante contrapesado con la presunción propia de una cabeza ligera de vida retirada y los sentimientos consiguientes a una pronta e inesperada prosperidad. Un afortunado azar le había recomendado a lady Catalina de Bourgh al quedar vacante el beneficio de Hunsford, y el respeto que sentía por el rango de aquélla y su veneración a la misma como su patrona, mezclados con muy buena opinión de sí mismo, de su autoridad como clérigo y de sus derechos como rector, habíanle tornado verdadero compuesto de orgullo y amabilidad, petulancia y modestia.

Poseyendo ahora buena casa y más que suficientes ingresos, pretendía casarse, y al buscar la recon- ciliación con la familia de Longbourn tendía la vista hacia una esposa, por pensar elegir como tal a una de las hijas si las encontraba tan bellas y agradables como le habían sido presentadas por la voz pública. Tal era su plan de reparación y compensación por haber de heredar el patrimonio de su padre, plan que juzgaba excelente, tan elegible como aceptable, a la par que en extremo generoso y desinteresado por su parte.
No varió de plan al ver a las muchachas. El amoroso rostro de Juana le afirmó en sus propósitos, ayudándole a seguir fiel a sus rigurosas ideas sobre lo que se debe a la antigüedad; y así, durante la primera velada ella constituyó su decidida elección. Mas a la mañana siguiente cambió de rumbo, pues en un cuarto de hora de tête-à-tête con la señora de Bennet antes de almorzar, en conversación que principió él tratando de su casa, y que condujo de modo natural a la declaración de sus proyectos de buscar en Longbourn señora para la misma, oyó de labios de la mencionada, entre muy complacientes sonrisas y otras demostraciones propias para animarle, cierta advertencia relativa a Juana, en quien se había fijado. «En cuanto a sus hermanas menores, nada podía decir de ellas, no le era dable contestar positivamente; pero no sabía de nadie que se hubiese adelantado. Ahora, por lo que tocaba a su hija mayor, probablemente iba a quedar en breve comprometida, y creía ella conveniente avisárselo.»
Collins no tenía que hacer sino pasar de Juana a Isabel, y eso quedó pronto resuelto mientras la señora de Bennet atizaba el fuego. Isabel, que así seguía a Juana por nacimiento como por hermosa, la reemplazó por consiguiente.
La señora de Bennet se percató bien de eso, confiando en que no tardaría en tener dos hijas casadas; y así, el hombre de quien no podía sufrir que se hablase el día anterior quedó hoy elevadísimo en su estimación.
El proyecto de Lydia de ir a Meryton no se había desechado; todas las hermanas, a excepción de María, accedieron a ir con ella, y Collins iba a acompañarlas, a ruegos del señor Bennet, quien estaba muy deseoso de desembarazarse de aquél y tener su biblioteca para sí, porque hasta entonces Collins le había seguido desde terminado el almuerzo, y allí habría continuado, ocupado en apariencia con uno de los mayores infolios de la colección, pero en realidad conversando con el señor Bennet, con muy escasas interrupciones, sobre su casa y su jardín de Hunsford. Todo eso descomponía al señor Bennet de modo extraordinario. En su biblioteca había estado siempre cómodo y tranquilo, y aunque preparado de antemano, según había dicho a Isabel, a encontrar locura y vanidad en los otros departamentos de la casa, habíase acostumbrado a verse libre de semejantes cosas allí. Por eso su cortesía se empleó pronto en invitar a Collins a unirse con sus hijas en su paseo, y aquél, que era en efecto más dado a pasear que a leer, se tuvo por feliz en extremo con cerrar su libro y marcharse.
En pomposas expresiones por su parte y corteses asentimientos por la de sus primas transcurrió el tiempo hasta que entraron en Meryton. La atención de las más jóvenes no se dedicó desde entonces a él. Sus ojos anduvieron recorriendo las calles en busca de los oficiales, y nada, con excepción de algún sombrero de veras elegante o cierta muselina de completa novedad, logró atraerlas.
Pero la atención de todas las señoritas se fijó pronto en un joven a quien antes no habían visto, de muy gentil aspecto y que paseaba con un oficial al otro lado de la calle. El oficial era el propio señor Denny, cuyo regreso de Londres venía Lydia a averiguar, y que se inclinó saludándolas cuando pasaron. Todas quedaron sorprendidas del porte del forastero, todas pensaban con curiosidad en quién podría ser; y Catalina y Lydia, determinadas a averiguarlo si fuera posible, cruzaron la calle bajo pretexto de necesitar algo de la tienda de enfrente, y ganaron la acera cuando ambos caballeros, al volver, llegaban al mismo sitio. Denny se dirigió en derechura a ellas y suplicóles permiso para presentarlas a su amigo señor Wickham, llegado con él de la capital el día anterior, y del cual tenía el honor de decir que había aceptado un destino en su cuerpo. Eso era justamente lo único que faltaba, pues el joven sólo necesitaba pertenecer al regimiento para resultar por completo encantador. Su aspecto le era favorable en gran manera: poseía belleza, finos modales, buena figura y ameno trato. La presentación fué seguida por parte de él con una conversación en que manifestó la más completa soltura, pero acompañada de la más absoluta corrección y sin las menores pretensiones; y toda la partida seguía de pie, comunicándose entre sí gratamente, cuando se hizo notar el ruido de unos caballos, y Darcy y Bingley aparecieron sobre ellos a través de la calle. Al distinguir a las señoras del grupo los dos caballeros se dirigieron hacia ellas y comenzaron los saludos de rigor. Bingley fué quien más habló, y Juana su principal interlocutora. Díjole aquél que se encaminaban a Longbourn con el propósito de adquirir noticias suyas; Darcy lo corroboró con una inclinación; y comenzaba a determinarse a no fijar los ojos en Isabel, cuando quedó de repente detenido por la visita del forastero, y como dió la casualidad de tener Isabel ocasión de ver el aspecto de los dos al mirarse entre sí, fué testigo del asombro que les causara el encuentro. Los dos cambiaron el color, tornándose uno pálido y otro rojo. Wickham, tras un breve momento, se llevó la mano al sombrero, saludo que Darcy se dignó devolver. ¿Qué podía significar eso? Era imposible imaginarlo; éralo también ignorarlo demasiado tiempo.
Un momento después Bingley, que no pareció enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo.
Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta la puerta del señor Philips, y allí se despidieron, a pesar de los apremiantes ruegos de Lydia referentes a que entrasen, y a pesar también de que la señora de Philips abriera la ventana y secundase en voz alta la invitación.
La señora de Philips se alegraba siempre de ver a sus sobrinas. Las dos mayores, por su reciente ausencia, fueron en especial muy bien recibidas; y estábales expresando su sorpresa por su rápido retorno a su casa—del cual, por no haber sido su coche propio quien las condujera, nada habría sabido sin darse la casualidad de topar en la calle con un aprendiz del señor Jones, quien le había dicho que no tenían que enviar más medicinas a Netherfield porque las señoritas de Bennet habían regresado—cuando su cortesía fué reclamada para Collins por la presentación que del mismo le hizo Juana. Recibiólo con la más exquisita educación, a la cual él correspondió con otra tanta, disculpando su introducción sin relación previa, lo cual, sin embargo, no impedía que él se enorgulleciese de que resultase justificada por su parentesco con las muchachas que le presentaban. La señora de Philips quedó por completo abrumada con tal exceso de buena educación; pero sus atenciones a semejante forastero acabaron pronto por causa de las exclamaciones y preguntas relativas al otro, del cual, no obstante, ella sólo podía decir a sus sobrinas lo que ya sabían: que Denny lo había traído de Londres y que iba a desempeñar el cargo de teniente en la milicia del condado. Añadióles que se hallaba observando al otro durante la última hora, mientras paseaban arriba y abajo por la calle, cuando vió aparecer a Wickham. Catalina y Lydia habrían continuado en verdad semejante ocupación; pero. por desgracia, en la ocasión presente nadie pasaba bajo las ventanas, excepto unos pocos oficiales, que al lado del forastero resultaban «camaradas estúpidos y desagradables». Algunos de ellos iban a comer con los Philips al día siguiente, y la tía les prometió hacer que su marido invitase a Wickham y le introdujera también si la familia de Longbourn hubiera de venir por la tarde. Convínose así, y la señora de Philips aseguró que tendrían un ruidoso juego de lotería y tras él su poco de cena caliente. La perspectiva de tamañas delicias era muy grata, y por eso las muchachas se ausentaron con la mayor alegría. Collins repitió sus excusas al salir de la casa, aunque se le aseguró que eran en absoluto innecesarias.
Al volver a casa, Isabel refirió a Juana lo ocurrido entre los dos caballeros; mas aunque Juana sostenía que uno de ellos, o los dos, debían estar equivocados, no pudo explicarse el hecho mejor que su hermana.
Collins, a su regreso, proporcionó mucho agrado a la señora de Bennet ponderando los modales y la educación de la señora de Philips. Aseguró que, excepto lady Catalina y su hija, nunca había visto mujer más elegante; porque no sólo le había recibido con la más extremada cortesía, sino que de hecho le había incluído en la invitación para la próxima velada, aun siéndole totalmente desconocido antes. Suponía que algo de ello podría atribuirse a su parenteseo con ellas; pero aun así, jamás había recibido tanta atención en todo el curso de su vida.
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I.
Capítulo 16
Como no se hizo ninguna objeción al compromiso de las muchachas con su tía y todos los escrúpulos de Collins por el hecho de dejar solos a los señores de Bennet durante su visita a los mismos por causa de una sencilla reunión quedaron firmemente refutados, el coche le condujo temprano a Meryton, en unión de sus cinco primas, y éstas, al entrar en el salón, tuvieron el gusto de oír que Wickham había aceptado la invitación de su tío y se hallaba entonces en la casa.

Una vez comunicado esto y sentados todos, Collins quedó a sus anchas para mirar a su alrededor y dedicarse a admirarlo todo, y quedó tan sorprendido de las dimensiones y del ajuar de la pieza, que declaró haberse figurado que se encontraba en el pequeño comedor de verano de Rosings, comparación que al punto no produjo gran entusiasmo; mas en cuanto la señora de Philips supo por aquél lo que era Rosings y quién era su propietaria; cuando hubo escuchado la descripción de uno solo de los salones de lady Catalina y tuvo noticia de que tan sólo la chimenea había costado ochocientas libras, conoció todo el valor de aquel cumplido y con dificultad habría lamentado que se comparase su salón con la habitación del mayordomo.
En describirle todas las grandezas de lady Catalina y de su mansión, con digresiones de vez en cuando en alabanza de su humilde abadía y de las mejoras que ésta iba recibiendo, se ocupó gratamente hasta que los otros caballeros se le unieron, habiendo hallado en la señora Philips una oyente muy atenta, en quien cuanto escuchaba elevaba la opinión que formara de aquél, y que estaba resuelta a repetirlo todo ante sus vecinas tan pronto como le fuera posible. A las muchachas, que no podían escuchar a su primo y no tenían otra cosa que hacer sino ansiar tener a mano un instrumento de música y examinar las insignificantes imitaciones de china de la repisa de la chimenea, el intervalo de espera pareció muy largo. Pero por fin pasó. Los caballeros se aproximaron, y al entrar Wickham en la estancia notó Isabel que ni antes le había visto ni después pensado en él con excesiva admiración. Los oficiales de la milicia del condado gozaban en general mucho crédito, tenían caballerosa apostura, y lo mejor de todos ellos se encontraba en aquella reunión; pero Wickham se alzaba tanto sobre todos los otros en cuanto a su persona, aspecto, aire y modo de andar, como ellos eran superiores al grueso tío Philips, que olía a vino de Oporto y que los había seguido al salón.

Wickham era el hombre dichoso a quien todos los ojos femeniles se volvían, e Isabel fué la feliz mujer junto a la cual él acabó por sentarse; y el grato modo como al punto entró él en conversación, aunque fuera sólo para hablar de que la noche era húmeda y de las probabilidades de una temporada lluviosa, hizo conocer a ella que los tópicos más comunes, más necios, más usados, pueden resultar interesantes por la habilidad de quien los emplea.
Con rivales para ganar la atención de las bellas como eran Wickham y los otros oficiales, Collins pareció hundido en la insignificancia; para las jóvenes no era nadie; pero encontró aún a intervalos una amable interlocutora en la señora de Philips, y estaba, debido a los cuidados de ésta, muy bien provisto de café y de pastas.
Cuando se puso la mesa de juego vio oportunidad para corresponder a dicha señora sentándose a jugar al whist con ella.
—Conozco poco este juego por ahora —díjole—; pero me gustaría progresar en él, habida cuenta de mi situación en la vida.
La señora de Philips quedó muy agradecida de su complacencia, aunque sin poder entender esas razones.
Wickham no jugaba al whist, y con verdadero deleite fué recibido en otra mesa entre Isabel y Lydia. Al principio pareció que la segunda iba a acapararle en absoluto, pues era muy resuelta habladora; pero como a la vez era en extremo aficionada a la lotería, pronto se interesó demasiado en el juego y se dedicó sobradamente a hacer apuestas y dirigir exclamaciones, para poder prestar atención a otra cosa cualquiera. Gracias a la conversación general propia del juego Wickham pudo vagar para departir con Isabel, y ella estaba deseosísima de escucharle, aunque lo que sobre todo ansiaba oír, o sea la historia de su conocimiento con Darcy, no tenía esperanza de que se mencionase. Ni siquiera se atrevió a nombrar a dicho caballero. Mas su curiosidad quedó satisfecha de modo inesperado: el propio Wickham comenzó el tema. Preguntó cuánto había de Meryton a Netherfield, y tras de recibir la contestación volvió a preguntar con inquietud cuánto hacía que estaba allí el señor Darcy.
—Un mes poco más o menos —contestó Isabel; y entonces, no queriendo abandonar el tema, añadió:— Creo que es persona de grandes propiedades en el condado de Derby.
—Sí —contestó Wickham—; su hacienda es importante: diez mil libras anuales. No podría usted encontrar a nadie más apto que yo mismo para dar a usted informes verídicos sobre él, porque he estado relacionado con su familia de modo especial desde mi infancia.
Isabel no pudo menos de mirarle con sorpresa.
—Admirará a usted, señorita de Bennet, esta aserción mía después de haber visto, cual lo habrá hecho usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro ayer. ¿Tiene usted mucha relación con el señor Darcy?
—Toda la que deseo tener —repuso Isabel con viveza—. He pasado cuatro días en la misma casa que él y le tengo por muy desagradable.
—Yo no tengo derecho a dar mi opinión —continuó Wickham— en cuanto a si es o no agradable. No me es lícito formarla siquiera. Le he conocido durante demasiado tiempo y sobrado bien para ser juez conveniente. Para mí es imposible ser imparcial. Pero creo que su opinión de usted sobre él sorprenderá en general, y tal vez no la expresaría usted con tanta claridad en ningún otro sitio. Aquí está usted entre su propia familia.
—A fe mía que no digo aquí sino lo que diría en cualquiera otra casa de la vecindad, menos Netherfield. Todo el mundo está disgustado por su orgullo. No encontrará usted nadie que hable más favorablemente de él.
—No puedo pretender dolerme —dijo Wickham tras una corta pausa— de que ni él ni nadie no sean estimados en más de sus méritos; pero con él no ocurre eso de ordinario. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia, o queda sobrecogida por sus distinguidos e imponentes modales, y así, lo ve sólo como él quiere ser visto.
—Yo, a pesar de lo ligero de su relación con él, lo tendría por persona de malas cualidades.
Wickham se limitó a sacudir la cabeza.
—Me maravilla —dijo a la próxima ocasión de tomar la palabra— que parezca que ha de estar mucho en este condado.
—Lo ignoro en absoluto; pero nada oí acerca de su marcha cuando estuve en Netherfield. Supongo que a los planes de usted relativos a la milicia del condado no los afectará el que él se encuentre en la vecindad.
—¡Oh!, no; no he de irme porque el señor Darcy esté aquí. Si desea evitar el verme, él será quien haya de partir. No estamos en buena amistad, y me molesta el encontrarle; mas no tengo otra razón para huirle sino una que puedo proclamar ante todo el mundo: el creer haber sido muy mal tratado, y los penosos recuerdos de que sea él lo que es. Su padre, señorita de Bennet, el último señor Darcy, fué el mejor hombre que ha existido y el más verdadero amigo que yo tuve jamás; y así, nunca puedo hablar con Darcy sin que mi alma se oprima con mil tiernos recuerdos. Su conducta. conmigo ha sido escandalosa; pero confieso sinceramente que cualquiera cosa suya olvidaría mejor que el modo como ha frustrado las esperanzas y deshonrado la memoria de su padre.
Isabel observaba que el interés del asunto crecía, y escuchaba con sus cinco sentidos; mas la índole delicada de aquél le vedó preguntar más.
Wickham comenzó a hablar de lugares comunes: Meryton, la vecindad, la sociedad, mostrándose muy complacido de cuanto había visto, y hablando, sobre todo de lo último, con fina y patente galantería.
—La perspectiva de constante sociedad, y de sociedad buena — añadió—, ha sido mi principal atractivo para entrar en la milicia del condado. Sabía que era un Cuerpo muy respetado, muy agradable, y mi amigo Denny me tentó además describiéndome su actual residencia y contándome las grandes atenciones y relaciones excelentes que Meryton le ha procurado. La sociedad, lo confieso, me es necesaria. He sido un hombre engañado, y mi espíritu no sufre la soledad. Necesito ocupa- ción y trato. La vida militar no es lo que yo creía! pero las circunstancias me la han hecho hoy ventajosa. Mi profesión debió haber sido la Iglesia; para ella estaba educado, y me hallaría en la actualidad en posesión de muy pingüe beneficio si así hubiera placido al caballero de quien ahora mismo estábamos tratando.
—¡De veras!
—Sí; el último señor Darcy me legó la primera presentación que correspondiese a la familia. Era mi padrino y me quería entrañablemente. No puedo hacer justicia a su bondad. Proyectaba ayudarme en grande, y creyó haberlo hecho; mas cuando la vacante del beneficio sobrevino, éste fué dado a otro.
—¡Cielos!—exclamó Isabel—; pero ¿cómo pudo ser eso? ¿Cómo se pudo prescindir de la voluntad del padre? ¿Cómo no buscó usted reparación legal?
—Había tal informalidad en los términos del legado, que no abrigaba esperanzas de parte de la ley. Un hombre de honor no habría dudado de la intención; pero Darcy prefirió dudar o tomar aquello como una recomendación meramemte condicional, afirmando que yo había perdido todo el derecho por extravagancia e imprudencia; en suma, por nonadas. Lo cierto es que el beneficio quedó vacante hace dos años, que yo tenía edad para ocuparlo, y que fué dado a otro; y no lo es menos que no puedo acusarme de haber hecho en puridad nada para merecer el perderlo. Tengo un tempe- ramento ardiente, soy indiscreto, y acaso haya expuesto algunas veces mi opinión sobre él, y aun a él mismo, con excesiva libertad. No puedo recordar nada peor. Pero el hecho es que somos hombres muy diferentes y que él me odia.
—Eso es verdaderamente espantoso. Merece él quedar desacreditado en público.
—Una vez u otra quedará; pero no por mí. Mientras no pueda olvidar a su padre no puedo provocarle ni comprometerle.
Isabel elogió esos sentimientos y tuvo a su interlocutor por más guapo que nunca cuando los expresaba.
—Pero —continuó ella tras un silencio— ¿qué puede haber dado motivo para eso? ¿Qué puede haberle inducido a conducirse con esa crueldad?
—Un absoluto y firme desagrado hacia mí, que no me es dable atribuir sino hasta cierto punto a los celos. Si el último señor Darcy me hubiera amado menos, su hijo me habría tolerado mejor; pero el extraordinario afecto de su padre hacia mí le molestó, según creo, desde temprana edad. No tenía carácter para sufrir la especie de competencia en que nos hallábamos, la preferencia que aquél me daba a menudo.
—No habría supuesto al señor Darcy tan malo como todo eso; pues aunque nunca me ha gustado, jamás he pensado de él tan mal. Había juzgado que despreciaba a las gentes en general; pero no sospeché que llegara a tan maligna venganza, a tal injusticia, a semejante inhumanidad.
Tras algunos minutos de reflexión prosiguió, con todo, ella:
—Recuerdo que se jactaba un día en Netherfield de lo implacable de sus sentimientos, de tener un carácter que no perdonaba. Su natural debe ser terrible.
—No he de exponer mi opinión —replicó Wickham—; es difícil que pueda ser yo justo con él.
Isabel meditó de nuevo para sus adentros, y tras algún tiempo exclamó:
—¡Tratar de semejante manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre! Y pudiera haber añadido: «A un joven, además, como usted, cuyo solo aspecto garantiza la amabilidade; pero se limitó a decir: —Y a uno, además, que acaso haya sido su compañero de la niñez, unido con él, según creo que usted ha dicho, del modo más íntimo.
—Habíamos nacido en la misma parroquia, dentro del mismo parque; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, participando de los mismos juegos, siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre comenzó por la profesión en que parece que su tío de usted, el señor Philips, ha alcanzado tan subido crédito; pero prescindió de todo para ponerse a la disposición del señor Darcy, y consagró todo su tiempo al cuidado de la propiedad de Pemberley. Era sumamente estimado del señor Darcy, su muy íntimo y confidencial amigo. El propio señor Darcy reconoció a menudo que estaba muy obligado al celo y a la actividad de mi padre, y cuando, poco antes de la muerte de éste, aquél le prometió de modo espontáneo cuidarme, yo estaba convencido de que lo creía a la par una deuda de gratitud hacia mi padre y de afecto hacia mí.
—¡Qué extraño! —exclamó Isabel—. ¡Qué abominable! Me asombra que el mismo orgullo del señor Darcy no le haya hecho justo para con usted. Si no por otro motivo, por ser lo suficiente orgulloso para no ser honrado, ya que falta de honradez hay que llamar a eso.
—Es raro —replicó Wickham—, porque en casi todas sus acciones se rastrea el orgullo, y el orgullo ha sido de antiguo su mejor amigo. Se ha maridado con la virtud más que otro cualquier sentimiento. Pero en este caso nuestro ninguno de los dos se atuvo a su carácter, y en su conducta conmigo hubo impulsos más fuertes que el orgullo.
—¿Es posible que un orgullo tan abominable haya podido producir en él algún bien?
—Sí; le ha arrastrado con frecuencia a ser liberal y generoso, a dar a porfía su dinero, a mostrarse hospitalario, a ayudar a sus colonos, a socorrer al pobre. El orgullo de familia, orgullo de hijo, porque está muy orgulloso de lo que era su padre, ha obrado todo eso. El deseo de hacer ver que no deshonraba a su familia, que no disminuía en cuanto a popularidad ni perdía la influencia de la casa de Pemberley, ha sido su poderoso acicate. Tiene también orgullo de hermano, el cual, junto con algo de afecto fraternal, le ha convertido en un muy amable y cuidadoso custodio de su hermana, y de ordinario oirá usted que es tenido como el hermano más atento y mejor.
—¿Qué tal muchacha es la señorita de Darcy?
El meneó la cabeza.
—Desearía poderla llamar amablo; me da pena hablar mal de un Darcy. Cuando niña era afectuosa y complaciente y por extremo aficionada a mí, y yo he consagrado horas y más horas a su esparcimiento. Mas en la actualidad no representa nada para mí. Es una muchacha bella, entre quince y diez y ocho años, y creo que muy bien educada. Desde la muerte de su padre su residencia ha sido Londres, donde vive con una señora que cuida de su instrucción.
Tras muchas pausas y muchas tentativas de tratar otros asuntos, Isabel no pudo impedir el volver de nuevo al tema primero, diciendo:
—Estoy asombrada de la intimidad de esa persona con el señor Bingley. ¿Cómo éste, que semeja el buen humor en persona y que es, así lo creo, sincera y verdaderamente amable, puede tener amistad con un hombre así? ¿Cómo pueden avenirse el uno con el otro? ¿Conoce usted al señor Bingley?
—No, en absoluto nada.
—Es persona de carácter dulce, amable, encantador. Es imposible que sepa lo que es el señor Darcy.
—Es probable que no le conozca; pero Darcy puede agradar en cualquier sitio. No necesita esforzarse. Sabe ser compañero familiar si piensa que eso vale el tiempo que en ello emplea. Entre quienes son sus iguales en posición es muy otro de lo que es con los inferiores. Su orgullo jamás le desampara; pero con el rico es propenso a la liberalidad: justo, sincero, razonable, honrado, hasta acaso agradable, contribuyendo algo a ello su fortuna y su figura.
Terminada poco después la partida de whist, los jugadores se congregaron alrededor de la otra mesa, y Collins se situó entre su prima Isabel y la señora de Philips. La última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado de la partida. No había sido gran cosa; había perdido todos los puntos; mas cuando la misma señora comenzó a expresar su sentimiento por ello, él le aseguró con la mayor gravedad que la cosa no revestía la menor importancia, que consideraba el dinero como una bagatela y que le suplicaba que no se inquietase por ello.
—Sé muy bien, señora, que cuando uno se sienta ante una mesa de juego ha de someterse al azar, y felizmente no estoy en circunstancias que haya de conceder importancia a cinco chelines. Sin duda que habrá muchos que no podrían decir lo propio; pero gracias a lady Catalina de Bourgh estoy muy lejos de necesitar fijarme en tales pequeñeces.
La atención de Wickham se dirigió entonces a él, y tras de observarle durante algunos minutos, preguntó en voz baja a Isabel si su pariente trataba con intimidad a la familia de los de Bourgh.
—Lady Catalina de Bourgh —respondió ella— le ha dado hace poco un beneficio. Apenas sé cómo la persona del señor Collins llegó a noticia suya; pero es bien seguro que no hace mucho que se conocen.
—Usted sabrá con seguridad que lady Catalina de Bourgh y lady Ana Darcy eran hermanas, y que, por consiguiente, aquélla es hoy día la tía del señor Darcy.
—No por cierto; no sabía nada de los parentescos de lady Catalina. Jamás oí hablar de ella hasta anteayer.
—Su hija, la señora de Bourgh, poseerá una inmensa fortuna, y dícese que ella y su primo unirán los dos estados.
Esta noticia hizo sonreír a Isabel, que se acordó de la señorita de Bingley. Vanas eran, en efecto, las atenciones de ésta, inútiles su afecto a la hermana y sus elogios a él si Darcy se hallaba destinado a otra.
—El señor Collins—añadió Isabel—habla altamente de ambas, de lady Catalina y de su hija; mas, por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que la gratitud le engaña y que, a pesar de ser su patrona, es mujer arrogante y vanidosa.
—Opino que es ambas cosas en alto grado —replicó Wickham—. No la he visto desde hace muchos años; pero recuerdo muy bien que jamás me gustó y que sus modales eran dictatoriales e insolentes. Goza reputación de ser en extremo perspicaz; mas pienso que una parte de su talento se la prestan su rango y su fortuna; otra, sus modales autoritarios, y el resto, el orgullo de su sobrino, quien cree que cuantos se relacionan con él han de poseer entendimiento de primera.
Isabel confesó que él se había explicado sobre eso de modo muy razonable, y ambos continuaron jun- tos hablando con mutua satisfacción hasta que la cena puso fin a las cartas y proporcionó a las demás señoras parte de las atenciones de Wickham. No pudo entrar en verdadera conversación, dado el ruido de los comensales del señor Philips; pero sus modales le recomendaron a todas.
Cuanto decía lo decía bien y cuanto hacía estaba bien hecho. Isabel se marchó con la cabeza llena de él. No pudo pensar en nada sino en Wickham y en cuanto éste le había dicho, en todo el camino hasta su casa; pero no tuvo tiempo ni aun para mentar su nombre mientras a ella se dirigieron, pues ni Lydia ni Collins dejaron de hablar. Lydia habló sin parar de los billetes de la lotería, de lo que había perdido y de lo que había ganado, y en cuanto a Collins, con elogiar la finca de los señores de Philips, asegurar que no le hacían mella lo más mínimo sus pérdidas en el whist, enumerar todos los platos de la cena y repetir varias veces que temía hacer ir apretadas a sus primas, tuvo más que decir de lo que pudiera desarrollar con holgura antes de que el coche parara ante la casa de Longbourn.
Capítulo 17
Isabel contó a Juana, al día siguiente, lo ocurrido entre Wickham y ella. Juana lo escuchó con asombro e interés; no acertaba a creer que Darcy mereciese tan poco la estimación de Bingley, y no obstante, no llegaba a dudar de la veracidad de un joven de tan estimable aspecto como Wickham. La mera posibilidad de que hubiera soportado tales crueldades era suficiente para excitar todos sus tiernos sentimientos, y por consiguiente no restaba para ella sino pensar bien de ambos, defender la conducta de los dos y atribuir a casualidad o a error lo que no podía explicarse de otro modo.

—Ambos —decía— han sido engañados de una manera u otra, y en algo de que no podemos formarnos idea, estoy segura. Gentes interesadas en ello los han puesto mal entre sí. En suma, es imposible para nosotras conjeturar las causas o circunstancias que los han enemistado sin mengua de ninguna de las partes.
—Muy cierto; y ahora, querida Juana, ¿qué vas a decir en favor de esa gente interesada que por lo visto ha tomado cartas en el asunto? Justificalas también, o habremos de pensar mal de alguien.
—Ríete cuanto gustes; pero no me apartarás de mi opinión. Considera, queridísima Isabel, en cuán desgraciada situación coloca al señor Darcy el hecho de haber tratado de semejante modo al favorito de su padre, a aquel de quien su padre había prometido cuidar. No es posible. Nadie de pasaderos sentimientos humanitarios, ninguno que tenga en algo su propio carácter puede ser capaz de ello. ¿Es posible que sus más íntimos amigos vivan tan engañados respecto de él? ¡Oh!, no.
—Creería que el señor Bingley se hallaba enterado de eso, antes de pensar que el señor Wickham inventara historia tal sobre su misma persona como la que me refirió la noche pasada: nombres, hechos, todo citado sin rodeos. Si eso no es así, que lo refute el señor Darcy. Además, la verdad le salía por los ojos.
—Es cosa en verdad dificultosa, es caso angustioso. No se sabe qué pensar.
—Perdona: se sabe con exactitud lo que se debe pensar.
Pero Juana podía dar por cierta sólo una cosa: que si Bingley estaba enterado de eso sufriría mucho cuando el asunto se hiciese público.
Las dos señoritas fueron sorprendidas en el plantío, donde se habían estado comunicando, por la llegada de algunas de las mismas personas de quienes hablaban, de Bingley y sus hermanas. Venían a invitarlas personalmente para el baile de Netherfield, esperado desde hacía tiempo, que se había fijado para el próximo martes. Las dos señoras se congratularon de volver a ver a su amiga; dijeron que hacía un siglo que no se veían, y le preguntaron como de pasada qué había hecho desde su separación. Al resto de la familia dedicaron escasos cumplidos, huyendo de la señora de Bennet todo lo posible y hablando poco a Isabel y nada a las demás.. Pronto se marcharon, levantándose de sus asientos con una prontitud que sorprendió al hermano y atropellándose cuanto les fué dable para librarse de las cortesías de la señora de Bennet.
La perspectiva del baile de Netherfield fué por extremo grata a todo el elemento femenino de la familia. La señora de Bennet dió en considerarlo como un obsequio dedicado a su hija mayor, y se jactaba de modo especial de haber recibido la invitación del propio Bingley y no por medio de ceremoniosa tarjeta. Juana fantaseaba una velada feliz con la sociedad de sus amigas y las atenciones del hermano, e Isabel pensaba con deleite en bailar mucho con Wickham y en ver la confirmación de toda la consabida historia en las miradas y conducta de Darcy. La dicha que se prometían Catalina y Lydia era más independiente de determinados sucesos y de personas determinadas en particular, porque aunque ambas, lo mismo que Isabel, pensaban bailar con Wickham la mitad de la noche, no era él de ningún modo la única pareja que podía satisfacerlas, y de todos modos, un baile era un baile. Aun María pudo asegurar a su familia que no le desagradaba.
—Mientras pueda tener para mí las mañanas —dijo ella— es suficiente. No reputo sacrificio unir con eso, en ocasiones, invitaciones para veladas. La sociedad nos reclama a todos, y me tengo por una de las que consideran apetecibles para todo el mundo los intervalos de recreo y diversión.
El espíritu de Isabel estaba en aquellos momentos tan dedicado a esa fiesta que, aun no hablando a menudo a Collins sin necesidad, no pudo evitar el preguntarle si proyectaba aceptar la invitación de Bingley y si tendría por adecuado a él el concurrir a esa diversión; y quedó más sorprendida que otra cosa al encontrarse con que no abrigaba escrúpulo ninguno en cuanto a ese punto, hallándose muy lejos de temer reproches ni del arzobispo ni de lady Catalina de Bourgh por aventurarse a bailar.
—Te aseguro —díjole— que de ninguna manera creo que los bailes de ese género, ofrecidos por un joven de respetabilidad a gentes igualmente respetables, puedan ocultar malas tendencias, y tan lejos estoy de censurarme porque yo mismo baile, que proyecto verme honrado con las manos de todas mis bellas primas durante la velada; y así, aprovecho esta oportunidad para solicitar la de Isabel para los dos primeros números en especial, preferencia que confío que será atribuída por mi prima Juana a su debida razón y no a falta de consideración para con ella.
Isabel se vió por completo cogida. Habíase propuesto quedar comprometida por Wickham para esos mismos bailes, y ¡tener en su lugar a Collins!; su pregunta no había podido salirle peor. La felicidad de Wickham y la suya propia quedaban por fuerza más alejadas, y aceptó la proposición de Collins de tan buen talante como le fué posible. No quedó menos molestada por esa galantería por creer que pudiera provenir de algo más. Entonces, por primera vez se le ocurrió que fuera ella la elegida entre las hermanas para ser señora de la abadía de Hunsford y para ayudar a completar la mesa de cuatrillo de Rosings en ausencia de más escogidos visitantes. La idea llegó pronto a convicción en cuanto observó la creciente finura de Collins hacia ella, y escuchó las frecuentes tentativas de elogio por su ingenio y vivacidad; y aunque más asombra- da que contenta por ese efecto de sus encantos, no pasó mucho sin que su madre le diera a entender que la probabilidad de su matrimonio le era por extremo grata. Isabel, no obstante, no quiso darse por aludida, por estar convencida en absoluto de que la consecuencia de replicar sería una fuerte disputa. Collins no haría nunca tal proposición, y hasta que la hiciera era inútil disputar sobre eso.
Si no hubiera sido por prepararse un baile en Netherfield y por hablar del mismo, la menor de las señoritas de Bennet se habría visto en situación bien desgraciada por aquel entonces, porque desde el día de la invitación vino tal racha de lluvias que impidió el ir a Meryton una sola vez. No se pudo ver a la tía, ni a los oficiales, ni andar a caza de noticias, y aun los preparativos para Netherfield tuvieron que procurárselos por encargo. Hasta Isabel hubo de ensayar su paciencia con el tiempo que hacía, que suspendió totalmente el progreso de su relación con Wickham; y nada que fuese inferior a un baile del martes pudiera haber hecho soportables a Catalina y Lydia un viernes, sábado, domingo y lunes como aquéllos.
Capítulo 18
Hasta que Isabel penetró en el salón de Netherfield y buscó en vano a Wickham entre el grupo de casacas rojas que allí se veían reunidas jamás le había ocurrido dudar de que estaría presente. La se- guridad de hallarle no había sido contrariada por ninguno de aquellos recuerdos que pudieran, no sin razón, haberla alarmado. Se había vestido con más esmero que de ordinario y preparado en su interior para conquistar cuanto en él quedara por someter a su corazón, confiada en que no podría ganarse más en aquella velada. Pero al instante le asaltó la terrible sospecha de que, a gusto de Darey, hubiese sido él omitido en la invitación de Bingley a los oficiales; y aunque el caso no era ése, el hecho cierto de su ausencia le fué comunicado por el señor Denny, a quien ansiosa se dirigió Lydia, y el cual dijo que Wickham se había visto obligado a ir a la capital por negocios el día anterior, sin haber regresado, añadiendo con significativa sonrisa:

—No creo que sus negocios le habrían reclamado hoy precisamente si no hubiera deseado evitar aquí a cierto caballero.
Esa parte de sus palabras, aunque no oída por Lydia, fué pescada por Isabel, y cuando así se le aseguró que Darcy no era menos responsable de la ausencia de Wickham que si su primera sospecha hubiera resultado cierta, todos sus sentimientos de desagrado contra el primero se exacerbaron de tal modo que apenas pudo contestar con cortesía a las finas preguntas que él se acercó a dirigirle después directamente. Atención, indulgencia con Darcy eran injurias a Wichkam. Se decidió a suprimir toda clase de conversación con él, y le entró tal grado de mal humor que ni aun pudo vencerlo del todo al hablar con Bingley, cuya ciega parcialidad le irritaba.
Pero Isabel no estaba hecha para el mal humor, y aunque todas sus perspectivas sobre aquella velada quedaban destruídas, no podía aquél habitar largo tiempo en su espíritu; y así, tras de comunicar todas sus pesadumbres a Carlota Lucas, a quien no había visto en una semana, se halló en disposición de transigir con las singularidades de su primo y de hacérselo conocer a ella. Mas los dos primeros bailes le afligieron de nuevo; fueron bailes mortificantes. Collins, torpe y solemne, disculpándose en vez de fijarse y moviéndose erradamente a menudo, sin darse cuenta, proporcionó a ella cuanto disgusto y vergüenza puede proporcionar una pareja molesta en un par de números. El momento de verse libre de él la hizo feliz. Bailó el número inmediato con un oficial, teniendo el alivio de hablar de Wickham y de oír que era unánimemente estimado. Cuando terminó volvió donde estaba Carlota, y con ella conversaba, cuando de repente se le dirigió Darcy, sorprendiéndola tanto con pedirle un baile que, sin percatarse ella de lo que hacía, se lo concedió. El se marchó paseando en seguida, y ella quedó disgustada de su falta de presencia de ánimo. Carlota trató de consolarla.
—Estoy por decir que lo has de encontrar muy agradable.
—¡No lo quiera el Cielo! ¡Esa sería la mayor desgracia de todas! ¡Hallar agradable a un hombre a quien se ha determinado odiar! No me desees semejante mal.
Cuando se reanudó la danza y Darcy se le aproximó a reclamarla como pareja, Carlota no pudo evitar el recomendar a su amiga con un cuchicheo que no fuese simple ni permitiese que su recuerdo de Wickham le hiciera parecer desagradable a los ojos de un hombre que valía diez veces más que aquél. Isabel no contestó y ocupó su sitio, confundida, con la altura a que había llegado, de verse enfrente de Darcy y leyendo en las miradas de sus vecinos asombro igual al notar eso. Permanecieron algún tiempo sin hablar palabra, y correnzaba ella ya a imaginar que su silencio se iba a prolongar durante todo el rato, resuelta en principio a no romperlo, cuando de pronto, pensando que el mayor castigo para su pareja sería obligarle a hablar, hizo cierta menuda observación sobre el baile. El contestó y quedó otra vez callado. Tras una pausa de algunos minutos, se dirigió a él por segunda vez, diciendo:
—Ahora le toca a usted, señor Darcy. Yo he hablado sobre el baile y a usted le corresponde hacer alguna observación sobre las dimensiones de la sala o el número de las parejas.
El sonrió y le aseguró que diría lo que ella quisiese.
—Muy bien. Esa contestación es procedente. Acaso pudiera usted ir diciendo poco a poco que los bailes particulares son más agradables que los públicos; pero por ahora podemos seguir callados.
—Suele usted hablar cuando baila?
—Algunas veces. Es preciso hablar un poco. ¡Sabe usted!; parecería raro estar juntos en completo silencio durante media hora; pero, en beneficio de algunos, la conversación hay que llevarla de modo que se diga lo menos posible.
—¿Se refiere usted en eso a sus propios sentimientos o piensa usted que complace los míos?
—Las dos cosas —contestó Isabel con ingenio—; porque siempre he hallado gran semejanza en el modo de ser de nuestros ánimos. Ambos somos de igual temple insociable, taciturno, enemigo de hablar, a no ser que esperemos decir algo que admire a toda la reunión y que pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.
—Estoy seguro de que no es ése el carácter de usted. En cuanto a lo que la descripción se pueda parecer al mío, no puedo decidirlo. Usted sin duda lo juzga fiel retrato.
—No debo yo juzgar mi propia obra.
El no contestó, y llevaban camino de permanecer de nuevo en silencio hasta que concluyese el baile, cuando él le preguntó si ella y sus hermanos iban a menudo a Meryton. Ella contestó afirmativamente, e incapaz de resistir a la tentación, añadió:
—Cuando nos encontró usted el otro día acabábamos precisamente de hacer un nuevo conocimiento.
El efecto fué inmediato. Profunda sombra de altanería se manifestó en sus facciones; mas no dijo una palabra, e Isabel, aun culpándose por su propia debilidad, no osó pasar más adelante. Al fin, Darcy habló, y de modo forzado dijo:
—El señor Wickham está dotado de tan gratos modales que puede contar por seguro el hacer amigos. Menos seguro es que sea igualmente capaz de conservarlos.
—Ha tenido la desgracia de perder la amistad de usted replicó Isabel con énfasis—, y de tal modo que lo habrá de sentir toda la vida.
Darcy no contestó y pareció deseoso de variar de tema. En aquel momento sir Guillermo Lucas parecía acercarse allí pretendiendo pasar por aquel sitio a otro lado del salón; pero al percibir a Darcy se detuvo, inclinándose con marcada cortesía para felicitarle por su manera de bailar y por su pareja.
—He tenido sumo placer, estimado señor. Tan excelente modo de bailar no se ve con frecuencia. Claro se manifiesta que pertenece usted a los más elevados círculos. Permitidme deciros, con todo, que seguramente no os desagradará vuestra bella pareja y que espero gozar repetidas veces de este placer, en especial cuando un acontecimiento en ‘verdad deseable, querida Isabel —dijo mirando a su hermana y a Bingley—, se realice. ¡Cuántas dichas no ha de proporcionar! Apelo al señor Darcy; mas no quiero interrumpir a usted, señor mío, la hechicera conversación de esta señorita, cuyos grandes ojos también me reconvienen.

La última parte de la arenga apenas fué escuchada por Darcy; pero la alusión de sir Guillermo. a su amigo pareció impresionarle fuertemente, y dirigió la mirada con expresión de seriedad hacia
Bingley y Juana, que bailaban juntos. Mas, reponiéndose pronto, se volvió a Isabel y dijo:
—La interrupción de sir Guillermo me ha hecho olvidar lo que estábamos hablando.
—No me acuerdo en absoluto de lo que era. No ha podido sir Guillermo interrumpir a dos personas del salón que tuvieran menos que decirse. Hemos tratado ya, sin resultado, de dos o tres cosas, y no acierto a imaginar de qué podríamos hablar.
—¿Qué piensa usted de los libros? —dijo él riendo.
—¡Los libros! ¡Ah!, no; estoy segura de que no leemos nunca los mismos, o por lo menos con idénticos sentimientos.
—Lamento que usted lo crea así; pero si así fuera, eso, en todo caso, no puede proporcionarnos carencia de tema. Podemos comparar nuestras diversas opiniones.
—No, no puedo hablar de libros en un salón de baile; mi cabeza está siempre llena de alguna otra cosa.
—En tales circunstancias le ocupa a usted siempre el presente, no es así? —dijo él con sonrisa que revelaba duda.
—Sí, siempre contestó ella sin saber lo que decía, pues su pensamiento había volado lejos, según reveló después al exclamar repentinamente: —Recuerdo haber oído a usted en una ocasión que usted con dificultad perdonaba; que una vez nacido en usted un sentimiento no era ya apaciguable.
Supongo, pues, que será usted muy cauto en hacerlos brotar. —Lo soy —dijo con voz firme.
—Y nunca se permite usted cegarse por algún prejuicio? —Creo que no.
—Los que jamás cambian de opinión deben asegurarse de juzgar bien al principio.
—¿Puedo preguntar a qué tienden esas preguntas?
—Sencillamente a que desentrañen el carácter de usted —repuso ella tratando de reprimir su gravedad—. Estoy ensayando a descifrarlo.
—Y ¿cuál es el resultado que obtiene usted? Ella sacudió la cabeza.
—No consigo descifrarlo de ningún modo. Oigo tan encontradas opiniones sobre usted que me quedo grandemente confusa.
—Reconozco —contestó él con gravedad— que las opiniones sobre mí variarán mucho, y desearía, señorita de Bennet, que no esbozase usted ahora mi carácter, pues hay razones para pensar que su obra no obtendría crédito de nadie.
—Es que si ahora no le saco a usted el parecido no tendré otra ocasión de hacerlo.
—No querría de modo alguno dilatar ese gusto de usted —replicó él fríamente.
Ella no habló más, y terminado el número de baile se separaron en silencio, disgustados ambos, aunque no en igual grade, porque en el pecho de Darcy anidaba un poderoso sentimiento hacia ella, y pronto la perdonó, dirigiendo toda su ira contra otro.
No hacía mucho que se habían separado, cuando la señorita de Bingley se llegó a ella y, con expresión de cortés desdén, le habló así:
—¡Cómo! Isabel, he oído que está usted satisfechísima de Jorge Wickham. Su hermana de usted me ha estado hablando de eso y haciéndome preguntas; y creo que ese joven se olvidó de decir a usted, entre lo que le comunicó, que era hijo del anciano Wickham, el último administrador del señor Darcy. Permítame usted, sin embargo, recomendarle como amiga que no preste usted completa fe a sus aseveraciones, porque en cuanto a que el señor Darcy le haya tratado mal, eso es una falsedad, pues, por el contrario, le ha sido siempre muy afecto, aunque Jorge Wickham se haya conducido con él del modo más infame. No conozco pormenores; pero sé muy bien que al señor Darcy no le debe censurar lo más mínimo, que no puede oír mentar a Jorge Wickham, y que, aun opinando mi hermano que no podía evitar incluirle en su invitación a los oficiales, se alegró mucho al saber que él mismo se había marchado. Su venida aquí al campo es una verdadera insolencia, y me admira que se haya atrevido a hacerlo. Compadezco a usted, Isabel, por este descubrimiento de la maldad de su favorito; pero en realidad, considerando su origen, no se podría esperar nada mucho mejor.
—Por lo visto, su delito y su familia parecen a usted lo mismo — dijo Isabel colérica—; porque no he oído a usted acusarle de nada peor que de ser hijo del administrador del señor Darcy, y de eso, se lo aseguro a usted, él mismo me informó.
—Dispense usted —contestó la señorita de Bingley en tono burlón —, dispense usted mi entrometimiento; la intención era buena.
«¡Insolente! —se dijo Isabel—. Está usted muy equivocada si piensa influir en mí con tan mezquino ataque como ése. No veo en él sino la terca ignorancia de usted y la malicia del señor Darcy.»
Entonces miró a su hermana mayor, quien se había arriesgado a interrogar a Bingley sobre el mismo asunto, y Juana le contestó con una mirada tan complaciente, con una viveza de tan feliz expresión, que denotaba cuán satisfecha se veía con lo ocurrido en aquella velada. Isabel leyó al punto en su rostro sus sentimientos, y al instante su solicitud por Wickham, su resentimiento contra los enemigos de éste, y todo lo demás desapareció ante la esperanza de que Juana se hallaba en el mejor camino para su dicha.
—He de saber —díjole con aspecto no menos sonriente que el de su hermana— qué has oido sobre el señor Wickham. Mas acaso hayas estado demasiado gratamente ocupada para pensar en otra persona, y en ese caso puedes estar segura de mi perdón.
—No —repuso Juana—, no le he olvidado; pero no tengo nada satisfactorio que comunicarte. Bingley no conoce toda la historia, e ignora en absoluto las circunstancias que de modo particular ofenden al señor Darcy; pero garantiza la buena conducta, la probidad y la honradez de su amigo, y está convencido firmemente de que el señor Wickham ha merecido del señor Darcy muchas menos atenciones de las que ha recibido; y siento añadirte que, según él y según su hermana, el señor Wickham no es de ningún modo caballero respetable. Temo que haya sido muy imprudente, mereciendo perder la estimación del señor Darcy.
—¿No conoce directamente Bingley a Wickham?
—No, nunca le había visto hasta la otra mañana, en Meryton.
—Entonces, todo eso es lo que le ha dicho Darcy. Estoy por completo satisfecha. Pero ¿qué dice él del beneficio?
—No recuerda con exactitud las circunstancias, aunque las ha oído de boca de su amigo más de una vez; pero entiende que le fué dejado sólo condicionalmente.
—No dudo de la sinceridad del señor Bingley —dijo con calor Isabel—; mas perdona que no me convenza sólo con sus afirmaciones. La defensa que hace de su amigo es muy hábil; pero desconociendo varias partes de la historia y sab endo el resto sólo por él, seguiré pensando de ambos caballeros como antes.
Al llegar aquí cambiaron la conversación por otra más grata a las dos y en la cual no cabía diferencia de sentimientos. Isabel escuchó con gusto las felices aunque modestas esperanzas que Juana abrigaba respecto de Bingley y le dijo cuanto estuvo en su mano para aumentar a la otra su confianza. Al unírseles el propio Bingley, Isabel se dirigió hacia la señorita de Lucas, a cuyas preguntas sobre lo grato de su última pareja apenas pudo contestar antes de que se les presentase Collins diciéndoles con el mayor júbilo que había tenido la fortuna de hacer el más importante descubrimiento.
—Ha llegado a mi noticia —dijo—, por una singular casualidad, que hay aquí en el salón un pariente próximo de mi patrona. Me he complacido en escuchar que el propio caballero mencionaba a la joven dama que honra esta casa los nombres de su prima la señorita de Bourgh y de la madre de ésta, lady Catalina. ¡De qué modo tan maravilloso ocurren estas cosas! ¡Quién hubiera pensado encontrarse con un sobrino de lady Catalina de Bourgh en esta reunión! Estoy gozosísimo de que el descubrimiento lo haya hecho a tiempo de poder ofrecer a ese caballero mis respetos, lo que voy a hacer confiado en que me dispensará por no haberlo efectuado antes. Mi absoluto desconocimiento del parentesco habrá de excusarme.
—¡No te presentes tú mismo al señor Darcy!
—Ciertamente que sí. Le pediré perdón por no haberlo hecho con anterioridad. Creo que es sobrino de lady Catalina. Podré comunicarle que Su Señoría se hallaba muy bien la otra noche.
Isabel intentó en vano disuadirle de paso tan inconveniente, asegurándole que Darcy iba a considerar el dirigírsele sin previa presentación como libortad impertinente más bien que como cumplido a su tía; que no había la menor necesidad de que se conocieran, y aun habiéndola, correspondía a Darcy, el superior en categoría, iniciar la relación. Collins la escuchó, decidido a seguir su propia inclinación, y cuando cesó de hablar le contestó así:
—Isabel, tengo la más elevada opinión de tu excelente juicio en toda clase de asuntos, como corresponde a tu inteligencia; pero permíteme manifestarte que debe mediar gran diferencia entre las fórmulas de ceremonia establecidas para los legos y las referentes a los clérigos; porque te haré observar que considero la profesión de clérigo como equiparada en cuanto a dignidad al más alto rango del reino, con tal que quien la posee guarde al propio tiempo conveniente humildad en su conducta. Habrás de permitirme, pues, seguir en esta ocasión los dictados de mi conciencia, los cuales me impulsan a ejecutar eso, que considero como un deber. Dispénsame, pues, prescindir de aprovecharme de tus avisos, que en todos los otros asuntos serán mi guía constante, y por creer que en el caso presente soy más apto que una joven como tú, por educación y por constante estudio, para decidir lo que es debido. Y con una profunda inclinación la dejó para dirigirse a Darcy, cuyo recibimiento observó ella con ansiedad, y cuyo asombro al verse saludado así quedó patente. Collins principió su discurso con una solemne cortesía; y aunque Isabel no oyó ni una palabra del mismo, experimentó iguales sentimientos que si lo oyera, viendo en los movimientos de los labios las palabras «disculpa», «Hunsford» y «lady Catalinas». Molestábale verle en berlina ante semejante persona. Darcy observaba a su interlocutor con gran sorpresa, y cuando éste por fin le dió lugar para hablar, contestó con aire de fría cortesía. Pero Collins no se desanimó, y habló de nuevo, y el desprecio de Darcy pareció subir de punto con lo largo del segundo discurso, y así, al final no hizo sino una ligera inclinación y se marchó a otro sitio. Entonces Collins volvió hacia Isabel.
—Te aseguro —le dijo— que no tengo motivos para quedar descontento del recibimiento. El señor Darcy parecía muy complacido por mi atención. Me ha contestado con la mayor finura, haciéndome hasta el cumplido de decir que estaba tan convencido del buen juicio de lady Catalina que daba por seguro que jamás dispensaría un favor sin que se mereciera. Esa ha sido en verdad una idea hermosa. En resumen, quedo muy satisfecho de él.
Como Isabel no tenía el menor interés en proseguir, consagró su atención casi por entero a su hermana y a Bingley; y el cúmulo de reflexiones agradables a que dieron nacimiento sus observaciones la hicieron casi tan dichosa como a Juana. Viola con la imaginación establecida en aquella misma casa, con cuantas dichas podía proporcionar un matrimonio de verdadera inclinación, y se sintió capaz en tales circunstancias hasta de procurar que le agradasen las dos hermanas de Bingley. Con facilidad adivinó que los pensamientos de su madre iban por el mismo camino, y determinó no aventurarse a ir a su lado, por miedo de escuchar demasiadas cosas. Por eso, cuando se sentaron a cenar reputó por la mayor de las desgracias el que las colocaran juntas, y la disgustó de modo profundo ver que su madre hablaba a determinada persona -a lady Lucas- libre y abiertamente sólo de su esperanza de que Juana se casara pronto con Bingley. Era tema encantador, y la señora de Bennet parecía incapaz de cansarse de enumerar las ventajas de esa alianza. El ser él joven tan atrayente y tan rico y el vivir sólo a tres millas de ellas eran ya los primeros motivos de agrado, siendo además muy grato considerar cuán afecta era Juana a las dos hermanas, quienes, a no dudar, habrían de ansiar la unión tanto como ella misma. Por otra parte, ese casamiento significaba una risueña expectativa para las hermanas menores de Juana, pues podría conducirlas a encontrar otros hombres ricos; y por fin, era tanto más grato a su edad, en que podía confiar el cuidado de sus hijas solteras a la hermana mayor, cuanto que así no se vería obligada a buscar más compañía que la que le gustase. Preciso era considerar esta circunstancia como motivo de alegría, porque es de rigor en casos así; pero lo cierto es que a nadie apetecía menos que a la señora de Bennet el quedarse en casa, por más edad que tuviere. Concluyó deseando que lady Lucas fuese pronto tan afortunada, aunque creyendo seguro, y revelándolo a las claras con aire de triunfo, que no había de ello trazas.
En vano Isabel procuró reprimir el torrente de palabras de su madre y persuadirla a describir su felicidad en voz menos perceptible; porque, para mayor mortificación suya, notó que lo principal de ello era escuchado por Darcy, que se sentaba enfrente de ellas. Su madre no hacía sino regañarla por necia.
-Díme, ¿qué tengo que ver con el señor Darcy para temerle? Es bien cierto que no le debemos ninguna fineza especial para vernos obligadas a no decir nada que no le guste oír.
-¡Por Dios, mamá, habla más bajo! ¿Qué ventaja puede reportarte ofender al señor Darcy?
¿Quieres no recomendarte nunca a su amigo por proceder así?
Mas nada de cuanto dijo produjo resultado. La madre siguió manifestando sus ideas del mismo desembozado modo e Isabel se enrojecía más y más de vergüenza y sufrimiento. No podía evitar el mirar con frecuencia a Darcy, aunque cada mirada la convenciera más de lo que temía; pues aunque no siempre miraba él a su madre, estaba segura de que la atención la fijaba invariablemente en ellas. La expresión de su rostro cambiaba gradual. mente desde el desprecio y la indignación hasta una circunsrecta y fría gravedad.
Pero al cabo la señora de Bennet no tuvo más que desem buchar, y lady Lucas, que había estado largo tiempo bostezando con la enumeración de dichas en que no veía posibilidad de participar, se entregó a los placeres del pollo y del jamón frío. Entonces comenzó a revivir Isabel. Mas no fué largo ese intervalo de tranquilidad, pues al acabar la cena se habló de cantar y sufrió la mortificación de ver que María, tras muy escasas súplicas, se disponía a dejarse oír en la reunión. Con muy significativas miradas y callados ruegos trató aquélla de impedir esa muestra de complacencia, pero en balde; María no quiso darse por entendida: una oportunidad así la hechizaba, y comenzó su canción. Los ojos de Isabel se fijaron en ella, revelando las más penosas impresiones, y observó cómo seguía con varias estrofas, con afán que fué muy mal recompensado a la conclusión: pues María, al recibir, con la gratitud de los reunidos, una leve indicación de que los favoreciera otra vez, comenzó de nuevo tras una pausa de medio minuto. Las facultades de María no eran de ningún modo a propósito para esa exhibición: su voz era dulce y sus modales afectados. Isabel se vió en la agonía. Miró a Juana para ver cómo sobrellevaba aquello; pero Juana hablaba con Bingley muy tranquila. Miró a sus otras dos hermanas y las percibió haciéndose guiños entre sí; miró a Darcy y lo encontró imperturbablemente grave. Miró por fin a su padre, impetrando su favor para que María no se pasase cantando toda la noche. El pescó su seña, y cuando María hubo acabado su segunda canción le dijo en alta voz:
―Niña, seguir sería demasiado. Nos has entretenido ya bastante; deja lugar de exhibirse a las otras señoras.
Aun aparentando no oír, María quedó algo des- concertada, e Isabel, entristecida por ella y por las frases de su padre, pensó que su ansiedad no había resultado provechosa. Otras personas de la reunión se dedicaron entonces a la música.
―Si yo ―dijo a la sazón Collins― tuviera la fortuna de ser apto para el canto, estoy seguro de que me gustaría mucho obligar a la concurrencia ejecutando algún aire, porque considero que la música es una distracción inocente y en absoluto compatible con la profesión de clérigo. Mas no puedo afirmar que podamos justificar el empleo de parte de nuestro tiempo con la música, porque tenemos en verdad otras cosas a que atender. El rector de una parroquia tiene mucho que hacer. En primer lugar, ha de calcular un ajuste de los diezmos que, siendo beneficioso para sí, no sea gravoso para su patrono. Ha de escribir sus sermones, y el tiempo que le reste no será excesivo para los deberes de su parroquia y para el cuidado y mejora de los habitantes de la misma, cuya vida no puede excusarse de hacer todo lo confortable que se pueda. Y no tengo por cosa de poca monta el que posea modales atentos y conciliadores con todo el mundo, en especial con aquellos a quienes es deudor de su presentación. No puedo dispensarle de semejante deber ni pensar bien de quien prescinda de cualquiera ocasión que se ofrezca de testimoniar sus respetos a cualquier pariente de la familia.
Y con una reverencia a Darcy acabó su discurso, el cual fué pronunciado en voz tan alta que lo oyó la mitad del salón. Unos quedaron mirándose, otros se sonrieron; mas ninguno miró tan risueñamente como el propio señor Bennet, mientras su esposa ponderaba en serio a Collins por haberse expresado de tan delicada manera, haciendo notar a lady Lucas que era su pariente un sabio notable y excelente especie de joven.
A Isabel le pareció que si hubiera contratado a todos los de su familia para ponerse en evidencia cuanto les fuera posible durante la velada no habrían podido desempeñar sus papeles con más ingenio y mejor resultado; y daba gracias de que a Bingley y a su propia hermana les había pasado inadvertida buena parte de semejante escena y de que los sentimientos de él no fueran para borrarse por las locuras que tenía que haber presenciado. Mas el que las dos hermanas de él y Darcy tuvieran tal oportunidad de ridicularizar a su pariente era ya suficiente desgracia, y no pudo ella determinar si el silencioso desprecio del caballero o las insolentes sonrisas de las señoras era lo más intolerable.
El resto de la velada le proporcionó escasa distracción. Se vió atormentada por Collins, quien continuaba perseverante a su lado y que, aun sin lograr bailar de nuevo con ella, le impidió bailar con los otros. En vano le suplicó que alternase con cualquiera otra persona, y en vano se ofreció a presentarle a algunas señoritas del salón. El le aseguró que el bailar le era por completo indiferente; que su principal mira era recomendarse a ella con delicadas atenciones, y que por eso se proponía permanecer a su lado durante toda la velada. Isabel debió su mayor descanso a su amiga la señorita de Lucas, que con frecuencia estuvo con ella y que, llevada de su buen natural, desvió hacia sí propia la conversación de Collins.
Por lo menos se vió libre de la molestia de Darcy; pues aun hallándose éste a poca distancia y por completo desocupado, nunca se aproximó lo bastante para conversar. Juzgólo ella como probable consecuencia de sus alusiones a Wickham y se alegró de que así fuera.
La partida de Longbourn fué la última de toda la reunión en marcharse. Por una treta de la señora de Bennet tuvieron que esperar el coche un cuarto de hora después de haberse ido todos los otros, y eso les dió tiempo para conocer cuán cordialmente ansiaban su vuelta algunos de la familia. La señora de Hurst y su hermana apenas abrieron la boca, excepto para dolerse de cansancio, y se las veía impacientes por hallarse en casa solas. Rechazaron todas las tentativas de conversación de la señora de Bennet, y eso produjo languidez en la reunión, muy poco aliviada por los grandes discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de su fiesta y por la hospitalidad y finura, que habían sido las características de su conducta con sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada. El señor Bennet, igualmente silencioso, gozaba de la escena; Bingley y Juana siguieron juntos algo separados del resto y en coloquio entre sí; Isabel observó tan continuado silencio como la señora de Hurst o la señorita de Bingley; y hasta Lydia esta- ba demasiado fatigada para usar otra expresión quela de: «¡Dios mío, qué cansada estoy!», acompañada de un violento bostezo.
Cuando a la postre se levantaron para despedirse, la señora de Bennet insistió con mucha cortesía en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, dirigiéndose en especial a Bingley para asegurarle lo dichosos que les haría comiendo en familia con ellos alguna vez sin la ceremonia de una invitación formal. Bingley era todo satisfacción, y al instante se comprometió a aprovechar la primera coyuntura de visitarlos tras su regreso de Londres, adonde se veía forzado a ir al día siguiente por corto tiempo.
La señora de Bennet se reconocía plenamente satisfecha, y abandonó la casa con la grata persuasión de que, aun concediendo el tiempo preciso para los preparativos de instalación, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a tener a su hija establecida en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con idéntica seguridad pensaba tener otra hija casada con Collins, y con suficiente aunque no igual contento. Isabel era para ella la menos querida de todas las hijas, y por más que el pretendiente y el casamiento eran bastante buenos para ella, el valor de ambas cosas quedaba eclipsado ante Bingley y Netherfield.
Capítulo 19
Al día siguiente se desarrolló en Longbourn nueva escena: Collins se declaró formalmente. Habiendo resuelto hacerlo sin pérdida de tiempo, puesto que el permiso relativo a su ausencia se extendía sólo hasta el próximo sábado, y no abrigando al presente sentimientos de desconfianza, se puso a ello con toda la circunspección que él suponía había de contribuir en buena parte al feliz éxito de su empresa. Como hallara, pues, juntas a la señora de Bennet, a Isabel y a una de las hijas menores poco después del almuerzo, dirigióse a la primera en estos términos:
―¿Puedo confiar en que accedas, dado tu interés por tu bella hija Isabel, si solicito el honor de una entrevista privada con ella durante esta mañana?

Antes de que Isabel hubiera tenido tiempo para algo más que enrojecerse de sorpresa, la señora de Bennet contestó al punto:
―¡Oh, querido, cierto que sí! Estoy segura de que Isabel se tendrá por dichosa con ello; lo estoy de que nada puede objetar. Ven, Catalina, te necesito arriba.
Y cogiendo su labor consigo se apresuró a partir, mientras Isabel exclamaba:
―Querida mamá, no te vayas; te suplico que no lo hagas; Collins me lo permitirá. Nada tiene que decirme que no se pueda escuchar. Me voy yo también.
―No, no, boba. Deseo que sigas donde estás. Y cuando Isabel, con la vista apenada y revelando embarazo, iba de veras a marcharse, añadió aquélla:
―Isabel, insisto en que te quedes y escuches a Collins.
Isabel no pudo oponerse a ese mandato, y cuando un momento de reflexión le hizo conocer que sería más cuerdo que transcurriera ese rato lo más pronto y de una vez que fuera posible, se volvió a sentar, tratando de ocultar los sentimientos de pena y risa entre los cuales luchaba. La señora de Bennet y Catalina se ausentaron, y en cuanto eso aconteció Collins comenzó así:
―Cree, querida Isabel, que tu modestia, en vez de serte perjudicial, viene a sumarse con tus otras perfecciones. Habrías sido menos amable a mis ojos si no hubieras mostrado repugnancia; pero permíteme asegurarte que tengo permiso de tu respetable madre para esta entrevista. Apenas podrás dudar del objeto de mi discurso; mas tu natural delicadeza acaso te lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado indicadas para dar lugar a error. Casi en cuanto entré en esta casa te acogí como la compañera de mi futura vida. Pero antes de tratar de mis sentimientos quizá sea mejor para mí apuntar las razones que tengo para casarme, y más aún para venir al condado de Herford deseoso de escoger una esposa, como en efecto lo he hecho.
El haber expuesto Collins su pretensión con semejante solemnidad casi hizo reír a Isabel, quien no pudo aprovechar la corta pausa que él le concedió para probar de detenerle, y así, él continuó:
―Mis razones para casarme son: primero, que tengo por obligación de todo clérigo en circunstancias favorables ―como son las mías― dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá poderosamente a mi felicidad; y tercero ―lo que acaso debiera haber mencionado antes―, que el hacerlo es advertencia y recomendación particular de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar patrona. Dos veces se ha dignado darme su opinión ―incluso sin ser preguntada― sobre ese punto; y el mismo sábado último por la noche, antes de abandonar Hunsford, durante nuestra partida de cuatrillo, y mientras la señora de Jenkinson arreglaba el taburete de pies de la señorita de Bourgh, me dijo: «Señor Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija una verdadera señorita por lo que a mí toca; y por lo que a usted atañe, procure usted que sea persona activa, útil, no de educación elevada con exceso, sino apta para saber emplear bien escasos ingresos. Ese es mi consejo. Busque usted esa mujer lo más pronto que pueda, tráigala a Hunsford y la visitaré.» Permiteme de paso observar, mi bella prima, que no estimo como la menor de las ventajas que en mi mano está ofrecer el conocimiento y la bondad de lady Catalina de Bourgh. Verás que sus modales son más exquisitos de lo que yo acertara a describir, y creo que tu ingenio y tu viveza le serán gratos, especialmente al templarse con el silencio y respeto que su rango impone inevitablemente. Todo esto en cuanto a mis propósitos de matrimonio en general; resta por decir por qué me he dirigido en derechura a Longbourn en vez de permanecer en mi propia vecindad, donde es bien cierto que hay muchas jóvenes amabilísimas. Pues el hecho es que siendo como soy el heredero de este vínculo tras la muerte de tu honorable padre ―quien espero que viva luengos años―, no me quedaría yo mismo satisfecho sin elegir esposa entre sus hijas, para que la pérdida de éstas sea lo menos posible al sobrevenir el triste suceso, lo cual, como llevo dicho, ojalá no acontezca en mucho tiempo. Tal ha sido el motivo, bella prima, y me lisonjeo de que no me hará bajar en tu estimación. Y ahora no me resta sino asegurarte en el más fogoso lenguaje la violencia de mi afecto. En cuanto a fortuna, eso es cosa para mí en absoluto indiferente, y nada he de pedir sobre ello a tu padre que sepa que no puede cumplir; y así, las mil libras al cuatro por ciento, que no han de ser tuyas hasta la muerte de tu madre, es todo lo que habrás de aportar. Mas en cuanto a eso, callaré en absoluto, pudiendo tú abrigar la certeza de que ningún reproche interesado saldrá de mi boca una vez que estemos casados.
Al llegar aquí se imponía necesariamente interrumpirle.
―Vas demasiado aprisa ―exclamó ella―. Olvi- das que yo no he contestado. Permíteme hacerlo sin mayor pérdida de tiempo. Acepta mi agradecimiento por el cumplido que me haces. Agradezco mucho el honor que significa tu proposición, pero me es imposible dejar de rechazarla.
―No tengo que aprender ahora ―replicó Collins accionando con seriedad― cuán corriente es entre las jóvenes el rechazar proposiciones de un hombre que en secreto piensan en aceptar cuando él obtenga su estimación, y que en ocasiones la repulsa se repite una segunda y a veces hasta una tercera vez. Por esto no quedo descorazonado de ningún modo por lo que acabas de decirme, y espero conducirte al altar dentro de poco.
―A fe mía ―exclamó Isabel― que tus esperanzas son bien extraordinarias después de mi contestación. Asegúrote que no soy de esas mujeres ―si es que las tales existen― que osan arriesgar su felicidad al azar de que se les declaren una segunda vez. Procedo con la mayor seriedad en mi repulsa. No me puedes hacer dichosa, y estoy convencida de que soy la mujer que menos te lo puede hacer a ti en el mundo. Hay más: si tu amiga lady Catalina me conociera, bien cierta estoy de que me hallaría desde todos los puntos de vista poco a propósito para el asunto.
―Si fuera seguro que lady Catalina pensara así… ―dijo con mucha gravedad Collins―; pero no puedo imaginar de ningún modo que lo desaprobara. Y puedes estar confiada en que cuando tenga el honor de volverla a ver le hablaré en los términos más encomiásticos de tu modestia, economía y demás amables cualidades.
―En verdad, Collins, que el elogio mío será innecesario. Permíteme juzgar por mí misma y hazme el favor de creer cuanto te digo. Deséote muchas felicidades y riquezas, y al rehusar tu mano hago cuanto puedo para que lo consigas. Al hacerme el ofrecimiento has satisfecho la delicadeza de tus sentimentos con relación a mi familia, y podrás tomar posesión del vínculo de Longbourn cuando llegue el caso sin reprocharte nada. Por tanto, este punto debe quedar como definitivamente resuelto.
Y levantándose en cuanto se hubo expresado así, habría abandonado la estancia si Collins no se le hubiera de nuevo dirigido:
―Cuando próximamente tenga el honor de hablarte de nuevo sobre este asunto espero recibir contestación más favorable que la que me has dado ahora; aunque bien lejos estoy de tenerte hoy por cruel, pues sé bien que es costumbre establecida en tu sexo el rechazar a los hombres a las primeras de cambio, y quizá hayas dicho todo eso para animarme a proseguir, en cuanto el obrar de esa manera sea compatible con la delicadeza del carácter femenil.
―La verdad, Collins ―exclamó Isabel con algún calor―, me confundes en demasía. Si lo que he dicho hasta ahora puede tener para ti aspecto de excitación, no sé cómo expresar mi repulsa de modo tal que te convenza de que lo es.
―Permíteme lisonjearme, querida prima, de que tu repulsa de mi ofrecimiento haya sido sólo de fórmula. Mis razones para pensarlo son éstas: No creo que mi mano no valga la pena de tu aceptación ni que la colocación que te ofrezco deje de ser altamente apetecible. Mi situación en la vida, mi relación con la familia de De Bourgh y mi parentesco contigo misma son grandes circunstancias en mi favor; y habrás de considerar además que, a pesar de tus numerosos atractivos, no es seguro que se te haga otra proposición de matrimonio. Tu fortuna es, por desgracia, tan escasa que con toda probabilidad anulará los efectos de tu amabilidad y gratas cualidades. Y puesto que por eso he de deducir que no has procedido de veras al rechazarme, optaré por atribuirlo al deseo de acrecentar mi amor con ese fracaso, de acuerdo con la práctica usual de las mujeres elegantes.
―Asegúrote que no abrigo la menor pretensión de semejante género de elegancia, consistente en atormentar a una persona respetable. Antes bien, solicitaría el favor de que se me juzgase sincera. Agradezco una y mil veces el honor que con tu proposición me has hecho; pero me es imposible en absoluto aceptarlo. Mis sentimientos me lo impiden desde todos los puntos de vista. ¿Cabe hablar más claro? No me tomes por mujer elegante que pretende atormentarte, sino como una criatura racional que dice la verdad de corazón.
―Siempre resultas encantadora ―exclamó él con aire de tosca galantería―, y estoy persuadido de que mi proposición no dejará de ser aceptada cuando obtenga la sanción de la autoridad de tus excelentes padres.
Ante tal perseverancia en el propio engaño, Isabel no contestó, retirándose al punto y en silencio, decidida a que si él persistía en considerar sus repetidas negativas como medio de animarle, recurriría a su padre, cuya negativa habría de quedar expuesta de tal modo que resultase decisiva, y cuyo proceder, por lo menos, no podría confundirse con la afectación y coquetería de una dama elegante.
Capítulo 20
Collins no se abandonó largo rato a la silenciosa consideración del éxito de sus amores, pues habiendo la señora de Bennet hecho tiempo en el vestíbulo esperando el fin de la conferencia, en cuanto vió a Isabel abrir la puerta y dirigirse a paso veloz a la escalera entró en el cuarto de almorzar, felicitando a Collins y a sí misma por la feliz perspectiva de la próxima unión, y Collins, tras de aceptar y devolver esas felicitaciones con igual gusto, procedió a definir las particularidades de la entrevista, de cuyo resultado confiaba tener razón en estar satisfecho, puesto que la negativa tan resuelta de su prima no podía provenir naturalmente sino de su tímida modestia y de la delicadeza de su carácter.

Mas semejante información sobresaltó a la señora de Bennet. Habría deseado ésta convencerse también de que su hija había tratado de animarle al rechazar sus proposiciones; pero no osaba creerlo, y no pudo evitar el manifestarlo así.
―Lo importante, Collins ―añadió―, es que Isabelita entre en razón. Hablaré directamente con ella sobre eso. Es muy terca y loca muchacha y desconoce su propio interés; pero ahora haré que lo conozca.
―Dispénsame que te interrumpa ―exclamó Collins―; pero si en realidad es terca y loca, no sé si resultará mujer apetecible para mí, dada mi situación, pues, como es natural, busco mi felicidad en el estado del matrimonio. Por consiguiente, si insiste en rechazarme, acaso sea mejor no forzarla a que me acepte, porque si está sujeta a tamaños defectos de temperamento no habría de contribuir mucho a mi dicha.
―No me has entendido en absoluto ―prorrumpió alarmada la señora de Bennet―. Isabelita es terca sólo en asuntos como ése. En todo lo restante es muchacha de tan buen natural como la que más. Acudiré directamente a Bennet, y tengo por seguro que muy pronto estaremos de acuerdo con ella.
No le dió tiempo de contestar, sino que, apresurándose a ir al instante a donde estaba su marido, exclamó en cuanto pisó la biblioteca:
―Oh Bennet!, se te necesita inmediatamente; estamos todos en un aprieto. Es preciso ir para hacer que Isabel se case con Collins, pues ella afirma que no lo hará, y si no te apresuras, él cambiará de idea y no la pretenderá.
El señor Bennet levantó la vista del libro en cuanto su mujer entró, fijándolos en el rostro de ella con calmosa indiferencia, que no se alteró lo más mínimo con la noticia.
―No tengo el gusto de entenderte ―dijo cuando ella terminó su alegato―. ¿De qué estás hablando?
―De Collins e Isabel. Isabel asegura que no se ha de casar con Collins, y Collins comienza a insinuar que no quiere a Isabel.
―Y ¿qué he de hacer en ese caso? Parece asunto perdido.
―Habla tú mismo a Isabel sobre ello. Díle que insistes en que se case con él.
―Haz que baje. Oirá mi opinión.
La señora de Bennet tiró de la campanilla e Isabel fué llamada a la biblioteca.
―Ven, hija mía ―exclamó su padre en cuanto ella entró―. He enviado por ti para un asunto de importancia. Parece que Collins te ha hecho proposiciones de casamiento; ¡es cierto?
Isabel repuso que sí.
―Muy bien; y que has rehusado ese ofrecimiento de matrimonio.
―Lo he rehusado, papá.
―Bien. Ahora vamos al asunto. Tu madre insiste en que lo aceptes. ¿No es así, señora de Bennet?
―Sí, o no la quiero ver más.
―Una triste alternativa se te ofrece, Isabelita. Desde este día tienes que ser extraña a uno de tus padres. Tu madre no te quiere ver si no te casas con Collins, y yo no quiero volverte a ver si te casas con él.
Isabel no pudo menos de sonreírse al final de semejante arenga; pero la señora de Bennet, que estaba persuadida de que su marido tenía por apetecible el asunto del casamiento, quedó en exceso disgustada.
―¿Qué quieres significar, Bennet, con hablar así? Me habías prometido insistir en que se casara con él.
―Querida mía ―replicó su marido―, tengo dos pequeños favores que pedirte: que me permitas. en esta ocasión hacer libre uso, primero, de mi entendimiento, y segundo, de mi cuarto. Tendré sumo gusto en disfrutar yo sólo de la biblioteca si es posible.
Mas a pesar del desagrado de su marido, la señora de Bennet no abandonó el tema. Habló una y otra vez más a Isabel y la halagó y amenazó alternativamente. Trató de procurarse para sus fines la ayuda de Juana; pero ésta, con toda la dulzura posible, rehusó entrometerse; e Isabel, unas veces con verdadero ardor y otras con juguetona alegría, contestó a sus ataques. Aunque sus modales variaron, su determinación jamás varió.
Collins, entre tanto, meditaba en silencio sobre lo que le acontecía. Pensaba sobrado bien de sí mismo para comprender por qué motivos podía rechazarle su prima, y aunque su orgullo estaba herido, por lo demás no sufría. Su interés por ella era meramente imaginario, y la posibilidad de que mereciese los reproches de su madre le impedían sentir la repulsa.
Mientras la familia se veía en tal confusión, Carlota Lucas vino a pasar el día con ellos. Encontróse en la entrada con Lydia, quien, volviéndose a ella exclamó a media voz:
―¡Me alegro de que vengas, porque hoy hay tal broma! ¿Qué crees que ha ocurrido esta mañana? Collins ha hecho a Isabel proposiciones de matrimonio y ella no le ha aceptado.

Carlota apenas tuvo lugar de contestar antes de que Catalina se les uniese. Venía a darle la misma noticia; y en cuanto entraron todas en el cuarto de almorzar, donde la señora de Bennet estaba sola, ésta también comenzó con idéntico tema, procurando que la señorita de Lucas se compadeciera de ella y persuadiese a su amiga Isabel a satisfacer los deseos de toda la familia.
―Te suplico que lo hagas, querida Carlota ―añadió en tono melancólico―, ya que nadie está de mi parte, ya que ninguno se interesa por mí y me veo cruelmente tratada sin consideración a mis nervios.
Carlota se ahorró la respuesta por la entrada de Juana e Isabel.
―Ahí, ahí viene ―continuó la señora de Bennet―, tan indiferente como le es posible y sin cuidarse más de nosotras que si estuviera en York, con tal de hacer su gusto. Mas yo te aseguro, Isabel, que si se te mete en la cabeza rechazar todas las proposiciones de matrimonio, jamás te casarás, y no sé quién te mantendrá cuando muera tu padre. Yo no podré, y, te lo advierto, he terminado contigo desde este instante. Sabes que te he prometido en la biblioteca que nunca te volvería a hablar, y haré buena mi promesa. No gusto de hablar con hijas desobedientes. No es que me guste hablar con nadie. Quienes padecemos de los nervios no sentimos gran inclinación a hablar. Nadie podría explicar lo que sufro. Y siempre lo mismo; los que no padecen, jamás se apiadan.
Sus hijas oyeron en silencio semejantes efusiones, conocedoras de que todo razonamiento o tentativa de aplacarla sólo habría de aumentar esa irritación. Por eso prosiguió hablando así, sin interrupción de ninguna, hasta que se les unió Collins, quien entró con aire más resuelto que de ordinario, y en cuanto lo percibió, dijo ella a sus hijas:
―Ahora os encargo que contengáis vuestras lenguas y nos dejéis a Collins y a mí tener un rato juntos de conversación.
Isabel salió con sosiego del cuarto; Juana y Catalina la siguieron; pero Lydia permaneció quieta, resuelta a escuchar cuanto pudiera, y Carlota, detenida al principio por la locuacidad de Collins, cuyas preguntas sobre ella y su familia se sucedían sin interrupción, y además por algo de curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana, aparentando no escuchar. Con voz dolorosa, la señora de Bennet comenzó así su proyectado coloquio:
―¡Oh Collins!
―Querida ―replicó él―, callémonos para siempre en cuanto a ese asunto. Muy lejos estoy ―continuó luego con acento que denotaba su disgusto― de resentirme por la conducta de tu hija. Es deber de todos resignarnos ante los males inevitables, y deber especial de un joven tan afortunado como yo he sido con mi temprana promoción, y confío en resignarme. Acaso con no honrarme con su mano mi bella prima no haya disminuído mi positiva felicidad, y he observado a menudo que la resignación nunca es tan completa como cuando la dicha negada comienza a perder en nuestra estimación algo de su valor. Espero que no supondrás que falto a la consideración a tu familia, querida mía, porque renuncie a mis planes sobre tu hija sin haceros el cumplido a ti y al señor Bennet de pediros que interpongáis vuestra autoridad en mi apoyo. Temo que a mi proceder pueda deberse el haber recibido la despedida de labios de vuestra hija en vez de los vuestros; pero todos estamos sujetos a error. Seguro estoy de haber pensado bien en este asunto. Mi objeto era procurarme una compañera amable con la debida consideración a ciertas ventajas para toda vuestra familia, y si mi proceder ha sido reprensible, os suplico que me excuséis.
Capítulo 21
Las discusiones sobre el ofrecimiento de Collins tocaban ya a su término, e Isabel tuvo sólo que soportar los desagradables sentimientos que forzosamente hubieron de acompañarlo, y de vez en cuando alguna enojosa alusión de su madre. En cuanto a Collins, sus sentimientos se manifestaban no por embarazo o melancolía, o en procurar huir de ella, sino por tiesura y silencio, que delataban resentimiento. Apenas le habló ya, y sus asiduas atenciones, de que se jactara tanto, las transfirió durante el día a la señorita de Lucas, cuya cortesía en escucharle sirvió de conveniente refrigerio a todas las otras, y de modo especial a su amiga.

No se disipó al día siguiente el mal humor o el mal estado de salud de la señora de Bennet. Collins, por su parte, se hallaba también en la misma disposición de orgullo herido. Isabel había concebido la esperanza de que su resentimiento acortaría su visita; mas los planes de él no parecieron afectados en lo más mínimo por el hecho. Siempre había pensado en irse el sábado, y hasta el sábado pensaba todavía permanecer.
Tras el almuerzo las muchachas fueron a Meryton para averiguar si Wickham había regresado y lamentar su ausencia en el baile de Netherfield. Unióseles a la entrada de la población y las acompañó a casa de la tía, donde se charló largo y tendido sobre su resentimiento y enojo y sobre la inquietud de todas las demás. Pero ante Isabel reconoció de grado que se había impuesto él mismo la ausencia.
―Consideré ―dijo― cuando se acercaba la hora que haría mejor en no encontrarme con Darcy, porque estar juntos en el mismo salón durante tantas horas había de ser más fuerte de lo que yo podría soportar, y esa escena podía llegar a hacerse desagradable a otras personas que no fueran yo mismo.
Ella aprobó en absoluto su abstención, tras de discutirla ambos cumplidamente, y tuvieron tiempo para hacerlo, así como para los corteses elogios que mutuamente se dirigieron, mientras que el mismo Wickham y otro oficial los acompañaban a Longbourn, ya que durante ese paseo él se dedicó en particular a ella. El hecho de que las acompañara fué doblemente ventajoso, pues además de recibir Isabel los cumplidos que él le tributó, halló ella ocasión a propósito para presentárselo a sus padres.

Poco después del regreso entregaron a Juana una carta. Venía de Netherfield, y la abrió presurosa. El sobre contenía una hoja de papel elegante y satinado, escrito por bella y fácil mano de mujer, e Isabel notó que el rostro de su hermana cambió en cuanto la hubo leído, observando además que se había parado de propósito, al hacerlo, en algunas palabras. Juana se sobrepuso pronto, y arrojando la carta trató de unirse pronto, con su habitual alegría, a la conversación general; mas Isabel experimentó tal ansiedad por lo observado, que hasta prescindió de atender a Wickham, y no bien éste y su compañero se marcharon, una mirada de Juana la invitó a seguirla al piso de arriba. Llegadas a su cuarto, Juana dijo mostrando la carta:
―Es de Carolina Bingley; su contenido me ha sorprendido sobremanera. Todos los de la casa han abandonado Netherfield a estas horas y se encuentran en camino para la capital, sin intención de regresar. Escucha lo que dice.
Leyó entonces en alta voz el primer párrafo, que contenía la noticia de que acababan de resolver seguir a su hermano a la capital, y donde exponía su intención de comer aquel día en la calle de Grosvenor, en la cual el señor Hurst tenía su casa. Lo siguiente estaba concebido de esta suerte: «No siento nada de lo que dejo en el condado de Hunsford, excepto tu compañía, amiga queridísima; pero espero gozar muchas veces en lo por venir de los deliciosos coloquios que hemos tenido, y entre tanto podemos aminorar la pena de la separación con frecuentes y efusivas cartas.» Todas esas elevadas expresiones las escuchó Isabel con cuanta insensibilidad proporciona la desconfianza, y aunque le sorprendía la rapidez de la marcha, no veía nada que lamentar en puridad; no podía suponerse que la ausencia de ellas de Netherfield pudiera impedir que Bingley estuviera ahí, y en cuanto a la pérdida de la compañía de ellas, estaba persuadida de que Juana cesaría pronto de tenerla en cuenta con el placer de la de él.
―Es lástima ―dijo tras corta pausa― que no puedas ver a tus amigas antes de que abandonen el campo. Mas no podemos esperar que el período de futura dicha a que se refiere la señorita de Bingley llegue antes de lo que ella se figura y que la deliciosa relación de quienes han tratado como ami- gas se renueve con mayor contento cuando sean hermanas? Bingley no se quedará en Londres con ellas.
Carolina dice resueltamente que ninguno de la familia volverá al condado este invierno. Te lo voy a leer:
«Cuando mi hermano nos dejó ayer imaginaba que los negocios que le llamaban a Londres podrían despacharse en tres o cuatro días; pero como estamos seguras de que no puede ser así, y convencidas al propio tiempo de que cuando Carlos va a la capital no tiene prisa de abandonarla pronto, hemos determinado seguirle allí para que no se vea obligado a pasar sus horas libres en un hotel sin comfort. Muchas de mis relaciones están ya allí para pasar el invierno; desearía saber si tú, mi queridísima amiga, tienes intención de ser una de tantas; mas desespero de ello. Sinceramente deseo que nuestras Navidades en el condado abunden en las alegrías que la época lleva consigo por lo común, y que vuestros petimetres sean tan numerosos que os impidan sentir la pérdida de las otras personas de quienes os vamos a privar.
―Es evidente con esto ―añadió Juana― que él no vuelve en este invierno.
―Lo evidente es sólo que la señorita de Bingley no dice que lo haya de hacer.
―¿Qué piensas de eso? Debe de ser cosa de él. El no depende de nadie. Pero aun no sabes todo. Voy a leerte el pasaje que de modo particular me hiere. No quiero tener reservas contigo. «El señor Darcy está impaciente por ver a su hermana, y, a decir verdad, no estamos nosotras apenas menos deseosas de verla. No creo que Georgiana Darcy tenga igual en belleza, elegancia y finura, y el afecto que nos inspira a Luisa y a mí se hace aún mayor con la esperanza que abrigamos de conseguir que sea más tarde nuestra hermana. No sé si te he manifestado nunca mis sentimientos sobre ese punto; pero no abandonaré el campo sin contiártelos, y calculo que no los tendrás por faltos de razón. Mi hermano la admira ya mucho; ahora dispondrá de frecuentes oportunidades para verla con la mayor intimidad, y creo que no me ciega la parcialidad de hermana para tener a Carlos por muy capaz de conquistar el corazón de una mujer. Con todas esas circunstancias para aumentar un afecto, ¿me equivoco, queridísima Juana, si abrigo la esperanza de un acontecimiento que habrá de asegurar la felicidad de tantos?»
―¿Qué opinas de este párrafo, querida Isabel? ―dijo Juana en cuanto lo terminó― ¿No es bastante claro? ¿No expresa claramente que Carolina ni espera ni desea que yo sea su hermana, que está por completo convencida de la indiferencia de su hermano, y que, si sospecha la naturaleza de mis sentimientos hacia él, se propone― ¡eso sí, con mucha dulzura!― ponerme en guardia? ¿Puede opinarse de otro modo en esta cuestión?
―Sí se puede; porque mi sentir es en absoluto diverso. ¿Quieres oírlo?
―Con el mayor gusto.
―Te lo expondré en pocas palabras. La señorita de Bingley ve que su hermano está enamorado de ti y quiere que se case con la señorita de Darcy. Sigue a aquél a la capital con la esperanza de retenerlo allí, y trata de convencerte de que él no se cuida de ti.
Juana movió la cabeza.
―Cierto, Juana; debes creerme. Nadie que os haya visto juntos puede dudar de su afecto. La señorita de Bingley de seguro que no puede; no es tan necia. Si hubiera visto en el señor Darcy la mitad de ese afecto hacia ella habría encargado su vestido de boda. Mas el caso es el siguiente: no somos suficientemente ricas ni elevadas para ellos, y está ella tan ansiosa de pescar a la señorita de Darcy para su hermano porque si se efectúa un matrimonio entre ellos puede encontrar menores inconvenientes en conseguir el segundo; en todo lo cual hay cierta ingenuidad, y me atrevo a decir que conseguiría sus anhelos si no se atravesase por medio la señorita de Bourgh. Pero, querida Juana mía, no puedes pensar con seriedad que por decirte la señorita de Bingley que su hermano admira mucho a la de Darcy, sea él en menor grado sensible a tus méritos que cuando se despidió de ti el jueves, ni que estará en poder de ella el persuadirle de que en vez de hallarse enamorado de ti lo está de su amiga.
―Si pensáramos lo mismo de la señorita de Bingley ―replicó Juana―, tu explicación me dejaría más tranquila. Mas yo sé que su fundamento es injusto. Carolina es incapaz de engañar voluntaria- mente a nadie; cuanto se puede esperar en esta ocasión es que se engañe a sí misma.
―Eso es. No se te puede ocurrir mejor idea si no te contentas con la mía. Créela desde luego engañada. Así quedas bien con ella y ves que no debes preocuparte más.
―Pero querida hermana, ¿puedo ser feliz, aun suponiendo lo mejor, aceptando a un hombre cuyas hermanas y cuyos amigos desean todos que se case con otra?
―Eso debes decidirlo por ti misma ―repuso Isabel―; y si tras madura deliberación hallas que la desgracia de no deber nada a sus dos hermanas es más que equivalente a la felicidad de ser su mujer, te aconsejo con resolución que lo rechaces.
―¿Cómo puedes decir eso? ―dijo Juana sonriendo ligeramente―. Debes saber que, aunque quedara apenada con exceso con esa desaprobación, no podría dudar.
―No pensaba que dudaras, y siendo el caso así, no me es dado compadecer mucho tu situación.
―Mas si él no vuelve en este invierno, estará de más mi determinación. ¡Cuántas cosas pueden pasar en seis meses!
La idea de que Bingley no volviese la rechazaba Isabel; parecíale sencillamente sugestión de los interesados deseos de Carolina, no pudiendo suponer ni por un momento que semejantes deseos. ya los manifestase claramente, ya con artificio, hubieran de influir en un joven tan en absoluto independiente.
Expuso a su hermana con tanto calor como pudo lo que opinaba sobre el asunto, y pronto tuvo el placer de notar los saludables efectos de sus palabras. El carácter de Juana no era desconfiado, y por eso fué ahora gradualmente conducida a la esperanza de que Bingley volvería a Netherfield y satisfaría todos los deseos de su corazón, aunque la duda alguna vez se sobrepusiese a esa esperanza.
Convinieron en que la señora de Bennet supiera sólo la marcha de la familia, para que no se alarmase por la conducta del caballero; pero aun esa información parcial la inquietó un poco, y le hizo lamentarse, como de suceso muy desgraciado, de que se marcharan esos señores precisamente cuando todos habían intimado tanto. Tras de dolerse de ello, tuvo no obstante el consuelo de pensar que Bingley volvería pronto de nuevo, dispuesto a comer en Longbourn, y la conclusión de todo fué declarar que, aun habiendo sido invitado a comer sólo en familia, ella cuidaría de tener ese día dos platos abundantes.
Capítulo 22
Los Bennet fueron invitados a comer con los Lucas, y durante la mayor parte del día la señorita de Lucas tuvo de nuevo la amabilidad de escuchar a Collins. Isabel aprovechó una oportunidad para darle las gracias por ello.
―Eso le proporciona buen humor —dijo ella— y quedo más agradecida a ti de lo que puedo decirte.
Carlota aseguró a su amiga su satisfacción de serle útil, añadiendo que eso le compensaba el pequeño sacrificio de su tiempo. Grande era la amabilidad de Carlota al obrar así; pero trascendía a más de lo que Isabel podía concebir; su objeto no era otro que librarla de otra carga de Collins, pero procurando que éste se dirigiera a ella. Tal era el plan de Carlota; y las apariencias le fueron tan favorables, que cuando se separaron por la noche hubiérase ella creído casi segura del éxito si él no debiera abandonar el condado tan pronto. Mas al abrigar esa duda hacía injusticia al fuego e independencia de carácter de Collins, porque estas cosas impelieron a éste a salir de Longbourn con admirable disimulo a la mañana siguiente, dirigirse con premura a la morada de los Lucas y ponerse a los pies de Carlota. Tuvo cuidado de ocultar su salida a sus primas, por el convencimiento de que, de haberle visto partir, no habrían dejado de descubrir su designio, el cual no quería revelar hasta que pudiera conocerse el éxito; porque, aun juzgándose casi seguro, y con razón, porque Carlota le había animado bastante, era relativamente desconfiado desde la aventura del miércoles. Su recibimiento, no obstante, fué de lo más lisonjero.

La señorita de Lucas lo percibió desde una ventana alta cuando se dirigía a la casa, y al instante salió a la calle para encontrarle como si fuera por ca- sualidad. Sin embargo poco podía pensar que le esperase tanto amor como de elocuencia.
Durante el escaso tiempo como los discursos de Collins lo permitieron, quedó todo arreglado entre ambos con satisfacción común, y cuando entraron en la casa ya le rogaba a Carolina con viveza que señalase el día en que le iba a hacer el más feliz de los hombres; y aunque semejante demanda debía quedar sin respuesta por el presente, no experimentó ella deseos de chancearse de él. La estolidez de que había sido dotado por la naturaleza debía privar a su galanteo de cuantos encantos podrían inclinar a una mujer a prolongarlo, y la señorita de Lucas, que lo aceptaba sólo por el puro deseo de establecerse, no se cuidó de lo pronto que ese asunto se había resuelto.

Sir Guillermo y lady Lucas presto se decidieron por el consentimiento, el cual fué otorgado con la más alegre premura. Las circunstancias de Collins le hacían partido muy apetecible para Carlota, a quien ellos podían legar escasa fortuna, y las perspectivas de futura abundancia eran en exceso tentadoras. Lady Lucas comenzó a calcular en derechura, con más interés que el que antes tuviera por el asunto, cuántos años más podría vivir el señor Bennet, y sir Guillermo expresó su opinión de que cuando Collins estuviese en posesión de Longbourn sería sumamente fácil que él mismo y su mujer pudieran presentarse en St. James. En suma: toda la familia se regocijó en grande con ese motivo. Las hijas menores abrigaron esperanzas de salir al mundo uno o dos años antes de lo que de otro modo habría sido, y los muchachos se vieron libres del temor de que Carlota se quedase soltera. La propia Carlota se encontraba bastante satisfecha. Había ganado su partida, y tenía tiempo para reflexionar. Cierto que Collins no era ni sensible ni grato; su compañía resultaba enfadosa, y su afecto hacia ella tenía que ser imaginario. Mas al fin sería su marido. Aun sin pensar altamente ni de los hombres ni del matrimonio, éste había sido siempre su mira, además de ser la única colocación honrosa de una joven bien educada con escasa fortuna; y aunque no era de asegurar que proporcionase dichas, había de ser el más grato preservativo contra la necesidad. Semejante preservativo era o que ahora había logrado, y a la edad de veintisiete años, y sin haber sido nunca guapa, no era eso poca buena suerte. La circunstancia menos agradable del asunto era la sorpresa que había de proporcionar a Isabel Bennet, cuya amistad tenía en más que la de cualquiera otra persona. Isabel se admiraría, y era probable que la censurara; y aunque su resolución no había de venir a tierra, sus sentimientos habrían de resentirse con semejante desaprobación. Resolvió comunicárselo ella misma, y por eso encargó a Collins, cuando éste regresó a Longbourn a comer, que no soltase prenda ante ninguno de la familia de lo que había ocurrido. Como era natural, obtuvo la promesa del secreto; pero éste no pudo guardarse sin dificultad, porque la curiosidad, excitada por su larga ausencia, esta- lló a su regreso en preguntas tan directas que requería alguna destreza el evadirlas, y por otra parte, tenía que ejercitar él su abnegación al callar, pues estaba impaciente por publicar su éxito amoroso.
Como iba a ponerse en viaje a la mañana siguiente demasiado temprano para ver a nadie de la familia, la ceremonia de la despedida se anticipó al momento en que las señoras iban a acostarse, y la señora de Bennet, con gran cortesía y cordialidad, le expresó cuán felices serían en verle en Longbourn de nuevo en cuanto sus otros compromisos le permitieran visitarlas.
―Querida ―replicó―, esta invitación es de agradecer en especial, ya que no esperaba recibirla; y puedes estar segura de que me aprovecharé de ella tan pronto como me sea posible.
Todos se quedaron asombrados, y el propio señor Bennet, que de ningún modo deseaba tan rápido regreso, dijo al punto:
―Mas ¿no lleva eso riesgo de la desaprobación de lady Catalina? Mejor será que olvides a tus parientes antes que exponerte a ofender a tu patrona.
―Querido ―replicó Collins―, quedo en particular reconocido a ti por esa advertencia amigable, y puedes contar con que no daré un paso así sin que en ello intervenga Su Señoría.
―Nunca pecarás por exceso en obrar de esa suerte. Aventura cualquier cosa antes que disgustarla; y si crees que existen probabilidades de que el disgusto se ocasione por volver aquí, cosa que yo juzgaría más que posible, permanece tranquilo en casa, y consuélate con que no nos ofenderemos por ello.
―Cree, querido primo, que mi agradecimiento aumenta mucho con tus afectuosas advertencias; y cuenta por ello con que en breve recibirás una carta de gracias así por ellas como por todas las demás pruebas de consideración recibidas de ti durante mi estancia en el condado. En cuanto a mis bellas primas, aunque mi ausencia no haya de ser tan larga que lo haga preciso, me permito desearles salud y dichas, sin excluir a mi prima Isabel.
Con las naturales cortesías se fueron las señoras, todas sorprendidas por igual de ver que proyectaba un pronto regreso. La señora de Bennet deseaba interpretarlo en el sentido de que pensaba dirigirse a alguna de las hijas menores, y había por eso que convencer a María de que lo aceptase. Esta, en efecto, estimaba a Collins más que las otras; hallaba en sus reflexiones una solidez que a menudo le imponía, y aunque no le juzgaba de ningún modo tan profundo como ella misma, opinaba que si se le animaba a leer y a aprovechar con un ejemplo como el suyo podría llegar a ser muy grato compañero. Mas a la mañana siguiente se desbarató todo ese plan, pues la señorita de Lucas vino en seguida de almorzar, y en conferencia privada con Isabel relató el suceso de la víspera.
La posibilidad de que Collins se imaginara enamorado de su amiga le había ocurrido a Isabel en uno o dos de los días anteriores; pero que Carlota le diera ánimos le parecía tan lejos de lo posible por lo menos como que ella propia pudiera hacerlo, y su asombro fué por ende tan grande que sobrepasó los límites del decoro, no pudiendo evitar el exclamar:
―¡Comprometida con Collins! ¡Querida Carlota, es imposible!
El tono serio que Carlota había usado al contar la historia dió motivo para una momentánea confusión por su parte al recibir tan directo reproche, aunque no fuera eso sino lo que esperaba; mas pronto se rehizo y replicó con calma:
―¿De qué te sorprendes, querida Isabel? ¿Tienes por increíble que el señor Collins haya sido capaz de granjearse la buena opinión de una mujer porque no haya sido afortunado contigo?
Mas Isabel mientras tanto se había dominado también, y haciendo un gran esfuerzo hallóse apta para asegurarle con suficiente firmeza que le era grata la perspectiva de su parentesco y que le deseaba todas las dichas imaginables.
―Conozco lo que te pasa ―replicó Carlota―. Tienes que estar sorprendida, muy sorprendida, haciendo tan poco que el señor Collins proyectaba casarse contigo. Pero cuando tengas tiempo para reflexionar en todo esto creo que quedarás satisfecha de mi resolución. Ya sabes que no soy romántica, que no lo fuí nunca. Busco sólo un hogar, y considerando el carácter, relaciones y situación de la vida del señor Collins, estoy persuadida de que mis probabilidades de felicidad con él son tan grandes como las de que la mayor parte de la gente puede jactarse al ingresar en el estado de matrimonio.
Isabel contestó al punto:
―Es indudable.
Y tras una corta pausa fueron ambas a juntarse con el resto de la familia. Carlota no permaneció en la casa largo rato, e Isabel se entregó a su marcha a reflexionar sobre lo que había escuchado. Pasó no poco tiempo hasta que se hizo a la idea de un casamiento tan impropio. Lo extraño de que Collins hubiera hecho dos proposiciones de matrimonio en tres días no era nada en comparación con el hecho de haber sido ahora aceptado. Siempre había creído que las opiniones de Carlota sobre el matrimonio no eran exactamente como las suyas; pero no supuso que al pasar a la práctica sacrificara todos sus mayores sentimientos a la ventaja positiva. ¡Carlota esposa de Collins era un cuadro humillante! Y a la angustia por rebajarse la amiga y por que descendiese en su estimación se vino a añadir el aflictivo convencimiento de serle imposible a la misma el vivir pasablemente dichosa con la suerte que había elegido.
Capítulo 23
Sentada estaba Isabel con su madre y hermanas, meditando sobre lo que oyera y vacilando sobre si estaba autorizada para mentarlo, cuando el propio sir Guillermo Lucas apareció, enviado por su hija, para anunciar su compromiso a la familia. Con abundantes cumplidos para ellas, y felicitándose por la perspectiva de unión entre ambas casas, reveló el asunto a una asamblea no sólo admirada, sino incrédula, porque la señora de Bennet, con más ardor que cortesía, afirmó que debía hallarse por completo equivocado, y Lydia, siempre indiscreta y a menudo incivil, exclamó con violencia:
―¡Señor Dios! ¿Cómo puede usted, sir Guillermo, contarnos esa historia? ¿No sabe usted que el señor Collins pretende casarse con Isabel?

Sólo la condescendencia de un cortesano podría sufrir sin ira semejante acometida; mas la buena educación de sir Guillermo le hizo pasar por todo, y aunque suplicando que se le permitiera garantizar la verdad de sus informaciones, escuchó todas esas impertinencias con la corrección más completa.
Isabel, creyendo que le competía librarle de tan embarazosa situación, comenzó a confirmar lo dicho por él, revelando su conocimiento previo por conducto de la misma Carlota; y trató de poner coto a las exclamaciones de su madre y hermanas felicitando con calor a sir Guillermo, en lo que pronto fué secundada por Juana, y haciendo resaltar de varios modos la felicidad que se podía esperar del suceso, dado el excelente carácter del señor Collins y la escasa distancia de Hunsford a Londres.
La señora de Bennet se hallaba en verdad demasiado sobrecogida para hablar mucho mientras sir Guillermo permaneció allí; mas no bien las dejó, sus sentimientos encontraron pronto desahogo. En primer lugar, persistía en no creer el hecho en su totalidad; en segundo, estaba segurísima de que Collins había sido pescado; en tercero, confiaba en que ambos no serían nunca dichosos; y en cuarto, el convenio tenía que deshacerse. Sin embargo, dos consecuencias se deducían con claridad de todo: una, que Isabel era la verdadera causa de toda la desgracia; otra, que ella propia había sido tratada de modo bárbaro por todos ellos; y sobre las dos juntas insistió principalmente durante el resto del día. Ni aun logró en todo él apagar su resentimiento. Una semana se pasó antes de poder ver a Isabel sin regañarla, un mes antes de poder hablar sin rudeza a sir Guillermo o a lady Lucas, y varios: antes de perdonar a Carlota.
La emoción del señor Bennet con semejante motivo fué más tranquila; tanto, que consideró el hecho como gran fortuna, porque se jactaba, decía, de que eso le permitía descubrir que Carlota Lucas, a quien había juzgado regularmente razonable, era tan loca como su propia mujer y más aún que su hija.
Juana se manifestó algo sorprendida por el hecho; pero habló menos de su sorpresa que de sus vivos deseos de la felicidad de ambos; y ni aun Isabel pudo atraerla a considerar como improbable semejante felicidad. Catalina y Lydia estaban muy lejos de envidiar a la señorita de Lucas, pues Collins era sólo clérigo, y el suceso no los interesó sino como noticia que extender en Meryton.
Lady Lucas no pudo resistir a la dicha de mani- festar a la señora de Bennet la felicidad que experimentaba en ir a tener una hija bien casada, y por eso iba a Longbourn más a menudo que de ordinario, para expresar esa dicha que sentía, por más que las miradas de desagrado y los reparos malignos de la señora de Bennet podían haber sido suficientes para disipar esa felicidad.
Entre Isabel y Carlota mediaba un desacuerdo que las tornó silenciosas sobre ese asunto, y la primera se convenció de que ya no habría entre ellas confianza verdadera. Su desvío de Carlota le hizo volver con más pasión a su hermana, cuya rectitud y delicadeza le garantizaban que su opinión no se vería desechada, y por cuya felicidad se preocupaba más cada día, ya que Bingley se había marchado hacía una semana y nada se oía de su regreso.
Juana había remitido a Carolina pronta contestación a su carta, y calculaba los días que razonablemente podía tardar en recibir otra nueva. La prometida carta de gracias de Collins llegó el martes, dirigida al padre y escrita con toda la abundancia de agradecimiento que una estancia de un año entre la familia pudiera llevar consigo. Tras disculparse al principio, procedía a informarle, con muchas expresiones altisonantes, de su felicidad por haber obtenido el afecto de su amable vecina la señorita de Lucas, y se extendía con que sólo considerando lo que gustaba de la compañía de ésta se había sentido tan dispuesto a acceder al amable deseo de ellos de verlos de nuevo en Longbourn, adonde esperaba volver del lunes en quince días; porque lady Catalina, añadía, aprobaba tan cordialmente su casamiento, que deseaba que se celebrase lo más pronto posible, lo cual confiaba que sería argumento irrebatible para que su amable Carlota decidiese el día de hacerle el más feliz de los hombres.
El regreso de Collins al condado no era ya motivo de satisfacción para la señora de Bennet. Por el contrario, se veía más dispuesta a lamentarse de ello que su marido. Era rarísimo que viniera a Longbourn en vez de ir a casa de los Lucas; resultaba muy inconveniente y sobremanera embarazoso. Odiaba tener huspedes en su casa siendo tan mediana su salud, y los novios eran los más desagradables de todas las personas. Tales eran las suaves murmuraciones de la señora de Bennet, que sólo iban a desembocar a la desgracia, todavía mayor, de la continuada ausencia de Bingley.
Ni Juana ni Isabel estaban satisfechas con esto último. Día tras día pasaba sin saberse de ello sino la noticia, luego extendida por Meryton, de que no venían ya a Netherfield en el invierno; la cual irritó en grande a la señora de Bennet, quien no cesaba de contradecirla, juzgándola la más escandalosa falsedad.
Hasta Isabel comenzó a temer, no que Bingley fuese indiferente, sino que sus hermanas pudieran obtener éxito en apartarle de su camino. Aun sin querer dar entrada a idea tan destructora de la felicidad de Juana y tan deshonrosa para la firmeza de su enamorado, no podía evitar que se le ofreciera con frecuencia. Los esfuerzos mancomunados de sus dos insensibles hermanas y de su influyente amigo, unidos con los atractivos de la señorita de Darcy y con los placeres de Londres, podían ser demasiadas cosas—así lo temía—contra la constancia de su afecto.
En cuanto a Juana, su ansiedad por esta duda era, como es natural, más penosa que la de Isabel; pero deseaba ocultar cuanto sentia, y por eso entre ella e Isabel jamás se aludía a semejante asunto. Pero como a su madre no la contenía igual delicadeza, apenas pasaba una hora sin que hablase de Bingley, expresando impaciencia por su llegada o pretendiendo que Juana confesara que si no volvía debía juzgarse malísimamente tratada. Requeríase toda la suavidad de Juana para soportar esas cargas con mediana tranquilidad.
Collins regresó con gran puntualidad del lunes en quince días; pero su recibimiento en Longbourn no fué lo cordial que el de su primera llegada. Era él sobrado dichoso, sin embargo, para necesitar muchas atenciones; y por suerte de los demás, la ocupación de hacer el amor los libraba mucho tiempo de su compañía. La mayor parte del día lo empleaba en casa de los Lucas, y a veces regresaba a Longbourn sólo con el tiempo preciso para excusar su ausencia antes de que la familia se acostase.

La señora de Bennet se encontraba en verdad en el más lamentable estado. La sola mención de algo concerniente al casamiento le proporcionaba un ataque de mal humor, y a cualquiera parte que fuese estaba segura de oír hablar de él. La vista de la señorita de Lucas le era odiosa. Mirábala con celoso horror, como su sucesora en la casa. Siempre que venía a verlos sacaba en consecuencia que anticipaba la hora de la toma de posesión, y cuantas veces departía en voz baja con Collins estaba ella convencida de que hablaban de la propiedad de Longbourn y resolvían sacar de la casa a ella y a sus hijas en cuanto muriese el señor Bennet. Con amargura se quejaba de ello a su marido:
—La verdad, Bennet—le decía—, es muy duro pensar que Carlota Lucas ha de ser alguna vez dueña de esta casa y haya de verme yo obligada a hacerle sitio y a vivir viéndola ocupar mi puesto en ella.
—Querida, no des entrada a tan tristes pensamientos. Pensemos en cosas mejores. Lisonjeémonos con que yo te sobreviviré.
No era eso muy consolador para la señora de Bennet, y con todo, en vez de contestar, continuó:
—No puedo sufrir el pensar que hayan de poseer ellos toda esta propiedad. Si no fuera por el vínculo no lo imaginaría.
—¿Qué es lo que no imaginarías?
—No imaginaría nada en absolato.
—Agradezcamos, pues, que te veas libre de un defecto así.
—Nunca puedo agradecer nada que se refiera al vínculo. No me es dable entender cómo se puede en conciencia vincular una propiedad fuera de los propios hijos, y todo en favor de Collins! ¿Por qué ha de poseerla mejor que nadie?
—Lo dejo a tu consideración—dijo el señor Bennet.
Capítulo 24
La carta de la señorita de Bingley llegó y puso término a las dudas. Ya la primera frase comunicaba que se habían establecido todos en Londres para. pasar el invierno, y la conclusión expresaba el pesar del hermano por no haber tenido tiempo, antes de abandonar el campo, de ofrecer sus respetos a sus amigos del condado.
Las esperanzas habían desaparecido por completo, y aunque Juana leyó el resto de la carta, halló en la misma pocas cosas, fuera de la profesión de afecto de quien le escribía, que pudieran servirle de algún alivio. El clogio de la señorita de Darcy ocupaba gran parte de la misiva. Insistíase de nuevo sobre sus numeroses atractivos, y Carolina se jactaba gozosa de lo creciente de su intimidad con ella, aventurándose a predecir el cumplimiento de los deseos suyos ya revelados en la carta primera. Participaba también con gran regocijo que su hermano era íntimo de la casa de Darcy, y mencionaba con entusiasmo ciertos planes del último relativos a nuevo ajuar.

Isabel, a quien Juana comunicó muy pronto lo capital de todo ello, lo escuchó con silenciosa indignación. Su corazón estaba dividido entre la in- quietud por su hermana y el resentimiento contra todos los demás. A la afirmación de Carolina de que su hermano estaba interesado por la señorita de Darcy no le daba crédito. Que estaba enamorado de veras de Juana no lo ponía en duda ahora, como no lo había puesto jamás; y aunque siempre se había sentido predispuesta a que le agradase él, no pudo pensar sin pena, y hasta sin desprecio, en esa su flojedad de carácter, en su falta de resolución, que ahora le convertía en esclavo de sus intrigantes amigos y le arrastraba a sacrificar su propia dicha al capricho de los deseos de éstos. Mas si la felicidad de él fuera lo único que se sacrificara, bien podría él jugar con ella del modo que le pareciese mejor; pero es que la de su propia hermana andaba envuelta en ello por la creencia de ella de que él estuviese enamorado. Era, en suma, un asunto en que, por mucho que se meditase sobre el mismo, todo tenía que resultar en vano. No podía Isabel pensar en otra cosa; y aunque el interés de Bingley hubiera muerto de verdad o hubiera sido contrastado por la intromisión de sus amigos; conociera él el afecto de Juana o hubiera éste escapado a su observación, cualquiera que fuese el caso, si bien su opinión sobre Bingley podría mudar según el mismo, la situación de Juana siempre resultaba idéntica, su tranquilidad quedaba herida.
Un día o dos pasaron antes de que Juana tuviera valor para revelar sus sentimientos a Isabel; mas, al cabo, habiéndolas dejado solas la señora de Bennet tras una carga más pesada que de ordinario sobre Netherfield y su dueño, no pudo evitar el decir:
—¡Ojalá mi madre tuviera más dominio sobre sí!; no puede formarse idea de la pena que me causa con sus reflexiones sobre él. Mas no quiero consumirme. Le olvidaré, y seremos lo que éramos antes.
Isabel miró a su hermana con incrédula solicitud, pero nada dijo.
—¿Lo dudas? —exclamó Juana ligeramente ruborizada—. Cierto que tienes razón. Podrá vivir en mi recuerdo como el más amable de mis conocidos, pero eso será todo. Nada tengo que esperar, ni nada que temer, ni nada tampoco que reprocharle. Gracias a Dios, no tengo esa pena. Por consiguiente, que pase algún tiempo, y probaré a quedar lo mejor que pueda.
Con voz más fuerte añadió después:
—Tengo el consuelo de que eso no haya sido sino un error de imaginación por mi padre y que no ha acarreado perjuicio sino a mí misma.
—Querida Juana —exclamó Isabel—, eres demasiado buena. Tu dulzura y desinterés son en verdad angelicales; no sé qué decirte.
Siento como si nunca te hubiera hecho justicia ni amado como te mereces.
Juana negó con decisión que poseyese ninguna clase de mérito extraordinario, rechazando el elogio nacido del sincero afecto de su hermana.
—No —dijo Isabel—; eso no está bien. Tú tienes por respetable a todo el mundo y te ofendes si hablo mal de alguien. Yo tengo por perfecta sólo a ti, y tú te opones a que te tenga por tal. No temas que incurra en exceso apropiándome tu privilegio de buena voluntad hacia todos. No tienes que temerlo; hay pocos a quienes yo ame de veras, y menos aún de quienes piense bien. Cuanto más conozco el mundo más me enoja, y todos los días confirmo mi creencia en la inconstancia de todos los caracteres humanos y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de mérito o talento. Me he encontrado últimamente con dos casos que confirman esa creencia: uno no lo quiero mentar; otro es el casamiento de Carlota. Es increíble, increíble desde todos los puntos de vista.
—Querida Isabel, no des entrada a sentimientos como ésos. Impedirán tu felicidad. Tú no concedes nada a la diferencia de situación y carácter. Considera la respetabilidad de Collins y el carácter prudente y firme de Carlota. Recuerda que pertenece a una familia numerosa; que en cuanto a fortuna, ése es un casamiento muy apetecible, y disponte a creer por todo ello que Carlota puede. sentir cierto afecto y estima por nuestro primo.
—Por que me lo agradezcas, trataré de creer algo a lo sumo; mas nadie puede salir beneficiado con creerlo, porque si estuviera persuadida de que Carlota experimenta algún interés por él, pensaría peor de su entendimiento que ahora pienso de su corazón. Juana querida, Collins es un hombre infatuado, ceremonioso, loco y mentecato; tú lo sabes lo mismo que yo, y debes comprender, como yo también, que la mujer que se case con él no puede estar en sus cabales. No la defiendas aun que se llame Carlota Lucas. No has de cambiar por una individualidad el significado de los principios y de la integridad, ni tratar de persuadirte a ti misma, o de persuadirme a mí, de que el egoísmo es prudencia o la insensibilidad ante el peligro seguro de felicidad.
—Tengo por demasiado fuerte ese modo de expresarte sobre ambos—replicó Juana—, y espero que de ello te convencerás cuando los veas juntos y felices. Pero basta de esto. Tú aludías a algo más; mencionaste dos casos. No puedo menos de comprenderte; pero te suplico, Isabel, que no me apenes censurando a aquella persona y diciendo que ha descendido en tu opinión. No necesitamos hallarnos prontas a imaginarnos injuriadas de propósito. No podemos exigir que un joven bullicioso sea siempre tan mirado y circunspecto. A menudo es sólo nuestra propia vanidad lo que nos engaña. La imaginación de las mujeres se excede.
—Y los hombres procuran que se exceda.
—Si lo hacen con premeditación no podrán justificarse; mas no creo que eso abunde en el mundo tanto como algunos se figuran.
—Estoy muy lejos de atribuir a premeditación ninguna parte de la conducta de Bingley—dijo Isabel; pero sin querer obrar mal ni hacer infelices a los otros se puede errar y ocasionar desgracia. La carencia de reflexión o la escasa atención a los sentimientos ajenos, así como la falta de resolución, dan ese resultado.
—¿Y tú atribuyes aquello a alguna de esas dos cosas?
—Sí; a la última. Pero si sigues por ese camino habré de disgustarte diciendo lo que pienso de personas de tu estimación. Contenme si puedes.
—¿Es que persistes en que sus hermanas influyan sobre él?
—Sí, en unión con su amigo.
—No puedo creerlo. ¿Qué les puede mover a obrar así? Sólo pueden desear su felicidad: y si él me tiene afecto, ninguna otra mujer podrá asegurársela.
—Tu primera afirmación es falsa. Pueden desear muchas cosas además de su felicidad: pueden ansiar su enriquecimiento y su elevación en categoría: que se case con una muchacha que reúna cuanto significan el dinero, los parientes elevados y el orgullo.
—Vamos, que desean que elija a la señorita de Darcy—replicó Juana—; mas eso puede ser por móviles mejores de los que supones. La han tratado durante más tiempo que a mí; no hay que admirarse, pues, de que la quieran más. Pero, cualesquiera que sean sus deseos, es muy improbable que se hayan o puesto a los de su hermano. ¿Qué hermana se creería con derecho a hacerlo, a no ser que le diera al hermano por algo muy reprochable? Si lo hubieran visto interesado por mí no habrían procurado separarnos; si él lo estuviera, ellas no tendrían buen éxito. Suponiendo semejante afección, haces obrar a todos contra naturaleza y con error y a mí me haces más desgraciada. No me avergüenzo de haberme equi-
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I. vocado, o por lo menos esto es poca cosa, nada en comparación con lo que sentiría si pensase mal de él o de sus hermanas. Déjame ver el hecho a la mejor luz, lo mejor que pueda verse.
Isabel no se podía oponer a tales deseos, y desde entonces el nombre de Bingley apenas fué pronunciado entre las dos.
La señora de Bennet continuaba aún extrañada y murmurando porque no regresaba, y aunque casi no pasaba día sin que Isabel le hiciese con claridad cargos sobre ello, era raro que considerase aquel hecho con menos inquietud. Su hija probaba a convencerla de lo que ella misma no creía y de que las atenciones a Juana habían sido mero afecto de un capricho corriente y pasajero que cesó en cuanto no la viera; pero aunque la posibilidad de esa explicación la admitía pronto, tenía, con todo, que repetir diariamente idéntica cantilena. El mayor consuelo de la señora de Bennet era que Bingley había de volver en el verano.
El señor Bennet consideraba de diferente manera la cuestión.
—De modo, Isabel—díjole un día—, que tu hermana resulta frustrada en sus amores. Le doy la enhorabuena. De ordinario, se aproxima a casarse una muchacha cuando se frustran sus amores.
Algo hace eso pensar así, aparte de que la distingue entre sus compañeras. Y ¿cuándo te toca a ti? No te gustará mucho que se te adelante Juana. Pero ahora te va a tocar; aquí en Meryton hay suficientes oficiales para engañar a todas las jóvenes de la comarca. Cásate con Wickham. Es un muchacho agradable, y coquetearía contigo de seguro.
—Gracias, papá; pero me satisfaría un hombre menos agradable. No hemos de esperarlo todo de la buena suerte de Juana.
—Cierto—dijo el señor Bennet—; pero cualquier cosa que te suceda en cuanto a eso, es un consuelo pensar que tienes una madre afectuosa que siempre se encargará de lo principal.
La compañía de Wickham era de positiva utilidad para disipar la tristeza que los últimos infaustos sucesos habían producido a varios de la familia de Longbourn. Veíanle a menudo, y a sus otras prendas añadió en esta ocasión la de una absoluta falta de reserva. Todo lo que Isabel había oído, sus quejas contra Darcy, y cuanto había sufrido de él, era ahora de todos conocido y por todos discutido en público, y todo el mundo se complacía en recordar lo mucho que Darcy había disgustado siempre, aun antes de saberse nada de eso.
Juana era la única criatura a quien era dado suponer que hubiera en el caso alguna circunstancia atenuante, desconocida por la sociedad del condado. Su dulce y constante candor abogaba siempre por indulgencia y exigía la posibilidad de una equivocación; pero Darcy estaba reputado por todos los demás como el más malo de los hombres.
Capítulo 25
Tras una semana pasada entre promesas de amor y planes de felicidad, Collins tuvo que despedirse de su amable Carlota para llegar el sábado. Mas la pena de su separación pudo aliviarse por su parte con los preparativos para la recepción de su novia; pues razón tenía para esperar que a poco de su próximo regreso al condado de Hunsford, se fijara el día que iba a tornarle el más feliz de los hombres. Se despidió de sus parientes de Longbourn. con idéntica solemnidad que la vez anterior; deseó de nuevo a sus bellas primas salud y dicha, y prometió a los padres nueva carta de gracias.

El lunes siguiente la señora de Bennet tuvo el placer de recibir a su hermano y a la esposa de éste, que vinieron, cual de costumbre, a pasar la Navidad en Longbourn. El señor Gardiner era hombre sensible, caballeroso, muy superior a su hermana así en prendas naturales como en educación. Las damas de Netherfield hubieran sentido dificultad en creer que semejante persona, que vivía del comercio y se hallaba siempre metido en su almacén, pudiera estar tan bien educado y resultar tan agradable. La señora de Gardiner, bastantes años más joven que la señora de Bennet y que la señora de Philips, era mujer grata, elegante y gran favorita de todas sus sobrinas de Longbourn. En especial entre las dos mayores y ella subsistía particular afecto. Aquéllas habían residido con frecuencia en la ca- pital en compañía suya. La primera ocupación de la señora de Gardiner al llegar fué distribuir sus regalos y describir las nuevas modas. Acabado todo eso, tomó menos parte en la conversación: le tocó escuchar. La señora de Bennet tenía muchas desgracias que comunicarle y un poco de que hacerse compadecer. Había sido muy vejada desde la última vez que viera a su hermana. Dos de sus hijas se habían visto a punto de casarse y después todo había quedado en nada.
—No censuro a Juana—continuó—, porque habría pescado al señor Bingley si hubiera podido; pero Isabel, ¡oh hermana! Es muy duro pensar que haya podido ser a estas horas la esposa de Collins si no se hubiera opuesto su propia perversidad. Hízole una proposición de casamiento en este mismo cuarto y ella la rechazó. La consecuencia es que lady Lucas tendrá una hija casada antes que yo y que la propiedad de Longbourn sigue ahora tan vinculada como antes. Los de Lucas, hermana, son gentes muy aprovechadas: se dedican en absoluto a pescar lo que pueden. Me entristece hablar así de ellas, pero es la verdad. Me pone muy nerviosa y enferma el verme contrariada de ese modo por mi propia familia y el tener vecinos que piensen en sí antes que en los demás. Con todo, tu llegada a esta sazón es el mayor de los consuelos y me veo muy dichosa con oír lo que me cuentas de las mangas largas.
La señora de Gardiner, a quien antes se había comunicado ya lo capital de todos esos asuntos en el curso de su correspondencia con Juana e Isabel, dió a su hermana una respuesta somera y cambió la conversación por compasión hacia sus sobrinas; al hallarse luego sola con Isabel habló más del asunto.
—¿Conque habría sido una boda muy apetecible para Juana?— díjole. Me duele que se haya desarreglado. ¡Pero esas cosas ocurren tan a menudo! Un joven como me pintas al señor Bingley se enamora con facilidad de una muchacha bonita para unas pocas semanas, y cuando por una casualidad se separan, la olvida también con igual facilidad; esa clase de inconstancias es muy frecuente.

—En casos así existe un excelente consuelo—repuso Isabel—; mas eso no reza con nosotras. A nosotras no nos ha dañado ninguna casualidad; no ha ocurrido sino la interposición de amigas que pretenden persuadir a un joven independiente a que no piense más en una muchacha a quien amaba con vehemencia sólo pocos días antes.
—Pero es que esa expresión vehemencia de amor es tan usada, tan ambigua, tan indefinida, que no me dice nada. Lo mismo se aplica a sentimientos que brotan sólo de media hora de conocimiento que a afectos reales y profundos. Explícame cómo era la vehemencia del amor del señor Bingley.
—Nunca he visto inclinación que prometiera más. Estaba él de continuo sin atender a las otras y en absoluto dedicado a Juana. Cada vez que se veían resultaba eso más cierto y patente. En su propio baile molestó a dos o tres señoritas por no sacarlas a bailar, y yo misma hablé con él dos veces sin obtener respuesta. ¿Pueden revelarse síntomas más claros? ¿No es la descortesía en general la esencia verdadera del amor?
—Sí, de esa clase de amor que supongo sentido por él. ¡Pobre Juana! Estoy triste por ella, porque, dado su mode de ser, no olvidará eso pronto. Mejor habría sido que te hubiera ocurrido a ti, Isabel; tú te habrías reído del hecho con más prontitud. Pero ¿crees que se decidirá a venir con nosotros? Un cambio de escenario seríale conveniente, y acaso uno de casa le resultara utilísimo.
A Isabel agradó mucho esa proposición, convenciéndose de que su hermana accedería.
—Supongo—añadió la señora de Gardiner—que no influirá en ella ninguna consideración referente a ver a ese joven. Vivimos en barrio tan diferente de la población, todas nuestras relaciones son tan diversas, y, como sabes bien, salimos tan poco de casa, que es muy poco probable que se encuentren si él no viene expresamente a verla.
—Y eso es imposible de toda imposibilidad, porque por ahora se encuentra bajo la custodia de su amigo, y el señor Darcy no permitiría que él buscase a Juana en semejante barrio de Londres. Querida tía, ¿qué opinas sobre eso? Acaso pueda el señor Darcy oír mencionar un punto como la calle de la Iglesia de la Merced; pero pensando que un mes de abluciones apenas bastaría para limpiarse de sus inmundicias si penetrase una vez allí, y ten por seguro que el señor Bingley no se movería sin él.
—Tanto mejor; de ese modo, espero que jamás se encontrarán. Pero ¿se escribirá Juana con la hermana de él? Porque es seguro que no hará nada por que nos visitemos.
—Perderá por completo su relación.
Mas a pesar de la seguridad que Isabel afectaba en lo tocante a ese punto, como en el de que se viese Bingley impedido de encontrar a Juana, convencióse tras maduro examen de que el caso que imaginaba no lo consideraba como improbable. Era posible, y a veces lo juzgaba verisímil, que el afecto de Bingley se reanimara y luchara contra la influencia de sus amigos con la influencia, más natural, de los atractivos de Juana.
Esta aceptó gustosa la invitación de su tía; y al hacerlo, los Bingley sólo estaban en su pensamiento en cuanto esperaba que, por no vivir Carolina en la misma casa de sus hermanas, podría alguna vez pasar una mañana con ella sin peligro de encontrarse con él.
Los Gardiner permanecieron en Longbourn una semana; y entre los Philips, los Lucas y los oficiales no se pasó un día sin convidados. La señora de Bennet había cuidado tan bien de entretener a sus hermanos, que jamás se habían sentado a comer solos en familia. Cuando el convite era en la casa, siempre concurrían al mismo algunos oficiales, entre los cuales era Wickham imprescindible; y la señora Gardiner, puesta en guardia por los calurosos elogios que Isabel hacía del mismo, observó con minuciosidad a los dos. Sin suponerlos, por lo que alcanzó a ver, seriamente enamorados, sus recíprocas preferencias fueron bastante para alarmarla un poco; y así, resolvió hablar con Isabel sobre ese punto antes de abandonar el condado, haciéndole presente la imprudencia de alimentar esa inclinación.
A los ojos de la señora de Gardiner resultaba Wickham ya grato, aun sin tener en cuenta otros motivos. Con anterioridad a su matrimonio, diez o doce años antes del momento actual, había pasado ella bastante tiempo en el mismo punto del condado de Derby de donde era él natural. Poseían por tanto muchas relaciones comunes; y aunque Wickham permaneciera poco allí desde el fallecimiento del padre de Darcy, ocurrido hacía cinco años, érale posible darle cuenta de los primeros amigos que ella había podido procurarse.
La señora de Gardiner había visto Pemberley y conocido a la perfección el carácter del último lord Darcy. Eso era por consiguiente tema inagotable de conversación. Comparando sus recuerdos de Pemberley con la minuciosa descripción que Wickham hacía, y rindiendo tributo de elogios al carácter de su último poseedor, deleitaba a la par a él y a ella misma. Al ser sabedora del trato que el actual Darcy había dado a Wickham recordó ella algo de la fama que tenía el carácter de aquel caballero cuando era en absoluto un muchacho, y que podía ponerse de acuerdo con ese hecho, y por fin confesó recordar haber oído que de Fitzwilliam Darcy se hablaba en sus comienzos como de muchacho orgulloso y malo.
Capítulo 26
La señora de Gardiner hizo a Isabel la advertencia susodicha, puntual y bondadosamente, en la primera ocasión favorable para hablarle a solas. Tras de exponerle con calma su pensamiento, le dijo así:
—Eres, Isabel, muchacha sobrado razonable para enamorarte sólo por haber sido advertida en contra, y por eso no temo hablarte sin rodeos. Dígote en serio que quería verte en guardia. No te enredes o trates de enredarte en un afecto a que puede hacer tan imprudente la carencia de fortuna. Nada tengo que decirte contra él; es joven muy interesante, y si poseyera la posición que debiera poseer, juzgaría que no lo podrías hacer mejor. Pero tal como es, debes huir de que tu imaginación te arrebate. Estás dotada de buen sentido y todos esperamos que lo emplees. Segura estoy de que tu padre confía en tu firmeza y buena conducta. No debes darle un chasco.

—Querida tía, eso va siendo serio de veras.
—Sí, y supongo que te hará seria a ti también.
—Bien; pues no tienes que alarmarte. Cuidaré de mí misma y de Wickham. No se enamorará de mí si puedo impedirlo.
—Isabel, no hablas en serio ahora.
—Dispensa, trataré de expresarme con seriedad. Por ahora no estoy enamorada de Wickham; es bien seguro que no lo estoy. Pero él es, sin comparación, el hombre más agradable que he visto, y, por si en realidad se aficionase a mí, creo que sería mejor que no lo fuera tanto. Conozco lo imprudente de una cosa así. ¡Oh qué abominable es el señor Darcy! La opinión que mi padre tiene de mí me honra mucho, y sería injusto que no correspondiese a la misma. Mi padre, no obstante, es partidario de Wickham. En resolución, tía querida, mucho sentiría hacer desgraciado a alguien; mas desde que vemos a diario que donde hay afecto los jóvenes de ambos sexos raramente se contienen por falta de fortuna, ¿cómo puedo prometer ser más cuerda que tantas de mis iguales si me viese tentada? O ¿cómo habré de comprender que sería más prudente resistir? Cuanto puedo prometerte, por consiguiente, es no atropellarme. No me juzgaré con precipitación su anhelo; cuando esté en su compañía, no lo desearé. En suma, obraré lo mejor que pueda.
—Acaso eso surtiría efecto si le quitases los ánimos para venir a casa tan a menudo. Por lo menos, debemos hacer presente a tu madre que no le invite.
—Como hice el otro día—exclamó Isabel con significativa sonrisa —. Cierto que sería oportuno poner moderación en eso. Pero no creas que él está siempre con tanta frecuencia aquí. Es por consideración a ti por lo que ha sido invitado tantas veces esta semana. Ya conoces las ideas de mi madre sobre la necesidad de constante compañía para sus amigas. Pero de veras y por mi honor que trataré de proceder como crea más cuerdo, y espero que ahora quedarás contenta.
Su tía le aseguró que lo estaba, y tras darle Isabel las gracias por su bondadosa advertencia se marcharon, habiéndose ofrecido un admirable ejemplo de amonestación sobre tan delicado punto sin dar lugar a resentimiento.
Collins volvió al condado poco después de haberlo abandonado los Gardiner y Juana; pero como residió con los de Lucas, su llegada no molestó a la señora de Bennet. Aproximábase ya su casamiento, y aquélla se encontraba al fin tan resignada, que lo miraba como inevitable, y aun repetía, de mal talante, que deseaba a los novios felicidad. El jueves iba a ser la boda, y el miércoles hizo la señorita de Lucas su visita de despedida; y cuando se levantó para separarse, Isabel, avergonzada de lo poco finos y forzados cumplidos de su madre, y además sinceramente afectada de por sí, la acompañó fuera de la estancia, y al bajar juntas la escalera Carlota dijo:
—Espero saber de ti a menudo, Isabel.
—Lo sabrás, ciertamente.
—Y aun tengo que suplicarte otro favor. ¿Vendrás a verme?
—Espero que nos veremos a menudo en este condado.
—No es fácil que pueda dejar Kent en bastante tiempo. Prométeme, por consiguiente, venir a Hunsford.
Isabel no pudo rehusar la invitación, aun entreviendo escaso agrado en la visita.
—Mi padre y María vendrán a verme en mayo—añadió Carlota—, y espero que consientas en ser de la partida. En verdad, Isabel, serás tan bien recibida como cualquiera de aquéllos.
La boda se celebró; la novia y el novio marcharon a Kent desde la puerta de la iglesia, y todos tuvieron, como de costumbre, algo que hablar sobre el asunto. Isabel supo pronto de su amiga, y su correspondencia fué tan regular y frecuente como siempre había sido. El que fuese tan franca era imposible. Isabel no podía dirigírsele sin notar que todo el agrado de la confianza había desaparecido, y aun determinando no cesar de escribir, lo hacían en atención a lo que su amistad había sido, no a lo que era. Las primeras cartas de Carlota se abrieron con gran ansiedad. No podía menos de ser curioso saber cómo hablaba de su nuevo hogar, cómo pintaba a lady Catalina, cuánta felicidad se atribuía; pero al leer esas primeras cartas observó Isabel que Carlota se expresaba exactamente como ella había previsto. Escribía alegre, pareciendo estar rodeada de comodidades, sin mencionar nada, sin alabanzas. La casa, el ajuar, la vecindad y los caminos, todo era de su gusto, y la conducta de lady Catalina lo más amigable y atenta. Era la misma pintura de Hunsford y Rosings dada por Collins, aunque templada con cierto discernimiento, e Isabel comprendió que debía aguardar a su visita allá para conocer lo demás.
A todo esto Juana había enviado unas líneas a su hermana anunciándole su feliz arribo a Londres, y cuando volvió a escribir, creyó Isabel que podría decirle algo de los de Bingley.
La impaciencia por esta segunda carta fué recompensada como suele serlo siempre la impaciencia. Juana llevaba una semana en la capital sin ver a Carolina ni oír de ella. Explicábaselo no obstante suponiendo que su última carta a su amiga desde Longbourn se hubiese perdido por una casualidad.
«Mi tía—continuaba—irá mañana a aquella parte de la población y tendré ocasión de visitar la calle de Grosvenor.»
Escribió de nuevo después de hecha la visita en que vió a la señorita de Bingley. «No encontré a Carolina de buen humor, pero se alegró mucho de verme, reprochándome no haberle dado noticia de mi llegada a Londres. Estaba en lo cierto: mi última carta no la había recibido. Luego, como era natural, pregunté por su hermano. Estaba bien, mas tan ocupado con el señor Darcy, que apenas le veía. Me encontré con que la señorita de Darcy era esperada a comer; deseo poder verla. Mi visita no fué larga, pues Carolina y la señora de Hurst tenían que salir. Supongo que en breve las tendré por aquí.»
Isabel movió la cabeza al leer esa carta. Se convenció con ella de que sólo por casualidad podría descubrir Bingley que su hermana estaba en la capital.
Pasaron cuatro semanas, y Juana no vió a ninguno de ellos. Trató de convencerse de que no lo sentía; pero no pudo permanecer más tiempo ciega hacia la desatención de la señorita de Bingley. Tras de esperar en casa todas las mañanas durante una quincena, e inventar para aquélla una nueva excusa todas las tardes, la visita llegó al fin; mas la rapidez de la misma, y más aún la extrañeza de los modales de la visitante, no permitieron a Juana engañarse más. La carta que con ese motivo dirigió a su hermana demuestra lo que sentía:
«Segura estoy, mi queridísima Isabel, de que serás incapaz de ufanarte del buen juicio tuyo sobre mis cartas cuando te confiese que he estado engañada por completo sobre el afecto de la de Bingley hacia mí. Pero, querida hermana, aunque los hechos hayan demostrado tu razón, no me juzgues obstinada si aun afirmo que, considerando su proceder, mi confianza era tan natural como tus sospechas. Después de todo, no comprendo la razón que le asistía para desear intimar conmigo; pero si de nuevo ocurrieran las mismas circunstancias, es bien cierto que de nuevo me volvería yo a engañar. Carolina no me ha devuelto mi visita hasta ayer, y ni una esquela ni una línea suya he recibido entre tanto. Cuando vino se hacía patente que no le agradaba; dió una excusa ligera, de pura fórmula, por no haberme visitado antes; no dijo palabra de ansiar verme de nuevo, y estaba tan alterada que cuando se fué me encontré firmemente resuelta a no continuar su relación. La compadezco, aun sin poder evitar el censurarla. Obró mal en singularizarse conmigo como lo hizo; puedo decir sin ambages que todas las tentativas de intimidad comenzaron por su parte. Pero la compadezco, porque habrá de comprender que se ha conducido mal y porque estoy segura de que la zozobra por su hermano es la causa de todo. No necesito explicarme más, y aunque sabemos que no hay motivos para semejante zozobra, con todo, si es que la experimenta, con facilidad podrá explicar su conducta conmigo, y siendo él tan merecidamente caro a su hermana, cuanta zozobra pueda sentir por él es natural y simpática. Mas no puedo menos de admirarme de que salga ella ahora con temores por el estilo, porque si él se hubiera cuidado de mí, hace tiempo que nos habríamos encontrado por la población. Conoce él mi estancia en ella; de eso estoy segura por algo que ella misma me ha comunicado; y con todo, por el modo de expresarse Carolina, parecía como si necesitase persuadirse de que en realidad se interesa él por la señorita de Darcy. No lo entiendo. Si no temiera juzgar con dureza, casi me vería tentada a decir que en todo esto hay grandes apariencias de doblez. Mas yo ensayaré desvanecer toda idea penosa pensando sólo en lo que me hace falta: en tu cariño y en la inalterable bondad de mis queridos tía y tío. Hazme saber pronto de vosotros. La señorita de Bingley dijo algo de no volver jamás a Netherfield y de deshacerse de la casa, mas no con seguridad. Haremos mejor en no hablar de eso. Me complazco muchísimo en que hayas tenido tan halagüeñas noticias de nuestras amigos de Hunsford. Te ruego que los vayas a ver con sir Guillermo y María. Estoy convencida de que te encontrarás muy bien allí.— Tu…» Etcétera.
Esta carta apenó algo a Isabel; pero su espíritu se rehizo al considerar que Juana no se vería más engañada, por lo menos por la hermana. Toda esperanza relativa al hermano quedaba ahora desvanecida en absoluto. Ni siquiera deseaba que se renovasen sus atenciones. El carácter de él quedaba muy rebajado cuando se consideraba; y como castigo suyo, y además, a la vez, como ventaja posible de Juana, esperaba que en realidad pudiera casarse con la hermana de Darcy, ya que, según Wickham, eso le haría sentir en abundancia lo que había despreciado.
La señora de Gardiner recordó a Isabel por entonces su promesa referente al mencionado caballero, pidiendo noticias; e Isabel las tenía tales que pudieran contentar a la tía más que a sí propia. El aparente interés de él había desaparecido, sus atenciones habían acabado; admiraba a otra. Isabel vigilaba lo suficiente para verlo todo, y podía observarlo y escribir sobre ello sin verdadero pesar. Su corazón había sido herido sólo sutilmente, y su vanidad se veía satisfecha por creer haber sido ella la elegida de su corazón si la posición se lo hubiera permitido. La repentina adquisición de diez mil
ORGULLO Y PREJUICIO.—T. I. libras era el encanto más saliente que podría brindar la joven a quien ahora se mostraba propicio; pero Isabel, acaso con menor penetración que en el caso de Carlota, no disputó con él por sus anhelos de independencia. Por el contrario, nada juzgaba más natural; y como podía suponer que le costaba a él algún esfuerzo el abandonarla, hallábase dispuesta a considerar el hecho como cuerda y apetecible solución para ambos, y podía desearle de corazón felicidades.
Todo eso fué dado a conocer a la señora de Gardiner, a quien, tras relatar las circunstancias, decía así: «Estoy convencida, querida tía, de que nunca he estado muy enamorada, pues si realmente hubiera experimentado esa pura y elevada pasión detestaría ahora hasta el nombre de semejante individuo y le desearía toda suerte de males. Pero no sólo abrigo sentimientos cordiales hacia él, sino que también miro con imparcialidad a la señorita de King, sin tenerle malquerencia y juzgándola, por el contrario, buena muchacha. No puede haber amor en todo eso. Mi desvelo ha sido real; y aunque si estuviera frenéticamente enamorada de él resultaría ahora más interesante para todos sus conocidos, no puedo decir que lamento mi relativa insignificancia. A veces la importancia se paga sobrado cara. Catalina y Lydia son más sensibles que yo en eso del corazón. Son jóvenes en el camino de la vida y no están hechas todavía a la mortificante convicción de que las pollas guapas han de tener algo para vivir como todas las demás.»
Capítulo 27
Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton, unas veces con lodo y otras con frío, pasaron para ella los meses de enero y febrero. En marzo había de ir Isabel a Hunsford. Al principio no había pensado en serio en ir allá; mas vió que Carlota tenía empeño, y poco a poco fué considerando con mayor gusto el hacerlo, así como la cosa más segura. La ausencia había acrecido sus deseos de ver a Carlota y aminorado su repulsión hacia Collins; el proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas como tenía no podía resultar apetitosa la estancia en casa, no podía recibir mal un cambio así. El viaje le proporcionaba además el placer de dar un abrazo a Juana, y, en suma, cuando llegó el tiempo habría sentido mucho cualquier dilación.

Mas todo se llevó bien, y se arregló en definitiva de acuerdo con el conocido plan de Carlota. Iba a acompañar a sir Guillermo y a su segunda hija. Añadióse a ese plan la mejora de pasar una noche en Londres, y con eso quedó tan perfecto como era posible.
La única pena para Isabel era separarse de su padre, a quien iba a privar de su compañía, y que, al llegar el caso, gustaba tan poco de que se marchase, que le encargó que le escribiese, y hasta casi prometió contestar a su carta. La despedida entre ella y Wickham fué por completo amistosa, y aun más por parte de él. Su empresa actual no podía hacerle olvidar que Isabel había sido la primera que excitara y mereciera su atención, la primera en escucharle y compadecerle, la primera a quien admiró; y en su manera de decirle adiós, deseándole toda suerte de dichas, recordándole lo que había de esperar de lady Catalina de Bourgh y confiando en que sus opiniones sobre la misma, sus opiniones sobre todos ellos, coincidirían, hubo tal solicitud, interés tal, que ella sintió deber corresponderle con el más sincero afecto; partiendo así convencida de que, lo mismo casado que soltero, sería siempre su tipo de lo placentero y de lo amable.
Los compañeros de viaje del día siguiente no eran para hacérselo muy grato. Sir Guillermo Lucas y su hija María, muchacha de buen humor, aunque de cascos tan vacíos como su padre, nada tuvieron que decir que valiera la pena de oírse, y así, les escuchó con igual interés que el ruido de la posta. Isabel gustaba del absurdo, pero conocía a sir Guillermo desde antiguo; nada nuevo podía referirle ya de las maravillas de su presentación y de su dignidad de caballero, y sus cortesías eran tan rancias como sus noticias.
El viaje era de sólo veinticuatro millas, y lo emprendieron tan temprano, que al mediodía estaban en la calle de la Iglesia de la Merced. Al llegar a la puerta de los Gardiner, Juana se encontraba en la ventana del salón, esperando su llegada; al entrar en el comedor, allí estuvo ella para darles la bien- venida, e Isabel, tras de contemplarla con ansiedad, alegróse de hallarla tan sana y tan cariñosa como siempre. En la escalera había un tropel de niños y niñas cuya impaciencia por la llegada de su prima no les permitiera esperar en el salón y cuya timidez, ya que no la habían visto en un año, les vedara ir abajo. Todo era gozo y cariño. El día se pasó muy gratamente: la tarde, en corretear y recorrer tiendas, y la velada, en uno de los teatros.
Isabel halló ocasión de conversar con su tía. Su primer tema fué su hermana, y quedó más pesarosa que extrañada al oír, como contestación a sus preguntas, que aunque Juana se esforzaba de continuo en sostener su espíritu, sufría períodos de desaliento. Con todo, era razonable esperar que no seguirían. Contóle también la señora Gardiner particularidades de la visita de la señorita de Bingley a la calle de la Iglesia de la Merced, repitiéndole la plática habida entre Juana y ella, lo cual demostraba que la primera había borrado de su corazón semejante amistad.
La señora de Gardiner reanimó a su sobrina por la deserción de Wickham; mas felicitándola porque eso marchara tan bien.
—Pero, querida Isabel —añadió—, ¿qué clase de muchacha es la señorita de King? Mucho sentiría pensar que nuestro amigo se vendía.
—Díme, querida tía, ¿qué diferencia hay, en cuestiones de matrimonio, entre lo mercenario y lo prudente? ¿Dónde acaba la discreción y comienza la avaricia? La Navidad pasada temías que me casara con él porque eso hubiera sido imprudente, y ahora, por dirigirse a una muchacha con diez mil libras, lo tildas de mercenario.
—Si quieres decirme qué especie de muchacha es la señorita de King, sabré qué pensar.
—Creo que es muy buena muchacha. Nada malo sé de ella.
—Pero él no le dedicó la menor atención hasta la muerte del abuelo, que hizo a la misma dueña de su fortuna.
—No; ¿por qué lo había de hacer? Si no le era permitido ganar mi afecto por no tener yo dinero, ¿qué motivo había para que hiciese el amor a una muchacha de quien él por entonces no se cuidaba y que era igualmente pobre?
—Mas resulta indecoroso dirigirse a ella poco después de aquel suceso.
—Un hombre en circunstancias aflictivas no tiene tiempo para ese decoro elegante a que otros pueden atender. Si ella no se lo reprocha, ¿a qué hacerlo nosotros?
—El que ella no se lo reproche no le justifica a él. Sólo muestra la deficiencia que ella padece, sea de pesquis, sea de sentimiento.
—Bien —exclamó Isabel; será como quieres. Serán, él, mercenario, y ella, loca.
—No, Isabel; no pretendo eso. Ya sabes cuánto me dolería pensar mal de un joven que ha vivido tanto tiempo en el condado de Derby.
—¡Oh! Si eso es todo, tengo yo muy mala opinión de los jóvenes que viven en ese condado, y sus ínti- mos amigos, que viven en el de Hunsford, no son mucho mejores. Harta estoy de todos ellos. Gracias a Dios, mañana voy a donde hallaré un hombre que no posee ninguna cualidad agradable, que carece de formas y hasta de sentido para recomendarse. Los hombres necios son, después de todo, los únicos que vale la pena de conocer.
—Cuidado, Isabel, que esas palabras trascienden demasiado a disgusto.
Antes de separarse por concluirse la conversación tuvo la dicha inesperada de que se la invitase a acompañar a sus tíos en un viaje de recreo que se proponían emprender en el verano.
—No hemos determinado con fijeza hasta dónde llegaremos —dijo la señora de Gardiner—; mas acaso hasta los Lagos.
Ningún proyecto podía ser más halagüeño a Isabel, y así, su aceptación de tal convite fué pronta y agradecida.
Querida tía —exclamó con entusiasmo—, ¡qué delicia!, ¡qué felicidad! Me proporcionáis vida nueva y nuevo vigor. ¡Adiós a los disgustos y al mal humor! ¿Qué son los hombres al lado de las rocas y las montañas? ¡Oh! ¡Qué horas de transporte pasaremos! Y al regresar no seremos, como otros viajeros, incapaces de dar idea exacta de nada. Sabremos adónde hemos ido, recordaremos lo que hayamos. visto. Lagos, montañas y ríos estarán mezclados en nuestra imaginación; y al tratar de describir una escena particular no comenzaremos por disputar sobre el lugar donde aconteció. Que nuestras primeras efusiones sean menos insoportables que las de la generalidad de los viajeros.
Capítulo 28
Todo lo del día siguiente de viaje fué nuevo e interesante para Isabel. Su espíritu estaba satisfecho por haber visto a su hermana de tan buen aspecto que se habían desvanecido todos sus temores por su salud, y la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella constante fuente de delicias.
Cuando cambiaron la carretera real por el camino de Hunsford, todas las miradas buscaban la abadía, y todos, a cada vuelta, esperaban tenerla a la vista. La empalizada del parque de Rosings era su límite por uno de los lados. Isabel sonrió recordando cuántas cosas había oído de sus habitantes.

Al cabo, la abadía llegó a distinguirse. El jardín, que se extendía hasta el camino; la casa que en él se alzaba; la verde empalizada; el seto de laurel: todo iba declarando que se acercaban. Collins y Carlota aparecieron a la puerta, en medio de los saludos y sonrisas de toda la partida, y el carruaje se detuvo ante una reducida entrada que a través de una pequeña alameda conducía a la casa. Al punto descendieron todos del coche, regocijándose mutuamente de verse. La señora de Collins dió la bienvenida a su amiga con el más vivo contento, e Isabel, el verse tan afectuosamente recibida, se halló por momentos más satisfecha de haber venido. Al instante observó que los modales de su primo no habían variado con el matrimonio; su cortesía formalista era con exactitud la misma que había sido, y por eso él la detuvo algunos momentos a la puerta para que oyese y satisficiese sus preguntas sobre toda la familia. Entraron en la casa sin más dilación que la precisa para notar la limpieza del ingreso; y en cuanto se vieron en la sala de recibir volvió él a darles con ostentosa formalidad la bienvenida a su humilde morada, repitiendo punto por punto los ofrecimientos que su mujer les hiciera de un refresco.
Isabel iba dispuesta a encontrarlo en sus glorias, y no pudo huir de imaginar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia y su aspecto y ajuar se dirigía, en particular a ella, cual deseando hacerle envidiar lo que había perdido con rechazarle. Mas, aunque todo parecía limpio y cómodo, no le fué dado felicitarle con miradas de arrepentimiento, y antes bien admirábase de que su amiga pudiera tener aire tan alegre con semejante compañero. Cuando Collins decía algo de que su mujer debiera razonablemente correrse, lo que por cierto no era raro, Isabel, sin poder evitarlo, dirigía la vista a Carlota. Una vez o dos pudo descubrir un débil sonrojo; pero en general la esposa, con gran cordura, no le escuchaba. Tras de permanecer allí tiempo suficiente para admirar todo el ajuar de la pieza, desde el armario al enrejado de la chimenea, y para contar el viaje y todo lo ocurrido en Londres, Collins las invitó a dar una vuelta por el jardín, que era grande y bien situado y a cuyo cultivo atendía él mismo. Trabajar en su jardín era uno de sus mayores solaces, e Isabel admiró la moderación con que Carlota ponderaba lo saludable del ejercicio y reconocía que animaba a su marido a hacerlo cuanto podía. Guiándolos a través de todas las sendas y encrucijadas, y concediéndoles apenas algún intervalo para expresar las alabanzas que les exigía, fué él señalando todos los puntos de vista importantes con una minuciosidad que sobrepujaba en mucho a su belleza. Nombraba los campos que se veían en todas direcciones y decía cuántos árboles había en los sitios más distantes. Pero de todos los puntos de vista de que su jardín, aun la campiña y el reino en general, podían jactarse, ninguno se podía equiparar a la perspectiva de Rosings, proporcionada por un claro entre los árboles que limitaban el parque en la parte opuesta a la fachada de su casa. Rosings era un edificio moderno, hermoso y bien emplazado sobre una eminencia.
Desde su jardín, Collins habría deseado conducirlos a recorrer sus dos praderas; mas careciendo las señoras de calzado a propósito, retrocedieron; y mientras sir Guillermo le acompañaba, Carlota introdujo a su hermana y a Isabel en la casa, acaso muy satisfecha de tener oportunidad de mostrársela sin ayuda de su marido. Era más bien pequeña, pero bien dispuesta, y todo estaba arreglado con limpieza y propiedad, lo cual reconoció Isabel ante Carlota. Si se pudiera prescindir de Collins, por lo demás había allí gran abundancia de comodidades, y por el evidente agrado de Carlota, Isabel supuso que prescindía de él.
Había ya sabido ésta que lady Catalina seguía en el campo. Volvióse a hablar de la misma cuando estaban cenando, y Collins, sumándose a la conversación, dijo:
―Sí, Isabel; tendrás el honor de ver a lady Catalina de Bourgh el domingo próximo en la iglesia, y no he de decirte lo que te agradará. Es todo afabilidad y condescendencia, y no dudo de que serás honrada con alguna observación suya cuando termine el servicio religioso. Casi no abrigo dudas tampoco de que incluirá a ti y a mi hermana María en todas las invitaciones con que nos honre durante nuestra estancia aquí. Su proceder con mi cara Carlota es encantador. Comemos en Rosings dos veces por semana, y nunca nos permite que regresemos a pie. Siempre se pide el carruaje de Su Señoría para nosotros; mejor dicho, uno de los carruajes, porque tiene varios.
―Lady Catalina es en verdad una señora muy respetable y afectuosa ―añadió Carlota― y una vecina muy atenta.
―Muy cierto, querida; eso es justamente lo que yo digo. Es una mujer a quien jamás puede mirarse con deferencia excesiva.
La velada se empleó sobre todo en hablar del condado de Hersford y en repetir lo que ya se había comunicado por escrito, y cuando terminó, Isabel, en la soledad de su aposento, hubo de meditar sobre el grado de satisfacción de Carlota y reflexionar sobre su destreza en guiar y su compostura en tratar a su marido, reconociendo que todo lo hacía muy bien. Hubo de pensar a la par en cómo pasarían los días de su visita, en el conjunto todo de las ocupaciones ordinarias que tendrían, en las molestas interrupciones de Collins y en la alegría que podría brindar el trato con los de Rosings. Su viva imaginación lo determinó todo al punto.
Hacia mitad del siguiente día, cuando estaba en su cuarto dispuesta a ir a paseo, un repentino ruido que se percibió abajo pareció poner en confusión a toda la casa, y tras de escuchar un momento, oyó que alguien subía la escalera con gran apresuramiento y la llamaba en alta voz. Abrió la puerta y se encontró en el corredor con María, quien, falta de aliento y con agitación, exclamó:

—¡Oh mi querida Isabel! ¡Date prisa y vé al comedor, porque hay algo que ver allí! No puedo decirte qué es. Date prisa y baja al momento.
En vano preguntó Isabel. María no quiso decirle más, y ambas corrieron al comedor, situado frente al camino, para ver la maravilla. En total, eran dos señoras paradas a la puerta del jardín, en un faetón bajo.
―¿Y eso es todo? ―exclamó Isabel―. ¡Esperaba por lo menos que los lechoncillos hubieran entrado en el jardín, y no es sino lady Catalina con su hija!
―¡Oh! querida ―repuso María extrañadísima de la equivocación―, no es lady Catalina. La anciana es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mira sólo a ésta. Es en ab- soluto una niña. ¿Quién hubiese creído que fuera tan delgada y pequeña?
―Es sumamente grosero tener a Carlota fuera de la puerta con semejante viento. ¿Por qué no entra?
―¡Oh! Carlota dice que con dificultad lo hacen. Es el mejor de los favores el que entre la señorita de Bourgh.
―Me gusta su aspecto ―dijo Isabel, oprimida por otras ideas―. Semeja enferma y estropeada. Sí, resultará muy buena para él. Hará una mujer muy adecuada.
Collins y su esposa estaban de charla con las señoras, y sir Guillermo, con gran entretenimiento de Isabel, hallábase parado en el camino de la puerta, sumido en la más atenta contemplación de la grandeza que ante si tenía, inclinándose cortésmente cuando la señora de Bingley miraba hacia allí.
Al fin no tuvieron más que decirse; las señoras siguieron su camino, y las otras entraron en casa. Collins, no bien vió a las dos muchachas, comenzó a felicitarlas por su fortuna; lo que Carlota aclaró haciéndoles saber que toda la partida estaba invitada a comer en Rosings al día siguiente.
Capítulo 29
La satisfacción de Collins por ese convite fué completa. El poder mostrar la grandeza de su patrona ante sus admirados visitantes y hacerles ver la cortesía de lady Catalina para con él y su esposa eran justamente las cosas que más anhelaba; y el que tan pronto se ofreciese ocasión de todo ello era prueba tal de la bondad de la mencionada señora que no sabía cómo ponderarlo bastante.

―Confieso ―dijo― que nada me habría sorprendido una invitación de Su Señoría para tomar el te el domingo y pasar la tarde en Rosings; antes bien, conociendo su afabilidad, esperaba que eso aconteciese. Pero ¿quién podía prever una atención como ésta? ¿Quién habría imaginado que recibiéramo s invitación― extendida a todos los de la casa― para comer allí tan inmediatamente después de nuestra llegada?
―Yo soy el menos asombrado de lo ocurrido ―replicó sir Guillermo― por el conocimiento que poseo del verdadero modo de ser de los grandes, conocimiento que mi situación en el mundo me ha permitido adquirir. En la corte esos ejemplos no son raros.
En todo el día y en la mañana siguiente apenas se habló de otra cosa que de la visita a Rosings. Collins los fué instruyendo con cuidado de lo que iban a ver, para que la vista de tales estancias, de tantos criados y de tan espléndida comida no los sobrecogiese en absoluto.
Cuando las señoras se separaban para vestirse dijo a Isabel:
―No te inquietes, querida prima, por el atavío. Lady Catalina está muy lejos de exigir de nosotros la elegancia que convienen a ella y a su hija. Sólo te recomendaría que te pusieses el vestido mejor que tengas; no hay que hacer más. Lady Catalina no juzgará mal de ti porque vayas vestida con sencillez. Gústale que se le reserve la distinción correspondiente a su rango.
Mientras se vestían, él fué dos o tres veces a las respectivas puertas recomendando prisa, pues lady Catalina censuraba mucho el tener que esperar para la comida. Tan elevadas noticias de Su Señoría y de su modo de ser habían asustado por completo a María Lucas, poco hecha a sociedad, y miraba por eso su entrada en Rosings con tanto temor como su padre había experimentado cuando su presentación en St. James.
Como el tiempo era hermoso, la ida fué un agradable paseo de media milla a través del parque. Todo parque posee sus bellezas y sus perspectivas, e Isabel halló en aquél mucho que la agradó, aunque no le produjo el entusiasmo que Collins creía que había de inspirarle la escena; y así, sólo débilmente la interesó la enumeración que aquéi le hizo de las ventanas de la fachada de la casa y la relación de lo que la totalidad de las vidrieras había costado a sir Luis de Bourgh.
Cuando subían por la escalera hacia el vestíbulo, la excitación de María crecía por momentos y ni sir Guillermo se hallaba tranquilo por completo. A Isabel no le faltaba por entonces valor. Nada había oído de lady Catalina que le revelase extraordinario talento o virtud de santa, y pensaba que de la sola majestad del dinero y del rango le era dado ser testigo sin turbación.
Desde el vestíbulo de entrada, del cual Collins hizo notar con entusiasmo las armoniosas proporciones y el delicado ornato, siguieron a los criados, a través de una antecámara, a la habitación donde lady Catalina, su hija y la señora Jenkinson se encontraban. Su Señoría, con gran amabilidad, se levantó para recibirlos, y como la señora de Collins había acordado con su marido que el oficio de la presentación le correspondía, se hizo ésta de conveniente manera, sin ninguna de aquellas excusas ni de aquel agradecimiento que él habría juzgado necesarios.
A pesar de haber estado en St. James, sir Guillermo quedó tan por completo admirado de la grandeza que le rodeaba, que apenas tuvo valor para una muy profunda cortesía, y se sentó sin decir palabra; y su hija, asustada y como fuera de sí, sentóse también en el borde de una silla, sin saber a dónde mirar. Isabel permanecía en escena totalmente tranquila y pudo observar con calma a las tres damas que tenía ante sí. Lady Catalina era mujer muy alta y gruesa, de facciones fuertemente marcadas, que pudieron haber sido bellas en sus tiempos. Su aire no era atrayente ni sus modales al recibirlos propios para hacer olvidar a sus visitantes su inferior jerarquía. No era terrible cuando guardaba silencio; pero lo que decía lo decía con tono tan autoritario que hacía resaltar su importancia, lo cual trajo al instante a Wickham ante la mente de Isabel; y de sus observaciones de toda la velada sacó ésta que lady Catalina era punto por punto como aquél la había retratado.
Cuando, tras de examinar a la madre, en cuyo aspecto y proceder pronto descubrió semejanza con Darcy, volvió los ojos a la hija, casi se asombró tanto como María de verla tan delgada y menuda. Ni en la figura ni en el rostro había la más leve semejanza entre las dos. La señorita de Bourgh era pálida y enfermiza; sus facciones, aunque no ordinarias, eran insignificantes, y hablaba poco, excepto, en voz baja, con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto nada había de notable y que estuvo por completo entregada a escuchar lo que aquélla le decía y a colocar una pantalla ante sus ojos en dirección conveniente.
Tras de permanecer sentada unos minutos, fueron guiados todos a una de las ventanas, para admirar el panorama, cuyas bellezas apuntó Collins, informándoles amablemente lady Catalina de que era mucho mejor vista la del verano.
La comida fué sobremanera grandiosa, y en ella se vieron todos los criados y toda la vajilla de plata que Collins había prometido; y, cual probablemente había pronosticado, sentóse él a la cabecera de la mesa, a requerimientos de Su Señoría, pareciéndole entonces como si la vida nada pudiese brindar mejor. Trinchaba, comía y alababa todo con deliciosa vivacidad, y cada plato era ponderado primero por él y luego por sir Guillermo, que se hallaba ya lo suficiente reportado para ser el eco de cuanto decía su yerno, de tal modo, que Isabel se admiraba de que lady Catalina los pudiese sufrir. Pero lady Catalina parecía satisfecha con esa excesiva admiración y sonreía graciosamente, en especial cuando algún plato resultaba novedad para aquéllos. Los demás no conversaban mucho. Isabel hallábase dispuesta a hablar en cuanto se diera oportunidad; mas estaba sentada entre Carlota y la señorita de Bourgh, la primera de las cuales se dedicaba a escuchar a lady Catalina, al paso que la segunda no soltó prenda en toda la comida. La señora Jenkinson se ocupaba sobre todo en vigilar la alimentación de la señorita de Bourgh, invitándola a que tomase de algún otro plato y temiendo que estuviese indispuesta. María pensaba que debía callar, y los caballeros no hacían sino comer y expresar su admiración.
Cuando las señoras salieron al salón poco hubo que hacer en él fuera de escuchar la charla de lady Catalina, que duró sin descanso hasta que llegó el café, dando a conocer su opinión sobre toda clase de asuntos, de modo tan resuelto que revelaba cuán poco hecha estaba a que sus juicios se controvertiesen. Interrogó familiar y minuciosamente sobre los quehaceres domésticos de Carlota, dándole multitud de avisos para el desempeño de todos ellos; díjole cómo todo debía regularse en familia tan corta como la suya, y la instruyó hasta sobre el cuidado de sus vacas y gallinas. Isabel notó cómo nada se ofrecía a la atención de tan gran señora que no le suministrase ocasión de dar preceptos a los demás. En los intervalos de su conferencia con la señora de Collins dirigió varias preguntas a María e Isabel, pero en especial a la última, de cuyas relaciones ella sabía menos, y de quien dijo a la señora de Collins que era muchacha muy gentil y agradable. Preguntóle en diferentes veces cuántas hermanas tenía, si eran mayores o menores que ella, si alguna estaba para casarse, si eran guapas, si habían sido bien educadas, de qué talante era su padre, y cuál había sido el apellido de su madre de soltera. Isabel comprendía la impertinencia de sus preguntas, mas contestó a ellas con mucho reposo. Lady Catalina observó entonces:
―Creo que la propiedad de su padre de usted está vinculada a favor del señor Collins. Por usted ―dijo volviéndose a Carlota― lo celebro; pero por lo demás, no veo motivo para vincular estados fuera de la línea femenina. No fué eso juzgado preciso en la familia de sir Luis de Bourgh. ¿Toca usted o canta, señorita de Bennet?
―Un poco.
―¡Ah! Entonces, un rato u otro tendremos el gusto de escucharla a usted. Nuestro piano es excelente; probablemente superior al… Algún día lo probará usted. Y sus hermanas de usted, ¿tocan y cantan?
―Una de ellas lo hace.
―¿Por qué no han aprendido todas? Todas debieran haber aprendido. Las señoritas de Webbs tocan todas y sus padres no poseen tan buenos ingresos como los de ustedes. ¿Dibujan ustedes?
―No; nada en absoluto. ―¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes? ―Ninguna.
―Es muy raro. Mas supongo que no habrán tenido ocasión. Su madre de ustedes debiera haberlas llevado a la capital todas las primaveras para poder tener buenos maestros.
—Mi madre no se habría opuesto; pero mi padre odia Londres. —¿Las ha dado de alta a ustedes su institutriz?
―Nunca tuvimos institutriz.
―¡Sin institutriz! ¿Cómo ha sido posible? ¡Cinco hijas educadas en casa, sin institutriz! Jamás oí nada por el estilo. Su madre de ustedes habrá tenido que ser una verdadera esclava para educarlas.
Isabel con dificultad pudo evitar una sonrisa al asegurarle que la cosa no había sido así.
―Entonces, ¿quién les enseñó a ustedes? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz, tuvieron ustedes que estar abandonadas.
―En comparación con ciertas familias, creo que lo estábamos; pero a aquella de nosotras que deseó aprender nunca le faltaron medios. Siempre se nos excitaba a leer, y teníamos cuantos maestros eran precisos. Verdad es que quienes preferían estar ociosas podían estarlo.
―¡Ah, no hay duda!; pero eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiera conocido a su madre de usted le habría aconsejado con insistencia tomar una. Siempre sostengo que en ma- teria de educación nada se consigue sin instrucción sólida y ordenada, y sólo una institutriz puede darla. Causa maravilla ver las muchas familias a quienes he proporcionado medio de servirse de ellas. Siempre me agrada colocar bien a una joven. Cuatro sobrinas de la señora Jenkinson están colocadas muy a gusto por mí, y el otro día mismo recomendé a otra joven de quien por casualidad se me habló, y la familia está complacidísima con ella. Señora de Collins, ¿he dicho a usted que estuvo ayer lady Metcalfe para darme las gracias? Tiene a la señorita Pope por un tesoro. «Lady Catalina ―me dijo―, me ha dado usted un tesoro.» ¿Ha salido al mundo alguna de sus hermanas menores, señorita de Bennet?
―Sí, señora, todas.
―¡Todas! ¡Cómo!, ¿las cinco a la vez? ¡Es muy singular! Y usted es la segunda. ¡Las menores, lanzadas antes de casadas las mayores! ¿Las hermanas menores de usted deben ser muy jóvenes?
―Sí; la menor aun no tiene diez y seis años. Acaso sea demasiado joven para estar en sociedad. Pero, en realidad, señora, estimo que sería muy duro para las menores que careciesen de algo de sociedad y de entretenimientos porque las mayores no poseyesen medios o inclinación para casarse pronto. La nacida última tiene tanto derecho como la primera a los placeres de la juventud. ¡Y demorarlos por ese motivo! Creo que eso no sería muy a propósito para promover el cariño fraternal ni la delicadeza de pensamientos.
―A fe mía ―exclamó lady Catalina― que da usted sus opiniones de modo muy resuelto para ser tan joven. Haga el favor de decirme qué edad tiene usted.
―Con tres hermanas crecidas detrás ―replicó Isabel sonriente―, será difícil que Vuestra Señoría espere que lo confiese.
Lady Catalina pareció asombrarse por completo de no recibir una contestación directa, e Isabel sospechó de sí misma que era la primera criatura que se había atrevido a chancearse de una impertinencia de tan elevada persona.
―No puede usted tener más de veinte, estoy segura; por tanto, no tiene usted por qué ocultar su edad.
―Aun no tengo veintiuno.
Cuando los caballeros se les unieron y se hubo tomado el te colocáronse las mesitas de juego. Lady Catalina, sir Guillermo y los señores de Collins se sentaron a jugar partida de cuatro, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar a cassino, las dos muchachas tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a completar la suya. Su mesa era aburrida en grado superlativo. Apenas se lanzaba una palabra que no se refiriese al juego, excepto cuando la mencionada señora expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviera excesivo calor o excesivo frío, o demasiada luz o demasiado poca. Mucho más animada era la otra mesa. Lady Catalina hablaba casi de continuo, notando las equivocaciones de los demás o relatando alguna anécdota relativa a sí misma. Collins se ocupaba en recalcar cuanto Su Señoría decía, en darle las gracias cuando ganaba y en excusarse si creía que la ganancia era con exceso. A sir Guillermo no se le oía mucho; no hacía sino traer a su memoria anécdotas y nombres de personajes.
Cuando lady Catalina y su hija hubieron jugado lo que deseaban quitáronse las mesas y se ofreció a los señores de Collins el coche, que fué aceptado con gratitud y pedido al punto. La reunión entonces se congregó junto al fuego, para oír a lady Catalina el tiempo que iba a hacer al día siguiente. En eso se hallaban cuando se les avisó la llegada del coche, y con muchos discursos de gracias por parte de Collins y muchas reverencias por la de sir Guillermo se marcharon. En cuanto salieron de la puerta, Isabel fué invitada por su primo para dar su opinión sobre lo visto en Rosings, a lo cual, en atención a Carlota, ella se prestó, haciéndolo más favorablemente que lo sentía. Mas su elogio, por más trabajo que le costara, no pudo satisfacer de ningún modo a Collins, quien pronto se vió obligado a tomar por su cuenta el elogio de Su Señoría.
Capítulo 30
Sir Guillermo permaneció sólo una semana en Hunsford; pero su visita fué suficiente para convencerle de que su hija estaba muy bien colocada y de que poseer tal marido y semejante vecindad no eran cosa corriente. Mientras sir Guillermo estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a sacarlo en su cochecillo y mostrarle la campiña; mas cuando se marchó, toda la familia volvió a sus habituales tareas; alegrándose Isabel de que la mudanza de vida no les hiciese ver aún más a su primo, porque la mayor parte del tiempo entre el almuerzo y la comida lo pasaba éste o trabajando en el jardín, o leyendo, o escribiendo, o mirando a través de la ventana de su biblioteca, que daba sobre el camino. El cuarto donde solían estar las señoras daba a la parte posterior. Al principio extrañaba Isabel que Carlota no prefiriese para ese uso común el corredor, pieza mayor y de mejor aspecto; mas pronto vió que su amiga estaba acertada al obrar así, pues Collins se habría quedado mucho menos en su aposento si ellas hubieran usado otro tan alegre, y dió la razón a Carlota por su proceder.

Desde ese salón no podían distinguir nada de la pradera, y por eso eran siempre deudoras a Collins del conocimiento de los coches que pasaban, y en especial de lo a menudo que la señorita de Bourgh lo hacía en su faetón, cosa que jamás dejaba de comunicarles, aunque acaeciese casi todos los días. No pocas veces se detenía ella en la abadía, conversando unos minutos con Carlota; pero con dificultad se la convencía de que saliese del carruaje.
Muy pocos días pasaban sin ir Collins de paseo a Rosings, y no muchos sin que su mujer juzgase necesario hacer lo propio, y hasta que Isabel recordó que podía haber otra familia dispuesta a lo mismo no pudo comprender el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando honrábaseles con una visita de Su Señoría, a quien nada de cuanto acaecía en el salón pasaba inadvertido durante semejantes visitas. Observaba, en efecto, sus ocupaciones, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo; hallaba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en la criada; y si aceptaba algún piscolabis, parecíalo hacer sólo para encontrar que las lonjas de carne de los Collins eran sobrado grandes para su familia.
Pronto se percató Isabel de que aun no estando la paz del condado encomendada a esa gran señora, era muy activa magistrada en su propia parroquia, cuyos más minuciosos asuntos le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los aldeanos salía pendenciero o se mostraba descontento o se sentía demasiado pobre, se personaba aquélla en el lugar oportuno a zanjar aquellas diferencias o acallar esas quejas, procurando armonía o abundancia.

El convite para comer en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir Guillermo, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre igual. Sus restantes invitaciones eran escasas, pues el modo de vivir de la vecindad en general era distinto del de los Collins. Eso no era, con todo, ningún mal para Isabel, quien de ordinario pasaba bastante bien las horas; tenía ratos de amena plática con Carlota, y como el tiempo era hermosísimo para la estación, disfrutaba con frecuencia de esparcimiento fuera de casa. Su paseo favorito, al que acudía a menudo mientras las otras visitaban a lady Catalina, era a lo largo de la alameda que bordeaba aquel lado del parque, donde había un sendero ligeramente accidentado que nadie parecía apreciar sino ella, y en el cual se hallaba fuera del alcance de la curiosidad de lady Catalina.
De tan tranquila guisa se pasó pronto la primera quincena de su estancia. Se acercaba la Pascua, y la semana anterior a la misma iba a aportar aumento a la familia en Rosings, aumento que en tan reducido círculo parecía resultar de importancia. Isabel había oído poco después de su llegada que Darcy era allí esperado para dentro de pocas semanas, y aun sin haber muchos de sus conocidos a quienes no hubiese preferido, era cierto que el arribo de aquél podía prestar alguna relativa variedad a las veladas en Rosings, pudiendo ella entonces divertirse en ver cuán sin esperanza eran los designios de la señorita de Bingley sobre él con la conducta del mismo con su prima, para quien evidentemente lo destinaba lady Catalina, la cual hablaba de su llegada en términos de admiración hacia él, molestada casi con que hubiese sido ya antes visto con frecuencia por la señorita de Lucas y por Isabel misma.

Su llegada fué conocida pronto en la abadía, porque Collins llevaba paseándose toda la mañana con la vista fija en las casitas que daban entrada al camino de Hunsford para ser pronto sabedor de aquélla, y después de hacer su correspondiente cortesía cuando el coche entró en el parque se apresuró a ir a casa con la magna noticia. A la mañana siguiente se dirigió a Rosings a ofrecerle sus respetos. Había allí dos sobrinos de lady Catalina, porque Darcy había llevado consigo al coronel Fitzwilliam, hijo menor de su tío Lord; y con gran sorpresa de toda la casa, cuando Collins regresó, ambos caballeros le acompañaron. Carlota los había visto desde el cuarto de Collins, cuando cruzaban el camino, y entrando al punto en el otro comunicó a las muchachas el honor que podían esperar, añadiendo:
―Habré de darte las gracias, Isabel, por esa muestra de cortesía. El señor Darcy no habría venido tan pronto a visitarme.
Isabel apenas tuvo tiempo para negar sus derechos a semejante cumplido antes de que la llegada de ellos fuese anunciada por la campanilla, y poco después los tres caballeros entraron en la estancia. El coronel Fitzwilliam, que iba delante, era de unos treinta años, y, aunque no guapo, revelaba con claridad al caballero en su persona y en su avío. Darcy estaba por completo como en el condado de Hertford; hizo sus cumplidos a los Collins con su habitual reserva, y, cualesquiera que fuesen sus sentimientos hacia
Isabel, la saludó con absoluta compostura. Ella se limitó a devolverle el saludo sin decir palabra.
El coronel Fitzwilliam entró en derechura en conversación con la soltura y facilidad de un hombre bien educado, charlando muy amenamente; pero su primo, tras de hacer débiles observaciones a Collins sobre el jardín y la casa, permaneció sen- tado durante algún tiempo sin hablar palabra con nadie. A la postre, no obstante, su cortesía alcanzó a preguntar a Isabel sobre la salud de su familia. Contestóle ella en términos corrientes, y después de un momento de silencio anadió:
―Mi hermana mayor ha pasado en la capital estos tres meses. ¿No se ha dado el caso de que la viese usted allí?
Sabía perfectamente que no la había visto; mas prefería notar si revelaba conocimiento de lo ocurrido entre los Bingley y Juana, y le pareció que semejaba estar algo confuso al responder que jamás había sido tan afortunado que encontrase a la señorita de Bennet. El tema no se prosiguió, y los caballeros se fueron poco después.
Capítulo 31
Los modales del coronel Fitzwilliam fueron muy elogiados en la abadía, y las señoras todas comprendieron que él habría de añadir considerable agrado al de las invitaciones a Rosings. Con todo, pasaron algunos días antes de que recibieran convite para ir allí, porque mientras hubiera huéspedes en la casa podrían ellos no ser precisos; y no fué sino el día de Pascua, una semana después de la llegada de los caballeros, cuando se vieron honrados con semejante atención, y aun entonces se les hizo saber, al salir de la iglesia, que fueran por la tarde. La última semana habían visto poco así a lady Catalina como a su hija. El coronel Fitzwilliam había visitado la abadía más de una vez durante ese tiempo; mas a Darcy sólo se le había visto en la iglesia.
La invitación quedó desde luego aceptada, y a la hora oportuna se unieron ellos a la partida en el salón de lady Catalina. Su Señoría los recibió con atención; pero se hacía patente que su compañía no le era de ningún modo tan aceptable como cuando no tenía a nadie más; y, en efecto, estuvo muy dedicada a sus sobrinos, hablándoles, y con especialidad a Darcy, mucho más que a cualquiera otra persona del salón.

El coronel Fitzwilliam parecía satisfecho de verdad de verlas; cualquiera cosa servíale en Rosings de alivio y era bien recibida, y la bella amiga de la señora de Collins había cautivado mucho su fantasía. En esta ocasión se sentó a su lado, y habló tan agradablemente de Kent y de Herford, de sus viajes y de su estancia en casa, de libros nuevos y de música, que Isabel nunca se había entretenido antes ni la mitad en aquel salón; y conversaron por eso con tal ingenio y efusión que atrajeron la atención de la propia lady
Catalina lo mismo que la de Darcy. Las miradas de éste habían convergido pronto y repetidas veces hacia ellos con curiosidad; y que Su Señoría participó, tras un rato, del mismo sentimiento reconocióse con mayor claridad al no tener escrúpulo en decir:
―¿Qué es lo que dices, Fitzwilliam? ¿De qué es- tás hablando? ¿Qué está usted contando, señorita de Bennet? Permítame usted oír de qué se trata.
―Hablamos de música, señora ―repuso él cuando no pudo evitar la contestación.
―¡De música! Pues hagan ustedes el favor de hablar en voz alta. Es mi mayor delicia entre todos los temas de conversación. Tengo que meter baza en la conversación si hablan ustedes de música. Creo que hay pocas personas en Inglaterra que experimenten más vivo placer con la música que yo, o que posean mejor gusto natural. Si yo la hubiera aprendido habría dado grandes frutos. Y así acontecería a Ana si su salud le hubiera permitido aplicarse a ella: segura estoy de que habría ejecutado deliciosamente. ¿Cómo está en eso Georgiana, Darcy?
Darcy hizo un cordial elogio del aprovechamiento de su hermana.
―Me alegro mucho de recibir de ella tan buenas noticias ―dijo lady Catalina― y suplícote que le digas de mi parte que no espere sobresalir en eso si no lo practica mucho.
―Puedo asegurar ―replicó él― que no necesita esa advertencia. Lo practica con mucha constancia.
―Tanto mejor; eso nunca es demasiado; y la primera vez que le escriba le encargaré que no lo olvide por nada. Con frecuencia digo a las jóvenes que no se alcanza superioridad en la música sin práctica constante. Muchas veces he dicho a la señorita de Bennet que nunca tocará bien si no lo practica más; y aunque la señora de Collins no tiene piano, será aquélla muy bien venida, cual le he dicho otras veces, si visita a Rosings todos los días y toca el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. Ya sabéis que en esa parte de la casa no molestará a nadie.
Darcy pareció algo corrido de la mala educación de su tía y no contestó.
Cuando se hubo tomado el café, el coronel Fitzwilliam recordó a Isabel que le había prometido tocar, y ella se sentó inmediatamente al piano. El puso su silla a su lado. Lady Catalina escuchó la mitad de la canción y después siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que éste, dejándola y moviéndose con su habitual cautela hacia el piano, se estacionó de modo que dominase el aspecto de la bella ejecutante. Isabel notó lo que él hacía, y a la primera pausa oportuna le dirigió una sonrisa más que regular y le dijo:
―¿Cree usted asustarme, señor Darcy, con venir de esa manera a oírme? Pues yo no me alarmo aunque su hermana de usted toque tan bien. Es terquedad mía el no poder jamás asustarme a voluntad de otros. Mi valor crece siempre a cada tentativa de intimidarme.
―No diré a usted que se haya equivocado ―replicó él―, porque no puede usted creer de mí en realidad el deseo de azorarla; y he tenido el placer de conocerla suficiente tiempo para saber que encuentra usted gran contento en profesar en ocasiones opiniones que de hecho no son las suyas.
Isabel se rió de corazón al oír esa pintura suya y dijo al coronel Fitzwilliam:
―Su primo de usted pretende darle muy bonita idea de mí enseñándole a no creer palabra de cuanto yo le diga. Me tengo por especialmente desgraciada al dar con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero carácter en un sitio donde yo había esperado obtener algún crédito. La verdad, señor Darcy, es que resulta poco generoso por su parte el mencionar cuanto supo usted en contra mía en el condado de Hertford, y permítame usted decirle que es también muy impolítico, porque eso es provocarme al desquite, y podrían salir a colación tales cosas que ofendiera a sus parientes el escucharlas.
―Yo no temo a usted ―dijo él sonriente.
―Haga usted el favor de decirme de qué le acusa usted ―exclamó el coronel Fitzwilliam―. Me gustaría saber cómo se conduce con extraños.
―Se lo diré a usted; pero prepárese para algo muy espantoso. Ha de saber usted que la primera vez que le vi en Hertford fué en un baile, y en ese baile ¿qué cree usted que hizo? Pues bailó sólo cuatro números, a pesar de escasear los caballeros, y más de una señora estuvo sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede usted negar el hecho.
―Entonces no tenía el honor de conocer a ninguna señorita de la reunión, fuera de las de mi compañía.
―Cierto, y nadie puede ser presentado en un baile. Bien, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos aguardan las órdenes de usted.
―Acaso ―añadió Darcy― habría sido juzgado mejor si hubiera pretendido presentación; pero no sirvo para recomendarme a personas desconocidas.
―¿Vamos a preguntar a su prima la razón de eso? ―dijo Isabel dirigiéndose todavía al coronel Fitzwilliam―. ¿Le preguntamos cómo un hombre de talento y educación, y que ha vivido en el mundo, no sirve para recomendarse por sí a los desconocidos?
―Yo puedo responder a esa pregunta ―dijo Fitzwilliam― sin interrogarle a él. Eso es porque no quiere tomarse esa molestia.
―Cierto ―dijo Darcy― que no poseo el talento de otros de conversar con facilidad con aquellos a quienes nunca he visto. No puedo hacerme a esa especie de conversación ni parecer interesado en sus cosas, como se ve a menudo.
―Mis dedos ―dijo Isabel― no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto hacerlo a muchas mujeres; no tienen la misma fuerza y agilidad que los de éstas, y no pueden producir igual impresión. Pero siempre he supuesto que era culpa mía, por no haberme querido tomar la pena de hacer ejercicios. No es que no sean mis dedos tan a propósito como los de otra mujer cualquiera de buena ejecución.
Darcy sonrió y dijo:
―Tiene usted razón en absoluto. Ha empleado usted el tiempo mucho mejor. Nadie que sea ad- mitido al privilegio de oírla podrá pensar que le falta a usted algo. Ninguno de nosotros hace comedias ante desconocidos.
Aquí fueron interrumpidos por lady Catalina, quien preguntó de qué hablaban. Isabel al instante volvió a tocar. Aproximóse aquélla, y tras de escucharla durante algunos minutos dijo a Darcy:
―La señorita de Bennet no tocaría mal si practicase más y si hubiera tenido las ventajas de un buen profesor de Londres. Tiene buen concepto de lo que es teclear, aunque su gusto no llega al de Ana. Ana habría sido una deliciosa ejecutante si su salud le hubiera permitido aprender.
Isabel miró a Darcy para observar su cordial asentimiento al elogio de su prima, que aquélla esperaba; pero ni en aquel momento ni en ningún otro pudo discernir ningún síntoma de amor; y de la totalidad del proceder de él con la señorita de Bourgh dedujo este consuelo para la de Bingley, a saber: que le habría gustado casarse con ella si hubiera sido su parienta.
Lady Catalina continuó sus advertencias relativas a la ejecución de Isabel, mezclándolas con instrucciones numerosas sobre la ejecución y el gusto. Isabel las recibió con cuanta paciencia es patrimonio de la cortesía, y a petición de los caballeros siguió tocando hasta que estuvo puesto el coche de Su Señoría y los llevó a todos a su casa.
Capítulo 32
A la mañana siguiente estaba Isabel sola escribiendo a Juana, mientras la señora de Collins y María habían ido a compras al pueblo, cuando quedó sobresaltada oyendo la campanilla de la puerta, señal inequívoca de una visita. Aunque no había oído carruaje alguno, pensó no ser imposible que fuese lady Catalina, y en esa idea, había escondido su carta a medio escribir, para evitar toda pregunta impertinente, cuando se abrió la puerta y, con gran sorpresa de Isabel, entró en la habitasión Darcy, Darcy solo.

Pareció asombrarse de hallarla sola también, disculpando su intromisión con hacerle saber que creía a todas las señoras en casa.
Sentáronse ambos, y tras de las preguntas relativas a Rosings pareció que iban a quedar en silencio. Con todo, era en absoluto necesario pensar en algo, y ante tal necesidad, recordando la última vez que se habían visto en el condado de Hertford y sintiendo curiosidad por saber lo que diría sobre su rápida marcha, dijo ella:
―¡Qué repentinamente abandonaron ustedes Netherfield el pasado noviembre, señor Darcy! Debió de ser una sorpresa muy grata para el señor Bingley el verlos a todos ustedes tan pronto tras él; porque, si mal no recuerdo, él se había marchado el día antes. Supongo que tanto él como sus hermanas estarían bien cuando salió usted de Londres.
―Perfectamente, gracias.
Conoció que no iba a recibir otra contestación, y tras un breve silencio añadió ella:
―Creo haber sabido que el señor Bingley no abrigaba grandes propósitos de volver a Netherfield.
―Nunca le he oído eso; pero es probable que pueda disponer él de poco tiempo en adelante. Tiene muchos amigos, y está en una época de la vida en que los amigos y las compañías aumentan de continuo.
―Si proyecta estar poco en Netherfield sería mejor para la vecindad que lo abandonase por entero, porque entonces sería probable que se instalase allí fija otra familia. Mas quizá el señor Bingley no tenga la casa tanto por conveniencia de la vecindad como por la propia suya, y habremos de esperar que siga con ella o la deje según esa norma.
―No me sorprendería ―añadió Darcy― que se desprendiera de ella en cuanto se ofreciese una oportunidad aceptable.
Isabel no contestó. Temía hablar más del amigo de su interlocutor, y como no tenía otra cosa que decir, determinó dejar ahora a él el cuidado de buscar tema.
Comprendiólo él, y pronto comenzó así:
―Esta casa parece muy confortable. Creo que lady Catalina la ha mejorado mucho al venir el señor Collins por primera vez a Hunsford.
―Creo que sí; y estoy muy segura de que no podría haber mostrado su bondad en nada mejor.
―El señor Collins parece muy afortunado en su elección de esposa.
―Sí, cierto. Sus amigas pueden alegrarse de que haya dado con una de las pocas mujeres sensibles que le habrían aceptado o hecho feliz tras de acéptarlo. Mi amiga posee excelente entendimiento, aunque no tengo yo su casamiento con el señor Collins por lo más cuerdo que ha hecho. Parece no obstante dichosa por completo; desde el punto de vista prudente, era éste un partido muy bueno para ella.
―Ha de ser muy grato para ella verse a tan poca distancia de su familia y amigos.
―¿Poca distancia le llama usted? Hay cerca de cincuenta millas.
―¿Y qué son cincuenta millas de buen camino? Poco más de media jornada de viaje. Sí, la tengo por poca distancia.
―No había yo considerado la distancia como una de las ventajas del partido ―exclamó Isabel―. Jamás habría dicho que la señora de Collins estuviese colocada cerca de su familia.
―Eso prueba el apego de usted al condado de Hertford. Todo cuanto sea más allá de la vecindad de Longbourn supongo que le parecerá a usted lejos.
Mientras hablaba se sonreía de un modo que Isabel imaginaba interpretar: debía él suponerla pensando en Juana y Netherfield, y así, se sonrojó al contestar:
―No pretendo significar que una mujer no pueda dejar de estar demasiado cerca de su familia. Lejos y cerca son cosas relativas y dependen de muy variadas circunstancias. Si hay suficiente fortuna para no conceder importancia a los gastos de viaje, la distancia no es un mal. Pero ése no es aquí el caso. Los señores de Collins poseen suficientes ingresos, mas no tales que les permitan viajes frecuentes, y estoy segura de que mi amiga no diría que estaba cerca de su familia a menos de hallarse a la mitad de esta distancia.
Darcy acercó un poco a ella su asiento y dijo:
―Usted no puede tener derecho a tan fuerte afecto a su residencia. Usted no puede haber de estar siempre en Longbourn.
Isabel pareció sorprendida, y el caballero cambió de propósitos. Hizo retroceder su silla, tomó de la mesa un diario y, mirándolo por encima, preguntó con más frialdad:
―Le gusta a usted Kent?
Siguió a esto un corto diálogo sobre el tema de la campiña, conciso y moderado por ambas partes, y pronto puso fin al mismo la entrada de Carlota y de su hermana, que acababan de regresar de su paseo. Sorprendiólas el tête-à-tête. Darcy les refirió la equivocación que había ocasionado su introducción ante la señorita de Bennet, y después de permanecer sentado pocos minutos más, sin hablar gran cosa a nadie, se marchó.

―¿Qué puede significar eso? ―dijo Carlota en cuanto se fué―. Querida Isabel, debe de estar enamorado de ti, pues de otra suerte nunca nos habría visitado con esa familiaridad.
Pero cuando Isabel habló del silencio que guardara no pareció cierta la cosa, a pesar de los deseos de Carlota; y tras varias conjeturas supusieron sólo que su visita procedía de la dificultad de encontrar algo que hacer, lo cual parecía lo más probable dada la estación. Todos los deportes se habían acabado. En casa de lady Catalina había libros y una mesa de billar; pero los caballeros no sufren permanecer siempre en casa; y sea por la proximidad de la abadía, o por el placer del paseo hasta allí, o por la gente que en ella vivía, los dos primos sentían la tentación de ir cotidianamente. Hacían la visita a variadas horas de la mañana, unas veces separados y otras juntos, y alguna de ellas acompañados de su tía. Era patente a todos que el coronel Fitzwilliam venía porque hallaba gusto en su sociedad, persuasión que, como es natural, le recomendaba aún más; e Isabel se acordaba, por su propia satisfacción al verse con él y por lo evidente de la admiración que éste sentía por ella, de su primer favcrito, Jorge Wickham; y aunque, comparándolos, notaba que había menos atrayente dulzura en los modales del coronel Fitzwilliam, lo conceptuaba mejor dotado de entendimiento.
Pero era más difícil comprender por qué Darcy venía tan a menudo a la abadía. No debía de ser por buscar sociedad porque permanecía allí sentado diez minutos sin abrir los labios, y cuando hablaba, más bien semejaba hacerlo por necesidad que por gusto; antes parecía a quello sacrificio que placer. Rara vez estaba animado de veras. La señora de Collins no sabía qué hacer de él. El modo como el coronel Fitzwilliam se reía en ocasiones de la estupidez de
Darey probaba que, por lo común, era diferente, aunque no hiciera saber eso a Carlota su trato con este caballero; y como había deseado creer que ese cambio era obra del amor y el objeto de tal amor su amiga Isabel, se dió con empeño a descubrir eso. Vigilábale siempre que estaban en Rosings y siempre que él venía a Hunsford, pero sin gran éxito. Cierto que miraba mucho a su amiga; mas la expresión de tales miradas era problemática. Era un modo de mirar atento y fijo; pero a menudo dudaba ella que hubiese en el mismo entusiasmo, y a veces no parecía sino distracción.
Dos o tres veces había expuesto a Isabel la posibilidad de que le interesara; mas ella se rió siempre al escucharla, y la señora de Collins no tuvo por conveniente recalcar el tema por el peligro de que naciesen esperanzas que sólo podían acabar en disgustos; porque, en su sentir, no había duda en que cuanto disgusto inspiraba él a su amiga habría de disiparse si ésta supiese que tenía a aquél en su poder.
En sus cariñosos proyectos sobre Isabel entraba a veces el casarla con el coronel Fitzwilliam. Era éste, sin comparación, el hombre más agradable de aquéllas; admirábala de veras, y su posición era apetecible; pero, como para contrapesar esas ventajas, Darcy tenía gran patronato en la iglesia y su primo no poseía ninguno.
Capítulo 33
En sus correrías por el parque, Isabel se había encontrado más de una vez inesperadamente con Darcy. La primera tuvo a gran desventura dar con él, y para evitarlo en adelante cuidó de no indicarle que aquél era su sitio favorito. Era raro por ende que dicho encuentro ocurriese segunda vez, y sin embargo ocurrió, y aun una tercera. Parecía eso fruto de maldad ingénita o acaso penitencia voluntaria; porque en tales ocasiones no se reducía la cosa a las preguntas de ritual, a una molesta detención y nada más, sino que ahora juzgaba él preciso retroceder y pasear con ella. Jamás hablaba mucho, ni la molestaba con hacerle hablar o escuchar demasiado; mas en el tercer encuentro sorprendióle que le preguntase ciertas cosas raras, como si le gustaba estar en Hunsford, si le placían los paseos solitarios y qué opinión tenía sobre la felicidad de la señora de Collins, y sobre todo, que al hablar de Rosings y del no perfecto conocimiento que ella tenía de la casa, pareciese él suponer que cuando ella volviese a Kent residiría también allí. ¿Tendría en su mente al coronel Fitzwilliam? Ella suponía que, de referirse él a algo, debía de aludir a lo que pudiera resultar por ese lado. Afligióle esto algún tanto, y por eso le alegró verse entonces ya al extremo de la empalizada y frente a la abadía.

Estaba un día ocupada, mientras paseaba, en releer la última carta de Juana, fijándose en cierto pasaje que delataba no haber sido escrita de buen humor, cuando, en vez de verse sorprendida de nuevo por Darcy, notó, al levantar la vista, que se encontraba con el coronel Fitzwilliam. Retirando al punto su carta y simulando una sonrisa dijo:
―Nunca he sabido hasta ahora que paseaba usted por este camino.
―He estado dando la vuelta al parque ―replicó él―, como por lo común lo hago todos los años, y pensaba terminarla con una visita a la abadía. ¿Va usted muy lejos?
―No; iba a volver al momento.
Y así, en efecto, dió la vuelta y marcharon juntos a la abadía.
―¿Deja usted Kent el sábado de seguro? ―dijo ella.
―Sí, si Darcy no difiere de nuevo la partida. Pero estoy a sus órdenes; él dispondrá lo que le plazca.
―Y si no sale contento con lo que dispone, por lo menos tendrá el gusto de poder elegir. No conozco a nadie que parezca gozar de la facultad de hacer lo que quiere sino el señor Darcy.
―Gústale seguir su camino ―replicó el coronel Fitzwilliam―. Mas así hacemos todos. Sólo que él posee más medios de hacerlo que otros muchos, porque es rico y otros varios somos pobres. Hablo con el corazón. Usted sabe que un segundón tiene que habituarse a la dependencia y a negarse a sí propio.
―En opinión mía, un segundón de un conde debe conocer poco esas cosas. Vamos, en serio, ¿qué sabe usted de negarse a sí mismo y de dependencia? ¿Cuándo se ha visto usted impedido por falta de dinero de ir adonde le placiese o de procurarse algo que le encaprichara?
―Esas son cuestiones íntimas, y acaso pueda decir que no he experimentado muchas privaciones por el estilo. Pero en cuestiones de más monta puedo sentir la falta de dinero. Los segundones no pueden casarse cuando les place.
―A no ser que les gusten mujeres de fortuna, que es lo que sucede a menudo.
―Nuestro hábito de gastar nos hace sobrado dependientes, y no hay muchos de mi rango que puedan consentir en casarse sin prestar alguna atención al dinero.
«Si se referirá esto a mí, pensó Isabel, y se sonrojó al pensarlo; pero, reponiéndose, dijo en tono jovial:
―Y diga usted, ¿cuál es el precio ordinario de un segundón de un conde? A no ser que el hermano mayor sea enfermizo, no pedirán ustedes menos de cincuenta mil libras.
El contestó en el mismo tono, y el tema se agotó. Para impedir un silencio que podría hacerle imaginar que le afectaba lo anterior, dijo ella poco después:
―Yo creo que su primo de usted le lleva consigo sobre todo por tener alguien a su disposición. Me extraña que no se case, para tener así segura y constante a una persona. Mas acaso su hermana le basta para eso por ahora, y como está bajo su solo cuidado podrá hacer con ella lo que quiera.
―No ―dijo el coronel Fitzwilliam―; ésa es una ventaja que tiene que compartir conmigo. Estoy unido con él en lo que atañe a la custodia de la señorita de Darcy.
―¿De veras? Y diga usted, ¿qué especie de custodia ejercen ustedes? ¿Les da mucho que hacer esa carga? Las jóvenes de su edad son a veces algo difíciles de gobernar, y si posee el mismo espíritu del señor Darcy le gustará seguir su camino.
Mientras hablaba él, ella le observaba con detenimiento, y el modo como al punto le preguntó cómo suponía que la señorita Darcy pudiera darles un disgusto convencióla de que, de una manera u otra, se había ella acercado a la verdad. A esa pregunta, derechamente le contestó:
―No tiene usted que asustarse. Jamás he oído nada que le agraviase, y estoy por decir que es una de las criaturas mejores del mundo. Es muy favorita de ciertas señoras conocidas mías: de la señora de Hurst y de la señorita de Bingley. Creo haber oído a usted que las conoce.
―Algo las conozco. Su hermano es un caballero agradable, gran amigo de Darcy.
―¡Oh, sí! ―dijo Isabel secamente―. El señor Darcy es sobremanera afectuoso con el señor Bingley y se cuida muchísimo de él.
―¿Cuidarse de él? Sí; en realidad creo que se cuida de él en aquello que requiere mayores cuidados. Por algo que me dijo en el viaje aquí, puedo creer que Bingley le debe mucho. Pero debo pedirle que me dispense, porque no tengo derecho a suponer que Bingley fuese la persona a quien aquél se refería. Todo son suposiciones.
―¿A qué se refiere usted?
―Es a algo que desde luego no querría Darcy que se hiciera público, porque si llegase a conocimiento de la familia de la dama resultaría cosa desagradable.
―Puede usted contar con que no lo mentaré.
―Recuerde usted que carezco de pruebas para suponer que se refiere a Bingley. Lo que me confió fué que se congratulaba de haber librado hace poco a un amigo de cierto casamiento muy imprudente; pero sin mencionar nombres ni otras particularidades, y yo sospeché que se trataba de Bingley sólo por tenerle por joven a propósito para verle en un caso así y por saber que habían estado juntos todo el verano último.
―¿Expuso a usted el señor Darcy las razones que tuvo para su intervención?
―Yo entendí que había algunas objeciones de peso contra la señorita.
―¿Y qué artes usó para separarlos?
―No me habló de sus artimañas ―dijo Fitzwilliam sonriendo―. Sólo me comunicó lo que he dicho a usted.
Isabel no arguyó nada y siguió meditando, henchido el corazón de indignación. Tras de observarla un poco, Fitzwilliam le preguntó por qué estaba tan pensativa.
―Estoy pensando en lo que usted me ha relatado ―díjole―. La conducta de su primo de usted no está de acuerdo con mis sentimientos. ¿Por qué había de convertirse en juez?
―¿Tiene usted más bien como oficiosa su intervención?
―No veo el derecho que pudiera alegar el señor Darey para decidir sobre una inclinación de su amigo y por qué había de determinar y dirigir el modo como éste debía llegar a ser feliz. Pero ―continuó, reportándose― no conociendo ninguna de las particularidades no está bien censurarle. No habrá que pensar que en ese caso mediase mucho afecto entre los dos.
―Es natural sospecharlo ―aseguró Fitzwilliam―; mas eso aminora muy tristemente el triunfo de mi primo.
Dijo esto último en broma; pero le pareció a ella tan exacta pintura de Darcy que no quiso permitirse una contestación, y por eso, cambiando de pronto el tema, habló de otros indiferentes hasta que llegaron a la abadía. Allí, encerrada en su cuarto en cuanto los dejó su visitante, pudo pensar sin interrupción en cuanto había oído. No cabía suponer que se refiriese el coronel a otras personas sino a aquellas con quienes estaba relacionada; no podían existir dos hombres sobre los cuales pudiese ejercer Darcy tan ilimitada influencia. Jamás había dudado de que éste hubiera intervenido en las medidas tomadas para separar a Bingley y Juana; mas siempre había atribuído a la señorita de Bingley el principal papel y el haberlas ideado. Pero ahora, si su propia vanidad no le hacía errar, resultaba que él era la causa; que su orgullo y su capricho eran los causantes de cuanto Juana había sufrido y seguía sufriendo todavía. El había disipado para mucho tiempo toda esperanza de felicidad en el más amable y generoso corazón del mundo, sin que nadie pudiera calcular cuánto daño había causado.
Que «había algunas objeciones de peso contra la señoritas», tales habían sido las palabras del coronel Fitzwilliam, y esas objeciones serían probablemente que tenía un tío procurador de pueblo y otro negociante en Londres.
«Contra la propia Juana ―exclamaba― no había posibilidad de objeción, ¡todo amabilidad y ternura como es! Su entendimiento es excelente; su talento, grande; sus modales, cautivadores. Nada podía decirse de su padre, quien, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaba el propio Darcy y respetabilidad que éste acaso nunca alcanzase.» Cuando pensó en su madre, cierto que su confianza vaciló un poco; mas no pudo conceder que ninguna objeción pudiera ser de peso para Darcy, cuyo orgullo ―de ello estaba persuadida― habría recibido más profunda herida con la falta de importancia de los parientes de su amigo que con la carencia de sentido; y quedó al fin convencida en absoluto de que él había sido guiado en parte por el peor género de orgullo y en parte también por su deseo de conservar a Bingley para su hermana.
La agitación y las lágrimas que esto le causó produjéronle dolor de cabeza, y aumentó éste tanto hacia la tarde que, sumada su dolencia con su deseo de no ver a Darcy, determinó no acompañar a sus primos a Rosings, donde estaban convidados a tomar el te. La señora de Collins, viendo que ella se encontraba realmente indispuesta, no le instó a que fuera, e impidió en cuanto le fué posible que su marido le instara; pero Collins no pudo ocultar su temor de que a lady Catalina le disgustaría que se quedase en casa.
Capítulo 34
Cuando todos se fueron, Isabel, cual si se propusiera exasperarse todo lo posible contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas de Juana recibidas desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones, ni había en ellas nada que denotase que revivía el pasado, ni noticias de sufrimientos en la actualidad; pero en todas, y en casi todos los renglones de cada una, faltaba la alegría que solía caracterizar su estilo y que, cual procedente de un espíritu aquietado para consigo y dispuesto afectuosamente para los demás, apenas se había nublado nunca. Isabel notaba todas las frases reveladoras de desasosiego con una atención que con dificultad pusiera en la primera lectura. La vergonzosa jactancia de Darcy de la aflicción que había conseguido causar le proporcionaba la más viva idea de los sufrimientos de su hermana. Consolábale algo el considerar que la visita de aquél a Rosings iba a terminar dentro de dos días, y aun más el que dentro de quince estaría ella de nuevo con Juana y podría contribuir a la salud de su espíritu con cuanto al afecto es dado el lograrlo.

No le era posible pensar en que Darcy dejaba Kent sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel Fitzwilliam le había manifestado con claridad que no abrigaba de ningún modo proyectos sobre ella, y por más grato que él le fuera, no esperaba considerarse desdichada por su causa.
Mientras meditaba en esto fué repentinamente sorprendida por el sonar de la campanilla de ingreso, y su espíritu se lisonjeó con la idea de que se tratase del propio coronel Fitzwilliam, que ya una vez los había visitado por la tarde y podía venir a enterarse de su salud. Mas esa idea se desvaneció pronto, y hallábase su ánimo muy divinamente afectado cuando, con el mayor espanto por su parte, vió que Darcy entraba en el salón. Permaneció sentado unos momentos, y levantándose luego se paseó a través de la estancia. Isabel estaba sorprendida, mas no dijo una palabra. Tras un silencio de varios minutos, se llegó él a ella, y con ademanes agitados empezó así:
―En vano he luchado. No quiero hacerlo más. Mis sentimientos no pueden contenerse. Permítame usted que le manifieste cuán ardientemente la admiro y la amo.
El asombro de Isabel sobrepujó a cuanto puede expresarse. Quedóse parada, sonrojada, indecisa y en silencio. Esto lo tuvo él por suficiente manera de darle valor, y así, prosiguió declarando cuanto sentía y había sentido hacía tiempo por ella. Se explicaba bien; mas tenía que comunicar otros sentimientos además de los de su corazón, y no fué más elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. El sentimiento que tenía de la inferioridad de ella, el que al proceder así él se degradaba, los obstáculos de familia que el buen juicio había opuesto siempre a la estimación, fueron cosas en que insistió con un calor que parecía debido a lo que las mismas le afectaban, pero que no cuadraba para recomendar su demanda.
A despecho del disgusto, tan profundamente arraigado, que sentía por él, no pudo ella ser insensible a las manifestaciones de afecto de semejante hombre; y aunque sus intenciones no variaron ni por un instante, entristecióse al principio por la pena que le iba a proporcionar, hasta que, resentida por el lenguaje subsiguiente, trocó toda su compasión en ira. Trató, con todo, de disponerse a contestarle con calma cuando lo hiciera. El terminó asegurándole lo firme de su inclinación, la cual, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y expresando su confianza en que todo se lo recompensaría el que aceptase su mano. Al decir esto pudo ella percibir que Darcy no ponía en duda una contestación favorable. Hablaba de recelos, de ansiedad, pero su aspecto denotaba seguridad absoluta. Semejante modo de expresarse sólo logró exasperarla más, y cuando él cesó, enrojeciéndosele a ella las mejillas, le dijo:
―En casos como éste creo que es costumbre establecida manifestar agradecimiento por los sentimientos expresados aun habiendo de devolverlos con desigualdad. Natural es ese agradecimiento, y si pudiera yo experimentar gratitud le daría a usted las gracias. Pero no puedo; nunca he ansiado la buena opinión de usted, y usted lo ha reconocido sin querer. Siento haber ocasionado penas a nadie; mas ha sido inconscientemente de todo punto, y espero que sean de escasa duración. Los sentimientos que según usted dice han retrasado durante largo tiempo mi conocimiento de sus intenciones no será difícil que venzan esas penas tras estas manifestaciones que hago.
Darcy, que estaba apoyado en la mesa, con los ojos clavados en el rostro de Isabel, pareció recibir sus palabras con no menor resentimiento que sorpresa. Su tez palideció de ira, revelando la turbación de su ánimo en todas sus facciones. Luchaba por parecer mesurado, y no abrió sus labios hasta que creyó haberlo conseguido. Ese silencio fué terrible para Isabel. Por último, con voz reprimida con esfuerzo dijo él:
―¿Y ésta es toda la contestación que he de tener el honor de esperar? Quizá pudiera desear que se me informase de por qué con tan escasa prueba de cortesía soy rechazado así. Mas eso es de poca monta.
―También podría yo ―replicó ella― averiguar por qué con tan evidente designio de ofenderme y de insultarme me dice usted que le gusto contra su voluntad, contra su juicio y aun contra su modo de ser. ¿No es ésta alguna excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad la he cometido? Mas yo he recibido otras provocaciones, usted lo sabe. Que mis sentimientos no hubieran sido contrarios a usted, que hubieran sido indiferentes o que le fueran favorables, ¿piensa usted que alguna consideración podría tentarme a aceptar a un hombre que ha sido la causa de disipar acaso para siempre la felicidad de una hermana querida?
Cuando ella pronunció estas palabras Darcy cambió de color; pero la emoción fué pasajera, y siguió escuchando sin tratar de interrumpirla mientras continuaba:
―Tengo cuanta razón hay en el mundo para pensar mal de usted. No hay ninguna que pueda excusar el papel injusto y falto de generosidad que usted desempeñó en eso. No puede usted atreverse a negar que ha sido la principal si no la única causa de separarlos y de exponer al uno a las censuras del mundo por su capricho y volubilidad y a la otra a la burla por lo fallido de sus esperanzas, envolviendo así a ambos en la mayor desventura.
Detúvose aquí y vió con no escasa indignación que él escuchaba con aire que argüía no hallarse nada conmovido por sentimientos de remordimiento. Hasta la miraba con sonrisa de afectada incredulidad.
―¿Puede usted negar que haya hecho eso? ―repitió ella.
Procurándose tranquilidad, contestó entonces él:
―No he de negar que hice cuanto estuvo en mi mano para separar a mi amigo de su hermana de usted, ni que me regocijo del resultado. He sido mejor con él que conmigo mismo.
Isabel desdeñó aparentar que notaba esa fina reflexión; pero su significado no se le escapó, y no fué a propósito para reconciliarla.
―Pero no es meramente en ese asunto ―prosiguió ella― en lo que mi disgusto se funda. Su carácter de usted se me había revelado ya en el relato que recibí hace muchos meses del señor Wickham. En esta cuestión, ¿qué puede usted decir? ¿Con qué acto de imaginaria amistad puede usted defenderse, o bajo qué falsedad le es permitido imponerse a los demás?
―Toma usted vivo interés en lo que afecta a ese caballero ―dijo Darcy en tono menos tranquilo y con subido color.
―¿Quién que conozca las desgracias que ha sufrido puede dejar de interesarse por él?
―¡Sus desgracias! ―repitió Darcy desdeñosamente―; sí, sus desgracias han sido grandes en verdad.
―¡Y por usted! ―exclamó Isabel con energía―. Usted le ha reducido al presente estado de pobreza, de relativa pobreza; usted ha marchitado las esperanzas que debía usted saber que le estaban reservadas. Le ha privado usted en los mejores años de la vida de aquella independencia que no le era menos debida que merecida por él. ¡Usted ha hecho todo eso!; y aun es usted capaz de recibir la mención de sus desgracias con el desprecio y el ridículo.
―¡Y tal es ―exclamó Darcy, paseando con apre- suramiento por la pieza―, tal es la opinión de usted sobre mí! ¡Esa es la estimación en que usted me tiene! Doy a usted las gracias por haberme manifestado todo eso con semejante amplitud.
¡Según esos cálculos, mis faltas han sido grandes en verdad!
Pero quizá ―añadió deteniéndose y volviéndose hacia ella― esas faltas se habrían pasado por alto si su orgullo de usted no se hubiera ofendido con mi honrada confesión de los escrúpulos que durante largo tiempo me impidieron tomar una resolución. Tan amargas acusaciones habríame suprimido si yo con gran política hubiera ocultado mis luchas, lisonjeando a usted con la idea de que me había visto impelido a este paso por inclinación y sin reservas, por mi dictamen, por mi reflexión, por todo. Mas aborrezco el disimulo de toda especie. Ni me avergüenzo de los sentimientos expresados; eran naturales y legítimos. ¿Podía usted esperar que me agradara la inferioridad de sus relaciones de usted, que me regocijase con la esperanza de parentescos cuya condición está tan a las claras bajo la mía?
Isabel se sentía por momentos más irritada; pero aun trató de hablar con mesura al decir:
―Se equivoca usted, señor Darcy, si supone que la forma de su declaración me ha afectado; es decir, si piensa que me habría usted ahorrado el mal rato de rechazarle si se hubiera usted conducido de modo más caballeroso.
Miróla él fijamente al escuchar esto, mas nada dijo, y así, ella prosiguió:
―No pudiera usted haberme ofrecido su mano de manera ninguna que me hubiera tentado a aceptarla.
De nuevo se patentizó el asombro en él, quien la miró con expresión mezclada de incredulidad y molestia. Ella continuó:
―Desde el comienzo mismo, casi puedo decir que desde el primer instante de mi relación con usted, sus modales, que me imprimieron la más arraigada creencia en su arrogancia, su vanidad, su egoísta desdén a los sentimientos ajenos, me parecieron tales que al punto asentaron los cimientos de la desaprobación que los sucesos posteriores han convertido en desagrado firme; y aunque no le hubiera conocido a usted sino hace un mes habría pensado que era usted el último hombre del mundo con quien yo pudiera decidir casarme.
―Ha dicho usted más que suficiente, señorita.
Comprendo perfectamente sus sentimientos, y sólo me resta avergonzarme de lo que han sido los míos. Perdone usted por haberla entretenido tanto tiempo y acepte mis buenos deseos de su salud y felicidad.
Y con estas palabras abandonó con rapidez el cuarto, e Isabel oyóle al momento abrir la puerta de entrada y salir de la casa.
La confusión de su mente le era en extremo penosa. No sabía cómo sostenerse, y de pura debilidad se sentó, llorando durante media hora. Su asombro al recordar lo ocurrido crecía a medida que se lo representaba. Que hubiera recibido una proposi- ción de matrimonio de Darcy; que él hubiera estado enamorado de ella tantos meses, tan enamorado que deseaba casarse con ella a pesar de cuantas objeciones le habían hecho impedir que su amigo se casase con su hermana, y que debieron hacerse sentir al fin y al cabo con igual fuerza en su caso propio, todo eso era increíble! Erale grato haber inspirado afecto tan vehemente. Pero el orgullo de él; su desvergonzada confesión de lo que había hecho con respecto a
Juana; su imperdonable descaro en reconocerlo aun sin poder ofrecer justificación, y el modo insensible con que había hablado de Wickham, su crueldad contra el cual no había osado negar, pronto prevalecieron sobre la compasión que la consideración del asombro de él le había excitado por un momento. Continuó con agitadísimas reflexiones hasta que el ruido del coche de lady Catalina le hizo percatarse de cuán mal se hallaba para recibir a Carlota y se apresuró a volver a su cuarto.
Capítulo 35
Isabel se despertó a la mañana siguiente con los mismos pensamientos y cavilaciones con que había cerrado los ojos. Aun no podía reponerse de la sorpresa de lo acaecido; no le era dado pensar en otra cosa; e inutilizada en absoluto para todo, en cuanto se desayunó resolvió dedicarse a tomar el aire y hacer ejercicio. Se encaminaba en derechura a su paseo favorito cuando, al recordar que Darcy iba alguna vez por él, so detuvo, y en lugar de entrar en el parque tomó el camino que conducía lejos do la carretera de entrada. La empalizada del parque era el límite de uno de sus costados, y pronto atravesó una de las puertas que daban acceso a la finca.

Después de pasar dos o tres veces por esa parte del camino entró en tentación, por lo delicioso de la mañana, de detenerse a la puerta y contemplar el parque. Las cinco semanas que llevaba en Kent habían transformado mucho la campiña, y cada día verdeaban más los árboles tempranos. A punto estaba de continuar su paseo, cuando vislumbró un caballero en la especie de alameda que bordeaba el parque; se movía en aquella dirección, y temiendo que fuera Darcy se retiró al punto. Mas la persona que se adelantaba se hallaba ya lo suficiente cerca para verla, y siguiendo andando con velocidad pronunció su nombre. Ella se había vuelto; pero al oírse llamar, aunque por voz que denotaba ser de Darcy, se dirigió a la puerta de nuevo. Por entonces él había llegado a la misma también, y mostrando una carta que ella instintivamente tomó, dijo, con mirada que mostraba altanero comedimiento:
—He estado paseando por la alameda bastante rato en espera de ver a usted. ¿Quiere usted hacerme el honor de leer esta carta?
Y al momento, con una ligera inclinación, se dirigió de nuevo hacia los plantíos y pronto se perdió de vista.
No con esperanzas de placer, pero sí con la mayor curiosidad, abrió Isabel la carta, y con sorpresa siempre creciente vió que el sobre contenía dos pliegos de papel de escribir y llenos en su totalidad con letra muy apretada. Hasta el sobre estaba escrito también. Prosiguiendo su paseo por el camino la comenzó a leer. Estaba fechada en Rosings a las ocho de la mañana y era como sigue:
«No se alarme usted, señorita, al recibir esta carta creyendo que contiene una repetición de los sentimientos, una renovación de los ofrecimientos que tanto disgustaron a usted la última noche. Escribo sin deseo ninguno de apenar a usted ni de humillarme yo mismo insistiendo en deseos que, por dicha de ambos, no pueden olvidarse tan pronto; y el esfuerzo que la redacción y la lectura de esta carta tienen que causar podrían haberse ahorrado si mi modo de ser no requiriese que se escriba y se lea. Por lo tanto, ha de perdonarme usted la libertad con que solicito su atención; sé que sus sentimientos de usted sólo pueden otorgarla de mala gana, pero yo la exijo de su justicia.
»Dos delitos de naturaleza muy diversa y de ningún modo de igual magnitud ha cargado usted sobre mí la pasada noche. El mencionado en primer término era que había separado al señor Bingley de su hermana de usted sin consideración a los sentimientos de ninguno de ellos, y el otro, que yo, a pesar de determinados derechos, a despecho del honor y de la humanidad, había arruinado la prosperidad inmediata y marchitado las esperanzas al señor Wickham. Haber arrojado cruel e impúdicamente al compañero de mi juventud, al favorito de mi padre, joven que apenas tenía otro arrimo que el de nuestro patrocinio y que había sido educado en la expectativa de que ése se ejerciese, sería depravación con que no podría compararse la separación de dos jóvenes cuyo afecto podría ser sólo producto de algunas semanas. Pero de la severidad de la censura que la última noche me dirigió usted tan abiertamente espero verme libre en lo futuro si lee usted la siguiente relación de mis actos y de sus motivos. Si al explanarlos, cosa a mí debida, me veo en la precisión de revelar sentimientos que pudieran ofender los suyos, sólo puedo decir que lo lamento. Hay que obedecer a la necesidad, y toda excusa sería absurda.
»No hacía mucho que estaba en el condado de Hertford cuando observé, como los demás, que el señor Bingley distinguía a su hermana mayor de usted sobre todas las muchachas del país; pero no fué hasta la noche del baile de Netherfield cuando me pareció que sentía afecto formal. Varias veces le había visto antes enamorado. En aquel baile, mientras tenía yo el honor de bailar con usted, supe por primera vez, por información casual de sir Guillermo Lucas, que las atenciones de Bingley hacia su hermana de usted habían hecho concebir en general esperanzas de matrimonio; él me habló de ello como de suceso seguro, del que sólo quedaba por decidir la fecha. Desde aquel momento observé con cuidado la conducta de mi amigo y pude notar que su parcialidad por la señorita de Bennet era mayor de cuanto había visto en él. También vigilé a su hermana de usted. Su aspecto y sus modales eran francos, alegres y atrayentes como siempre, pero sin síntomas de estimación particular; y del examen de la velada quedé convencido de que, aun recibiendo con gusto las atenciones de él, no correspondía ella a las mismas con participación de idénticos sentimientos. Si usted no se ha equivocado en cuanto a esto, será que yo he estado en un error. El superior conocimiento que usted posee de su hermana habrá de hacer más probable lo último; y si es así, si inducido por ese error he infligido a usted pesadumbre por ello, su resentimiento de usted no ha sido inmotivado. Mas no tendría escrúpulo en asegurar que la tranquilidad del aspecto y aire de su hermana eran tales que podrían haber proporcionado al más fino observador la convicción de que, aun siendo amistoso su temple, su corazón no parecía fácil de herir. Que yo deseaba creer en su indiferencia es cierto; pero me atrevo a afirmar que mis investigaciones y mis decisiones no se dejan influir de ordinario por esperanzas o temores. No la creía indiferente porque yo la deseara; juzgábala así con convicción imparcial, como tan cierto cual si lo desease razonablemente. Mis objeciones al matrimonio ese no eran exactamente las que la última noche reconocí que requerían en mi propio caso la mayor fuerza pasional para dejarlas a un lado; la desproporción no sería tan grave mal para mi amigo como para mí; mas había otras causas de repugnancia, causas que, aun existiendo, y existiendo en igual grado en ambos casos, yo había tratado de olvidar porque no estarían inmediatamente ante mí. He de mencionarlas aunque sea con brevedad. La situación de la familia de su madre de usted, aunque objecionable, no era nada en comparación con la absoluta falta de conveniencia tan a menudo, casi constantemente, mostrada por ella misma, por las tres hermanas menores y a veces por su padre. Perdóneme usted; me aflige ofenderla; pero en medio de su inquietud por los defectos de sus más próximos parientes y de su disgusto por la mención de los mismos, consuélese usted considerando que el haberse conducido ustedes de tal modo que haya evitado la menor sombra de tales censuras es elogio no menos reconocido a usted que a su hermana mayor para la opinión y crédito de ambas. Diré sólo que con lo que pasó aquella noche se confirmó en todas sus partes mi sospecha y crecieron los motivos que antes ya habían podido impulsarme a preservar a mi amigo de la que tenía por desdichada unión. El se marchó de Netherfield a Londres al día siguiente, como usted recordará, con deseos de regresar pronto.
»Falta ahora explicar la parte que tomé en el asunto. El disgusto de sus hermanas se había excitado con el mío; pronto descubrimos nuestra coincidencia de sentimientos, y conocedores por igual de que no había tiempo que perder en separar a Bingley, resolvimos pronto unirnos con él en Londres. En vista de ello, fuimos allí, y al punto me dediqué a la empresa de hacer ver a mi amigo los peligros de semejante elección. Se los enumeré y reforcé con seriedad. Mas aunque una exposición así pudiera lograr que vacilara o se dilatara su determinación, no creo que habría impedido a la postre el matrimonio si no hubiera sido secundada por la seguridad, que no dudé en darle, de la indiferencia de su hermana de usted. Hasta entonces había creído que ella correspondía a su afecto con sincera aunque no igual estimación. Pero Bingley posee gran modestia natural junto con mayor deferencia a mi juicio que al suyo propio. Con todo, convencerle de que se había engañado no fué cosa fácil; persuadirle de no volver al condado una vez convencido de aquello fué obra de un instante. No puedo censurarme por haber hecho todo eso. No hay sino una parte de mi conducta en la totalidad del asunto en que no pienso con satisfacción: consiste en que accedí a adoptar medidas tales que ocultaran a Bingley la presencia de su hermana de usted en la capital. Conocíala yo, como la conocía la señorita de Bingley; pero el hermano de ésta aun lo ignora. Es quizá probable que se hubieran encontrado sin malas consecuencias; mas su afecto no me parecía extinguido lo suficiente para que la viese sin peligro. Acaso esa ocultación fuera indigna de mí, pero la tuve por lo mejor. En ese asunto no tengo más que decir ni otra excusa que ofrecer. Si he herido los sentimientos de su hermana de usted ha sido involuntariamente, y aunque los motivos que me guiaron es natural que puedan parecer a usted insuficientes, aun no he podido condenarlos.
»Con respecto a la otra acusación, de más peso, de haber perjudicado al señor Wickham, sólo la puedo refutar presentando ante usted la totalidad de su relación con mi familia. Ignoro de qué me ha acusado él en particular; pero de la verdad de cuanto voy a contar a usted puedo citar más de un testigo de incontrastable veracidad.
»El señor Wickham es hijo de un hombre respetabilísimo que tuvo encomendada durante muchos años la administración de todos los estados de Pemberley, y cuya buena conducta en el desempeño de su cargo inclinó, como era natural, a mi padre a favorecerle; y el cariño de éste se manifestó, por lo tanto, de modo liberal para con Jorge Wickham, que era su ahijado. Sostúvole en la escuela y después en Cambridge con importantes auxilios, ya que su padre, siempre pobre por las extravagancias de su mujer, había sido impotente para darle educación de caballero. El mío, no sólo gustaba de la compañía del muchacho, cuyas maneras eran siempre atrayentes; tuvo también la más alta opinión de él, y esperando que la Iglesia fuera su profesión, trató de proveerle en ella. En cuanto a mí, hace muchos, muchos años que principié a pensar de él de muy diferente manera. Las propensiones viciosas; la falta de principios, que cuidaba de ocultar al conocimiento de su mejor amigo, no pudieron escapar a la atención de un joven de casi su misma edad y que tenía que observarle en momentos de espontaneidad que el señor Darcy no tenía. De aquí en adelante habré de apenar a usted, aunque sólo usted pueda decir hasta qué grado; pero cualesquiera que sean los sentimientos que el señor Wickham haya despertado, sospecha de tal naturaleza no me ha de impedir desenmascarar su verdadero carácter: eso será justamente otro motivo.
»Mi excelente padre murió hace cinco años, y su afecto hacia el señor Wickham siguió tan constante hasta el fin que en su testamento lo recomendó en particular a mí para que procurase su adelanto del mejor modo que su profesión consintiera; y, si recibía órdenes, deseaba que fuese suyo un beneficio capaz de satisfacer a una familia en cuanto quedase vacante. También había allí un legado de mil libras. Su propio padre no sobrevivió mucho al mío, y antes de medio año tras ambos sucesos el señor Wickham me escribió informándome de que, habiendo resuelto por fin no ordenarse, suponía que yo no tendría por indebido que esperase él alguna ventaja pecuniaria más inmediata a cambio del beneficio que no había de disfrutar. Añadía que abrigaba intención de seguir los estudios de derecho y que yo debía comprender que los intereses de mil libras era forzoso que fuesen insuficiente apoyo para lograrlo. En cuanto a mí, más bien deseaba que creía que él fuera sincero; mas, de todos modos, estuve dispuesto a acceder a su proposición. Conocía que el señor Wickham no debía ser clérigo; el asunto se arregló por consiguiente; él renunció a toda pretensión a ser asistido en la Iglesia, aun siendo posible que alguna vez se viera en situación de poderlo ser, y aceptó en cambio tres mil libras. Toda cuestión entre ambos parecía así zanjada. Pensaba de él sobrado mal para invitarle a Pemberley o para admitir su compañía en la capital. Creo que vivió sobre todo en ésta; mas sus estudios de derecho fueron sólo un pretexto, y viéndose entonces libre de todo yugo, su vida fué de ocio y disipación. Durante tres años oí poco de él; pero a la muerte del poseedor del beneficio que había sido designado para él dirigióse de nuevo a mí por carta para que le presentase. Asegurábame, y no tenía yo dificultad en creerlo, que sus circunstancias eran en extremo malas, hallándose ahora decidido en absoluto a entrar en orden si yo le presentaba para el beneficio en cuestión; en lo cual él confiaba que no habría duda, por saber de cierto que carecía yo de otra persona a quien proponer y por no poder yo olvidar las intenciones de mi venerable padre. Con dificultad me censurará usted por haberme negado a satisfacer esa petición. Su resentimiento fué proporcional a lo calamitoso de sus circunstancias, y sin duda fué tan violento en ultrajarme ante los otros como en sus reproches directos a mí. Tras del suceso acabóse toda apariencia de relación entre los dos. Ignoro cómo vivió. Pero el último verano llegó él muy penosamente a mi noticia.
»Tengo que mencionar a usted ahora una circunstancia que yo mismo querría olvidar y que no menor obligación que la actual podría inducirme a descubrir a ningún humano viviente. Habiendo hablado tanto no dudo de su secreto de usted. Mi hermana, que tiene más de diez años menos que yo, quedó bajo la custodia de mi madre, el coronel Fitzwilliam y yo. Hace cerca de un año salió del colegio y se instaló en Londres, y el verano último fué, con la señora que la dirigía, a Ramsgate, y allí fué también el señor Wickham, a no dudarlo de propósito, porque se probó que había mediado relación anterior entre él y la señora Younge, sobre cuyo carácter habíamos sido por desgracia engañados; y con la complicidad de ésta y su ayuda dedicóse aquél a Georgiana, cuyo tierno corazón, como de niña, se impresionó con fuerza por la amabilidad que él le demostraba; tanto, que se creyó enamorada y consintió en fugarse. No tenía entonces sino quince años, lo cual habrá de servirle de excusa; y tras de declarar su intención, me complazco en añadir que debí a ella misma el conocimiento del plan. Me reuní con ellos inesperadamente un día o dos antes de la proyectada fuga, y entonces Georgiana, incapaz de soportar la idea de afligir y ofender a un hermano a quien casi consideraba como padre, me comunicó todo. El velar por el crédito y los sentimientos de mi hermana me vedaron dar un escándalo público; pero escribí al señor Wickham, quien abandonó al punto aquel sitio, y la señora Younge fué, como es natural, destituída de su cargo. La principal mira del señor Wickham era sin duda la fortuna de mi hermana, consistente en treinta mil libras; mas no puedo dejar de sospechar que la esperanza de vengarse de mí fuese otro poderoso estímulo. En verdad que habría sido venganza completa.
»Esta es, señorita, la fiel narración de cuantos hechos se han referido a ambos; y si no la rechaza usted en absoluto, espero que me descargue en adelante del pecado de crueldad contra el señor Wickham. No sé ahora de qué modo, bajo qué forma de falsedad se ha impuesto a usted; pero no hay que maravillarse de su buen éxito, ya que ignoraba usted todo lo concerniente a los dos. El averiguarlo no estaba al alcance de usted y a sospecharlo no se sentía usted inclinada.
»Es posible que extrañe usted no haberle yo revelado todo esto la noche pasada; mas entonces no era lo suficiente dueño de mí mismo para discernir lo que podía y debía revelar. De la verdad de cuanto aquí he contado puedo apelar en particular al testimonio del coronel Fitzwilliam, quien por nuestro próximo parentesco y constante intimidad, y aun más como uno de los ejecutores testamentarios de mi padre, ha sido inevitablemente enterado de todos los detalles de estas transacciones. Si el odio de usted hacia mí dejara sin valor mis aseveraciones, no puede verse usted impedida por idéntica causa de confiar en mi primo, y ahora puede darse ocasión de consultarle. Trataré de encontrar oportunidad para poner esta carta en ma. nos de usted en el curso de esta mañana. Sólo quiero añadir que Dios la bendiga a usted.
»FITZWILLIAM DARCY.»
Capítulo 36
Si Isabel no esperaba, cuando Darcy le dió la carta, que contuviese renovación de sus ofrecimientos, tampoco había formado idea de qué otra cosa podía contener; mas tal como era, puede suponerse cuán vivamente la impresionó y qué contrarias opiniones vino a suscitarle. Con dificultad podrían definirse sus sentimientos al leer la carta. Al principio pensó con extrañeza que sólo pretendía excusarse del modo que le era posible, hallándose persuadida firmemente de que no podía dar explicación ninguna que un sentido conveniente de decoro no debiera ocultar. Con gran dosis de prejuicio contra cuanto pudiera decir empezó a leer la relación de lo ocurrido en Netherfield. Leíalo con rapidez tal que con dificultad podía comprenderlo, y por su impaciencia en saber lo que la frase siguiente decía era incapaz de entender el sentido de la que tenía ante sus ojos. Desde luego reputó falsa la creencia en la insensibilidad de su hermana, y la lectura de lo capital, o sea sus objeciones al casamiento, le molestaron demasiado para dignarse hacerles justicia. No manifestaba él sentimiento por lo que había realizado de modo que pudiera agradar a ella, y su estilo no revelaba contrición, sino altanería. Todo allí era orgullo e insolencia.

Mas cuando siguió con lo referente a Wickham, al leer, ya con mayor atención, un relato de esos hechos que, de ser verídico, había de destruir toda opinión favorable sobre aquél, relato que guardaba tanta afinidad con la historia contada por el mismo Wickham, sus sentimientos fueron todavía más penosos y más difíciles de definir; oprimíanla asombro, recelo y aun horror. Ansiaba desmentirlo por entero, exclamando repetidas veces: «¡Eso tiene que ser falso, eso no puede ser! ¡Eso ha de ser la mayor de las falsedades!»; y cuando hubo recorrido la totalidad de la carta, aun sin conocer apenas nada de la última página, o de las dos últimas, retiróla con prontitud, protestando que no la miraría, que no la quería volver a ver más.
En semejante estado de perturbación mental, con pensamientos que no podían detenerse un momento, siguió paseando; al cabo de medio minuto sacó de nuevo la carta y, sobreponiéndose como le fué dado, comenzó otra vez la mortificante lectura de lo relativo a Wickham, imponiéndose a sí misma hasta examinar el sentido de cada frase. Lo referente a su relación con la familia de Pemberley era exactamente lo mismo que aquél había dicho, y lo de la bondad del último señor Darcy, aunque antes no sabía Isabel a qué se había extendido, convenía también con sus propias palabras. Cuanto Wickham había expuesto sobre su beneficio estaba fresco en su memoria, y al recordar las mismas palabras que pronunciara fuéle imposible no comprender que había doblez de una parte o de otra, lisonjeándose por breves instantes de que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó con la máxima atención las particularidades que siguieron a continuación de haber rehusado Wickham sus pretensiones al beneficio, el hecho de recibir a cambio del mismo suma tan considerable como tres mil libras, vióse de nuevo obligada a dudar. Retiró la carta, pesó todas las circunstancias con lo que le parecía imparcialidad y meditó sobre las probabilidades de sinceridad de cada relato, mas con escaso éxito; por ambos lados no había sino afirmaciones. De nuevo siguió leyendo; mas cada línea probaba con mayor claridad que el asunto de que ella juzgara que de ninguna traza podía exponerse que hiciera menos infame la conducta de Darcy en el mismo era susceptible de ser explicado de modo que dejara a éste por completo exento de censura en su totalidad.
Lo del desorden y la perversidad general que Darcy no vacilaba en poner como cargo a Wickham enfadóle en grande, tanto más cuanto que el primero no podía aportar prueba de su injusticia. Jamás había oído hablar de él antes de su ingreso en la milicia del condado, en la cual había entrado a persuasión de un joven que al encontrarse con él por casualidad en la capital había renovado con el mismo un superficial conocimiento. De su antiguo modo de vivir nada se sabía en el condado de Hertford sino lo que él mismo había contado. En cuanto a su verdadero carácter, aunque en manos de ella había estado informarse, nunca había sentido deseos de descubrirlo: su aspecto, acento y modales habíanle colocado de una vez en posesión de todas las virtudes. Trató de recordar alguna prueba de bondad, algún rasgo especial de integridad o benevolencia capaz de librarle de los ataques de Darcy, o por lo menos que, en gracia de la virtud que revelara, le compensase de aquellos errores circunstanciales entre los cuales pretendía colocar lo descrito por Darcy como pereza y como vicios arraigados de antiguo. Pero no surgió semejante recuerdo. Podíaselo representar al instante con todo el encanto de su aire y de su atavío; mas no recor- dar otras cosas más substanciales, fuera de la general estimación por parte de la vecindad y la consideración que su trato social le había granjeado entre sus camaradas. Después de detenerse en ese punto bastante tiempo continuó con la lectura. Pero, ¡oh!, la historia que seguía de sus planes sobre la señorita de Darcy recibió alguna confirmación con lo sucedido entre el coronel Fitzwilliam y ella en la mañana anterior; y al final se hacía referencia, para probar la verdad de todas las particularidades, al propio coronel, de quien había ella recibido noticias anticipadas sobre su intervención en todos los asuntos de su primo y cuya veracidad no tenía motivo a poner en entredicho. Casi resolvió recurrir a él; mas semejante resolución fué contenida por la grosería que implicaba el hacerlo y rechazada al cabo por completo por el convencimiento de que Darcy no se habría arriesgado jamás a proponerla sin poseer seguridad completa de la corroboración de su primo.

Recordaba a la perfección cuanto habían hablado Wickham y ella en su primer coloquio en casa del señor Philips; muchas de sus expresiones estaban aún frescas en su memoria. Ahora notaba lo impropio de tales confidencias a una persona extraña y se admiraba de no haberlo notado antes. Veía la falta de delicadeza que implicaba el ponerse en evidencia como él había hecho, y la diferencia entre sus aseveraciones y su conducta. Recordaba que se había jactado de no temer ver a Darcy, de que éste tendría que abandonar el campo, pero que él per- manecería en su sitio; mas huyendo no obstante del baile de Netherfield en la misma semana siguiente. También recordaba que hasta haber abandonado el campo la familia de Netherfield no había él referido su historia sino a ella, mientras que tras la marcha de aquélla habíase hablado de semejante historia por doquiera, que ya en esta ocasión no usaba reservas ni escrúpulos en rebajar el carácter de Darcy, por más que con anterioridad le asegurara que el respeto al padre le vedaría siempre dar a conocer al hijo.
¡Cuán diferente le parecía ahora todo cuanto se refería a él! Sus atenciones a la señorita de King semejaban ahora consecuencia de miras pura y odiosamente interesadas, y la mediocridad de fortuna que ella propia poseía ya no aparecía como prueba de la moderación de sus deseos, sino de su viveza para pescar algo. Su proceder con ella no podía haber tenido motivo aceptable: o se había engañado en cuanto a su fortuna o había tratado de lisonjear su propia vanidad alimentando la preferencia que ella le mostrara incontinenti. Todo esfuerzo en su favor se debilitaba más y más; y, como mayor justificación de Darcy, no pudo menos de conceder que Bingley, al ser interrogado por Juana, había testimoniado hacía ya tiempo la inocencia de aquél en ese asunto; que por más orgulloso y repulsivo que fuera, nunca, en todo el curso de su relación con él—relación que últimamente los había tenido juntos mucho, proporcionándole a ella cierta intimidad con su modo de ser—, jamás había visto nada que le delatase como falto de principios ni como injusto, nada que le mostrara irreligioso o de hábitos inmorales; que entre sus propias relaciones era apreciado y querido; que hasta Wickham le había reconocido méritos como hermano, y ella misma le había oído hablar a menudo de su hermana con afecto tal que probaba ser él capaz de algún sentimiento tierno; que si sus acciones hubieran sido como Wickham las pintaba, violación tan grande de todos los derechos con dificultad se habría ocultado a todo el mundo; y que la amistad entre una persona capaz de eso y hombre tan amable como Bingley era incomprensible.
Llegó a avergonzarse por completo de sí misma. Ni en Darcy ni en Wickham podía pensar sin reconocer que había estado ciega, parcial, absurda y llena de prejuicios.
«Con qué bajeza he obrado —exclamó—, yo que me enorgullecía de mi discernimiento! ¡Yo que me preciaba de mi talento, que tantas veces he desdeñado el generoso candor de mi hermana y halagado mi vanidad con recelos inútiles o censurables! ¡Qué humillante es este descubrimiento!; pero ¡cuán merecida es esta humillación! Si me hubiera hallado enamorada no habría podido estar más desdichadamente ciega. Pero la vanidad, no el amor, ha sido mi locura. Complacida con la preferencia del uno y ofendida por el desprecio del otro, me he dado desde el principio de nuestra relación a la presunción y a la ignorancia, huyendo de la razón cuando se trataba de cualquiera de ambos. Hasta este momento no me he conocido.»
De sí misma a Juana, de Juana a Bingley, sus pensamientos recorrían un camino que pronto condujo a recordarle que la explicación del asunto de aquéllos por Darcy le había parecido muy insuficiente, y la leyó de nuevo. Muy diverso fué el efecto de esta segunda lectura. ¿Cómo podía negar crédito a sus aseveraciones en uno de los puntos si se había visto forzada a concedérselo en el otro? Declaraba Darcy haber sospechado siempre que su hermana no estaba interesada, y no podía Isabel menos de recordar cuál había sido siempre la opinión de Carlota. Ni podía tampoco negar exactitud a su descripción de Juana; sabía que los sentimientos de ésta, aunque fervientes, habían sido poco exteriorizados y que denotaban siempre complacencia en aire y maneras, cosa no a menudo unida con gran sensibilidad.
Cuando llegó a la parte de la carta en que se mencionaba a su familia en términos tan mortificantes y hasta censurables, su sentimiento de vergüenza fué intenso. La justicia de los cargos le hería con sobrada fuerza para negar, y las circunstancias a que él aludía en particular como ocurridas en el baile de Netherfield, y que explicaban la desaprobación, no pudieron haber producido en él mayor impresión que en ella.
El cumplido dirigido a ella y a su hermana no le pasó inadvertido. Lisonjeóle, mas sin poder consolarla, por el desprecio que del mismo se seguía para el resto de la familia; y al considerar que los disgustos de Juana habían sido en realidad obra de sus más inmediatos parientes, y al reflexionar cuán naturalmente dañado había de quedar el crédito de ambas por semejantes inconveniencias de conducta, sintióse oprimida más allá de los límites de cuanto antes había conocido.
Después de vagar dos horas a lo largo del camino, dando vueltas a toda la diversidad de sus pensamientos, volviendo a considerar los hechos, determinando posibilidades y reconciliándose cuanto le fué dado con tan repentino e importante cambio, la fatiga y el recuerdo de lo largo de su ausencia hiciéronle por fin tornar a casa, y en ella entró ansiando parecer alegre como siempre y resuelta a reprimir reflexiones que habrían de inhabilitarla para la conversación.
Se le participó en seguida que los dos caballeros de Rosings habían hecho su visita durante su ausencia; Darcy, sólo por breves instantes, para despedirse; pero que el coronel Fitzwilliam había pasado con ellos lo menos una hora, esperando que regresase y casi resolviendo ir tras ella hasta que la encontrara. Isabel apenas pudo afectar sentimiento en perderlo; en realidad se regocijaba de ello. El coronel Fitzwilliam ya no era un atractivo: no podía pensar sino en su carta.
Capítulo 37
Ambos caballeros abandonaron Rosings a la mañana siguiente, y habiendo Collins estado a la espera cerca de la portería para hacerles el saludo de despedida, pudo traer a casa la grata noticia de que parecían estar buenos y con ánimo tan regular como podía esperarse tras la melancólica escena últimamente habida en Rosings. A Rosings se apresuró a ir él, pues, para consolar a lady Catalina y a su hija, y a su regreso trajo, con gran satisfacción, un mensaje de Su Señoría relativo a que se hallaba tan triste que deseaba mucho tenerlos a todos a comer consigo.

Isabel no pudo ver a lady Catalina sin recordar que, a querer ella, habría sido presentada a la sazón a la misma como su sobrina futura, ni pensar sin sonreírse en cuál habría sido la indignación de Su Señoría. «¿Qué habría dicho? ¿Qué habría hecho?» He aquí las preguntas con que se entretuvo.
El primer tema que se tocó fué la disminución de la tertulia de Rosings.
—Aseguro a ustedes que lo siento mucho —dijo lady Catalina—; creo que nadie siente la pérdida de los amigos como yo. Pero, además, ¡soy tan especialmente afecta a esos jóvenes y los tengo por tan afectos en igual grado a mí! Estaban tristísimos al marcharse; pero así lo hacen siempre.El querido coronel tuvo regulares ánimos hasta el final; pero Darcy revelaba sentirlo muy hondamente; más, a mi juicio, que el año pasado. A no dudar, crece su afecto a Rosings.
Collins tuvo un cumplido y una alusión para eso, a los que sonrieron amablemente la madre y la hija.
Lady Catalina observó después de la comida que la señorita de Bennet parecía distraída, y explicándoselo al punto por sí sola con suponer que no le gustaba volver a casa de sus padres tan pronto, díjole:
—Si ése es el caso, tiene usted que escribir a su madre que le permita permanecer aquí algo más. Segura estoy de que la señora de Collins se verá muy satisfecha en su compañía.
—Agradezco mucho a Vuestra Señoría tan amable invitación— replicó Isabel—, pero no puedo aceptarla. Tengo que estar en la capital el próximo sábado.
—¡Cómo! Según eso, habrá estado usted aquí sólo seis semanas. Esperaba que estuviera dos meses; así lo dije a la señora de Collins antes de venir usted. No puede haber motivo para irse tan pronto. La señora de Bennet podrá pasarse de seguro sin usted durante otra quincena.
—Pero a mi padre no le es posible. Me escribió la otra semana dándome prisa para mi regreso.

—¡Oh! Su padre desde luego podrá privarse de usted si su madre puede. Las hijas nunca son de tanta precisión para un padre. Y si quisiera usted estar todavía un mes completo podría llevarla a Londres, porque a principios de junio iré allí por una semana; y como Danson no ha de negarse a ir en el pescante, quedará muy buen sitio para una de ustedes, y si el tiempo fuera fresco no habría de oponerme a llevarlas a ambas, ya que ninguna es gruesa.
—Sois todo bondad, señora; pero tenemos que seguir nuestro primitivo plan.
Lady Catalina pareció resignarse.
—Señora Collins, habrá usted de enviar una sirvienta con ellas. Ya sabe usted que siempre manifiesto mi opinión y que no puedo soportar la idea de dos jóvenes yendo solas en postas. Es cosa muy impropia; tiene usted que combinar el enviar a alguien. Lo que más me desagrada en el mundo es una cosa así. Las jóvenes deben permanecer siempre guardadas y atendidas en relación a su posición. Cuando mi sobrina Georgiana fué a Ramsgate el verano último hice hincapié en que tuviese dos criadas que fueran con ella. La señorita de Darcy, la hija del señor Darcy de Pemberley y de lady Ana, no podría presentarse decentemente de otro modo. Me fijo extraordinariamente en esas cosas. Tiene usted que enviar a John con las muchachas, señora de Collins. Me alegro de que se me haya ocurrido hacerlo presente, porque habría redundado en descrédito de usted el enviarlas solas.
—Mi tío está en enviar un criado para nosotras.
—¡Ah! ¿Su tío de usted? ¡Envía para eso un criado! ¿Lo hace? Pues celebro que tenga usted alguien que dé en eso. ¿Dónde encargará usted los caballos? ¡Oh!, a Browley, desde luego. Si menciona usted mi nombre en «La Campana» será usted atendida.
Lady Catalina tenía otras muchas preguntas que hacer sobre el viaje, y como no las contestaba todas por sí misma, tuvo Isabel que prestarle atención; lo cual juzgó una suerte, pues de otro modo, con una cabeza tan ocupada, habría olvidado dónde se hallaba. La meditación tenía que reservarla para las horas de soledad; cuando estaba aislada dábale entrada cual si fuese su mayor descanso; y no pasó un día sin un paseo solitario en que poderse proporcionar toda la delicia de sus recuerdos tristes.
La carta de Darcy estaba en camino de sabérsela de memoria. Estudiaba cada frase, y sus sentimientos hacia su autor eran a veces sumamente diversos. Al percatarse del tono en que se le dirigía henchíase de indignación; pero cuando consideraba con cuánta injusticia le había condenado y vituperado volvía la ira contra sí misma y los sentimientos tristes de aquél eran objeto de su compasión. El afecto que él le tenía excitaba su gratitud, y su modo de ser en general, respeto, mas no podía aceptarlo, y ni por un momento se arrepintió de su repulsa ni experimentó la menor inclinación a volverlo a ver. En su propia conducta anterior hallaba fuente perenne de enojo y desagrado, y en los malhadados defectos de su familia, motivo de la mayor tristeza. No cabía remedio para ella. Su padre se contentaba con reírse de sus hermanas menores y jamás ensayaba contener el impetuoso desbordamiento de las mis- mas; y su madre, con modales tan alejados de lo debido, era por completo insensible al peligro. Isabel se había concertado a menudo con Juana para tentar de reprimir la imprudencia de Catalina y Lydia; pero mientras éstas estuvieran sostenidas por la indulgencia de su madre, ¿qué probabilidades había de mejora? La debilidad de ánimo de Catalina, irritable y sometida en absoluto a la dirección de Lydia, habíase sublevado siempre contra sus advertencias; y Lydia, voluntariosa y desenfadada, apenas les había dado oídos. Eran ambas ignorantes, perezosas y vanas. Mientras quedara un oficial en Meryton coquetearían con él, y mientras Meryton estuviera a corto paseo de Longbourn irían siempre.
Su ansiedad por Juana era otro asunto predominante; y la explicación de Darcy, al reponer a Bingley en su primitiva buena opinión, hacíale comprender mejor lo que Juana había perdido. Veíase que el afecto de él había sido sincero y su conducta libre de toda tacha, a no ser que se le atacase por su ciega confianza en su amigo. ¡Cuán triste le era, pues, el pensar que de situación tan apetecible por todos conceptos, tan llena de ventajas, tan prometedora de dichas, había sido privada Juana por la locura y carencia de decoro de su propia familia!
Cuando a esos recuerdos se añadía el del verdadero carácter de Wickham, con facilidad se podría haber creído que la bendita alegría que rara vez había faltado en ella, de tal manera se había transformado, que le resultaba casi imposible aparecer pasaderamente contenta.
Las invitaciones a Rosings fueron tan frecuentes durante la última semana de su estancia como lo fueran al principio. La misma última velada la pasaron allí, y Su Señoría de nuevo interrogó al menudo sobre las particularidades de su viaje, dióles instrucciones sobre el modo mejor de arreglar los baúles, y de tal manera insistió en la necesidad de colocar los vestidos que tenía sólo por bueno, que
María se creyó obligada a su regreso a rehacer todo el trabajo de la mañana y volver a hacer su baúl.
Cuando salieron, lady Catalina se dignó desearles feliz viaje, invitándolas a volver a Hunsford el año próximo, y la señorita de Bourgh se esforzó hasta el punto de hacer a ambas una inclinación y ofrecerles su mano.
Capítulo 38
El sábado por la mañana Isabel y Collins se unieron para almorzar minutos antes de que los demás compareciesen, y él aprovechó la oportunidad para hacerle los cumplidos de despedida, los cuales juzgaba necesarios en absoluto.

—Ignoro, Isabel—le dijo—, si la señora de Collins te ha expresado en cuánto aprecia tu amabilidad por venir aquí; mas estoy bien seguro de que no abandonarás esta casa sin recibir por ello su agradecimiento. Asegúrote que el favor que significa tu compañía se ha hecho bien notorio. Sabemos cuán poco hay aquí para que tiente a nadie nuestra humilde morada. Nuestro sencillo modo de vivir, nuestras reducidas habitaciones y escasos criados ha de hacer a Hunsford en extremo triste para una joven como tú; mas espero que nos creerás agradecidos por tu condescendencia, como también creerás que hemos hecho cuanto estaba en nuestro poder para impedir que pasase el tiempo desagradablemente.
Isabel fué expresiva al dar las gracias y al manifestarse satisfecha. Había pasado seis semanas de gran contento; y el placer de estar con Carlota y las amables atenciones que había recibido tenían que dejarla obligada. Collins lo celebró, y con solemnidad más sonriente respondió:
—Me proporciona el mayor gusto escuchar que no has pasado el tiempo con desagrado. Hemos procedido en verdad lo mejor que hemos podido; sobremanera afortunados nos hemos visto en haber podido presentarte en tan elevadísima sociedad; y por nuestra relación con Rosings y los frecuentes medios de variar la humilde escena doméstica creo que podemos lisonjearnos de no haber sido por completo enfadosa tu visita a Hunsford. Nuestra situación respecto a la familia de lady Catalina es en verdad extraordinaria ventaja y dicha de que pocos se podrán envanecer. Ya ves nuestra posición. Habré de reconocer que, con todas las desventajas de esta humilde abadía, no he de tener compasión de nadie que venga aquí mientras siga nuestra intimidad con Rosings.
Las palabras eran insuficientes para la elevación de sus sentimientos, y vióse obligado a pasear por la pieza mientras Isabel trataba de maridar la cortesía y la verdad en escasas y cortas frases.
—Puedes, pues, llevar buenas noticias nuestras al condado de Hertford, querida prima. Al menos, me lisonjeo de que puedas hacerlo así. Testigo diario has sido de las grandes atenciones de lady Catalina para con la señora de Collins, y confío en absoluto en que tu amiga no te habrá parecido desgraciada. Mas en cuanto a esto, mejor será callar. Permíteme sólo asegurarte, querida Isabel, que muy de corazón te deseo igual felicidad en el matrimonio. Mi cara Carlota y yo no tenemos sino una sola mente y un solo modo de pensar. Hay en todo muy notables semejanzas de carácter y de ideas entre nosotros; parecemos haber sido designados el uno para el otro.
Isabel pudo de veras decir que debía darse gran dicha donde eso sucediese, y con igual sinceridad añadió que lo creía firmemente y que se regocijaba con sus felicidades domésticas; pero no obstante no lamentó ser interrumpida la relación de las mismas con la entrada de la dama que las proporcionaba. ¡Pobre Carlota! ¡Era triste dejarla en semejante compañía! Pero la había elegido a ojos abiertos; y aunque sintiendo a las claras que sus visitantes se marcharan, no parecía demandar compasión. Su hogar y su gobierno doméstico, su pa- rroquia y su gallinero y los demás negocios anejos aun no habían perdido para ella sus encantos.
Al cabo, la silla de postas llegó, los baúles se cargaron, se acomodaron los paquetes y se dijo que todo quedaba listo. Tras afectuosa despedida entre las amigas, Isabel fué acompañada hasta el coche por Collins, quien mientras atravesaban el jardín le encargó sus afectuosos respetos para toda su familia, sin omitir su agradecimiento por las bondades de que fuera objeto en Longbourn durante el invierno, ni sus cumplidos para los señores de Gardiner, aun sin conocerles. Dióle la mano, María siguió, y estaba ya la portezuela para cerrarse cuando de repente les recordó Collins que habían olvidado hasta entonces encargar algo para las señoras de Rosings.

—Pero—añadió—de seguro desearéis que se transmitan a ellas vuestros humildes respetos con vuestro agradecimiento por su amabilidad con vosotros durante la estancia aquí.
Isabel no se opuso; la portezuela se cerró y partió el carruaje.
—¡Dios mío!—exclamó María tras algunos minutos de silencio. No parece sino que hace un día o dos que llegamos, y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido!
—Muchas, ciertamente—contestó su compañera con un suspiro—. Hemos comido nueve veces en Rosings, además de tomar allí el te dos veces. ¡Cuánto tengo que contar!
Y para sí añadió: «Y cuánto tendré que mantener oculto!»
El viaje se conllevó sin mucha conversación y sin ningún accidente, y a las cuatro horas de haber dejado Hunsford alcanzaron la casa de los Gardiner, donde iban a permanecer unos pocos días.
Juana parecía buena, e Isabel tuvo poca ocasión de estudiar su espíritu en medio de las numerosas invitaciones que la bondad de su tía había reservado para ellas. Pero Juana iba a ir en su compañía a Longbourn, y en este punto habr a vagar suficiente para la observación.
Entre tanto, no sin esfuerzo pudo esperar hasta Longbourn antes de contar a su hermana las proposiciones de Darcy. El saber que podía revelar lo que había de asombrar tanto a Juana, satisfaciendo al mismo tiempo su propia vanidad en cuanto no saliese de lo razonable, era tal tentación para franquearse, que nada la había vencido sino el estado de indecisión en que se hallaba sumida y lo largo de lo que tenía que contar, y además el temor de que si entraba en materia se viese precisada a repetir algo de Bingley, que sólo podría entristecer más a su hermana.
Capítulo 39
La segunda semana de mayo era cuando las tres muchachas partieron juntas de la calle de la Iglesia de la Merced para la ciudad de…, en el condado de Hertford, y al llegar cerca de la posada donde había de encontrarse el coche del señor Bennet percibieron al punto, cual prueba de la puntualidad del cochero, que Catalina y Lydia estaban en acecho en un comedor del piso superior. Las dos llevaban cerca de una hora en ese punto, felizmente ocupadas en visitar a una modista de enfrente, en vigilar al centinela de guardia y en aderezar una ensalada de pepino.

Después de dar la bienvenida a sus hermanas mostráronles triunfalmente una mesa dispuesta con cuanta carne fría puede proporcionar por lo común la despensa de una posada, exclamando:
—¿No es eso precioso? ¿No es una sorpresa agradable?
—Suponemos que os regalaréis todas—añadió Lydia; pero habréis de darnos el dinero, porque hemos gastado el nuestro en las tiendas de por aquí.
Y enseñando entonces sus compras añadió:
—Mirad, yo he comprado este sombrero. No creo que sea muy bonito; pero pensé que lo mismo podía comprarlo que no comprarlo; lo desharé en cuanto lleguemos a casa y veré si puedo convertirlo en algo mejor.
Y al tildarlo sus hermanas de feo, añadió aún, con indiferencia completa:
—¡Oh!, pues había en la tienda dos o tres mucho más feos, y si hubiera comprado algún satén de bonito color para adornarlo de nuevo creo que habría resultado regular. Por otra parte, no importa mucho lo que una pueda llevar este verano después que la milicia del condado haya dejado Meryton, y se va dentro de quince días.
—De veras se va?—exclamó Isabel con la mayor satisfacción.
—Van a acampar cerca de Brighton, y por eso es preciso que papá nos lleve allí a todas este verano. Sería un plan delicioso, y atrévome a afirmar que, después de todo, apenas costaría nada. Mamá, de todas suertes, querría ir también. Sólo piensa en el triste verano que de otra manera tendremos.
—Sí—dijo Isabel—, sería un proyecto delicioso en verdad y por completo adecuado a nosotras. ¡Cielos! ¡Brighton y un campamento de soldados para nosotras, que hemos quedado ya trastornadas con un mísero regimiento de milicia y con los bailes mensuales de Meryton!
—Tengo algunas noticias para vosotras—dijo Lydia en cuanto se sentaron a la mesa—. ¿Qué es lo que creéis? Se trata de algo nuevo en absoluto, de noticia importantísima y relativa a cierta persona que a todas nos gusta.
Juana e Isabel se miraron, y se le dijo al criado que no se le necesitaba. Lydia rióse y dijo:
—¡Ah!, eso es muy propio de vuestra formalidad y discreción. ¿Pensáis que el criado no ha de escuchar si quiere? Me atrevo a apostar que oye con frecuencia peores cosas de las que os voy a comunicar. Pero es muy feo; me alegro de que se haya ido; jamás he visto una barba tan larga. Bien; pues ahora, a mis noticias; se refieren a nuestro caro Wickham; demasiado buenas para el criado, ¿no es así? No hay que temer que Wickham se case con María King. Ahí lo tenemos para nosotras. Ella se ha ido a Liverpool a casa de su tía, y se ha ido para quedarse. ¡Wickham está en salvo!
—Y María King está en salvo también—añadió Isabel—; en salvo de una unión imprudente en cuanto a ventura.
—Muy loca es en irse si le quiere.
—Pero supongo que no habrá afecto por ningún lado—dijo Juana.
—Segura estoy de que no lo hay por parte de él; nunca le importó tres pitos de ella. ¿Quién podía cargar con cosita tan sucia y tan llena de pecas?
Isabel se escandalizó, pensando que, aunque incapaz de semejante grosería de expresión, la grosería del sentimiento que ella indicaba era bien poco distinta de la que su propio pecho había albergado e imaginado admisible.
Así que todas hubieron comido y las mayores pagado, pidieron el coche; y tras alguna discusión, toda la partida, con sus cajas, bolsas de trabajo y paquetes, y la mal recibida adición de las compras de Catalina y Lydia, se acomodaron en él.
—¡Qué bien embutidas vamos!—exclamó Lydia—. ¡Me alegro de haber comprado el sombrero sólo por el gusto de llevar otra caja de mano! Bien; vamos a ponernos cómodas y a charlar y reír en todo el camino hasta casa. Y en primer lugar oigamos lo que os ha ocurrido a vosotras desde que os fuisteis. ¿Habéis visto hombres agradables? Había grandes esperanzas de que una de vosotras tuviera marido antes de regresar. Juana opino que pronto va a ser vieja, ¡casi tiene veintitrés años! ¡Señor, qué avergonzada estaré si no me he casado antes de los veintitrés!… No os podéis figurar lo que mi tía Philips necesita que os caséis. Dice que Isabelita habría hecho mejor en aceptar a Collins; pero me parece que eso no habría sido muy divertido. ¡Dios mío, cuánto me gustará casarme antes que vosotras! Y entonces os acompañaré a todos los bailes. ¡Ah queridas, qué diversión hemos tenido el otro día en casa del coronel Forster! Catalina y yo fuimos a pasar la velada allí—¡claro, la señora de Forster y yo somos tan amigas!—y convidaron a las dos de Harrigton a que fuesen; pero Enriqueta estaba enferma, y por eso Pen vióse forzada a ir sola; y entonces, ¿qué pensáis que hicimos? Vestimos de mujer a Chamberlayne, con propósito de que pasase por una señora; ¡imaginad qué diversión! Ni un alma lo supo, menos el coronel, la señora de Forster, Catalina y yo, con excepción de mi tía, porque nos vimos obligadas a pedirle prestado uno de sus vestidos; y no podéis figuraros lo bien que resultaba. Cuando Darey, y Wickham, y Pratt, y dos o tres más de los hombres, llegaron, no le conocieron ni lo más mínimo. ¡Señor, cómo me reí!¡Y lo mismo la señora de Forster! Creí morirme. Y eso hizo sospechar algo a los hombres, y pronto dieron en la cosa.
Con análogas historias de reuniones y chanzas trató Lydia, ayudada con las advertencias y adi- ciones de Catalina, de divertir a sus compañeras durante todo el camino hasta Longbourn. Isabel escuchó lo menos que pudo; mas no se le escapó la frecuente mención del nombre de Wickham.
Su recibimiento en casa fué muy cariñoso. La señora de Bennet se regocijó de ver a Juana con no disminuída hermosura, y más de una vez durante la comida dijo de corazón el señor Bennet a Isabel:
—Me alegro de que hayas vuelto, Isabelita.
La reunión en el comedor fué numerosa, pues las de Lucas fueron a buscar a María y oír las noticias, y variados fueron los temas que las ocuparon. Lady Lucas interrogaba a María desde el otro lado de la mesa sobre el bienestar y el corral de su hija mayor; la señora de Bennet hallábase doblemente ocupada, recibiendo por un lado informaciones sobre las modas de actualidad de Juana, que estaba algo más abajo que ella, y volviéndose a darlas a la más joven de las señoritas de Lucas, por el otro; y Lydia, con voz más ruidosa que las demás, enumeraba los variados placeres de la mañana a cuantos la querían oír.
—¡Oh María!—dijo—, querría que hubieses venido con nosotras, ¡porque nos hemos divertido tanto! Cuando íbamos Catalina y yo solas cerramos todas las ventanillas, simulando que no iba nadie en el coche, y así habríamos ido todo el camino si ella no se hubiera puesto mala; y al llegar al «George» me parece que obramos lindamente festejando a las otras tres con el más delicado lunch frío del mundo, y si hubieras ido te habríamos rega- lado a ti también. ¡Y al regresar nos divertimos tanto! Pensé que nunca habíamos ido en el coche. Estuve para morirme de risa. ¡Y nos encontrábamos tan alegres al venir hacia casa! Hablábamos y reíamos tan alto que se habría podido oírnos a diez millas.
A eso respondió con gravedad María:
—Lejos de mí, querida hermana, el despreciar esos placeres. Serán sin duda propios de la generalidad de los ánimos femeniles. Pero confieso que no habrían poseído encanto para mí; habría preferido con mucho un libro.
Mas de su contestación no oyó Lydia una palabra. Rara vez escuchaba a nadie arriba de medio minuto, y jamás prestaba atención a María.
Por la tarde Lydia propuso con insistencia ir a Meryton con los demás de la familia y ver cómo estaban todos; mas Isabel se opuso resueltamente al plan. No quería que se dijera que las señoritas de Bennet no podían permanecer en casa medio día sin perseguir a los oficiales. Y tenía otra razón para oponerse: temía ver a Wickham de nuevo, y resolvió evitarlo todo lo posible. Su satisfacción por aproximarse la partida del regimiento era en verdad sobre cuanto se puede decir. Iban a marcharse dentro de quince días, y una vez idos esperaba que nada le molestaría ya con noticias de él.
No llevaba muchas horas en casa antes de notar que el plan de Brighton, de que Lydia le había dado cuenta en la posada, se discutía a menudo entre sus padres. Isabel conoció pronto que su padre no tenía la menor intención de ceder; pero sus contestaciones eran a la vez tan vagas y equívocas que su madre, aunque con frecuencia descorazonada, no había aún desesperado de salir al cabo con la suya.
Capítulo 40
La impaciencia de Isabel por comunicar a Juana lo que le había ocurrido no pudo contenerse por más tiempo, y al fin, resolviendo suprimir toda particularidad que a su hermana se refiriese, y preparándola para la sorpresa, contóle a la mañana siguiente lo capital de su escena con Darcy.
El asombro de Juana se aminoró pronto gracías al fuerte afecto fraternal, que le hacía aparecer naturalísimo cuanto fuera admiración por Isabel, y la sorpresa se cambió en otros sentimientos. Dolíase de que Darcy hubiera manifestado los suyos de modo tan poco a propósito para recomendarse; pero todavía le apena ba más el pesar que la repulsa de su hermana tenía que haberle causado.

—Fué un error el creerse tan seguro del éxito —dijo—, y es evidente que no debía aparentarlo; ¡pero considera cuánto más ha tenido que aumentar eso su disgusto!
—Verdad—repuso Isabel—; lo siento de corazón por él; mas abriga él otros sentimientos, que probablemente le harán olvidar su afecto hacia mí.
Pero, díme: ¿me censuras por haberle rechazado?
—¡Censurarte! ¡Oh!, no.
—Y ¿me censuras por haber hablado de Wickham con tanto calor? —No; no creo que obraras mal en decir lo que dijiste.
—Pero lo creerás cuando te haya dicho lo que ocurrió al día siguiente.
Entonces le habló de la carta, repitiéndole la totalidad de su contenido en cuanto se refería a Jorge Wickham. ¡Qué golpe fué éste para la pobre Juana!; ¡para Juana, que habría recorrido el mundo sin sospechar que en toda la raza humana existiera tanta maldad como aparecía allí reunida en un individuo! Ni aun la vindicación de Darcy, aunque tan grata a sus sentimientos, bastaba a consolarla de un descubrimiento semejante. Con mucho ardor dióse a defender las probabilidades de error, tratando de purificar al uno sin envolver al otro.
—Eso no lo conseguirás—díjole Isabel—; nunca podrás dar por buenos a los dos. Haz lo que quieras; pero sólo te habrá de satisfacer uno. Entre ambos no suman sino cierta cantidad de méritos, justos los precisos para hacer un hombre bueno; y desde antiguo se ha tergiversado eso bastante. Por mi parte, me inclino a creer todo lo de Darcy; mas tú harás lo que gustes.
Pasó algún tiempo antes de que pudiera brotar de Juana una sonrisa.
—No sé qué me ha sorprendido más—dijo al cabo—. ¡Wickham tan rematado! Casi no se puede creer. ¡Y pobre señor Darcy! ¡Querida Isabel, no pienso sino en lo que habrá sufrido! ¡Qué disgusto! ¡Y conocer además tu mala opinión de él! ¡Y tener que contar tales cosas de su hermana! ¡Es cosa en verdad demasiado angustiosa! Bien segura estoy de que tú lo creerás así.
—¡Oh!, no; mi pena y mi compasión han desaparecido al verte tan colmada de ambas cosas. Sé que le harás completa justicia y que cada vez me veré yo más libre e indiferente. Tu plétora de todo eso me salva, y si sigues lamentándote de él, mi corazón quedará tan ligero como una pluma.
—¡Pobre Wickham! ¡Hay tal aspecto de bondad en su porte, tal franqueza en sus modales!
—Es evidente que hubo muy mal manejo en la educación de esos dos muchachos. El uno acaparó toda la bondad y el otro toda la apariencia de ella.
—Jamás tuve a Darcy por tan falto de buenas apariencias como tú has solido.
—Y con todo, me creía muy sagaz cuando sin motivo me desagradaba tanto. Hay cierto aguijón para todos, cierto prurito de burla que nos hace sentir desagrados de esa especie. Puédese estar siempre injuriando sin decir nada que sea justo; pero no se puede estar siempre riéndose de un hombre sin dar de vez en cuando con algo chistoso.
—Estoy segura, Isabel, de que al leer la carta por primera vez no habrías tratado del asunto como ahora lo haces.
—Cierto que no me habría sido posible. Estaba bastante resentida y me tenía por desgraciada. ¡Y no tener entonces a nadie a quien revelar mis sentimientos, ni a Juana, para que me consolara y me dijera que no había sido yo tan débil, vana y absurda como yo me reconocía! ¡Oh, cuánto te eché de menos!
—¡Qué lástima que usaras expresiones tan fuertes hablando de Wickham a Darcy, ya que ahora las juzgas por completo inmerecidas.
—Es verdad; pero la desdicha de expresarme con amargura fué consecuencia naturalísima de los prejuicios que había ido alimentando. Hay un punto en que requiero tus consejos. Necesito que me digas si debo o no dar a conocer a nuestras relaciones en general el modo de ser de Wickham.
Juana meditó un rato y dijo después:
—A buen seguro que no hay motivo para mostrárselo como tan terrible. ¿Cuál es tu opinión?
—Que no debo hacerlo. El señor Darcy no me ha autorizado para hacer pública su información. Por el contrario, todas las particularidades referentes a su hermana parecían reservadas en lo posible para mí; y por otra parte, si tratase de desengañar a la gente en cuanto a lo restante de su conducta, ¿quién me creería? El prejuicio general contra Darcy es tan fuerte que sería la muerte de la mitad de las buenas gentes de Meryton el tratar de ponerle en buen lugar. No sirvo para eso. Wickham se irá pronto, y por eso a nadie diré lo que es en puridad. De aquí a algún tiempo todo se sabrá, y entonces podremos reírnos de la necedad de la gente por no haberlo conocido antes. Por ahora nada diré de eso.
—Tienes mucha razón. El publicar sus yerros podría arruinarle para siempre. Acaso se arrepienta ahora de lo que hizo y ansie reivindicar su buena fama. No debemos hacer que se desespere.
El tumulto de la mente de Isabel se apaciguó con este coloquio. Habíase descargado de uno de los dos secretos que habían pesado sobre ella durante quince días, y estaba segura de encontrar en Juana quien la escuchase de grado cuando quisiese hablar algo sobre ello. Mas ocultaba todavía algo que la prudencia vedaba descubrir. No osaba revelar a su hermana la otra mitad de la carta ni decirle con cuánta sinceridad había sido amada por su amigo. Era ése un conocimiento suyo que con nadie podía compartir, y sabía que sólo un completo acuerdo entre las partes podría justificar que se descargase ella de ese último secreto. Y aun entonces—se decía —sólo podría contar lo que Bingley mismo le podría manifestar de modo más grato. ¡La libertad de comunicar ese secreto no puedo obtenerla sino hasta que haya perdido todo su valor!
Por entonces, encontrándose fija en casa, hallábase en situación de observar el verdadero estado de ánimo de su hermana. Juana no era feliz; conservaba todavía muy tierno afecto hacia Bingley. No habiéndose juzgado jamás antes enamorada, su afecto poseía todo el fuego de un amor primero, y, por su edad y su modo de ser, aun con mayor firmeza que los primeros amores suelen mostrar; y así, apreciaba tanto el recuerdo de Bingley y le prefería tanto a cualquier otro hombre, que se requerían todo su buen sentido y toda su atención a los sentimientos de los suyos para moderar aquellos recuerdos, que habrían de ser perjudiciales a su propia salud y a la tranquilidad de los otros.
—Bien, Isabel—dijo un día la señora de Bennet—, ¿cuál es ahora tu opinión sobre el triste asunto de Juana? Por mi parte, estoy resuelta a no volver a hablar del mismo a nadie. Así se lo dije el otro día a mi hermano Philips. Mas no puedo creer que Juana no le viese en Londres. Sí, sí; es un muchacho bien indigno, y no me figuro que haya al presente la menor probabilidad de que ella lo consiga. No se habla de que vuelva a Netherfield este verano, y eso que he preguntado a cuantos pueden estar enterados.

—No espero que viva más en Netherfield.
—¡Ah, bien!; eso es justamente lo que le cumple hacer. Nadie necesita que venga. Aunque yo siempre diré que se ha portado en extremo mal con mi hija; y si yo estuviera en el lugar de ésta no se lo habría aguantado. Bien; mi consuelo estriba en la seguridad de que Juana morirá del corazón, y entonces él se apenará por lo que ha hecho.
Mas como Isabel no podía recibir consuelo con esperanzas por el estilo, no contestó.
—Bien, Isabel—continuó su madre—; y los Collins ¿viven muy confortablemente, no es así? Bien, bien; espero que eso siga. Y ¿qué tal mesa disfrutan? Tengo a Carlota por excelente administradora. Si es la mitad de lista que su madre, ya ahorrarán bastante. Supongo que no habrá nada de prodigalidad en su gobierno doméstico.
—Nada en absoluto.
—Gran parte del arreglo depende de eso. Sí, sí; cuidarán de no sobrepasar sus ingresos; nunca se apurarán por falta de dinero. Bien; ¡muy dichosos pueden ser! Y supongo que hablarán a menudo de poseer Longbourn cuando haya muerto tu padre, que lo considerarán suyo en cuanto eso suceda.
—Ese es un punto que jamás tocaban ante mí.
—Claro; habría sido raro que lo hicieran; mas no abrigo duda de que lo hablarán a menudo entre sí. Bien; si les es posible quedarse contentos con un estado que legalmente no es suyo, mejor. Yo estaría avergonzada de poseer uno que estuviera vinculado sólo para mí.
Capítulo 41
La primera semana tras el regreso de las muchachas pasó pronto y comenzó la segunda. Era la última de la permanencia en Meryton del regimiento y todas las jóvenes de la vecindad languidecían rápidamente; la tristeza era casi general. Sólo las mayores de las de Bennet eran capaces de comer, beber y dormir: de seguir el acostumbrado curso de la vida. Con gran frecuencia veíanse censuradas por su insensibilidad por Catalina y Lydia, cuya tristeza era extremada y que no podían comprender tal dureza de corazón en nadie de su familia.

—¡Dios mío!, ¿qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer?— exclamaban a menudo, en medio de la amargura de su dolor—. ¿Cómo puedes sonreírte, Isabel?
Su cariñosa madre participaba de su pesar; recordaba que también había sufrido en una ocasión semejante, veinticinco años atrás.
—Recuerdo—decía—que lloré dos días seguidos cuando se fué el regimiento del coronel Miller; pensaba que mi corazón iba a estallar.
—Segura estoy de que estallará el mío—dijo Lydia.
—¡Si una pudiera ir a Brighton!—exclamó la señora de Bennet.
—¡Oh, sí!; ¡si pudiera ir una a Brighton! ¡Pero papá es tan desagradable!
—Unos baños de mar me repondrían para siempre.
—Y mi tía Philips está segura de que a mí me probarían muy bien —añadió Catalina.
Tal era el género de lamentaciones que resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Isabel trataba de apartarse de todos ellos; pero el placer del apartamiento se le tornaba sentimiento de vergüenza: de nuevo conocía la justicia de las objeciones de Darcy, y nunca como ahora se había hallado dispuesta a perdonar sus intromisiones en los proyectos de su amigo.
Pero la tristeza de las perspectivas de Lydia pronto se disipó, porque recibió una invitación de la señora de Forster, la esposa del coronel del regimiento, para acompañarla a Brighton. Esa inapreciable amiga de Lydia era señora muy joven y estaba casada desde hacía poco. La semejanza en el buen humor había hecho que simpatizaran entre sí, y a los tres meses de relación ya habían intimado las dos.
El entusiasmo de Lydia en esta ocasión, la adoración que mostró por la señora de Forster, así como la satisfacción de la de Bennet y lo mortificada que se sintió Catalina, son cosas que apenas pueden describirse. Inatenta por completo a los sentimientos de su hermana, Lydia voló por la casa en verdadero éxtasis, pidiendo a todas enhorabuena, riendo y hablando con más violencia que de ordinario, mientras la infortunada Catalina continuaba en el salón lamentándose de su suerte en términos bien poco razonables y expuestos en tono de mal humor.
—No sé por qué la señora de Forster no me convida a mí como a Lydia—decía—, aunque ésta sea su amiga particular. Tengo el mismo derecho que ella a ser convidada, y aun mejor, porque tengo dos años más que ella.
En vano procuró Isabel que entrase en razón, y en vano también Juana pretendió que se resignase. En cuanto a aquélla, la mencionada invitación estuvo tan lejos de excitarle idénticos sentimientos que a su madre y a Lydia, que la consideró como prueba de que cesaba la posibilidad de sen- tido común en ésta; y por lo malísima que para la misma podía resultar, no pudo menos de pedir a su padre que no la dejase ir. Hízole presente las inconveniencias de la conducta general de Lydia, las escasas ventajas que podía obtener con la amistad de una mujer como la señora de Forster, y la posibilidad de que con semejante compañía fuese aquélla todavía más imprudente en Brighton, donde las tentaciones habían de ser mayores que en casa. El la escuchó con atención y le dijo:
—Lydia no estará tranquila hasta que se exhiba en un sitio u otro, y nunca podremos esperar que lo haga con tan poco gasto o sacrificio para su familia como en las presentes circunstancias.
—Si conocieras—díjole Isabel—los grandes daños que a todos nosotros puede acarrear lo que el público diga sobre el proceder inconsiderado e imprudente de Lydia, y aun los que nos ha acarreado ya, segura estoy de que juzgarías la cuestión de modo muy diferente.
—¡Que ya os los ha acarreado!—repitió el señor Bennet—. Qué, ¿ha ahuyentado ella a alguno de tus pretendientes? ¡Pobre Isabelita! Pero no te descorazones. Esos jóvenes delicados que no pueden estar en relación con un pequeño absurdo no valen la pena. Ven, hazme conocer la lista de los piadosos muchachos que hay huidos por las locuras de Lydia.
—Estás muy equivocado. No experimento esos daños. No me quejaba de peligros particulares, sino de los generales. Nuestro crédito, nuestra respeta- bilidad en el mundo habrán de resentirse por la ligereza extremada, el descoco y el desdén de todo freno que constituyen el carácter de Lydia. Perdona, pero me tengo que explicar por extenso. Si tú, querido padre, no quieres tomarte el cuidado de reprimir su natural y de enseñarle que sus actuales anhelos no han de ser la ocupación de su vida, pronto estará lejos de poder enmendarse. Su carácter se afirmará, y a los diez y seis años será la más redomada coqueta y pondrá en ridículo para siempre a ella misma y a su familia; coqueta, además, de la peor clase, sin atractivo ninguno fuera de su juventud y regulares prendas físicas; ignorante y de entendimiento vacío; incapaz de reparar en lo más mínimo el universal desprecio que suscitará su ansia de ser admirada. En peligro análogo se encuentra también Catalina, quien seguirá adonde Lydia la guíe: vana, ignorante, perezosa y en extremo libre. ¡Oh querido padre!, ¿puedes suponer que no serán las dos censuradas y menospreciadas dondequiera que sean conocidas, y que no envolverán en su desgracia a sus demás hermanas?
El señor Bennet se percató de que Isabel ponía toda su alma en el asunto, y tomándole afectuosamente la mano díjole por vía de contestación:
-No te intranquilices, amor mío. En cualquier sitio en que Juana y tú seáis conocidas habréis de ser respetadas y queridas; y no pareceréis menos aventajadas por tener dos, o acaso pueda decir tres, hermanas muy necias. No tendremos paz en Lougbourn si Lydia no va a Brighton. Déjala, pues, ir. El coronel Forster es un hombre sensato y la librará de todo daño; y ella es, por dicha, sobrado joven para ser objeto de la rapiña de nadie. En Brighton tendrá menos importancia que aquí como coqueta; los oficiales encontrarán mujeres que valgan más a sus ojos. Esperemos, pues, que su estancia allí le haga conocer su propia insignificancia. De todas suertes, no cabe que empeore en muchos grados sin autorizarnos para encerrarla bajo llave por el resto de su vida.
Con esta respuesta se vió obligada Isabel a contentarse; pero su opinión personal continuó siendo la misma, y se separó de su padre disgustada y triste. No estaba, con todo, en su modo de ser el acrecer sus disgustos insistiendo en ellos. Confiaba en haber representado su papel, y no era para ella el destruir males inevitables o aumentarlos con su ansiedad.
Si Lydia o su madre hubieran conocido la substancia de su confidencia con su padre, la indignación de ambas no habría hallado adecuada expresión, dada su común volubilidad. En la imaginación de Lydia, una visita a Brighton reunía cuanto puede constituir la felicidad terrena. Con la creadora mirada de su fantasía veía las calles de aquella alegre playa de baños plagadas de oficiales; veíase a sí misma como objeto de la atención de docenas y más docenas de ellos, al presente desconocidos. Imaginábase en las glorias del campamento, con tiendas extendidas con bella uniformidad de líneas y llenas de jóvenes alegres, des- lumbrantes de color carmesí; y para completar el cuadro, reconocíase a sí propia sentada junto a una de dichas tiendas, coqueteando tiernamente lo menos con seis oficiales a la vez.

A saber que su hermana intrigaba para arrebatarle tales perspectivas, tales realidades, ¿cuáles habrían sido sus sentimientos? Sólo su madre los podría entender; su madre, que casi experimentaba lo mismo que ella. La ida de Lydia a Brighton era todo cuanto la consolaba de la melancólica convicción de que su marido jamás iría allí.
Mas ambas ignoraban en absoluto lo que había pasado; y así, sus transportes continuaron hasta el día mismo en que Lydia abandonó la casa.
Isabel iba a ver ahora a Wickham por última vez. Como había estado con frecuencia en su compañía desde que regresara, la agitación habíasele calmado bastante; y en cuanto a lo relativo a su interés por él, eso había desaparecido en absoluto. Había aprendido a descubrir en aquella misma amabilidad que al principio le atraía cierta afectación, y hasta le disgustaba y cansaba. Por otra parte, en su proceder actual para con ella había para Isabel fresco manantial de desagrado, porque los deseos, que pronto manifestó, de renovar las atenciones características de su primera época de relación sólo podían servirle, después de todo lo ocurrido, para provocarla. Perdió todo interés por él al verse así elegida objeto de tan vana y frívola galantería; y al contenerla con finura no podía menos de sentir la ofensa que entrañaba la creencia del mismo en que por más tiempo que hubiera pasado sin prodigarle sus atenciones, y cualquiera que hubiera sido la causa de interrumpirlas, satisfaría la vanidad de ella y hallaría asegurada su preferencia por él en toda ocasión con sólo renovar aquéllas.
El último día mismo de la permanencia del regimiento en Meryton comió Wickham con otros oficiales en Lougbourn; y se encontraba Isabel tan poco dispuesta a departir con aquél el buen humor, que al dirigirle él ciertas preguntas sobre la manera como había pasado el tiempo en Hunsford, dijo ella que el coronel Fitzwilliam y Darcy habían permanecido tres semanas en Rosing, y le preguntó si conocía al primero.
Wickham pareció sorprendido, molesto, alarmado; mas, repuesto al punto y con cierta sonrisa, contestó que le había visto antes a menudo; y después de afirmar que era hombre muy caballeroso, le preguntó a ella si le gustaba. La respuesta de Isabel fué entusiasta en su favor; y, con aire de indiferencia, añadió él poco después:
—¿Cuánto ha dicho usted que estuvo él en Rosings? —Cerca de tres semanas.
—¿Y le veía usted con frecuencia?
—Sí, casi todos los días.
—Sus modales son bien diferentes de los de su primo.
—Sí, muy diferentes. Pero yo creo que el señor Darcy gana cuando se le trata.
—¡Cierto!—exclamó Wickham con una mirada que no se le escapó a Isabel—. Y ¿qué?—Pero, reprimiéndose, añadió en tono más jovial: —¿Es en las formas en lo que gana? ¿Se ha dignado añadir algo de cortesía a su estilo ordinario? Porque no me resuelvo a creer— continuó en tono más bajo y serio—que haya mejorado en lo esencial.
—¡Oh!, no—repuso Isabel—. En lo esencial pienso que aun es más de lo que siempre fué.
Mientras ella hablaba, Wickham parecía no saber apenas si regocijarse con sus palabras o desconfiar de la significación de las mismas. En el porte de Isabel había algo que le hizo a él escuchar con ansiosa atención y con recelo, cuando añadió:
—Al decir que gana con el trato no quiero significar que ni su mente ni sus modales vayan ganando, sino que cuando se le conoce mejor se comprende también mejor su modo de ser.
La alarma de Wickham se delató en esta ocasión por lo subido de su color y la agitación de su mirada; quedó en silencio durante unos instantes, hasta que, sacudiendo su embarazo, volvióse de nuevo a ella y dijo en el tono más amable:
—Usted que conoce tan bien mi resentimiento contra el señor Darcy comprenderá cuán sinceramente me ha de regocijar que sea lo suficiente avisado para asumir por lo menos la apariencia de lo debido. Si él adopta ese sistema, su orgullo puede ser útil, si no a él mismo, a muchos otros, porque le habrá de apartar de procederes tan locos como los que yo he soportado. Pero temo que esa espe- cie de cautela a que parece aludir usted la emplee sólo en sus visitas a su tía, cuya buena opinión y buen concepto tiene en mucho. Miedo a ella lo ha tenido siempre que estaban juntos, lo sé bien, y en buena parte puede imputarse al deseo de acelerar su casamiento con la señorita de Bourgh, que estoy seguro que tiene muy metido.
Isabel no pudo reprimir una sonrisa al oír esto; mas sólo contestó con ligera inclinación de cabeza. Conoció que iba él a conducirla al antiguo tema de sus pesares, y no estaba de humor de permitírselo. El resto de la velada pasó por parte de él aparentando su acostumbrada alegría, mas sin tratar de distinguir ya a Isabel; y al fin se separaron ambos con mutuas cortesías y probablemente también con mutuo deseo de no volverse a ver.
Al terminar la tertulia Lydia se fué con la señora de Forster a Meryton, de donde iban a partir temprano a la mañana siguiente. Su separación de la familia fué más ruidosa que patética. Catalina fué la única que derramó lágrimas, pero lo hizo de tristeza y envidia. La señora de Bennet estuvo difusa al expresar sus buenos deseos de dicha para su hija y recalcitrante en añadirle que no perdiese la oportunidad de divertirse todo lo posible, advertencia que era muy razonable creer que sería atendida; y con la ruidosa alegría de la propia Lydia al despedirse quedó por ella desatendido el adiós, más apacible, que le dieron sus hermanas.
Capítulo 42
Si las opiniones de Isabel se hubieran formado sólo con lo que veía en su propia familia no habría podido albergar muy grata idea de la felicidad conyugal o de la comodidad domésticas. Su padre, cautivado por la juventud y la hermosura y por la apariencia de buen humor que por lo común revisten ambas cosas, habíase casado con una mujer cuyo flaco entendimiento y mezquino ánimo habían puesto fin, ya en los comienzos del matrimonio, a todo afecto real hacia ella. El respeto, la estimación y la confianza habíanse desvanecido para siempre, y todas las perspectivas de felicidad doméstica de aquél se habían disipado. Mas no estaba en el carácter del señor Bennet buscar consuelo para el disgusto que su propia imprudencia le acarreara en ninguno de esos placeres que consuelan a menudo con locuras o vicios a los infortunados. Amaba el campo y los libros, y de semejantes aficiones habían brotado sus principales goces. Poco debía a su mujer, a no ser lo que la ignorancia y locura de la misma habían contribuído a su propio entretenimiento. No es ésa la clase de dicha que un hombre desea por lo común deber a una mujer; pero donde faltan otros medios de diversión, el verdadero filósofo sabe sacar partido de los que están a su alcance.

Isabel, no obstante, jamás había dejado de conocer lo inconveniente de la conducta de su padre como marido. Siempre la había observado con pena; mas, respetuosa con su talento y agradecida a su afectuoso modo de tratarla, procuraba olvidar lo que no podía pasar por alto, desechando de su pensamiento aquella continua infracción de los deberes conyugales y del decoro, que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de sus propias hijas, era tan grandemente reprensible. Nunca empero había sentido con tanta fuerza como al presente los daños que puede causar a los hijos un matrimonio tan incongruente, ni nunca se había percatado tanto de los peligros que derivan de tan errada dirección del talento; talento que empleado debidamente habría conservado por lo menos la respetabilidad de las hijas, aunque no bastase para aumentar el cacumen de la mujer.
Si bien es cierto que Isabel se alegró de la marcha de Wickham, no puede decirse que hallara motivo de satisfacción con la pérdida del regimiento. Sus salidas eran menos variadas que antes, y en casa tenía una madre y una hermana cuyas constantes quejas por el aburrimiento de cuanto las rodeaba entristecían su círculo doméstico; y aunque Catalina llegase a recobrar con el tiempo su ordinario ánimo cuando desapareciera lo que perturbaba su cerebro, su otra hermana, de cuyo modo de ser era dado prever mayores daños, parecía haberse curtido en la locura y en el descaro y se encontraba en situación de duplicado peligro, como eran un punto de baños y un campamento. En resumidas cuentas, tocaba ahora lo que ya antes viera alguna vez: que un acontecimiento por el que tanto había suspirado no podía, al verlo realizado, proporcionarle toda la dicha que se había prometido con él. Era preciso por tanto señalar otros límites para el comienzo de su felicidad, tender a otro punto al cual quedasen ligados sus deseos y esperanzas, y que proporcionándole placer anticipado la consolase del presente y la preparase para otro disgusto. Su excursión a los Lagos era ahora el objeto de sus más caros pensamientos; resultaba su mayor consuelo en las horas molestas, que hacían inevitables el descontento de su madre y de Catalina, y de haber podido incluir a Juana en el plan, éste habría quedado perfecto en todas sus partes.
—Es una suerte—pensaba que tenga algo que desear. Si todo fuera completo, mi disgusto sería seguro. Mas ahora, al cargar con la incesante fuente de pena consistente en la separación de mi hermana, puedo razonablemente pensar que todas mis esperanzas de placer quedarán colmadas. Un proyecto en que la totalidad de sus partes promete gozo, jamás puede obtener buen éxito, y el disgusto general se salva sólo gracias a algún detalle molesto.
Al marcharse Lydia prometió escribir muy a menudo y con mucho detalle a su madre y a Catalina; mas sus cartas se hicieron esperar siempre largo tiempo, y todas fueron breves. Las dirigidas a su madre contenían poco más que la participación de que acababan de regresar de la sala de lectura, donde tales y cuales oficiales las habían saludado y donde había visto tan bella decoración que la dejara por completo admirada; que poseía un vestido nuevo o una nueva sombrilla que describiría con mayor amplitud, pero viéndose obligada a no hacerlo por tener prisa, pues la señora de Forster la llamaba y se marchaban al campamento; y de su correspondencia con su hermana aun había menos que aprender, porque en sus cartas a Catalina, aunque más largas, había demasiada parte subrayada para hacerse pública.
Tras las dos o tres primeras semanas de la ausencia de Lydia, la salud, el buen humor y la alegría comenzaron a brillar en Longbourn. Todo presentaba más grato aspecto. Regresaban las familias que habían pasado el invierno en la capital y resurgían las finezas y las invitaciones del verano. La señora de Bennet repúsose de su habitual estado quejumbroso; y hacia mediados de junio Catalina se halló lo bastante confortada para poder entrar en Meryton sin llorar. Hecho tan insólito prometía tanto, que Isabel creyó que por la próxima Navidad su citada hermana se encontraría tan tolerablemente razonable que no mencionaría a un oficial ni una vez al día, a no ser que por alguna cruel y maligna orden del ministerio de la Guerra se acuartelara en Meryton otro regimiento.
La época fijada para su excursión al Norte se aproximaba ya, faltando para ella dos semanas, cuando se recibió una carta de la señora de Gardiner que a la vez dilataba su comienzo y abreviaba su duración. El señor Gardiner veíase impedido por sus negocios de partir hasta dos semanas después de comenzado julio, y le era forzoso estar de nuevo en Londres al cabo de un mes; y como esto reducía demasiado el tiempo para ir tan lejos como proyectaron y para que viesen tantas cosas como se prometieran, o por lo menos las viesen con el reposo y comodidad calculados, sentíanse obligados a renunciar a los Lagos, substituyéndolos por otra excursión más limitada; en vista de lo cual no iban a pasar más al Norte que al condado de Derby. En esta comarca había bastantes cosas dignas de verse para ocupar la mayor parte del mencionado tiempo, y para la señora de Gardiner tenía la misma atracción particular. La ciudad donde en otros tiempos había pasado algunos años de su vida y donde ahora pasarían unos días, acaso fuera para Isabel objeto de curiosidad tan grande como todas las célebres bellezas de Matlock, Chatsowrth, Dovedale o el Peak.
Isabel disgustóse en grado sumo: había puesto sus anhelos en ver los Lagos, y creía que habrían tenido para ello tiempo suficiente. Mas su empeño de salir iba a satisfacerse, de seguro sería feliz, y así, pronto lo encontró todo bien.
Con el nombre de Derby asociábanse muchas ideas. Erale a Isabel imposible fijarse en esa palabra sin pensar en Pemberley y en su poseedor. «Pero de seguro—se decía—podré entrar en su condado impunemente y hurtarle algunos pedruscos sin que él se dé cuenta.»
Doblemente largo hízose entonces el período de espera. Cuatro semanas transcurrieron antes de que llegaran sus tíos. Pero transcurrieron al cabo, y los señores de Gardiner se presentaron en Longbourn con sus cuatro hijos. Estos, dos niñas de seis y ocho años respectivamente y dos varones menores, iban a quedarse bajo el cuidado especial de su prima Juana, la favorita de todos ellos, cuyo ánimo tranquilo y temperamento dulce la hacían perfectamente apta para instruirlos, jugar con ellos y amarlos.
Los Gardiner hicieron en Longbourn sólo una noche, y partieron con Isabel a la mañana siguiente en busca de novedades y esparcimiento. Un placer estaba asegurado: el de ser todos excelentes compañeros de viaje, lo cual supone salud y carácter a propósito para sufrir incomodidades, alegría para acrecer todo goce, y afecto y talento, que pudieran influir entre ellos si se presentasen disgustos.
No es objeto de esta obra describir el condado de Derby ni ninguno de los notables puntos por donde pasaba su ruta: Oxford,
Blenheim, Worwick, Kemlworth, Birmingham, etc., son suficientemente conocidos. A una reducida parte del condado se refiere todo lo que sigue, a la pequeña ciudad de Lambton, escenario de la antigua residencia de la señora de Gardiner, donde había sabido después que le quedaban algunos conocidos y adonde se encaminaron los expedicionarios después de ver las principales maravillas de la campiña; y el corazón dictó a Isabel que a menos de cinco millas de Lambton estaba situado Pemberley, no en su camino directo, pero no más de una o dos millas separado de él. Al hablar de su ruta la tarde anterior la señora de Gardiner manifestó deseos de volver a ver ese punto. El señor Gardiner los aprobó y solicitó la aprobación de Isabel.
—Querida, ¡no te gustaría ver un sitio de que tanto has oído hablar—díjole su tía—, sitio además con el que se relacionan los nombres de tantos de tus conocidos? Ya sabes que Wickham pasó toda su juventud allí.
Isabel se acongojó. Sabía que nada tenía que hacer en Pemberley y se vió forzada a atribuirse falta de deseo de verlo. Tuvo que decir que se encontraba cansada de grandezas; que, tras haber visto tantas, no encontraba en realidad gusto en las alfombras finas ni en los cortinajes de seda.
La señora de Gardiner censuró su necedad.
—Si se tratase sólo de una casa ricamente puesta —le dijo—, tampoco me interesaría a mí; pero la finca es deliciosa. Contiene uno de los mejores bosques de la comarca.
Isabel no habló más, pero su espíritu no reposó ya: al instante ocurrióle la posibilidad de encontrarse con Darcy mientras visitaban ese lugar. ¡Sería horroroso! A la sola idea se sonrojó, pensando que mejor sería hablar con claridad a su tía que correr semejante riesgo. Mas contra ese proceder había objeciones, y a la postre resolvió que el emplearlo sería el último recurso si sus indagaciones particulares sobre la ausencia de la familia del propietario eran contestadas desfavorablemente.
En consecuencia, al irse a descansar preguntó a la criada si Pemberley era sitio muy bonito, cuál era el nombre de su poseedor, y luego, con no pequeño sobresalto, si la familia estaba allí durante el verano. La negativa mejor recibida del mundo siguió a la última pregunta, y habiendo así desaparecido su sobresalto, se encontró dispuesta a sentir viva curiosidad en ver hasta la propia casa, y por eso, cuando se propuso el plan a la mañana siguiente y de nuevo se le preguntó, fuéle posible contestar al instante y con marcado aire de indiferencia que no le disgustaba aquél. Por consiguiente fueron a Pemberley.
Capítulo 43
Cuando se dirigían allí Isabel recibió la vista de los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por fin llegaron a la portería, su espíritu se hallaba agitadísimo.
El parque era muy vasto y comprendía gran variedad de tierras. Entraron en él por una de las puertas más bajas y pasearon durante algún tiempo a través de un hermoso bosque que se extendía sobre amplia superficie.
La mente de Isabel estaba sobrado ocupada para conversar; pero veía ella y admiraba todos los parajes notables y todos los puntos de vista. Subieron gradualmente durante media milla, encontrándose a la postre sobre una considerable eminencia donde el bosque se interrumpía y donde les hirió la vista al punto la casa de Pemberley, situada al lado opuesto del valle por el cual se deslizaba el algo abrupto camino. Era una construcción en piedra, amplia y hermosa, bien emplazada en elevado terreno, que se destacaba sobre una cadena de altas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un considerable arroyo que iba en aumento, mas sin aspecto ninguno de artificio: sus orillas carecían de forma regular y de todo linaje de adorno sobrepuesto. Isabel quedó complacidísima. Jamás había visto un sitio por el cual hubiera hecho más la naturaleza o donde la belleza natural fuera menos contrariada por el mal gusto. Todos estaban henchidos de admiración, ¡y en aquel instante conoció ella que ser señora de Pemberley valía algo!

Bajaron de la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta, y mientras examinaban el aspecto de la casa desde cerca se renovó en Isabel el temor de encontrarse con su poseedor. Temía que la criada se hubiera equivocado. Al pedir visitar la casa fueron introducidos en el vestíbulo; e Isabel, mientras esperaban al ama de llaves, tuvo vagar para asombrarse de hallarse donde se hallaba.
El ama de llaves llegó; era una mujer anciana y respetable, mucho menos fina y más cortés que aquélla suponía encontrarla. Siguiéronla al comedor. Era éste una pieza de buenas proporciones y hermosamente amueblada. Isabel, tras de mirarla por encima, fuése a una ventana para gozar de la perspectiva. La colina coronada de bosque de que habían bajado, al aumentar su carácter abrupto con la distancia, resultaba hermosa. Toda la disposición del terreno era acertada, y con delicia contempló toda la escena: el arroyo, los árboles esparcidos por sus orillas, y la curva del valle hasta donde la vista alcanzaba. Cuando pasaron a otros cuartos, los mencionados objetos aparecían en disposiciones diferentes; mas desde todas las ventanas había bellezas que contemplar. Las piezas, por su parte, eran altas y bellas, y su ajuar en armonía con la fortuna de su propietario; pero Isabel notó, admirando el gusto de éste, que no había nada charro ni nimiamente delicado; que reinaba menos esplendor pero más elegancia verdadera que en el moblaje de Rosings.
«¡Y de este sitio—pensaba—habría podido ser dueña! ¡Estas habitaciones podrían ser ahora familiares para mí! ¡En lugar de visitarlas como forastera podría regocijarme con ellas como mías y recibir en las mismas la visita de mis tíos! Pero no—pensó recobrándose—, eso no podría ser; mi tío y mi tía habrían tenido que perderse para mí; no me habría sido lícito convidarlos.»
Ese fué un afortunado recuerdo: libróle de algo parecido a tristeza.
Deseaba averiguar por el ama de llaves si su amo estaba de veras ausente, mas carecía de valor para ello. Al fin, sin embargo, hizo la pregunta su tío, y ella se volvió alarmada al contestar la señora Reynolds que sí lo estaba, añadiendo: «Pero le esperamos mañana con gran acompañamiento de amigos. ¡Cuán contenta quedó Isabel de que su viaje propio no se hubiera dilatado un día por cualquiera circunstancia.
Llamóla por entonces su tía para ver un cuadro. Aproximóse y vió la imagen de Wickham sobre un tapete, entre otras varias miniaturas. Su tía le preguntó sonriente qué le parecía. El ama de llaves se acercó y les dijo que aquel retrato era de un joven hijo del último administrador de su amo, educado por éste y a sus expensas.
—Ahora ha ido al ejército—añadió—, y temo que se haya vuelto muy desenfrenado.
La señora de Gardiner miró a su sobrina con una sonrisa, pero Isabel no se la devolvió.
—Y éste—dijo la señora Reynolds refiriéndose a otra de las miniaturas—es mi amo, y está muy parecido. Fué pintado al mismo tiempo que el otro, hace unos ocho años.
—Mucho he oído hablar de la distinción de su amo de usted—dijo la señora de Gardiner mirando la pintura—; es un rostro bello. Pero, Isabel, díme si está o no parecido.
El respeto de la señora Reynolds por Isabel pareció aumentar con esa referencia de que conocía a su amo.
—¿Conoce esta señorita al señor Darcy? Isabel se sonrojó y respondió:
—Un poco.
—¿Y no le tiene usted por muy guapo caballero, señorita? —Sí, muy guapo.
—Estoy segura de que no conozco otro tan guapo; pero en la galería del piso superior verán ustedes un retrato de él mejor y más grande. Este cuarto era el favorito de mi anterior amo, y estas miniaturas se hallan exactamente como solían estar entonces. Le gustaban mucho. Eso explicó a Isabel por qué las de Wickham se encontraban entre ellas. La señora Reynolds dirigió entonces la atención de los amos hacia una de la señorita de Darcy pintada cuando sólo tenía ocho años.
—Y la señorita de Darcy jes tan guapa como su hermano?— preguntó la señora de Gardiner.
—¡Oh!, sí; la más bella señorita que se ha visto; ¡y tan completa! Toca y canta durante todo el día. En la habitación próxima hay un piano nuevo, recién traído para ella, regalo de mi amo. Ella viene mañana con él.
El señor Gardiner, cuyos modales eran complacientes y amables, la animaba a hablar con preguntas y advertencias, y la señora Reynolds, ya por orgullo, ya por afecto, tenía evidentemente gran satisfacción en dar noticias de su amo y de la hermana de éste.
—¿Reside su amo de usted en Pemberley mucho tiempo durante el año?
—No tanto como yo querría; pero puedo afirmar que pasa aquí la mitad del tiempo; y en cuanto a là señorita de Darcy, se queda aquí siempre durante los meses de verano.
«Excepto—pensó Isabel—cuando va a Ramsgate.»
—Si su amo de usted se casase le vería usted más.
—Sí, señor; mas no sé cuándo llegará eso. No sé quién será bastante buena para él.
Los señores de Gardiner se sonrieron. Isabel no pudo evitar el decir:
—Bien cierto es que habla en su favor que usted lo crea así.
—No digo sino la verdad y lo que dirá cualquiera que le conozca— replicó la otra. Isabel vió que el asunto llevaba tela, y escuchaba con creciente asombro, cuando el ama dijo: —Nunca en mi vida he recibido de él una palabra de enojo, y le conozco desde que tenía cuatro años.
Era ése un elogio mucho más extraordinario que los otros y más opuesto a lo que Isabel pensaba de Darcy. Su más firme opinión había sido que no era él hombre de buen carácter. Despertóle así la más viva curiosidad; ansiaba oír más, y quedó complacida por su tío cuando éste dijo:
—Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es usted afortunada en tener un amo así.
—Sí, señor, sí que lo soy. Si recorriera el mundo no podría dar con otro mejor. Mas siempre he observado que quienes muestran buen natural desde niños lo conservan cuando mayores; y él era siempre el muchacho de carácter más dulce y de más generoso corazón del mundo.
Isabel fijó en ella la mirada. «¿Puede ser ése Darcy?», pensó.
—Creo que su padre era una excelente persona—dijo la señora de Gardiner.
—Sí, señora, éralo en efecto; y su hijo es exactamente como él, tan afecto a los pobres.
Isabel escuchaba, se admiraba, dudaba y estaba impaciente por oír más. La señora Reynolds no le despertaba interés con otra cosa. En vano le explicaba el asunto de los cuadros, las dimensiones de las piezas y el valor del moblaje. El señor Gardiner, a quien entretenía notar el prejuicio de familia a que atribuía los excesivos elogios de ella a su amo, pronto volvió al tema; y ella insistió en los muchos méritos de Darcy mientras juntos subían la gran escalera.
—Es el mejor señor—dijo—y el mejor amo que ha habido jamás; no se parece a los aturdidos jóvenes del día, que no piensan sino en sí mismos. No hay uno de sus arrendatarios y criados que no le elogie. Algunos dicen que es orgulloso; pero estoy bien segura de no haber notado nada de eso. A lo que imagino, aquello es debido a que no es machacón como otros.
«¡En qué aspecto tan amable le coloca eso!», pensó Isabel.
—Tan delicado elogio—cuchicheó su tía a su oído mientras seguían por la casa—no se aviene con su conducta con nuestro pobre amigo.
—Acaso estemos equivocados.
—No es verosímil: nuestra información era demasiado autorizada.
Llegados al amplio corredor de arriba, mostró- seles un muy lindo aposento, recientemente alhajado con mayor elegancia y tono más claro que los departamentos inferiores, y enteróseles de que todo eso se había hecho por complacer a la señorita de Darcy, quien había tomado apego a la estancia la última vez que estuvo en Pemberley.
—Es de veras un buen hermano—dijo Isabel mientras se encaminaba a una de las ventanas.
La señora Reynolds manifestó el placer que recibiría la señorita de Darcy cuando penetrase en la habitación.—Y así se porta él siempre —añadió—. Cuanto puede proporcionar gusto a su hermana, de seguro que lo ejecuta al punto. No hay nada que no hiciera por ella.
La galería de pinturas y dos o tres de los principales dormitorios era cuanto quedaba por enseñar. En la primera lucían varios cuadros buenos; pero Isabel no entendía nada de arte, y ya entre las cosas de esa clase que había visto abajo había querido mirar sólo ciertos dibujos a lápiz de la señorita de Darcy, cuyos asuntos eran en general más interesantes y a la par más inteligibles.
En la galería pendían también varios retratos de familia; mas valían poco para fijar la atención de un extraño. Isabel la recorrió buscando el único retrato cuyas facciones había de reconocer. Al llegar a él se detuvo, notando la sorprendente semejanza con Darcy, quien aparecía con cierta sonrisa en el rostro que ella recordaba haber visto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante semejante pintura, en la más atenta contempla- ción, y aun volvió a ella de nuevo antes de abandonar la galería. La señora Reynolds hízole saber que había sido hecha en tiempos de su padre.
En el ánimo de Isabel había en verdad en este momento más inclinación hacia el original de la que había experimentado en el auge de su relación con él. Las ponderaciones de la señora Reynolds no eran una bicoca. ¿Qué elogio es más valioso que el de un criado inteligente? ¡Consideraba a cuanta gente podía hacer feliz como hermano, como señor y como amo!; ¡cuánto placer y cuánta pena podía proporcionar!; ¡cuánto le era dable hacer en bien o en mal! Todo lo manifestado por el ama de llaves hablaba en favor de su carácter, y al hallarse ella misma ante el lienzo en que estaba representado, fijos los ojos en ella, juzgó el interés que le manifestó con más profundo sentimiento de gratitud del que antes había suscitado; acordóse de su acaloramiento y dulcificó la impropiedad de las palabras que expresara.
Una vez visto cuanto de la casa se abría al público, volvieron a bajar, y despidiéndose del ama de llaves se las confió a la dirección del jardinero, que esperaba a la puerta del vestíbulo.
Cuando se encaminaban, pasando a través de la pradera, hacia el arroyo, volvióse Isabel para mirar de nuevo la casa; su tío y su tía detuviéronse también, y mientras el primero hacía conjeturas sobre la época del edificio, el propietario del mismo venía aprisa hacia ellos desde el camino que por detrás conducía a las caballerizas.
Estaban a menos de veinte yardas entre sí, y tan repentina fué su aparición, que resultó imposible impedir que los viera. Los ojos de ambos, de Isabel y de Darcy, se encontraron al instante, y sus rostros se cubrieron del más fuerte rubor. El se paró en seco, quedando durante un momento inmóvil de sorpresa; mas recobrándose presto, se adelantó hacia la partida y habló a Isabel, si no en términos de perfecta compostura, al menos con completa cortesía.
Ella instintivamente se había vuelto; pero, deteniéndose a su aproximación, recibió sus cumplidos con embarazo imposible de dominar. Si su aspecto a primera vista, o su parecido con los retratos que acababa de contemplar, hubieran sido insuficientes para hacer sabedores a los otros dos de la partida de que veían ahora a Darcy, la expresión de sorpresa del jardinero al encontrarse con su amo habría tenido que revelárselo al punto. Detuviéronse a cierta distancia mientras hablaba a su sobrina, la cual, asombrada y confusa, apenas osaba levantar los ojos hacia él y no sabía qué contestación darle a las preguntas que le dirigía sobre su familia.
Sorprendida por la mudanza de sus modales desde que se habían separado por última vez, toda frase que él decía aumentaba su embarazo; y al acudir a su mente todas las ideas de lo impropio que le era encontrarse allí, los pocos momentos que estuvieron juntos fueron de lo más intranquilo de su vida. Tampoco parecía él estar más en sí; cuando hablaba, su acento no poseía nada de su calma habitual, y repetía sus preguntas sobre cuándo había dejado Lougbourn y sobre su estancia en el condado de Derby tantas veces y con tal apresuramiento, que a las claras delataba la agitación de su mente.
Al cabo, pareció que le faltaba qué decir; y tras permanecer algunos instantes sin pronunciar una palabra, reportóse de pronto y se despidió.
Los otros dos se juntaron con Isabel, elogiando el aspecto de Darcy; pero ella no oía nada y, por completo embebida en sus pensamientos, los siguió en silencio. Hallábase dominada por la vergüenza y la tristeza. ¡El haber ido ella allí era la cosa más desatinada y peor pensada del mundo! ¡Qué extraño tenía que parecerle! ¡Cómo habría de tomar eso un hombre tan vanidoso! Parecía que de intento se había ella atravesado en su camino. ¡Ah! ¿Por qué había venido?, o ¿por qué había venido él un día antes de lo que se le aguardaba? Si hubieran llegado sólo diez minutos antes se habrían visto fuera de su alcance, pues era patente que acababa de llegar en aquel momento, que en aquel instante bajaba de su caballo o de su coche. Se avergonzó una y otra vez de su desdichado encuentro. Y la conducta de él, tan notablemente cambiada, ¿qué podía significar? ¡Era sorprendente que todavía le hubiera hablado!; ¡mas hablarle con tanta cortesía, preguntarle por su familia! Jamás había notado tal sencillez en sus modales, nunca le había oído hablar con tanta gentileza como en este inesperado encuentro. ¡Qué contraste ofre- cía éste con la última vez que se le dirigiera, en el parque de Rosings, para poner en sus manos la carta! No sabía qué pensar ni cómo interpretar todo eso.
Entre tanto habían entrado en un hermoso paseo próximo al arroyo, y a cada paso se ofrecía o un más bello declive del terreno o una más preciosa vista de los bosques a que se aproximaban; pero transcurrió tiempo antes de que Isabel se percatara de algo de todo ello; y aunque respondía maquinalmente a las repetidas preguntas de sus tíos y parecía dirigir la mirada a los objetos a que se referían, no distinguía parte ninguna de la escena. Sus pensamientos estaban todos fijos en aquel sitio de la casa de Pemberley, cualquiera que fuese, donde entonces debía encontrarse Darcy. Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba por su mente, de qué modo pensaba de ella, y si a pesar de todo era aún querida por él. Acaso hubiera sido cortés tan sólo porque se sentía tranquilo; mas algo había en su voz que no delataba tranquilidad. No podía adivinar si él había sentido placer o pesar al verla; pero era bien cierto que la había visto con tranquilidad.
Mas al cabo las observaciones de sus acompañantes sobre su carencia de atención la sonrojaron y conoció la necesidad de parecer más en sí.
Penetraron en el bosque y, despidiéndose del arroyo por un rato, subieron a uno de los puntos más elevados, desde el cual, en los sitios donde lo separado de los árboles permitía extender la vista, se apreciaban muchos encantadores panoramas del valle, de las colinas opuestas, por las que se desparramaban largas series de árboles, y en ocasiones, de parte del arroyo. El señor Gardiner manifestó deseos de dar la vuelta al parque entero; pero temía que eso resultara más que paseo. Con sonrisa triunfal se les dijo que el parque tenía diez millas de circunferencia, y eso decidió la cuestión, siguiendo sólo la vuelta más acostumbrada; la cual, tras algún tiempo, condújoles de nuevo a una bajada, con árboles inclinados sobre el borde del agua en uno de sus puntos más estrechos. Cruzaron el arroyo sobre un puente sencillo y en armonía con el aspecto general de la escena. Era aquél un paraje menos adornado artificialmente que ninguno de los que habían visitado, donde el valle, aquí convertido en cañada, sólo proporcionaba espacio para el arroyo y para un estrecho paseo en medio del rústico soto que lo bordeaba. Isabel deseaba explorar sus sinuosidades; mas cuando hubieron cruzado el puente y notado la distancia que había hasta la casa, la señora de Gardiner, que no era amiga de caminar, no pudo pasar más lejos, y sólo pensó en volver al coche lo antes posible. Vióse, pues, su sobrina obligada a someterse, y emprendieron todos el camino hacia la casa por el lado opuesto del arroyo y en la dirección más corta; pero su andar era lento, pues el señor Gardiner era muy aficionado a pescar, aunque pocas veces pudiera satisfacer ese gusto, y se entretenía ahora mucho acechando la aparición de alguna tru- cha en el agua; y como hablaba sobre eso con el hombre, avanzaban con lentitud. Mientras caminaban a ese lento paso fueron de nuevo sorprendidos, y el asombro de Isabel fué tan grande como el de la vez anterior al percibir que Darcy se les aproximaba y estaba ya a corta distancia. Como el camino aquí no era tan oculto como el del otro lado pudieron verle a él antes de encontrárselo. Isabel, pues, aunque asombrada, hallábase más prevenida que antes para una conversación, y resolvió manifestar calma en su aspecto y en su lenguaje si realmente él intentaba salirles al encuentro. Por un instante creyó ella firmemente que Darcy se había lanzado por el otro sendero, y esa idea le duró mientras un recodo del camino le ocultaba la vista de aquél; mas pasado dicho recodo se encontró él ante ellos. A la primera mirada notó Isabel que Darcy no había perdido nada de su reciente cortesía, y para imitar su buena educación comenzó, en cuanto se juntaron, a admirar la hermosura del paisaje; mas no había llegado a las palabras «delicioso» y «encantador» cuando algún desdichado recuerdo se interpuso, imaginando Isabel que elogiar ella a Pemberley sería cosa mal interpretada. Cambió de color y no dijo más.
La señora de Gardiner venía algo atrás, y aprovechando Darcy el silencio de Isabel preguntóle si le haría el honor de presentarle a sus amigos. Ese fué un rasgo de cortesía para el cual no estaba preparada, y con dificultad pudo evitar una sonrisa al ver que él pretendía conocimiento de al- gunas de aquellas gentes mismas contra las cuales se revolviera su orgullo al ofrecerse a ella. «¿Cuál será su sorpresa—pensó—cuando sepa quiénes son? Ahora los toma por personas elegantes.»
Con todo, la presentación se hizo al punto; y al mencionar el parentesco, miró con rapidez a Darcy para ver cómo lo recibía, y no sin esperar que huyera tan pronto como pudiese de tan poco gratos compañeros. Que quedó sorprendido por aquella noticia se hizo evidente; soportóla no obstante con fortaleza, y en lugar de continuar adelante retrocedió con todos ellos, entrando en conversación con el señor Gardiner. Isabel no pudo menos de alegrarse y considerarse triunfante. Era consolador que él supiese que tenía algunos parientes de los que no era preciso avergonzarse. Escuchó muy atenta cuanto pasaba entre ellos, congratulándose de toda locución, de toda frase de su tío que denotara su inteligencia, su gusto y sus buenos modales.
La conversación recayó pronto sobre la pesca, y la joven oyó que Darcy invitaba a su tío a pescar allí siempre que quisiera mientras se encontrase en la próxima ciudad, ofreciéndose además a procurarle aparejos de pesca y señalándole los puntos del río donde de ordinario había más entretenimiento. La señora de Gardiner, que paseaba cogida del brazo de Isabel, la miraba con expresión de asombro. Isabel nada dijo, pero agradóle mucho todo eso; el cumplido tenía que ser de seguro por ella. Su asombro, con todo, era extraordinario, y sin cesar se repetía: «¿Por qué está tan cambiado? No puede ser por mí, no puede ser por causa mía el que sus modales se hayan dulficado tanto. Mis reproches de Hunsford no podían operar un cambio así. Es imposible que aun me ame.»
Después de pasear algún tiempo de esa guisa, las dos señoras delante y los dos caballeros detrás, al volver a emprender de nuevo el camino, tras un descenso al borde del arroyo, con objeto de contemplar mejor cierta curiosa planta acuática, se efectuó un trueque. Originólo la señora de Gardiner, quien, fatigada por el ejercicio del día, encontraba el brazo de Isabel inadecuado para sostenerla, y en consecuencia prefirió el de su marido. Darcy entonces se situó al lado de la sobrina y siguieron así su paseo.
Después de un corto silencio habló ella primero. Deseaba hacerle saber que se había cerciorado de su ausencia antes de llegar a ese sitio, y en armonía con esto, comenzó observando que su llegada había sido inesperada, porque su ama de llaves de usted—añadió— nos había informado de que no vendría usted aquí hasta mañana; y aun antes de salir de Bakewell entendimos que no se le esperaba a usted pronto en el país. El reconoció la verdad de todo eso y dijo que asuntos con su administrador habían motivado que se adelantara algunas horas al resto de la partida con que viajaba.
—Mañana temprano—prosiguió diciendo—se unirán todos conmigo, y entre ellos hay algunos que tienen títulos de relación con usted: el señor Bingley y sus hermanas.
Isabel contestó sólo con una ligera inclinación de cabeza. Su pensamiento voló al instante a la ocasión en que el nombre de Bingley había sido últimamente mencionado entre los dos, y, a juzgar por el aspecto de Darcy, su mente no debía estar ocupada de modo muy diverso.
—Figura también otra persona en la partida —continuó diciendo después de una pausa—que muy en particular desea ser conocida por usted. Me permitirá usted, o es pretender demasiado, presentarle a usted a mi hermana mientras están ustedes en Lambton?
La sorpresa por semejante demanda fué grande en verdad. Era excesivo para Isabel adivinar cómo aquélla pretendía eso; pero al punto comprendió que cualquier deseo de ser presentada a ella que abrigase la señorita de Darcy tenía que ser obra de su hermano, y por ende, sin que hubiese más que pensar en ello, resultaba cosa satisfactoria: era grato saber que el resentimiento no le había hecho a él pensar de veras mal de ella.
Siguieron paseando en silencio, profundamente embebidos ambos en sus pensamientos. Isabel no estaba tranquila, érale imposible, pero sí lisonjeada y complacida. El deseo de Darcy de presentarle a su hermana era atención de lo más subido. Pronto dejaron atrás a los otros, y cuando alcanzaron el coche, los señores de Gardiner quedaban a medio cuarto de milla detrás.
Invitóla entonces a pasar a la casa; pero Isabel confesó que no estaba cansada, y permanecieron juntos en la pradera. Durante semejante tiempo mucho pudieron haber dicho, y este silencio fué insigne torpeza. Al fin, recordó Isabel que había viajado, y habló de Matlock y Dovedale con efusión. El tiempo pasaba, su tía se movía con calma y su paciencia y sus ideas se consumían antes de acabarse el tête-à-tête. Llegados los señores de Gardiner, se los invitó a todos a entrar en la casa y tomar algún refrigerio; pero éste fué rehusado y se separaron con la mayor cortesía. Darcy acompañó a los señores al coche, y cuando éste partió, Isabel vió a aquél encaminarse despacio hacia la casa.
Entonces comenzaron las observaciones de sus tíos, declarando ambos a Darcy infinitamente superior a cuanto se podía esperar.
—Está perfectamente educado, es fino y sencillo—dijo el tío.
—Estoy convencida de que hay en él algo de orgullo continuó la tía—; pero limitado a su aire, y no le sienta mal. Puedo decir, con el ama de llaves, que aunque se le tilde de orgulloso, yo no he visto en él nada de eso.
—Jamás me he quedado más sorprendido que con su conducta con nosotros. Ha sido más que cortés, ha sido atento de verdad, y no tenía necesidad de semejante atención. Su relación con Isabel era muy ligera.
—Cierto, Isabelita—dijo la tía—, que no es tan guapo como Wickham, o mejor dicho, que no posee su figura; pero sus facciones son por completo perfectas. Mas ¿cómo hiciste para decirnos que era tan desagradable?
Isabel se disculpó lo mejor que supo: dijo que al encontrarle en Kent le había gustado más que con anterioridad, y que nunca le había hallado tan complaciente como en este día.
—Acaso sea algo caprichoso en su cortesía—dijo el tío. Vuestros grandes hombres lo son a menudo. Por eso no le tomaré la palabra en lo referente a la pesca, no sea que cambie de opinión otro día y me notifique que salga de la finca.
Isabel comprendió que habían confundido en absoluto su carácter, pero no dijo nada.
—De lo que hemos visto en él—continuó la señora de Gardiner— no habría pensado en verdad que se portara con nadie tan mal como lo ha hecho con Wickham: no tiene aspecto de desnaturalizado. Por el contrario, hay en su voz algo agradable cuando habla. Y también hay algo de dignidad en su porte que a nadie daría desfavorable idea de su corazón. Pero la buena mujer que nos enseñó la casa le atribuía carácter más ardiente. Apenas podía yo entonces evitar el reírme para mis adentros alguna vez. Mas será que es amo liberal, y a los ojos de una sirvienta eso comprende todas las virtudes.
Isabel se sintió con esto llamada a decir algo en defensa del proceder de Darcy con Wickham; y así, dióles a entender con el mayor miramiento que le fué posible que, por lo oído a los parientes de él en Kent, sus actos podían interpretarse de muy diferente modo, y que ni su carácter era tan malo ni el de Wickham tan bueno como se había creído en el condado de Hertford. En confirmación de lo dicho refirióle las particularidades de todas las transacciones pecuniarias en que habían tomado parte, sin mencionar la fuente de donde las tomaba, mas afirmando que eran tales como las dejaba referidas.
La señora de Gardiner quedó sorprendida e interesada con todo eso; mas como en aquel momento se iban acercando al teatro de sus pasados placeres, todas estas ideas cedieron al encanto de sus recuerdos, estando sobrado ocupada en señalar a su marido todos los interesantes puntos que les rodeaban, para pensar en otra cosa. Así que, aun fatigada como había quedado por el paseo del día, no bien hubieron comido, salieron de nuevo en busca de antiguas relaciones, y se pasó la velada entre las satisfacciones de un trato renovado tras muchos años de interrupción.
Los acontecimientos del día habían sido demasiado interesantes para permitir a Isabel mucha atención a ninguno de esos nuevos amigos, y no pudo sino pensar con asombro en la amabilidad de Darcy, y más aún en el deseo de éste de que conociera a su hermana.
Capítulo 44
Isabel había calculado que Darcy llevaría a su hermana a visitarla al día siguiente de llegada, y, en consecuencia, había resuelto no perder de vista la fonda en toda aquella mañana. Pero su cálculo resultó equivocado, pues sus visitantes vinieron el mismo día que llegaron a Pemberley. Habían los de Gardiner e Isabel paseado por la población con algunos de los nuevos amigos, y regresaban en aquel momento a la fonda para vestirse e ir a comer con los mismos, cuando el ruido de un carruaje les hizo asomarse a la ventana, viendo a un caballero y a una señorita en un cabriolé que subía por la calle. Isabel, reconociendo al instante la librea, adivinó lo que eso significaba y proporcionó no escasa sorpresa a sus parientes haciéndoles sabedores del honor que esperaba. Su tío y su tía eran todo asombro, y el embarazo en el modo de hablar de ella, unido al hecho mismo y a muchas de las circunstancias del día anterior, les hizo concebir nueva idea del asunto. Nada lo había dado a entender antes; mas ahora convinieron en que no había otro medio de explicarse esas atenciones por parte de él sino suponer cierto interés por su sobrina. Mientras acudían a sus mentes esas nuevas ideas la perturbación de los sentimientos de Isabel aumentaba por momentos. Admirábase por completo de su propia inquietud; pero, entre otras causas de desasosiego, temía ahora que la parcialidad del hermano hubiera hablado a la señorita de Darcy demasiado en su favor, y deseosa más que de ordinario de agradar, creía que no le iba a ser dado el conseguirlo.

Retiróse de la ventana, temerosa de ser vista; y mientras paseaba de arriba abajo por la estancia, tratando de calmarse, percibió tales miradas de interrogación de sus tíos, que todavía se empeoró la cosa.
Entraron Darcy y su hermana y efectuóse tan interesante presentación. Con asombro notó Isabel que su nueva conocida estaba tan azorada por lo menos como ella misma. Desde su llegada a Lambton había oído que la señorita de Darcy era en extremo orgullosa; pero la observación de muy poccs minutos le convenció de que era sólo tímida con exceso. Le fué difícil obtener de ella más que monosílabos.
La señorita de Darcy era más alta que Isabel, y aun sin tener sino diez y seis años, su figura estaba ya desarrollada y su aspecto era femenil y gracioso. Era menos guapa que su hermano; pero había en su rostro inteligencia y buen carácter, y sus modales eran en absoluto sencillos y gratos. Isabel, que había creído encontrarla observadora tan perspicaz y constante como había sido siempre Darcy, se reconoció muy aliviada al observar la diferencia de modo de ser.
Poco tiempo llevaban juntos cuando Darcy dijo a Isabel que Bingley venía a visitarla, y apenas había tenido ella tiempo para expresar su satisfacción y prepararse para visita semejante, cuando oyeron los precipitados pasos de Bingley en la escalera, y al momento penetró en la habitación. Toda la cólera de Isabel contra el mismo había desaparecido hacía tiempo; pero de haber sentido todavía alguna, con dificultad habría podido resistir a la franca cordialidad con que se le expresó él al volver a hallarse en su presencia. En amigable modo, aunque en general, preguntóle por su familia, y se condujo y habló con igual buen humor que el gastado por él de costumbre.
Para los señores de Gardiner era Bingley poco menos interesante personaje que para Isabel. Tiempo hacía que deseaban conocerle. En realidad, todos los presentes les inspiraban la más viva atención. Las sospechas que acababan de concebir sobre Darcy y su sobrina los forzaron a dirigir su observación hacia ambos con examen detenido, aunque cauto; y pronto surgió de éste la absoluta convicción de que uno de ellos al menos estaba enamorado. De los sentimientos de ella quedaron algo en duda; pero que el caballero rebosaba admiración era suficientemente patente.
Isabel, por su parte, tenía mucho que hacer. Debía adivinar los sentimientos de cada uno de sus visitantes; debía también contener los suyos propios y hacerse a todos grata. Bien es verdad que en cuanto a lo último, aun temiendo mucho errar, estaba muy segura del éxito, porque aquellos a quienes trataba de complacer se hallaban predispuestos a su favor. Bingley estaba dispuesto a quedar complacido; Georgiana, pronta, y Darcy, resuelto.

Al ver a Bingley, los pensamientos de Isabel volaron, como es natural, a su hermana; y ¡oh, con cuánto ardor se dió a penetrar si alguno de los de aquél se dirigían a lo mismo! A veces imaginaba que él hablaba menos que en ocasiones anteriores, y una o dos veces se complació con la idea de que al mirarla trataba él de desentrañar un parecido. Mas, aun siendo todo eso imaginaciones, no podía equivocarse en cuanto a la conducta observada por él con la señorita de Darcy, que fuera presentada como rival de Juana. Ni una mirada se vió por ningún lado que pudiera justificar las esperanzas de la hermana de él; en cuanto a eso, en breve quedó satisfecha; y aun ocurrieron dos o tres menudas circunstancias antes de que se marchasen que, a su ansiosa interpretación, denotaban por parte de Bingley recuerdo de Juana no exento de ternura y deseo de decir algo más, que hubiese podido conducir a mencionarla si se hubiera atrevido. Manifestóle él en un rato en que los demás conversaban, y en tono que revelaba algo de verdadero pesar, que hacía mucho que no tenía el gusto de verla»; y antes de poder ella responder añadió: «Hace cerca de ocho meses. No nos hemos visto desde el veintiséis de noviembre, cuando todos juntos bailamos en Netherfield.»
Isabel se regocijó de hallarlo tan exacto de memoria, y él, después, cuando los demás no se fijaban, tuvo ocasión de preguntarle si todas sus hermanas estaban en Longbourn. No eran de monta ni la pregunta ni el recuerdo precedente; pero se acompañaron de unas miradas y unos ademanes que les prestaron significación.
No podía Isabel a menudo volver la vista a Darcy; pero siempre que pudo lanzar una mirada notó en él expresión de complacencia general, y en todo cuanto él dijo percibió un acento tan distante de la altanería o del desdén para sus compañeros que vino a convencerla de que la mejora de su modo de ser, de que fuera testigo el día anterior, había continuado por lo menos en el siguiente. Al verle así solicitando el trato y procurándose la buena opinión de gentes cuya conversación unos meses antes habría sido para él una desgracia; al encontrarlo tan cortés nc sólo con ella, sino con los mismos parientes que abiertamente había menospreciado, y recordar a la par la última escena habida con él en la abadía de Hunsford, la diferencia, el cambio que notaba era tan grande y con tal fuerza hería su mente, que a duras penas pudo impedir el hacer visible su asombro. Nunca, ni aun en compañía de sus amigos de Netherfield o de sus encopetadas parientas de Rosings, lo había hallado tan ansioso de agradar, tan ajeno a darse importancia ni a mostrarse reservado como lo estaba ahora, aun sin poder tener importancia el buen éxito de su esfuerzo, y por más que el trato de aquellos a quienes dirigía sus atenciones habría sido censurado y hasta ridiculizado así por las señoras de Netherfield como por las de Rosings.
Los visitantes permanecieron allí alrededor de media hora, y cuando se levantaron para despedirse, Darcy invitó a su hermana a unírsele para expresar su deseo de tener a comer en Pemberley a los señores de Gardiner y a la señorita de Bennet antes de que abandonasen la comarca. La señorita de Darcy, aunque con temor que denotaba su escaso hábito de invitar, obedeció al punto. La señora de Gardiner miró a su sobrina, deseosa de adivinar si ésta, a quien se dedicaba la invitación, se sentía dispuesta a aceptarla; pero Isabel había vuelto la cabeza. Presumiendo, con todo, que su estudiada evasiva significaba más bien momentáneo embarazo que disgusto por la proposición, y viendo a su marido, a quien agradaba la sociedad, deseoso de acceder, se arriesgó a aceptar el obsequio, que se fijó para el día siguiente al inmediato.
Bingley manifestó gran contento con esa seguridad de volver a ver a Isabel por tenerle aún que decir muchas cosas y hacerle muchas preguntas sobre todos los amigos del condado de Hertford. Ella, interpretando eso como deseo de oírle hablar de su hermana, se quedó gozosa; y por semejante hecho y por algunos otros, cuando las visitas se fueron se sintió capaz de recordar la última media hora con alguna satisfacción, aunque mientras durara, el placer obtenido fuera escaso. Ansiosa de verse sola y temerosa de las preguntas o imaginaciones de sus tíos, se quedó con ellos sólo lo suficiente para escuchar la favorable opinión de los mismos sobre Bingley, y se apresuró a ir a vestirse.
Mas no tenía razón en temer la curiosidad de los señores de Gardiner; no era deseo de éstos obligarle a hablar. Era evidente que estaba mucho mejor relacionada con Darcy de lo que ellos antes creían; éralo que él se hallaba muy enamorado de ella. Habían visto mucho para interesarse en el asunto, pero nada que justificase la averiguación.
Era preciso ahora pensar bien de Darcy, y en cuanto a lo que el conocimiento directo de ellos alcanzaba, no se podía encontrar la menor falta en él. No les era dado permanecer indiferentes a su cortesía, y si hubieran de haber dibujado su carácter por lo que ellos mismos sentían y por los informes de su sirvienta, prescindiendo de todo lo demás, el círculo del condado de Hertford en que se le conocía no habría conocido a Darcy en ese dibujo. Inclinábanse a creer ahora al ama de llaves, y pronto concedieron ambos que el testimonio de una sirvienta que le conocía desde los cuatro años, y cuyo propio modo de ser indicaba respetabilidad, no era para ser rechazado de buenas a primeras. Por otra parte, en las noticias de sus amigos de Lambton no había nada capaz en puridad de aminorar el peso de aquel testimonio. No tenían que acusarle sino de orgullo; y orgullo acaso lo tuviese, y si no, habíasele de imputar por los habitantes de una localidad pequeña a quienes no visitaba la familia.
Mas reconocíasele como hombre liberal y que hacía mucho por los pobres.
Respecto a Wickham, los viajeros vieron pronto que no era tenido allí en mucha estima, pues aunque lo más substancial de sus relaciones con el hijo de su amo se conocía imperfectamente, bien notorio era en cambio el hecho de que al salir del condado de Derby había dejado tras de sí muchas deudas, las cuales satisfizo después Darcy.
En cuanto a Isabel, sus pensamientos estuvieron en Pemberley esta noche más aún que la pasada; y aunque mientras transcurría la misma pareció larga, no lo fué lo bastante para interpretar sus sentimientos hacia uno de los habitadores de aquella mansión; y permaneció echada, pero despierta, dos horas enteras tratando de concretar aquéllos. Cierto que no le odíaba. No, el odio se había desvanecido hacía mucho tiempo, y casi durante todo él se había avergonzado de haber experimentado contra esa persona disgusto alguno que pudiera recibir dicho nombre. El respeto debido a la convicción en sus valiosas cualidades, aunque admitido al comienzo contra su voluntad, hacía no poco que cesara de repugnar a sus sentimientos, subiendo de punto, hasta llegar a tornarse amistoso, con un testimonio tan alto en su favor como el que oyera y con las amigables disposiciones que él había dado a conocer el día anterior. Pero sobre todo eso, sobre el respeto y la estimación, había en ella otro motivo de benevolencia que no podía pasarse por alto. Era la gratitud; gratitud no sólo por haberla amado, sino por amarla todavía lo bastante para olvidar toda la petulancia y acrimonia de su manera de rechazarle y todas las injustas acusaciones que acompañaron a su repulsa. El que debía considerarla—y de eso estaba ella persuadida—como su mayor enemigo parecía en este encuentro casual muy ansioso de conservar su relación, y sin ninguna muestra de interés falta de delicadeza y sin ninguna singularidad de traza, en asunto en que sólo los dos estaban interesados, solicitaba la buena opinión de sus amigos y se decidía a hacerla conocida de su hermana. Semejante cambio en un hombre de tanto orgullo no sólo excitaba asombro, sino gratitud, pues al amor, a un amor ardiente había que atribuirlo. Por eso la impresión que le producía era para alentarla; muy opuesta al desagrado, aunque no se pudiera definir con exactitud. Le respetaba, le estimaba, le estaba agradecida, sentía vivo interés por su felicidad, y sólo le faltaba saber hasta qué punto deseaba ella misma que esa felicidad dependiera de ella y hasta cuál redundaría en dicha de ambos que emplease el poder, que su imaginación le presentaba aún como suyo, de arrastrar a él a renovar su proposición.
Se había convenido por la tarde entre la tía y la sobrina que una atención tan sorprendente como la de venir a verlos la señorita de Darcy el mismo día de su llegada a Pemberley—pues a este punto había llegado a la hora de almorzar, y tarde—debía ser imitada, aunque no pudiera hacerse con igualdad, con algún exceso de cortesía por su parte; y en consecuencia, que sería sumamente acertado visitarla en Pemberley a la mañana siguiente. Estaban, pues, en ir. Isabel encontrábase contenta, aunque cuando se preguntaba a sí misma por qué, tenía muy poco que contestarse.
El señor Gardiner las dejó en cuanto almorzó. El proyecto de la pesca había sido renovado el día antes y se le había asegurado que encontraría para ella a mediodía a alguno de los caballeros en Pemberley.
Capítulo 45
Estando convencida Isabel ahora de que la antipatía de la señorita de Bingley se había originado de los celos, no podía dejar de comprender cuán funesto tenía que ser para la misma su aparición en Pemberley, y estaba curiosa de saber con qué grado de cortesía por parte de dicha señorita iba a renovar aquel día su relación con ella.
En cuanto llegaron a la casa y atravesaron el vestíbulo entraron en el salón, cuya orientación al Norte hacíalo delicioso para el estío. Sus ventanas, abiertas de par en par, brindaban una muy refrigerante vista de las altas colinas, pobladas de bosque, posteriores a la casa, y de los hermosos robles y castaños de España esparcidos sobre la pradera que entre aquéllos y la casa se extendía.

En dicho departamento fueron recibidos por la señorita de Darcy, que allí esperaba sentada con la señora de Hurst, la señorita de Bingley y la señora con quien vivía en Londres. Su recibimiento por Georgiana fuémuy cortés; pero acompañado de todo aquel embarazo que, aun procediendo de timidez y miedo a errar, había imbuído la creencia de que era orgullosa y reservada a los que le eran inferiores; mas la señora de Gardiner y su sobrina le hicieron justicia y la compadecieron.
Por parte de la señora de Hurst y de la señorita de Bingley recibieron sólo una cortesía, y al sentarse, un silencio terrible, como tienen que ser todos ellos, siguió por unos momentos. Fué interrumpido primeramente por la señora Annesley, gentil y agradable señora, cuya tentativa para introducir cierta especie de conversación mostróla como más de veras bien educada que ninguna de las otras, y entre ella y la señora de Gardiner, con la ayuda en ocasiones de Isabel, fué continuando la charla. La señorita de Darcy parecía desear poseer ánimo suficiente para tomar parte en ella, y de vez en cuando se aventuraba a alguna corta frase cuando menos peligro había de ser oída.
Isabel conoció pronto que estaba vigilada con rigor por la señorita de Bingley y que no le era dado hablar una palabra, y en especial con la señorita de Darcy, sin llamar su atención. Semejante observación no le habría no obstante impedido hablar con la última si no hubieran estado situadas ambas a inconveniente distancia; mas no le entristeció el verse libre de hablar mucho; sus pensamientos los empleaba en sí misma. Deseaba y temía a la vez que el dueño de la casa se viese entre ellas, y apenas podía determinar si era más lo que lo deseaba que lo que lo temía. Tras de permanecer de ese modo un cuarto de hora, sin oír la voz de la señorita de Bingley, Isabel se sonrojó al recibir de la misma una fría pregunta sobre la salud de su familia. Contestó con igual indiferencia y con brevedad, y la otra no prosiguió.
La primera variedad que ofreció la visita fué producida por la entrada de criados con carne fría, pasteles y diversas de las mejores frutas de la estación; mas eso no aconteció hasta después de muchas miradas significativas dirigidas por la señora Annesley a la señorita de Darcy para recordarle sus deberes. Ello proporcionó nueva ocupación a toda la partida, pues si no todas podrían hablar, a todas era posible comer, y las hermosas pirámides de uvas, abridores y melocotones las congregaron pronto alrededor de la mesa.
Mientras se ocupaban en eso, Isabel halló vagar para decidir si temía o deseaba más la aparición de Darcy, en vista de los sentimientos que habían de prevalecer en ella cuando entrase en la estancia; y aunque un instante antes había creído que los deseos predominaban, entonces empezó a sentir que llegase.
El había pasado algún tiempo con el señor Gardiner, quien, con otros dos o tres caballeros, se entretenía a la sazón en el río, y le había abandonado sólo al saber que las damas de su familia proyectaban visitar a Georgiana aquella mañana misma. No bien apareció, cuando Isabel resolvió, con cordura, mostrarse por completo natural; resolución muy necesaria de tomar, pero acaso no tan fácil de cumplir, ya que conocía que despertaban ambos sospechas en toda la reunión, sin que hubiese un ojo que no vigilara el proceder de él a su ingreso. En ningún rostro se marcaba esa curiosidad con tanta fuerza como en el de la señorita de Bingley, a pesar de las sonrisas que de él brotaban al hablar a cualquiera; pero los celos no la habían desesperado y de ningún modo habían cesado sus atenciones a Darcy. La señorita de Darcy, al entrar su hermano esforzóse mucho más en hablar, e Isabel conoció que él estaba ansioso de que su hermana y ella intimasen, para lo cual favorecía toda tentativa de conversación por ambos lados. La señorita de Bingley veía eso del mismo modo, y, con la imprudencia propia de su ira, aprovechó la primera oportunidad para decir con burlona finura:
—Haga usted el favor de decirme, señorita Isabel, la milicia del condado, ¿ha sido sacada de Meryton? Ha debido, de ser una gran pérdida para su familia de usted.
En presencia de Darcy no se atrevió a mentar el nombre de Wickham; pero Isabel al punto adivinó que ése era el nombre que culminaba en su pensamiento, y los variadísimos recuerdos que le suscitaba proporcionáronle un momento de aflicción; mas sobreponiéndose con entereza para repeler tan desnaturalizado ataque, respondió a la pregunta en tono pasaderamente despreocupado. Al hacerlo, una mirada involuntaria le mostró a Darcy con el color encendido, mirándola con atención, y a su hermana por completo confusa e incapaz de levantar la vista. Si la señorita de Bingley hubiera sabido cuánto apenaba a su amado amigo habríase, a no dudar, refrenado con esa señal; mas había tratado sólo de descomponer a Isabel trayendo a colación la idea de un hombre por quien creía interesada a ella, para que revelara alguna impresión que le dañara a los ojos de Darcy y que acaso también hubiera de recordar a éste todos los absurdos y locuras por los cuales la familia de Isabel se relacionaba con aquel Cuerpo. Ni una palabra había ella alcanzado relativa al proyecto de fuga de la señorita de Darcy; no había sido éste revelado a criatura alguna que pudiera tenerlo secreto, fuera de Isabel, y Darcy ansiaba ocultarlo en especial a todos los parientes de Bingley por aquel mismo deseo, que Isabel le atribuyera desde larga fecha, de que llegase a emparentar con aquéllos. Había en efecto formado semejante plan, y sin que éste hubiera sido la causa de pretender separar a su amigo de la señorita de Bennet, es posible que se sumara a su vivo interés por la felicidad de aquél.
Pero el proceder de Isabel apaciguó su emoción; y como la señorita de Bingley, irritada y disgustada, no osara tratar más de nada que se refiriese a Wickham, Georgiana se reportó con el tiempo, aunque no lo suficiente para poder hablar en adelante. Su hermano, cuyas miradas temía ella encontrar, apenas conservó interés por el asunto, y la misma circunstancia que fuera mencionada para apartar su pensamiento de Isabel pareció fijarlo más y con mayor entusiasmo en ésta.
La visita no se prolongó mucho tras la pregunta y contestación referidas, y mientras Darcy los acompañaba al coche, la señorita de Bingley desahogó sus sentimientos criticando la persona, conducta y vestido de Isabel. Pero Georgiana no le hizo caso. La recomendación de su hermano era suficiente para asegurar su beneplácito; el juicio de él no podía errar, y había hablado de Isabel en tales términos que dejaron a Georgiana imposibilitada de encontrarla de otra manera que amable y atrayente. Cuando Darcy retornó al salón la señorita de Bingley no pudo menos de repetirle algo de lo dicho a su hermana.
—¡Qué mal resultaba Isabel Bennet, señor Darcy! —exclamó—, Jamás he visto a nadie tan cambiado como lo está ella desde el invierno. ¡Hase vuelto tan morena y basta! Luisa y yo conveníamos en que no la habríamos reconocido.
Aunque a Darcy gustara poco esa salida, contúvose, y contestó con frialdad que no notaba otra variación sino la de hallarse tostada del sol, cosa poco extraordinaria viajando en verano.
—Por mi parte—prosiguió aquélla—he de confesar que nunca he visto en ella hermosura. Su rostro es demasiado delgado, su color carece de brillantez y sus facciones no son en absoluto nada bonitas; a su nariz le falta carácter, sin haber nada de notable en sus líneas; sus dientes son pasaderos, pero no extraordinarios, y en cuanto a los ojos, que a veces se han calificado de hermosos, nada he notado en los mismos de particular; tienen un mirar regañón, que de ningún modo me gusta; y en su aire en general, en fin, hay tales pretensiones y tal ausencia de buen tono que se hace intolerable.
Persuadida como estaba la señorita de Bingley de que Darcy admiraba a Isabel, no era ése en verdad el sistema mejor para recomendarse a sí propia; mas la gente irritada no siempre es cuerda, y con que pareciese a la postre algo picado conseguía ella el éxito que anhelaba. Mas él continuaba resueltamente callado, y determinada a hacerle hablar, prosiguió así:
—Recuerdo que la primera vez que la encontramos en el condado de Hertford quedamos sorprendidos de que se la tuviera por señalada belleza; y recuerdo en particular que usted dijo una noche, después de que ella comiera en Netherfield: «¡Ella una hermosura! Lo mismo se podría llamar a su madre un ingenio. Pero después pareció mejorar a sus ojos de usted, y creo que ahora más bien la tiene usted por bonita.
—Sí—replicó Darcy, que no pudo contenerse más—; mas eso fué sólo cuando principié a conocerla; porque hace muchos meses ya que la considero como una de las más bellas mujeres que conozco.
Partió dicho eso, y la señorita de Bingley se quedó con toda la satisfacción de haberle obligado a decir lo que no apenaba sino a ella misma.
La señora de Gardiner e Isabel hablaron, mientras regresaban, de cuanto había ocurrido durante su visita, menos de lo que interesaba a las dos. Fueron discutidos el aspecto y el proceder de cada cual de los que vieron, excepto los de la persona que más les había ocupado la atención. Hablaron de su hermana, de sus amigos, de su casa, de sus frutas…, de todo menos de él mismo, aunque Isabel ansiara conocer lo que de él pensaba la señora de Gardiner, y por más que ésta se habría alegrado mucho de que su sobrina entrara en materia.
Capítulo 46
Isabel había quedado muy disgustada por no hallar carta de Juana a su primera llegada a Lambton, y ese disgusto habíase renovado cada una de las mañanas que hasta entonces había pasado allí; pero a la tercera de éstas su pena desapareció y su hermana quedó a la par justificada por recibir aquélla dos cartas de ésta a la par, en una de las cuales se indicaba haberse extraviado en determinado punto, lo que no sorprendió a Isabel, pues Juana había escrito en la misma la dirección notablemente mal.
Disponíase a ir a paseo en el preciso momento en que arribaron ambas cartas; y para dejarla disfrutarlas con tranquilidad, sus tíos se marcharon solos. Era lógico atender primero a la extraviada, la cual estaba escrita hacía cinco días. El comienzo contenía una relación de sus pequeñas tertulias e invitaciones, con las noticias que el campo permitía; pero la última mitad, fechada un día después y escrita con evidente agitación, daba más importantes noticias. Era de esta suerte:

«Después de escrito lo anterior, carísima Isabel, ha ocurrido algo de lo más serio e inesperado; pero tengo miedo de alarmarte; ten por entendido que todos estamos bien. Lo que he de decirte se refiere a la pobre Lydia. La última noche, a las once, precisamente cuando nos íbamos a acostar, llegó un propio enviado por el coronel Forster para informamos de que aquélla se había escapado a Escocia con uno de los oficiales del mismo; ¡para decir la verdad, con Wickham! Imagina nuestra sorpresa. Con todo, a Catalina no pareció la cosa del todo inesperada. Estoy muy triste. ¡Imprudencia tal por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor, y que su carácter no haya sido bien comprendido. Por ligero e indiscreto puédolo tener con facilidad; pero este paso—y alegrémonos de ello—no le pinta como de mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, pues has de saber que nuestro padre nada puede dar a ella. Nuestra pobre madre está tristemente apenada; nuestro padre lo soporta mejor. ¡Cuántas gracias doy de no haberle hecho conocer a ella lo que se ha dicho contra él! Nosotras mismas debémoslo olvidar. Se supone que se marcharon el sábado a las doce próximamente, pero no se les echó en falta hasta ayer a las ocho de la mañana. Entonces vino en derechura el propio. Querida Isabel, han tenido que pasar a menos de diez millas de vosotros. El coronel Forster dice que le esperemos en breve aquí. Lydia dejó escritas algunas líneas para su mujer informándole de sus intenciones. Tengo que acabar, pues no puedo alargarme por causa de mi pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, y apenas sé lo que he puesto.»
Sin darse tiempo a meditar, y sabiendo escasa- mente lo que sentía al acabar esta carta, cogió Isabel la otra, y abriéndola con la mayor impaciencia leyó lo que sigue, escrito un día después de concluída la primera:
«A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Deseo que la presente sea más inteligible; pero, aun disponiendo de tiempo, mi cabeza está tan extraviada que no puedo ser coherente. Queridísima Isabel, apenas sé si escribir; pero tengo malas noticias para ti y no puedo dilatarlas. Por más imprudente que pueda ser el casamiento de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de que se nos asegure haberse verificado, pues hay sobradas razones para temer que no se hayan ido a Escocia. El coronel Forster vino ayer, habiendo dejado Brighton el día anterior no muchas horas después que el propio. Aunque la breve carta de Lydia a la señora F. daba a entender que iban a Gretna Green, Denny dijo saber algo sobre eso, y expresó su creencia de que W. jamás pensó en ir allí ni en casarse con Lydia de ningún modo, y habiéndoselo contado al coronel Forster, alarmóse y salió al punto de B. con idea de seguir el camino de aquéllos. Siguió en efecto su rastro con facilidad hasta Clapham; pero no más adelante, porque al llegar ellos a dicho punto se habían mudado a un coche ordinario despidiendo la silla de postas que los llevara desde Epson. Todo lo posterior que se sabe es que se les vió seguir el camino de Londres. No sé qué pensar. Tras de hacer todas las investigaciones posibles por allí, el coronel F. vino al condado de Hertford, renovándolas ansioso en todos los portazgos y hosterías de Bonnet y Hatfield, pero sin ningún éxito; no se había visto por allí a tales personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn y manifestó sus recelos del modo que más puede enaltecer su corazón. Estoy apenada de veras por él y por la señora de F., y nadie los podrá censurar. Nuestra aflicción, querida Isabel, es muy grande. Mi padre y mi madre esperan lo peor; pero yo no puedo pensar tan mal de él. Muchas circunstancias pueden haber hecho más elegible para ellos el casarse privadamente en la capital que seguir su plan primitivo; y aun si él pudiera haber formado semejante designio contra una joven con familia, como Lydia, ¿he de suponer a ésta tan perdida como todo eso? ¡Imposible! Me apena, con todo, ver que el coronel F. no se ve dispuesto a confiar en el matrimonio: sacudió la cabeza cuando yo manifesté mis esperanzas, diciendo que temía que W. no fuese de fiar. Mi pobre madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. Si pudiera esforzarse sería mejor; mas no hay que esperarlo. En cuanto a mi padre, jamás lo he visto tan afectado. La pobre Catalina está pesarosa de haber ocultado el afecto de aquéllos; pero hay que maravillarse de que una cosa así fuera objeto de confidencias. De veras me alegro, queridísima Isabel, de que te hayas ahorrado algo de estas dolorosas escenas; pero ahora que el primer golpe ha pasado, ¿confesaré que anhelo tu regreso? No soy egoísta, sin embargo, hasta el extremo de instarte si hay inconvenientes. Adiós. Tomo de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no haría; pero las circunstancias son tales que no puedo evitar el suplicarte vivamente que vengas aquí lo antes posible. Conozco tan bien a mis queridos tío y tía que no temo pedírselo, y aun tengo algo más que pedir al primero. Mi padre se ha ido al punto a Londres con el coronel Forster para ver de hallar a los prófugos. Desconozco en absoluto lo que piensa hacer; pero su excesiva pena no le permitirá tomar las medidas que sean mejores y más expeditas, y el coronel Forster está obligado a encontrarse en
Brighton mañana por la noche. En tal situación, los consejos y la asistencia de mi tío serian lo mejor del mundo. El comprenderá al instante que tengo que sentir, y cuento con su bondad.»
—¡Oh! ¿Dónde está mi tío?—exclamó Isabel lanzándose de la silla en cuanto acabó la carta, ansiosa de seguirle sin perder un momento de tiempo tan precioso; pero cuando llegó a la puerta abría ésta un criado y entraba Darcy. El semblante pálido y los modales impetuosos de ella hiciéronle detenerse, y antes de poderse reportar lo suficiente para hablar, ella, en cuya mente todo pensamiento estaba ocupado en la situación de Lydia, exclamó ansiosa:
—Perdone usted, pero tengo que dejarle; necesito hablar al punto con el señor Gardiner por un asunto que no puede dilatarse; no puedo perder un instante.
—¡Dios mío!, ¿de qué se trata?—exclamó él con más sentimiento que cortesía; y después, reponiéndose, dijo: —No quiero detenerla a usted un minuto; pero permítame usted a mí, o mande un criado, que vaya tras los señores de Gardiner. Usted no está lo suficiente bien; usted misma no puede ir.
Isabel dudó; pero sus rodillas temblaron, y conoció cuán poco ganaría con que tratase de alcanzarlos. Por consiguiente, llamando al criado, encargóle que trajera sin dilación a sus amos, aunque dando la orden con voz tan sin aliento que resultaba ininteligible.
Al abandonar el criado la estancia sentóse ella, incapaz de sostenerse, y pareciendo hallarse tan mala que fué imposible a Darcy dejarla sin contenerse de decir en tono amigable y compasivo:
—Permítame usted llamar a su doncella. ¿No hay nada que pueda usted tomar para aliviarse? ¿Un vaso de vino? Voy a traerlo. Usted está mala de veras.
—No, gracias—replicó ella tratando de serenarse—. No se trata de nada mío. Estoy por completo bien. Estoy sólo desconsolada por una horrible noticia que acabo de recibir de Longbourn.
Estalló en lágrimas al decir esto, y durante algunos minutos no pudo hablar más. Darcy, tristemente suspenso, pudo sólo decir algunas vaguedades sobre su interés y observarla en compasivo silencio. Al fin habló ella de nuevo.

—Acabo de tener carta de Juana con noticias horribles, que no pueden ocultarse a nadie. Mi hermana menor ha abandonado a todos los suyos, se ha fugado, se ha entregado a… Wickham. Juntos se han marchado de Brighton. Usted conoce a él sobrado bien para dudar de lo demás. Ella no tiene dinero, no tiene relaciones, nada que pueda tentar a él… Está perdida para siempre.
Darcy se quedó quieto de estupor.
—¡Cuando pienso—añadió ella con voz muy agitada—que yo podía haber evitado eso!; ¡yo, que sabía lo que era él! ¡Si hubiera explicado sólo parte de ello, algo de lo que aprendí, a mi familia! Si su modo de ser hubiera sido conocido no habría ocurrido lo que ha ocurrido. Pero ahora, para todo, para todo es tarde.
—Estoy de veras apenado—exclamó Darcy—; apenado y espantado. Pero ¿es seguro?, ¿es por completo seguro?
—¡Oh!, sí. Se fueron de Brighton el domingo por la noche y se les han seguido las huellas hasta cerca de Londres, pero no más allá; seguro que no han ido a Escocia.
—Y ¿qué se ha hecho, qué se ha hecho para encontrarlos?
—Mi padre se ha ido a Londres, y Juana escribe solicitando la inmediata ayuda de mi tío; espero que nos marcharemos dentro de media hora. Mas no cabe hacer nada. ¿Es él hombre para dejarse manejar? ¿Cómo siquiera descubrirlos? No abrigo la menor esperanza. Es horrible por todos lados.
Darcy movió su cabeza en silencio.
—¡Oh! ¡Si cuando se me abrieron los ojos y vi su verdadero carácter hubiera conocido lo que debía, lo que me habría atrevido a hacer! Pero no lo supe; temí cometer un exceso. ¡Desdichado, desdichado error!
Darcy no contestó. Apenas parecía escucharla, paseando de un lado a otro de la habitación en la meditación más absorta, con las cejas contraídas y el aire sombrío. Observólo Isabel y al instante interpretó todo eso. Su poder para con él se hundía, todo tenía que hundirse ante prueba tal de la debilidad de su familia, ante certeza tal de la más profunda desgracia. No podía ni admirarse de eso ni condenarlo; mas la creencia de haber sido conquistada por él no aportó ningún consuelo a su pecho ni ningún paliativo a su pesar. Al contrario, aquello parecía calculado exactamente para que ella comprendiese sus propios deseos, y jamás había sentido tan castamente que podía haberle amado como ahora, cuando todo amor tenía que ser en vano.
Pero aun esa misma consideración, aunque pudo darse, no pudo absorberla. Lydia, la humillación, la desgracia que a todos había acarreado, reclamaron al punto su atención, y cubriendo su rostro con un pañuelo, desapareció Isabel pronto para todo lo demás; y después de un silencio de varios minutos sólo recobró la conciencia de su situación por la voz de su compañero, quien, de manera que, aun descubriendo compasión, delataba a la par reserva, le dijo:
—Temo que hace tiempo desee usted mi ausencia, y nada me es dado alegar como excusa de mi permanencia aquí, fuera de un verdadero aunque inútil interés. ¡Quiera el Cielo que pueda yo decir o hacer por mi parte algo que proporcione consuelo en semejante desgracia! Mas no quiero atormentar a usted con deseos que parecerían pretender de propósito el agradecimiento de usted. Temo que este infortunado asunto haya de privar a mi hermana del gusto de ver a usted hoy en Pemberley.
—¡Oh, sí!; tenga usted la bondad de excusarnos con la señorita de Darcy. Dígale usted que asuntos urgentes nos llaman a casa sin demora. Oculte usted la triste verdad cuanto sea posible. Sé que no podrá ser mucho.
El le ofreció al punto seguridades de su secreto, expresó de nuevo su pena por la desgracia, deseóle más feliz remate del asunto del que razonablemente podía esperarse entonces, y encargándole que saludara a sus parientes, con sólo una seria mirada de despedida se marchó.
Cuando abandonó la habitación, Isabel comprendió cuán poco probable era que se viesen de nuevo de aquel modo cordial que había caracterizado sus encuentros en el condado de Derby; y al lanzar una ojeada retrospectiva sobre la totalidad de su relación con él, tan llena de contradicciones y variaciones, conoció lo perverso de unos sentimientos que ahora habrían promovido la continuación de la misma y antes le habrían regocijado con su terminación.
Si la gratitud y la estimación son buenas bases del afecto, el cambio de sentimientos de Isabel no parecerá ni improbable ni equivocado. Mas si es de otra suerte, si el interés que brota de fuentes tales no es razonable o natural en cotejo con el tantas veces descrito como nacido de un primer coloquio con su objeto y aun antes de haber cambiado con él dos palabras, nada podrá decirse en abono de aquélla sino que había ensayado el antiguo procedimiento en su parcialidad con Wickham, y que su mal éxito podría acaso autorizarla a buscar el otro camino del afecto, aunque menos interesante. Mas, de cualquier modo que fuera, vió marchar a Darcy con gran pesar; y en esa primera muestra de lo que podía acarrear la infamia de Lydia halló mayor angustia al reflexionar sobre tan desdichado asunto.
Desde que leyera la segunda carta de Juana nunca había alimentado la esperanza de que Wickham tratara de casarse con Lydia. Pensaba que nadie sino Juana podía lisonjearse con semejante esperanza. La sorpresa era el último de los sentimientos en la serie de los suyos. Mientras permaneció en su mente el contenido de la carta primera, Isabel fué todo sorpresa, todo asombro por que Wickham fuese a casarse con una muchacha con quien era imposible hacerlo por el dinero, pareciéndole incomprensible que Lydia hubiera podido atraerle así. Mas ahora todo resultaba sobradamente natural. Para atracción semejante contaba ella con suficientes encantos; y aun sin suponer que Lydia se hubiese comprometido deliberadamente para la fuga sin intención de casarse, no veía dificultad en creer que ni su virtud ni su cabeza la hubieran preservado de caer como presa fácil.
Mientras el regimiento estuvo en el condado de Hertford jamás notó que Lydia albergase parcialidad ninguna por Wickham; pero estaba convencida de que Lydia sólo habría necesitado algún incentivo para aficionarse a cualquiera. Unas veces un oficial, otras otro, había sido su favorito, según las atenciones de los tales los elevaba en su opinión. Sus afectos siempre habían permanecido fluctuantes, mas jamás sin un objeto. ¡Ah! ¡Con qué agudeza sentía ahora los daños del descuido y de la errada indulgencia con semejante muchacha!
Ansiaba vivamente estar en su casa para oír, para ver, para encontrarse en situación de compartir con Juana los cuidados que en la actualidad tenían que pesar sólo sobre ella, con una familia tan loca, un padre ausente y una madre incapaz de esfuerzo y requiriendo constante atención; y aun casi persuadida de que nada cabría hacer por Lydia, la ayuda de su tío parecíale de importancia máxima, y así, hasta que él entró en el cuarto fué grande el suplicio en que le puso su impaciencia. Los señores de Gardiner habían regresado aprisa y alarmados, suponiendo por el recado que su sobrina se había puesto enferma; y tras de tranquilizarlos ella al instante sobre ese extremo, comunicóles con gran ansiedad la causa de su llamada, leyéndoles en voz alta las dos cartas e insistiendo en la posdata de la última con trémula energía. Aun no habiendo sido Lydia nunca su favorita, los señores de Gardiner no pudieron menos de afectarse profundamente. No sólo a Lydia, sino a todos alcanzaba eso; y así, pasadas las primeras exclamaciones de sorpresa y horror, el señor Gardiner prometió cuanta asistencia estuviese en sus manos. Isabel, aun no esperando menos, agradecióselo con lágrimas de gratitud, y animados todos tres de un mismo pensamiento determinaron al punto todo lo referente a su viaje. Iban a partir lo antes posible.
—Pero ¿qué haremos en lo relativo a Pemberley? —exclamó la señora de Gardiner—. John nos ha comunicado que el señor Darcy estaba aquí cuando enviaste por nosotros; ¿es cierto?
—Sí; y le dijo que no estábamos en disposición de cumplir nuestro compromiso. Todo eso queda arreglado.
—Todo arreglado—repitió la otra, mientras corría a prepararse—; y ¿son ésos términos para descifrar la verdad? ¡Ojalá me fuera dado saber lo que hay ahí!
Mas esos deseos eran en balde, o a lo sumo podían servirle para entretenerla en su apresuramiento y confusión en la hora que siguió. Si Isabel hubiera tenido posibilidad de estar ociosa habría supuesto que todo trabajo era irrealizable para una desgraciada como ella; mas tenía tantas ocupaciones como su tía, y entre otras, poner tarjetas a todos los amigos de Lambton con mentidas excusas por su repentina marcha. Pero en una hora todo se despachó; y habiendo el señor Gardiner arreglado mientras tanto su cuenta en la fonda, no restó sino partir; e Isabel, tras la pesadumbre de la mañana, hallóse, en menos tiempo del que habría supuesto, sentada en el carruaje y camino de Longbourn.
Capítulo 47
—He vuelto a pensar en ello, Isabel—díjole su tío cuando salían de la ciudad—, y en realidad, por muy serias consideraciones, me veo mucho más inclinado a pensar del asunto como tu hermana mayor. Paréceme tan poco probable que ningún joven abrigase semejante designio contra una muchacha que no carece de protección y de amigos y que vivía entonces con la familia de su coronel, que me tiento mucho a pensar lo mejor. ¿Podía él pensar que los amigos de ella no pasarían adelante? ¿Cabía que pensase ser admitido de nuevo en el regimiento después de tamaña ofensa al coronel? La tentación no era proporcionada al riesgo.

—¿Piensas de veras así?—exclamó Isabel, animándose por un momento.
—Palabra de honor—dijo la señora de Gardiner—que yo principio también a ser de la opinión de tu tío. Es en verdad violación sobrado grande de la decencia, del honor y del interés por parte de él hacerse así culpable. No me es lícito pensar tan mal de Wickham. Tú misma, Isabel, ¿le desprecias tanto que lo crees capaz de todo eso?
—Acaso no en lo que atañe al olvido de su propio interés; pero de los otros olvidos lo juzgo capaz. ¡Si fuera como suponéis! Mas no oso esperarlo. ¿Por qué no haber ido a Escocia siendo ése el caso?
—En primer lugar—arguyó el señor Gardiner—no hay prueba completa de que no hayan ido.
—¡Oh! ¡Pero el cambio de la silla de postas por un coche común es indicio tal de ello! Además, no se ha encontrado rastro de ellos en el camino de Barnet.
—Bien; pues supongamos que están en Londres. Pueden hallarse allí con propósito de ocultarse y no con otro más particular. No es probable que abunde mucho el dinero por parte de ninguno, y habrán podido conocer que se casarían con mayor economía, aunque no con igual prontitud, en Londres que en Escocia.
—Pero ¿a qué ese secreto? ¿Por qué había de ser privado su casamiento? Por Juana sabes que el más íntimo amigo de él opinaba que jamás pensó en casarse con Lydia. Wickham no se casará nunca con una mujer sin algún dinero: él no lo puede aportar. Y ¿qué títulos posee Lydia, qué atractivos, aparte de la salud, la juventud y el buen humor, que puedan forzar a él a privarse por ella de toda posibilidad de beneficiarse con un buen casamiento? No me es dado apreciar con exactitud hasta qué punto podría infamarle en su Cuerpo una fuga deshonrosa con ella, pues ignoro los efectos que un paso así habría de producir; mas en cuan- to a las restantes objeciones tuyas, me parece difícil que puedan sostenerse. Lydia no tiene hermanos que lleven adelante la cuestión; y dado el proceder de mi padre, su indolencia y la falta de atención que siempre ha parecido conceder a su familia, pudo aquél imaginar que éste haría y pensaría en el asunto lo menos que un padre pudiera en su caso.
—Pero ¿puedes creer a Lydia tan inconsiderada para cuanto no sea amarle, que llegue a consentir en vivir con él en otros términos que los del matrimonio?
—Así parece—replicó Isabel con lágrimas en los ojos—, y es en verdad muy horrible que del sentido de la decencia y de la virtud de una hermana pueda dudarse. Pero en realidad no sé qué decir. Acaso no le haga justicia; pero es muy joven; jamás se la ha habituado a pensar en cosas serias, y durante el último medio año— mejor aún, durante uno—no se ha dado sino a las diversiones y a la vanidad. Hásele permitido disponer del tiempo para el ocio y la frivolidad y adoptar sólo las opiniones acomodadas a sus deseos. Desde que la milicia del condado se acuarteló en Meryton no ha anidado en su cabeza sino amor, coqueteo y oficiales. Pensando y hablando sólo sobre esto ha hecho cuanto era posible para dar, ¿cómo lo llamaré?, mayor susceptibilidad a sus sentimientos, que por naturaleza son ya bastante vivos; y todos sabemos que Wickham posee en su persona y trato todo el encanto que puede cautivar a una mujer.
—Pero tú ves—dijo su tía—que Juana no piensa tan mal de Wickham que lo crea capaz del atentado.
—¿De quién piensa nunca mal Juana? Y ¿quién hay, cualquiera que haya sido su conducta anterior, a quien ella crea capaz de un hecho así antes de ser probado? Pero Juana sabe tan bien como yo lo que Wickham es en realidad. Ambas sabemos que ha sido un libertino en toda la extensión de la palabra, que carece de integridad y de honor, que es tan falso y engañoso como atrayente.
—¿Y crees de veras todo eso?—exclamó la señora de Gardiner, cuya curiosidad por conocer la fuente de esa creencia era tan vivísima.
—Lo creo de veras—replicó Isabel sonrojándose—. Ya te hablé el otro día de su infame conducta con el señor Darcy, y tú misma oíste la última vez en Longbourn de qué manera hablaba del hombre que con tanta indulgencia y liberalidad se había portado con él. Y aun hay otra circunstancia que no tengo libertad…, que no vale la pena de contarla; pero lo cierto es que sus embustes sobre la familia de Pemberley no tienen fin. Por lo que nos había comunicado de la señorita de Darcy estaba yo preparada a ver en ella una muchacha altiva, reservada y desagradable. La retrató al revés. Hay que reconocer que es tan amigable y sencilla como la hemos visto.
—¿Pero no sabe Lydia nada de eso? ¿Puede ignorar lo que Juana y tú parece que conocéis tan bien?
—¡Oh!, sí; esto es lo peor de todo. Hasta que estuve en Kent y traté tanto al señor Darcy como a su pariente el coronel Fitzwilliam, yo misma ignoraba la verdad. Cuando llegué a casa la milicia del condado iba a abandonar Meryton al cabo de tres semanas; y siendo ése el caso, ni Juana, a quien refiriera todo, ni yo creímos necesario hacerla pública, porque de qué provecho podía servir a nadie que se disipase la buena opinión que todo el mundo tenía de él? Y cuando se decidió que Lydia se fuese con los señores de Forster, jamás me ocurrió que hubiera necesidad de descubrirle el carácter de Wickham; nunca entró en mi mente el que pudiera peligrar por el engaño. Con facilidad podréis comprender que estaba bastante lejos de mi pensamiento el que pudiesen derivarse de mi silencio consecuencias como ésta.
—Pero al irse todos a Brighton supongo que no tendríais razones para juzgarlos interesados entre sí.
—Ni la más pequeña. No alcanzo a recordar señal alguna de afecto por parte de ninguno; y algo de ello hubiere sido perceptible, habéis de saber que nuestra familia no es de aquellas en que eso se puede ocultar. Cuando ingresó él en el Cuerpo, ella le admiraba bastante, pero sólo como todas nosotras. Todas las muchachas de Meryton y de sus cercanías perdieron los cascos por él durante los dos primeros meses; mas él nunca la distinguió con ninguna atención especial; y por consiguiente, después de un período de admiración ex- travagante y desenfrenado cesó de pensar en él, y otros del regimiento, que la trataban con más distinción, volvieron a ser sus favoritos.
Sin inconveniente podrá creerse que, aun pudiendo añadir poco de nuevo a sus temores, esperanzas y conjeturas sobre este interesante asunto con su repetida discusión, ningún otro los pudo desviar de él durante todo el viaje; nunca estuvo ausente del pensamiento de Isabel. Fija ésta en el mismo por el más penetrante de todos los pesares, por el reproche a sí misma, no le era dado el menor intervalo de alivio o de olvido.
Viajaron tan aprisa como fué posible, y tras de dormir una noche en el camino llegaron a Longbourn a la hora de comer del día siguiente. Fué un consuelo para Isabel considerar que Juana no se habría consumido con larga espera.
Los pequeños Gardiner, atraídos por la visión de la silla de postas, esperaban de pie en las gradas de la casa cuando entraron en la cerca; y al hacer alto el coche a la puerta, la alegre sorpresa que brillaba en sus rostros y retozaba por todo su cuerpo, manifestándose en variedad de brincos y cabriolas, fué el preludio de su bienvenida.
Isabel saltó afuera, y después de dar a cada cual un presuroso beso corrió al vestíbulo, donde Juana, que descendía corriendo de la habitación de su madre, se encontró al punto con ella.
Mientras Isabel la abrazaba con efusión, entre lágrimas de los ojos de ambas, no perdió tiempo sin preguntar si se había oído algo de los fugitivos.
—Aun no—respondió Juana—. Mas ahora que mi querido tío ha venido espero que todo irá bien.
—¿Está papá en la capital?
—Sí, se fué el martes, como te escribía. —¿Y habéis sabido de él a menudo?
—Sólo una vez. Me puso unas pocas líneas el miércoles participando su feliz llegada y comunicándome su dirección, lo que en particular le pedí que hiciese. Sólo añadía que no volvería a escribir hasta que tuviera que contar algo importante.
—¿Y mamá, cómo está? ¿Cómo estáis todas?
—Mamá está regularmente bien, así se me figura, aunque su ánimo se encuentre muy abatido. Está arriba y tendrá gran satisfacción en veros a todos. Aun no sale de su cuarto. María y Catalina se hallan perfectamente, gracias a Dios.
—¿Y tú, cómo te encuentras?—exclamó Isabel—. Pareces pálida. ¡Cuántas cosas habrás tenido que hacer!
Mas su hermana le aseguró que se encontraba por completo bien; y su coloquio, que se había efectuado mientras los señores de Gardiner se ocupaban con sus hijos, acabó con la aproximación de toda la partida. Juana corrió hacia su tío y su tía, dándoles la bienvenida y también las gracias en medio de sonrisas y lágrimas alternadas.
Una vez todos en el salón, las preguntas ya he- chas por Isabel fueron repetidas por los otros, y pronto vieron que Juana no tenía noticias que dar; pero la ardiente esperanza en lo bueno sugerida por la benevolencia de su corazón no la había abandonado; aun confiaba en que todo acabase bien y en que cualquiera mañana vendría una carta, o de Lydia o de su padre, explicadora de los sucesos o anunciadora quizá del casamiento.
La señora de Bennet, a cuya habitación subieron todos tras cortos minutos de comunicación entre sí, recibiólos exactamente como podría esperarse: con lágrimas y lamentaciones de pesar, invectivas contra la villana conducta de Wickham y quejas de sus propios sufrimientos y mal trato; censurando a todo el mundo, salvo a la persona a cuyo indulgente y mal juicio debíanse principalmente los errores de su hija.
—Si hubiera podido—decía—realizar mi proyecto de ir a Brighton con toda mi familia no habría ocurrido eso; pero la pobre Lydia no tenía a nadie que se cuidase de ella. ¿Cómo se permitirían los Forster perderla de vista? Estoy segura de que hubo gran descuido o algo así por su parte, pues no es ella muchacha para obrar así estando bien vigilada. Siempre creí que no eran idóneos para cargar con ella; mas yo me veía dominada, como de continuo lo estoy. ¡Pobre hija querida! Y ahora Bennet se ha ido, y supongo que desafiará a Wickham dondequiera que lo encuentre, y como quedará muerto, ¿qué va a ser de nosotras? Los Collins nos echarán antes de estar él frío en el sepulcro, y si tú, hermano, no te muestras cariñoso con nosotros, no sé qué haremos.
Todos protestaron contra tan terroríficas ideas; y habiendo el señor Gardiner asegurado su afecto para ella y su familia, díjole que proyectaba estar en Londres al día siguiente y ayudaría al señor Bennet en sus esfuerzos para recobrar a Lydia.
—No os alarméis con exceso—añadió—; aunque bien está hallarse preparado para lo peor, no es ocasión de mirarlo como seguro. No hace una semana completa que salieron de Brighton. En pocos días más averiguaremos alguna noticia suya; y hasta que sepamos que no están casados y que no abrigan propósito de estarlo no demos el asunto por perdido. En cuanto llegue a la capital buscaré a mi hermano, haciéndole ir conmigo a la calle de la Iglesia de la Merced, y entonces, juntos, deliberaremos sobre lo que se haya de hacer.
—¡Oh hermano querido mío!—exclamó la señora de Bennet—, eso es justamente lo que más deseaba. Y cuando llegues a la capital descúbrelos en cualquier sitio que estén, y si no están casados, hazlos casar. Y en cuanto a los vestidos de boda, no les permitas demorarlo por eso; si no, dí a Lydia que tendrá cuanto dinero quiera para comprarlos después que estén casados. Y sobre todo, impide que se bata Bennet. Díle en qué horrible estado me encuentro: espantada, fuera de juicio, con tales temblores y tal agitación, tales convulsiones al costado, dolores en la cabeza y palpitación en el corazón, que no me es dado reposar ni de día ni de no- che. Y dí a mi querida Lydia que no encargue sus vestidos hasta que me haya visto, pues desconoce los mejores almacenes. ¡Oh hermano, qué bueno eres! Sé que tú lo arreglarás todo.
Pero el señor Gardiner, aun repitiendo las seguridades de sus esfuerzos en el asunto, no pudo evitar el recomendarle moderación así en sus esperanzas como en sus temores; y haciendo conversar con ella de ese modo hasta que la comida estuvo en la mesa, dejóla entonces desahogando sus sentimientos con el ama de llaves que la asistía en ausencia de las hijas.
Aunque su hermano y su hermana estaban convencidos de no existir motivo para excluirla de la mesa, no se atrevieron a oponerse a la exclusión por saber que carecía de la suficiente prudencia para refrenar su lengua ante los criados que servían, juzgando mejor que una sola de las domésticas, aquella en quien más podían confiar, conociese todos sus temores y solicitud en el asunto.
En el comedor uniéronseles pronto María y Catalina, que habían permanecido sobrado ocupadas en sus habitaciones para presentarse con anterioridad. La una venía de sus libros; la otra, de su tocador. Mas los rostros de ambas estaban serenos, sin advertirse cambio en ninguna, excepto que la pérdida de la hermana favorita o el coraje con que había tomado el asunto había tornado más colérico que de costumbre el acento de la segunda. En cuanto a la primera, fué lo bastante dueña de sí misma para cuchichear con Isabel, con visos de gran reflexión, poco después de sentadas a la mesa.
—Es éste el asunto más desgraciado, y probablemente se hablará mucho de él; pero hemos de sobrepujar la oleada de la malicia y derramar sobre los heridos pechos de cada uno el bálsamo del consuelo fraternal.
Al llegar aquí, notando que Isabel no tenía ganas de contestar, añadió:
—Aunque para Lydia haya de ser desdichado el suceso, podemos nosotras sacar del mismo la más provechosa lección: que la pérdida de la virtud en la mujer es irreparable; que un solo paso en falso lleva envuelta la ruina final; que su corazón es no menos quebradizo que su belleza, y nunca puede resultar demasiado circunspecta en su conducta contra las indignidades del otro sexo.
Isabel, asombrada, alzó los ojos; mas se encontró sobrado apurada para contestar. Pero María continuó consolándose con moral por el estilo extraída del peligro que veían ante sí.
Por la tarde las dos mayores de las Bennet pudieron estar a solas durante media hora, e Isabel aprovechó al instante la oportunidad para muchas preguntas que Juana tenía igual deseo de satisfacer.
Tras de unirse ambas en las lamentaciones generales sobre las terribles consecuencias del suceso, que Isabel daba en absoluto por cierto y que la otra no podía dar por imposible, la primera continuó el tema, diciendo:
—Pero cuéntame todo lo referente a ello que no haya yo oído todavía. Dame más pormenores. ¿Qué dijo el coronel Forster? ¿No sospechaba lo más mínimo la fuga? Seguro que los verían siempre juntos.
—El coronel Forster ccnfesó que con frecuencia había sospechado algún interés, en especial por parte de Lydia; pero nada que le alarmase. ¡Estoy tan apenada por él! Su conducta fué atenta y amable hasta lo sumo. Venía ya a vernos, para hacernos patente su interés, aun antes de tener idea ninguna de que no hubiesen ido a Escocia; cuando esa creencia nació apresuró su viaje.
—Y Denny, estaba convencido de que Wicknam no se casaría? ¿Supo que intentaban fugarse? ¿Ha visto el coronel Forster al propio Denny?
—Sí; pero cuando le interrogó, Denny negó saber lo más mínimo del plan y rehusó dar su verdadera opinión sobre ese punto. No repitió su creencia de que no se iban a casar, y por eso me inclino a pensar que antes se le entendiera mal.
—Supongo que hasta que el coronel Forster vino ninguno de casa dudaría de que estuviesen casados.
—¿Cómo era posible que idea semejante entrara en nuestras cabezas? Reputo algo difícil, algo temible pensar en la felicidad de mi hermana casándose con él, cuya conducta he sabido que no siempre ha sido correcta. Mi padre y mi madre nada sabían de eso; sólo reconocían lo imprudente que ese casamiento tenía que resultar. Entonces Catalina confesó, con la natural satisfacción de saber más que el resto de nosotros, que la última carta de Lydia la había preparado para ese trance. Parece que había conocido que se amaban desde hacía varias semanas.
—Pero no antes de irse a Brighton.
—Creo que no.
—Y el coronel Forster, ¿parecía opinar mal del propio Wickham? ¿Conoce su verdadero modo de ser?
—He de confesar que no habló de él tan bien como lo hacía antes. Lo juzgaba imprudente y desatado. Y después del triste suceso dícese que dejó en Meryton grandes deudas; mas espero que eso resulte falso.
—¡Oh Juana!; ¡si hubiéramos sido menos reservadas, diciendo lo que sabíamos de él, no habría ocurrido esto!
—Acaso habría sido mejor—repuso su hermana—. Mas publicar las faltas anteriores de una persona desconociendo cuáles son sus sentimientos en el momento parece injustificable. Nosotras obramos con la mejor intención.
—¿Repitió el coronel Forster las particularidades de la esquela de Lydia a su mujer?
—La trajo consigo para que la viésemos. Juana entonces sacóla de su libro de bolsillo y dióla a Isabel. Este era su contenido:
«Querida Enriqueta: Te vas a reír al saber a dónde me he ido, y yo misma no puedo dejar de reírme pensando en tu sorpresa de mañana cuando me eches de menos. Voyme a Gretna Green; y si no puedes adivinar con quién, creeré que eres una tonta, pues no hay sino un hombre en el mundo a quien yo amo, y el tal es un ángel. Nunca sería feliz sin él; y así, no reputo por daño el irme. No tienes que decir palabra de mi ida en Longbourn si no quieres, porque así será mayor la sorpresa cuando les escriba y firme como Lydia Wickham. ¡Qué buena broma será! Casi no puedo escribir de risa. Suplícote que me excuses con Pratt por no cumplir mi compromiso de bailar con él esta noche; díle que espero que me dispense cuando sepa todo; y añádele que bailaré con él con mucho gusto en el primer baile en que nos encontremos. Enviaré por mis vestidos cuando vaya a Longbourn; mas deseo que le digas a Sally que componga un gran rasguño de mi traje de muselina bordada antes de que lo empaquetes. Adiós. Da mis recuerdos al coronel Forster. Supongo que brindarás por nuestro feliz viaje.
»Tu afectísima amiga,
»LYDIA BENNET.»
—¡Oh loca, loca Lydia!—exclamó Isabel en cuanto la hubo terminado—. ¡Qué carta ésta para escrita en semejante momento! Pero a lo menos muestra que tomaba en serio el objeto de su viaje; sea cualquiera la cosa a que él después pueda haberle persuadido, por su parte no era el suyo plan infamante. ¡Pobre padre mío! ¡Cómo lo habrá sentido!
—Jamás he visto a nadie tan disgustado; no pudo articular una palabra durante diez minutos seguidos. Mi madre se puso mala al punto, ¡y toda la casa en tal confusión…!
—¡Oh Juana! —exclamó Isabel—. ¿Hubo algún criado en toda ella que no supiese la historia entera antes de acabar el día?
—No lo sé; creo que no. Pero ser circunspecto en aquella ocasión era muy difícil. Mi madre estaba con ataques histéricos, y tratando yo de prestarle toda la asistencia posible, temo no haber hecho tanto como era debido. Mas el horror de lo que podía haber sucedido me privó casi de mis facultades.
—Tus cuidados para con ella han sido excesivos para ti; no tienes buen semblante. ¡Ojalá hubiera estado yo contigo! De esa suerte habrías guardado para ti sola todos tus cuidados y ansiedades.
—María y Catalina han estado muy cariñosas, y estoy persuadida de que habrían participado de todas las fatigas; pero no lo creí conveniente para ninguna de las dos; María estudia tanto, que sus horas de reposo no deben ser interrumpidas. Mi tía Philips vino a Longbourn el martes, después de marcharse mi padre, y tuvo la bondad de permanecer conmigo hasta el jueves. Fué de gran ayuda y comodidad para todas nosotras. Y lady Lucas ha sido muy amable: vino el viernes por la mañana para compadecernos y ofrecernos sus servicios o los de alguna de sus hijas si hubieran servido de alivio para nosotras.
—Mejor habría sido que se quedase en casa—ex- clamó Isabel—; acaso sus intenciones fueran buenas; pero en desgracias como ésta se debe ver muy poco a los vecinos. La asistencia es imposible; la compasión, intolerable. Que triunfen a distancia y estén satisfechos.
Comenzó entonces a interrogar sobre las medidas proyectadas por su padre para cuando se viese en la capital con objeto de recobrar a su hija.
—Creo que piensa—contestó Juana—ir a Epson, sitio donde ellos cambiaron últimamente de caballos; ver a los postillones y tentar si se puede sacar algo de los mismos. Su principal mira ha de ser descubrir el número del coche que los sacó de Clapham. Había llegado de Londres con un ajuste; y como opina mi padre que la circunstancia de que un caballero y una señora se muden de coche puede ser advertida, intenta hacer averiguaciones en Clapham. Por si le era dado descubrir de algún modo en qué casa había dejado antes el cochero a su gente, determinó hacer pesquisas allí, esperando no serle difícil dar con la posada y con el número del coche. No sé que haya formado ningún otro plan; pero tenía tal prisa por ir y su ánimo estaba tan descompuesto, que hallé dificultad hasta para averiguar lo dicho.
Capítulo 48
Todos esperaban carta del señor Bennet a la mañana siguiente; mas llegó el correo sin traer ni una sola línea suya. Conocíalo su familia como corresponsal muy negligente y remiso en las ocasiones comunes; pero en aquélla había esperado algún esfuerzo. Viéronse, pues, obligados a colegir que no había noticias gratas que comunicar, aunque aun de eso habrían deseado cerciorarse. El señor Gardiner sólo había aguardado esa carta antes de partir.
Cuando se fué tuvieron los demás seguridad de recibir por lo menos información constante de lo que pasaba, y el señor Gardiner les prometió influir con el señor Bennet para que regresase a Longbourn tan pronto como pudiera, para consuelo de su hermana, quien consideraba eso como la única garantía de que su marido no muriese en duelo.

La señora de Gardiner y sus hijas iban a permanecer en el condado de Hertford algunos días más, pues la primera juzgaba su presencia útil a sus sobrinas. Alternaba con éstas en la asistencia a la señora de Bennet y las servía de gran alivio en sus horas de libertad. Su otra tía visitábalas también a menudo, siempre, como decía, para levantarles el ánimo y darles bríos; pero como nunca dejaba de contarles alguna nueva muestra del desconcierto o desorden de Wickham, rara vez se marchaba sin dejarlas más descorazonadas de lo que las hallara.
Todo Meryton parecía empeñado en ennegrecer al hombre que sólo tres meses antes había semejado casi un ángel de luz. Se decía que estaba en deuda con todos los comerciantes de la plaza, y entre todos ellos se habían extendido sus trampas, honradas con el nombre de embaucamientos. Todos afirmaban que era el joven más malvado del mundo y todos comenzaron a decir que siempre habían desconfiado de su apariencia de bondad. Isabel, aun no dando crédito a la mitad de lo que se refería, creía lo bastante para afianzar su primitiva creencia en la ruina de su hermana, y hasta Juana principió a verse sin esperanzas, en especial al llegar la época en que, de haber aquéllos ido a Escocia, habríase probablemente debido recibir noticias suyas.
El señor Gardiner salió de Longbourn el domingo, y el martes su mujer recibió carta. Decíale que a su arribo había hallado al punto a su hermano y persuadídole a ir a la calle de la Iglesia de la Merced; que el señor Bennet había estado en Epson y Clapham antes de llegar él, mas sin obtener ninguna noticia favorable, y que ahora se encontraba decidido él a preguntar en todas las principales fondas de la capital, ya que el señor Bennet creía posible que se hubieran albergado en una de ellas a su llegada a Londres, antes de procurarse otro alojamiento. El señor Gardiner no esperaba ningún resultado de esa medida; mas como su hermano estaba ansioso de tomarla, pensaba ayudarle en la empresa. Añadía que el señor Bennet era en absoluto refractario al presente a dejar Londres, y prometía escribir en breve. Había allí también una posdata del tenor siguiente:
«He escrito al coronel Forster suplicándole que averigüe por alguno de los íntimos del regimiento si Wickham cuenta con algunos parientes o relaciones que puedan suponer con probabilidad en qué parte de la capital puede estar oculto. Si hubiera alguien a quien se pudiese acudir con alguna probabilidad de pescar ese hilo, se obtendría gran resultado. Por ahora nada tenemos que nos guíe. Seguro estoy de que el coronel Forster hará cuanto esté a su alcance para satisfacernos en este particular; pero por segunda mano quizá Isabel pudiera señalarnos mejor que otra persona qué parientes le viven a aquél.»
Isabel no dejó de comprender de dónde procedía esa deferencia a su testimonio; mas no le era dado enviar ninguna información tan satisfactoria como merecía semejante cumplido. Jamás había oído si tenía parientes, excepto su padre y su madre, muertos hacía muchos años. Pero era verisímil que alguno de los compañeros de regimiento pudiera dar mayores informes, y aun sin sentirse inclinada a esperarlos, el preguntarlos lo hallaba acertado.
En Longbourn por entonces todos los días eran de ansiedad; pero el momento de mayor ansia de cada uno era cuando se esperaba el correo. La llegada de cartas era el primer motivo importante de impaciencia de todas las mañanas. Por carta se había de comunicar lo que hubiera que decir de bueno o de malo, y cada día que transcurría se esperaba portador de alguna noticia de importancia.
Mas antes de que volvieran a saber del señor Gardiner llegó para el señor Bennet una carta de otro punto, del señor Collins; y como Juana había recibido orden de abrir cuanto llegase para él en su ausencia, la leyó; e Isabel, que sabía cuán estrafalarias eran siempre tales epístolas, mirando por encima de su hermana, leyóla también. Era como sigue:
«Mi querido primo: Me siento llamado por nuestro parentesco y por mi situación en la vida a compadecerte por la penosa aflicción que estás sufriendo, de la cual fuimos informados por una carta de ese condado. Ten por cierto, querido, que la señora de Collins y yo acompañamos en el sentimiento a ti y a toda tu respetable familia en la actual calamidad, que tiene que ser de lo más amargo, ya que procede de causa que el tiempo no puede alejar. No se han de esperar de mí argumentos que puedan aliviar tan seria desventura o consolar en circunstancias que han de ser más aflictivas para un padre que para todos los demás. La muerte de una hija habría sido una bendición en cotejo con esto. Y hay que lamentarlo más, ya que existen motivos para suponer, como mi querida Carlota me comunica, que esa licencia de conducta de tu hija ha procedido de un erróneo grado de indulgencia; aunque al propio tiempo, para consuelo tuyo y de tu esposa, me incline a pensar que su natural debía de ser malo de por sí, pues de otra suerte no se hiciera culpable de tal enormidad en edad tan temprana. De cualquier modo que sea, eres, por desgracia, de compadecer; opinión en la cual voy unido no sólo con la señora de Collins, sino asimismo con lady Catalina de Bourgh y su hija, a quienes he contado el hecho. Convienen ellas conmigo en que ese paso en falso de una hija será perjudicial para la suerte de las demás; porque, ¿quién, cual la propia lady Catalina dice afablemente, se querrá unir con semejante familia? Y esta consideración me lleva además a recordar con mayor satisfacción cierto suceso del pasado noviembre, pues a ser la cosa de otro modo habría tenido yo que quedar envuelto en toda vuestra tristeza y desgracia. Permíteme, pues, que te advierta, querido primo, que te consueles cuanto sea posible, que arranques a tu indigna hija de tu estimación para siempre, dejándola coger el fruto de su detestable ofensa a sí misma.

»Quedo, querido», etc., etc.
El señor Gardiner no volvió a escribir hasta haber recibido contestación del coronel Forster, y entonces nada placentero pudo comunicar. No se sabía que Wickham tuviese un solo pariente con quien sostuviese relación, y se daba por cierto que no tenía ninguno próximo. Sus primeras relaciones habían sido numerosas; mas desde su ingreso en la milicia no parecía estar en términos de particular amistad con nadie. No había por consiguiente quien pudiese ser juzgado apto para suministrar noticias de él. Y en el desdichado asunto de sus intereses había un poderoso motivo para el secreto, que se sumaba con el temor de ser descubierto por la familia de Lydia, pues se había sabido que dejara tras sí deudas de juego en considerable cantidad. El coronel Forster opinaba que serían necesarias más de mil libras para satisfacer sus gastos en Brighton. Mucho debía en la ciudad; pero sus deudas de honor eran aún más formidables. El señor Gardiner no osó ocultar esas particularidades a la familia de Longbourn. Juana las oyó con horror.
—¡Tramposo!—exclamó—; eso sí que era por completo inesperado. No tenía idea de ello.
Añadía el señor Gardiner en esa carta que podían esperar ver a su padre en casa al día siguiente, que era sábado. Desanimado por el mal éxito de sus pesquisas, había accedido a las instancias de su cuñado para volver a su familia, dejándole obrar a él mientras no se ofreciesen circunstancias a propósito para proseguir juntos sus trabajos. Cuando se le dijo esto a la señora de Bennet no expresó tanta satisfacción como sus hijas esperaban en vista de lo que fuera su ansiedad por la vida de él.
—¡Que viene a casa, y sin la pobre Lydia!—exclamó—. Seguro que no abandonará Londres hasta haberlos encontrado. ¿Quién habrá de desafiar a Wickham y hacerle casar si él regresa?
Como la señora de Gardiner deseaba ya verse en casa, convínose que fuera con sus hijas a Londres al mismo tiempo que el señor Bennet regresaba de allí. Por consiguiente, el coche de la casa llevó a aquéllos durante la primera etapa de su viaje y regresó con su dueño a Longbourn.
Volvía la señora de Gardiner toda perpleja acerca de Isabel y de su amigo del condado de Derby, que en éste la había acompañado. El nombre de Darcy no había sido voluntariamente pronunciado ante ellos por su sobrina, y la especie de semiesperanzas que se habían forjado de que tras ellos viniese alguna carta suya se había desvanecido. Isabel no había recibido desde su llegada ninguna que pudiera venir de Pemberley.
El actual desgraciado estado de toda la familia hacía innecesaria toda otra excusa para explicar el abatimiento de ánimo de Isabel; nada, por ende, podía conjeturarse sobre aquello, por más que la propia Isabel, que por entonces conocía bastante bien sus propios sentimientos, supiese perfectamente que si no hubiera sabido nada de Darcy habría tolerado mejor los temores por la deshonra de Lydia. Pensaba que eso le habría ahorrado una o dos noches de no dormir.
Cuando el señor Bennet llegó tenía toda su habitual compostura de filósofo. Habló poco, cual siempre había solido hacer; no mentó el motivo que le hiciera regresar, y transcurrió algún tiempo antes de que sus hijas se revistieran de valor para hablar de aquello.
Sólo por la tarde, al unirse a ellos a la hora del te, fué cuando Isabel se aventuró a presentarle el tema; y entonces, al expresar ella con brevedad su pena por lo que había tenido que sufrir, contestó él:
—No digas eso. ¿Quién merece sufrir sino yo? Ha sido mi propia obra y tengo que dolerme de ella.
—No debes ser tan severo contigo mismo—replicó Isabel.
—Bien puedes hacerme advertencias sobre males tan grandes. ¡La naturaleza humana es tan propensa a caer en ellos! No, Isabelita; déjame una vez en la vida experimentar lo censurable que he sido. No temo quedar dominado por la impresión; esto pasará bastante pronto.
—¿Supones que están en Londres?
—Sí; ¿dónde si no podrían seguir tan ocultos?
—Y Lydia deseaba ir a Londres—añadió Catalina.
—Entonces es feliz—dijo su padre con retintín—, y su estancia allí durará probablemente bastante.
Después de un corto silencio prosiguió:
—Isabelita, no me tengas mala voluntad por haber quedado justificada tu advertencia del pasado mayo, lo cual, visto lo ocurrido, revela cierta alteza de entendimiento.
Fueron interrumpidos por Juana, que venía a buscar el te para su madre.
—¡He ahí una cosa que sienta bien—exclamó él—, que presta cierta elegancia a la desdicha! Otro día haré yo lo propio: me quedaré en mi biblioteca con mi gorro de dormir y mi bata y os proporcionaré todo el quehacer que me sea posible, o acaso lo difiera hasta que Catalina se escape.
—Yo no me escapo, papá—dijo Catalina, colérica—. Si yo hubiera ido a Brighton me habría portado mejor que Lydia.
—¡Ir tú a Brighton! ¡No me fiaría de ti, ni en un sitio tan próximo como Eastbourne, por cincuenta libras! No, Catalina. Al fin he aprendido a ser cauto, y tú sentirás los efectos. No volverá a mi casa un oficial ni aun yendo de camino. Los bailes quedan en absoluto prohibidos, a no ser que asistáis a ellos con una de vuestras hermanas, y jamás saldréis de la puerta de casa sin haber demostrado que habéis vivido diez minutos del día de una manera razonable.
Catalina, que tomó por lo serio todas esas amenazas, comenzó a gritar.
—Bien, bien—dijo él—; no te hagas tú misma desgraciada. Si eres buena muchacha durante los diez primeros años, al cabo de ellos te llevaré a presenciar una revista.
Capítulo 49
Dos días después del regreso del señor Bennet, mientras Juana e Isabel paseaban juntas por el plantío de arbustos posterior a la casa, vieron al ama de llaves que venía hacia ellas, y calculando que era por llamarlas de parte de su madre, corrieron a su encuentro; mas, en vez del aviso esperado, dijo ella a Juana cuando estuvieron cerca:
—Dispense usted, señorita, que la interrumpa; pero he supuesto que pudiera usted tener alguna buena noticia de la capital y por eso me he tomado la libertad de venir a preguntárselo.
—¿Qué dice usted, Hill? No he sabido nada.

—Querida señorita—exclamó la señora Hill con gran asombro—, ¿ignora usted que ha venido un propio para el amo, enviado por el señor Gardiner? Ha estado aquí media hora, y el amo ha tenido una carta.
Corrieron entonces las dos muchachas, sobrado ansiosas de llegar para seguir conversando; pasaron del vestíbulo al cuarto de almorzar y de allí a la biblioteca; mas su padre no se hallaba en ninguno de esos sitios; y ya iban a buscarlo por arriba, donde estaba su madre, cuando se encontraron con el despensero, quien les dijo:
—Si buscan ustedes a mi amo, señoritas, sepan que está paseando por el sotillo.
Con tales informes, al punto volvieron a atravesar el vestíbulo y, cruzando la pradera, corrieron tras de su padre, el cual deliberadamente seguía su camino hacia un bosquecillo al lado de la cerca.
Juana, que no era tan ligera ni tenía la costumbre de correr que Isabel, quedóse atrás, mientras que su hermana llegaba palpitante a aquél y exclamaba con ansia:
—Papá, ¿qué noticias, qué noticias hay? ¿Has sabido algo de mi tío?
—Sí, he tenido una carta suya por un propio.
—Bien, y ¿qué nc ticias trae, buenas o malas?
—¿Qué se podía esperar de bueno?—dijo él sa- cando la carta del bolsillo—. Mas acaso os guste leerla.
Isabel la asió con impaciencia en sus manos. Juana llegaba entonces.
—Léela alto—dijo su padre—, porque yo mismo apenas sé de qué se trata.
«Calle de la Iglesia de la Merced, lunes, »2 agosto.
»Mi querido hermano: Al fin puedo enviarte noticias de mi sobrina, y tales en conjunto que espero que te satisfarán. Poco después de que me dejases el sábado tuve suficiente fortuna para averiguar en qué parte de Londres estaban. Los detalles los reservo hasta que nos veamos; baste saber que están descubiertos; los he visto a ambos.

—Entonces es lo que siempre he esperado—exclamó Juana—: ¡están casados!
Isabel continuó leyendo:
»He visto a los dos. No están casados, ni puedo pensar que tuvieran intención de estarlo; mas si quieres llevar a efecto los compromisos que me he aventurado a preponer de tu parte, creo que no pasará mucho sin que lo estén. Cuanto se requiere de ti es asegurar a tu hija como dote su porción igual en las cinco mi libras aseguradas para tus hijas después de tu muerte y la de mi hermana, y comprometerte además a darle durante tu vida cien libras anuales.
Esas son las condiciones, que, considerado todo, no he dudado en aceptar en tu nombre en cuanto me juzgaba autorizado para ello. Envío ésta por propio, pues no hay tiempo que perder en tener tu contestación. Con facilidad comprenderás por estos detalles que las circunstancias del señor Wickham no son tan desesperadas como se ha creído en general. El mundo se ha equivocado en eso, y me considero dichoso en decir que, aun satisfechas todas sus deudas, habrá algún dinerillo para dotar a mi sobrina, como adición a la propia fortuna de ésta. Si, como calculo que sucederá, me envías plenos poderes para obrar en tu nombre en la totalidad de este negocio, daré al punto órdenes a Haggerston para redactar el oportuno contrato. No hay la menor necesidad de que vuelvas a la capital; por consiguiente, quédate tranquilo en Longbourn y confía en mi diligencia y celo. Remite tu contestación tan pronto como puedas, y cuida de escribir con claridad. Hemos juzgado lo mejor que mi sobrina efectúe su matrimonio saliendo de esta casa, lo que espero que aprobarás. Viene aquí hoy. Volveré a escribir tan pronto como se determine algo más.
»Tu, etc.,
»ED. GARDINER.» —¿Es posible?—exclamó Isabel cuando hubo acabado—; ¿es posible que se case con ella?
—Wickham, por lo tanto—dijo su hermana—, no es tan indigno como hemos creído. Querido papá, te doy la enhorabuena.
—¿Y has contestado a la carta?—dijo Isabel.
—No; pero tiene que hacerse eso pronto.
Con la mayor vehemencia le rogó que no pasara más tiempo sin escribir.
—Querido papá—exclamó—, vuelve a casa y escribe al punto. Considera cuán importante es cada momento en estas circunstancias.
—Déjame escribir por ti—dijo Juana—si no quieres molestarte.
—Mucho me disgusta eso—replicó él—, mas hay que hacerlo. Y dicho eso, regresó con ellas, dirigiéndose a la casa.
—Y supongo—añadió Isabel—que será aceptando. —¡Aceptar! Sólo me avergüenzo de que pida tan poco.
—¡Y se casarán! ¡Es hombre para eso!
—Sí, se casarán. No puede hacer otra cosa. Pero hay dos puntos que necesito aclarar: uno, cuánto dinero ha adelantado tu tío para resolver eso, y otro, cómo se lo pagaré.
—¡Dinero! ¡Mi tío!—exclamó Juana—. ¿Qué quieres decir?
—Digo que no hay hombre en sus cabales que se case con Lydia por tan leve tentación como cien libras anuales durante mi vida y cincuenta tras de mi muerte.
—Es muy cierto—dijo Isabel—, aunque no me haya ocurrido antes a mí. ¡Pagadas sus deudas y quedar todavía algo! ¡Oh! Eso debe de ser obra de mi tío. ¡Oh varón generoso y bueno! Temo que se haya arruinado: una pequeña suma no podría obrar todo eso.
—No—dijo su padre—. Wickham es un loco si la acepta con un céntimo menos de diez mil libras. Sentiría pensar tan mal de él al punto que comenzamos nuestro parentesco.
—¡Diez mil libras! ¡No lo quiera el Cielo! ¿Cuándo se podría pagar la mitad de esa cantidad?
El señor Bennet no respondió, y abismados todos en sus pensamientos continuaron silenciosos hasta llegar a la casa. El padre entró en la biblioteca para escribir, y las muchachas se dirigieron al cuarto de almorzar.
—¡Y van de veras a casarse!—exclamó Isabel en cuanto se vieron solas—. ¡Qué extraño es eso! ¡Y habremos de dar gracias por ello! A pesar de lo escasa que es la probabilidad de dicha boda y lo malvado del carácter de él, será fuerza que nos regocijemos de que estén casados. ¡Oh Lydia!
—Consuélome con pensar—replicó Juana—que de seguro no se habría casado él con Lydia si no hubiera sentido verdadero interés por ella. Aunque nuestro cariñoso tío haya hecho algo por desembarazarlo, no puedo creer que haya adelantado diez mil libras, ni nada que se le parezca. Tiene ya hijos, y puede tener más. ¿Cómo ahorraría la mitad de esa suma?
—Si cupiese averiguar lo que montan las deudas de Wickham— dijo Isabel—y en cuánto dota por su parte a nuestra hermana sabríamos con exactitud lo que el señor Gardiner ha hecho por ellos, pues Wickham no posee medio chelín propio. La bondad de mi tío no se podrá jamás pagar. El llevarla a su casa y ponerla bajo su dirección y auxilio personal es sacrificio tal que años de gratitud no bastarán para reconocerlo. ¡En la actualidad está con ellos! Si tamaña bondad no la hace ahora desdichada, nunca podrá ser feliz. ¡Qué encuentro para ella al ver por primera vez a mi tía!
—Hemos de procurar por ambas partes olvidar cuanto ha pasado —dijo Juana—. Espero y confío que todavía serán dichosos. Opino que el consentimiento de él para casarse es prueba de que ha entrado en buen camino. Su mutuo afecto les hará ser prudentes, y me lisonjeo de que los tornará tan razonables que hagan olvidar con el tiempo su pasada imprudencia.
—Su proceder ha sido tal—contestó Isabel—que ni tú ni yo ni nadie lo podrá olvidar jamás. Es inútil hablar de eso.
Ocurrióles entonces a las muchachas que su madre estaría con toda probabilidad ignorante por completo de lo que pasaba. Fueron, pues, a la biblioteca y preguntaron a su padre si no deseaba que se lo hicieran saber a aquélla. Hallábase él escribiendo, y sin levantar la cabeza respondió con frialdad:
—Como queráis.
—¿Podemos coger la carta de nuestro tío para leérsela?
—Coged lo que gustéis, y marchaos. Isabel tomó del escritorio la carta, y las dos hermanas subieron a la habitación de su madre. María y Catalina estaban con la señora de Bennet, y por consiguiente el comunicarlo a una había de ser hacerlo a todas. Tras una ligera preparación para las buenas nuevas, leyóse en voz alta la carta. La señora de Bennet con dificultad pudo contenerse durante la lectura, y así, en cuanto Juana leyó las esperanzas del señor Gardiner de que Lydia se viese pronto casada estalló su gozo, y todas las frases siguientes aumentaron el mismo. Más exaltada estaba ahora por el gozo que jamás lo estuviera por la angustia y el pesar. Saber que su hija iba a verse casada era lo bastante. No se turbó con el temor de que no fuera feliz ni se consideró humillada con recuerdo ninguno de su mal proceder.
—¡Mi querida, mi querida Lydia!—exclamó—. ¡Es verdaderamente delicioso! ¡Estará casada! ¡La volveré a ver! ¡Estará casada a los diez y seis años! ¡Oh bueno y cariñoso hermano! ¡Ya sabía yo lo que había de suceder; ya sabía que se arreglaría todo! ¡Cuánto ansío verla! ¡Y también ver a Wickham! ¡Pero los vestidos, los vestidos de boda! Escribiré en derechura a mi hermano Gardiner sobre eso. Isabel, querida mía, corre a tu padre y pregúntale cuánto va a darle. Espera, espera, voy yo misma. Toca la campanilla, Catalina, para que venga Hill. Me voy a vestir en un periquete. ¡Mi querida, mi querida Lydia! ¡Qué contentas estaremos ambas cuando nos veamos!
La hermana mayor trató de moderar algo la violencia de estos transportes, enderezando los pensamientos de su madre hacia las obligaciones con que la conducta del señor Gardiner cargaba a todos.
—Porque hemos de atribuir esta feliz terminación—añadió—en gran parte a su bondad. Estamos persuadidas de que se ha brindado a auxiliar con dinero a Wickham.
—Bien—exclamó la madre—; es muy natural. ¿Quién lo había de hacer sino tu tío? Si no hubiera tenido familia habríamos de haber poseído su fortuna, ya lo sabéis, y ésta es la vez primera que hemos recibido algo de él, fuera de algunos pocos regalos. Bien; ¡soy tan feliz! Dentro de poco tendré una hija casada, ¡la señora de Wickham! ¡Qué bien suena eso! Y sólo cumplió diez y seis años el pasado junio. Querida Juana, me hallo tan emocionada que sé de cierto que no podré escribir; así, que yo dictaré y tú escribirás por mí. Después determinaremos con tu padre lo relativo al dinero; pero las otras cosas hay que arreglarlas al punto.
Disponíase a proceder a todas las menudencias de indianas, muselinas y batistas, y habría al instante dictado algunas órdenes, a no haberla persuadido Juana, aunque con cierta dificultad, a que esperase a poder consultar con sosiego a su padre. Hizo notar que un día de dilación sería de poca monta, y su madre estaba sobrado contenta para seguir tan obstinada como de costumbre. Además, otros planes le vinieron a la cabeza.
—Iré a Meryton—dijo—en cuanto me vista, a comunicar tan excelentes nuevas a mi hermana Philips. Y al regreso podré visitar a lady Lucas y a la señora de Long. ¡Catalina, baja corriendo y pide el coche! Estoy segura de que el tomar el aire me va a probar muy bien. Niñas, ¿puedo hacer algo por vosotras en Meryton? ¡Oh! Aquí viene Hill. Querida Hill, ¡ha oído usted las buenas noticias? La señorita Lydia va a casarse, y todas ustedes tendrán un bol de ponche que las alegre en la boda.
La señora Hill comenzó al punto a expresar su satisfacción. Isabel recibió su felicitación, como las demás, y entonces, enferma de ver tanta locura, se refugió en su cuarto para pensar con libertad.
La situación de la pobre Lydia habría de ser, aun dando lo mejor, bastante mala; pero no era eso lo peor: tenía que quedar agradecida. Creíalo así Isabel; y aunque mirando a lo por venir no podía esperar en realidad para su hermana ni razonable dicha ni prosperidad en el mundo, mirando hacia atrás, a lo que había temido sólo dos horas antes, comprendió todas las ventajas de lo que había ganado.
Capítulo 50
El señor Bennet había deseado muchas veces antes de este período ahorrar cierta cantidad anual para mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer si le sobrevivieran, en vez de gastar todos sus ingresos, y ahora deseaba haberlo hecho más que nunca. Si hubiera procedido así, como era debido, Lydia no necesitaría estar en deuda con su tío por cuanto en la ocasión presente se hiciera por ella, así en cuestión de honra como de crédito. La satisfacción de tentar a alguno de los más valiosos jóvenes de la Gran Bretaña a que fuese su marido hubiera estado entonces muy en su lugar.
Hallábase en extremo inquieto porque un asunto de tan escasa ventaja para cualquiera fuese llevado a cabo sólo por su cuñado, estando decidido a averiguar, si fuese posible, el importe de los auxilios de éste y satisfacerlo en cuanto estuviera a su alcance el efectuarlo.

En los comienzos del matrimonio del señor Bennet la economía fué reputada por inútil en absoluto, porque, cual era natural, había de tener un hijo varón, quien heredaría el vínculo al llegar a la edad necesaria, y la viuda y las hijas menores quedarían así aseguradas. Mas vinieron al mundo sucesivamente tres hijas, y el varón aun estaba por nacer; y aunque la señora de Bennet, tres años después del nacimiento de Lydia, tenía por seguro que aquél vendría, al fin desesperó. Pero era ya demasiado tarde: la señora de Bennet carecía de dotes de economía, y el amor de su marido a la independencia sólo había impedido que se excediese de sus ingresos.
Cinco mil libras había aseguradas en las capitulaciones matrimoniales para la señora de Bennet y sus hijas; mas de la voluntad de los padres dependía la distribución de las mismas. Por fin este pun- to iba a decidirse por lo tocante a Lydia, y la señora de Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos, pues, de grato reconocimiento por la bondad de su hermano, aunque expresado todo muy concisamente, confió él al papel su completa aprobación de todo lo hecho y su voluntad de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Antes, jamás había supuesto que de persuadirse Wickham a casarse con su hija se hubiera realizado esto con tan escasa incomodidad para sí propio como con el arreglo actual. Diez libras anuales era a lo más lo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que él le daba y los continuados regalos en metálico que le llegaban por conducto de su madre, el gasto de Lydia era muy poco menos que aquella suma.
Otra sorpresa por él bien recibida fué que todo se hiciera además con tan insignificante molestia por su parte, pues su principal deseo era siempre tener tan pocas como pudiera en sus asuntos. Pasado el primer impulso de ira, que diera como fruto su actividad en buscarla, tornó de nuevo, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí, porque, aunque tardo en emprender asuntos, era rápido en la ejecución de los mismos. En ella suplicaba más detalles acerca de lo que era en deber a su hermano; mas estaba sobrado resentido con Lydia para decirle a ella nada.
Las buenas nuevas se extendieron velozmente por la casa y con relativa prontitud por la vecindad. Cierto que habría sido más ventajoso para dar que hablar que la señorita Lydia Bennet hubiera venido a la ciudad, o mejor aún, hubiera sido recluída en alguna granja distante; mas había mucho que charlar sobre su matrimonio; y los buenos deseos de que le fuese bien, antes expresados por todas las malévolas señoras viejas de Meryton, no perdieron sino muy poco de viveza por ese cambio de circunstancias, porque con semejante marido la desgracia se daba por segura.
Hacía quince días que la señora de Bennet no bajaba de sus habitaciones; pero en día tan feliz volvió a ocupar su sitio a la cabecera de la mesa con ánimo muy levantado. No enturbiaba su triunfo ningún sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija, que fuera el principal objeto de sus anhelos desde que Juana tuvo diez y seis años, iba ahora a celebrarse, y sus pensamientos y sus palabras dirigíanse sólo a cosas relativas a bodas elegantes, muselinas finas y nuevos colores y servidores. Hallábase ocupadísima buscando en la vecindad morada conveniente para su hija, y sin saber ni considerar cuáles podrían ser los ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de ostentación.
—El parque de Haye—decía—podría servir si los Gouldings lo dejasen, o la casa de Stoke si el salón fuera mayor; ¡pero Ashworth está demasiado lejos! No resistiría yo el tenerla a diez millas; y en cuanto a la Quinta de Purvos, los áticos son terribles.
Su marido dejábela hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban presentes. Mas cuando se marcharon le dijo:
—Antes de tomar alguna de esas casas, o todas ellas, para tu hija vamos a entendernos. Hay una de las casas de esta vecindad donde nunca serán admitidos. No excitaré la carencia de pudor de ninguno de los dos recibiéndolos en Longbour.
Larga disputa siguió a esa declaración; pero el señor Bennet se mantuvo firme. Pasóse de ese punto a otro; y la señora de Bennet vió con asombro y horror que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar vestidos a su hija. Protestaba que no recibiría de él ni la menor prueba de afecto con ese motivo. La señora de Bennet no podía comprenderlo; excedía a cuanto imaginaba posible el que la ira de su marido alcanzase tan inconcebible grado de resentimiento como el de retirar a su hija un privilegio sin el cual su matrimonio apenas parecería válido. Más sensible era a la desgracia que la falta de vestidos había de reportar a la boda de su hija que a ninguna suerte de vergüenza por la fuga de ésta y su vida con Wickham quince días antes de que semejante boda se celebrara.
Isabel sentía ahora de modo más profundo haber llegado, impelida por el pesar del momento, a hacer partícipe a Darcy de los temores por su hermana, pues ya que el casamiento iba a dar en breve término feliz a la fuga, debía suponerse que se ocultarían los desfavorables comienzos del asunto a cuantos no se hallaran inmediatos al lugar del suceso.
No temía que el hecho se propagase por conducto de él. Pocos habría en cuyo secreto hubiera puesto ella mayor confianza; pero, a la par, no había nadie cuyo conocimiento de una flaqueza de su hermana hubiérale mortificado tanto; y no por temor a que de ello se siguiera alguna desventaja individual para sí, porque, de todas suertes, parecía mediar entre ambos un abismo invencible. Aun habiéndose arreglado el matrimonio de Lydia de la manera más honrosa, no era dado suponer que Darcy quisiera emparentar con una familia que a todos sus demás reparos iba a añadir ahora la alianza y parentesco más íntimo con el hombre que con tanta justicia él despreciara.
Ante una cosa así no podía extrañar ella que él retrocediese. El deseo de granjearse su afecto, de que ella se había percatado juzgando los sentimientos de él en el condado de Derby, no podía sobrevivir razonablemente a semejante golpe. Veíase, pues, humillada, entristecida; arrepentíase, aun sabiendo con dificultad de qué. Ansiaba su estimación cuando ya no podía esperar obtenerla; necesitaba oírle cuando semejaba existir la menor probabilidad de avenencia; estaba convencida de poder haber sido dichosa con él cuando no era regular que se encontrasen más.
«¡Qué triunfo para él—pensaba a menudo—si supiera que las proposiciones que con orgullo des- precié sólo cuatro meses antes serían ahora alegre y gratamente recibidas!»
No dudaba de que era generoso como el que más de su sexo; pero mientras viviese, aquello tenía que constituir un triunfo para él.
Comenzó al presente a comprender que él era con exactitud el hombre que por su modo de ser y su talento le habría convenido
más. El entendimiento y carácter de él, aunque no semejantes a los suyos propios, habrían colmado todos sus deseos. Hubiera sido una unión que por fuerza resultaría ventajosa para ambos: con la soltura y viveza de ella el carácter de él habríase dulcificado y sus modales mejorado; y del juicio, cultura y conocimiento del mundo que él poseía habría ella recibido beneficios de importancia.
Mas semejante matrimonio no habría de mostrar a la admirada multitud en qué consistía la felicidad conyugal; iba a efectuarse en su familia otra unión diferente que excluía la posibilidad de la primera.
No podía imaginar de qué modo Wickham y Lydia podrían sostenerse con tolerable independencia; pero conjeturaba con facilidad cuán escasa dicha estable podía darse en una pareja unida sólo porque sus pasiones eran más fuertes que su virtud.
***
El señor Gardiner volvió pronto a escribir a su hermano. Al agradecimiento del señor Bennet con- testaba con brevedad, asegurando su deseo de contribuir al bienestar de todos los de su familia, y terminaba con instancias para que el asunto no se volviera a mencionar. El principal objeto de la carta era para informarle de que Wickham había resuelto abandonar la milicia en que se hallaba.
«Mucho ansiaba yo que así fuera—añadía—en cuanto se ultimó el matrimonio; y creo que convendrás conmigo y considerarás la salida de ese Cuerpo como altamente provechoso así para él como para mi sobrina. La intención del señor Wickham es entrar en el Ejército regular, y entre sus antiguos amigos hay todavía quien puede y quiere ayudarle a conseguirlo. Se le ha prometido el grado de alférez en el regimiento del General…, ahora acuartelado en el Norte. Es una ventaja haberle de tener tan lejos de esta parte del reino. El promete resueltamente, y espero que sea así, que viéndose ante otra gente, entre la cual ambos deberán conservar su crédito, los dos serán más prudentes. He escrito al coronel Forster participándole nuestros arreglos y suplicándole que satisfaga a los varios acreedores del señor Wickham en Brighton y sus cercanías con seguridades de inmediato pago, al cual yo mismo me he comprometido. ¿Quieres tomarte la molestia de llevar iguales seguridades a los de Meryton, de los cuales te incluyo lista de acuerdo con la información de aquél? Nos ha confesado todas sus deudas, y espero por lo menos que no nos haya engañado. Haggerston tiene nuestras instrucciones, y todo se terminará en una se- mana. Entonces se unirá al regimiento, a no ser que primero se le invite a Longbourn; y sé por la señora de Gardiner que su sobrina abriga de veras deseos de veros a todos antes de dejar el Sur. Hállase buena, y suplica que os acordéis de ella tú y su madre. »Tu, etc.,
»E. GARDINER.» El señor Bennet y sus hijas vieron las ventajas de la salida de
Wickham de la milicia del condado tan claro como lo había visto el señor Gardiner; mas la señora de Bennet no se complacía tanto con ello. El que Lydia se estableciera en el Norte precisamente cuando ella había esperado mayor agrado y enorgullecimiento con su compañía, ya que no había prescindido del placer de que residiera en el condado, era disgusto grande; y además, era lástima que Lydia se separara de un regimiento donde era conocida de todos y tenía tantos admiradores.
—¡Quiere tanto a la señora de Forster—decía—que le será horrible en verdad el dejarla! Y además hay varios muchachos que le gustan mucho. No serán tan simpáticos los oficiales en el regimiento del General…
La súplica de su hija—pues como tal había que considerarla—de ser admitida de nuevo en la familia antes de partir para el Norte recibió pronto rotunda negativa; pero Juana e Isabel, que, mirando a los sentimientos y al porvenir de su her- mana, convenían en desear que diese cuenta de su matrimonio a sus padres, insistieron con tal viveza, y hasta de modo tan razonable y dulce, en que su padre recibiese a ella y a su marido en Longbourn en cuanto se casasen, que le persuadieron a opinar con ellas y a obrar conforme a su deseo; y así, su madre tuvo la satisfacción de saber que podría presentar a la vecindad a su hija casada antes de ser ésta desterrada al Norte. En consecuencia, cuando el señor Bennet volvió a escribir a su hermano dió su permiso para que aquéllos viniesen, determinándose que en cuanto acabase la ceremonia seguirían a Longbourn. Isabel quedó no obstante sorprendida de que Wickham consintiese en semejante plan, y, a consultar sobre su propio deseo, habría concluído que el último de los suyos era encontrarse con él.
Capítulo 51
El día de la boda de Lydia llegó, y Juana e Isabel se interesaron por ésta más probablemente que la misma por sí. Envióse el coche para que los encontrase en *** y para que vinieran en él a la hora de comer. De su llegada dieron aviso las mayores de las Bennet, y en especial Juana, quien suponía en Lydia los mismos sentimientos que a ella le habrían embargado si hubiera sido la culpable, y se hacía desgraciada pensando en lo que su hermana debía sufrir.
Llegaron. La familia estaba reunida en el cuarto de almorzar para recibirlos. La sonrisa adornaba el rostro de la señora de Bennet cuando el coche se detuvo a la puerta; su marido parecía impenetrablemente serio; sus hijas, alarmadas, ansiosas, inquietas.

Oyóse la voz de Lydia en el vestíbulo; se abrió la puerta y corrió aquélla al cuarto. Su madre se detuvo ante ella, la abrazó y le dió con entusiasmo la bienvenida; ofreció con afectuosa sonrisa su mano a Wickham, que seguía a su mujer, deseando felicidad a ambos con alegría que no dejaba duda sobre su dicha.
El recibimiento no fué tan por completo cordial por parte del señor Bennet, hacia quien luego se volvieron. El aspecto del mismo más bien ganó entonces en austeridad y apenas abrió los labios. El tranquilo descaro de la joven pareja era en verdad suficiente cosa para provocarle. Isabel quedó disgustada, y aun Juana asustada de lo que veía. Lydia era Lydia: indómita, descocada, salvaje y sin temor alguno. Fué de hermana en hermana pidiendo que la felicitaran, y cuando al cabo todas se sentaron, miró con avidez por toda la estancia, tomó nota de cierta pequeña alteración en la misma y dijo, con una carcajada, que hacía mucho tiempo desde que no estaba allí.
Wickham tampoco se encontraba más triste que ella; pero sus modales eran siempre tan agradables, que si su carácter y su casamiento hubieran sido exactamente como debieran, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento de su parentesco por sus cuñadas habrían agradado a todas éstas. Isabel no le había supuesto apto para manifestar descaro tal; mas se sentó, resolviendo para sus adentros no fijar en adelante límites para la desvergüenza de un desvergonzado. Se sonrojó ella, y Juana también se sonrojó; pero las mejillas de aquellos que causaban ese sonrojo no experimentaron cambio ninguno.
No faltó conversación. Ni la novia ni su marido podían hablar más aprisa, y Wickham, que resultó sentado al lado de Isabel, comenzó a preguntar por sus conocidos de la vecindad con tal facilidad y buen humor que se encontró ella muy desigual a él en la contestación. Ambos, Lydia y Wickham, parecían tener la más dichosa memoria del mundo. Nada de lo pasado recordaban con pena, y la primera entró de propósito en temas a que sus hermanas no habrían aludido por nada.
—Creo que sólo han transcurrido tres meses—exclamó ella—desde que me fuí y aun me parece que no han sido sino quince días; y, no obstante, han ocurrido bastantes cosas en ese tiempo. ¡Dios mío! Cuando me fuí, bien cierto es que no tenía idea de verme casada al regresar, aunque sí creía que sería buena broma el que lo estuviera.
Su padre alzó los ojos, Juana se entristeció, Isabel miró con expresión a Lydia; mas ésta, que nunca veía ni oía lo que no le interesaba, continuó alegremente:
—¡Mamá!, ¿sabe la gente de por aquí que estoy casada? Temo que no; y por eso, cuando encontramos a Guillermo Goulding en su cochecito me decidí a hacérselo saber; y así, bajé el vidrio que daba a su lado, me quité el guante y dejé reposar mi mano justamente sobre el marco de la ventanilla para que aquél viese mi anillo; y entonces le saludé y me sonreí, como dándoselo a entender.
Isabel no pudo soportar eso más. Levantóse y corrió a su cuarto, no volviendo hasta haber oído que pasaban por el vestíbulo al comedor. Unióse entonces con ellos lo suficientemente pronto para ver a Lydia dirigirse con gran prosopopeya al costado derecho de su madre, diciendo a su hermana mayor:
—¡Juana, ahora ocupo yo tu puesto; tú tienes que ir más abajo, porque yo soy una mujer casada!
No había que suponer que el tiempo proporcionase a Lydia la cautela de que hasta aquí había estado tan ayuna. Ansiaba ver a la señora de Philips, a los Lucas, a todos los demás vecinos, y oírse llamar señora de Wickham por todos ellos; y por de pronto, así que comió fué a enseñar su anillo, jactándose de estar casada, a la señora Hill y a las dos criadas.
—Bien, mamá—dijo cuando todas volvieron al cuarto de almorzar —; ¿qué piensas de mi marido? ¿No es un hombre encantador? Segura estoy de que mis hermanas me envidian; sólo deseo que tengan la mitad de suerte que yo. Deben ir to- das a Brighton: ése es el sitio para pescar maridos. ¡Qué lástima, mamá, que no vayamos allí todos!
—Muy cierto; y si yo mandase, iríamos. Pero, querida Lydia mía, no me gusta que te vayas tan lejos. ¿Es preciso?
—¡Oh Dios mío, sí!; pero no importa; me gustará aquello más que todas las cosas. Tú y papá y mis hermanas habéis de venir a vernos. Estaremos en Newcastle todo el invierno, y me atrevo a asegurar que allí habrá algunos bailes, y tendré cuidado de obtener buenas parejas para todas ellas.
—¡Oh! Eso me gustará más que nada.
—Y en aquel caso, cuando regreséis podréis dejar con nosotros a una o dos de mis hermanas; y afirmo que tendrá marido antes de terminar el invierno.
—Por mi parte te agradezco la intención—dijo Isabel—; pero no me agrada gran cosa tu sistema de pescar maridos.
Los visitantes no iban a permanecer allí sino unos diez días. Wickham había recibido su destino antes de dejar Londres y tenía que unirse con su regimiento al cabo de una quincena.
Nadie, excepto la señora de Bennet, sentía que su estancia fuera tan corta, y aquélla empleó la mayor parte del tiempo en hacer visitas con su hija y tener frecuentes reuniones en su casa. Semejantes reuniones eran gratas a todos; el evitar el círculo de la familia era todavía más apetecible a los que reflexionaban que a los que no.
El afecto de Wickham por Lydia era exacta- mente como Isabel había esperado, y no igual el de Lydia por él. Apenas necesitó Isabel observar a ésta para comprender, por razón de los hechos mismos, que la fuga se había verificado más bien por la fuerza del amor de ella a él que no por el de él a ella; y se habría admirado de que accediera él a fugarse sin violenta atracción hacia la que era su mujer, si no hubiera tenido por cierto que la huída la requería lo desdichado de sus circunstancias; pero siendo ése el caso, no era él joven para resistir a la oportunidad de ganar una compañera.
Lydia lo amaba con exceso: era él su querido Wickham en todos los momentos; nadie podía competir con él. A sus ojos, él obraba lo mejor del mundo, estando segura de que a comienzos de septiembre mataría él más pájaros que todos los otros del país.
Una mañana, poco después de su arribo, mientras estaba sentada con sus dos hermanas mayores dijo a Isabel:
—Me parece, Isabel, que no te he contado todavía mi boda. No te encontrabas aquí cuando hablé a mamá y las otras sobre eso. ¿No tienes curiosidad de saber cómo fué?
—En realidad, no—replicó Isabel—; creo que no debes hablar mucho sobre eso.
—¡Ah! ¡Eres tan rara! Pero yo he de contarte cómo fué. Ya sabes que nos casamos en San Clemente porque el alojamiento de Wickham pertenecía a dicha parroquia. Habíase acordado que todos estuviésemos allí a las once. Mis tíos y yo ibamos a ir juntos, y los demás nos habían de encontrar en la iglesia. Bien; pues llegó el lunes por la mañana, ¡y yo estaba con tal alboroto! ¿Sabes? ¡Temía tanto que ocurriese algo que lo echase todo a paseo y me dejase por completo fastidiada! Y durante todo el tiempo en que me vestí, allí estuvo mi tía predicándome y hablándome cual si me leyera un sermón. Mas yo no escuché la décima parte de sus palabras, porque, como puedes suponer, pensaba en mi querido Wickham. Ansiaba saber si se casaría con su traje azul.
Bien; almorzamos a las diez, como de costumbre. Yo pensaba que aquello no iba a acabar, porque has de saber además que mi tío y mi tía habían estado sumamente desagradables conmigo todo el tiempo que estuve con ellos. Créeme; no puse los pies fuera de casa en los quince días: ni una reunión, ni una excursión; ¡nada! Cierto que Londres más bien parecía desanimado; pero el Pequeño Teatro estaba abierto. Bien; pues así que llegó el coche a la puerta mi tío fué requerido para cierto asunto por aquel horrible señor Stone. Y ya sabes que cuando están juntos la cosa no tiene fin. Bien; pues como me hallaba tan temerosa, no sabía qué hacer; porque mi tío me iba a abandonar, y si llegábamos pasada la hora no nos casábamos en todo el día. Pero, felizmente, mi tío llegó a los diez minutos; salimos todos. Mas yo recordé después que si se hubiese visto él imposibilitado de ir, la boda no se habría suspendido, porque el señor Darcy podía haber hecho su papel tan bien como él mismo.
—¡El señor Darcy!—repitió Isabel con el mayor asombro.
—¡Oh, sí!; iba a ir allá con Wickham, ¿sabes? Pero, ¡pobre de mí! ¡Lo había olvidado por completo! No debiera haber dicho ni una palabra de eso. ¡Se lo prometí a ambos tan confiadamente! ¿Qué dirá Wickham? ¡Debía estar eso tan secreto!
—Si tenía que quedar secreto—dijo Juana—no digas más sobre el asunto. Cuenta con que no trataré de saber más.
—¡Oh!, cierto—dijo Isabel, aunque ardiendo en curiosidad—; no te haremos preguntas.
—¡Gracias!—dijo Lydia—; porque si las hiciereis es seguro que os contaría todo, y entonces Wickham se enfadaría.
Con semejante incentivo para preguntar, Isabel se vió obligada a prescindir de hacerlo y a marcharse.
Mas vivir en la ignorancia de semejante cosa era imposible, o por lo menos lo era no tratar de informarse. Darcy había estado en la boda de su hermana. Precisamente era ésa una escena ejecutada por unas personas cerca de todo lo cual parecía que él tenía bien poco que hacer y a todo lo cual también debía experimentar bien poca tentación de asistir. Por su cerebro cruzaron, rápidas y confusas, conjeturas sobre la significación de ese hecho; mas no quedó satisfecha con ninguna. Las que más le complacían, porque elevaban la figura de aquél, semejaban ser improbables. No podía soportar tamaña incertidumbre, y así, cogiendo pre- surosa una hoja de papel, escribió una breve carta a su tía pidiéndole aclaración de lo que Lydia había soltado, si fuese compatible con el secreto que se había impuesto.
«Con facilidad comprenderás—añadía—que mi curiosidad requiere saber cómo una persona desligada de todos nosotros, y—hablando comparativamente—un extraño a nuestra familia, ha estado con vosotros en ese momento. Suplícote que me escribas al instante y que me lo hagas comprender, a no ser que por muy poderosas razones haya de permanecer en el secreto que Lydia juzga necesario; y en ese caso, habré de probar a quedar satisfecha con la ignorancia.
«No es que haya de hacerlo, sin embargo—pensó para sus adentros, y acabó su carta—; y, querida tía, si no me lo cuentas, me veré forzada a usar tretas y estratagemas para descubrirlo.»
El delicado sentido del honor que poseía Juana vedóle hablar en particular a Isabel de lo que Lydia dejara escapar. Isabel se alegró de ello, aunque resultaba así que si sus inquisiciones recibían algún éxito se vería privada de confidente.
Capítulo 52
Isabel tuvo la satisfacción de recibir contestación a su carta tan pronto como fué posible. Apenas se vió en posesión de ella corrió al sotillo, donde era menos probable que fuese interrumpida; se sentó sobre un banco y se preparó a la felicidad, pues el final de la carta la convenció de que no contenía repulsa.

«Calle de la Iglesia de la Merced, 6 septiembre.»
»Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana a contestarla, pues pienso que poca escritura no podrá abarcar lo que tengo que comunicarte. He de confesarme sorprendida por tu pregunta: no la esperaba de ti. No te incomodes, pues sólo deseo hacerte saber que no imaginaba que semejantes indagaciones fuesen precisas por tu padre. Si no quieres entenderme, perdona mi impertinencia. Tu tío está tan sorprendido como yo, y sólo la creencia de que eras parte interesada le habría permitido obrar como lo ha hecho. Mas por si en realidad eres inocente o ignorante, habré de ser más explícita.
»El mismo día de mi llegada a casa desde Longbourn tu tío había tenido una visita muy inesperada. El señor Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas. Todo estaba arreglado cuando yo llegué; así que mi curiosidad no se vió tan horriblemente atormentada como la tuya parece estarlo. Vino a decir a Gardiner que había descubierto dónde se encontraban Wickham y tu hermana, y que los había visto y hablado a los dos: a Wickham, repetidas veces; a tu hermana, sólo una. Por lo que puedo colegir, él abandonó el condado de Derby sólo un día después que nosotros, viniendo a la capital con resolución de buscarlos. El motivo confesado era su convicción de que a él se debía que el descrédito de Wickham no hubiera sido tan bien conocido que hiciera imposible a toda muchacha regular amarle o fiarse de él. Con generosidad imputó todo a su ciego orgullo, confesando que antes había juzgado indigno de su persona poner a vista del público sus acciones privadas: su modo de ser había de hablar por él. Pero veía ahora que su deuda aumentaba, y trataba de remediar un daño acarreado por él mismo. Si tenía otro motivo, supongo que no sería deshonroso. Había pasado algunos días en la capital sin poder descubrirlos; mas disponía de algo que le podía guiar en sus pesquisas, lo cual era más de lo que nosotros teníamos, y el saberlo era también otra razón para seguirlas.
»Parece que hay una señora, una tal señora Young, que fué tiempo atrás aya de la señorita de Darcy y hubo de ser destituída de su cargo por algún motivo censurable, aunque él no nos dijo cuál. Al ocurrirle eso tomó ella una amplia casa en la calle de Eduardo, y desde entonces se venía sosteniendo con el alquiler de habitaciones. Esta señora Young hallábase, según él sabía, en íntima relación con Wickham, y a ella acudió en busca de noticias de éste en cuanto llegó a la capital. Mas pasaron dos o tres días antes de poder obtener de la misma lo que necesitaba. Supongo que no quiso ella hacer traición a su confianza sin soborno y corrupción, ya que, en realidad, desde el principio sabía dónde se encontraba su amigo. Wickham, en efecto, había acudido a ella a su llegada a Londres, y si ella hubiera podido recibirlos en su casa habrían tenido su alojamiento allí. Mas al cabo nuestro amable amigo consiguió la dirección que buscaba. Estaban en la calle de ***. Vió a Wickham, y después insistió en ver a Lydia. Su primer objeto cerca de ella era, cual reconoció, persuadirla a que saliera de su desgraciada situación del momento, volviendo a su familia en cuanto se pudiera conseguir que la recibieran, y ofreciéndole su ayuda hasta donde pudiera alcanzar. Pero encontró a Lydia resuelta por completo a seguir donde estaba. No se cuidaba ella de nadie de su familia; no necesitaba de la ayuda de él; no quería oír nada referente a abandonar a Wickham; estaba convencida de que se casarían una vez u otra, y no le importaba mucho saber cuándo. Siendo éstos sus sentimientos, él pensó que sólo restaba facilitar y asegurar el matrimonio, el cual, en su primer diálogo con Wickham, conoció él que no estaba en los planes de éste. Confesóse Wickham obligado a abandonar su regimiento por ciertas deudas de honor que le oprimían; no tuvo escrúpulos en hacer recaer sólo sobre la locura de Lydia todas las malas consecuencias de su huída, y en cuanto a su futura situación, poco podía prever de ella: tenía que irse a alguna parte, pero no sabía adónde, y conocía que no tenía nada para vivir.
»El señor Darcy le preguntó por qué no se había casado de una vez con su hermana. Aunque al se- ñor Bennet no lo imaginaba muy rico, algo habría podido hacer por él en aquel caso, y su situación habría quedado mejorada con el matrimonio. Pero en la contestación a esta pregunta entrevió que Wickham acariciaba todavía la idea de crearse más sólida fortuna casándose en algún otro punto. Con todo, en las circunstancias en que se veía no parecía irreductible contra la tentación de remedio inmediato.
»Entrevistáronse muchas veces, porque había mucho que discutir. Wickham, desde luego, necesitaba más de lo que podía obtener; pero al fin se redujo a lo razonable.
»Cuando todo se halló convenido entre ellos, el primer paso del señor Darcy fué hacer sabedor de ello a tu tío, y entonces vino por primera vez a la calle de la Iglesia de la Merced, en la tarde anterior a que yo llegase a casa. Pero Gardiner no le pudo ver, y el señor Darcy supo, gracias a mayores inquisiciones, que tu padre seguía aún con él, pero que iba a abandonar la capital a la mañana siguiente. No juzgó que tu padre fuera persona con quien poder tratar de esto tan bien como con tu tío, y al punto retrasó el ver a éste hasta después de la marcha de aquél. No dejó, pues, su nombre, y hasta el día siguiente se supo sólo que un caballero había venido por cuestión de negocios.
»El sábado volvió a venir. Tu padre se había ido, tu tío estaba en casa, y como te he dicho antes, tuvieron mucho que hablar reunidos.
»Juntáronse de nuevo el domingo, y entonces le vi yo también. No estuvo todo decidido hasta el lunes, y en cuanto lo estuvo se envió el propio a Longbourn. Pero nuestro visitante se mostró muy obstinado; ten por seguro, Isabel, que la obstinación es, después de todo, el verdadero defecto de su carácter. Ha sido acusado de muchas faltas en diferentes ocasiones, pero ésa es la única verdadera. Nada habría de hacerse que no hubiera de hacerlo él mismo; aunque estoy segura—y no digo nada para que lo agradezcas, y por consiguiente no hables de ello—de que tu tío habría arreglado todo muy al instante.
»Batallaron juntos largo tiempo, que fué mucho más de lo que ni el caballero ni la señorita interesados en ello merecían. Pero al cabo tu tío se vió obligado a ceder; y en vez de permitírsele que fuera útil a su sobrina se vió reducido a tener sólo la apariencia de serlo, aunque con repugnancia; y pienso en realidad que tu carta de esta mañana le ha proporcionado gran placer, porque necesitaba dar una aclaración que le quitase sus plumas prestadas y concediera la alabanza a quien es debida. Pero, Isabel, esto no salga de ti, o a lo más de Juana.
»Supongo que sabes suficientemente bien lo que se ha hecho por ese joven. Sus deudas, que creo que montan considerablemente más de mil libras, van a ser satisfechas; otras mil fijadas para ella como adición a lo suyo propio; y el empleo de él está conseguido. Las razones por las cuales el señor Darcy debía hacer todo esto son sólo las que te he expuesto con anterioridad: debíase a él, a su reserva y falta de conveniente consideración, que el carácter de Wickham hubiese sido mal conocido, y en consecuencia que hubiera sido él recibido y considerado como lo fuera. Acaso haya alguna verdad en esto, aunque dudo que su reserva, ni la reserva de nadie, pueda ser responsable del suceso. Mas, a pesar de toda su fina charla, mi querida Isabel, puedes quedar por completo segura de que jamás habría cedido tu tío si no hubiéramos prestado crédito a él por otro interés en el asunto.
»Cuando todo estuvo resuelto volvió otra vez cerca de sus amigos, que seguían todavía en Pemberley; mas prometió que estaría en Londres otra vez al efectuarse la boda y que todas las cuestiones de dinero se solventarían entonces.
»Creo que ya te he contado todo. Es una relación que, según me dices, te ha de sorprender mucho; pero, por lo menos, supongo que no te proporcionaré ningún desagrado. Lydia vino a nuestra casa y Wickham ha tenido constante acceso a ella. Este ha sido aquí exactamente lo que era cuando le conocí en el condado de Hertford; mas no querría decirte cuán poco satisfecha he estado con la conducta de ella durante su permanencia con nosotros si no hubiera notado por la carta de Juana del miércoles que su proceder al llegar a vuestra casa ha sido con exactitud el mismo, por lo cual lo que ahora te diga no habrá de sorprenderte. Habléle repetidas veces del modo más serio, re- presentándole la desgracia que había acarreado a su familia. Si me oyó, sería por casualidad, porque estoy convencida de que no me atendía. Algunas veces llegó a cargarme; mas entonces me acordaba de mis queridas Isabel y Juana, y por éstas me revestía de paciencia con aquélla.
»El señor Darcy fué puntual en su regreso, y, cual os dijo Lydia, asistió a la boda. Comió con nosotros al día siguiente, e iba a salir de la capital el miércoles o jueves. ¿Te incomodarás conmigo, querida Isabelita, si aprovecho esta oportunidad para decirte—lo que nunca me había atrevido a decir antes—cuánto me gusta? Su conducta con nosotros en todo ha sido tan agradable como cuando estábamos en el condado de Derby. Su entendimiento, sus opiniones, todo me es grato; no le falta mas que un poco de viveza, y eso, si se casa prudentemente, su mujer se lo podrá enseñar. Téngolo por muy disimulado; apenas pronunció tu nombre. Pero el disimulo parece estar de moda.
»Suplícote que me dispenses si he sido muy presumida, o por lo menos que no me castigues hasta el punto de excluirme de P. Nunca seré por completo feliz hasta que haya dado toda la vuelta al parque. Un faetón bajo con un lindo par de jacas sería el ideal.
»Pero no puedo escribirte más. Los niños me han estado echando de menos durante la última media hora.
»Tu muy afectísima
»M, Gardiner.» El contenido de esta carta dejó a Isabel en una agitación de espíritu en que era difícil determinar si el placer o la pena tomaban mayor parte. Probado quedaba ser ciertas las vagas e indeterminadas sospechas que su incertidumbre sobre lo que Darcy hiciera para llevar adelante el casamiento de su hermana había hecho nacer, sospechas que ella había temido alentar por referirse a esfuerzos sobrado grandes de bondad para ser probables, y que a la par temió que fuesen fundadas por la pena que consigo llevaba la obligación. Habíales él seguido de propósito a la capital y tomado sobre sí toda la molestia y mortificación inherentes a semejante busca, en la cual había sido necesaria la súplica a una mujer a quien él debía abominar, y donde se había visto constreñido a tratar, a tratar con frecuencia, a persuadir, y a la postre a sobornar, al hombre a quien más habría deseado evitar y cuyo sólo nombre era para él castigo el pronunciarlo. Todo eso lo había hecho en beneficio de una muchacha por quien no podía interesarse y a quien no podía estimar. Su corazón le decía que lo había hecho por ella misma; mas esa esperanza era reprimida por otras consideraciones, y pronto conoció que holgaba su vanidad pretendiendo explicar el hecho por su afecto hacia ella, hacia una mujer que le rechazara, afecto que, de existir, tendría que ser capaz de sobreponerse a sentimiento tan natural como el del odio al parentesco con Wickham. ¡Ser cuñado de Wickham! Todo linaje de orgullo tenía que revolverse contra ese vínculo. Cierto que él había hecho mucho, y avergonzada se veía ella de lo mucho que era; pero había dado una razón para su intervención, la cual no exigía extraordinario esfuerzo para ser creída. Era razonable pensar que él se hubiera creído equivocado; era liberal, y poseía los medios de practicar la liberalidad; y aun sin tenerse ella por su principal móvil, cabía pensar acaso que cierto interés por ella que le quedase le habría aguijoneado a hacer esas inquisiciones en un asunto que tocaba sin embargo a la paz de su espíritu. Era penoso, extraordinariamente penoso, quedar obligados a una persona que jamás podría recibir el pago. Debían la salvación de Lydia, su reputación, todo a él. ¡Oh! ¡Cuán profundamente le entristecían todos los sentimientos ingratos que siempre había alimentado por él, todas las palabras insolentes que le dirigiera! Estaba avergonzada de sí misma, pero orgullosa de él: orgullosa, porque en un asunto de compasión y de honra no había podido quedar mejor. Leyó una y otra vez el elogio que de él hacía su tía; y aunque no lo encontraba suficiente, le agradó. Sentía placer, aunque mezclado con pena, al ver cuánta seguridad abrigaban ambos, su tío y su tía, de que subsistía afecto y confianza entre Darcy y ella.
Levantóse de su asiento y salió de su meditación al notar que alguien se aproximaba; y antes de que pudiera llegar a otro sendero fué sorprendida por Wickham.
—Temo interrumpir tu solitario paseo, querida hermana—díjole en cuanto se le unió.
—Así es en verdad—replicó ella con una sonrisa—; mas no se sigue de ahí que la interrupción sea mal recibida.
—Mucho sentiría que lo fuese. Nosotros siempre hemos sido buenos amigos.
—Cierto. ¿Han salido los demás?
—No lo sé. Los señores de Bennet y Lydia han ido en coche a Meryton. Y bien, querida hermana, sé por nuestros tío y tía que has estado hace poco en Pemberley.
Ella contestó con una afirmación.
—Casi te envidio el placer, y aun creo que, si eso no fuera excesivo para mí, pasaría por allí en mi viaje a Newcastle. Supongo que verías a la anciana ama de llaves. ¡Pobre Reynolds! Siempre me quiso mucho. Pero, por supuesto, no me nombraría delante de vosotros.
—Sí, lo hizo.
—¿Y qué dijo?
—Que te habías marchado al ejército y que temía que no te hubiera ido bien. De tan lejos, comprendes, las cosas se saben mal.
—Cierto—contestó él mordiéndose los labios.
Isabel creyó haberlo reducido al silencio; mas pronto dijo él:
—Me ha sorprendido ver a Darcy el mes pasado en la capital. Estuvimos juntos muchas veces. Me intriga conocer qué podía estar haciendo allá.
—Quizá preparando su matrimonio con la señorita de Bourgh—dijo Isabel—. Debe de ser raro encontrarle allí en esta estación.
—Sin duda. ¿Le viste mientras estuvisteis en Lambton? Creo haber sabido por los Gardiner que sí.
—Sí; nos presentó a su hermana. —¿Y te gustó ella?
—Muchísimo.
—Es verdad que he oído que ha mejorado extraordinariamente en este año o en estos dos. Cuando la vi la última vez no prometía mucho. Celebro que te gustase. Espero que le irá bien.
—Me atrevo a decir que así le irá: ha pasado la edad más difícil. —¿Pasaste por el pueblo de Kimpton?
—No me acuerdo.
—Lo menciono porque es la morada que yo debía tener. ¡Qué sitio tan delicioso! ¡Excelente abadía! Habríame convenido desde todos los puntos de vista.
—¿Te hubiera gustado mucho componer sermones?
—Muchísimo. Lo habría considerado como parte de mis obligaciones, y pronto habría sido nulo el esfuerzo para componerlos. No debe uno quejarse; pero ten por cierto que eso habría sido a propósito para mí. La quietud, el retiro de semejante
vida habrían colmado todas mis ideas de felicidad. ¡Pero no había de ser! ¿Has oído mencionar a Darcy los detalles de eso cuando estuviste en Kent?
—He oído, de testimonio que tengo por bueno, que eso se te dejó sólo condicionalmente y a voluntad del actual patrono.
—¿Has oído eso? Sí, algo había así; de esa manera te lo conté la primera vez; debes recordarlo.
—También oí que hubo un tiempo en que el componer sermones no era para ti cosa tan grata como parece serlo ahora; que entonces declaraste tu resolución de no ordenarte nunca, y que el asunto se zanjó en armonía.
—¡Sí!; no deja eso de tener fundamento. Debes recordar lo que te dije en cuanto a lo mismo cuando hablamos de ello la primera vez.
Hallábanse a la sazón ya casi a la puerta de la casa, pues Isabel había seguido paseando por desembarazarse de él; y no queriendo provocarle, en atención a su hermana, díjole sólo, con sonrisa de buen humor:
—Vamos, Wickham; somos hermano y hermana, ¿sabes? No disputemos sobre lo pasado. En adelante supongo que siempre pensaremos igual.
Dióle la mano; él la besó con afectuosa galantería, aunque apenas sabía qué cara poner, y penetraron en la casa.
Capítulo 53
Wickham quedó tan por completo satisfecho con esta conversación, que nunca más se afligió a sí mismo ni provocó a su querida hermana Isabel volviendo a la carga, y ella se alegró de haber dicho lo suficiente para que el otro se quedase quieto.
Pronto llegó el día de la partida de él y de Lydia, y la señora de Bennet se vió forzada a una separación que tenía visos de continuar por lo menos un año, ya que de ningún modo entraba en los planes de su marido el ir todos a Newcastle.
—¡Ah mi querida Lydia!—exclamaba—. ¿Cuándo nos volveremos a ver?
—¡Dios mío!; no lo sé; acaso no sea en dos o tres años.
—Escríbeme muy a menudo, querida mía.

—Tan a menudo como pueda. Pero ya sabes que las mujeres casadas no disponen jamás de mucho tiempo para escribir. Mis hermanas son quienes podrán escribirme; no tendrán otra cosa que hacer.
La despedida fué mucho más afectuosa por parte de Wickham que por la de su mujer. Sonrióse, miró bonitamente y dijo cosas encantadoras.
«Es un muchacho fino—dijo el señor Bennet en cuanto salieron de la casa—como no he visto jamás. Sonríe y nos hace la corte a todos. Me siento orgulloso de él. Desconfío de que el propio señor Guillermo Lucas resultara mejor yerno.»
La pérdida de su hija sumió a la señora de Bennet en tristeza por varios días.
—Siempre creí—decía—que nada había peor que separarse de las personas queridas. ¡Se ve una tan desamparada sin ellas!
—Pues ya lo ves; ésa es una consecuencia de casar a las hijas— dijo Isabel—. Te quedarás más satisfecha con que las otras cuatro sigamos solteras.
—No hay tal. Lydia no me abandona por verse casada, sino porque el regimiento de su marido está lejos. Si hubiera estado más cerca, ella no se habría marchado tan pronto.
Pero la falta de ánimos que le ocasionó ese suceso se alivió pronto, abriéndose de nuevo su mente a la agitación con una serie de noticias que por entonces comenzaron a circular. El ama de llaves de Netherfield había recibido órdenes de prepararse para la llegada de su amo, quien iba a venir pasados dos o tres días para cazar allí durante unas semanas. La señora de Bennet estaba por completo sobre ascuas. Miraba a Juana y sonreía y sacudía la cabeza alternativamente.
—Bien, bien; ¿conque viene el señor Bingley, hermana?—pues fué la señora de Philips quien primero le trajo esa noticia—. Pues mejor. Aunque no me cuido de él. Tú sabes que nada tiene que ver con nosotros, y bien seguro es que no necesitaremos volver a verle. Mas, sin embargo, será muy bien venido a Netherfield si le gusta venir. Y ¿quién sabe lo que puede acontecer? No ignoras que hace tiempo convinimos en no decir palabra de eso. Pero ¿es en absoluto seguro que viene?
—Puedes darlo por cierto—replicó la otra—, porque la señora Nichols estuvo en Meryton la tarde última; la vi pasar y salí con propósito de averiguar lo positivo, y me dijo que sí, que era la verdad pura. Viene el jueves lo más tarde; acaso el miércoles; y me dijo aquélla que iba a la carnicería a encargar más carne para el miércoles y tres pares de patos a propósito para matarse.
Juana no pudo oír hablar de semejante venida sin cambiar de color. Hacía muchos meses que no mencionaba el nombre de Bingley a Isabel; mas ahora, en cuanto se vieron juntas, le dijo:
—He notado, Isabel, que me mirabas hoy cuando mi tía hablaba de la noticia del día, y sé que te habré parecido triste; mas no te figures que es por ninguna necedad. Me quedé confusa sólo por un momento porque conocí que se me observaría. Asegúrote que la noticia no me afecta ni placentera ni tristemente. Me alegro de una cosa: de que viene solo, porque así le veremos menos. No es que tenga miedo de mí, pero temo la observación de los demás.
Isabel no sabía qué pensar. A no verle en el condado de Derby, habría podido suponerle capaz de venir tan sólo por el motivo de referencia; mas todavía lo juzgaba interesado por Juana, y hasta se arriesgaba a la probabilidad de que viniera con autorización de su amigo o fuese lo suficientemente atrevido para venir sin ella.
¡Es decir—pensaba a veces—, que este pobre hombre no puede venir a una casa alquilada legalmente sin levantar esta polvareda! Quiero abandonarle a sí propio.
A pesar de cuanto su hermana declaraba, y ella creía en realidad que eran sus sentimientos, Isabel pudo notar que al esperar la venida, aquélla hallábase afectada. Estaba más turbada, más desigual que la había visto por lo común.
El tema que con tanto calor se discutía entre sus padres hacía un año surgió ahora de nuevo.
—Querido mío, supongo que en cuanto llegue el señor Bingley irás a visitarle.
—No, no; me obligaste a hacerlo el año pasado, prometiéndome que si iba se casaría él con una de mis hijas. Pero como eso acabó en nada, no quiero volver a ser enviado como nuncio de locos.
Su mujer le hizo presente cuán absolutamente necesaria sería esa atención por parte de todos los caballeros de la vecindad cuando aquél llegase a Netherfield.
—Eso es una etiqueta que desprecio—repuso él—. Si necesita nuestra compañía, que la busque; ya sabe dónde vivimos. No puedo gastar tiempo en correr tras todos los vecinos cuantas veces van y vuelven.
—Bien; será cosa feísima que no le visites; mas estoy resuelta a que eso no impida, sin embargo, que le convide a comer aquí. En breve hemos de tener a la señora Long y a los Gouldings, y como esos harán trece con nosotros habrá justamente lugar en la mesa para él.
Consolada con esta resolución, quedó perfectamente dispuesta a soportar la falta de cortesía de su esposo, por más que resultase muy mortificante que, debido a aquélla, todos sus vecinos pudieran ver antes que ellos a Bingley. Al aproximarse el día del arribo Juana dijo a su hermana:
—Después de todo, empiezo a entristecerme de que venga. No ha de importarme nada; le podré ver con completa indiferencia; pero casi no puedo resistir que se hable de él perpetuamente. Mi ma- dre tiene buena intención; mas no sabe, ni nadie puede saber, cuánto sufro con lo que dice. Seré feliz cuando haya terminado él su estancia en Netherfield.
—Querría poder decirte algo para consolarte —contestó Isabel—. Debes comprenderlo; y la satisfacción que todos suelen tener en predicar paciencia a quien sufre me está negada a mí por la mucha paciencia que siempre tienes.
Bingley llegó. La señora de Bennet trató de obtener, con ayuda de las criadas, las primeras noticias, sin duda para que el período de ansiedad y de irritación por su parte fuese lo más largo posible. Contaba los días que debían transcurrir para enviarle su invitación, ya que no abrigaba esperanzas de verle antes. Pero a la tercera mañana de su llegada al condado vió ella desde la ventana de su tocador que Bingley entraba por la verja y se dirigía a caballo hacia la casa.
Llamó al punto a sus hijas para que compartieran su gozo. Juana, con resolución, ocupó su sitio junto a la mesa; mas Isabel, para satisfacer a su madre, se llegó a la ventana, miró y vió con él a Darcy, tras lo cual volvió a sentarse al lado de su hermana.
—Mamá, viene otro caballero con él—dijo Catalina—; ¿quién podrá ser?
—Supongo que algún conocido suyo, querida; estoy segura de no conocerlo.
—¡Oh!—replicó Catalina—. Parece exactamente aquel señor que antes solía estar con él: el se- ñor…, ¿cuál es su nombre? Aquel señor alto y orgulloso.
—¡Dios mío! ¿El señor Darcy? Y así es en verdad. Bueno; cualquier amigo del señor Bingley será siempre bien venido aquí; de otro modo, habría de confesar que odio hasta la vista de ese señor.
Juana miró a Isabel con asombro e interés. No sabía sino muy poco de su encuentro en el condado de Derby, y por consiguiente comprendía el horror con que su hermana habría de verle casi por primera vez después de la carta explicatoria. Ambas hermanas estaban no poco intranquilas; cada cual sentía por la otra y, como es natural, por sí misma; mientras lo cual su madre continuaba hablando de su disgusto por Darcy y de su resolución de mostrarse con él cortés sólo por ser amigo de Bingley, sin ser escuchada por ninguna de ellas. Pero Isabel poseía noticias que le causa ban inquietud y no podían ser sospechadas por Juana, a quien jamás tuviera valor de enseñar la carta de la señora de Gardiner, como tampoco de revelarle el cambio de sus propios sentimientos hacia él. Para Juana era Darcy sólo el hombre cuyas proposiciones había Isabel rechazado y cuyos méritos rebajara ésta de tal manera; mas para Isabel, en sus adentros, era la persona a quien toda la familia era deudora del mayor de los beneficios y a quien ella misma miraba con un interés, si no tan tierno, por lo menos tan razonable y justo como el que Juana sentía por Bingley. Su asombro por venir él a Netherfield, a Longbourn, buscándola de nuevo voluntariamente, era casi igual al experimentado en el condado de Derby al percibir su cambio de conducta.
El color, que había desaparecido de su semblante, tornóse al medio minuto más subido, y una sonrisa de placer añadió brillo a sus ojos al pensar que el afecto y las ansias de él debían seguir iguales. Mas no quería darlo por seguro.
«Veré primero cómo se conduce—díjose—; entonces será tiempo de abrigar esperanzas.»
Sentóse al punto a trabajar, esforzándose por estar tranquila, y sin osar levantar los ojos hasta que su creciente curiosidad los dirigió al rostro de su hermana al acercarse la criada a la puerta. Juana semejaba algo más pálida que de ordinario, pero más sosegada de lo que Isabel supusiera. Al aparecer los caballeros, su color subió; mas todavía los recibió con bastante soltura y de manera así libre de síntomas de resentimiento como de inoportuna complacencia.
Isabel habló a ambos todo lo menos que la educación permitía, y se sentó de nuevo a trabajar con mayor vehemencia de la ordinaria. Sólo se aventuró a lanzar una mirada a Darcy. Este permanecía tan serio como de costumbre, y ella lo tuvo por más parecido a lo que era en el condado de Hertford que a lo que fué en Pemberley. Mas quizá en presencia de su madre no podía estar como ante sus tíos. Penosa era esa suposición, pero no improbable.
Miró también un instante a Bingley, y en ese corto espacio le pareció a la par complacido y embarazado. Había sido recibido por la señora de Bennet con un grado de cortesía que dejara corridas a sus dos hijas, en especial por el contraste que ofreció con la fría y ceremoniosa manera con que saludó y trataba al amigo de aquél.
En particular Isabel, que sabía cómo su madre debía a Darcy la salvación de su hija predilecta de una irremediable infamia, se ofendió y entristeció en el más penoso grado por distinción tan mal hecha como ésa.
Darcy, después de preguntar cómo estaban los señores de Gardiner, pregunta a que ella no supo satisfacer sin turbación, apenas dijo nada. No estaba sentado al lado de ella, y acaso a eso se debiera su silencio; mas no había estado así en el condado de Derby. Allí, cuando no podía hablar a ella hablaba a sus amigas; pero ahora transcurrieron varios minutos sin que se oyera el sonido de su voz; y cuando, incapaz ella de resistir los impulsos de la curiosidad, levantaba la vista hacia él, encontrábale con más frecuencia mirando a Juana que a ella, y a menudo sólo al suelo. A las claras parecía más pensativo y menos deseoso de agradar que en el último encuentro. Por eso estaba ella descontenta y enfadábase consigo misma.
«¿Podía esperar que estuviese de otro modo?—se decía—. ¿Cómo todavía ha venido aquí?»
No tenía Isabel humor de conversar con nadie sino con él, y eso apenas poseía valor para hacerlo.
Preguntóle por su hermana, mas no supo hacer más.
—Mucho tiempo ha pasado, señor Bingley, desde que se fué usted —dijo la señora Bennet.
El convino en eso al punto.
—Empezaba a temer—continuó ella—que no volviera usted más. La gente dice que proyecta usted abandonar definitivamente este país para San Miguel; mas aun confío en que no sea verdad. Han ocurrido muchísimas cosas en la vecindad desde su marcha: la señorita de Lucas está casada y establecida, y también una de mis hijas. Supongo que lo habrá oído usted; seguro que lo ha visto en los periódicos; sé que venía en el Thimes y en el Courrier, sino que no estaba puesto como debía. Decía sólo: últimamente, don Jorge Wickham con la señorita Lydia Bennet, sin mentar a su padre, ni decir dónde vivía ella, ni nada. Venía también el discurso de mi hermano Gardiner, y me maravilla cómo hizo una cosa tan desgraciada. ¿Lo vió usted?
Bingley respondió que sí, y felicitóle por ello. Isabel no osaba levantar la vista, y por eso no pudo decir qué cara puso Darcy.
—Es de veras delicioso tener una hija bien casada—siguió diciendo —; pero al propio tiempo, señor Bingley, es muy duro que se haya alejado tanto de mí. Se han ido a Newcastle, punto muy al Norte según creo, y allí han de estar no sé cuánto. El regimiento de él reside allí; porque supongo que habrá usted oído que ha dejado la milicia del con- dado, pasándose a los regulares. Gracias a Dios, tiene todavía algunos amigos, aunque quizá no tantos como merece.
Isabel, conocedora de que eso iba dirigido a Darcy, cayó en tal extremo de confusión que apenas podía sostenerse en la silla. Con todo, hizo un esfuerzo para hablar como no lo hiciera todavía, y preguntó a Bingley si pensaba permanecer ahora largo tiempo en el campo. El respondió que unas semanas.
—Cuando haya usted matado todos sus pájaros, señor Bingley— dijo la madre—, suplico a usted que venga y mate cuantos guste en la propiedad de Bennet. Segura estoy de que se tendrá por muy dichoso en complacer a usted y dejará para usted lo mejor de sus nidadas.
La angustia de Isabel creció con tan innecesaria y oficiosa atención. Estaba convencida de que, aun brotando ahora de nuevo la bella perspectiva que les lisonjeara hacía un año, todo habría de terminar con el mismo desdichado final. En aquel instante pensó que años enteros de felicidad no podrían compensar a Juana y a ella por estos ratos de tan triste confusión.
«El primer deseo de mi corazón—se dijo a sí misma—es no estar en compañía de ninguno de los dos. Su compañía no puede proporcionar placer que compense por desdichas como ésta. ¡Que no vea yo más ni al uno ni al otro!»
Pero esa desdicha por la cual años enteros de felicidad no podían brindar compensación suavizó- se poco después al observar cómo la belleza de su hermana volvía a excitar la admiración de su anterior enamorado. Al entrar no le había éste hablado sino poco; pero a cada cinco minutos parecía prestarle más atención. Encontrábala tan bella como el año anterior, de tan buen natural, y tan sensible, aunque no tan decidor. Juana ansiaba que de ninguna suerte se le notase variación, y estaba creída de que hablaba tanto como siempre; pero su mente se hallaba tan ocupada que no siempre se percataba de su silencio.
Al levantarse los caballeros para marcharse, la señora de Bennet no descuidó su proyectada amabilidad, y así, aquéllos fueron invitados, con aceptación por su parte, a comer en Longbourn pasados pocos días.
—Me debe usted una visita, señor Bingley—añadió—, pues cuando partió usted a la capital el invierno último me prometió comer en familia con nosotros en cuanto regresase. Ya ve usted que no lo he olvidado, y le aseguro que me tenía muy descontenta el que no hubiera usted vuelto y aceptado.
Bingley pareció desconcertarse un poco con esa reflexión, y expresó algo sobre su sentimiento por haberse visto impedido de hacer aquello por causa de sus negocios. Los dos se marcharon.
La señora de Bennet había estado fuertemente tentada a convidarlos a comer aquel mismo día; mas, aun teniendo siempre buena mesa, no creía que dos platos fueran de ningún modo bastantes para un hombre sobre quien abrigaba tan ambiciosos designios, ni para satisfacer el apetito y orgullo de un poseedor de diez mil libras anuales.
Capítulo 54
En cuanto se marcharon, Isabel salió a pasearse para cobrar ánimos, o, dicho en otras palabras, para meditar sobre aquellas cosas que más se los habían quitado. La conducta de Darcy la maravillaba y la entristecía.
«¿Por qué—decía—vino para estar silencioso, grave e indiferente?

No podía explicárselo de manera satisfactoria.
»Si podía mostrarse todavía amable y complaciente con mis tíos en la capital, ¿por qué no conmigo? Si me temía, ¿a qué vino aquí?; y si nada le importaba ya de mí, ¿por qué estuvo callado? ¡Hombre atormentador! ¡No he de pensar más en él!»
Esta resolución la mantuvo por corto tiempo involuntariamente, por el hecho de aproximársele su hermana, cuyo alegre aspecto la revelaba como más satisfecha con sus visitantes que Isabel.
—Ahora—díjole—que ha pasado este primer encuentro me siento por completo tranquila. Conozco mi fortaleza, y ya no me sobrecogeré porque venga. Me alegro de que coma aquí el martes; entonces se hará público que por ambas partes nos encontramos como conocidos ordinarios e indiferentes.
—Sí, muy indiferentes de veras—contestó Isabel riéndose—. ¡Ah Juana, ten cuidado!
—Querida Isabel, no me puedes creer tan débil que me juzgues en peligro.
—Creo que estás en uno muy grande: de que te ame como siempre.
No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y la señora de Bennet, mientras tanto, fué abriendo paso a todos los venturosos planes que el buen humor y la constante amabilidad de ese caballero habían hecho revivir en media hora de visita.
El martes congregóse en Longbourn una numerosa reunión, y los dos que con más ansia eran esperados vinieron a su tiempo, con puntualidad de deportistas. Cuando entraron en el comedor observó Isabel con atención para ver si Bingley ocupaba el sitio que en todas las anteriores reuniones le había correspondido al lado de su hermana; pero su prudente madre, ocupada por idénticos pensamientos, abstúvose de invitarle a sentarse a su lado. El pareció dudar; pero Juana acertó a mirar sonriente a su alrededor, y la cosa quedó decidida: se sentó al lado de Juana.
Isabel, con triunfante satisfacción, miró a su amigo. Este sostuvo la mirada con indiferencia, y habría ella imaginado que Bingley recibiera ya el permiso de aquél para ser feliz si no hubiera visto sus ojos vueltos igualmente hacia Darcy con expresión risueña y semialarmada.
La conducta de Bingley con su hermana durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, admiración que, aunque más circunspecta que antes, convenció a Isabel de que, a depender sólo de él, la felicidad de Juana y la de él mismo pronto quedarían aseguradas. Aun no atreviéndose a confiar en el resultado, quedó Isabel satisfechísima al observar ese proceder. Eso le prestó cuanta animación podía ahora mostrar su espíritu, ya que no estaba de buen humor. Darcy se hallaba tan lejos de ella como permitía la mesa; situábase al lado de su madre, e Isabel conoció cuán poco agradaba semejante colocación a ninguno de los dos que la tenían y cómo no resultaba ventajosa para nadie. No estaba lo suficientemente cerca para oír lo que decían; mas pudo notar lo poco que se hablaban y cuán ceremoniosos y fríos eran sus modales cuando lo hacían. Ese desagrado de su madre por Darcy hizo más penoso para Isabel el recuerdo de lo que todos le debían, y en ocasiones habría dado algo por obtener el privilegio de decir que la amabilidad de él no era ni desconocida, ni inapreciada por toda la familia.
Esperaba ella que la velada le proporcionaría alguna oportunidad de juntarse; que no transcurriría toda la visita sin poder entrar en conversación algo más del mero saludo al ingreso. Ansiosa y desasosegada, el período que pasó en el salón antes de llegar los caballeros fué penoso para ella en grado tal que casi la tornó descortés. Consideraba la entrada de Darcy como el hecho de que dependía toda esperanza de placer para la velada.
«Si entonces no viene hacia mí—decía—, prescindiré de él para siempre.»
Los caballeros llegaron y ella creyó que él parecía responder a sus esperanzas; mas, ¡ay!, las señoras habíanse agrupado alrededor de la mesa donde la señora de Bennet tomaba el te e Isabel servía el café, y estaban todas tan apretadas que no quedaba ni un lugar que pudiera admitir una silla; y al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó más a ella, diciéndole al oído:
—Los hombres no han de venir a separarnos; lo tengo arreglado; no necesitamos de ninguno: ¿no es así?
Darcy entonces se volvió a otro punto de la estancia. Isabel le seguía con la vista, envidiando a todas aquellas con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a enfadarse consigo misma por estar tan necia.
«¡Un hombre que ha sido rechazado! ¿Cómo puedo ser lo bastante loca para esperar que renazca su amor? ¿Hay uno solo de su sexo que no protestara contra debilidad tal cual una segunda proposición a la misma mujer? No hay bajeza tan grande en el sentir de los hombres.»
Mas revivió algo al devolverle él su taza de te, y aprovechó la oportunidad para preguntarle:
—¿Está su hermana de usted en Pemberley? —Sí, permanecerá allí hasta Navidad.
—¿Y está sola? ¿La han abandonado todos sus amigos?
—La señora Annesley está con ella; los demás se han ido a pasar en Scarborough estas tres semanas.
No pudo ella pensar en nada más que decir; mas si él hubiera ansiado coloquio habría tenido mejor éxito. Permaneció a su lado, no obstante, algunos minutos en silencio, y al cabo, cuando la muchacha de referencia comenzó a cuchichear con Isabel, se marchó.
Quitado el servicio de te y puestas las mesas de juego, levantáronse todas las señoras, e Isabel creía verse pronto cerca de él, cuando todos sus proyectos vinieron a tierra al verle caer víctima de la rapacidad de su madre por los jugadores de whist: entonces perdió toda esperanza de dicha. Estuvieron confinados durante la velada a mesas diferentes, y nada tuvo ella que esperar de él, por más que los ojos de éste se movieran tan a menudo hacia donde ella estaba que uno y otro jugaban mal.
La señora de Bennet había proyectado tener a cenar a los dos caballeros de Netherfield; mas, por desgracia, pidieron su coche antes que ninguno de los demás, y no hubo lugar de detenerlos.
—Bien, niñas—dijo ella en cuanto se vieron solos—, ¿qué decís hoy? Os aseguro que, en mi sentir, todo ha estado hoy por extremo bien: la comida, tan bien presentada como cualquiera de las que he visto; el venado asado, en su punto, y todos decían que nunca vieron un anca tan gorda; la sopa, cincuenta veces mejor que la que tuvimos la se- mana pasada en casa de los Lucas; y hasta el señor Darcy ha reconocido que las perdices resultaban sumamente bien hechas, y eso que supongo que él tendrá dos o tres cocineros franceses. Y, por otra parte, querida Juana, jamás te he visto tan guapa; la señora de Long lo afirmó al preguntarle si era así. Y ¿qué crees que me dijo además?: «¡Ah señora de Bennet, por fin estaremos en Netherfield! De veras que lo dijo. Opino que la señora de Long es la mejor criatura del mundo, y sus sobrinas, muchachas muy bien educadas y no del todo feas: me gustan mucho.

En suma, la señora de Bennet sentíase muy animada. Había observado lo bastante la conducta de Bingley con Juana para quedar convencida de que lo pescaría al fin; sus esperanzas de ventajas para su familia fueron tan lejos de lo razonable, gracias a su feliz humor, que se disgustó sobremanera por no verle de nuevo allí al día siguiente para declararse.
—Ha sido un día muy grato—dijo Juana a Isabel—. ¡La reunión parecía tan bien escogida, tan amigable entre sí! Supongo que se volverá a repetir.
Isabel se sonrió.
—No hagas eso, Isabel, que me mortificas. Te aseguro que ahora he aprendido a gozar de su conversación como de la de un muchacho agradable y sensible, sin desear nada más allá. Hállome por completo satisfecha de su proceder actual, de que jamás haya pretendido ganar mi afecto. Lo que sucede es sólo que ha sido enriquecido con gran dulzura de trato y mayor deseo de agradar en general que cualquiera otro.
—Eres muy cruel—contestóle su hermana—; no me permites sonreírme y me estás provocando a hacerlo a cada momento.
—¡Cuán difícil es en algunos casos ser creído y cuán imposible en otros! Pero ¿por qué pretendes persuadirme de que siento más de lo que confieso?
—Esa es cuestión a que apenas sé cómo contestar. Ambas queremos dar noticias, aunque enseñando sólo lo que no vale la pena de saberse. Perdóname, y si persistes en tu indiferencia no me hagas tu confidente.
Capítulo 55
Pocos días tras esa visita, Bingley volvió de nuevo, y solo. Su amigo le había dejado aquella mañana para ir a Londres; mas iba a regresar a los diez días. Permaneció con ellas alrededor de una hora, y se le vió de evidente buen humor. La señora de Bennet invitóle a comer con ellos; pero, con muchas manifestaciones de sentimiento, se declaró convidado en otro sitio.
—La primera vez que venga usted—díjole ella—espero que seremos más afortunados.
—Tendría en ello especial gusto—contestó él, añadiendo que, si se lo permitían, aprovecharía alguna ocasión próxima para visitarlos.
—¿Puede usted venir mañana?

—Si.
No tenía ninguna invitación para el día siguiente y ésa quedó aceptada al punto.
Llegó tan temprano, que ninguna de las señoras estaba vestida. La señora de Bennet corrió al cuarto de sus hijas en bata y a medio peinar, exclamando:
—¡Querida Juana, date prisa y vé abajo! Ha venido el señor Bingley, ha venido; es él, sin duda; date prisa, date prisa. ¡Aquí, Sarah!; vé en seguida a la señorita Juana y ayúdale a vestirse. No olvides el peinado de la señorita Isabel.
—Bajaremos en cuanto podamos—dijo Juana—; pero estoy segura de que Catalina estará más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.
—¡Diantre con Catalina! ¿Qué tiene que hacer ahí? Ven tú, ven pronto. ¿Dónde está tu cinturón, querida?
Mas cuando su madre salió, Juana no se decidió a bajar sin alguna de sus hermanas.
Idéntica ansiedad por retenerlo consigo volvió a manifestar la madre durante la velada. Después del te el señor Bennet se retiró a su biblioteca, como de costumbre, y María subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido así dos obstáculos de los cinco, la señora de Bennet se puso a mirar y hacer señas a Isabel y Catalina durante bastante tiempo sin que lo notaran. Isabel no lo advirtió, y cuando al cabo Catalina lo hizo, exclamó con la mayor inocencia: —¿Qué hay, mamá? ¿Qué quieres indicarme con esas señas? ¿Qué he de hacer?
—Nada, niña, nada. No te hacía señas.
Siguió, pues, sentada durante cinco minutos más; pero, incapaz de desperdiciar ocasión tan preciosa, levantóse de pronto, y diciendo a Catalina: «Ven, querida, tengo que hablarte», se la llevó a su habitación. Juana miró al instante a Isabel, revelando su pesar por semejante marcha premeditada y suplicándole que no hiciera lo propio.
Al cabo de otros pocos minutos la señora de Bennet había ya abierto la puerta, diciendo a Isabel: «Ven, querida, tengo que hablarte.»
Isabel se vió obligada a salir.
—Dejémoslos solos, ¿entiendes?—díjole su madre en cuanto estuvieron en el vestíbulo—. Catalina y yo vamos arriba a mi tocador.
Isabel no osó discutir con su madre; pero siguió quieta en el vestíbulo hasta que ella y Catalina se perdieron de vista, y entonces volvió al salón.
Los planes de la señora de Bennet quedaron sin efecto por este día: Bingley era cuanto podría pedirse de gentileza; todo menos el novio declarado de su hija. Su soltura y alegría contribuyeron mucho al agrado de la reunión de la noche; sufrió todas las indebidas oficiosidades de la madre y oyó todas sus necias advertencias con una paciencia y dominio de sí gratas en especial a la hija.
Apenas necesitó que se le invitase para quedarse a comer; y antes de marcharse hízole la señora de Bennet una nueva invitación, esta vez para que viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.
Pasado este día, Juana ya no habló de que Bingley le fuera indiferente. Ni una palabra se cambió entre las hermanas relativa a él; pero Isabel acostóse en la dichosa creencia de que todo se arreglaría pronto, a no ser que Darcy volviese antes del tiempo anunciado. Con todo, inclinábase en serio a que todo había de efectuarse con anuencia de dicho caballero.
Bingley fué puntual a su cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido, y el último estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. Nada había en Bingley de presunción o locura que pudiera provocar a risa al otro o disgustarle a la callada; y por eso estuvo el señor Bennet más comunicativo y menos excéntrico que cualquiera otro le viera antes. Bingley, por de contado, regresó con él a comer; y por la tarde la señora de Bennet trabajó de nuevo para apartar a todos de él y de su hija. Isabel, que tenía que escribir una carta, fué con ese propósito al cuarto de almorzar poco después del te; porque habiéndose sentado los demás para jugar, no era precisa para frustrar los planes de su madre.
Pero al entrar en el salón una vez concluída la carta vió, con infinita sorpresa, que había razón para temer que su madre hubiese sido sobrado ingeniosa. Al abrir la puerta, en efecto, percibió juntos a su hermana y a Bingley, apoyados en la chimenea, cual si estuviesen ocupados en la más inte- resante plática; y por si eso no hubiera dado ya lugar a sospechas, los rostros de ambos, al volverse con velocidad y separarse, habíanlo dicho todo. Su situación resultó bastante embarazosa; pero pensó que la de ellos sería peor. Ninguno de los tres soltó una sílaba, e Isabel estaba ya tentada a marcharse de nuevo, cuando Bingley, que, al igual que la otra, se había sentado a todo eso, levantóse de improviso y, diciendo algunas palabras al oído de su hermana, salió de la estancia.
Juana no podía tener reservas con Isabel pudiendo ser tan satisfactoria la confidencia, y así, abrazándola al instante, confesóle con la más viva emoción que era la criatura más dichosa del mundo.
—Es demasiado—añadió—, excesivamente demasiado. No lo merezco. ¡Ah! ¿Por qué no son todos felices?
La enhorabuena de Isabel fué tan sincera, tan ardiente; reveló tanta complacencia, que las palabras no lo pueden expresar. Cada una de sus cariñosas frases fué nuevo manantial de dichas para Juana. Mas ésta no pudo quedarse con su hermana ni decirle la mitad de lo que le quedaba por comunicar en ese momento.
—Voy al punto al cuarto de mi madre le dijo—. No he de tomar a broma su afectuosa solicitud ni permitir que lo sepa por otro conducto que por mí misma. El ha ido a hablar a mi padre. ¡Oh Isabel! ¡Lo que voy a contar causará tal alegría a toda mi querida familia! ¿Cómo podré resistir tanta dicha? Fuése entonces presurosa hacia su madre, quien de intento suspendiera la partida de juego y estaba arriba con Catalina.
Isabel se quedó sola, sonriente por la rapidez y facilidad con que quedaba resuelto un asunto que tantos meses de incertidumbre y tristeza les había proporcionado.
«¡Y éste—se dijo—es el final de toda la ansiosa circunspección de su amigo, de todas las falsías y maquinaciones de sus hermanas!; el final más feliz, cuerdo y razonable.»
A los pocos minutos estaba reunida con Bingley, cuya conferencia con el señor Bennet había sido corta y ceñida al asunto.
—¿Dónde está su hermana de usted?—díjole presuroso en cuanto abrió la puerta.
—Arriba, con mi madre. Supongo que bajará pronto.
Entonces él cerró la puerta, y llegándose a Isabel solicitó su enhorabuena y su afecto de hermana. Isabel expresóle muy de corazón su contento por la perspectiva de su parentesco. Diéronse las manos con gran cordialidad, y hasta que su hermana bajó hubo ella de escuchar cuanto él quiso decirle sobre su propia dicha y sobre las perfecciones de Juana; y a pesar de tratarse de un enamorado, Isabel creyó de veras que todas esas esperanzas de ventura tenían racional fundamento por tener por base el entendimiento excelente y el más excelente corazón de Juana, sumados a una universal semejanza de sentimientos y gustos en los dos.
Fué aquélla una velada de inusitada ventura para todos. La satisfacción interior de Juana prestaba a su rostro una brillantez y una tan dulce animación que le hacían aparecer más hermosa que nunca. Sonreíase Catalina, esperando que su turno le llegaría pronto. La señora de Bennet no pudo dar su consentimiento ni expresar su aprobación en términos tan calurosos que satisficieran a sus sentimientos, aun no hablando a Bingley sino de eso durante media hora, y cuando el señor Bennet se les unió para cenar, su voz y su porte delataban con claridad su satisfacción.
Pero ni una palabra salió de sus labios que aludiese a eso hasta que su visitante se despidió, si bien tan pronto como éste se fué volvióse a su hija y le dijo:
—Te felicito, Juana. Serás una mujer muy dichosa.
Juana corrió hacia él al instante, le besó y le dió las gracias por su bondad.
—Eres una buena muchacha—añadió—y me satisface en extremo pensar que vas a estar tan felizmente colocada. No dudo de que os vaya bien juntos. Vuestros caracteres no tienen nada de opuestos. Cada uno de vosotros es tan condescendiente, que nada resolveréis; tan sencillo, que cualquier criado os engañará, y tan generoso, que siempre sobrepasaréis vuestros ingresos.
—No espero esto último: la imprudencia o falta de seso en cuestiones de dinero sería imperdonable en mi. —¡Sobrepasar sus ingresos!, mi querido Bennet —exclamó su mujer—. ¿Qué estás diciendo? El posee cuatro o cinco mil libras anuales, y acaso más.
Después, dirigiéndose a su hija, añadió:
—¡Oh mi querida, mi querida Juana, soy tan dichosa que estoy segura de no poder dormir en toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final habría de ser así. Estaba convencida de que no podías ser tan guapa en balde. Recuerdo que tan pronto como lo vi al venir por primera vez al condado el último año pensé en lo probable que era que vivieseis juntos. ¡Oh! ¡Es el hombre más guapo que he visto jamás!
Wickham, Lydia, todas quedaron olvidadas: Juana era al presente su hija favorita, sin comparación; en aquel momento no se cuidaba de ninguna otra. Sus hermanas menores pronto comenzaron a pedir a Juana cosas que harían su felicidad y ella podría darles en lo futuro.
María pidióle poder usar su biblioteca de Netherfield, y Catalina le suplicó con insistencia unos cuantos bailes allí durante el invierno.
Bingley quedó desde entonces, como era natural, cotidiano visitante de Longbourn, viniendo con frecuencia antes de almorzar y permaneciendo siempre hasta después de la cena, menos cuando algún desalmado vecino, a quien por eso no podía detestar lo bastante, le invitaba a comer, y eso en caso de considerarse él obligado a aceptar.
Isabel disponía ahora de escaso tiempo para con- versar con su hermana, porque mientras él se hallaba presente, Juana no podía prestar atención a nadie más; pero se consideraba muy útil a entrambos en las horas de separación que a veces tenían que darse. En ausencia de Juana, él siempre se acercaba a Isabel por el gusto de hablar con ella; y cuando Bingley se iba, Juana buscaba constantemente el mismo medio de alivio.
—¡Me ha hecho tan feliz—díjole una noche—al participarme que ignoraba por completo que hubiese estado yo en la capital la primavera pasada! ¡No lo había creído posible!
—Lo sospechaba—replicó Isabel—. Pero ¿cómo lo ha contado?
—Debe de haber sido cosa de sus hermanas. La verdad es que no querían relación conmigo; de lo cual no puedo maravillarme, pues podían elegir más ventajosamente desde muchos puntos de vista. Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz conmigo se quedarán contentas y volveremos a estar en buenos términos; aunque nunca seremos entre nosotras lo que hemos sido.
—Esa es la frase más imperdonable que te he oído jamás—dijo Isabel—. ¡Pobrecilla! ¡Me irrita de veras viéndote creer de nuevo en la pretendida amistad de la señorita de Bingley!
—¿Creerás, Isabel, que al irse a la capital el pasado noviembre me amaba de veras, y que sólo la persuasión de que me era indiferente le pudo impedir que tornase de nuevo?
—Se equivocó un poquito, es verdad; pero eso acredita su modestia.
Esto, naturalmente, dió pie para un elogio de Juana a la desconfianza de su novio y al escaso valor que él asignaba a sus buenas cualidades.
A Isabel le agradó que no había traicionado a su amigo hablando de la intromisión de éste, porque, aun poseyendo Juana el más generoso y perdonador corazón del mundo, conocía que era ésa una cosa que podía indisponerle con él.
—Soy ciertamente la más afortunada criatura que ha existido— exclamó Juana—. ¡Oh Isabel, cómo me singularizo así en mi familia resultando venturosa sobre todos! ¡Si por lo menos pudiera verte a ti tan feliz! ¡Si hubiera otro hombre así para ti!
—Aunque me dieras cuarenta así no sería nunca tan feliz como tú. Mientras no posea tu carácter no podré tener tanta dicha. No, no;
déjame como soy; y quizá, si tengo buena suerte, me encuentre con el tiempo con otro Collins.
El estado de los asuntos de la familia de Longbourn no podía ser un secreto. La señora de Bennet tuvo el privilegio de comunicarlo a la de Philips, y ésta se aventuró sin previo permiso a hacer lo propio en casa de todos los vecinos de Meryton.
Los Bennet fueron pronto declarados la familia de más suerte del mundo, aunque sólo pocas semanas antes, cuando la fuga de Lydia, se los hubiera tenido por desgraciados.
Capítulo 56
Una mañana, aproximadamente una semana después del arreglo de Bingley con Juana, cuando él y las señoras de la casa hallábanse reunidos en el comedor, su atención se dirigió de pronto hacia la ventana a causa del ruido producido por un carruaje, y percibieron una silla de postas con cuatro caballos que atravesaba la pradera. Era demasiado temprano para visitas, y además el tren no correspondía a ninguno de los vecinos; los caballos eran de posta, y ni el coche ni la librea del lacayo que le precedía les eran conocidos. Mas siendo evidente que alguien venía, Bingley persuadió al instante a Juana a evitar, con irse a pasear al plantío de arbustos, que semejante intruso los retuviese. Fuéronse, pues, ambos, y las tres que quedaron continuaron sus conjeturas, aunque no muy a gusto, sobre la llegada del coche, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady Catalina de Bourgh.

Verdad es que todas esperaban quedar sorprendidas; pero su asombro a la sazón sobrepujó lo que esperaban; y aunque a la señora de Bennet y a Catalina fuese en absoluto desconocida dicha persona, su sorpresa, con todo, fué menor que la de Isabel.
Entró en la estancia con aire todavía más antipático que de costumbre; no dió al saludo de Isabel más contestación que una inclinación de cabeza, y sentóse sin decir una palabra. Isabel había pronunciado a su madre el nombre de Su Señoría cuando entró, aun sin mediar súplica de presentación.
La señora de Bennet, toda sorprendida, aunque congratulándose de tener huéspeda de tan alta importancia, recibióla con la mayor cortesía. Habiendo permanecido sentadas en silencio durante un momento, lady Catalina dijo con mucha tiesura a Isabel:
—Supongo que está usted bien, y calculo que esta señora será su madre de usted.
Isabel contestó que sí, con mucha concisión.
—Y esta otra supongo que será una de las hermanas de usted.
—Sí, señora —respondió la señora de Bennet, complacidísima de hablar con lady Catalina—. Es casi la más joven; la más joven de todas se ha casado hace poco, y la mayor está en el jardín paseando con un muchacho que espero que formará pronto parte de la familia.
—Tienen ustedes aquí un parque muy pequeño —volvió a decir aquélla tras un corto silencio.
—No es nada en comparación con Rosings, señora; hay que confesarlo; pero le aseguro que es mucho mayor que el de sir Guillermo Lucas.
—Esta ha de ser una habitación muy molesta para las tardes de verano; las ventanas dan por completo a poniente.
La señora de Bennet aseguróle que jamás estaban allí después de comer, y añadió:
—¿Puedo tomarme la libertad de preguntar a Vuestra Señoría si ha dejado bien a los señores de Collins?
—Sí, muy bien; los vi la noche penúltima.
Isabel esperaba ahora que le daría alguna carta de Carlota, ya que ése parecía el único motivo probable de su visita; mas no sacó carta ninguna; y así, siguió aquélla en absoluto confusa.
La señora de Bennet suplicó finísimamente a Su Señoría que tomase algo; pero lady Catalina rehusó el agasajo con mucha resolución y no excesiva cortesía; y luego, levantándose, dijo a Isabel:
—Señorita de Bennet, paréceme que allí, a un lado de la pradera, hay un precioso sitio retirado. Me gustaría dar una vuelta por él si me quisiera usted favorecer con su compañía.
—Vé, querida —exclamó su madre—, y enseña a Su Señoría los diversos paseos. Paréceme que la ermita le gustará.
Isabel obedeció, y corriendo a su cuarto en busca de su sombrilla, esperó abajo a su noble huéspeda. Al pasar por el vestíbulo, lady Catalina abrió las puertas del comedor y del salón, y habiéndolos declarado, después de corta inspección, piezas decentes, continuó andando.
Su carruaje seguía a la puerta, e Isabel vió que la camarera de Su Señoría estaba en él. Siguieron en silencio por el camino enarenado que conducía al breñal. Isabel se hallaba decidida a no esforzarse en conversar con una mujer que ahora estaba más aún que de ordinario insolente y desagradable.

«¿Cómo pude decir yo que se parecía a su sobrino?», díjose en cuanto la miró a la cara.
Al entrar en el breñal, lady Catalina comenzó de este modo:
—Seguramente sabrá usted, señorita de Bennet, la razón de mi viaje aquí. Su propio corazón, su propia conciencia tienen que decir a usted por qué vengo.
Isabel la miró con natural asombro.
—Está usted equivocada de veras: de ninguna manera he sido capaz, señora, de explicarme el honor de verla aquí.
—Señorita de Bennet —repuso Su Señoría con tono de enfado—, debe usted saber que no estoy hecha a burlas; pero por más poco sincera que usted quiera ser no me encontrará a mí lo mismo. Mi carácter ha sido siempre celebrado por su sinceridad y franqueza, y en asunto de tal monta como éste no me he de apartar en verdad de ese mi modo de ser. Se me ha dicho que no sólo su hermana de usted estaba para casarse muy ventajosamente, sino que usted, señorita de Bennet, quedaría unida acaso poco después con mi sobrino el señor Darcy. Aun sabiendo que eso entraña una espantosa falsedad, aunque no quiero injuriar a él hasta suponer que eso sea posible, resolví al instante venir aquí para hacer saber a usted mis sentimientos.
—Si creyó usted que era imposible que eso fuese verdad —dijo Isabel sonrojada de asombro y desdén—, admírame que se haya molestado en venir de tan lejos. ¿Qué se propone usted con eso?
—Ante todo, tratar de que esa noticia quede rectificada en todas partes.
—La venida de usted a Longbourn a verme a mí y a mi familia — dijo con frialdad Isabel— servirá más bien de confirmación de la misma, si es que la tal noticia se ha dado de veras.
—¡Si se ha dado! ¿Pretende usted, pues, ignorarlo? ¿No se ha hecho circular mañosamente por usted misma?
—Jamás la he oído.
—Y puede usted declarar también que no hay fundamento para ella?
—No puedo tener igual franqueza que Vuestra Señoría. Usted puede preguntar cosas que yo no tenga a bien contestar.
—¡Eso no puede sufrirse! Señorita de Bennet, insisto en que se me satisfaga. ¿Le ha hecho a usted mi sobrino ofrecimiento de matrimonio?
—Vuestra Señoría ha declarado ya que eso era imposible.
—Debe serlo, tiene que serlo mientras él conserve el uso de la razón. Pero sus artes de usted y sus seducciones pueden haberle hecho olvidar en un momento de ceguera lo que debe a toda su familia y a sí mismo. Puede usted haberle arrastrado a eso.
—Si lo he hecho, seré la última persona que lo confiese.
—Señorita de Bennet, ¿sabe usted quién soy yo?
No he estado acostumbrada a lenguaje como ése. Soy casi la parienta más próxima que mi sobrino tiene en el mundo, y poseo títulos para conocer todos sus más caros afectos.
—Pero no los posee usted para conocer los mios, ni proceder como el de usted es para inducirme jamás a ser más explícita.
—Entiéndame usted bien. Ese casamiento a que tiene usted la pretensión de aspirar nunca podrá realizarse; no, nunca. El señor Darcy está comprometido con mi hija. ¿Qué tiene usted ahora que decir?
—Esto solo: que si es así no puede usted tener razón para suponer que él me hiciera proposiciones a mí.
Lady Catalina vaciló por un momento y al cabo replicó:
—El compromiso entre ambos es muy especial. Desde su infancia han sido destinados el uno para el otro. Era ése el deseo favorito lo mismo de la madre de él que de la de ella. Desde que nacieron proyectamos su unión; y ahora, en el momento en que los anhelos de ambas hermanas iban a realizarse, ¿ha de verse impedido ese matrimonio por una joven de inferior nacimiento, sin importancia en el mundo y por completo ajena a la familia? ¿No tiene usted en cuenta los deseos de las personas que le quieren referentes a su tácito compromiso con la señorita de Bourgh? ¿Ha perdido usted todo sentimiento de decencia y delicadeza? ¿No me ha oído usted decir que desde los primeros instantes ha sido destinado para su prima?
—Sí, habrélo oído antes; pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? Si no hay otro obstáculo para que yo me case con su sobrino de usted, cierto que no dejará eso de efectuarse porque suponga que su madre y su tía deseaban que se casase con la señorita de Bourgh. Ambas hicieron ustedes lo que pudieron con proyectar ese matrimonio; mas su realización depende de otros. Si el señor Darcy no se ha satisfecho con su prima ni por el honor ni por la inclinación, ¿por qué no puede hacer otra elección? Y si yo soy el objeto de ésta, ¿por qué no habré de poder aceptarla?
—Porque lo impiden el honor, el decoro, la prudencia y aun el interés. Sí, señorita de Bennet, el interés; porque no espere usted atenciones de su familia o amigos si obra usted tercamente contra los deseos de todos. Será usted censurada, desairada, despreciada por todas las relaciones de él. Su unión de ustedes será una calamidad; sus nombres no serán mencionados nunca por ninguno de nosotros.
—Graves son esas desgracias —replicó Isabel—. Pero la esposa del señor Darcy habrá de tener de seguro tales manantiales de dicha unidos a su estado, que podrá, después de todo, no encontrar motivo de queja.
—¡Ah niña obstinada y terca! ¡Me da usted vergüenza! ¿Es ésa la gratitud de usted por mis atenciones en la pasada primavera? Sentémonos. Ha de saber usted, señorita de Bennet, que he venido aquí con firme resolución de conseguir mi propósi- to; no cejaré; no he estado acostumbrada a someterme a los caprichos de nadie; no tengo hábito de sufrir disgustos.
—Eso hará más lastimosa la situación actual de Su Señoría; pero no me afecta a mí.
—¡No quiero que se me interrumpa! Escuche usted en silencio. Mi hija y mi sobrino han sido formados el uno para el otro. Por vía materna descienden de la misma ilustre línea, y por la paterna, de familias respetables, honorables y antiguas, aunque sin título. La fortuna por ambos lados es espléndida. Están destinados entre sí por el voto de todos los miembros de sus respectivas casas; y ¿qué es lo que ha de separarlos? Las repentinas pretensiones de una muchacha sin familia, ni parientes, ni fortuna. ¿Se puede aguantar eso? ¡Pero no ha de ser! Si conociera usted su propio bien no querría abandonar la esfera en que ha nacido.
—Al casarme con su sobrino no consideraría que abandonaba mi esfera. El es un caballero; yo, la hija de otro caballero; por consiguiente, somos iguales.
—Cierto; usted es hija de un caballero. Mas ¿quién es su madre de usted?, ¿quiénes sus tíos y tías? ¿Me supone usted ignorante de su condición?
—Cualesquiera que sean mis parientes —dijo Isabel—, si su sobrino de usted no tiene nada que objetarles no pueden tener nada que ver con usted.
—Dígame usted de una vez ante todo, ¿está usted comprometida con él?
Aunque Isabel no habría contestado a esta pregunta por el mero fin de que se lo agradeciera lady Catalina, no pudo menos de decir, tras un momento de deliberación:
—No lo estoy.
Lady Catalina pareció regocijarse.
—Y ¿me promete usted no acceder nunca a semejante compromiso?
—No hago esa promesa.
—¡Señorita de Bennet, estoy horrorizada y sorprendida! Esperaba encontrar una joven más sensata. Mas no se engañe usted con la idea de que habré de ceder jamás. No me iré hasta que me haya usted dado la seguridad que le exijo.
—Y bien cierto es que yo no se la daré jamás; no se me ha de forzar a nada tan falto de razón. Vuestra Señoría necesita que el señor Darcy se case con su hija; mas el que yo le diese a usted la promesa ansiada ¿haría de ningún modo más probable ese matrimonio? Suponiéndole interesado por mí, ¿mi repulsa para aceptar su mano haríale desear ofrecérsela a su prima? Permítame usted decirle, lady Catalina, que los argumentos en que usted ha apoyado tan extraordinaria exigencia han sido tan frívolos como falta de reflexión es la exigencia misma. Ha confundido usted de medio a medio mi carácter si supone que puedo obrar por persuasiones por el estilo. No sé hasta qué punto podrá aprobar su sobrino la intromisión de usted en sus asuntos; pero es bien cierto que no posee usted derecho a mezclarse en los míos. Por consi- guiente, he de suplicarle que no me importune más sobre esta cuestión.
—Permítame usted; no tan pronto, no he acabado todavía. A cuantas objeciones he expuesto ya tengo que añadir aún otra. No ignoro las particularidades del infame rapto de su hermana menor. Lo sé todo. Sé que el muchacho se casó con ella gracias a haberse zurcido el asunto a expensas de su padre y de sus tíos de usted. ¿Y semejante joven ha de ser la hermana de mi sobrino? El marido de ella, el hijo del antiguo administrador de su padre, ¿ha de tornarse su hermano? ¿Han de profanarse así las sombras de Pemberley?
—Ya no puede usted tener más que decir —contestó Isabel enfadada—. Me ha insultado usted de todos los modos posibles; he de suplicarle que volvamos a casa.
Y en diciendo esto se levantó. Lady Catalina levantóse también y regresaron. Su Señoría estaba grandemente irritada.
—¿No tiene usted, pues, consideración a la honra y el crédito de mi sobrino? ¡Niña insensible y egoísta! ¿No considera usted que la unión de mi sobrino con usted habrá de hacer caer a él en desgracia con todo el mundo?
—Lady Catalina, nada más tengo que decir. Ya conoce usted mi modo de pensar.
—¿Está usted, por consiguiente, resuelta a poseerlo?
—No he dicho semejante cosa. Sólo estoy dispuesta a proceder de la manera que en opinión mía convenga a mi felicidad, sin tener en cuenta a usted ni a ningún otro tan ajeno a mí.
—Bien. Entonces rehusa usted mi gratitud. Rechaza usted obedecer al imperio del deber, del honor y del agradecimiento. Está usted determinada a rebajar a mi sobrino ante la opinión de todos sus amigos y hacerle el desprecio del mundo.
—Ni el deber, ni el honor, ni la gratitud —repuso Isabel pueden alegar ningún derecho sobre mí en las precisas circunstancias. Ninguno de sus principios quedaría violado con mi matrimonio con el señor Darcy. Y en cuanto al enfado de su familia o a la indignación del mundo, si excitase aquél mi casamiento con su sobrino no me importaría lo más mínimo, y el mundo en general tendrá sobrado sentido común para sumarse a aquélla en el desprecio.
—¡Y ése es el verdadero sentir de usted? ¿Es ésa su última resolución? Muy bien; ahora sé cómo he de obrar. No imagine usted, señorita de Bennet, que su ambición quedará nunca satisfecha. Vine a probar a usted. Esperaba encontrarla razonable; pero tenga usted por descontado que saldré con la mía.
Así se expresó lady Catalina hasta que estuvieron a la puerta del coche, y entonces, volviéndose, añadió:
—No me despido de usted, señorita de Bennet; no envío mi saludo a su madre; no merece usted esa atención. Estoy disgustada muy seriamente.
Isabel no respondió, y, sin tratar de convencer a Su Señoría de que entrase en casa, se fué sola y despacio a la misma. Oyó partir el coche cuando subía la escalera. Su madre, impaciente, salióle al encuentro a la puerta del tocador para preguntarle cómo no había vuelto lady Catalina a descansar.
—No lo ha tenido a bien —díjole su hija—; se ha marchado.
—¡Es una mujer que parece finísima! ¡Y su visita aquí ha sido el colmo de la cortesía!; porque supongo que habrá venido sólo a decirnos que los Collins estaban bien. Supongo que iría a algún sitio y al pasar por Meryton pensó que podría visitarnos. Supongo que no tendría nada de particular que decirte, Isabel.
Esta vióse obligada a lanzar aquí una mentirilla, porque revelar la substancia de su coloquio era imposible.
Capítulo 57
La descomposición de ánimo en que esa extraordinaria visita puso a Isabel no pudo vencerla ésta sin dificultad, y durante muchas horas fuéle imposible dejar de pensar en ella incesantemente. Parecía que lady Catalina se había tomado la molestia de su viaje desde Rosing con el solo propósito de echar por tierra su supuesto arreglo con Darcy; y aunque eso semejaba proyecto muy admisible en ella, Isabel no podía imaginar de ningún modo de dónde podía haber surgido la noticia de arreglo semejante, hasta que, recordando ser él amigo tan íntimo de Bingley y ella hermana de Juana, tuvo todo esto por suficiente para que hubiese brotado aquella idea, ya que la esperanza de una boda predisponía a suponer otra. No había dejado de pensar que el matrimonio de su hermana habíalos de juntar con más frecuencia, y acaso por eso sus vecinos los de Lucas—por cuya correspondencia con los Collins suponía que habría llegado la misma a lady Catalina—podrían haber dado por cierto e inmediato lo que ella había entrevisto como posible para más adelante.

Pero meditando sobre las palabras de lady Catalina no pudo evitar cierta intranquilidad por las consecuencias posibles de proseguir en su intromisión. De lo dicho por ella sobre su resolución de impedir el casamiento dedujo Isabel que había pensado interpelar a su sobrino, y no osaba decidir cómo tomaría él la relación consiguiente de los peligros que entrañaba su enlace con ella. Desconocía el grado exacto del afecto de él por su tía y el de su dependencia de los juicios de ésta; mas era lógico suponer que pensara de Su Señoría más altamente que ella misma, y estaba segura de que al enumerarle las desdichas de un matrimonio con quien tenía parientes inmediatos tan desiguales a los suyos le atacaría su tía por el lado más flaco. Con las ideas de él sobre la dignidad creía Isabel probable que los argumentos que ante ella habían pasado por tan débiles y ridículos parecerían a él contener muy buen sentido y sólida dialéctica.
Si antes, pues, habíase visto él vacilante sobre lo que debía hacer, lo cual era muy probable, las advertencias e instancias de parienta tan próxima podian disipar todas sus dudas, determinándole de una vez a ser lo feliz que cupiese sin mengua de su dignidad. En ese caso no volvería más. Lady Catalina podía verle a su paso por la capital, y su compromiso con Bingley para volver a Netherfield tendría que dejarlo a un lado.
«En consecuencia—añadió ella—, si en unos pocos días llega a su amigo una excusa para no cumplir su compromiso, sabré cómo interpretarla. Entonces tendré que sacudir toda espezanza, todo anhelo de constancia por su parte. Si se satisface sólo con acordarse de mí cuando podría obtener mi afecto y mi mano, pronto cesaré en absoluto de acordarme de él.»
La sorpresa del resto de la familia al saber quién había sido su visitante fué grandísima; pero la satisficieron con la misma suposición que había apaciguado la curiosidad de la señora de Bennet, e Isabel se ahorró el atormentarse con ello.
A la mañana siguiente, cuando ella bajaba, encontróse con su padre, que salía de la biblioteca con una carta en la mano.
—Isabel—le dijo—, iba a buscarte; ven a mi cuarto.
Ella le siguió, y su curiosidad por saber lo que él tenía que comunicarle aumentó con la suposición de que lo suyo estuviese relacionado de algún modo con la carta que llevaba él en la mano. Repentinamente se le ocurrió que pudiese ser de lady Catalina, y con desaliento previó de qué se trataba.
Siguió a su padre hasta la chimenea y ambos se sentaron. Entonces dijo él:
—He recibido esta mañana una carta que me ha asombrado en extremo. Como principalmente se refiere a ti, debes conocer su contenido. No sabía hasta ahora que tenía dos hijas a punto de casarse. Permíteme que te felicite por tan importante conquista.
El color salió entonces al rostro de Isabel, por la convicción instantánea de que la carta era del sobrino en vez de ser de la tía; y vacilaba entre alegrarse de que aquél se explicase del todo u ofenderse de que la misiva no estuviera dirigida a ella, cuando su padre continuó:
—Parece que lo adivinas. Las jóvenes poseen gran penetración en asuntos de esta índole; mas creo poder desafiar tu sagacidad a que descubras el nombre de tu admirador. La carta es de Collins.
—¡De Collins! ¿Qué puede tener que decir?
—Como era de esperar, algo muy oportuno. Comienza con la enhorabuena por la próxima boda de mi hija mayor, boda de la cual parece informado por los bondadosos parlanchines Lucas. No entretendré tu impaciencia con leerte lo que dice sobre eso. Lo referente a ti es como sigue:
«Después de haberte felicitado de parte de la señora de Collins y mía por tan fausto acontecimiento, permíteme añadir una corta advertencia sobre otro asunto, del cual hemos sido informados por el mismo testimonio. Supónese que tu hija Isabel no llevará largo tiempo el nombre de Bennet después de dejarlo su hermana mayor, y que la pareja elegida por su hado puede razonablemente considerarse como uno de los más ilustres personajes de este país.
—¿Puedes, Isabel, conjeturar lo que quiere decir eso?
»Ese joven está adornado de modo especial con cuanto un corazón mortal puede suponer: soberbias propiedades, ilustres parientes, extenso patronato. Mas, a pesar de todas esas tentaciones, permíteme advertir a mi prima Isabel y a ti mismo los peligros a que podéis exponeros por una precipitada aceptación de las proposiciones de semejante caballero, las cuales, como es natural, os inclinaréis a considerar como inmediatamente ventajosas.
—¿Tienes idea, Isabel, de quién es el caballero? Pero ahora sale.
»Mi motivo para advertirte así es el siguiente: tenemos razones para creer que su tía, lady Catalina de Bourgh, no mira ese casamiento con buenos ojos.
—Como ves, el hombre en cuestión es el señor Darcy. Me parece, Isabel, que te habré sorprendido. ¿Ha podido Collins, o han podido los Lucas escoger en el círculo de nuestras relaciones otro cuyo nombre descubriera mejor la mentira de lo que propalan? ¡El señor Darcy, que jamás mira a ninguna mujer sino para censurarla, y que proba- blemente no te habrá mirado en la vida! ¡Es estupendo!
Isabel trató de unirse a la broma de su padre, mas sólo consiguió esforzarse hasta una sonrisa muy tímida. El humor de su padre jamás se había encaminado por senda tan desagradable para ella.
—¿No te ha divertido?
—¡Oh, sí! Suplícote que sigas leyendo.
»En cuanto mencioné la noche pasada a Su Señoría la posibilidad de ese casamiento, al punto expresó ella con su habitual condescendencia sus sentimientos sobre el asunto. Si resultase cierto, por varias objeciones relativas a la familia de mi prima, jamás daría ella su consentimiento para lo que considera desgraciadísima unión. Yo pensé que mi deber me imponía el comunicar esto cuanto antes a mi prima, para que ella y su noble admirador sepan lo que hay sobre ello y no se apresuren a efectuar un matrimonio que no ha sido convenientemente sancionado.
—Además añade Collins:
»Me alegro de veras de que la cuestión de tu hija Lydia se haya arreglado tan bien, y sólo lamento que se extendiera la noticia de que vivieron juntos antes de que el casamiento se celebrase. Mas no he de olvidar lo que debo a mi situación, conteniéndome de declarar mi asombro al saber que habías recibido a la joven pareja en tu casa en cuanto estuvieron casados. Eso fué alentar e vicio; y si yo hubiera sido rector de Longbourn me habría opuesto a ello con gran decisión. Cierto que debes perdonarlos, como cristiano; pero no admitirlos nunca ante tu presencia ni permitir que se pronuncien sus nombres ante ti.»
—¡Tal es su concepto del perdón cristiano! El resto se refiere sólo al estado de su cara Carlota y a su esperanza de tener un joven retoño. Pero, Isabel, parece que no te ha divertido esto. Supongo que no irás a enfadarte pretendiendo que te ofende una noticia tan necia. ¿Para qué vivimos sino para entretener a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez?
—¡Oh! exclamó Isabel—, me he divertido muchísimo. ¡Pero eso es tan raro!
—Sí, y eso es lo que lo hace regocijador. Si se hubieran fijado en otro hombre no habría nada de particular; ¡mas la completa indiferencia de él y tu profundo desagrado lo hacen deliciosamente absurdo! Por mucho que me moleste escribir, no he de prescindir de la correspondencia con Collins por ninguna consideración. La verdad es que al leer una carta suya no puedo prescindir de dar a Collins la preferencia hasta sobre Wickham, a pesar de lo muy grande que considero la desvergüenza y la hipocresía de mi yerno. Y díme, Isabel, ¿qué dijo lady Catalina de semejante noticia? ¿Vino sólo a negar su consentimiento?
A esa pregunta su hija respondió sólo con una carcajada, y como se le había dirigido sin la menor sospecha no se le molestó con la repetición. Isabel jamás se había visto aún en el caso de aparentar que sus sentimientos eran los que no eran en rea- lidad. Ahora le fué preciso reírse cuando más bien habría deseado llorar. Su padre la había mortificado muy cruelmente con lo que le dijera sobre la indiferencia de Darcy, no pudiendo menos de maravillarse de tamaña falta de penetración, o temiendo que quizá en vez de ver él demasiado poco hubiera ella imaginado demasiado mucho.
Capítulo 58
En lugar de recibir Bingley carta ninguna de excusa de su amigo, como Isabel medio esperaba que le sucediese, pudo aquél traer a Darcy a Longbourn antes de pasar muchos días tras la visita de lady Catalina. Los caballeros llegaron temprano, y antes de tener la señora de Bennet tiempo de decir a Darcy que habían visto a su tía, cosa que Isabel temió al momento, Bingley, que necesitaba estar solo con Juana, propuso a todos salir de paseo. La señora de Bennet no tenía costumbre de pasear y María no podía nunca perder tiempo; pero los cinco restantes salieron juntos. Mas Bingley y Juana dejaron presto que los otros se les adelantaran, y quedáronse detrás, mientras Isabel, Catalina y Darcy siguieron delante reunidos. Poco habló ninguno; Catalina tenía al último sobrado miedo para hablar; Isabel hallábase formando en secreto una resolución desesperada, y acaso el otro estuviera ha ciendo lo propio.

Dirigiéronse hacia la casa de los Lucas porque Catalina deseaba ver a María; y como Isabel vió que eso no podía interesar a los demás, cuando Catalina se alejó continuó audazmente sola con Darcy. Llegó entonces el momento de poner en práctica su resolución, y provista de ánimo, dijo a aquél inmediatamente:
—Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta, y por tratar de aliviar mis sentimientos no me cuido de cuánto he podido herir los de usted. No puedo evitar por más tiempo el agradecer a usted su bondad sin ejemplo para con mi pobre hermana. Desde que la supe me he visto muy ansiosa de hacer presente a usted la gratitud que siento por ella. Si el hecho fuera conocido por el resto de mi familia no habría yo de expresar a usted meramente la gratitud mía.
—Siento, siento muchísimo—contestó Darcy en tono de sorpresa y de emoción—que haya sido usted informada de lo que, erróneamente interpretado, pudiera proporcionar a usted alguna inquietud. No pensaba que la señora de Gardiner fuese tan poco de fiar.
—No censure usted a mi tía. La falta de discurso de Lydia me hizo saber a mí primeramente lo que usted se había interesado en el asunto; y como es natural, no pude sosegar hasta conocer los detalles. Permítame usted que le agradezca de nuevo una y mil veces, en nombre de toda mi familia, la generosa compasión que indujo a usted a tomarse tanta pena y a sufrir tantas mortificaciones para descubrirlos.
—Si me lo agradece usted—replicó él—, que sea sólo por usted. No he de negar que el deseo de proporcionar a usted una dicha pudo añadir fuerza a las otras razones que me impulsaron a ello; pero su familia de usted no me debe nada. Aun respetándolos mucho, yo no pensé sino en usted.
Isabel estaba sobrado embarazada para decir palabra. Tras una corta pausa, su compañero añadió:
—Es usted demasiado generosa para bromear conmigo. Si sus sentimientos de usted son aún los mismos que en abril pasado, dígamelo usted de una vez. Mi afecto y mis anhelos no han variado; mas una palabra de usted me hará callar en ese punto para siempre.
Isabel, consciente de lo terrible y ansioso de su situación, esforzóse entonces en hablar, y al punto, aunque no con rapidez, dióle a entender que sus sentimientos habían experimentado cambio tan absoluto desde el período a que se refería que le hacían recibir con gratitud y placer sus actuales aseveraciones. El estado de felicidad que semejante contestación proporcionó a Darcy fué tal como probablemente jamás lo había disfrutado, y se expresó en esta ocasión con todo el sentimiento y el calor que cabe suponer en un hombre violentamente enamorado. Si Isabel hubiera sido capaz de contemplar su mirada habría podido ver cuán bien se retrataba en su rostro la expresión de la delicia que experimentaba su corazón; pero si no le pudo mirar, le pudo escuchar, y él entonces le reveló sentimientos que, al demostrarle el interés que tenía por ella, hiciéronle por momentos más valioso su afecto.
Siguieron paseando sin cuidarse de la dirección que llevaban; había demasiado que pensar y que sentir y que decir para atender a nada más. Pronto supo ella que debían su actual avenencia a los afanes de la tía de él, la cual había visitado a su sobrino a su regreso por Londres y habíale contado su ida a Longbourn y lo substancial de su conversación con Isabel, insistiendo con énfasis en cuantas expresiones denotaban, en especial a juicio de Su Señoría, la perversidad y descaro de aquélla, en la creencia de que semejante relato le serviría de ayuda en su empresa de obtener del sobrino la promesa que ella había rehusado dar. Mas, para desgracia de Su Señoría, el efecto había sido en absoluto contrario.
—Eso me hizo conocer—dijo él—lo que antes apenas me habría atrevido a esperar. Conocía lo suficiente su modo de ser de usted para saber que, de estar absoluta e irrevocablemente decidida en contra mía, lo habría hecho saber a lady Catalina con claridad y franqueza.
Isabel se sonrojó y rióse mientras contestaba:
—Sí, conocía usted suficientemente mi franqueza para creerme capaz de eso. Después de rechazarle a usted tan abominablemente cara a cara no podía tener escrúpulo en manifestar lo propio a todos sus parientes.
—¿Qué me dijo usted que no mereciese? Porque aunque sus acusaciones estaban mal fundadas, mi proceder con usted entonces merecía el más severo reproche. Aquello fué imperdonable; no puedo pensar en ello sin horror.
—No disputemos sobre quién merece mayor censura por lo de aquella tarde—dijo Isabel—. Mirándolo bien, no puede resultar irreprochable la conducta de ninguno de los dos. Pero me parece que ambos hemos ganado en cortesía desde entonces.
—No me es dado reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El recuerdo de lo que entonces dije, de mi conducta, de mis modales, de mis expresiones durante todo aquello, es ahora, y ha de serlo por muchos meses, inexplicablemente penoso para mí. No olvido nunca su frase de usted, tan bien aplicada: «Si se hubiera usted conducido más caballerosamente.» Esas fueron sus palabras. No sabe usted, no puede concebir cuánto me han torturado; por más que confieso haber pasado algún tiempo antes de ser lo suficientemente razonable para hacerles justicia.
—Bien cierto es que estaba yo muy lejos de suponer que causaran a usted tan triste impresión. No tenía la menor idea de que pudiesen sentirse jamás así.
—Fácil me es el creerlo. Me suponía usted a la sazón vacío de todo sentimiento elevado; estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su talante de usted al decirme que no podía haberme dirigido a usted de modo ninguno que le decidiera a aceptarme.
—¡Oh!, no repita usted lo que dije entonces; ese recuerdo no ha de perdurar. Aseguro a usted que hace tiempo que estaba muy de corazón avergonzada de todo ello.
Darcy mencionó su carta.
—¿Le hizo a usted—díjole—, le hizo a usted pensar mejor de mí? ¿Dió usted crédito a su contenido al leerla?
Ella explicó cuál había sido su efecto y cuán gradualmente habíanle ido desapareciendo sus anteriores prejuicios.
—Sabía siguió él—que lo que escribiera había de apenar a usted, pero era preciso. Supongo que habrá usted destruído la carta. Había en la misma una parte, en especial el comienzo, que temería que usted la leyese segunda vez. Recuerdo ciertas expresiones que justamente podían hacer que usted me odiase.
—La carta se quemará desde luego si usted lo cree esencial para conservar mi afecto; pero aunque ambos tengamos razón para pensar que mis opiniones no son por completo invariables, no creo que hayan cambiado con tanta facilidad como implica lo que usted dice.
—Cuando escribí semejante carta—replicó Darcy—me juzgaba tranquilo y frío en absoluto; pero después me convencí de que fué escrita con tremenda amargura de ánimo.
—Acaso comenzaba con amargura; pero no terminaba así; la despedida era la caridad misma. Pero no piense usted más en la carta. Los sentimientos de la persona que la escribió y los de la que la recibió son al presente tan diferentes de lo que eran entonces que cuantas circunstancias desagradables se refieran a ella deben darse al olvido. Ha de aprender usted algo de mi filosofía; piense usted sólo en el pasado cuyo recuerdo le sea grato.
—No me es dado creer en esa filosofía de usted. Las introspecciones de usted han de verse tan vacías de reproche que el contento que de las mismas le brota no proviene de filosofía, sino de lo que es mejor, de ignorancia; pero conmigo no se da ese caso: interpónense penosos recuerdos que no pueden, que no deben ser repelidos. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, ya que no en los principios. Cuando niño enseñáronme lo que estaba bien, mas no se me enseñó a corregir mi temperamento. Se me inculcaron buenas normas, pero se me dejó seguir orgulloso y vano. Por desgracia, como hijo único—único durante varios años—, fuí echado a perder por mis padres, quienes, aun siendo en sí buenos—mi padre en particular era todo benevolencia y amor—, me permitieron, me alentaron, casi me enseñaron a ser egoísta y dominante, a no cuidarme de nadie fuera del círculo de mi familia, a pensar bajamente del resto del mundo, o por lo menos a desear pensar así del sentido y del valor de los otros en cotejo con los míos. Así fuí desde los ocho a los veintiocho años, y aun lo sería a no ser por usted, queridísima, amadísima Isabel. ¿Qué no he de deberle a usted? Me dió usted una lección, ciertamente dura al principio, pero muy provechosa; por usted quedé humi- llado como convenía, usted me mostró cuán insuficientes eran mis pretensiones para complacer a una mujer merecedora de ser complacida.
—¿Y está usted persuadido de que lo merezco?
—Bien cierto que lo estoy. ¿Qué pensará usted de mi vanidad? Creía que usted deseaba, esperaba mi declaración.
—Mis modales tuvieron que ser malos, pero aseguro a usted que sin intención. Nunca pretendí engañar a usted; pero mi ánimo me conduce a menudo a errar. ¡Cuánto me ha debido usted odiar desde aquella tarde!
—¡Odiarla a usted! Quizá quedara resentido al principio; pero ese resentimiento mío pronto comenzó a encaminarse mejor.
—Casi me asusta preguntar a usted qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Me censuró usted por ir allá?
—No por cierto. No sentí sino sorpresa.
—Su sorpresa de usted no pudo ser mayor que la mía al encontrarme con usted. Mi conciencia me aseguraba no merecer extraordinaria cortesía, y confieso que no esperaba recibir sino la que me era debida.
—Mi propósito entonces—contestó Darcy—fué demostrar a usted, con cuanta cortesía pudiera, no ser tan ruin que me hallara resentido por lo pasado; y esperaba obtener el perdón de usted y aminorar su mala opinión de mí haciéndole ver que sus reproches habían sido tomados en cuenta. Con dificultad puedo decir cuánto tardaron otros de- seos a mezclarse con ése; pero opino que eso ocurrió ya a la media hora de haberla visto a usted.
Al llegar aquí manifestó él la complacencia que tuvo Georgiana con su trato y el sentimiento que experimentó por la súbita interrupción del mismo, lo cual condujo, como era natural, a la causa de tal interrupción, y pronto supo Isabel que la resolución de él de marchar del condado de Derby en busca de Lydia habíala formado antes de salir de la fonda, habiendo provenido su gravedad y su aspecto pensativo no de otras luchas que las referentes a semejante propósito.
Volvió ella a expresarle su gratitud; pero ése era asunto en demasía penoso a ambos para insistir más en él.
Después de andar varias millas en completa libertad y sobrado ocupados para saber nada más, al examinar al cabo sus relojes vieron ser hora de regresar a casa.
—¿Qué habrá sido de Bingley y de Juana?
He ahí una exclamación que los llevó a tratar de los asuntos de aquéllos. Darcy estaba encantado de su arreglo, del cual su amigo le había dado inmediata noticia.
—¡Me permite usted preguntarle si le sorprendió?—díjole Isabel.
—De ninguna manera. Al marcharme comprendí que eso acontecería pronto.
—Es decir, que usted le concedió su permiso. Lo suponía.
Y aunque él protestó de semejante palabra, conoció ella que había estado muy en su lugar.
—La tarde anterior a irme a Londres—dijo él—le hice una confesión que debí haberle hecho desde larga fecha. Díjele cuanto había ocurrido para cambiar en absurda e impertinente mi anterior intromisión en sus asuntos. Su sorpresa fué grande: jamás había abrigado la menor sospecha. Manifestéle además haberme engañado al suponer, cual supusiera, que le era indiferente a su hermana de usted, y en cuanto pude notar que su afecto hacia ella no había disminuído no abrigué duda sobre su mutua felicidad.
Isabel no pudo menos de sonreírse por ese fiel modo de guiar a su amigo.
—Cuando le dijo usted que mi hermana le quería, ¿habló usted por observación propia o tan sólo por mi información de la primavera pasada?
—Por lo primero. Observéla minuciosamente durante las dos últimas visitas que hice aquí y quedé convencido de su afecto.
—Y supongo que su afirmación de usted convencería a él al punto.
—Así fué. Bingley es muy modesto, sin afectación ninguna. Su desconfianza ha impedido que se fiase de su propio juicio en caso de tal monta; pero su sumisión al mío lo facilitó todo. Tuve que confiarle una cosa que durante algún tiempo, y no sin justicia, le molestó. No pude permitirme ocultarle que su hermana de usted había estado tres meses en la capital en el pasado invierno, que yo lo sabía y que de propósito se lo oculté. Eso le enfadó. Pero estoy seguro de que su enfado no duró sino lo que permaneció en duda sobre los sentimientos de su hermana de usted. Ahora me ha perdonado de corazón.
Isabel habría deseado observar que Bingley había resultado muy delicioso amigo por lo fácil de guiar, que su valía era incomparable; pero se contuvo. Recordó que Darcy tenía que aprender a reírse de eso y que todavía era demasiado pronto para empezar. Hablando, pues, de la felicidad de Bingley, que, naturalmente, tenía que ser inferior sólo a la suya propia, continuó él su plática hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se separaron.
Capítulo 59
«Querida Isabel, ¿por dónde has estado paseando?», tal fué la pregunta que Isabel oyó a Juana en cuanto se vieron en el cuarto, y a todos los demás al sentarse a la mesa. Como respuesta, sólo pudo decir que habían andado errantes hasta donde acababa el terreno por ella conocido. Al decirlo se sonrojó; mas ni aquello ni nada despertó sospecha.

La velada pasó con tranquilidad, sin nada extraordinario. Los amantes reconocidos charlaron y rieron; los desconocidos permanecieron callados. Darcy no era propenso a mostrar la dicha con la alegría, e Isabel, agitada y confusa, más bien sabía que era feliz que se sentía como tal; porque además del aturdimiento por lo que va explicado, presentábanse otros temores ante ella. Preveía lo que había de suceder en la familia al conocerse su situación; érale notorio que a ninguno gustaba Darcy fuera de Juana, y hasta creía que a los demás les causaba tanto disgusto que ni su fortuna ni su significación lo podrían borrar.
Por la noche abrió a Juana su corazón, y aunque hasta la duda estaba muy lejos de los hábitos ordinarios de ésta, en el caso actual resultó incrédula por completo.
—¡Te estás burlando, Isabel; eso no puede ser! ¡Arreglada con el señor Darcy! No, no; no me engañarás; sé que eso es imposible.
—¡Mal comienzo es ése en verdad! Mi única confianza estaba en ti, pues estoy segura de que nadie más me creerá si tú no me crees. No digo sino la verdad. El me ama todavía y estamos arreglados.
Juana la miró con duda.
—Isabel, no puede ser; sé lo mucho que te desagrada.
—Tú no sabes nada de este asunto. Todo eso que dices es para olvidarse. Acaso no le haya amado siempre tanto como ahora; pero en casos así es imperdonable una buena memoria. Esta es la última vez que yo misma lo recordaré.
Juana mirábala todavía como asombrada. Isabel, de nuevo y más en serio, le aseguró de su verdad.
—¡Dios mío! ¿Es de veras posible? Mas ahora habré de creerlo— exclamó Juana—. ¡Mi querida, mi querida Isabel, te felicitaría; te felicito ya!; pero ¡estás segura—perdona la pregunta—, estás por completo segura de que serás dichosa con él?
—No hay que dudarlo. Ya hemos convenido en que seremos la pareja más dichosa del mundo. Pero ¿estás contenta, Juana? ¿Te gustará tener ese hermano?
—Mucho, muchísimo; nada puede proporcionar mayor placer ni a Bingley ni a mí. Mas nosotros hablábamos de eso considerándolo un imposible. Y tú ¿le amas de veras lo suficiente? ¡Oh Isabel, haz cualquier cosa antes que casarte sin amor! ¿Estás en absoluto persuadida de que sientes lo que se debe sentir?
—¡Oh, sí! Has de creer que siento más de lo que debo cuando te lo digo todo.
—¿Qué quieres decir?
—Que he de confesarte que le amo más que a Bingley, aunque temo que esto te incomode.
—Hermana querida, sé ahora seria; necesito hablar con mucha seriedad. Hazme sabedora sin dilación de cuanto haya de saber. Díme, ¿desde cuándo le amas?
—Eso ha ido viniendo tan gradualmente que con dificultad sabría yo misma cuándo empezó; pero creo que habría que ponerle como fecha la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.
Mas otro ruego de que fuese formal produjo el ansiado efecto, y pronto satisfizo a Juana con sus solemnes afirmaciones de afecto. Una vez con- vencida de este punto, Juana no tenía más que desear.
—Ahora soy por completo feliz—dijo—, porque lo serás tanto como yo. Siempre le estimé. Aunque no fuera sino por su amor a ti, siempre tendría que haberle estimado; pero ahora, como amigo de Bingley y marido tuyo, no puede haber sino Bingley y tú que sean más caros a mi corazón. Pero, Isabel, has sido muy callada, muy reservada conmigo. ¡Qué poco me hablaste de lo que ocurrió en Pemberley y en Lambton! Cuanto sé lo debo a otro, no a ti.
Isabel expuso los motivos de su secreto. No había querido mentar a Bingley, y el indeciso estado de sus sentimientos habíale hecho evitar a la par el nombre de su amigo. Mas ahora no quería ocultarle la participación de éste en el asunto de Lydia. Todo, pues, quedó expuesto, y se pasó media noche en el coloquio.
—¡Dios mío!—exclamó la señora de Bennet al ponerse a la ventana a la mañana siguiente—, ¡si ese desagradable señor Darcy no viniera otra vez con nuestro querido Bingley! ¿Qué significará que sea tan pesado y que venga de continuo aquí? Ya podría irse a cazar o a hacer otra cosa, en lugar de molestarnos con su compañía. ¿Qué haremos con él? Isabel, tienes que salir otra vez de paseo con él para no estorbar a Bingley.
Isabel apenas pudo evitar el reírse al escuchar proposición tan conveniente, por más que lamentara que su madre estuviese dándole siempre a él aquel epíteto.
En cuanto ambos entraron, Bingley miró a Isabel expresivamente, dándole la mano con tal ardor que no le dejó dudas sobre su buena información, y pronto dijo en voz alta:
—Señor Bennet, no tiene usted por ahí otros caminos en que Isabel pueda extraviarse otra vez?
—Recomiendo al señor Darcy, a Isabel y a Catalina—dijo la señora de Bennet—que vayan esta mañana a la montaña de Oakham. Es un precioso paseo largo, y el señor Darcy nunca ha contemplado ese panorama.
—Eso puede ser muy bueno para los otros dos—replicó Bingley—; pero estoy convencido de que resultará excesivo para Catalina. ¿No es así, Catalina?
Esta confesó que prefería quedarse en casa; Darcy manifestó gran curiosidad por disfrutar de la vista que ofrecía esa montaña, e Isabel accedió en silencio. Cuando ésta subió para arreglarse, la señora de Bennet siguióla diciendo:
—Isabel, siento muchísimo que te veas constreñida a quedarte con persona tan desagradable; mas espero que no repararás en ello; todo es por Juana, ya lo sabes; y además, no hay por qué hablarle sino de vez en cuando. No te molestes.
Durante el paseo quedó resuelto que el consentimiento del padre quedaría pedido en el curso de la velada, Isabel se reservó la notificación a su madre. No podía adivinar cómo lo tomaría ésta; a veces dudaba de si toda la riqueza y rango de Darcy serían suficientes para contrarrestar el odio que le profesaba; mas estuviera violentamente dispuesta contra su matrimonio o satisfecha también con violencia, era seguro que sus arrebatos no habrían de acreditar su buen sentido; y por eso no podía sufrir que Darcy escuchase ni los primeros raptos de su gozo ni la primera vehemencia de su desaprobación.
Por la tarde, poco después de haberse retirado a su biblioteca el señor Bennet, vió ella que Darcy se levantaba también y le seguía, y su agitación al percibir eso fué extrema. No temía la oposición de su padre; mas iba a verse por ello desgraciado, y el que fuese ella, su hija favorita, quien le apenaba con su elección, quien iba a oprimirle con temores y pesadumbres al colocarla, era consideración triste; y por eso lo estuvo ella hasta que Darcy volvió a aparecer y hasta que, al mirarle, quedó aliviada con su sonrisa. A los pocos minutos aproximóse él a la mesa donde estaba ella sentada con Catalina, y haciendo como que miraba su labor, díjole al oído:
—Vaya usted a donde está su padre; la necesita a usted en su biblioteca.
Ella marchó directamente.
Su padre se paseaba por la estancia, pareciendo grave y ansioso.
—Isabel—le dijo—, ¿qué haces? ¿Estás fuera de juicio para aceptar a ese hombre? ¿No le has odiado siempre?
¡Cuán vivamente habría deseado Isabel que sus primeros juicios sobre Darcy hubieran estado más puestos en razón y sus expresiones hubieran sido más moderadas! Habríale eso ahorrado ciertas explicaciones y confesiones que temía muchísimo hacer; mas ahora eran precisas; y así, le aseguró a su padre con alguna confusión su afecto hacia Darcy.
—Es decir, que estás decidida a poseerlo. Es rico, ciertamente; podrás disfrutar de más bonitos vestidos y de elegantes coches. Pero ¿te hará feliz?
—¿No tienes otra objeción que hacer—contestó Isabel—sino el creerme indiferente?
—Ninguna más. Todos sabemos que es hombre orgulloso y desagradable; pero eso nada importa si te gusta.
—Pues me gusta, me gusta—replicó ella con lágrimas en los ojos —; le amo. Buena verdad es que no tiene orgullo; es de todo punto amable. No sabes lo que es en realidad; por eso te suplico que no me apenes hablándome de él en esos términos.
—Isabel—añadió su padre—, le he dado mi consentimiento. Cierto que es hombre a quien no rehusaría jamás nada que quisiera pedirme. Ahora te lo entrego si estás resuelta a tomarlo. Mas déjame que te advierta que lo pienses mejor. Sé que no podrás ser dichosa ni respetable si no amas a tu marido, si no le consideras como un superior. Tu viveza te colocaría en los mayores peligros con un matrimonio desigual; con dificultad evitarías el descrédito y la desgracia. Hija mía, no me des el sinsabor de verte incapaz de respetar a tu pareja en la vida. No sabes lo que eso es.
Isabel, todavía más afectada, estuvo vehemente y solemne en su contestación; y al fin, con repetidas aseveraciones de que Darcy era de veras el objeto de su elección; con exponer el cambio gradual que había experimentado en cuanto a su estimación; con hacer constar su seguridad absoluta de que el afecto de él no era cosa de un día, sino que había resistido la prueba de muchos meses, y enumerar con energía todas sus buenas cualidades, venció la incredulidad de su padre, logrando reconciliarle con ese casamiento.
—Bien, querida mía—díjole él cuando terminó de hablar—, no tengo más que decirte: si es así, te merece. No te habría entregado, Isabel mía, a otro que valiera menos.
Para completar la impresión favorable refirió entonces ella a su padre lo que Darcy había hecho espontáneamente por Lydia.
—¡Esta es noche de asombros en verdad! ¿De modo que Darcy hizo todo: llevó a cabo el casamiento, dió el dinero, pagó las deudas del pollo y le obtuvo el destino? Tanto mejor: me libraré de un mundo de confusiones y de economía. Si hubiera sido cosa de tu tío habría tenido que pagarle, y lo habría hecho; pero estos enamorados violentos cargan con todo. Mañana le ofreceré pagarle; él protestará y se enfadará por amor a ti, y así concluirá la cuestión.
Recordó entonces su padre el embarazo que mostraba ella cuando le leía la carta de Collins, y tras de bromear con ella algún tiempo, al cabo permi- tióle marcharse, diciéndole cuando abandonaba el cuarto:
—Si algún muchacho viene por María o Catalina, envíamelo, que me encuentro por completo desocupado.
El espíritu de Isabel quedó así libre de un enorme peso, y después de media hora de tranquila reflexión en su aposento hallóse en disposición de unirse a los demás con pasadera calma. Era todo sobrado reciente para la alegría, pero la velada transcurrió con tranquilidad; nada más tenía que temer, y el bienestar del reposo y de la familiaridad vendría a su tiempo.
Cuando su madre volvió a su cuarto por la noche siguióla e hízole la importante comunicación. Su efecto fué muy extraordinario, porque al principio. la señcra de Bennet se quedó en absoluto parada al escucharla, incapaz de articular una palabra; y no fué sino tras muchcs, tras muchos minutos cuando pudo comprender lo oído, aun no siendo por lo común reacia a creer lo que se refiriese a ventajas de su familia o significase noviazgo para una de sus hijas. A la postre comenzó a recobrarse, a agitarse, levantándose y volviéndose a sentar; a admirarse y congratularse:
—¡Dios mío! ¡Dios me bendiga! ¡Oh qué cosa, querida mía! ¡El señor Darcy! ¡Quién lo habría pensado! ¡Oh mi queridísima Isabel, qué rica y qué grande vas a ser! ¡Qué bolsillo, qué joyas, qué carruajes tendrás! ¡Lo de Juana no vale nada, nada en absoluto! ¡Estoy tan contenta, soy tan feliz! ¡Qué hombre tan encantador, tan guapo, tan buen mozo! ¡Oh mi querida Isabel, dispénsame porque me haya disgustado tanto antes!; supongo que él me dispensará. ¡Querida, querida Isabel! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras anuales! ¡Oh Dios mío!, ¿qué va a ser de mí? Voy a enloquecer.
Eso era suficiente para demostrar que su aprobación no había de ponerse en duda; e Isabel, satisfecha de que tales efusiones no hubieran sido oídas sino por ella, marchóse pronto. Mas antes de que llevase tres minutos en su cuarto entró su madre.
—¡Queridísima hija—exclamó—, no puedo pensar en otra cosa! Diez mil libras anuales, y acaso más! ¡Eso es tan bueno como un lord! ¡Y especial licencia!: ¡habrás de casarte con licencia especial! Pero, queridísimo amor mío, ¿a qué plato que yo pueda tener mañana es especialmente aficionado el señor Darcy?
Mal presagio era esto de lo que prometía ser la conducta de su madre para con ese caballero, e Isabel conoció que, aun viéndose en posesión de su más caluroso afecto y segura del consentimiento de su propia familia, todavía tenía algo que desear. Pero la mañana transcurrió mejor que se esperaba, porque, felizmente, infundíale a la señora de Bennet tal temor su futuro yerno que no osaba hablarle sino cuando podía dedicarle alguna atención o hacer notar que asentía a sus opiniones.
Isabel tuvo la satisfacción de ver que su padre se afanaba por intimar con él, y aun le aseguró que cada día crecía en su estimación.
—Admiro a todes mis tres yernos—decía—. Wickham acaso sea mi favorito; pero creo que tu marido me gustará tanto como el de Juana.
Capítulo 60
Vuelto de nuevo el ánimo de Isabel a la alegría, requirió que Darcy le contase cómo se había enamorado de ella.
—¿Cómo principiaste?—le dijo—. Comprendo que siguieras una vez que habías comenzado; pero ¿que te movió al principio?
—No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que asentaron los fundamentos. Hace ya bastante tiempo. Lo estaba a medias sin conocer que había principiado.
—En cuanto a mi belleza, pronto se te resistió, y por lo que toca a mis modales, mi conducta para contigo lindaba por lo menos con lo descortés, no hablándote jamás sin desear ocasionarte pena más que otra cosa. Sé, pues, franco: ¿me admiraste por mi impertinencia?

—Por la viveza de tu mente.
—Puedes llamarla impertinencia desde luego: era muy poco menos que eso. El hecho es que estabas harto de cortesías, de deferencias, de atenciones. Disgustábante las mujeres que hablaban, miraban y pensaban siempre sólo para conseguir tu aprobación. Yo te irrité y te interesé por no parecerme a ellas. Por eso me habrías odiado si no hubieras sido en realidad digno de que se te amase; mas a pesar de la fatiga que te tomaste en disfrazarte, tus sentimientos fueron nobles y justos, y desde el fondo de tu corazón despreciabas por completo a las personas que te cortejaban con tanta asiduidad. Mira cómo te he ahorrado el trabajo de contármelo; y en verdad que, considerado todo, comienzo a tener eso por perfectamente razonable. Segura estoy de que no reconoces ahora en mí ninguna excelencia; pero nadie piensa en eso cuando está enamorado.
—¿No había excelencia en tu afectuosa conducta con Juana cuando estaba enferma en Netherfield?
—¡Juana amadísima! ¿Quién podría haber hecho menos por ella? Pero tómalo por virtud si quieres. Mis buenas cualidades quedan bajo tu protección y tú estás para exagerarlas cuanto sea posible; y en cambio a mí me corresponde hallar ocasiones de contrariarte y de disputar contigo tan a menudo como pueda; y así, principiaré por preguntaren derechura: —¿Qué te hacía desear tan poco volver a nuestro asunto? ¿Qué te hizo tan tímido cuando viniste ahora la primera vez, y luego cuando comiste aquí? ¿Por qué, en especial al mirarnos, parecía como si no te cuidaras de mí?
—Porque te veía seria y silenciosa y no me animabas. —Pero es que yo estaba azorada.
—Y yo también.
—Bien podías haberme hablado más cuando viniste a comer. —Hubiéralo hecho cualquiera que sintiese menos que yo.
—¡Qué desgracia es que tengas siempre una contestación razonable, y que yo sea también tan razonable que la admita! ¡Pero me admira lo eterno que habría sido esto por ti! ¿Cuándo me habrías hablado si no hubiera principiado yo? Mi resolución de darte las gracias por tu bondad para con Lydia produjo buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿qué va a ser de la moral si nuestra felicidad brotó de la infracción de una promesa? Yo no debía haber mencionado ese tema; no lo haré nunca.
—No debes atormentarte: la moral quedará a salvo por completo. El injustificable proceder de lady Catalina para separarnos fué el medio de remover todas las dudas. No debo mi actual dicha a tu vehemente deseo de expresar tu gratitud; no estaba de humor de esperar que me dijeses nada: el relato de mi tía me había prestado esperanzas, y hallábame decidido a saber todo de una vez.
—Lady Catalina nos ha sido de infinita utilidad, lo cual debería hacerla feliz, ya que le gusta ser útil. Pero, díme: ¿por qué volviste a Netherfield? ¿Fué sólo para venir a Longbourn a azorarte o habías pensado en más serio resultado?
—Mi verdadero propósito era verte y ver si juzgaba que debía abrigar aún esperanzas de que me amases. Lo que confesaba, o me confesaba a mí mismo, era ver si tu hermana estaba aún interesada por Bingley, y de ser así, manifestar a éste lo que con anterioridad había yo hecho.
—¿Tendrás valor de anunciar a lady Catalina lo que le espera?
—Probablemente más bien me faltará tiempo que valor, Isabel. Mas hay que hacerlo; y si me das un pliego de papel quedará hecho a la carrera.
—Y si yo no tuviera otra carta que escribir podría sentarme a tu lado y admirar la uniformidad de tu letra, cual cierta señorita hizo en otra ocasión. Pero tengo también una tía a quien no he de dejar olvidada más tiempo.
Por no querer confesar cuánto se había exagerado su intimidad con Darcy no había contestado Isabel aún a la larga carta de la señora de Gardiner; mas ahora, pudiendo comunicar lo que sabía que sería muy bien recibido, casi se avergonzaba de ver que sus tíos llevaban tres días perdidos en el disfrute de semejante dicha, y al punto escribió como sigue:
«Habríate dado antes, cual era mi deber, querida tía, las gracias por tu larga, amable y satisfactoria relación del hecho que sabes; mas, a decir verdad, veíame demasiado afligida para escribir. Pero ahora, supón lo que quieras, da rienda suelta a tu fantasía, permite a tu imaginación todo el vuelo que el asunto permite, y, menos creerme en la actualidad casada, no podrás errar mucho. Me has de volver a escribir pronto alabándole todavia mucho más de lo que lo hacías en tu última. Agradezco una y mil veces no haber ido a los Lagos: ¡cómo pude ser tan necia que lo deseara? Tu idea de las jacas es deliciosa; recorreremos el parque todos los días. Soy la criatura más feliz del mundo. Quizá otros lo habrán dicho antes, pero ninguno con tanta verdad. Soy más feliz aún que Juana: ella sólo sonríe, yo río. Darcy te envía cuanto cariño hay en el mundo de que pueda privarme a mí. Habéis de venir todos a Pemberley en Navidad.—Tu», etc.
La misiva de Darcy a lady Catalina fué de otro estilo, y todavía diferente de ambos esta que el señor Bennet envió a Collins en contestación a la suya:
«Querido primo: Tengo que molestarte una vez más por cuestión de enhorabuena: Isabel será pronto la esposa del señor Darcy. Consuela a lady Catalina lo mejor que puedas; pero, yo que tú, me quedaría con el sobrino: tiene más que dar.—Tu afectísimo», etc.
La enhorabuena de la señorita de Bingley a su hermano por su próximo casamiento fué afectuosa, pero falta de sinceridad. Hasta escribió a Juana con ese motivo, exponiéndole su satisfacción y repitiéndole todas sus anteriores seguridades de cariño. Juana no se engañó, pero afectóse, y aun sin sentir confianza con ella, no pudo evitar el remitirle una contestación mucho más amable de la que pensaba que merecía.
El gozo que la señorita de Darcy manifestó al recibir noticia análoga fué tan sincero como el de su hermano al comunicársela. Cuatro páginas de papel parecían insuficientes para expresar toda su satisfacción y todo su vivo deseo de ser amada por su hermana.
Antes de poder llegar respuesta ninguna de Collins ni felicitación alguna de su esposa para Isabel, la familia de Longbourn oyó que los Collins en persona iban a venir a casa de los Lucas. La razón de traslado tan repentino hízose pronto conocer. Lady Catalina se había enfadado tan excesivamente con el contenido de la carta de su sobrino, que Carlota, que de veras se alegraba del casamiento, hallábase deseosa de marcharse hasta que pasara la tempestad. En semejante ocasión, la llegada de su amiga fué un verdadero placer para Isabel; aunque en el curso de sus entrevistas con ella hubo de dar a veces por aguado semejante placer al ver a Darcy expuesto a toda la pomposa y molesta cortesía del marido de aquélla. Mas Darcy lo soportó todo con admirable calma. Hasta pudo escuchar también a sir Guillermo Lucas cuando le cumplimentó por llevarse la más brillante joya de la comarca y le comunicó sus esperanzas de encontrarse todos con frecuencia en St. James. Si se encogió de hombros fué sólo después de perder de vista a sir Guillermo.
La vulgaridad de la señora de Philips fué otra, y quizá la mayor, de las contribuciones impuestas a su paciencia; y aunque dicha señora, lo mismo que su hermana, le profesaba sobrado respeto para hablarle con la familiaridad a que el buen humor de Bingley prestaba alientos, no obstante, cuando hablaba tenía que resultar vulgar. Ni el respeto a él, que la hacía más moderada, pudo tornarla más distinguida. Isabel hacía cuanto le era dado para protegerle contra todos, ansiando tenerle siempre solo para sí y para aquellos de su familia con quienes podía él hablar sin mortificación; y aunque los sentimientos molestos que de todo eso brotaron quitaron al período de noviazgo muchos de sus placeres, añadieron mayores esperanzas para lo por venir; y así, ella miraba con delicia adelante, al tiempo en que estuviesen separados de sociedad tan poco grata a ninguno de los dos y disfrutando de la comodidad y elegancia de su tertulia familiar de Pemberley.
Capítulo 61
Dichoso para todos sus sentimientos maternales fué el día en que la señora de Bennet se separó de sus dos más beneméritas hijas.
Puede suponerse con cuán delicioso orgullo visitó después a la señora de Bingley y habló de la señora de Darcy. Desearía poder decir, en atención a su familia, que el cumplimiento de sus más caros anhelos con el casamiento de tantas de sus hijas produjo el dichoso efecto de tornarla mujer sensible, amable y cabal para toda su vida; mas acaso fuera una suerte para su marido, quien no habría podido disfrutar de la felicidad doméstica en forma tan desusada, el que, a pesar de todo, continuase nerviosa en ocasiones e invariablemente mentecata.

El señor Bennet echó muy de menos a su hija segunda; su afecto por ella le sacó de casa más a menudo que podría haberlo logrado cosa alguna. Deleitábase en ir a Pemberley, en especial cuando era menos esperado.
Bingley y Juana permanecieron en Netherfield sólo un año. Vecindad tan próxima a su madre y a los parientes de Meryton no resultaba apetitosa para el fácil carácter de él ni para el amoroso corazón de ella. Entonces quedó satisfecho el deseo favorito de las hermanas de Bingley: compró éste un estado en un condado cercano al de Derby, y Juana e Isabel, como algo añadido a todos sus restantes manantiales de dicha, estuvieron a trienta millas entre sí.
Catalina, por su pura ventaja material, pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas mayores, y en sociedad tan superior a la que conociera de ordinario su progreso fué grande. No era de tan indomable temperamento como Lydia, y libre del influjo del ejemplo de ésta, llegó, con atención y dirección convenientes, a ser menos irritable, menos ignorante y menos superficial. Como era natural, previniósele de las desventajas de la sociedad de Lydia, y así, aunque la señora de Wickham la invitó con frecuencia a ir y residir con ella, con la promesa de bailes y pollos, su padre nunca consintió que fuese.
María fué la única que siguió en la casa, y, necesariamente, se vió obligada a prodigar sus atenciones a la señora de Bennet, que no sabía estarse sola. Tuvo por eso que mezclarse más con el mundo; pero aun pudo filosofar sobre todas las visitas matutinas; y como no resultaba ahora mortificada con comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que se sometía al cambio sin disgusto.
En cuanto a Wickham y Lydia, sus caracteres no sufrieron alteración por los casamientos de sus hermanas. El sobrellevaba con filosofía la convicción de que Isabel conocería ahora cuanto referente a su ingratitud y falsía había antes ignorado; y no obstante, no era ajeno a la esperanza de que Darcy influiría para labrar su suerte. La carta de enhorabuena que Isabel recibió de Lydia por su matrimonio dióle a conocer que semejante esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su mujer. La carta era así:
«Mi querida Isabel: Te deseo alegría. Si amas a Darcy la mitad que yo a mi caro Wickham, habrás de ser muy dichosa. Es una gran fortuna tenerte tan rica, y cuando no sepas qué hacer, espero que te acuerdes de nosotros. Segura estoy de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino en la corte, y no creo que tengamos dinero suficiente para vivir allí sin ninguna ayuda. Me refiero a una plaza de trescientas o cuatrocientas libras anuales próximamente; mas, de todos modos, no hables de eso a Darcy si no lo ves posible.—Tu», etc.
Y como ocurría que Isabel lo veía muy poco posible, en su contestación trató de poner fin a todo ruego y esperanza de ese género. Mas algún alivio, tal como podía proporcionárselo practicando lo que podría llamarse economía doméstica, se lo envió con frecuencia. Siempre había sido evidente que ingresos como los de ellos y administrados por dos personas tan manirrotas y tan despreocupadas por lo por venir habían de resultar muy insuficientes para su sostén; y siempre que se mudaban era seguro que Juana o ella recibieran alguna súplica de auxilio para pagar sus cuentas. Su modo de vivir, aun después que el restablecimiento de la paz los confinó a un hogar, era en extremo movido. Siempre andaban cambiándose de un punto a otro en busca de estancia más barata, y siempre gastando más de lo que podían. El afecto de él hacia ella trocóse pronto en indiferencia; el de ella duró un poco más, y a pesar de su juventud y de su aire, conservó todos los derechos a la reputación que su matrimonio le había granjeado.
Aunque Darcy nunca le recibió a él en Pemberley, ayudóle a adelantar en su carrera por consideración a Isabel. Lydia les hizo alguna visita ocasional cuando su marido iba a divertirse a Londres o a baños, y con los Bingley estaban ambos con frecuencia; tanto, que hasta el buen humor de Bingley se acabó y llegó a hablar de insinuarles que se marcharan.
La señorita de Bingley quedó muy resentida con el casamiento de Darcy; mas en cuanto se creyó con derecho a visitar Pemberley pasósele el resentimiento: fué más afecta a Georgiana que nunca, casi tan atenta con Darcy como hasta entonces, y pagó todos sus atrasos de cortesía a Isabel.
Pemberley fué ahora la morada de Georgiana, y el afecto suyo a su hermana fué exactamente como Darcy había esperado. Fueron ambas capaces de amarse mutuamente cuanto quisieron. Georgiana tenía la más elevada idea de Isabel, aunque al principio se asombrase y casi se alarmase al escuchar la juguetona manera de hablar que empleaba con su hermano; a quien le había inspirado siempre respeto tal que casi sobrepujaba al cariño, veíalo ahora objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió nociones que nunca se habían interpuesto en su camino. Con la instrucción de Isabel comenzó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido libertades que un hermano jamás puede tolerar de una hermana diez años menor que él.
Lady Catalina indignóse de modo extraordinario con el casamiento de su sobrino; y como abrió la puerta a toda su genuina franqueza al contestar a la carta en que él le comunicaba su arreglo, usó un lenguaje tan extremado, en especial al referirse a Isabel, que por algún tiempo acabó toda relación. Mas a la postre, por influencia de Isabel, dejóse él persuadir a perdonar la ofensa y buscó una reconciliación; y tras algo más de resistencia por parte de su tía, el resentimiento de ésta cesó, ya por afecto hacia él, ya por curiosidad de ver cómo se conducía su esposa; y así, se dignó visitarlos en Pemberley, a despecho de la contaminación que sus bosques habían sufrido no sólo por la presencia de semejante dueña, sino por las visitas de sus tíos desde la capital.
Con éstos, con los Gardiner, siempre estuvieron en la más amistosa relación. Darcy, y lo mismo Isabel, los amaban de veras, sintiendo ambos muy calurosa gratitud hacia las personas que, por traer a ella al condado de Derby, habían servido de intermediarios para unirlos.
