Mucho ruido y pocas nueces

En Sicilia hay una ciudad llamada Messina, escenario de una curiosa tormenta en una taza de té que se desató hace varios cientos de años.

Comenzó con sol. Don Pedro, Príncipe de Aragón, en España, había obtenido una victoria tan completa sobre sus enemigos que la propia tierra de la que procedían había sido olvidada. Sintiéndose feliz y juguetón después de las fatigas de la guerra, Don Pedro vino de vacaciones a Messina, y en su séquito estaban su hermanastro Don Juan y dos jóvenes señores italianos, Benedicto y Claudio.

Benedicto era un alegre charlatán que había decidido vivir soltero. Claudio, por otro lado, tan pronto como llegó a Messina se enamoró de Hero, hija de Leonato, gobernador de Messina.

Un día de julio, un perfumista llamado Borachio estaba quemando lavanda seca en una habitación en casa de Leonato, cuando el sonido de una conversación flotó a través de la ventana abierta.

—Dame tu sincera opinión sobre Hero —pidió Claudio, y Borachio se acomodó para escuchar cómodamente.

—Demasiado baja y morena para alabarla —fue la respuesta de Benedicto—; pero alteras su color o estatura y la arruinas.

—A mis ojos, es la mujer más dulce —dijo Claudio.

—No a los míos —respondió Benedicto—, y no necesito gafas. Es como el último día de diciembre comparado con el primero de mayo si la pones al lado de su prima. Desafortunadamente, Lady Beatriz es una furia.

Beatriz era sobrina de Leonato. Se divertía diciendo cosas ingeniosas y severas sobre Benedicto, que la llamaba Querida Lady Desdén. Solía decir que había nacido bajo una estrella danzante y, por lo tanto, no podía ser aburrida.

Claudio y Benedicto seguían hablando cuando llegó Don Pedro y dijo con buen humor:

—Bueno, caballeros, ¿cuál es el secreto?

—Ansío —respondió Benedicto —que Su Majestad me mande contarlo.

—Te encargo, pues, por tu lealtad, que me lo digas —dijo Don Pedro, siguiendo el juego.

—Puedo ser tan mudo como un mudo —se disculpó Benedicto ante Claudio—, pero Su Majestad ordena que hable. 

Y a Don Pedro le dijo:

—Claudio está enamorado de Hero, la hija baja de Leonato.

Don Pedro se alegró, pues admiraba a Hero y quería a Claudio. Cuando Benedicto se hubo marchado, dijo a Claudio:

—Mantente firme en tu amor por Hero, y te ayudaré a conquistarla. Esta noche su padre da un baile de máscaras; y yo fingiré ser Claudio y le diré cuánto la ama Claudio. Si ella se muestra complacida, iré a su padre y le pediré su consentimiento para su unión.

A la mayoría de los hombres les gusta hacer sus propios cortejos, pero si te enamoras de la única hija del gobernador, eres afortunado si puedes confiar en un príncipe para que interceda por ti.

Claudio era afortunado, pero también desafortunado, pues tenía un enemigo que parecía su amigo. Este enemigo era Don Juan, el hermanastro de Don Pedro, que estaba celoso de Claudio porque Don Pedro lo prefería a él antes que a Don Juan.

Borachio acudió a Don Juan con la interesante conversación que había oído por casualidad.

—Me divertiré en el baile de máscaras —dijo Don Juan cuando Borachio terminó de hablar.

La noche del baile, Don Pedro, enmascarado y haciéndose pasar por Claudio, preguntó a Hero si podía pasear con ella.

Se alejaron juntos, y Don Juan se acercó a Claudio y dijo:

—¿Señor Benedicto?

—El mismo —mintió Claudio.

—Estaría muy agradecido, entonces —dijo Don Juan—, si usaras tu influencia con mi hermano para curarle su amor por Hero. Ella está por debajo de él en rango.

—¿Cómo sabes que la ama? —preguntó Claudio.

—Le oí jurar su afecto —fue la respuesta, y Borachio intervino diciendo: 

—Yo también.

Claudio quedó entonces solo, y pensó que su príncipe lo había traicionado. 

—Adiós, Hero —murmuró—; fui un tonto al confiar en un intermediario.

Mientras tanto, Beatriz y Benedicto (que estaba enmascarado) mantenían un animado intercambio de opiniones.

—¿Alguna vez te hizo reír Benedicto? —preguntó ella.

—¿Quién es Benedicto? —preguntó él.

—El bufón de un príncipe —respondió Beatriz, y habló tan bruscamente que él mas tarde declaró:

—No me casaría con ella, aunque su hacienda fuera el jardín del Edén.

Pero el principal orador en el baile no fue ni Beatriz ni Benedicto. Fue Don Pedro, que llevó a cabo su plan al pie de la letra, y devolvió la luz al rostro de Claudio en un abrir y cerrar de ojos, al presentarse ante él con Leonato y Hero, diciendo:

—Claudio, ¿cuándo quieres ir a la iglesia?

—Mañana —fue la pronta respuesta—. El tiempo va en muletas hasta que me case con Hero.

—Dale una semana, mi querido hijo —dijo Leonato, y el corazón de Claudio palpitó de alegría.

—Y ahora —dijo el amable Don Pedro—, debemos encontrar una esposa para el Señor Benedicto. Es una tarea para Hércules. 

—Los ayudaré —dijo Leonato—, aunque tenga que pasar diez noches en vela.

Entonces Hero habló:

—Haré lo que pueda, señor, para encontrar un buen esposo para Beatriz.

Así, entre risas alegres, terminó el baile de máscaras, que había dado a Claudio una lección en balde.

Borachio animó a Don Juan presentándole un plan con el que confiaba poder persuadir tanto a Claudio como a Don Pedro de que Hero era una chica inestable, que tenía dos cuerdas en su arco. Don Juan estuvo de acuerdo con este plan de odio.

Don Pedro, por su parte, había ideado un astuto plan de amor.

Dijo a Leonato:

—Si nosotros fingimos, cuando Beatriz esté lo suficientemente cerca como para oírnos, que Benedicto suspira por su amor, ella se compadecerá de él, verá sus buenas cualidades y lo amará. Y si, cuando Benedicto crea que no sabemos que no está oyendo, le decimos lo triste que es que la bella Beatriz esté enamorada de un burlón sin corazón como Benedicto, sin dudas estará de rodillas ante ella en una semana o menos.

Así que un día, cuando Benedicto estaba leyendo en una casa de verano, Claudio se sentó fuera de ella con Leonato y le dijo:

—Tu hija me contó algo sobre una carta que escribió.

—¡Carta! —exclamó Leonato—. Se levantará veinte veces por la noche y escribirá Dios sabe qué. Pero una vez Hero espió, y vio las palabras “Benedicto y Beatriz” en la hoja, y entonces Beatriz la rompió.

—Hero me dijo —dijo Claudio—, que ella gritó “¡Oh, dulce Benedicto!”.

A Benedicto le conmovió tanto esta inverosímil historia, que fue lo bastante vanidoso como para creérsela.

“Es bella y buena —se dijo—. No debo parecer orgulloso. Siento que la amo. La gente se reirá, por supuesto; pero sus balas de papel no me harán daño”.

En ese momento entró Beatriz a la casa de verano, y dijo:

—Contra mi voluntad, he venido a decirte que la cena está lista.

—Bella Beatriz, te agradezco —dijo Benedicto.

—No me he molestado en venir más de lo que tú te molestas en agradecerme —fue la respuesta, con intención de congelarlo. 

Pero no lo congeló. Lo calentó. El significado que sacó de su rudo discurso fue que ella estaba encantada de venir a verle.

Hero, que había emprendido la tarea de derretir el corazón de Beatriz, no se tomó la molestia de buscar una ocasión. Simplemente le dijo un día a su criada Margarita:

—Corre al salón y susúrrale a Beatriz que Úrsula y yo estamos hablando de ella en el huerto.

Habiendo dicho esto, se sintió tan segura de que Beatriz escucharía lo que estaba destinado a sus oídos como si hubiera concretado una cita con su prima.

En el huerto había un corral, protegido del sol por madreselvas, y Beatriz entró en él unos minutos antes de que Margarita hubiera ido a hacer su recado.

—Pero, ¿estás segura —preguntó Úrsula, que era una de las asistentes de Hero—¸ de que Benedicto ama a Beatriz con tanta devoción?

—Eso dicen el príncipe y mi prometido —contestó Hero—, y deseaban que se lo dijera, pero yo le dije “No, dejemos que Benedicto lo supere”.

—¿Por qué dijiste eso?

—Porque Beatriz es insoportablemente orgullosa. Sus ojos brillan con desdén y desprecio. Es demasiado engreída para amar. No me gustaría verla jugar con el amor del pobre Benedicto. Preferiría ver a Benedicto consumirse como una hoguera.

—No estoy de acuerdo contigo —dijo Úrsula—. Creo que tu prima es demasiado perceptiva para no reconocer los méritos de Benedicto.

—Es el único hombre en Italia, excepto por Claudio —dijo Hero.

Las conversadoras abandonaron entonces el huerto, y Beatriz, emocionada y tierna, salió de la casa de verano, diciéndose:

—Pobre querido Benedicto, sé fiel conmigo y tu amor domará este salvaje corazón mío.

Ahora regresamos al plan de odio.

La noche anterior al día fijado para la boda de Claudio, Don Juan entró en una habitación en la que conversaban Don Pedro y Claudio, y preguntó a este si pensaba casarse mañana.

—¡Sabes que sí! —dijo Don Pedro.

—Tal vez quiera otra cosa —dijo Don Juan—, cuando haya visto lo que le mostraré si me sigue.

Lo siguieron hasta el jardín; vieron a una dama asomada de la ventana de Hero hablando de amor a Borachio.

Claudio pensó que la dama era Hero y dijo:

—¡Mañana la avergonzaré por ello! 

Don Pedro también pensó que era Hero; pero no lo era; era Margarita.

Don Juan rió sin hacer ruido cuando Claudio y Don Pedro abandonaron el jardín; le dio a Borachio una bolsa que contenía mil ducados.

El dinero hizo que Borachio se sintiera muy alegre, y cuando paseaba por la calle con su amigo Conrado, se jactaba de su riqueza, de quién se la había dado, y contaba lo que había hecho.

Un vigilante los oyó y pensó que un hombre al que le habían pagado mil ducados por una maldad era digno de ser detenido. Por eso arrestó a Borachio y a Conrado, que pasaron el resto de la noche en prisión.

Antes del mediodía del día siguiente, la mitad de los aristócratas de Messina estaban en la iglesia. Hero pensaba que era el día de su boda, y estaba allí con su vestido de novia, sin ninguna nube en su bello rostro ni en sus francos y brillantes ojos.

El sacerdote era Fray Francisco.

Dirigiéndose a Claudio, le dijo:

—¿Ha venido aquí, mi señor, para casarse con esta dama?

—¡No! —lo contradijo Claudio.

Leonato pensó que estaba discutiendo sobre gramática. 

—Debería haber dicho, fraile —dijo—, ‘vienes a casarte con ella’. 

Fray Francisco se volvió hacia Hero.

—Señora —dijo—, ¿ha venido para casarse con este conde?

—Así es —respondió Hero.

—Si alguno de ustedes conoce algún impedimento para este matrimonio, les ordeno que lo digan —dijo el fraile.

—¿Conoces alguno, Hero? —preguntó Claudio.

—Ninguno —dijo ella.

—¿Conoces alguno, conde? —preguntó el fraile.

—Me atrevo a responder por él, ‘ninguno’ —dijo Leonato.

Claudio exclamó amargamente:

—Oh, ¡qué no se atreverán a decir los hombres! Padre —continuó—, ¿me darás a tu hija?

—Tan libremente —contestó Leonato—, como Dios me la dio.

—¿Y qué puedo darte —preguntó Claudio—, que sea digno de este regalo? 

—Nada —dijo Don Pedro—, a no ser que devuelvas el regalo a quien te lo dio.

—Dulce príncipe, tú me enseñaste —dijo Claudio—. Toma, Leonato, devuélvela.

A estas brutales palabras le siguieron otras que volaron de Claudio, Don Pedro y Don Juan.

La iglesia ya no parecía sagrada. Hero asumió su parte mientras pudo, luego se desmayó. Todos sus perseguidores abandonaron la iglesia, excepto su padre, que, engañado por las acusaciones contra ella, gritó:

—¡Apártense de ella! ¡Déjenla morir!

Pero Fray Francisco con sus claros ojos que sondeaban el alma, vio a Hero sin culpa.

—Ella es inocente —dijo—, mil señales me lo han dicho.

Hero revivió bajo su amable mirada. Su padre, nervioso y furioso, no sabía qué pensar, y el fraile dijo:

—La han dejado como a una muerta vergonzante. Finjamos que está muerta hasta que se declare la verdad, y la calumnia se convertirá en remordimiento.

—El fraile aconseja bien —dijo Benedicto. Entonces Hero fue conducida a un retiro, y Beatriz y Benedicto permanecieron solos en la iglesia.

Benedicto sabía que había estado llorando amargamente y durante mucho tiempo.

—Creo que tu bella prima ha sido agraviada —dijo. Ella seguía llorando.

—¿No es extraño —preguntó Benedicto amablemente—, que no ame a nada en el mundo tanto como a ti?

—Si pudiera decir que no quiero a nadie tanto como tú —dijo Beatriz—, no lo diría. Lo siento por mi prima. 

—Dime qué hacer por ella —dijo Benedicto.

—Mata a Claudio.

—¡Ja! Por nada del mundo —dijo Benedicto.

—Tu negativa me mata —dijo Beatriz—. Adiós.

—¡Suficiente! Lo desafiaré —dijo Benedicto.

Durante esta escena, Borachio y Conrado estaban en la cárcel. Allí fueron interrogados por un oficial llamado Dogberry.

El vigilante declaró que Borachio había dicho que había recibido mil ducados por conspirar contra Hero.

Leonato no estuvo presente en este interrogatorio, aunque sin embargo ahora estaba completamente convencido de la inocencia de Hero. Interpretó muy bien el papel de padre afligido, y cuando Don Pedro y Claudio lo llamaron amistosamente, dijo al italiano:

—Has calumniado a mi hija hasta la muerte, y te reto a un combate.

—No puedo luchar contra un viejo —dijo Claudio.

—Podrías matar a una niña —se mofó Leonato, y Claudio carraspeó.

De palabras calientes en palabras calientes, tanto Don Pedro como Claudio se sentían chamuscados cuando Leonato salió de la habitación y entro Benedicto.

—El viejo —dijo Claudio—, estuvo a punto de arrancarme la nariz.

—¡Eres un villano! —dijo Benedicto brevemente—. Lucha conmigo cuando quieras y con el arma que te plazca, o te llamaré cobarde.

Claudio se quedó estupefacto, pero dijo:

—Te encontraré. Nadie dirá que no sé trinchar la cabeza de un ternero.

Benedicto sonrió, y como era hora de que Don Pedro recibiera a los oficiales, el príncipe se sentó en su sillón de juez y preparó su mente para la justicia.

Pronto se abrió la puerta para admitir a Dogberry y sus prisioneros.

—¿De qué delito —dijo Don Pedro— se acusa a estos hombres?

Borachio pensó que era un buen momento para hacer borrón y cuenta nueva. Echó toda la culpa a Don Juan, que había desaparecido.

—Muera la señora Hero —dijo—, no deseo otra cosa que la recompensa de un asesino.

Claudio escuchó con angustia y profundo arrepentimiento.

Al volver a entrar, Leonato le dijo:

—Este esclavo dejó muy clara la inocencia de tu hija. Elije tu venganza.

—Leonato —dijo Don Pedro humildemente—, estoy listo para cualquier penitencia que puedas imponer.

—Entonces les pido a ambos —dijo Leonato—, que proclamen la inocencia de mi hija, y honren su tumba cantando sus alabanzas ante ella. En cuanto a ti, Claudio, tengo esto que decirte: mi hermano tiene una hija tan parecida a Hero que podría ser una copia de ella. Cásate con ella y mis sentimientos vengativos morirán.

—Noble señor —dijo Claudio—, le pertenezco.

Claudio fue entonces a su habitación y compuso una solemne canción. Dirigiéndose a la iglesia con Don Pedro y sus asistentes, la cantó ante el monumento de la familia de Leonato. Cuando hubo terminado dijo:

—Buenas noches, Hero. Haré esto cada año.

Entonces, seriamente, como correspondía a un caballero cuyo corazón era de Hero, se dispuso a casarse con una muchacha a la que no amaba. Se le dijo que se reuniera con ella en casa de Leonato, y fue fiel a su cita.

Lo hicieron pasar a una habitación donde Antonio (hermano de Leonato) y varias damas enmascaradas entraron tras él. Fray Francisco, Leonato y Benedicto estaban presentes.

Antonio condujo a una de las damas hacia Claudio:

—Cariño —dijo el joven—, déjame ver tu rostro.

—Jura primero casarte con ella —dijo Leonato.

—Dame tu mano —le dijo Claudio a la dama—; ante este santo fraile, juro casarme contigo si quieres ser mi esposa.

—¡Estando viva, era tu esposa! —dijo la dama, mientras se quitaba la máscara.

—¡Otra Hero! —exclamó Claudio.

—Hero murió —dijo Leonato—, sólo mientras vivió la calumnia.

El fraile iba entonces a casar a la reconciliada pareja, pero Benedicto interrumpió:

—Calladamente, fraile; ¿cuál de estas damas es Beatriz?

Beatriz se desenmascaró y Benedicto dijo:

—Me amas, ¿verdad?

—Solo moderadamente —fue la respuesta—. ¿Tú me amas?

—Moderadamente —respondió Benedicto.

—Me habían dicho que estabas casi muerto por mí —comentó Beatriz.

—Lo mismo me dijeron te ti —dijo Benedicto.

—Aquí está tu propia mano como prueba de tu amor —dijo Claudio, mostrando un débil soneto que había escrito Benedicto a su amada.

—Y aquí —dijo Hero—, hay un homenaje a Benedicto, que recogí del bolsillo de Beatriz.

—¡Un milagro! —exclamó Benedicto—¡Nuestras manos están contra nuestros corazones! Ven, me casaré contigo, Beatriz.

—Serás mi esposo para salvar tu vida —fue la réplica.

Benedicto la besó en la boca; y el fraile los casó después de haber casado a Claudio y Hero.

—¿Cómo está Benedicto, el hombre casado? —preguntó Don Pedro.

—Demasiado feliz para que lo hagan infeliz —respondió Benedicto—. Hagan las bromas que quieran. En cuanto a ti, Claudio, esperaba atravesarte el cuerpo, pero como ahora eres mi pariente, vive entero y ama a mi prima.

—Mi garrote estaba enamorado de ti, Benedicto, hasta hoy —dijo Claudio.

—Ven, vamos a bailar —dijo Benedicto.

Y bailaron. Ni siquiera la noticia de la captura de don Juan pudo detener los pies voladores de los felices amantes, pues la venganza no es dulce contra un malvado que no ha hecho daño.


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