Cuando a una persona se le pide que cuente la historia de Macbeth, puede contar dos versiones. Una es sobre un hombre llamado Macbeth que llegó al trono de Escocia por un crimen en el año 1039 de Nuestro Señor, y, en general, reinó bien y justamente durante quince años o más. Esta historia forma parte de la historia de Escocia. La otra historia surge de un lugar llamado Imaginación; es sombría y maravillosa, y la escucharán.
Uno o dos años antes que Eduardo el Confesor comenzara a gobernar Inglaterra, dos generales llamados Macbeth y Banquo ganaron una batalla en Escocia contra un rey noruego. Después de la batalla, los generales caminaron codo a codo hacia Forres, en Elginchire, donde los esperaba Duncan, rey de Escocia.
Mientras cruzaban un páramo solitario, vieron a tres mujeres barbudas, hermanas, tomadas de las manos, de apariencia marchita y atuendos salvajes.
—Hablen, ¿quiénes son? —preguntó Macbeth.
—Saludos, Macbeth, líder de Glamis —dijo la primera mujer.
—Saludos, Macbeth, líder de Cawdor —dijo la segunda mujer.
—Saludos, Macbeth, rey que será —dijo la tercera mujer.
Entonces Banquo preguntó:
—¿Qué hay de mí? —y la tercera mujer respondió:
—Tú serás padre de reyes.
—Cuéntame más —dijo Macbeth—. Por la muerte de mi padre soy líder de Glamis, pero el jefe de Cawdor vive, el rey vive y sus hijos viven. Hablen, ¡se los ordeno!
Las mujeres respondieron desvaneciéndose, como si de pronto se hubieran mezclado con el aire.
Banquo y Macbeth supieron entonces que habían sido interpelados por brujas, y estaban discutiendo sus profecías cuando se acercaron dos nobles. Uno de ellos agradeció a Macbeth en nombre del rey, por sus servicios militares, y el otro dijo:
—Me ordenó que te llamara líder de Cawdor.
Macbeth se enteró entonces de que el hombre que ayer había llevado ese título iba a morir por traición, y no pudo evitar pensar:
—La tercera bruja me llamó “rey que será”.
—Banquo —dijo—, ves que las brujas dijeron la verdad respecto a mí. ¿No crees, entonces, que tu hijo y nieto serán reyes?
Banquo frunció el ceño. Duncan tenía dos hijos, Malcolm y Donalbain, y consideraba desleal esperar que su hijo Fleance gobernara Escocia. Le dijo a Macbeth que las brujas podrían haber tenido la intención de tentarlos a ambos a la maldad con sus profecías sobre el trono. Sin embargo, Macbeth pensó que la profecía de que él sería rey era demasiado agradable para guardársela, y se lo mencionó a su esposa en una carta.
Lady Macbeth era nieta de un rey de Escocia que había muerto defendiendo la corona contra el rey que precedió a Duncan, y por cuya orden fue asesinado su único hermano. Para ella, Duncan era un recuerdo de amargos males. Su esposo llevaba sangre real en las venas y, cuando leyó su carta, estuvo decidida a que fuera rey.
Cuando un mensajero llegó para informarle que Duncan pasaría una noche en el castillo de Macbeth, templó sus nervios para una actuación muy ruin.
Apenas vio a Macbeth, le dijo que Duncan pasaría una mañana sin sol. Quiso decir que Duncan debía morir, y que los muertos son ciegos.
—Hablaremos más tarde —dijo Macbeth con inquietud, y por la noche, con la memoria llena de palabras amables de Duncan, hubiera preferido perdonar a su huésped.
—¿Vivirías como un cobarde? —preguntó Lady Macbeth, que parecía haber pensado que la moralidad y la cobardía eran lo mismo.
—Me atrevo a hacer todo lo que puede ser propio de un hombre —respondió Macbeth—; quien se atreve a hacer más, no lo es.
—¿Por qué me escribiste esa carta? —inquirió ella con fiereza, y con palabras amargas lo incitó al asesinato; y con palabras astutas le mostró cómo hacerlo.
Después de cenar, Duncan se acostó y dos mozos montaron guardia en la puerta de su habitación. Lady Macbeth les hizo beber vino hasta que quedaron atontados. Entonces tomó sus dagas y habría matado ella misma al rey si su rostro dormido no se hubiera parecido al de su padre.
Macbeth llegó más tarde y encontró las dagas tiradas junto a los mozos; y pronto, con las manos enrojecidas, se presentó frente a su esposa, diciendo:
—Me pareció oír una voz que gritaba “¡No duermas más! Macbeth destruye al que duerme”.
—Lávate las manos —dijo ella—. ¿Por qué no dejaste las dagas junto a los mozos? Devuélvelas y mancha de sangre a los mozos.
—No me atrevo —dijo Macbeth.
Su mujer se atrevió, y volvió a él con las manos tan rojas como las suyas, pero con el corazón menos blanco, le dijo orgullosa, pues despreciaba su miedo.
Los asesinos oyeron unos golpes, y Macbeth deseó que fueran unos golpes capaces de despertar a los muertos. Era la llamada de Macduff, líder de Fife, a quien Duncan había dicho que lo visitara temprano. Macbeth fue hacia él y le mostró la puerta de la habitación del rey.
Macduff entró y volvió a salir gritando:
—¡Oh, horror! ¡Horror! ¡Horror!
Macbeth apareció tan horrorizado como Macduff, y fingiendo que no podía soportar ver vida en los asesinos de Duncan, mató a los dos mozos con sus propias dagas antes de que pudieran proclamar su inocencia.
Estos asesinatos no salieron a la luz, y Macbeth fue coronado en Scone. Uno de los hijos de Duncan fue a Irlanda, el otro Inglaterra. Macbeth era rey. Pero estaba descontento. La profecía sobre Banquo oprimía su mente. Si Fleance gobernaba, un hijo de Macbeth no lo haría. Macbeth decidió, por lo tanto, asesinar tanto a Banquo como a su hijo. Contrató a dos rufianes, que mataron a Banquo una noche cuando se dirigía con Fleance a un banquete que Macbeth ofrecía a los nobles. Fleance escapó.
Mientras tanto, Macbeth y su reina recibieron a sus invitados muy gentilmente, y él expresó un deseo para ellos que ha sido pronunciado miles de veces desde sus días:
—Ahora la buena digestión espera al apetito, y la salud a ambos.
—Rogamos a Su Majestad que se siente con nosotros —dijo Lennox, un noble de escocia; pero antes de que Macbeth pudiera replicar, el fantasma de Banquo entró a la sala de banquetes y se sentó en el lugar de Macbeth.
Sin notar al fantasma, Macbeth observó que, si Banquo estuviera presente, podría decir que había reunido bajo su techo a lo más selecto de la caballería escocesa. Macduff, sin embargo, había declinado cortésmente su invitación.
Se volvió a insistir al rey para que tomara asiento, y Lennox, para quien el fantasma de Banquo era invisible, le mostró la silla donde se sentaba.
Pero Macbeth, con sus excelentes ojos, vio al fantasma. Lo vio como una forma de niebla y sangre, y preguntó apasionadamente:
—¿Quién de ustedes ha hecho esto?
Sin embargo, nadie veía al fantasma, excepto él, y Macbeth dijo al fantasma:
—No puedes decir que yo lo hice.
El fantasma se escabulló, y Macbeth fue lo bastante imprudente como para levantar una copa de vino y decir:
—Para alegría general de toda la mesa, y por nuestro querido amigo Banquo, a quien echamos de menos.
Todos bebían cuando entró el fantasma de Banquo por segunda vez.
—¡Vete! —gritó Macbeth— ¡Eres un insensato, un descerebrado! Escóndete en la tierra, horrible sombra.
Otra vez, nadie veía al fantasma excepto él.
—¿Qué es lo que ve, Su Majestad? —preguntó uno de los nobles.
La reina no se atrevió a dar una respuesta a esa pregunta. Se apresuró a rogar a sus invitados que dejaran solo a un enfermo que podía empeorar si lo obligaban a hablar.
Macbeth, sin embargo, se recuperó lo suficiente al día siguiente para conversar con las brujas, cuyas profecías lo habían corrompido.
Las encontró en una caverna en un día estruendoso. Estaban girando alrededor de un caldero en el que hervían partículas de muchas criaturas extrañas y horribles, y supieron que él se acercaba antes de que llegara.
—Respóndanme lo que les pregunto —dijo el rey.
—¿Preferís oírlo de nosotras o de nuestros maestros? —preguntó la primera bruja.
—Llámalos —respondió Macbeth.
Entonces las brujas vertieron sangre en el caldero y grasa en la llama que lo lamía, y apareció una cabeza con casco y visera, de modo que Macbeth sólo pudo verle los ojos.
Estaba hablando con la cabeza, cuando la primera bruja dijo gravemente:
—Conoce tu pensamiento —y una voz en su cabeza dijo:
—Macbeth, ten cuidado con Macduff, líder de Fife.
Entonces la cabeza descendió al caldero hasta desaparecer.
—Una palabra más —suplicó Macbeth.
—Él no será mandado —dijo la primera bruja; y entonces un niño coronado ascendió del caldero llevando un árbol en su mano, y dijo:
—Macbeth será inconquistable hasta que el bosque de Birnam suba a la colina de Dunsinane.
—Eso nunca sucederá —dijo Macbeth; y pidió que le dijeran si los descendientes de Banquo gobernarían Escocia alguna vez.
El caldero se hundió en la tierra; se oyó música, y una procesión de reyes fantasma pasó junto a Macbeth; detrás de ellos iba el fantasma de Banquo. En cada rey, Macbeth vio un parecido con Banquo, y contó ocho reyes.
Entonces, de repente, estuvo solo.
Su siguiente medida fue enviar asesinos al castillo de Macduff. No lo encontraron, y preguntaron a Lady Macduff dónde estaba. Ella dio una respuesta mordaz, y su interrogador llamó traidor a Macduff.
—¡Mientes! —gritó el hijo pequeño de Macduff, que fue apuñalado inmediatamente, y con su último aliento suplicó a su madre que huyera. Los asesinos no abandonaron el castillo mientras quedara con vida uno de sus habitantes.
Macduff estaba en Inglaterra escuchando, con Malcolm, el relato de un médico sobre las curaciones realizadas por Eduardo el Confesor, cuando su amigo Ross vino a decirle que su esposa y sus hijos ya no estaban. Al principio, Ross no se atrevió a decir la verdad y convertir en pena y odio la brillante simpatía de Macduff por los sufrientes. Pero cuando Malcolm dijo que Inglaterra estaba enviando un ejército a Escocia contra Macbeth, Ross soltó la noticia, y Macduff gritó:
—¿Todos muertos has dicho? ¿Todos mis hermosos hijos y su madre? ¿Has dicho todos?
Su triste esperanza estaba en la venganza, pero si hubiera podido mirar dentro del castillo de Macbeth en la colina de Dunsinane, habría visto actuar una fuerza más solemne que la venganza. La venganza estaba funcionando, porque Lady Macbeth estaba loca. Caminaba dormida entre sueños espantosos. Acostumbraba lavarse las manos durante un cuarto de hora cada vez; pero después de tanto lavárselas, seguía viendo una mancha roja de sangre sobre su piel. Daba lástima oírla llorar porque ni todos los perfumes de Arabia podían endulzar su pequeña mano.
—¿No puedes atender a una mente enferma? —le preguntó Macbeth al doctor, pero éste respondió que su paciente debía atender a su propia mente. Esta respuesta hizo que Macbeth despreciara la medicina.
—Echen al médico a los perros —dijo—, no quiero nada de él.
Un día, oyó el sonido de una mujer llorando. Un oficial se le acercó y le dijo:
—La reina, Su Majestad, ha muerto.
—Apaga, breve vela —murmuró Macbeth, queriendo decir que la vida era como una vela, a merced de un soplo de aire. No lloró; estaba demasiado familiarizado con la muerte.
Poco después, un mensajero le dijo que había visto el bosque de Birnam en marcha. Macbeth lo llamó mentiroso y esclavo, y amenazó con colgarlo si se había equivocado.
—Si tienes razón, puedes colgarme —dijo.
Desde las ventanas de la torre del castillo de Dunsinane, el bosque Birnam parecía en marcha. Cada soldado del ejército inglés sostenía en alto una rama que había cortado de un árbol de aquel bosque, y como árboles humanos trepaban por la colina de Dunsinane.
Macbeth aún tenía valor. Fue a la batalla a conquistar o morir, y lo primero que hizo fue matar al hijo del general inglés en combate singular. Entonces Macbeth sintió que ningún hombre podía luchar contra él y vivir, y cuando Macduff se le acercó ardiendo en deseos de venganza, Macbeth le dijo:
—Vuelve; ya he derramado demasiada sangre tuya.
—Mi voz está en mi espada —respondió Macduff y, dándole un hachazo, le ordenó que se rindiera.
—¡No me rendiré! —dijo Macbeth, pero su última hora había llegado. Cayó.
Los hombres de Macbeth estaban en retirada cuando Macduff se presentó ante Malcolm sujetando por los cabellos la cabeza del rey.
—¡Saludos, rey! —dijo; y el nuevo rey miró al viejo.
Así reinó Malcolm después de Macbeth; pero en los años que vinieron después, fueron reyes los descendientes de Banquo.