Las tres hermanas

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Érase una vez una mujer que tenía tres hijas, dos de las cuales tenían tan mala suerte que nunca les salía nada bien; todos sus proyectos salían mal y ninguna de sus esperanzas se cumplía jamás. Pero la menor, que se llamaba Nella, nació con buena suerte. El Cielo le dio la perfección de su luz, Venus una inigualable belleza de formas, el Amor el primer dardo de su poder, la Naturaleza la flor de los modales. Todo lo que hizo, salió bien. Todo lo que hacía, era perfecto. Cada vez que se levantaba para bailar, se sentaba con un gran aplauso. Sus hermanas e incluso su propia madre estaban muy celosas de ella y querían matarla.

En el mismo país había un príncipe encantado que vio a la bella Nella y se enamoró de ella. Hizo todo lo posible para que ella también se enamorara de él. Y ella se enamoró. Se casaron en secreto. Para poder disfrutar de su mutua compañía sin que su madre ni sus hermanas lo supieran (porque seguramente no lo aprobarían), el príncipe encantado hizo un pasadizo de cristal que conducía desde el palacio real directamente a la habitación de Nella. El príncipe también le dio un polvo mágico y le dijo:

—Cada vez que desees alimentarme, como un gorrión, con la visión de tu encantadora belleza, arroja un poco de este polvo al fuego, y al instante atravesaré el pasadizo tan rápido como un pájaro, corriendo por un camino de cristal para contemplar tu hermoso rostro.

Todas las noches el príncipe entraba por el pasadizo de cristal, hasta que por fin las hermanas, que espiaban las acciones de Nella, descubrieron el secreto y trazaron un plan para ponerle fin. Fueron y rompieron el pasadizo. La siguiente vez que Nella arrojó el polvo al fuego, el príncipe recorrió el pasadizo como siempre, pero se hirió gravemente y no pudo seguir avanzando; dio media vuelta, todo cortado y acuchillado. Entonces se acostó en su cama y mandó llamar a todos los médicos de la ciudad, pero como el cristal estaba encantado, las heridas eran mortales y ningún remedio humano podía curarlas. Al ver esto, el rey proclamó que quien curara las heridas del príncipe se casaría con él o se quedaría con la mitad del reino.

Cuando Nella se enteró, se disfrazó de mendiga y, sin que sus hermanas lo supieran, salió de casa para ir a verlo antes de que muriera. Salió a última hora de la tarde y pronto se haría de noche, así que buscó un lugar donde dormir. Nella estaba en el bosque, cerca de la casa de un ogro; para estar a salvo se subió a un árbol para dormir. Mientras tanto, el ogro y su mujer estaban sentados a la mesa, con las ventanas abiertas, para disfrutar del aire fresco mientras comían; y en cuanto hubieron vaciado las tazas y apagado las lámparas, se pusieron a charlar de una cosa y de otra, de modo que Nella oía cada palabra que decían.

Entre otras cosas, la ogra dijo a su marido:

—Precioso mío, dime, ¿qué noticias hay? ¿Qué está pasando en el mundo?

Y él respondió con una sonrisa:

—Todo está patas arriba.

—¿Qué ha pasado? —respondió su esposa.

—Podría contar lindas historias de toda la confusión que está ocurriendo —dijo el ogro—, pero me limitaré a contarte lo que le ha sucedido al hijo del rey. Había hecho un camino de cristal, por el que solía ir a visitar a una hermosa dama; pero el camino fue roto por sus dos malvadas hermanas; y mientras iba por el pasadizo como de costumbre, se ha herido de tal manera, que morirá. El rey ha lanzado una proclama, con grandes promesas a quien cure a su hijo; pero todo es trabajo perdido, y lo mejor que puede hacer es ponerse de luto y preparar el funeral.

Cuando Nella se enteró de la causa de la enfermedad del príncipe, sollozó y lloró amargamente, y se dijo:

—¿Por qué rompieron el pasadizo mis hermanas? ¿Por qué querrían arrebatarme mi felicidad?

Pero la ogra siguió hablando, así que Nella se quedó callada como un ratón y escuchó.

—¿De verdad no hay medicina que pueda ayudarlo? —preguntó la ogra.

—Ninguna medicina humana lo ayudará —respondió el ogro—, sólo hay una cosa que podría salvarle la vida; pero no me pidas que te la diga.

—¡Dímelo! —gritó la ogra.

—Pues bien —dijo el ogro—, te lo diré, pero tienes que guardarlo en secreto, porque si alguien lo descubriera sería la destrucción de nuestras vidas.

—No temas, mi querido y dulce marido —respondió la ogra—. Guardaré el secreto.

Y diciendo esto, puso una mano sobre la otra y lo juró.

—Debes saber, entonces —dijo el ogro—, que no hay nada bajo el cielo ni sobre la tierra que pueda salvar al príncipe de las asechanzas de la muerte salvo nuestra grasa: si sus heridas son ungidas con esto, quedará curado.

¡Nella, que lo oía todo, los dejó terminar su charla; luego bajó del árbol, y animándose, llamó a la puerta del ogro, gritando:

—¡Oh! ¡Te ruego caridad, limosna, alguna señal de compasión! Ten un poco de piedad de una pobre, miserable y desdichada criatura, desterrada por el destino lejos de su patria y privada de toda ayuda humana, que ha sido sorprendida por la noche en este bosque y se está muriendo de frío y de hambre —y llorando siguió llamando a la puerta.

Al oír llorar a la muchacha, la ogra iba a arrojarle media hogaza y a echarla; pero el ogro, que estaba más ávido de carne humana de lo que la ardilla lo está de nueces, el oso de miel, el gato de pescado, la oveja de sal o el asno de salvado, dijo a su mujer:

—Deja entrar a la pobre criatura; porque si duerme en el campo, quién sabe si se la comerá algún lobo.

La ogra abrió la puerta a Nella y el ogro pensaba comérsela. Pero el ogro y la ogra habían bebido bastante durante la cena y se durmieron rápidamente. Nella sacó un cuchillo de un armario y acabó con los dos; luego puso toda la grasa en un cubo y se fue directamente a ver al rey. Allí se presentó ante el rey y le ofreció curar al príncipe. El rey se alegró mucho y la condujo a la habitación de su hijo. En cuanto lo untó bien con la grasa, la herida se cerró y volvió a ser el de antes.

Al verlo, el rey dijo a su hijo:

—Esta buena mujer merece la recompensa prometida por el anuncio. Te casarás con ella.

Pero el príncipe respondió:

—No lo haré. Ya estoy perdidamente enamorado.

Nella, al oír esto, respondió:

—Ya no amarás a esa muchacha cuando sepas quién te hizo enfermar tanto. ¡Fueron sus hermanas!

—Sé que mis desgracias han sido provocadas por sus hermanas —respondió el príncipe—, y ellas se arrepentirán.

—Entonces, ¿la amas de verdad? —dijo Nella; y el príncipe respondió:

—Más que a mi propia vida.

—Abrázame entonces —dijo Nella—, pues soy el fuego de tu corazón.

Pero el príncipe no reconoció a Nella, porque seguía disfrazada de mendiga. Nella pidió un recipiente con agua limpia y se lavó la cara; en cuanto se quitó la suciedad, brilló el sol y el príncipe la reconoció. Se abrazaron y se casaron oficialmente. Luego hizo que metieran a sus hermanas en un horno.

Demostrando la verdad del viejo dicho: “Ningún mal quedó sin castigo”.


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