Aunque “Lafayette” parezca demasiado nombre para un perro, estoy aquí para contarles sobre un caniche francés llamado Lafayette, o Fay para abreviar. Un día, Fay estaba tumbado en un cojín de seda azul junto a la ventana que daba al patio. Al oír un ladrido afuera, se levantó y se asomó por la ventana.

Lo que llamó la atención de Fay fue un perro amarillo, melenudo, persiguiendo un gato. Al principio, al ver aquel perro de aspecto vulgar, Fay arrugó la nariz, listo para reanudar su holgazanería. Pero algo lo obligó a mirar lo que estaba a punto de ocurrir.

El perro amarillo ladró y saltó hacia el gran gato posado en una cerca, con la espalda encorvada y la cola erizada de furia. Por más que lo intentó, el perro no pudo hacer que el gato se moviera. De pronto, Fay oyó un fuerte ladrido, y para su sorpresa, su propia nariz chocó contra el cristal de la ventana. Esta vez había sido él quien había ladrado, excitado. Fay estaba convencido de que, si el perro de afuera saltaba un poco más alto, el gato seguramente huiría. 

Una criada se apresuró a llegar al lado de Fay, ansiosa por investigar el alboroto.

—Oh, Fay, no debes ladrarle a ese horrible gato y ese perro sucio —lo regañó, dándole una palmadita y acomodándole el cojín de seda para que volviera a relajarse.

Con un suspiro, Fay volvió a tumbarse. Algo había cambiado dentro de sí. Sentía un deseo inexplicable de salir a perseguir ese gato. Estaba seguro de que también podría ahuyentar al perro, ya que, después de todo, era su propio patio.

Fay se puso a reflexionar.

—Lafayette —murmuró—. ¡Qué nombre para ponerle a un perro! ¿Por qué no me llamaron Ned, o Ted, o incluso Bill? Y mi pelaje es espantoso, todo rizado, largo y blanco. Me gustaría que pase algo que lo vuelva negro. Cada vez que voy al parque, los demás perros se ríen de mí. Antes pensaba que sentían envidia por mi apariencia, pero ahora me doy cuenta de que sólo se burlan de mí. ¡No puedo soportarlo ni un día más! —gruñó con frustración. 

—¿Qué demonios sucede contigo esta mañana? —exclamó la criada, corriendo hacia Fay—. Nunca antes te había escuchado ladrar y gruñir así.

Fay se limitó a pestañear, pero su cola se agitó de una manera que indicaba que le mostraría a la criada cómo se sentía durante su caminata matutina. Finalmente, la criada regresó vestida para el paseo. Adornó el collar de Fay con un lazo rosa y le puso una correa.

Fay saltó de su asiento en la ventana y la siguió con expresión triste. Aquella mañana no llevaba la cabeza en alto ni se pavoneaba, como de costumbre. Sentía una nueva vergüenza por su aspecto. Cuando llegaron al parque, dos perros callejeros salieron de entre los arbustos, ladrando y gruñendo a Fay. Fue la gota que rebalsó el vaso. Su espíritu de lucha se encendió y, estando la criada distraída, Fay le arrancó fácilmente la correa de las manos y salió corriendo. A pesar de que la correa lo limitaba, Fay se deshizo rápidamente de los sorprendidos perros callejeros, haciendo que metieran la cola y huyeran.

—¡Qué divertido! —pensó Fay—. Estoy huyendo, donde la criada nunca me encontrará. ¡Oh, cómo gustaría encontrar un gato!

A grandes saltos, Fay corrió por el césped, desapareciendo rápidamente de la vista de la criada y del policía que lo perseguía. En una calle transversal, un vendedor de periódicos intentó sujetar a Fay para leer su nombre en el engalanado collar, pero Fay se las arregló para zafarse de él y finalmente se encontró libre. 

Asustado, el vendedor de periódicos entregó el collar al policía que presenció su inútil intento. Creían que a quien pudiera traer de regreso a Fay le esperaba una generosa recompensa. Sin embargo, regresar era lo último en lo que pensaba Fay. Lo que realmente deseaba en ese momento era encontrar un gato.

Fay siguió corriendo, dejando atrás el vecindario al que había llamado hogar durante mucho tiempo. Las calles se llenaron de barro, y una vez que sintió que había logrado poner distancia entre él y la criada, Fay rodó alegremente una y otra vez sobre la calle. Estaba irreconocible, muy lejos del impecable y delicado perro que había salido de casa aquella mañana.

Al salir de la calle, Fay se detuvo un momento para observar su alrededor. Bueno, no se quedó realmente quieto; brincó y olfateó, considerando qué camino tomar. De pronto, otro se acercó perro.

—Hola —saludó Fay—. ¿No es éste un mundo maravilloso?

—No lo sé, ¿lo es? —respondió el otro perro.

—Bueno, sí —contestó Fay—. Esta mañana estaba al otro lado del mundo, y ahora hui y vine aquí. Así que no solo es genial, sino también un mundo espléndido, por lo que he descubierto.

—No estoy tan seguro de eso —reflexionó el perro desconocido—. A veces se siente bastante duro, especialmente cuando no logro encontrar un hueso. 

—¿Qué es un hueso? —preguntó Fay, que toda su vida había sido alimentado con comidas caseras y restos de pollo.

—¿No sabes lo que es un hueso? —preguntó el perro mirando a Fay sorprendido—. ¿No tienes dientes?

—Por supuesto que tengo —respondió Fay, mostrando sus afilados dientes—. Pero, ¿qué es un hueso?

—Supongo que nunca has vivido por aquí —dijo el otro perro—. Los huesos son escasos, pero ocasionalmente encontramos uno. Verás, los huesos son para comer.

Fay se asomó por el agujero de la cerca y vio una pila de huesos, pero no lo emocionaron en lo más mínimo. 

—¿Para qué son? —preguntó.

—Para comer, por supuesto —explicó el otro perro, mirando ansioso los huesos a través del agujero. 

—No parecen demasiado atractivos, pero si te gustan, ¿por qué no tomas uno? —dijo Fay.

—Olvidé mencionar que el perro que los posee es un peleador —dijo el perro desconocido.

—¿Le tienes miedo? —preguntó Fay.

—Desde luego, no quiero que me atrape —confesó el otro perro.

—Pff —se burló Fay—, no tengo miedo. Te traeré un hueso. Espera aquí.

—Ten cuidado —advirtió el perro desconocido—. Cuando te oiga, saldrá a la carga de la casa, y es más grande que tú.

El tamaño no le importaba a Fay; se consideraba bastante corpulento. Era más alto que la mayoría de los perros con los que se había encontrado. Así, se escabulló por el agujero de la cerca y se dirigió rápidamente hacia la pila de huesos.

Entre gruñidos y ladridos, se asomó el dueño de los huesos. Fay se mantuvo firme mirando al enorme perro. 

—Vete de aquí —amenazó el perro—. Pelearé contigo si no lo haces.

—¿Dónde conseguiste todos esos huesos? —preguntó Fay con audacia—. Estoy convencido de que los has robado, y voy a tomar uno para un amigo mío.

No es que esta sea la forma correcta de verlo, pero es la manera en que los perros razonan a veces. El perro estaba sorprendido de que Fay no se fuera corriendo, como todos los demás perros. No estaba muy seguro de cómo actuar, pero cuando Fay tomó un hueso, fue demasiado para él verlo sin intentar detenerlo. Se abalanzó sobre Fay y lo agarró por la pata trasera, pero tan pronto como lo hizo, Fay soltó el hueso y se volvió contra él, y por un minuto ambos perros parecían estar por todas partes. Y de pronto, con un fuerte aullido, el otro perro huyó, dejando a Fay solo con la pila de huesos.

Fay se sacudió y miró al agujero en la cerca.

—Entra y sírvete —le dijo al perro desconocido del otro lado—. Puedes tomar todos los que quieras. No volverá.

—No pensé pudieras con él —dijo el perro extraño, escabulléndose sin esperar una segunda invitación—. ¿Cómo te llamas?

Era la primera vez que Fay sentía nada más que placer, pero ahora parecía cabizbajo: no podía decirle al perro extraño su horrible nombre.

—Te pregunté cuál es tu nombre —dijo el perro nuevamente, mientras roía un gran hueso.

—Mi nombre es Bill —contestó Fay, que tuvo que pensar rápidamente—. ¿El tuyo?

—Tige —contestó el perro—. Lo detesto; me gustaría llamarme Napoleón, o algo que suene bien.

—Yo creo que Tige es un buen nombre —dijo Fay—, incluso mejor que Bill, y a mí me gusta bastante mi nombre.

—Si, está bien, pero algunos de esos perros que viven entre la gente rica tienen nombres que suenan bien. A veces me encuentro con uno en el parque. Es blanco y siempre está con una criada, y a veces usa un lazo rosado o azul en su collar de plata. Creo que se llama Fay o algo así. ¡Vaya que es guapo! —dijo Tige, todavía royendo los huesos.

—No creo que sea tan feliz como tú. Digo, como nosotros —dijo Fay, contento de haberse deshecho del lazo y el collar.

—Huh —dijo Tige —, apuesto a que es más feliz de lo que nunca pensamos ser. Vaya, Bill, muchacho, he oído que a esos perros de la gente rica les traen la comida en un plato de plata, cortada y lista para comer, y también he oído que duermen sobre un cojín.

—¿Sobre qué duermes tú? —preguntó Fay antes de pensar lo que estaba preguntando.

—En el suelo la mayoría de las veces. ¿Tú no? —contestó Tige.

—Si, por supuesto —dijo Fay—, aunque pensé que podías dormir sobre una alfombra.

—¿Eso parece? —preguntó Tige—. Nunca en mi vida he dormido sobre algo suave. 

—¿Por qué no pruebas uno de estos huesos, Bill? Esta es tu fiesta, y no hay probado ni un hueso aún. 

—Te estaba mirando comer —dijo Fay—, pero tomaré uno. Nunca antes comí uno.

—Vaya, no creía que ningún perro pudiera ser más pobre que yo —dijo Tige—, pero tú debes serlo si nunca has comido un hueso.

El hueso sabía mucho mejor de lo que Fay esperaba, y pronto estaba royendo tan feliz como Tige.

—¿Ese es tu perro? —preguntó una voz.

Fay dejó caer su hueso, miró a su alrededor, y ahí estaban la criada, el policía del parque y otro policía más.

La criada miró a Fay y dijo:

—Fay, ¿eres tú, perro malo?

Fay corrió hacia el agujero de la cerca, pero esta vez el policía del parque fue más rápido que él. 

—Por supuesto, es tu perro, Maggie —dijo—. Aunque parece un perro callejero; no se parece mucho al peludo blanco con un lazo rosa que paseas por el parque por las mañanas.

—Oh, querido, ¿qué dirá la señora? —dio Maggie cuando lo vio—. Y su fino collar de plata también se ha perdido.

—Yo sé dónde esta —dijo el otro policía—. Lo tiene un amigo mío, pero ese perro no es una mascota; es un perro callejero. Deberías haberlo visto vapulear al enorme perro que tenía todos esos huesos.

—Oh, ¿qué dirá la señora si se entera de que su perro estuvo peleando? —gritó Maggie—. Ven aquí, malvado Fay, vámonos a casa en este momento y te daré una buena paliza.

Fay se retorcía, pero le habían atado una cuerda al cuello y se lo estaban llevando cuando pensó en Tige. Apenas se atrevía a despedirse por miedo a que esquivase su mirada.

Sin embargo, Tige sólo esperaba esa mirada, y en cuanto Fay se volteó, Tige saltó hacia él y le lamió la nariz.

—¡Vete, perro sucio! —dijo Maggie.

—Tu bonito caniche blanco no se ve muy limpio —dijo el policía riendo.

Pero fue inútil. Fay no se iría en paz sin Tige, y Tige no se dejaría echar tampoco, así que Maggie se fue con Fay y Tige trotando a su lado.

La historia sería demasiado larga para contarla, pero Tige se quedó en la casa de Fay después de que el mayordomo lo metiera dentro y Fay se sentara en la ventana a aullar a Tige hasta que la dueña de Fay se vio obligada a ceder y hacer que metieran a Tige dentro.

Lo bañaron y le pusieron un collar, y Fay y Tige se sentaban en la ventana durante los días de lluvia, cuando la criada no podía llevarlos al parque, y miraban hacia el patio por si había gatos en la cerca, pero como a los gatos no les gusta la humedad, Tige le tuvo que contar a Fay todo lo que sabía sobre ellos.

—Y pensar que nunca tuve la chance de atrapar uno —dijo Fay—. Quizá algún día podamos escapar juntos, y podrás mostrarme dónde encontrar uno.

—No —dijo Tige negando con la cabeza—, no habrá ningún “algún día”, Bill. No tomaré el riesgo de perder este hermoso hogar, y tú y yo trotaremos juntos a la par de Maggie todos los días en el parque. Sé lo que significa no tener hogar, y tú no; así que escucha mis historias de gatos y piensa en perseguirlos todo lo que quieras, pero déjalo ahí.

Y Fay, que era un perro sensible y quería mucho a su nuevo amigo, hizo lo que le dijo.

Debo contarles una cosa más: aunque para cada uno eran Bill y Tige, para todos los demás eran Fay y César, así que, a fin de cuentas, Tige consiguió un nombre que sonaba bien.


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