El festín de los duendes

Florence y Nicholas eran hermanos, y un día, mientras jugaban en la maleza, se encontraron con un duende que corría hacia una gran roca.

—¿Por qué estás tan apurado? —preguntó Nicholas—. Detente un minuto y dinos dónde vives.

—Debo apresurarme a volver a casa —dijo el duende—, porque es día de fiesta para nosotros, y todos los árboles estarán llenos hoy.

—¿Qué tienen que ver los árboles con el festín? —preguntaron los niños.

—¿Cómo? —dijo el duende— ¿No sabes que una vez al año, donde yo vivo, los árboles se llenan de cosas buenas para comer? ¡Y puedes comer y comer, y nada te hará daño!

—Desearía tener un árbol como ese —dijo Florence.

—Yo también —dijo Nicholas—. ¿Puedes llevarnos contigo?

—Si —contestó el duende—, si se apresuran.

Florence y Nicholas lo siguieron mientras corría, y cuando estuvieron junto a una gran roca cubierta de musgo, el duende dio tres golpecitos en ella y dijo:

 —Su ot nepo —y la roca se abrió. Al principio estaba oscuro, y los niños caminaban con mucho cuidado, pero al cabo de unos minutos vieron la luz, y entonces pudieron ver un jardín lleno de árboles, y los duendes se apresuraban alrededor, tomando cosas de las ramas. Algunos de los duendes estaban subidos a escaleras, recogiendo bocadillos.

—Tendrán que servirse ustedes mismos —dijo el duende a Florence y Nicholas—, porque esto sólo ocurre una vez al año, y cada uno tiene que cuidar su parte —y echó a correr.

—A mí me gustan más los sándwiches de pollo —dijo Nicholas—. Busquemos en ese árbol.

—Aquí están —dijo Florence, buscando entre los trozos de pan.

Florence llenó su delantal, y Nicholas tomó todo lo que pudo en sus manos, y se sentaron a comer. Entonces Florence vio un árbol lleno de pepinillos. Nicholas corrió y tomó algunos, cuando vio un árbol lleno de papas fritas.

—¡Me encantan! —dijo—. Desearía tener una canasta.

—Pide una prestada a los duendes —dijo Florence.

Los duendes se mostraron bondadosos aquel día y le prestaron una canasta grande, y pronto estuvieron disfrutando de la comida que habían reunido.

—Comeré todo lo que quiera —dijo Nicholas—. Los duendes dijeron que no nos haría daño hoy.

Cuando se hubieron comido todos los bocadillos, Nicholas vio un árbol lleno de pasteles de todo tipo, y a su lado, un árbol lleno de cucuruchos llenos de todo tipo de helados. Y lo más extraño fue que, después de haber comido todo lo que querían, podían seguir comiendo sin sentirse incómodos.

—¡Oh, hay un árbol de caramelos! —dijo Florence. Nicholas llenó sus bolsillos y Florence su delantal, ya que nunca habían comido todos los dulces que quisieran, y esta era su oportunidad. Había muchos tipos, y pronto los niños corrieron nuevamente a buscar más.

—Hay un aljibe —dijo Nicholas—. Tengo sed —y cuando subió el balde a la superficie, descubrió que estaba lleno de batido de helado en vez de agua.

—Sentémonos junto al aljibe —dijo Florence—, y bebamos batido de helado el resto del día —pero al cabo de un rato se cansaron y miraron alrededor buscando a los duendes—. ¿Dónde están? —preguntó Florence cuando se acercaron al jardín—. No los veo por ningún lado.

—Están tirados en el suelo —dijo Nicholas, mientras se acercaban.

—¿Están muertos? —preguntó Florence, mientras Nicholas sacudía a uno de ellos y éste no despertaba.

—No —dijo Nicholas—, ¡están dormidos! —gritó, saltando hacia atrás cuando sonó un fuerte ronquido proveniente del duende; y entonces todos los duendes dormidos empezaron a hacer tanto ruido que los niños se taparon los oídos y echaron a correr.

Cuando llegaron a la roca por la que habían entrado en la tierra de los duendes, se detuvieron y se sentaron en el suelo. 

—¡Oh, tengo tanto sueño! —dijo Florence apoyando la cabeza contra la roca, y se quedó profundamente dormida antes de que Nicholas se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Y entonces empezó a roncar como los duendes.

—¡Oh, cielos! ¿Qué voy a hacer? —dijo Nicholas—. Yo también tengo sueño, pero no me atrevo a dormirme, pues no sé qué puede pasar.

Y entonces golpeó tres veces la roca y dijo: 

—Su ot nepo —, y la roca se abrió.

—No puedo dejar a Florence aquí, ¡despierta! —gritó, sacudiéndola, pero ella solo roncaba más fuerte que nunca.

Un conejo que pasaba corriendo lo vio.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

Nicholas le contó que habían estado en el festín de los duendes y que Florence se había quedado dormida y no podía despertarla.

—Dormirá un mes —dijo el conejo —, si no la sacas de ese lugar, y tú también te dormirás si te quedas ahí. ¿No puedes sacarla? 

Nicholas tomó a Florence de los hombros y la arrastró hasta la entrada de la roca, y en cuanto respiró el aire del mundo exterior, abrió sus ojos.

—¿Dónde estoy? —preguntó, mirando a su alrededor.

—Te has quedado dormida —dijo Nicholas—, y has hecho un ruido terrible al respirar, igual que los duendes.

—La comida que comiste en el festín de los duendes no te hará daño —dijo el conejo—, pero te hará dormir durante todo un mes. Tienes suerte de haber salido, porque en ese tiempo podrías haberte convertido en una roca o en un árbol, como algunos de los duendes. 

—Es extraño —dijo Nicholas, mientras caminaban a casa—, pero me siento tan hambriento como si no hubiera comido nada en el festín de los duendes.

—Yo también —dijo Florence—. Apresurémonos a llegar a casa, pues ya debe ser la hora de la cena.


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