Érase una vez un pobre viticultor y su mujer que deseaban desesperadamente tener un hijo. Rezaron a Dios para que les diera un hijo, diciendo:
—No nos importa qué clase de hijo, ¡aunque fuera una rana!
Dios los escuchó y les envió una hija, pero no una cualquiera, sino una niña rana.
El hombre y su mujer amaban profundamente a su hija rana. Un día, la gente se acercó y susurró:
—¿No es sólo una rana?
La pareja se sintió avergonzada y decidió esconder a su hija rana siempre que hubiera extraños cerca. La niña rana creció sin amigos, viendo sólo a su padre y a su madre. Jugaba en el viñedo mientras su padre trabajaba. Pasaron muchos años. Mientras su padre almorzaba, la niña rana cantaba para él. Su padre la llamaba cariñosamente su Ranita Cantora.
Un día pasó por allí el hijo menor del zar. Se detuvo para ver quién cantaba tan dulcemente. No vio a nadie y preguntó al anciano quién era el que cantaba tan maravillosamente. El anciano, todavía avergonzado de su hija rana, mintió al joven príncipe:
—¡Aquí no canta nadie!
Al día siguiente, el joven zar volvió a pasar por allí y oyó la misma dulce voz.
—Anciano —dijo—, estoy seguro de que alguien está cantando. ¡Es una chica muy dulce! Si la encuentro, estoy dispuesto a casarme con ella. Entonces la llevaré a casa y se la presentaré a mi padre, el zar.
—No te precipites —replicó el padre.
—Sé lo que digo, y lo digo en serio. Me casaría con ella —aseguró el príncipe.
—De acuerdo, entonces; ya veremos —dijo el viticultor; y miró hacia lo alto del árbol y gritó—. Baja, Ranita Cantora. Este príncipe quiere casarse contigo.
La niña rana saltó del árbol y se presentó ante el príncipe.
—Es mi propia hija —dijo el viticultor—, aunque parezca una rana.
—No me importa cómo se vea —dijo el príncipe—. Me encanta cómo canta y la quiero. Quiero casarme con ella. Mi padre, el zar, nos ha ordenado a mí y a mis hermanos que vengamos mañana con una novia. Las novias deben entregarle a mi padre una flor. Quien traiga la flor más hermosa, se quedará con el reino de mi padre.
Entonces el príncipe se inclinó profundamente ante la niña rana y le preguntó:
—Ranita Cantarina, ¿serías mi novia y vendrías mañana al palacio con una flor?
—Si, príncipe —respondió la niña rana—, pero me gustaría llegar al palacio con estilo. ¿Me enviarías un gallo banco como la nieve del corral de tu padre?
—Lo haré —prometió el príncipe. Y esa misma noche, un gallo blanco como la nieve se presentó en casa de la niña rana.
La niña rana rezó al sol.
—Oh, sol —dijo—, necesito tu ayuda. Dame un vestido de oro, tejido con tus rayos dorados, porque no quiero que el príncipe se avergüence de mí cuando conozca a su padre.
El sol escuchó su plegaria y le dio un vestido de oro. En lugar de una flor, eligió un tallo de trigo y se subió al gallo y se marchó hacia el palacio.
Al llegar al palacio, la gente no sabía lo que estaba viendo. La chica rana con el vestido dorado sobre el gallo blanco como la nieve ya no parecía una rana, ¡sino una encantadora joven montada en un caballo blanco! Y las otras dos muchachas que iban a casarse con los hermanos del príncipe parecían bastante ordinarias a su lado. La primera llevaba una rosa en la mano. El zar no se impresionó. La segunda llevaba un clavel. El zar suspiró y sacudió la cabeza. Entonces vio el tallo de trigo de la novia del príncipe más joven, y sus ojos empezaron a brillar.
—¡Esto es exactamente lo que estaba buscando! Esta muchacha es tan hermosa y sin embargo sabe lo que tiene valor. Miren, pues me ha traído un tallo de trigo —y así sucedió que la niña rana, por la que sus padres se habían avergonzado durante años, se casó con un príncipe y consiguió un lugar en el trono junto a él.