La leyenda del Valle Encantado

EN EL fondo de una de aquellas espaciosas ensenadas, que tanto abundan en las playas orientales del Hudson, y en un gran ensanchamiento del rio, denominado Tappan Zee por los antiguos navegantes holandeses, donde acortaban velas prudentemente, invocando la protección de San Nicolás para atravesarlo, yacía una pequeña aldea o puerto rural que algunos llaman Gréensburgh, pero que es general y propiamente conocida por el nombre de Tarry Town (Lugar de parada). Se dice que este nombre le fué dado antiguamente por las buenas comadres del pueblo vecino, con motivo de la inveterada costumbre de sus maridos de estacionarse en las tabernas en los dias de mercado. Sea de ello lo que fuere, yo no garantizo el hecho sino simplemente lo consigno en mi deseo de ser preciso y auténtico. No muy lejos del pueblo, quizá a dos millas más o menos, existe un diminuto valle o más bien un repliegue del terreno entre altas colinas, que es uno de los sitios más tranquilos en todo el universo. Un pequeño arroyo lo atraviesa, deslizándose con suave murmullo que invita al reposo; siendo el reclamo eventual de la codorniz o el golpeteo del pájaro carpintero los únicos ruidos que turban de vez en cuando la tranquilidad estática de aquel paraje.

Recuerdo que mi primera hazaña en la caza de ardillas, cuando yo era todavía un mozalbete, tuvo lugar en un bosquecillo de altos nogales que sombrean un lado del valle. Vagaba por allí al mediodía, hora en que la naturaleza está particularmente tranquila, y me sobrecogí al estruendo de mi propia escopeta, prolongado y repercutido por el indignado eco, rompiendo el sosegado silencio de los alrededores. Si alguna vez anhelara yo un pacífico retiro donde huir del mundo y de sus distracciones y soñar en tranquila quietud todo el resto de una agitada existencia, nada respondería mejor a tal propósito que este escondido vallecito.

A causa de la indolente tranquilidad del lugar y del carácter peculiar de sus habitantes, que descienden de los origínarios colonos holandeses, aquella recóndita cañada era conocida hace mucho tiempo por el nombre de VALLE ENCANTADO, y los rústicos mozos del vecindario son conocidos en todo el país circunvecino como los zagales del valle encantado.

Una letárgica y soñadora influencia parece pesar sobre toda la comarca y prevalecer en su ambiente. Algunos afirman que el lugar fué hechizado en los primeros días de la colonización por un ilustre doctor alemán; otros, que un viejo jefe indio, el profeta o adivino de la tribu, celebraba allí sus conjuros antes del descubrimiento de aquella región por Master Héndrick Hudson. Lo cierto es que el lugar continúa bajo el dominio de algún encantador que mantiene hechizada la mente de aquellas buenas gentes, haciéndolas vivir en plena fantasía. Son dadas a toda clase de creencias maravillosas; están sujetas a éxtasis y visiones, y continuamente ven extrañas apariciones y oyen músicas y voces por los aires. El vecindario abunda en cuentos locales, en lugares frecuentados por espectros y en supersticiones sombrías. Las estrellas voladoras y los brillantes meteoros cruzan aquel valle más a menudo que cualquiera otra comarca; y el demonio de la pesadilla, con sus nueve secuaces, parece haber hecho del país el escenario favorito de sus cabriolas. Sin embargo, el espíritu dominante en esta hechizada región, y que parece ser el jefe supremo de todas las potencias del aire, es el fantasma de un jinete sin cabeza. Algunos opinan que es el espectro de un soldado de caballería de Hesse, cuya cabeza fué arrebatada por una bala de cañón en alguna batalla desconocida de la guerra de la revolución, y a quien pueden sorprender de vez en cuando los naturales del pueblo galopando en la obscuridad de la noche como llevado en alas de los vientos. Sus apariciones no se limitan al valle, sino que se extienden a veces hasta las carreteras adyacentes y se repiten particularmente en las cercanías de una iglesia situada a corta distancia. En efecto, algunos de los historiadores más auténticos de la comarca, que han recogido y asociado las versiones flotantes con respecto a este espectro, alegan que por haber sido enterrado el cuerpo del soldado en el cementario de la iglesia, ronda el fantasma por las noches el lugar de la batalla en busca de su cabeza; atribuyéndose la velocidad con que atraviesa a menudo la hondonada a la prisa que tiene por llegar al cementerio antes del amanecer, con motivo de haberse retardado más de lo permitido en sus pesquisas nocturnas.

Tal es la interpretación general de esta legendaria superstición que ha procurado tema para muchas historias descabelladas en aquella región de aparecidos; siendo conocido el espectro en todos los hogares por el nombre de El jinete sin cabeza del valle encantado.

Es digno de notarse que la propensión visionaria de que he hablado no se limita solamente a los naturales de la comarca, sino que se la asimila inconscientemente todo aquel que reside allí por algún tiempo. Por más despierta que haya sido una persona antes de penetrar en la región de los sueños, es seguro que se apropiará en poco tiempo la influencia encantada del ambiente, volviéndose fantástica, fingiendo quimeras y viendo aparecidos.

Menciono con todo elogio este pacífico retiro, pues que en estos apartados rincones holandeses, escondidos acá y allá en el gran estado de Nueva York, se conservan las antiguas costumbres, población y hábitos, mientras los barre inadvertidos en otros lugares el impetuoso torrente de inmigración y progreso que provoca incesantes cambios en la agitada vida de la nación. Son como aquellas fajas de agua tranquila que bordean algún tumultuoso arroyo, donde permanecen quietamente al ancla burbujas y pajas meciéndose con suavidad en su improvisado puerto sin ser molestadas por el flujo de la corriente. Aun cuando han transcurrido muchos años desde que me desprendí de las letárgicas sombras del valle encantado, me pregunto si encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su abrigado seno.

En este recóndito paraje de la naturaleza vivía, en época remota de la historia americana, es decir hará unos treinta años, una digna criatura llamada Íchabod Crane, que residía o “paraba” allí, como él decía, con el propósito de instruir a los niños del vecindario. Era natural de Connécticut, estado que procura a la Unión exploradores tanto de las selvas como del pensamiento, y reparte todos los años legiones de hombres de sus bosques fronterizos y legiones de maestros de escuela de sus comarcas. El nombre de Crane (grulla) no estaba en desacuerdo con su persona. Era alto y excesivamente flaco, con hombros estrechos, largos brazos y largas piernas, manos que sobresalían una milla de sus mangas, pies que podían servir de palas, y toda una figura colgante que parecía mantenerse unida con dificultad. Su cabeza era pequeña y chata en la parte superior, con grandes orejas, grandes ojos verdes y vidriosos y larga nariz agachadiza; de manera que semejaba un gallo de campanario encaramado en su cuello de huso para indicar de qué lado iba a soplar el viento. Al verle, en un día ventoso, dando zancadas por el flanco de alguna colina, con sus vestidos colgantes y flotando en torno suyo, se le habría creído el genio del hambre descendiendo sobre la tierra, o algún espantajo hurtado de cualquier campo de trigo.

La escuela era un edificio bajo, de una sola pieza, construido rústicamente con tablones; las ventanas en partes tenían vidrios y en otras, parches de hojas de cuadernos viejos. En las horas vacantes se aseguraba de manera muy ingeniosa por medio de un mimbre retorcido en la aldaba de la puerta, y estacas colocadas contra las persianas de las ventanas —idea sugerida indudablemente al arquitecto por el misterio de las trampas de anguilas —de manera que, si bien los ladrones podían penetrar con perfecta facilidad, encontrarían posiblemente alguna dificultad para salir. La escuela encontrábase aislada hasta cierto punto, pero en agradable situación, al pie de una frondosa colina, con un arroyo deslizándose en las cercanías y un gran abedul sombreando una de sus esquinas. Desde allí podía escucharse, en los soñolientos días de verano, el murmullo de las voces de los alumnos semejante al zumbido de una colmena, interrumpido de cuando en cuando por la autoritaria voz del maestro ya en tono de amenaza o de mandato; o por acaso, el rumor pavoroso del abedul como aguijoneando a algún holgazán negligente en la florida senda de la ciencia. A decir verdad, Íchabod Crane era un hombre de conciencia que tenía siempre presente la máxima de oro: “Escatimar los azotes es malograr al discípulo.” Y seguramente con Íchabod Crane no se malograban los discípulos.

No debe deducirse de aquí, sin embargo, que fuese uno de aquellos crueles potentados de la escuela que se gozan en la aflicción de sus vasallos; al contrario, administraba justicia más bien con método que con severidad, aliviando la carga de los hombros del más débil y poniéndola sobre las espaldas del más fuerte. Al chiquillo esmirriado que retrocedía al menor preludio de azotes, se le administraban con indulgencia; pero los fueros de la justicia quedaban incólumes infligiendo doble ración al robusto y obstinado rapazuelo holandés, de amplias posaderas, que se enfurruñaba y ensoberbecía y se volvía más tozudo y hosco bajo el abedul. A todo esto llamaba el maestro “cumplir su deber para con los padres;” y jamás se dió el caso de que administrara un castigo sin que le siguiera la advertencia, muy consoladora sin duda para el adolorido mozalbete, de que “recordaría toda su vida y le quedaría siempre grato por lo que ahora hacía en su obsequio.”

Fuera de las horas de clase era el camarada y compañero de juegos de los muchachos mayores; y en las tardes de los días festivos solía acompañar a su casa a algunos de los más pequeños, siempre que tuvieran lindas hermanas o buenas amas de casa por madres, lo que se dejaba notar en seguida por el regalo de las alacenas. En realidad, le convenía estar en buenos términos con sus discípulos. La renta que producía la escuela era pequeña y habría bastado apenas para su diaria subsistencia porque era un gran glotón y, aunque flaco, tenía el poder de dilatación de una boa; mas para ayudar a su sostenimiento se alojaba y comía, siguiendo la costumbre del lugar, en casa de los granjeros a cuyos hijos enseñaba. Turnábase por semanas en casa de todos ellos, dando así la vuelta al vecindario y llevando todo lo que poseía en el mundo atado en un pañuelo de algodón.

Para que este sistema no resultara demasiado oneroso para la bolsa de sus rústicos patrones, siempre prontos a considerar pesada carga cualquiera pensión de la escuela y a juzgar a los maestros solamente como unos zánganos, tenía Íchabod varios modos de hacerse a la vez útil y agradable. Ayudaba a los granjeros de vez en cuando en las labores ligeras de la alquería, tomaba parte en la preparación del heno, componía los cercos, abrevaba los caballos, traía a las vacas del pasto y cortaba leña para combustible en el invierno. Despojábase asimismo de toda la dignidad autócrata y despotismo absoluto con que reinaba en su pequeño imperio, la escuela, y se volvía admirablemente gentil e insinuante. Atraíase a las madres mimando a los chicos, particularmente a los más pequeños; y, semejante al león audaz que acariciaba antiguamente al cordero con tanta magnanimidad, solía sentarse con un chico en las rodillas mientras mecía con el pie la cuna de otro por varias horas.

Además de sus diversas habilidades, era el maestro cantor del vecindario y cosechaba muchos brillantes chelines por enseñar la salmodia a los mozos del lugar. No era una de sus menores sarisfacciones instalarse los domingos con un grupo de cantores escogidos, en el centro de la tribuna de la iglesia donde, a su entender, arrebataba completamente la palma al viejo capellán. Lo cierto es que su voz resonaba sobre todas las de la congregación; y aun hoy se escuchan en aquella iglesia gorgoritos que se dicen legítimos descendientes de la nariz de Íchabod Crane, y que pueden oírse a media milla, hasta el lado opuesto de la alberca, en las tranquilas mañanas del domingo. Así, por medio de sus pequeños ardides y de la ingeniosa manera llamada vulgarmente “echar de mangas,” el digno pedagogo hacía su vida tolerable, mientras todos aquellos que no comprenden una palabra del trabajo mental, juzgaban que se pasaba una existencia maravillosamente envidiable.

El maestro de escuela es generalmente una figura importante entre el círculo femenino de una comunidad rural, donde se le considera una especie de caballero desocupado, de mucho gusto y talento muy superior a todos los burdos zagales de la comarca, y solamente inferior al párroco en conocimientos. Por consiguiente, su presencia causa siempre cierta emoción en las mesas de te de las granjas, provocando a menudo la adición de algunos dulces y pastas y aun, en ocasiones, la exhibición de alguna tetera de plata. Nuestro letrado sentíase también especialmente feliz con las sonrisas de todas las damiselas campesinas. ¡Con cuánto gozo discurría entre ellas los domingos en el cementerio de la iglesia, después del servicio religioso, cogiendo los racimos de las vides silvestres que cubrían los árboles de las cercanías, descifrando para distraerlas los epitafios de las tumbas, o vagando con toda la compañía por la orilla de la represa del molino adyacente, mientras los encogidos patanes del lugar seguían tímidamente por detrás, envidiando la superioridad de su talento y elegancia!

A consecuencia de su errante vida era también una gaceta ambulante que llevaba de casa en casa todos los lios de la chismografía local, por lo que su presencia se acogía siempre con satisfacción. Era, además, estimado por las mujeres a causa de su erudición, pues había leído varios libros casi hasta el final y conocía a fondo la History of New England Witchcraft (Historia de la brujería en Nueva Inglaterra), por Cotton Máther, en la que, diremos de paso, creía firme y ardientemente.

Íchabod Crane poseía en realidad una extraña mezcla de sagacidad limitada y pueril credulidad. Su afición por lo maravilloso y su facilidad para digerirlo eran igualmente extraordinarias, habiendo alcanzado mayores proporciones con su estadía en aquella encantada región. Ninguna leyenda era demasiado monstruosa o inverosímil para su capacidad de absorción. Deleitábase a menudo, después de cerrar la escuela por las tardes, en tenderse en el mullido lecho de trébol que bordeaba el pequeño arroyo que murmuraba en las cercanías, y leer los horrendos y antiguos cuentos de Máther hasta que la obscuridad creciente de la tarde convertía los caracteres impresos en las páginas en sombras indecisas delante de sus ojos. Entonces, continuando su camino a través de pantanos y medrosas arboledas hacia la alquería donde se hospedaba en aquel momento, turbábase su excitada imaginación con todos los ruidos de la naturaleza en aquella hora misteriosa: el lamento de la chotacabras desde los flancos de la colina, el grito agorero de la rana arbórea anunciando la tempestad, el medroso alarido de la lechuza y el repentino rumor del follaje al roce de los pájaros sorprendidos en su asilo. Las luciérnagas, que brillaban con mayor intensidad en los sirios más obscuros, asustábanle también de vez en cuando al cruzar inopinadamente alguna de las más lucientes su camino; y si por casualidad cualquier enorme escarabajo aturdido venía bamboleándose en desatinado vuelo en su dirección, el pobre camastrón estaba a punto de rendir el ánima imaginando que habia sido herido por algún maleficio. Su único recurso en tales ocasiones para distraer sus pensamientos o alejar los malos espíritus era entonar salmos; y las buenas gentes del valle encantado, sentadas al ocaso a las puertas de sus casas, llenábanse a veces de pavor escuchando su melodía nasal “brotando en largos eslabones de dulzura,” y extendiéndose desde la distante colina o a lo largo de la polvorienta carretera.

Otra fuente de medroso placer consistía para él en pasar las largas noches de invierno en compañía de las mujeres que hilaban en torno del fuego escuchando, mientras sartas de manzanas se asaban y chisporroteaban en el hogar, sus maravillosas historias de duendes y aparecidos, de campos y arroyos encantados, y de casas y puentes poseídos; y particularmente la leyenda del jinete sin cabeza o soldado galopante del valle encantado, como le llamaban a veces. Deleitábalas por su parte con las anécdotas de brujería y de pavorosos augurios y apariciones portentosas y ruidos en los aires, que acontecían en los antiguos tiempos de Connécticut; y llenábalas de angustia con diversas consideraciones sobre los cometas y estrellas errantes, así como sobre el hecho alarmante de que el mundo giraba absolutamente en redondo y que estaban precisamente a medio camino de la voltereta.

Pero si existía algún placer en tales conversaciones mientras se encontraban abrigados y protegidos en el rincón de la chimenea, en una habitación vivamente alumbrada por el resplandor de los crujientes leños y donde ningún espectro se hubiera atrevido por cierto a asomar la faz, este goce se pagaba caramente con los subsiguientes terrores del camino de regreso a los respectivos hogares. ¡Qué figuras y sombras más horrendas a lo largo del sendero, entre la bruma y brillo sepulcral de una noche de nevada! ¡Con qué anhelante mirada examinaba Íchabod cada rayo tembloroso de luz brillando a través del vasto campo desde alguna distante ventana! ¡Cuan frecuentemente sintióse atemorizado ante cualquier arbusto cubierto de nieve que, cual fantasma revestido de una sábana, parecía espiar su camino! ¡Cuántas veces se estremeció de helado pavor al sonido de sus propios pasos en la endurecida corteza de la tierra, sin atreverse siquiera a mirar por encima del hombro por temor de encontrarse con algún ser extraordinario marchando pesadamente a sus talones! ¡Y cuan a menudo se sintió desfallecer del todo al rumor de una ráfaga de viento gimiendo entre los árboles, con la idea de que era el soldado de caballería galopando en una de sus excursiones nocturnas!

No eran, sin embargo, más que simples terrores de la noche, fantasmas de la mente del que camina en la obscuridad; y aun cuando Íchabod había visto muchos espectros en diversas ocasiones y había sido más de una vez acechado en diferentes formas por Satán en sus solitarios vagares, la luz del día ponía siempre fin a estas alucinaciones; y habría disfrutado con todo una dichosa existencia, a despecho del diablo y de sus obras, si no se hubiera cruzado en su camino el ser que causa a los mortales perplejidades mayores que todos los espectros, duendes y la raza entera de los brujos reunidos; esto es: una mujer.

Entre los discípulos de música que se reunían una vez por semana en la noche para recibir sus lecciones de salmodia, encontrábase Katrina Van Tássel, hija única de un rico granjero holandés. Era un delicioso pimpollo de dieciocho años, regordeta como una perdiz, sabrosa, suave y de mejillas tan rosadas como uno de los melocotones de su padre; y de fama universal, no sólo por su belleza sino por sus vastas expectativas en el porvenir. Con esto, era un poquitillo coqueta como podía deducirse de su manera de vestir, combinación de la moda antigua y moderna en la forma más apropiada para realzar sus encantos. Usaba los mismos adornos de oro amarillo puro que su tatarabuela trajera de Saardam; el tentador peto y una provocativa falda corta que permitía admirar el más lindo pie y tobillo que se lucían en toda la región circunvecina.

Íchabod Crane tenia un corazón blando y decidido por el bello sexo; por lo cual no debe maravillar que bocado tan exquisito encontrara gracia ante sus ojos, sobre todo después de haber estado de visita en la casa paterna. El viejo Baltus Van Tássel era la encarnación perfecta del granjero próspero, feliz y de corazón abierto. Es verdad que rara vez traspasaban sus ideas o sus miradas más allá de los linderos de su granja; pero dentro de ellos todo era dicha, holgura y comodidad. Vivía satisfecho pero no orgulloso de su prosperidad; y tenía más a gala la abundancia sencilla que el estilo rebuscado en su manera de vivir. Sus dominios estaban situados sobre las riberas del Hudson, en uno de aquellos verdes, abrigados y fértiles rincones en que tanto gusta anidar a los agricultores holandeses. Un gran olmo extendía sus anchas ramas sobre la casa, y a sus pies brotaba una fuente de agua dulce y cristalina en un pequeño manantial formado por un barril, de donde se escapaba centelleando entre el césped hasta reunirse al arroyuelo vecino que murmuraba bajo los alisos y los sauces enanos. Cerca de la casa había una vasta troje que podía haber servido de iglesia; sus ventanas y hendeduras parecían a punto de estallar con los tesoros de la granja; oíase resonar dentro día y noche el atareado mayal; las golondrinas y vencejos deslizábanse gorjeando bajo los aleros; mientras hileras de palomas, algunas con un ojo vuelto hacia arriba como para examinar el tiempo, otras con la cabeza bajo el ala o enterrada entre el pecho, otras hinchándose, arrullando o haciendo la rueda a sus damas, tomaban el sol desde el tejado. Cerdos bruñidos y pesados gruñían en el reposo y abundancia de sus chiqueros, de donde asomaban las narices aquí y allá, como absorbiendo el aire, manadas de cachorros. Un majestuoso escuadrón de nevados gansos nadaba en el cercano estanque, escoltando flotillas enteras de patos; regimientos de pavos cloqueaban por la granja, mientras las gallinas de Guinea protestaban de tal atrevimiento con su malhumorado y discordante grito, como gruñonas amas de casa. Delante de la puerta de la troje pavoneábase el arrogante gallo, modelo de maridos, de guerreros y gentileshombres, sacudiendo sus brillantes alas y cantando toda la alegría y el orgullo de su corazón; escarbando a veces la tierra con las patas y llamando después generosamente a su siempre hambrienta familia de mujeres y chiquillos para que saborearan el rico bocado que había descubierto.

Volvíase agua la boca del pedagogo al contemplar las magníficas promesas de suculenta mesa para el invierno. En su devoradora visión aparecían los lechoncillos rellenos corriendo a su alrededor con una manzana en el hocico; los pichones voluptuosamente acostados en apetitoso pastel y arrebozados en su dorada corteza; los gansos nadando en su propia salsa; y los patos agradablemente instalados por parejas en las fuentes, como amorosos cónyuges, con una decente provisión de salsa de cebollas. En los puercos veía señalarse las rayas del futuro y reluciente tocino, y el jugoso y delicado jamón; no habia un solo pavo al que no adivinara deliciosamente trufado, con la molleja bajo el ala y algunas veces con un collar de sabrosas salchichas; y hasta los bizarros monarcas del corral yacían tendidos sobre el lomo, como plato de entrada, con las garras levantadas como implorando el cuartel que su caballeresco espíritu desdeñara demandar en vida.

Al mismo tiempo que el extasiado Íchabod fantaseaba todo esto al rodar la mirada de sus verdes ojos sobre los pingües prados, los ricos campos de trigo, de centeno, de trigo sarraceno y maíz, como sobre los árboles cediendo al peso de los rubios frutos en las huertas que rodeaban la propiedad de Van Tássel, su corazón suspiraba por la damisela que heredaría estos dominios, y caldeábase su imaginación a la idea de cuan fácilmente podrían convertirse en plata contante que a su vez se invertiría en inmensas posesiones de terreno yermo y palacios de ripia en el desierto. No se detenía allí su ardiente fantasía sino que, realizando sus esperanzas, le presentaba a la graciosa Katrina con toda una larga prole de chiquillos, sentada en lo alto de un carro cargado de baratijas caseras, con potes y marmitas danzando en la parte inferior; y él mismo veíase montando a horcajadas una pacífica yegua con un potrillo a la zaga, camino de Kentucky, Tennessee o Dios sabe qué rumbo. Cuando entró en la casa, su corazón quedó conquistado por completo. Era una de aquellas espaciosas granjas de altos caballetes y tejados de bajo declive, construídas al estilo transmitido por los primeros colonos holandeses; proyectándose hacia adelante los bajos aleros hasta formar un corredor fronterizo capaz de cerrarse por completo en el mal tiempo. Debajo colgaban mayales, arneses, instrumentos de labranza y redes para pescar en la ribera cercana. En todo el largo de los costados había bancos para el tiempo de verano; una gran rueda de hilar a uno de los extremos y una mantequera al otro lado, mostraban los diversos usos a que este importante pórtico estaba destinado. Del corredor pasó el embelesado Íchabod a la sala que formaba el centro del edificio y era el sitio habitual de residencia. Allí, hileras de resplandeciente vajilla, colocada en un gran aparador, deslumbraron sus miradas. En un rincón había un enorme saco de lana lista para hilarse; en otro, una cantidad de lino y lana acabada de llegar del telar; mazorcas de maíz y cuerdas de manzanas y melocotones secos pendían de los muros en atractiva decoración, mezclados al festival de los rojos pimientos; mientras una puerta ligeramente entornada permitía echar una ojeada al salón más caracterizado, donde las sillas con sus patas de garras y las mesas de caoba obscura relucían como espejos; los morillos de la chimenea, con sus correspondientes palas y tenazas, resplandecían bajo su cubierta semejando cabezas de espárragos; arbustos y conchas decoraban la repisa de la chimenea, sobre la cual veíanse suspendidas hileras de huevos de diversos colores; un gran huevo de aveztruz campeaba pendiente en el centro de la pieza; y un gran anaquel, abierto intencionadamente, desplegaba inmensos tesoros de plata antigua y porcelana bien conservada de la China.

Desde el momento en que Íchabod reposó sus miradas en aquellas escenas deleitosas desapareció la paz de su espíritu, y todo su estudio concentróse en descubrir la manera de ganar el afecto de la sin par hija de Van Tássel. Tropezaba, sin embargo, para esta empresa con dificultades mayores de las que acostumbrara vencer el enjambre de caballeros errantes de antaño que sólo combatían con gigantes, encantadores, fieros dragones y otros adversarios de este jaez, fáciles de dominar; viéndose obligados solamente a abrirse paso a través de puertas de hierros y bronce, y muros de adamanto, para llegar al castillo encantado donde se hallaba confinada la dama de sus pensamientos; hazañas todas que realizaban tan fácilmente como quien abre una vía hasta el fondo de un pastel de Navidad, encontrando al cabo que la dama les otorgaba su mano como cosa convenida con anterioridad. Íchabod, por el contrario, tenía que ganar el corazón de una coqueta de aldea, perdido en un laberinto de caprichos y extravagancias que ofrecían cada vez nuevas dificultades y estorbos; y hacer frente, además, a una legión de adversarios de carne y hueso, los rústicos y numerosos admiradores de Katrina, que sitiaban todos los accesos a su corazón espiándose mutuamente con irritadas miradas, pero prontos a formar causa común para atacar a cualquier nuevo competidor.

El más formidable entre ellos era un jactancioso, turbulento y atronador valentón llamado Abraham o Brom Van Brunt según la abreviatura holandesa, que se había hecho el héroe de la comarca por sus hazañas de fuerza y temeridad. Tenía anchos hombros y macizas articulaciones, cabello corto, negro y rizado, y aspecto rústico pero no desagradable, con cierto aire mezcla de jovialidad y arrogancia. Por su figura hercúlea y sus potentes miembros había merecido el sobrenombre de Brom Bones (Brom el huesoso), por el cual se le conocía generalmente. Tenía fama de grandes conocimientos y destreza en la equitación, sintiéndose tan firme a caballo como un tártaro. Era el primero en todas las apuestas y peleas de gallos y, con el ascendiente que la fuerza física ejerce siempre en la vida rural, hacía de arbitro en todas las disputas, decidiendo por cualquiera de las partes y dictando sus sentencias con airé y tono que no admitía réplica ni contradicción. Estaba siempre pronto para un lío o para una juerga; pero había más travesura que mala intención en su temperamento y, en medio de toda su rudeza exterior, gastaba en el fondo sus arranques de broma y buen humor. Tenía tres o cuatro buenos camaradas que le tomaban como modelo y a la cabeza de los cuales recorría la comarca mezclándose en todas las contiendas y diversiones en muchas millas a la redonda. En el invierno llevaba siempre como distintivo un gorro de piel con airosa borla de cola de zorro; y cuando la gente reunida en alguna fiesta de aldea divisaba a la distancia el conocido penacho agitándose en medio de un escuadrón de atrevidos jinetes, sabía ya que se preparaba una borrasca. Algunas veces se oía pasar la banda a media noche delante de las granjas, en medio de gritos y exclamaciones como una tropa de cosacos del Don; y las viejas damas arrancadas a su sueño acostumbraban escuchar por un momento hasta que el ruido hubiera cesado y exclamaban entonces: “¡Ah! ¡Por allí anda Brom Bones y su banda!” Los vecinos le miraban con mezcla de pavor, admiración y simpatía, y siempre que ocurría en el pueblo algún tremendo alboroto o cualquier extravagante locura, sacudían la cabeza y garantizaban que Brom Bones se encontraba al fondo del asunto.

Hacía ya algún tiempo que este selvático héroe había hecho de la deslumbradora Katrina el objeto de sus rudas galanterías, y a pesar de que sus amorosos manejos eran algo semejantes a las gentiles caricias y halagos de un oso, se murmuraba que la joven no desalentaba sus esperanzas. Lo cierto es que sus avances fueron la señal de retirada para los candidatos rivales que no se sentían inclinados a irritar a un león en sus amores; de manera que, cuando un domingo por la noche pudo verse su caballo atado en las caballerizas de Van Tássel, como muestra infalible de que su amo hallábase dentro cortejando o “pretendiendo,” como se acostumbraba decir, todos los aspirantes continuaron su camino desesperados y fueron a iniciar nuevas lides por otros barrios.

Tal era el formidable rival con quien Íchabod Crane había de luchar y, todo bien considerado, hombres más fornidos que el habrían temido al competidor, y los más prudentes habrían desesperado. Pero en la naturaleza del maestro había una mezcla feliz de maleabilidad y perseverancia; en figura y en espíritu era un mozo bien templado; flexible, pero tenaz; doblegándose sin romperse; y aun cuando inclinaba la cabeza a la menor presión, apenas pasado el momento difícil ¡zas! erguíase de nuevo y llevaba la frente tan alta como de costumbre.

Habría sido ciertamente una locura combatir a campo abierto contra semejante rival, hombre tan incapaz como el fogoso Aquiles, de sufrir la menor oposición a sus amores. Íchabod, por consiguiente, hacía sus avances de manera muy suave e insinuante. So capa de maestro de canto hacía visitas frecuentes a la alquería; sin que esto signifique, de otro lado, que tuviese nada que temer de la oficiosa intervención de la familia que a menudo representa un grave escollo en la senda de los amantes. Balt Van Tássel era un hombre bueno e indulgente; amaba a su hija más aun que a su pipa, y a fuer de hombre razonable y excelente padre, dejábala hacer su voluntad en todo cuanto se la antojase. Su arreglada mujercita tenía demasiado que hacer con atender a la casa y cuidar de las aves; y además, como observaba sabiamente, los patos y los gansos son muy tontos y es preciso mirar por ellos, mientras que las muchachas pueden cuidarse por sí mismas. Así, mientras la atareada señora bullía por la casa o daba vueltas a la rueca en un extremo del corredor, el honrado Balt sentábase a fumar su pipa al otro extremo, contemplando las proezas de un pequeño guerrero de madera que, armado de una espada en cada mano, desafiaba al viento valientemente desde el pináculo del granero. Entretanto Íchabod defendía su causa con la hija bajo el gran olmo al lado de la fuente o vagando por la granja hacia el crepúsculo, hora la más propicia para la elocuencia amatoria.

No me precio de saber cómo se vence y es vencido el corazón de la mujer. Para mí ellas han sido siempre un enigma y un motivo de admiración. Algunas parecen tener solamente un punto vulnerable o puerta de acceso, mientras otras tienen millares de avenidas y pueden capturarse de mil modos diferentes. Es un gran triunfo de la estrategia conquistar a las primeras, pero demanda aun mayores conocimientos en esta ciencia conservar la posesión de las segundas, porque entonces el hombre tiene que librar batalla en todas las puertas y ventanas para defender su fortaleza. Aquel que vence un corazón de mil entradas tiene ciertamente derecho a algún renombre; pero el que conserva dominio indisputable en el corazón de una coqueta es un héroe, en verdad. Mas no era este el caso con el temible Brom Bones, pues desde el momento en que Íchabod Crane inició sus avances, declinaron evidentemente los intereses del primero; no se veía ya su caballo atado en la caballeriza los domingos por la noche, y una enemistad mortal desarrollóse gradualmente entre él y el preceptor del valle encantado.

Brom, con su natural rudeza caballeresca, habría llevado de buena gana las cosas a campo abierto y definido las pretensiones de ambos sobre la dama en combate singular, de acuerdo con la moda de los más concisos y simples razonadores, los caballeros errantes de antaño; pero Íchabod tenia demasiada conciencia de la superioridad física de su adversario para arriesgarse a justar con él; había oído jactarse a Bones de que “doblaría en dos al maestro y le encerraría en uno de los anaqueles de la escuela; y era demasiado prudente para darle ocasión de ponerlo en práctica.

Había algo extremadamente provocativo en su sistema de pacífica obstinación, que no dejaba a Brom otra alternativa que acudir al fondo de bellaquería que tenía siempre a su disposición y jugar a su rival pesadas bromas. Íchabod llegó a convertirse en el objeto de una fantástica persecución de parte de Bones y sus zafios camaradas. Pillaban sus en otro tiempo pacíficos dominios, llenaban de humo la sala de canto obstruyendo la chimenea, invadían la escuela durante la noche a despecho de las ataduras de mimbres y estacas de las ventanas volviéndolo todo de través, de manera que el pobre maestro comenzaba a creer que las brujas de todo el país se congregaban allí para celebrar sus sábados. Pero todavía lo más insoportable era que Brom aprovechaba toda ocación de ponerle en ridículo delante de su dama, y tenía un canalla de perro a quien había enseñado a aullar de la manera más irritante y al cual presentaba como rival de Íchabod para enseñar a Katrina la salmodia.

En esta forma marcharon los asuntos por algún tiempo sin producir efectos sensibles en la respectiva situación de los poderes beligerantes. Una hermosa tarde de otoño encontrábase Íchabod muy pensativo, entronizado en el alto escabel desde donde dominaba generalmente todos los incidentes de su pequeño reino de las letras. Balanceaba en su mano una férula, cetro de su despótico poder; la varilla justiciera, terror constante de los malhechores, reposaba en tres clavos detrás del trono, mientras sobre el escritorio podían verse diversos artículos de contrabando y armas prohibidas, como manzanas mordidas, cerbatanas, perinolas, jaulas de moscas y legiones enteras de exuberantes gallitos de papeL, decomisados sobre la persona de aquellos holgazanes bribonzuelos. A todas luces, había tenido lugar hacía poco algún tremebundo acto de justicia, porque los escolares estaban intensamente atareados con sus libros o cuchicheaban tras ellos a hurtadillas con ojo avizor sobre el maestro; y una especie de latente zumbido reinaba en toda la sala de clase. Bruscamente el silencio se interrumpió con la aparición de un negro, vestido de chaqueta y calzón de cáñamo, con un fragmento redondo de copa de sombrero semejando el gorro de Mercurio, y montado en un potro esmirriado, salvaje y cojitranco, al que manejaba con una soga a guisa de ronzal. Se presentó alborotando a la puerta de la escuela y trayendo a Íchabod una invitación para una fiesta campestre o “quilting frolic”[13] que tendría lugar aquella noche donde los Van Tássels; y después de declamar su mensaje con el aire de importancia y el esfuerzo por expresarse en lenguaje fino que los negros son tan dados a desplegar en pequeñas embajadas de esta clase, saltó sobre su rocinante y desapareció por la hondonada con toda la prisa ceremoniosa que requería su misión.

Todo era ahora bullicio y aturdimiento en la poco ha tranquila sala de clase. Los muchachos pasaron sus lecciones al escape sin detenerse en bagatelas; los más vivos escamotearon la mitad impunemente; los tardíos recibieron de vez en cuando alguna eficaz aplicación en la parte posterior para aguijonear su inteligencia y ayudarles a encontrar cualquier palabra difícil. Arrojáronse los libros a un lado sin preocuparse de ordenarlos en los anaqueles; volteáronse los tinteros, cayeron las bancas, y la escuela quedó desierta una hora antes de lo acostumbrado, dejando escapar una legión de diablillos que chillaban y alborotaban entre el verdor en la alegría de su temprana emancipación.

El galante Íchabod dedicó por lo menos media hora más de lo ordinario a su tocador, acepillando y puliendo su mejor y a decir verdad único vestido negro desteñido, y arreglando sus guedejas con ayuda de un trozo de espejo colgado en una de las paredes de la escuela. Para presentarse ante su dama en verdadero estilo caballeresco, pidió prestado un corcel al granjero en cuya casa se alojaba por entonces, un viejo holandés gruñón llamado Hans Van Rípper, y así, bizarramente montado, salió como un caballero errante en busca de aventuras. Mas tratándose de una historia romántica, necesito consignar aquí siquiera en somera forma el aspecto y equipo de mi héroe y de su cabalgadura. Montaba un averiado caballo de arado que había dejado tras sí todo en la vida menos sus defectos. Era flaco y peludo, con pescuezo de oveja y cabeza que parecía un martillo; sus amarillentas crines y cola estaban todas enredadas y llenas de nudos de cadillos; uno de sus ojos había perdido la pupila y aparecía vidrioso y espectral, mientras el otro tenía reflejos genuínamente diabólicos. A juzgar por su nombre, Gunpowder (Pólvora), debía haber tenido mucho fuego y brio en sus días. Había sido, en efecto, la montura favorita del iracundo Van Rípper, jinete frenético, que había infundido probablemente al animal algo de su propio espíritu, pues viejo y maltratado como estaba, conservaba aun más oculta malicia que cualquier potro joven de la comarca.

Íchabod era figura adecuada para tal cabalgadura. Llevaba estribos cortos que ponían sus rodillas cerca del pomo de la silla; sus codos agudos proyectábanse hada fuera como patas de saltamonte; sostenía el látigo perpendicularmente como un cetro; y al trotar del caballo, el movimiento de sus brazos figuraba un continuo aleteo. Un pequeño sombrero de lana descansaba en la cumbre de su nariz, que asi podía llamarse la estrecha faja que hacía las veces de frente; y los negros faldones de su chaqueta flotaban sobre las ancas casi hasta la cola del caballo. Tal era el aspecto de Íchabod y de su corcel cuando transpusieron renqueando la portada de Hans Van Rípper, formando en conjunto una aparición tan extraordinaria como pocas veces es dado contemplar a la clara luz del día.

Era, como he dicho, una hermosa tarde de otoño; el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza hacía gala de la rica y dorada librea que asociamos siempre a la idea de abundancia. Los bosques ostentaban su soberbio amarillo obscuro, mientras algunos árboles tiernos se habían teñido con la helada de brillante colorido anaranjado, púrpura y escarlata. Hileras interminables de patos salvajes aparecían en el horizonte; podía oirse el latido de la ardilla desde los bosquecillos de hayas y nogales y a intervalos el meditabundo silbo de la codorniz desde el vecino campo de rastrojo.

Los pajarillos celebraban su último banquete diurno. En la plenitud de su regocijo revolvíanse chirriando y triscando de rama en rama y árbol en árbol a su capricho, entre la profusión y variedad de los alrededores. Revoloteaba por allí el honrado petirrojo con su nota alta y quejumbrosa, caza favorita de los mozalbetes; y los mirlos gorjeadores volando en negras nubes; el carpintero de doradas alas con su cresta carmesí, su ancha gorguera negra y espléndido plumaje; el pájaro del cedro con sus alas de puntas rojas, su cola terminada en amarillo y su pequeña montera de plumas; y el gayo azul, ese estrepitoso currutaco, con su chaqueta azul claro y su ropaje blanco interior, chillando y gorjeando, cabeceando, agitándose y haciendo cortesías, y afectando estar en buenas relaciones con todos los cantores del boscaje.

Mientras Íchabod seguía a trote lento su camino, sus ojos, siempre abiertos a todo síntoma de abundancia culinaria, recontaban con deleite los tesoros del opulento otoño. Divisaba por todos lados amplia provisión de manzanas, colgando unas de los árboles en pesada madurez, reunidas otras en cestos y barriles para el mercado, y amontonadas las de más allá en abundantes pilas destinadas a la prensa del lagar. Más lejos podía observar los hermosos campos de maíz con sus doradas mazorcas asomando entre la hojosa cubierta, sugiriendo la promesa de bollos y pasteles; y debajo las amarillas calabazas mostraban sus redondos vientres, preludio de las pastas más exquisitas; y dondequiera que atravesaba y observaba los fragantes campos de trigo sarraceno exhalando un olor a colmena, dulces esperanzas se apoderaban de su mente haciéndole saborear de antemano las tortas bien cargadas de mantequilla y endulzadas con miel o jarabe, preparadas por las lindas y regordetas manecitas de Katrina Van Tássel. Alimentando así su imaginación con mil dulces pensamientos y “azucaradas” fantasías, caminaba por el flanco de una hilera de colinas que dominaban algunos de los paisajes más bellos del majestuoso Hudson. Gradualmente descendía el sol hundiendo su ancho disco hacia el oeste. El dilatado seno del Tappan Zee yacía inmóvil y vidrioso, y apenas una ligera ondulación acá y allá delineaba y engrandecía la sombra azulada de las montañas lejanas. El horizonte lucía bellos tonos dorados que paulatinamente se tornaban en nítido verde manzana y luego en el azul profundo del cénit. Rayos oblicuos, prolongándose sobre las crestas arboladas de las montañas que dominan algunos puntos de la ribera, prestaban mayor intensidad al gris obscuro y purpúreo de sus rocosos flancos. Una barca mecíase indolentemente a la distancia, derivando con suavidad a impulsos de la corriente mientras su vela flotaba ociosa contra el mástil; y, como la refracción del cielo se reflejaba sobre el agua quieta, la embarcación parecía suspendida en el espacio.

Hacia la noche llegó Íchabod al castillo de Herr Van Tássel, encontrándolo atestado de lo más alto y florido de la comarca adyacente. Viejos granjeros con el rostro enjuto y curtido de su raza, vistiendo calzas y chaquetas de tela basta, medias azules, enormes zapatones y magníficas hebillas de metal. Mujercitas vivarachas y ajadas, con sus gorros plegados y ceñidos, sus faldas cortas y corpiños de talle largo, enaguas de tela basta, y las tijeras y acericos y bolsillos de zaraza colgando al exterior. Alegres doncellas, vestidas de moda casi tan anticuada como las mamás, salvo uno que otro sombrero de paja, alguna linda cinta y a veces algún vestido blanco que revelaba síntomas de ciertas innovaciones de la ciudad. Mozos llevando chaquetas de faldones cuadrados, hileras de estupendos botones de metal y el pelo largo por lo común y dispuesto en coleta según la moda de aquel tiempo—especialmente si habían podido conseguir una piel de anguila, que se consideraba en todo el país como el tónico más poderoso y eficaz para el cabello.

Brom Bones era, sin embargo, el héroe de la jornada, habiéndose presentado a la fiesta montando su caballo favorito Daredevil (Temerario), que poseía a la par que su amo grandes bríos y coraje, y al cual nadie sino Bones habría podido dominar. Distinguíase, en efecto, por su afición a esos animales reacios y espantadizos, acostumbrados a toda clase de mañas y que ponen al jinete en continuo riesgo de romperse la crisma; pues sostenía que un caballo tratable y bien domeñado era cabalgadura indigna de un mozo de hígados.

De buena gana me detendría a describir el mundo deleitoso que brotó ante las miradas de mi héroe al penetrar en la sala de recibo de la morada de Van Tássel. No se trataba por cierto de los encantos del grupo de muchachas campesinas con su ostentoso despliegue de blanco y rojo, sino de los innumerables atractivos de una mesa de te campestre y genuinamente holandesa en la abundante estación del otoño. ¡Qué aglomeración de fuentes de pastas de diversas clases, casi indescriptibles, y cuyo secreto guardaban las hacendosas amas de casa holandesas! Veíase allí el ilustre doughnt,[14] el tierno oly koek,[15] y el frágil y dorado cruller;[16] bizcochos y bollos, pasteles de jengibre y pastas de miel; en fin, todas las familias de pastas y bollos. Y había además pasteles de manzana, de melocotón y de calabaza, codeándose con rebanadas de jamón y carne ahumada y con deliciosas fuentes de conservas de ciruelas, melocotones, peras y membrillos; sin hacer mención de los pescados a la parrilla y gallinas asadas, ni de los tazones de leche y crema, todo amontonado tan confusamente como lo he enumerado, ni de la maternal tetera lanzando desde el centro nubes de vapor. ¡Dios bendiga la marca! Necesitaría aliento y tiempo de que disponer para describir como se merece este banquete, y tengo demasiada prisa para terminar mi historia. Afortunadamente, Íchabod Crane no estaba tan apurado como su historiador, y dispensó grandes honores a todas estas golosinas.

Era una bondadosa y agradecida criatura, cuyo corazón se dilataba en proporción al buen alimento que recibía su estómago y cuyo espíritu se abrillantaba con la comida como acontece a otros con la bebida. Tampoco podía evitar que sus grandes ojos rodaran por todas partes mientras comía, ni regocijarse interiormente ante la posibilidad de llegar algún día a ser el dueño de este lujo y esplendidez casi incomparables. Pensaba cuán pronto volvería entonces la espalda a la vieja escuela, cómo chasquearía sus dedos en las narices de Hans Van Rípper o cualquier otro de sus tacaños patrones, y enviaría a rodar al ambulante pedagogo que se atreviera a llamarle camarada.

El viejo Baltus Van Tássel discurría entre sus invitados con rostro dilatado por la alegría y buen humor, tan redondo y jovial como el plenilunio de otoño. Sus hospitalarias atenciones eran breves pero expresivas, limitándose a un apretón de manos, alguna palmada en el hombro, una risotada y la apremiante invitación para “embestir a las cosas, y atenderse cada uno por sí mismo”.

Pronto el sonido de la música en la sala o aposento general invitaba a danzar. El ejecutante era un negro viejo de pelo gris, que por más de medio siglo había sido la orquesta ambulante de todo el vecindario. Su instrumento aparecía tan viejo y maltratado como el dueño. La mayor parte del tiempo rascaba el violinista sólo dos o tres cuerdas acompañando con la cabeza cada movimiento del arco; inclinándose casi hasta el suelo y dando un golpe con el pie siempre que iba a comenzar una nueva copla.

Íchabod estaba tan orgulloso de sus cualidades de danzarín como de su poder vocal. Ni uno solo de sus miembros, ni una sola de sus fibras quedaba en reposo; y al ver su destartalada figura toda en movimiento y chacoloteando alrededor del cuarto, habría podido creerse que San Vito en persona, el bendito patrón de la danza, había descendido entre los bailarines. Constituía la admiración de los negros de todas edades y tamaños que, habiéndose reunido de la misma granja y del vecindario, formaban una pirámide de rostros de negrura brillante en todas las puertas y ventanas, y miraban la escena con deleite rodando las blancas bolas de sus ojos y mostrando en una mueca de oreja a oreja dos hileras de marfil. ¿Como era posible que el azotador de pilluelos no se sintiera animado y satisfecho? La dama de su corazón era su pareja en el baile y sonreía graciosamente a sus amorosos guiños, en tanto que Brom Bones, dolorosamente carcomido por el amor y por los celos, se mantenía todo meditabundo sentado en un rincón.

Cuando terminó la danza, Íchabod se sintió atraído hacia un grupo de personajes serios que, en compañía del viejo Van Tássel, estaban sentados en un extremo de la plazoleta fumando y departiendo sobre los antiguos tiempos y sacando a relucir largas historias de la guerra.

En la época de que me ocupo, aquella comarca era uno de los lugares más favorecidos por la crónica y por los grandes hombres. Las tropas inglesas y americanas habían andado muy cerca de allí durante la guerra; y había sido por consiguiente el escenario de toda clase de merodeos, viéndose infestada de emigrados, vaqueros y otras formas de caballería de la frontera. Había transcurrido justamente el tiempo necesario para permitir a cada uno urdir su historia con ribetes novelescos que la hicieran más interesante y, en la vaguedad de los recuerdos, erigirse en héroe de todas las hazañas que se relataban.

Salió a luz la historia de Doffue Mártling, cierto holandés de larga barba azul que casi llegó a apoderarse de una fragata inglesa con un viejo cañón de hierro de a nueve, colocado en un parapeto de barro, sólo que el cañón estalló a la cuarta descarga. Y había también un viejo caballero a quien no nombraremos por ser un mynheer[17] demasiado poderoso para mencionarle de ligero, y el cual era maestro tan cumplido de esgrima que en la batalla de White Plains desvió una bala de mosquete con la punta de su sable, de manera que pudo percibir perfectamente el silbido de la bala resbalando por la hoja y rebotando en el puño; en prueba de lo cual estaba dispuesto a mostrar en cualquier momento el puño un poquito abollado por el choque. Muchos otros se habían distinguido igualmente en el campo de batalla, persuadidos todos de haber ejercido considerable influencia para llevar la guerra a feliz terminación.

Pero esto no era nada en comparación de los cuentos que siguieron sobre espectros y apariciones. La comarca es rica en tesoros legendarios de tal naturaleza. Las historias locales y las supersticiones medran bien en aquellos escondidos y antiguos retiros; pero son menos apreciados por la flotante multitud que forma la población de la mayor parte de nuestras ciudades rurales. Además, los espectros no encuentran gran aliciente en nuestras poblaciones porque apenas han tenido tiempo de echar la primera siesta y revolverse en sus tumbas, cuando ya los amigos que les sobrevivieron han abandonado el lugar; de modo que al levantarse para sus rondas nocturnas no encuentran gente conocida a quien visitar. Ésta es quizá la razón por la cual tan rara vez oímos hablar de espectros, a no ser en aquellas antiguas comunidades holandesas.

Con todo, la causa inmediata del predominio de las historias maravillosas en aquellos sitios era, sin duda, debida en su mayor parte a la proximidad del valle encantado. Había una especie de contagio en el ambiente de esta poseída región; respirábase una atmósfera de quimeras y fantasías que infestaba todo el lugar. Varios habitantes del valle encantado se encontraban presentes en la reunión de Van Tássel y, como de costumbre, repetían sus salvajes y extraordinarias leyendas. Relatáronse muchos cuentos horrendos acerca de procesiones funerarias, sollozos y gemidos lamentosos, vistas y oídos respectivamente, cerca del gran árbol que crece en sus inmediaciones y bajo el cual hicieron prisionero al infortunado mayor André. Hablóse también de la mujer vestida de blanco que visitaba la obscura cañada de Raven Rock donde pereció entre la nieve, y cuyos alaridos se oían a menudo en las noches de invierno antes de alguna tempestad. La mayor parte de estas historias tornaba siempre, sin embargo, al espectro favorito del valle encantado, el jinete sin cabeza, de quien se había oído hablar varías veces últimamente en sus correrías a través de la comarca y que, según decían, maniataba su caballo por las noches entre las tumbas del cementerio de la iglesia. La situación aislada de esta iglesia parece haber contribuído siempre a convertirla en el refugio predilecto de los espíritus inquietos. Está edificada en la cima de un montecillo y rodeada de soberbios olmos y algarrobos, entre los cuales brilla modestamente con sus discretos muros blanqueados, como resplandece la pureza cristiana entre las sombras del claustro. Suave pendiente conduce hasta una plateada sábana de agua bordeada por altos árboles entre los cuales pueden divisarse las azules colinas del Hudson. Contemplando el cementerio cubierto de césped, en que los rayos del sol parecen dormir tranquilamente, se pensaría que allí al menos los muertos pueden reposar en paz. A un costado de la iglesia se extiende un ancho barranco montuoso por donde se precipita un torrente entre rocas destrozadas y troncos de árboles caídos. Sobre la parte más negra y profunda del torrente, no lejos de la iglesia, habían arrojado antiguamente un puente de madera; el sendero que allí conducía y el puente mismo estaban sombreados por árboles colgantes estrechamente enlazados que producían tétrica sombra durante el día, la cual se convertía hacia la noche en pavorosa obscuridad. Era ésta una de las correrías favoritas del jinete sin cabeza, y el lugar donde se le encontraba con mayor frecuencia.

Se contaba que el viejo Bróuwer, el herético más descreído en materia de aparecidos, encontró al jinete de regreso de una de sus excursiones al valle encantado, viéndose obligado a montar a la grupa; que galoparon por bosques y malezas, por colinas y pantanos, hasta que llegaron al puente donde el jinete se transformó súbitamente en un esqueleto, arrojó al viejo Bróuwer en el torrente y desapareció con ruido de trueno entre las copas de los árboles.

Esta historia encontró inmediatamente una competidora en la tres veces maravillosa aventura de Brom Bones, quien afirmaba haberse burlado del galopador soldado en sus pretensiones de jinete insigne. Según él, volviendo una noche del vecino pueblo de Sing Sing, fué detenido por el nocturno caballero, quien le propuso apostar carreras por un vaso de ponche; y que le habría ganado, pues Daredevil llevaba chico al caballo duende en todo el valle, si no hubiera sido que al llegar al puente de la iglesia, el fantasma dió un salto repentino y desapareció en una llamarada.

Todos aquellos cuentos relatados en el misterioso medio tono con que se habla en la obscuridad, mientras el auditorio recibía tan sólo de cuando en cuando el rayo imprevisto del reflejo de alguna pipa, produjeron honda impresión en la mente de Íchabod. Contribuyó a su vez con largos extractos de su incomparable autor Cotton Máther, añadiendo maravillosos acontecimientos realizados en su estado natal, Connécticut, y pavorosas apariciones presenciadas por él mismo en sus paseos nocturnos por el valle encantado.

La fiesta terminaba gradualmente. Los viejos granjeros reunían a su familia en sus carros, oyéndose por algún tiempo el tintineo de los cascabeles que se alejaba por las carreteras de la hondonada y por las distantes colinas. Algunas damiselas iban sentadas en albardas a la grupa de su galán favorito, y su risa alegre, mezclada al rumor de las pisadas y repetida por el eco a través de las selvas silenciosas, resonaba más y más débil hasta extinguirse gradualmente por completo, quedando mudo y desierto el lugar poco ha lleno de ruido y de alegría.

Sólo Íchabod había quedado, siguiendo la costumbre de los galanes del país, para tener un tête-à-tête con la heredera, plenamente convencido de hallarse en visperas del triunfo. No pretendo decir lo que pasó en aquella entrevista, porque lo ignoro en realidad. Temo, sin embargo, que algo anduvo mal porque Íchabod salió tras corto intervalo con las orejas caídas y el aire todo desolado. ¡Oh, mujeres! ¡mujeres! ¿Era posible que esta chica hubiese estado representando con él una de sus acostumbradas comedias de coquetería? ¿Alentar las esperanzas del pobre pedagogo había sido una simple farsa para asegurar la conquista de su rival? ¡Sólo Dios lo sabe, no yo! Baste decir que Íchabod escapó con el aspecto de un salteador de gallinero más bien que del corazón de una linda dama. Sin mirar a la derecha ni a la izquierda para observar la opulencia agrícola que tan a menudo había ambicionado, fué directamente al pesebre y a puñetazos y patadas levantó con gran descortesía a su corcel del cómodo alojamiento donde dormía a pierna suelta soñando con montes de maíz y avena y valles enteros de forraje y trébol.

Era precisamente la hora nocturna de las brujerías[18] aquella en que Íchabod, alicaído y descorazonado, ´ seguía el camino de su casa por el flanco de las elevadas colinas que dominan Tarry Town y que con tanta alegría recorrió esa misma tarde. La hora estaba tan melancólica como él. Lejos, allá abajo, extendía el Tappan Zee la obscura e incierta inmensidad de sus aguas, sobre las que se divisiba aquí y allí el alto mástil de un barco meciéndose tranquilamente al ancla. En el mortal silencio de la media noche podía Íchabod percibir el ladrido del perro del guarda, débil y vago, como para dar solamente idea de la distancia a que se encontraba este fiel compañero del hombre. De vez en cuando escuchaba también resonar con eco fantástico en sus oídos el largo y arrastrado canto de algún gallo incidentalmente despierto, lejos, muy lejos, en alguna granja entre las apartadas colinas. Ninguna señal de vida mostrábase a su alrededor, fuera del melancólico chirrido del grillo o el grito gutural de las ranas desde el pantano vecino como si, sintiéndose incómodas durante el sueño, se revolvieran súbitamente en su lecho.

Todas las historias de duendes y espectros que había oído al crepúsculo, acudían ahora en tropel a su memoria. La noche se ponía más y más obscura; las estrellas parecían hundirse más profundamente en el firmamento, y nubes errantes las ocultaban por momentos a sus ojos. Jamás se había sentido tan triste y abandonado. Aproximábase, de otro lado, al sitio donde se radicaban muchas historias de aparecidos. En medio de la carretera elevábase un enorme tulipán que dominaba como un gigante a todos los árboles de la vecindad y servía como una especie de mojón. Sus ramas, tan grandes como troncos de otros árboles, afectaban formas nudosas y fantásticas retorciéndose casi hasta llegar al suelo y elevándose de nuevo por los aires. Se le relacionaba con la trágica historia del infortunado André, hecho prisionero en las cercanías, y era universalmente conocido por el nombre de “árbol del mayor André.” El pueblo le miraba con cierta mezcla de respeto y superstición, nacida en parte de la simpatía por la suerte de su malaventurado tocayo, y en parte de los cuentos de extrañas apariciones y lamentaciones dolorosas que circulaban a su respecto.

Conforme se aproximaba Íchabod al temido árbol comenzó a silbar, creyendo luego que alguien había respondido a su silbo; pero era solamente una ráfaga sutil cortando las secas ramas. Al acercarse un poco más, pensó que veía algo blanco colgando del centro del árbol; detúvose y dejó de silbar; pero mirando con más cuidado advirtió que el árbol había sido herido por el rayo y en cierto sitio aparecía desnuda la madera blanca. Repentinamente oyó un gemido; sus dientes se entrechocaron y sus rodillas golpearon la silla: era solamente el roce de una gran rama contra otra, movidas por la brisa. Transpuso el árbol con felicidad, pero nuevos peligros levantábanse contra él.

A doscientas yardas del árbol un pequeño arroyo cruzaba la carretera y corría hacia un valle cenagoso y montuoso llamado el pantano de Wiley. Algunos ásperos maderos colocados uno junto a otro servían de puente para pasar al riachuelo. Al lado opuesto del camino, donde el arroyo se internaba en el bosque, un grupo de castaños y robles espesamente entrelazados con vid silvestre arrojaba sombras cavernosas sobre la vía. Atravesar el puente era la prueba más difícil. En idéntico sitio fué capturado el desventurado André y bajo aquellos castaños y vides se ocultaron los inflexibles labriegos que le sorprendieron. Desde aquel entonces se consideraba encantado el arroyo y se llenaban de terror los muchachos de la escuela que se veían obligados a atravesar el puente después de anochecido.

A medida que se acercaba al arroyo, el corazón de Íchabod comenzó a dar pesados golpes en su pecho; invocó en su ayuda, sin embargo, toda su energía, dió a su caballo una veintena de talonazos en las costillas y decidió valerosamente cruzar el puentecillo; pero el viejo y perverso animal, en vez de lanzarse hacia adelante, dió un bote de costado y se arrojó de través contra la estacada. El maestro, cuyos temores aumentaban con la demora, tiró entonces las riendas del lado opuesto y espoleó vigorosamente al jaco con el pie contrario. Todo fué en vano: el caballo arrancó, es verdad, pero sólo para arrojarse al otro lado del camino entre unas matas de zarzas y malezas de toda dase. Íchabod hizo uso entonces del látigo y los talones contra los flancos hambrientos del viejo Gunpowder que se lanzó de frente resoplando y bufando, pero para detenerse justamente delante el puente, tan de súbito, que casi arroja al jinete por las orejas. En este preciso instante el sensible oído de Íchabod percibió un pesado chapoteo hacia el lado del puente. Entre la obscura sombra de la arboleda a orillas del arroyo, vió algo inmenso, informe y de altura desmesurada. No se movía, sino que parecía recogerse en las tinieblas como algún monstruo gigantesco pronto a lanzarse sobre el viajero.

El cabello del despavorido pedagogo se erizaba a impulsos del terror. ¿Qué podía hacer? Era demasiado tarde para volver riendas y además, ¿qué probabilidades tenía de escapar a un duende o aparecido, si tal era, que podría cabalgar en alas de los vientos? Reuniendo su valor, preguntó con voz temblorosa: “¿Quién sois?” No recibió respuesta. Repitió su pregunta con voz aun más agitada. Tampoco obtuvo contestación. Azotó de nuevo los ijares del inflexible Gunpowder y cerrando los ojos rompió a entonar un salmo con involuntario fervor. Precisamente en aquel momentó el sombrío objeto de alarma se puso en movimiento y lanzándose de un bote plantóse en medio del camino. Aun cuando la noche era lóbrega y siniestra podía discernirse en cierto grado la figura del desconocido. Aparentaba ser un jinete de grandes dimensiones montado en un caballo negro de aspecto vigoroso. No hacía demostración alguna en pro ni en contra sino que se mantenía a lado de la carretera, zangoloteándose ligeramente por el lado tuerto de Gunpowder que parecía ahora libre de su terror y malas disposiciones.

Íchabod, a quien no agradaba mucho el extraño y nocturno compañero, rememorando la aventura de Brom Bones con el soldado galopante, apresuró entonces el paso con la esperanza de aventajarle; pero el extranjero pico también para mantenerse al mismo nivel. Íchabod acortó riendas entonces y avanzó al paso tratando de quedarse atrás; el otro procedió de igual manera. Su corazón comenzó a dar saltos dentro de su pecho; trató de reanudar el canto de la salmodia; pero su lengua apergaminada se pegaba al paladar y le era imposible emitir una sola estrofa. Había algo de misterioso y terrible en el extraño y pertinaz silencio de su obstinado compañero. Pronto pudo darse cuenta de la causa y quedó horrorizado. Al ascender una elevación del terreno que delineó en gigantesco relieve sobre el firmamento la figura de su compañero de viaje embozado en una capa, Íchabod se sintió despavorido al observar que ¡carecía de cabeza! ¡Y su horror llegó al colmo cuando se apercibió de que el espectro llevaba en el pomo de la silla la cabeza que debía descansar sobre sus hombros! Su terror se convirtió en desesperación; descargó una lluvia de puñetazos y patadas sobre Gunpowder, esperando escapar a su compañero a favor de algún salto repentino; pero el espectro partió con igual velocidad. Lanzáronse entonces ambos en fantástica carrera; volaban las piedras y saltaban chispas a cada rebote. Los ligros vestidos de Íchabod volaban por el aire mientras tendía su largo y seco cuerpo sobre el cuello del caballo en la rapidez de la fuga.

Llegaron así al camino que endereza hacia el valle encantado; pero Gunpowder, que parecía poseído del demonio, en lugar de seguir por esta vía, cambió de dirección y se lanzó imprudentemente por la pendiente de la colina hacia la izquierda. Este sendero llevaba a una arenosa hondonada sombreada de árboles por más de un cuarto de milla, cruzando luego el puente famoso en las historias de aparecidos, precisamente detrás del cual se eleva el verde montecillo donde estaba edificada la pequeña iglesia de muros blanqueados.

Hasta aquí el pánico de su cabalgadura había dado aparente ventaja en la cacería al jinete menos diestro; pero al llegar a la mitad del camino del valle, aflojáronse los cordones de la cincha y sintió el maestro que la montura resbalaba bajo sus piernas. La sujetó por el pomo tratando de afirmarla, pero en vano; y tuvo apenas tiempo de salvarse de la caída colgándose del cuello del viejo Gunpowder mientras la silla rodaba por el suelo, pudiendo oír cómo la atropellaban las pisadas de su perseguidor. Por un momento le acometió el temor de la ira de Hans Van Rípper por tratarse de su montura de los días de fiesta, pero no había tiempo de pensar en menudos terrores; el aparecido se precipitaba sobre sus talones y, jinete inhábil como era, encontraba gran dificultad para mantener su posición: unas veces se escurría por un lado, otras por el otro, cayendo algunas con tal violencia sobre el huesudo lomo del animal que temía verdaderamente quedar partido en dos mitades.

Un claro entre los árboles reanimó su valor infundiéndole la esperanza de que el puente de la iglesia se hallara cercano. El reflejo vacilante de una plateada estrella en el fondo del arroyo le hizo ver que no se había engañado. Pudo divisar los muros de la iglesia brillando confusamente en lontananza entre los árboles. Recordando el sitio donde desapareció el espectro competidor de Brom Bones: “Si logro alcanzar el puente estoy en salvo,”[19] pensó Íchabod. Justamente en aquel momento oyó muy cerca tras de sí al negro corcel resoplando y jadeante; hasta se figuró sentir su aliento ardoroso. Otro talonazo convulsivo en las costillas y el viejo Gunpowder se lanzó sobre el puente; pasó como un torbellino sobre las tablas resonantes; llegó al lado opuesto; y entonces Íchabod se atrevió a mirar hacia atrás para corroborar si, de acuerdo con la regla, su perseguidor se había desvanecido en una llamarada de fuego y azufre.

En este preciso instante vió que el aparecido, levantándose sobre los estribos, se disponía a arrojar su cabeza contra él. Íchabod trató de evadir el siniestro proyectil, pero demasiado tarde. Tropezó con su cráneo en tremendo estallido; dió un vuelco el maestro de cabeza contra el polvo, y Gunpowder, el negro corcel y el jinete duende pasaron como una exhalación.

A la mañana siguiente encontraron al viejo caballo sin silla y con la brida a los pies, pastando juiciosamente el césped a las puertas de su amo. Íchabod no se presentó al desayuno; llegó la hora del almuerzo, pero Íchabod no llegó. Los muchachos se reunieron en la escuela y vagaron indolentemente por las márgenes del arroyo sin que nada se supiera del maestro. Hans Van Ripper comenzaba ya a sentir alguna inquietud por la suerte del pobre pedagogo y por su silla de montar. Hiciéronse investigaciones y tras diligente pesquisa halláronse sus huellas. A un lado del camino que conducía a la iglesia encontraron la montura hundida en el polvo; las señales de los cascos de dos caballos en vertiginosa carrera al parecer, y profundamente marcadas en la carretera, llevaban al puente, pasado el cual, en las orillas de la parte más ancha del arroyo, donde corre el agua negra y profunda, se encontró el sombrero del infortunado Íchabod, y muy cerca de allí una calabaza rota.

Sondearon el arroyo sin llegar a descubrir el cuerpo del maestro. Hans Van Rípper, a fuer de ejecutor testamentario, examinó el paquete que contenía todos los tesoros que poseía Íchabod en el mundo. Consistían en dos camisas y media; dos corbatines; uno o dos pares de medias de estambre; un viejo par de calzones cortos de pana; una navaja mohosa; un libro de salmodia con las puntas llenas de dobleces; y un diapasón roto. Los libros y muebles de la escuela pertenecían a la comunidad, con excepción de la History of Witchcraft, de Cotton Máther, un New England Almanac, y un libro de los sueños y de la buena ventura; en el último había una hoja de papel ministro llena de tachaduras y borrones a consecuencia de varias tentativas infructuosas para preparar el borrador de unos versos en honor de la heredera de Van Tássel. Los libros de magia y el ensayo poético fueron destinados a las llamas por Hans Van Rípper, quien desde entonces determinó no enviar en adelante sus chicos a la escuela, observando que nada bueno se saca de la lectura ni escritura. Si el maestro tenia algún dinero — y había recibido su paga justamente uno o dos días antes— lo llevaba todo consigo probablemente en el momento de su desaparición.

El misterioso acontecimiento causó mucha expectación el domingo siguiente en la iglesia. Grupos de mirones y comentadores se dieron cita en el cementerio, en el puente y en el sitio en que se encontraron el sombrero y la calabaza. Las historias de Brom Bones y toda una sarta por el mismo estilo fueron el tema de conversación general; y después de considerarlas con la debida atención y de compararlas con los síntomas del caso actual, los vecinos sacudieron la cabeza arribando a la conclusión de que Íchabod había sido arrebatado por el ginete sin cabeza. Como era soltero y no tenía deudores, nadie se rompió más la cabeza a este respecto; la escuela se mudó a otro barrio de la hondonada y otro pedagogo vino a reinar en su trono. A decir verdad, un viejo granjero que estuvo de paso en Nueva York algunos años después, y de quien se recogió el relato de la aventura del aparecido, llevó a su pueblo la inteligencia de que Íchabod estaba vivo todavía; que dejó el valle, parte por temor del espectro y de Hans Van Rípper, y parte por la mortificación de haber sido desdeñado inopinadamente por la heredera; que había transladado sus lares a otra parte lejana del país; había regentado una escuela y estudiado derecho al mismo tiempo; había sido admitido en el foro; había hecho política; fué elector, y se le mencionó en los periódicos; y por último, fué nombrado juez del tribunal de diez libras.[20] Brom Bones, que poco después de la desaparición de su rival llevó tríunfalmente al altar a la encantadora Katrina, parecía también estar demasiado al corriente de la historia de Íchabod y rompía en una alegre carcajada cada vez que se hacía mención de la calabaza; lo cual llevó a algunos a sospechar que sabía más de lo que le agradaba decir sobre este asunto.

Sin embargo, las viejas del pueblo, que son los mejores jueces en la materia, aseguran hasta hoy que Íchabod fué arrebatado por medios sobrenaturales; y ésta es una de las historias favoritas del vecindario que se relata a menudo al lado del fuego en el invierno. El puente llegó a ser más que nunca el objeto de supersticioso terror; y puede muy bien haber sido ésta la razón por qué se desvió el camino en los últimos años, llegando a la iglesia por la orilla de la represa del molino. La escuela, abandonada, pronto comenzó a arruinarse, y se decía que estaba habitada por el espectro del infortunado pedagogo; y los mozos de labranza, al volver perezosamente al hogar en alguna tarde serena de verano, imaginan a menudo escuchar su voz a la distancia entonando un melancólico salmo en las apacibles soledades del VALLE ENCANTADO.

POST SCRIPTUM
DE LA PROPIA MANO DE MR. KNÍCKERBOCKER
El cuento que antecede está escrito casi con las mismas palabras que lo oí relatar en una reunión del Ayuntamiento de la antigua ciudad de Manháttoes[21] en que estuvieron presentes muchos de los vecinos más notables e ilustres del lugar. El narrador era un viejecito agradable y cortés, de mísero aspecto con süs vestidos raídos y su rostro tristemente festivo: sujeto que daba a sospechar fuertemente su indigencia por los mismos esfuerzos que hacía para ser entretenido. Cuando terminó su historia, hubo muchas risas y grandes muestras de aprobación, especialmente de parte de dos o tres diputados regidores que habían dormido casi todo el tiempo. Había, sin embargo, entre los oyentes un viejo caballero alto y seco, de cejas prominentes, que paseaba por todas partes su faz grave y casi severa; de vez en cuando cruzaba los brazos inclinando la cabeza y miraba al suelo como abrumado por el peso de alguna duda. Era uno de aquellos hombres circunspectos que sólo se arriesgan a reír en terreno firme, cuando tienen de su lado la razón y la ley.

Cuando se apaciguó el regocijo de la compañía y se restableció el silencio, apoyó un brazo en el descanso de la silla y colocando el otro en jarras, preguntó con cierto movimiento ligero pero extremadamente hábil de la cabeza y contracción de las cejas, cuál era la moral del cuento y qué era lo que se intentaba probar.

El narrador que llevaba justamente un vaso de vino a sus labios como refresco después de la labor, detúvose por un momento, miró al preguntón con aire de infinita deferencia, y bajando suavemente el vaso hasta la mesa observó que la historia trataba de probar con toda lógica:

“Que no hay situación en la vida que no tenga sus ventajas y placeres a condición de que sepamos coger la ocasión al pelo;

“Que, en consecuencia, el que apuesta carreras con jinetes duendes tendrá verosímilmente una carrera accidentada;

“Ergo, que en cierto modo sirve de escalón para altos merecimientos del estado el que a un maestro de escuela le sea denegada la mano de una heredera holandesa.”

El cauto y viejo caballero frunció las cejas en diez dobleces al escuchar estas premisas, dolorosamente impresionado por la fuerza del silogismo; mientras el de los vestidos raídos le miraba triunfalmente de reojo, a mi parecer. Al fin hizo observar que todo aquello estaba muy bien, pero que, sin embargo, él juzgaba la historia un poquillo extravagante; uno o dos puntos quedaban todavía por dilucidar.

—Palabra, señor,—replicó el narrador,—en cuanto a eso, yo no creo ni siquiera la mitad.


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