Aegeon era un mercader de Siracusa, que es un puerto marítimo en Sicilia. Su esposa era Aemilia y fueron muy felices hasta que murió el administrador de Aegeon, y se vio obligado a marcharse solo a un lugar llamado Epidamno, en el Adriático. En cuanto pudo, Aemilia lo siguió, y después de algún tiempo juntos, nacieron dos niños. Los bebés eran exactamente iguales; incluso vestidos de forma diferente, parecían iguales.
Y ahora deben creer una cosa muy extraña. En la misma posada donde nacieron estos niños, y en el mismo día, nacieron dos niños varones de una pareja mucho más pobre que Aemilia y Aegeon: tan pobres, de hecho, eran los padres de estos gemelos, que los vendieron a los padres de los otros gemelos.
Aemilia estaba ansiosa por mostrar a sus hijos a sus amigos en Siracusa y, con un tiempo traicionero, ella, Aegeon y los cuatro bebés navegaron de vuelta a casa.
Todavía estaban lejos de Siracusa cuando su barco comenzó a tener una fuga, y la tripulación lo abandonó en masa en el único bote, sin preocuparse por lo que pudiera pasarle a los pasajeros.
Aemilia sujetó a uno de sus hijos a un mástil y ató a él uno de los niños esclavos; Aegeon siguió su ejemplo con los otros niños. Entonces los padres se aseguraron a los mismos mástiles y esperaron estar a salvo.
El barco, sin embargo, de repente chocó contra una roca y se partió en dos, y Aemilia y los dos niños que había atado, se alejaron flotando de Aegeon y los otros niños. Aemilia y sus hijos fueron recogidos por unos habitantes de Epidamno, pero unos pescadores de Corinto le arrebataron sus bebés a la fuerza, y regresó a Epidamno sola y abatida. Después se instaló en Éfeso, una famosa ciudad de Asia Menor.
Aegeon y sus hijos también fueron rescatados; y, más afortunado que Aemilia, pudo regresar a Siracusa y tenerlos hasta que cumplieron dieciocho años. A su propio hijo lo llamó Antífolo, y al hijo esclavo lo llamó Dromio; y, por extraño que parezca, éstos fueron los nombres que se les dio a los niños que flotaron lejos de él.
A los dieciocho años, el hijo que estaba con Aegeon se inquietó con el deseo de encontrar a su hermano. Aegeon lo dejó partir con su sirviente, y a partir de entonces los jóvenes fueron conocidos como Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa.
Habiéndose quedado solo, Aegeon encontró su hogar demasiado triste para vivir en él, y viajó durante cinco años. Durante su ausencia, no se enteró de todas las noticias de Siracusa, pues de lo contrario nunca hubiera ido a Éfeso.
Así fue, su melancólico deambular cesó en aquella ciudad, donde fue arrestado casi tan pronto como llegó. Entonces se enteró que el Duque de Siracusa había estado actuando de manera tan tiránica con los efesios que tuvieron la mala suerte de caer en sus manos, que el Gobierno de Éfeso había aprobado furiosamente una ley que castigaba con la muerte o una multa de mil libras a cualquier siracusano que fuera a Éfeso. Aegeon fue llevado ante Solino, Duque de Éfeso, quien le dijo que debía morir o pagar mil libras antes de que acabara el día.
Pensarán que hubo suerte en esto cuando les cuente que los niños que fueron secuestrados por los pescadores de Corinto eran ahora ciudadanos de Éfeso, donde habían sido llevados por el Duque Menafón, un tío del Duque Solino. En adelante se llamarán Antífolo de Éfeso y Dromio de Éfeso.
Además, en el día en que Aegeon fue arrestado, Antífolo de Siracusa desembarcó en Éfeso y fingió que venía de Epidamno para evitar una sanción. Entregó su dinero a su sirviente Dromio de Siracusa, y le ordenó que lo llevara a la posada del Centauro y permaneciera allí hasta que él llegara.
En menos de diez minutos fue recibido en el mercado por Dromio de Éfeso, esclavo de su hermano, a quien inmediatamente confundió con su propio Dromio.
—¿Por qué regresaste tan pronto? ¿Dónde dejaste el dinero? —preguntó Antífolo de Siracusa.
El tal Dromio no conocía más dinero que seis peniques, que había recibido el miércoles anterior y entregado al talabartero; pero sí sabía que su patrona estaba molesta porque su amo no había ido a cenar, y le pidió a Antífolo de Siracusa que fuera a una casa llamada El Fénix. Su discurso enfureció al oyente, que lo habría golpeado si no hubiera ido. Antífolo de Siracusa se dirigió entonces a El Centauro, comprobó que su oro había sido depositado allí y salió de la posada.
Se paseaba por Éfeso cuando dos hermosas damas le hicieron señas con las manos. Eran hermanas, y se llamaban Adriana y Luciana. Adriana era la esposa de su hermano Antífolo de Éfeso y se había hecho la idea, por el extraño relato que le había hecho Dromio de Éfeso, de que su esposo prefería a otra mujer antes que a su esposa.
—Puede parecer que no me conocieras —le dijo al hombre que era en realidad su cuñado—, pero puedo recordar cuando ninguna palabra era dulce a menos que yo la dijera, ninguna carne sabrosa a menos que yo la cortara.
—¿Es a mí a quien te diriges? —dijo rígidamente Antífolo de Siracusa—. No te conozco.
—Qué vergüenza, hermano —dijo Luciana—. Sabes perfectamente que te ha enviado a Dromio para que vengas a cenar.
—Vamos, vamos; ya me han tomado el pelo bastante tiempo. Mi ausente marido cenará conmigo, confesará sus tontas travesuras y será perdonado —dijo Adriana.
Eran damas decididas, y Antífolo de Siracusa se cansó de discutir con ellas y las siguió obedientemente a El Fénix, donde los esperaba un almuerzo muy tardío.
Estaban comiendo cuando Antífolo de Éfeso y su esclavo Dromio exigieron entrar.
—¡Maud, Bridget, Marian, Cecily, Gillian, Ginn! —gritó Dromio de Éfeso, que sabía de memoria todos los nombres de sus compañeros sirvientes.
Desde el interior llegó la respuesta:
—¡Tonto, caballo de tiro, marimacho, idiota! —era Dromio de Siracusa, que inconscientemente insultaba a su hermano.
El amo y el hombre hicieron todo lo posible por entrar, salvo usar una palanca, y finalmente se marcharon; pero Antífolo de Éfeso se sintió tan molesto con su esposa que decidió regalar a otra mujer una cadena de oro que le había prometido a ella.
Dentro de El Fénix, Luciana, que creía que Antífolo de Siracusa era el marido de su hermana, intentó, mediante un discurso en rima cuando estuvo a solas con él, hacerlo más amable con Adriana. En respuesta, él le dijo que no estaba casado, pero que la amaba tanto que, si Luciana fuera una sirena, se echaría de buena gana al mar con tal de sentir bajo él su flotante cabellera dorada.
Luciana se escandalizó y lo abandonó, e informó de sus aventuras amorosas a Adriana, quien dijo que su marido era viejo y feo, y que no era digno de ser visto ni oído, aunque en secreto le tenía mucho cariño.
Antífolo de Siracusa no tardó en recibir la visita de Ángelo, el orfebre, a quien Antífolo de Éfeso había ordenado la cadena que le había prometido a su esposa y pretendía regalarle a otra mujer.
El orfebre entregó la cadena a Antífolo de Siracusa, y tomó su “no la compré” como mera diversión, de modo que el desconcertado mercader tomó la cadena con tan buen humor como si hubiera participado en la cena de Adriana. Ofreció el pago, pero Ángelo dijo tontamente que volvería a llamar.
La consecuencia fue que Ángelo se quedó sin dinero cuando un acreedor de los que no aguantan tonterías, lo amenazó con arrestarlo a menos que pagara su deuda inmediatamente. Este acreedor había llevado consigo a un agente de policía, y Ángelo se alivió al ver a Antífolo de Éfeso saliendo de la casa donde había estado cenando, porque se había quedado afuera de El Fénix. Amarga fue la consternación de Ángelo cuando Antífolo negó haber recibido la cadena. Ángelo podría haber enviado a su madre a prisión si hubiera dicho eso, y puso a Antífolo de Éfeso al mando.
En ese momento apareció Dromio de Siracusa y le dijo al Antífolo equivocado que había despachado sus mercancías, y que soplaba un viendo favorable. Para los oídos de Antífolo de Éfeso esta conversación era una simple tontería. Hubiera golpeado al esclavo de buena gana, pero se contentó con decirle malhumoradamente que se diera prisa en ir a ver a Adriana y le dijera que enviara a su arrestado esposo una bolsa de dinero que encontraría en su escritorio.
Aunque Adriana estaba furiosa con su esposo porque pensaba que había estado flirteando con su hermana, no impidió que Luciana consiguiera la bolsa, y ordenó a Dromio de Siracusa que trajera a casa a su amo inmediatamente.
Desafortunadamente, antes de que Dromio pudiera llegar a la estación de policía, se encontró con su verdadero amo, que nunca había sido arrestado, y no entendía porqué le ofrecía una bolsa de dinero. Antífolo de Siracusa se sorprendió más cuando una dama a la que no conocía le pidió una cadena que le había prometido. Era, por supuesto, la dama con la que Antífolo de Éfeso había cenado cuando su hermano estaba ocupando su lugar en la mesa.
—¡Vete, bruja! —fue la respuesta que, para su sorpresa, recibió.
Mientras tanto, Antífolo de Éfeso esperaba en vano el dinero que debía liberarlo. Como nunca había sido un hombre de buen carácter, estaba enloquecido de ira cuando Dromio de Éfeso, a quien, por supuesto, no se le había ordenado que trajera una bolsa, apareció sin nada más útil que una cuerda. Golpeó al esclavo en la calle a pesar de las protestas del oficial de policía; y su temperamento no se apaciguó cuando Adriana, Luciana y un médico llegaron con la impresión de que estaba loco y debían tomarle el pulso. Se enfureció tanto que unos hombres se presentaron para atarlo. Pero la amabilidad de Adriana le evitó esta vergüenza. Prometió pagar la suma que le exigían y pidió al médico que lo condujera a El Fénix.
Pagado el acreedor mercantil de Ángelo, los dos volvieron a ser amigos, y pronto se les podía ver conversando ante una abadía acerca del extraño comportamiento de Antífolo de Éfeso.
—Mira —dijo al fin el mercader—, creo que es él.
No lo era; era Antífolo de Siracusa con su sirviente Dromio y ¡llevaba la cadena de Ángelo en el cuello! La pareja reconciliada se abalanzó sobre él para saber qué quería decir al negar la recepción de la cadena que había tenido la desfachatez de llevar puesta. Antífolo de Siracusa perdió los estribos y desenvainó su espada; en ese momento aparecieron Adriana y varios más.
—¡Espera! —gritó la cuidadosa esposa—. No le hagas daño; está loco. Quítenle la espada. Átenlo, y a Dromio también.
Dromio de Siracusa no quería ser atado, y dijo a su amo:
—¡Corre, amo! ¡A la abadía, rápido, o nos robarán!
Así pues, se retiraron a la abadía.
Adriana, Luciana y una multitud se quedaron afuera; la sacerdotisa salió y dijo:
—Gente, ¿por qué se reúnen aquí?
—Para buscar a mi marido perturbado —respondió Adriana.
—Ángelo y el mercader comentaron que ellos no sabían que estaba loco.
Entonces Adriana contó a la sacerdotisa demasiadas de sus preocupaciones de esposa, y la sacerdotisa se hizo a la idea de que Adriana era una arpía, y que si su marido estaba perturbado era mejor que no volviera con ella por el momento.
Por lo tanto, Adriana decidió quejarse al Duque Solino y, ¡he aquí! Un minuto después apareció el gran hombre con oficiales y otras dos personas. Los otros eran Aegeon y el jefe. No se habían encontrado los mil marcos, y el destino de Aegeon parecía sellado.
Antes de que el Duque pudiera pasar por delante de la abadía, Adriana se arrodilló ante él y le contó la lamentable historia de un marido loco que corría a robar joyas y desenvainaba la espada, añadiendo que la sacerdotisa se negaba a permitirle que lo llevara a casa.
El Duque mandó a llamar a la sacerdotisa, y apenas dio la orden, un sirviente de El Fénix corrió a Adriana con la historia de que su amo le había chamuscado la barba al doctor.
—¡Tonterías! —dijo Adriana—, está en la abadía.
—Tan seguro como que vivo, digo la verdad —dijo el sirviente.
Antífolo de Siracusa no había salido de la abadía, cuando su hermano de Éfeso se postró frente al Duque, exclamando:
—Justicia, Gran Duque, contra esa mujer —señaló a Adriana—. Ha tratado a otro hombre como a su marido en mi propia casa.
Mientras hablaba, Aegeon dijo:
—A menos que esté delirando, veo a mi hijo Antífolo.
Nadie reparó en él, y Antífolo de Éfeso continuó contando cómo el médico, al que llamaba “malabarista harapiento”, había formado parte de una banda que lo ató a su esclavo Dromio y los metió en una cámara de la que había escapado royendo sus ataduras.
El Duque no podía comprender cómo el mismo hombre que le hablaba había sido visto entrando a la abadía, y aún se lo preguntaba cuando Aegeon preguntó a Antífolo de Éfeso si no era su hijo. Él respondió:
—No he visto a mi padre en mi vida —; pero tan engañado estaba Aegeon por su semejanza con el hermano a quien había criado, que dijo:
—Te avergüenzas de reconocerme en la miseria.
Pronto, sin embargo, la sacerdotisa avanzó con Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa.
Entonces Adriana gritó:
—¡Veo dos maridos o mis ojos me engañan!
Y Antífolo, al ver a su padre, dijo:
—Tú eres Aegeon o su fantasma.
Fue un día de sorpresas, pues la sacerdotisa dijo:
—Liberaré a ese hombre pagando su multa, y ganaré a mi marido que perdí. Habla, Aegeon, pues yo soy tu esposa Aemilia.
El Duque se conmovió.
—Es libre sin multa —dijo.
Así que Aegeon y Aemilia se reunieron, y Adriana y su esposo se reconciliaron; pero nadie era más feliz que Antífolo de Siracusa, quien, en presencia del Duque, se acercó a Luciana y dijo:
—Te dije que te amaba. ¿Quieres ser mi esposa?
Su respuesta fue una mirada, y por eso no está escrita.
Los dos Dromios se alegraron al pensar que no recibirían más palizas.