Niño azul, ven a sonar tu trompeta,
Las ovejas en el prado, la vaca en la huerta;
¿Dónde está el pequeño que cuida el rebaño?
Bajo el montículo de heno, ¡duerme como un extraño!
Había una vez una pobre viuda que se mantenía a sí misma y a su único hijo espigando en los campos los tallos de grano que se habían perdido los segadores. Su casita estaba al pie de un hermoso valle, a la orilla del río que serpenteaba entre las verdes colinas; y aunque pobre, estaba contenta con su suerte, pues su casa era agradable y su encantador hijo un constante deleite para ella.
Tenía grandes ojos azules y hermosos rizos dorados, y quería mucho a su buena madre, que nunca estaba más contenta que cuando le permitía ayudarla en su trabajo.
Y así pasaron los años hasta que el niño cumplió los ocho, pero entonces la viuda cayó enferma y el poco dinero que tenían se fue esfumando poco a poco.
—No sé qué haremos para ganarnos el pan —dijo, besando a si hijo con lágrimas en los ojos—, porque aún no tengo fuerzas para trabajar y no nos queda dinero.
—Pero yo puedo trabajar —respondió el niño—, y estoy seguro de que, si voy a ver al Terrateniente en la Mansión, me dará algo que hacer.
Al principio la viuda se mostró reacia a permitirlo, ya que le encantaba tener a su hijo a su lado, pero finalmente, como no se podía hacer otra cosa, decidió dejarlo ir a ver al Terrateniente.
Como era demasiado orgullosa para permitir que su hijo fuera a la gran casa con sus harapientas ropas, le hizo un traje nuevo con un bonito vestido azul que ella misma había llevado en tiempos más felices, y cuando estuvo terminado y el muchacho vestido con él, estaba tan guapo como un príncipe de cuento de hadas. La chaqueta azul brillante realzaba sus rizos y el color hacía juego con el azul de sus ojos. Sus pantalones también eran azules, y ella cogió las hebillas de plata de sus propios zapatos y se las puso en los de él, para que parecieran más bonitos. Luego le peinó los rizos, le colocó el gran sombrero de paja y lo despidió con un beso para que fuera a ver al Terrateniente.
Sucedió que aquella mañana el gran hombre paseaba por su jardín con su hija Madge, y se sentía de un humor especialmente alegre, de modo que cuando de repente levantó la vista y vio a un niño pequeño ante él, dijo, amablemente:
—Bueno, hijo mío, ¿qué puedo hacer por ti?
—Si le place, señor —dijo el niño, valientemente, aunque estaba asustado por encontrarse al Terrateniente cara a cara—, quiero que me dé algún trabajo que hacer, para poder ganar dinero.
—¡Ganar dinero! —respondió el Terrateniente—, ¿Por qué quieres ganar dinero?
—Para comprar comida para mi madre, señor. Somos muy pobres, y como ella ya no puede trabajar para mí, quiero trabajar para ella.
—Pero ¿qué puedes hacer? —preguntó el Terrateniente—, eres demasiado pequeño para trabajar en el campo.
—Podría ganar algo, señor, ¿no?
Su tono era tan suplicante que madame Madge fue incapaz de resistirse, e incluso el Terrateniente se sintió conmovido. La joven se adelantó, tomó la mano del muchacho entre las suyas y, apartándole los rizos, le besó la hermosa mejilla.
—Serás nuestro pastor —dijo agradablemente—, y evitarás que las ovejas se metan en los prados y las vacas en el maíz. Tú sabes, padre —continuó volviéndose hacia el Terrateniente—, que ayer mismo dijo usted que debías conseguir un muchacho que cuidara las ovejas, y este chiquillo puede hacerlo muy bien.
—Muy bien —respondió el Terrateniente—, será como tú dices, y si es atento y vigilante podrá ahorrarme un buen disgusto y así ganarse realmente su dinero.
Luego se volvió al niño y le dijo:
—Ven a verme por la mañana, hombrecito, y te daré un cuerno de plata para que lo soples y llames a las ovejas y a las vacas cuando se extravíen. ¿Cómo te llamas?
—¡Oh, no importa como se llame, papá! —dijo la hija del Terrateniente—. Yo lo llamaré Niñito Azul, porque va vestido de azul de pies a cabeza, y su vestido hace juego con sus ojos. Y además hay que darle un buen sueldo, porque seguro que ningún Terrateniente ha tenido antes un pastorcito más guapo que este.
—Muy bien —dijo el Terrateniente alegremente, mientras pellizcaba la rosada mejilla de su hija—, vigila, Niñito Azul, y serás bien retribuido.
Entonces el Niñito Azul les dio las gracias a los dos muy dulcemente y corrió de vuelta por la colina hacia el valle donde estaba su casa, junto al río, para contarle las buenas noticias a su madre.
La pobre viuda lloró de alegría al oír su historia, y sonrió cuando él le dijo que su nombre sería Niñito Azul. Sabía que el Terrateniente era un buen amo y que sería bueno con su querido hijo.
A la mañana siguiente, muy temprano, el Niñito Azul llegó a la Mansión y el mayordomo del Terrateniente le regaló un cuerno de plata que brillaba al sol y un cordón de oro para atárselo al cuello. Luego se hizo cargo de las ovejas y las vacas, y se le ordenó que evitara que se extraviaran en los prados y los campos de grano.
No era un trabajo duro, sino adecuado a la edad del Niñito Azul, que era vigilante y se convertía en un buen pastor. Su madre ya no necesitaba comida, pues el Terrateniente pagaba generosamente a su hijo, y la hija del Terrateniente sentía debilidad por el pequeño pastor y le encantaba oír la llamada de su cuerno de plata resonando entre las colinas. Incluso las ovejas y las vacas se encariñaron con él y siempre obedecieron el sonido de su cuerno; por lo tanto, el maíz del Terrateniente prosperó finamente y nunca fue pisoteado.
El Niñito Azul era ahora muy feliz, y su madre, orgullosa y contenta, empezó a mejorar de salud. Al cabo de unas semanas se sintió lo bastante fuerte para salir de casa y pasear un poco por el campo cada día; pero no podía ir muy lejos, porque sus miembros eran demasiado débiles para sostenerla mucho tiempo, de modo que lo más que podía intentar era caminar hasta el embarcadero para encontrarse con el Niñito Azul cuando volvía a casa del trabajo por la tarde. Entonces se apoyaba en su hombro y regresaba a la cabaña con él, y el niño estaba muy contento de poder sostener así a su querida madre y ayudarla con sus pasos vacilantes.
Pero un día les sobrevino una gran desgracia, pues es cierto que ninguna vida puede ser tan feliz sin que la tristeza se cuele en ella para atenuarla.
Una tarde, el Niñito Azul regresó a casa muy animado y silbaba alegremente mientras caminaba, pues pensaba que encontraría a su madre esperándolo en el embarcadero y una buena cena servida en la mesa de la casita. Pero cuando llegó al embarcadero su madre no estaba a la vista, y en respuesta a su llamada llegó a sus oídos un gemido grave de dolor.
El Niñito Azul saltó por encima de la barandilla y encontró tendida en el suelo a su querida madre, con el rostro blanco y demacrado por el sufrimiento, y lágrimas de angustia corriendo por sus mejillas. Se había resbalado y caído, y tenía una pierna rota.
Niñito Azul corrió a la cabaña a por agua y lavó la cara de la pobre mujer, y le levantó la cabeza para que pudiera beber. No había vecinos, pues la cabaña estaba sola junto al río, de modo que el niño se vio obligado a sostener a su madre en brazos lo mejor que pudo mientras ella se arrastraba penosamente de vuelta a la cabaña. Afortunadamente, no estaba lejos, y al fin pudo acostarse en su cama. Entonces el Niñito Azul empezó a pensar en lo que debía hacer a continuación.
—¿Puedo dejarte sola mientras voy a buscar al médico, madre? —preguntó ansioso mientras sujetaba con fuerza sus dos manitos entrelazadas. Su madre lo trajo hacia ella y lo besó.
—Toma el bote, querido —dijo—, y trae al médico del pueblo. Seré paciente hasta que
El Niñito Azul se apresuró a llegar a la orilla del río y desató el pequeño bote; luego tiró con fuerza río abajo hasta que pasó el recodo y llegó al bonito pueblo de abajo. Cuando encontró al médico y le contó la desgracia de su madre, el buen hombre prometió atenderla de inmediato, y muy pronto estuvieron sentados en el bote y de camino a la casita.
Estaba ya muy oscuro, pero Niñito Azul conocía cada curva y recodo del río, y el médico le ayudó a tirar de los remos, de modo que por fin llegaron al lugar donde una débil luz centelleaba a través de la ventana de la cabaña. Encontraron a la pobre mujer muy dolorida, pero el médico rápidamente le vendó la pierna y le dio algunas medicinas para aliviar su sufrimiento. Era casi medianoche cuando todo terminó y el médico se dispuso a regresar al pueblo.
—Cuida bien de tu madre —le dijo al pequeño—, y no te preocupes por ella, porque no es una fractura grave y la pierna se curará bien con el tiempo; pero estará en cama muchos días, y debes cuidarla tan bien como puedas.
Durante toda la noche el niño permaneció sentado junto a la cama, bañando la frente afiebrada de su madre y atendiendo sus necesidades. Cuando amaneció, la madre descansaba fácilmente y el dolor la había abandonado, por lo que le dijo al Niñito Azul que debía ir a trabajar.
—Porque dijo—, ahora más que nunca necesitamos el dinero que ganes del Terrateniente, ya que mi desgracia aumentará los gastos de la vida y tenemos que pagar al médico. No temas dejarme, pues descansaré tranquilamente y dormiré la mayor parte del tiempo mientras estés fuera.
Al Niñito Azul no le gustaba dejar a su madre sola, pero no conocía a nadie a quien pudiera pedir que se quedara con ella; así que le puso comida y agua junto a la cama, desayunó un poco y se fue a cuidar de sus ovejas.
El sol brillaba intensamente, los pájaros cantaban dulcemente en los árboles, y los grillos gorjeaban tan alegremente como si este gran problema no hubiera llegado a Niñito Azul para entristecerlo.
Pero él fue valientemente a su trabajo, y durante varias horas vigiló cuidadosamente; y los hombres que trabajaban en los campos, y la hija del Terrateniente, que estaba sentada bordando en el porche de la gran casa, oyeron a menudo el sonido de su cuerno cuando llamaba a su lado a las ovejas descarriadas.
Pero no había dormido en toda la noche, y estaba cansado de su larga guardia junto a la cama de su madre, por lo que, a pesar suyo, las pestañas se le caían de vez en cuando sobre sus ojos azules, pues no era más que un niño, y los niños sienten la falta de sueño más que las personas mayores.
Sin embargo, el Niñito Azul no tenía intención de dormir mientras estuviera de servicio y luchó valientemente contra la somnolencia que se apoderaba de él. El sol brillaba muy fuerte aquel día, y se dirigió al lado sombreado de un gran pajar y se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra el pajar.
Las vacas y las ovejas pastaban tranquilamente cerca de él, y él las observó seriamente durante un rato, escuchando el canto de los pájaros, el suave tintineo de los cascabeles sobre las cabras y las lejanas canciones de los segadores que la brisa traía a sus oídos. Y antes de que se diera cuenta, los ojos azules se habían cerrado con rapidez y la cabeza dorada se había recostado sobre el heno, y el Niñito Azul estaba profundamente dormido y soñaba que su madre se había recuperado y había venido a buscarlo al embarcadero.
Las ovejas se acercaban al borde del prado y se detenían, esperando el sonido de advertencia del cuerno. Y la brisa llevaba la fragancia del maíz en crecimiento a las fosas nasales de las vacas y las tentaba a acercarse cada vez más al festín prohibido. Pero el cuerno de plata guardó silencio y, al poco tiempo, las vacas se alimentaban en el maizal del Terrateniente y las ovejas se divertían entre las jugosas hierbas de los prados.
El Terrateniente regresaba de un largo y cansador paseo por sus granjas, y cuando llegó al maizal y vio a las vacas pisoteando el grano y alimentándose de los dorados tallos, se enfadó mucho.
—¡Niñito Azul! Niñito Azul, ¡ven a soplar tu cuerno! —gritó. Pero no hubo respuesta. Siguió cabalgando y descubrió que las ovejas estaban en lo profundo de los prados, lo que lo enfureció aún más.
—Isaac —dijo a un campesino que pasaba por allí—, ¿dónde está Niñito Azul?
—Está debajo del pajar, Su Señoría, profundamente dormido —respondió Isaac con una sonrisa, pues había pasado por allí y había visto que el muchacho estaba dormido.
—¿Irías a despertarlo? —preguntó el Terrateniente—. Pues debe ahuyentar a las ovejas y a las vacas antes de que hagan más daño.
—No, si lo despierto seguramente llorará, pues no es más que un bebé y no es apto para cuidar las ovejas. Pero yo mismo las sacaré por su honor —respondió Isaac; y corrió a hacerlo, pensando que ahora el Terrateniente le daría el lugar de Niñito Azul y lo nombraría pastor, pues Isaac había codiciado ese puesto durante mucho tiempo.
La hija del Terrateniente, al oír los tonos airados de la voz de su padre, salió a ver qué pasaba, y cuando se enteró de que Niñito Azul había faltado a su confianza se sintió profundamente apenada, pues había amado al niño por sus bonitas maneras.
El Terrateniente se bajó del caballo y se acercó al lugar donde yacía el niño.
—¡Despierta! —dijo, sacudiéndolo por el hombro—, ¡y vete de mis tierras, pues has traicionado mi confianza, y has dejado que las ovejas y las vacas se extravíen por los campos y los prados!
Niñito Azul se levantó de inmediato y se frotó los ojos; y luego hizo lo que Isaac profetizó, y comenzó a llorar amargamente, porque su corazón estaba dolorido por haber faltado a su deber hacia el buen Terrateniente y por haber perdido su confianza.
Pero la hija del terrateniente, conmovida por las lágrimas del niño, lo tomó en su regazo y lo consoló, preguntándole:
—¿Por qué has dormido, Niñito Azul, cuando deberías haber vigilado las vacas y las ovejas?
—Mi madre se ha roto una pierna —contestó el niño entre sollozos—, y no dormí en toda la noche, sino que estuve sentado junto a su cama cuidándola. Intenté por todos los medios no dormirme, pero no pude evitarlo; y ¡oh, señor! Espero que me perdone esta vez, por el bien de mi pobre madre.
—¿Dónde vive tu madre? —preguntó el Terrateniente en tono amable, pues ya había perdonado a Niñito Azul.
—En la cabaña junto al río —respondió el muchacho—, y está sola, porque no hay nadie cerca que nos ayude con nuestros problemas.
—Ven —dijo la madame Madge, poniéndose de pie y tomándolo de la mano—. Llévanos a tu casa y veremos si podemos ayudar a tu pobre madre.
Así pues, el Terrateniente, su hija y el Niñito Azul, se dirigieron a la casita, y el Terrateniente conversó largamente con la pobre viuda. Aquel mismo día se envió a la casita una gran cesta de manjares, y la madame Madge ordenó a su criada que fuera a ver a la viuda y la cuidara con esmero hasta que se recuperara.
Después de todo, el Niñito Azul hizo más por su querida madre durmiéndose que si hubiera permanecido despierto; pues cuando su madre se recuperó, el Terrateniente les dio una bonita casita para vivir muy cerca de la gran casa, y la hija del Terrateniente fue siempre su buena amiga y se ocupó de que no les faltara ninguna comodidad.
Y el Niñito Azul no volvió a dormirse en su puesto, sino que cuidó fielmente de las vacas y las ovejas durante muchos años, hasta que se hizo adulto y tuvo su propia granja.
Siempre decía que el accidente de su madre le había traído buena suerte, pero yo creo que fue más bien su propio corazón cariñoso y su devoción por su madre lo que le hizo amigos. Porque nadie teme confiar en un muchacho que ama servir y cuidar a su madre.