La historia de Miel y Sol

Érase una vez un país maravilloso en el que todo era hermoso. Todos los árboles, las flores, los pájaros y los animales eran tan hermosos como te puedas imaginar; también lo eran las tiendas, las casas y los palacios. Por supuesto, las niñas y los niños también eran preciosos, pero eso es igual en todas partes. Ahora bien, es imposible saber si se debía a la belleza de su reino o a su cuna real, pero el rey se sentía muy angustiado e infeliz.

—No soporto nada ruidoso. El ruido es muy alarmante —dijo el rey. 

Así que cuando la princesa bebé lloró, la envió lejos, al país de otro rey, para que se criara en una aldea de la que nadie había oído hablar, para que su padre real no fuera molestado. Y cuando se enteró de que la reina, su esposa, había ido tras ella, apenas levantó sus cejas reales y observó pensativo:

—De todos modos, se reía demasiado.

El palacio era cada día más silencioso. A los criados se les prohibió usar tacones altos porque hacían mucho ruido en los suelos de mármol; así que todo el mundo supo por primera vez lo bajitos que eran los demás. Todo cortesano cuyas botas crujían era desterrado al instante, y si alguien tosía era decapitado; pero el clima era tan cálido que esto ocurría rara vez. Con el paso del tiempo, todos los miembros de la corte empezaron a susurrar, para no molestar al rey y, eventualmente, se impuso la moda de hablar lo menos posible. El rey estaba muy contento.

—Cualquiera puede hablar —dijo—, pero es señal de gran refinamiento guardar silencio.

El rey, por supuesto, hablaba siempre que le apetecía.

El silencio de la corte pronto se extendió por todo el reino. Se dictaron leyes que prohibían a la gente criar gallinas, cerdos, vacas o cualquier cosa ruidosa; y a los niños se les ordenó que nunca rieran, lloraran o se pelaran, de modo que cuando rey cabalgaba por el país todo estaba en silencio. Pero eso no era todo; los pájaros estaban tan asustados por la quietud de todo que dejaron de cantar, y las hojas de los árboles dejaron de crujir cuando soplaba el viento. Incluso las ranas y los sapos se asustaron de la ronquera de sus propias voces y no croaron más, que fue lo más notable que jamás ocurrió, pues cuesta mucho persuadir a una rana o a un sapo de que su voz no es encantadora. El único sonido que rompía el silencio era el zumbido ocasional de las abejas, pues el rey aún permitía criar abejas a la gente. 

—Las abejas no son ruidosas —decía—. No gruñen, ni ladran ni graznan. Puedo soportar escuchar el zumbido de las abejas.

Pero ni siquiera las abejas tarareaban tanto como suelen hacerlo las abejas; por que el sol pronto se dio cuenta de que nadie se reía cuando él brillaba al máximo, así que se fue detrás de una nube con mal genio y allí se quedó durante años y años; y las abejas no pueden vivir sin sol. Así que el reino se volvió cada año menos hermoso y más sombrío.

Pero la aldea sin nombre del país del otro rey, donde se criaba la princesita, era un lugar muy distinto. Estaba lleno de gente feliz, que hacía tanto ruido como quería, y reía cuando estaba contenta y lloraba cuando estaba triste, y nunca se preocupaba por nada en absoluto. Las gallinas entraban y salían de las casitas con los niños, los pájaros cantaban todo el año y el sol no dejaba de brillar ni un solo minuto. Era el país más alegre que pueda imaginarse, pues nadie se metía con nadie, y el rey nunca promulgaba ley alguna, y el único castigo que existía era por refunfuñar. Todo el mundo era feliz y alegre, y eso era lo mejor.

La princesita Sol creció sin saber que era una princesa, ni tampoco nadie lo sabía; incluso la reina casi había olvidado que era la esposa de un rey. Vivian en la casita más pequeña de todas. La habían llamado Sol porque podía mirar directamente al sol sin pestañar y era un nombre tan bueno para ella que nunca la llamaron de otra manera.

Un buen día, Sol estaba sentada en el árbol de chocolate, escuchando una de las historias que Miel, el hijo del del jardinero, le gustaba tanto contarle. Y Miel estaba tumbado en el césped, intentando atrapar las gotas de chocolate que ella le lanzaba.

—¿Por qué son tan parecidas todas tus historias, Miel? —preguntó Sol—. ¿Por qué siempre el príncipe sale al mundo en busca de la princesa? ¿Por qué no va la princesa a buscar al príncipe, para variar? Ojalá yo fuera una princesa; empezaría mañana mismo. ¡Qué divertido!

Ella soltó su carcajada más alegre, buscó una gota de chocolate extra grande y se la lanzó en la boca. Miel se rio como nadie puede reírse con una gota de chocolate en la boca, y trató de encontrar una respuesta a su pregunta. Miel tampoco era su verdadero nombre, pero era el que le habían dado porque conocía el lenguaje de las abejas, como debía saber todo verdadero hijo de jardinero.

—Quizás las historias estén equivocadas —dijo—. Solo te las cuento tal y como me las cuentan las abejas. O tal vez ninguna de esas princesas en particular quiso salir al mundo a buscar a nadie.

—O tal vez —añadió Sol—, las encontraron antes de que tuvieran tiempo de buscar un príncipe. ¿Crees que fue eso? De todos modos, yo no quiero esperar a un príncipe, pues los príncipes nunca vienen por aquí; así que voy a salir al mundo a buscar mi propia fortuna, ¡y empezaré ahora mismo!

Mientras hablaba, saltó del árbol de chocolate y bailó alrededor de Miel, dando palmas de emoción. Miel no estaba sorprendido, pues nadie se sorprendía de nada en aquel reino, pero estaba un poco triste.

—Y al primer príncipe que encuentre le preguntaré si quiere volver conmigo —continuó Sol—, igual que los príncipes preguntan siempre a las princesas en los cuentos. No sabrá que no soy una princesa, ¿verdad? ¿Y no se lo dirás, Miel?

—No, no se lo diré —dijo Miel un poco triste.

—Volveré algún día, cuando haya encontrado a mi príncipe, y entonces serás mi jardinero —continuó—. ¿No te importa que me vaya sin ti, Miel?

—Los príncipes de los cuentos siempre iban solos —contestó Miel.

Así fue como la princesa Sol salió al mundo, sin saber que era una princesa. Todos en el pueblo la echaron de menos, pero sobre todo la reina, su madre, y Miel, el hijo del jardinero. Sin embargo, antes de partir, Miel le enseñó una canción que debía cantar si alguna vez se encontraba en apuros; esta era la canción: 

Amigas de Miel, a Sol séanle fiel;
zumbando, zumbando,
la quietud agitando,
la luz del sol se va apagando;
Amigas de Miel, ¡a Sol séanle fiel! 

Y se la aprendió de memoria antes de ponerse en marcha.

Viajó durante muchos días sin tener ninguna aventura. Era un país tan hermoso que todo el mundo se alegraba de verla, y ella nunca tuvo ninguna dificultad para conseguir lo suficiente para comer; sólo tenía que sonreír y ese era el pago que todos querían. Pero un día, mientras caminaba por un bosque, todo cambió repentinamente. Todos los sonidos se silenciaron, los pájaros dejaron de cantar y el viento dejó de jugar con las hojas; no había ni un susurro ni un movimiento en ninguna parte, y el sol se había ocultado tras una nube. En toda su corta vida, la princesa nunca había visto al sol ocultarse tras una nube, y sintió ganas de llorar. Cuanto más avanzaba, más oscuro y sombrío se volvía el paisaje, y al final no pudo soportarlo ni un minuto más; así que se sentó al borde del camino y lloró.

—Debes dejar de hacer ese ruido o serás desterrada —dijo una voz. Sol se quedó tan sorprendida que dejó de llorar de inmediato y miró hacia arriba para ver un ancianito de barba blanca que la miraba fijamente. Era un hombrecito de aspecto muy triste, con las comisuras de sus labios hacia abajo, como si hubiera estado a punto de llorar toda su vida y nunca hubiera acabado de derrumbarse.

—¿Por qué debo dejar de hacerlo? —preguntó Sol—. Si eres infeliz deberías llorar, ¿verdad?

—No, no, no —dijo el hombrecito triste, en un tono de profunda melancolía—. Siempre soy infeliz, pero nunca lloro. Todo el reino es infeliz, pero a nadie se le permite llorar. Si lloras, tienes que irte.

—¡Qué país tan divertido! —gritó Sol, y enseguida se echó a reír por lo absurdo del asunto.

—¡No hagas eso! —dijo el hombrecito—. Si continúas haciendo ruido, te decapitarán. ¿Por qué no puedes hacer silencio? Puedes hacer lo que quieras, mientras lo hagas en silencio.

—¿No puedo reírme? —exclamó Sol—. ¿Se qué sirve sentirse feliz si no puedes reírte?

—Es inútil —dijo el hombrecito triste—. Nadie es feliz en este reino. Nadie ha sido feliz desde que el rey fue hechizado y el sol se fue de mal humor, y eso fue hace dieciséis años. Nadie volverá a ser feliz, a menos que se rompa el hechizo; y el hechizo no puede romperse hasta que venga una princesa de sangre real, sin saber que es una princesa.

—¡Qué absurdo! —dijo Sol—. ¡Como si una princesa pudiera ser princesa sin saber que lo es!

—¿Por qué no? —preguntó el hombrecito triste. Llevaba tanto tiempo viviendo solo en aquel bosque oscuro y silencioso que la conversación comenzaba a cansarlo. 

—Porque donde hay una princesa hay bandas, banderas, bailes, banquetes, aclamaciones, príncipes y mucha diversión —respondió Sol. 

El hombrecito parecía más triste que antes.

—Entonces el hechizo nunca se romperá —dijo—; porque todo ese ruido se acabaría enseguida. Si has terminado de hablar, será mejor que te vayas o de lo contrario nos desterrarán a ambos; y te aconsejo que te quites esos zapatos de madera, a menos que quieras que te envíen a la cárcel. Pero, antes que nada, dime si puedes mirar directamente al sol sin pestañar. 

Siempre le preguntaba lo mismo a cualquier muchacha que conociera, por si resultaban ser princesas; porque, a pesar de su tristeza, era un hombrecito muy sabio y sabía que solo las águilas y las princesas que no sabían que lo eran podían mirar directamente al sol sin pestañar. Estaba tan cansado de sentirse triste sin que se le permitiera llorar, que anhelaba que el hechizo desapareciera del reino, para no tener que contener más sus lágrimas.

—Claro que sí, si hay sol —rio Sol. Y para su sorpresa, el hombrecito triste se tiró al suelo, se puso los puños en los ojos y comenzó a llorar a los gritos, como un bebé.

—¿Qué hay de malo? —preguntó Sol.

—¿Malo? —gritó el hombrecito, que se estremecía de sollozos de pies a cabeza—. ¡Nunca estuve tan feliz en mi vida! Llevo dieciséis años deseando llorar.

En cuanto el anciano comenzó a llorar, los árboles empezaron a crujir, los pájaros a cantar y las ranas a croar; y sobre todo ello llegó un tenue resplandor de luz blanca, como si el sol comenzara a asomarse detrás de la nube. 

—¿Qué está pasando? —preguntó Sol.

—Ve al palacio y verás —sollozó el hombrecito triste. Y Sol corrió tan rápido como pudo con sus zapatos de madera, que hacían mucho ruido. Por primera vez en dieciséis años había mucho ruido en el pueblo. La gente se caía a montones de asombro al oír semejante ruido después de dieciséis años de silencio. Nadie intentó detenerla, y ella corrió cada vez más deprisa, y la luz se hizo cada vez más brillante, hasta que por fin llegó al patio del palacio del rey. Subió las escaleras, entró al palacio y corrió al vestíbulo con gran estruendo hasta que el sonido llegó a los oídos del rey.

Ahora el rey estaba sentado en su trono con los oídos taponados con algodón, por si por casualidad se oía algo en palacio. Pero seguía oyendo el repiqueteo de los zapatos de Sol cada vez más cerca, y empezó a sentirse terriblemente nervioso.

—¿Qué es ese ruido? ¡Llévenselo y decapítenlo de inmediato! —le dijo al primer ministro en su más claro susurro. Pero el ruido de afuera era tan fuerte que el primer ministro no pudo oír ni una palabra; y al momento siguiente la puerta se abrió de golpe, y la princesa Sol entró corriendo en la habitación. Y el rey parecía tan gracioso tratando de hacer que el primer ministro oyera su susurro, y el primer ministro se veía tan graciosos tratando escuchar los susurros del rey, que Sol tuvo que reírse. Y cuando comenzó se dio cuenta que no podía parar, así que rio, río y rio. Cuando el pobre y nervioso viejo rey se volvió de nuevo hacia el primer ministro para decirle que decapitara a la muchacha de inmediato, se encontró con que el primer ministro también estaba riendo; e inmediatamente todos los cortesanos en el patio, los cocineros en la cocina, la gente del pueblo en las calles y los niños en las guarderías, todos se estaban riendo tan fuerte como podían. Y cuando el sol escuchó estas risas, salió de detrás de la nube y volvió a brillar con toda su fuerza. Así que volvió a brillar el sol y todos volvieron a reír, menos el rey.

Cuando el rey vio que nadie prestaba atención a sus susurros reales, comenzó a enfadarse y, sin pensarlo más, gritó con toda su voz real. Esto fue tan notable después de dieciséis años de susurros, que las risas cesaron al instante; e incluso Sol, la princesa, se quedó en silencio, porque quería ver lo que iba a suceder a continuación.

—¿Quién eres? —preguntó el rey señalándola con su cetro. 

—Soy Sol, por supuesto —dijo ella, acercándose al trono de manera amistosa.

—Ella es la princesita, su hija —dijo una voz desde la puerta. Y allí estaba la reina. Cuando el rey la vio, se olvidó que ella solía reírse mucho, bajó de su trono a toda prisa y la besó.

Así fue como Sol se enteró de que era una princesa; y hubo bandas, banderas, bailes, banquetes, aclamaciones, príncipes y mucha diversión. Por la noche, el rey organizó un magnífico baile para celebrar el regreso de su hija Sol, al que fueron invitados todos los príncipes del reino.

—Ahora —dijo la reina, mientras colocaba cuidadosamente la nueva y preciosa corona de Sol—, podrás encontrar tu príncipe, como dijiste que lo harías.

Pero Sol sacudió la cabeza y se preguntó por qué se sentía tan triste cuando todo parecía ir tan bien. Se acercó a la ventana abierta y miró hacia el jardín. Al hacerlo, oyó un leve zumbido y tres hermosas abejas bajaron volando y se posaron en su brazo. Sol lanzó un grito de alegría y comprendió de golpe por qué se había sentido tan sola; y empezó a cantar la canción que le había enseñado Miel, el hijo del jardinero.

Todos se preguntaban por qué la princesa se mostraba tan desdeñosa con todos los príncipes que bailaban con ella aquella noche. Pero ya nadie se lo preguntaba cuando llegó Miel, el hijo del jardinero. Llegó todo vestido de jardinero y entró directamente en palacio, igual que había hecho Sol; y ella se reunió con él en el gran salón. Ambos gritaron de felicidad y corrieron a abrazarse; se besaron, se besaron y se besaron. Luego se sentaron en la escalinata del trono del rey, porque estaba allí, y Sol le contó todo lo que le había pasado.

—Es muy aburrido ser princesa —dijo Sol—. Y no me gustan los palacios, ¡son lugares tan aburridos! Y la gente que vive en ellos también es un poco aburrida. Y no hay ni un árbol de chocolate en todo el jardín, ¿habías visto alguna vez un jardín tan estúpido? ¡Me alegro tanto de que estés aquí, Miel!

—¿Has encontrado a tu príncipe? —fue todo lo que dijo Miel.

—Los príncipes también son aburridos —dijo Sol—. Es mucho más bonito en el pueblo, bajo el árbol de chocolate.

—Claro que sí —dijo Miel—. Volvamos.

Al final, la reina se quedó con el rey; y Miel y Sol se casaron ese mismo día y volvieron a vivir al pueblo sin nombre. Allí construyeron una casa muy pequeña en un jardín muy grande y plantaron hileras de árboles de chocolate, las hadas vinieron y lo llenaron de flores del país de las hadas que no tenían ningún nombre, pero que eran las flores más bonitas que nadie haya visto jamás, porque nunca se marchitaban ni morían, sino que se transformaban en otra cosa cuando se cansaban de ser la misma flor.

Así que no es de extrañar que Miel y Sol vivieron felices por los siglos de los siglos.


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