El rey Conn de Irlanda tuvo un noble hijo llamado Conn-eda, y era realmente la luz de los ojos de su padre, nadie más preciado para él.
Su madre había muerto cuando él era niño, y al cabo de un tiempo su padre, el rey, volvió a casarse. Se casó con la hija menor de su sumo sacerdote. Pero la verdad es que no se casó con ella porque la amara. Se casó con ella porque sus consejeros le dijeron que era conveniente que lo hiciera, ya que su padre, el sumo sacerdote, era muy poderoso.
La nueva reina era una mujer cruel, y su odio hacia Conn-eda era amargo y profundo. Lo odiaba porque era muy guapo y de buen corazón, y lo odiaba porque era muy querido por su padre, pero sobre todo lo odiaba porque todos lo veían como el que algún día se convertiría en su rey, lo que pronto sucedería porque su padre era viejo y débil.
Al cabo de un tiempo, la joven reina tuvo su propio hijo, y entonces odió a Conn-eda más que nunca y planeó cómo deshacerse de él, pues quería que el reino perteneciera a su propio hijo.
En la parte trasera del castillo vivía una mujer en una pobre choza, y se decía que sabía mucho de magia, y todo el mundo le tenía miedo. Era la mujer de las gallinas y estaba a cargo de todas las gallinas del castillo. Era una mujer hermosa pero un poco extraña, y nadie podía decir si era joven o vieja.
Un día, la reina fue sola a la cabaña de la mujer de las gallinas, pues quería pedirle consejo. Le daba un poco de vergüenza ir, porque la mujer era hechicera.
—Reina Durfulla —dijo la mujer de las gallinas—, sé por qué has venido a verme y lo que quieres.
Eso sorprendió a la Reina y dijo:
—Entonces, ¿qué quiero?
—Quieres librarte del joven Conn-eda y has venido aquí en busca de consejo. Pero yo no soy de las que dan algo a cambio de nada. ¿Qué recompensa obtendré si te doy mi consejo?
—¿Qué recompensa quieres? —preguntó la reina.
—No es tanto ni tan poco. Dame suficiente lana para llenar el hueco entre mi brazo y mi cuerpo cuando pongo la mano en la cadera con el codo hacia fuera, y dame suficiente trigo rojo para llenar el hueco que taladraré con mi torno. Entonces te aconsejaré.
La reina debió de sonreír, pues le pareció una pequeña recompensa lo que pedía la mujer, y accedió gustosa a dársela.
—Que mañana traigan la lana y el trigo —dijo la mujer de las gallinas—. Veinte carros de lana y veinte de trigo bastarán para llenar el hueco entre mi brazo y mi cuerpo y el agujero que haré.
La reina pensó que esto era extraño y quiso decir que la mujer de las gallinas estaba soñando, pero aun así al día siguiente se paró a la puerta de la mujer de las gallinas y cerca de ella venían veinte carros cargados de lana y veinte carros cargados de trigo. Los caballos tiraban de los carros y los carreteros hacían sonar sus látigos.
La mujer de las gallinas se quedó en la puerta con la mano en la cadera y el codo extendido, y los hombres le llevaron un brazo lleno de lana y se lo pusieron en el hueco del brazo, pero la lana cayó a la casa a través del hueco. Le pusieron otro brazo lleno entre el brazo y el cuerpo, y ocurrió lo mismo. Sólo cuando la casa estuvo tan llena de lana que ya no cabía más, pudieron llenar el hueco del brazo de la mujer de las gallinas, que seguía de pie en la puerta.
—Y ahora el trigo —dijo la mujer de las gallinas.
Luego los condujo a la casa de su hermano, que estaba cerca, y subió al tejado. El tejado era de barro, y con su torno hizo un agujero en el barro, de modo que, en cuanto echaron el trigo en el agujero, se derramó dentro de la casa, y sólo cuando la casa estuvo tan llena que no cabía nada, pudieron llenar también el hueco.
—Ahora estoy satisfecha —dijo la mujer de las gallinas, pero eso era más de lo que la reina podía decir por sí misma, pues era una mujer mezquina. Sin embargo, si la mujer de las gallinas pudiera decirle cómo deshacerse del príncipe Conn-eda, valdría para ella más que todo el trigo y la lana jamás cultivados.
—Ahora escucha con atención lo que te digo —dijo la mujer de las gallinas—. Me has pagado fiel e íntegramente, y yo también estoy dispuesta a cumplir mi parte del trato. Muy lejos de aquí hay un gran lago oscuro que se llama Lago Erne. Bajo sus aguas vive el rey de la raza Fiborg, una raza más feliz cuando vive en el agua. Allí, en el jardín del rey, crecen tres manzanas de oro. En su establo hay un gran caballo negro. En su castillo yace el perrito Samur, y los poderes mágicos que tiene ese perro son grandes. Debes enviar a Conn-eda a buscar estas cosas para ti y traerlas de vuelta en un año y un día, y no hay ser viviente que pueda buscar esas cosas sin perder su vida en la búsqueda, a menos que tenga magia que lo ayude.
—Pero, ¿cómo puedo enviar a Conn-eda? —preguntó la Reina—. Pues ya no es un niño para cumplir mis órdenes.
—Eso también te lo diré —respondió la mujer de las gallinas.
Entonces sacó un tablero y piezas de ajedrez, se los entregó a la reina, y dijo:
—Llévatelas a casa y llama a Conn-eda para que venga a jugar una partida de ajedrez contigo. He puesto un hechizo en las piezas de ajedrez y otro en el tablero, así que puedes estar segura de que ganarás; pero antes de jugar debes acordar con el príncipe que quien pierda deberá hacer algo por el ganador, y lo que le pedirás es que te devuelva las tres cosas de las que te he hablado. Pero asegúrate de que sólo juegas esa partida, porque una vez jugada, el poder mágico desaparece.
A la reina le pareció bien el consejo de la gallina y tomó el tablero y las piezas de ajedrez, prometiendo hacer todo lo que se le ordenara. Luego se apresuró a regresar al castillo.
En cuanto llegó a casa, mandó llamar a Conn-eda para jugar una partida de ajedrez, y él acudió a su orden y se sentó con ella ante el tablero.
—No es por nada que jugamos juntos hoy —dijo la Reina—, quien pierda, debe hacer algo por el otro, y el ganador puede exigir lo que quiera.
Conn-eda estuvo de acuerdo. Tenía en mente que la reina planeaba una treta contra él, pero no le temía, pues estaba seguro de que podría vencerla en la partida.
Así que se sentaron a jugar; y Conn-eda era un buen jugador, y la reina mucho menos, pero parecía como si una niebla se cerniera sobre los ojos del príncipe, y cuando pensaba que una vez se había equivocado, descubría que había cometido más errores, y poco después veía que había perdido la partida y que la reina era la ganadora.
Entonces la reina se rio en voz alta y apartó el tablero.
—El juego es mío, Conn-eda —gritó—, y tienes que hacer lo que yo quiera. Cualquier cosa que te pida, debes hacerla, por más difícil que sea.
Cuando el príncipe oyó aquello, su corazón se inquietó, y le dijo:
—¿Qué exiges de mí?
—Lo siguiente —respondió la reina—. Dentro de un año y un día me traerás tres manzanas de oro, un gran caballo negro, y el perrito mágico Samur; todos ellos pertenecen al rey del pueblo Fiborg. Vive en el fondo del Lago Erne, pero dónde está no lo sé, y deberás encontrarlo tú mismo.
Cuando el príncipe Conn-eda oyó aquello, supo que la reina, en efecto, lo había engañado, y que realmente quería quitarle la vida. Pero fingió y ocultó su miedo, diciendo:
—Lo haré, si está en el poder del hombre mortal hacerlo. Y ahora jugaremos un juego más, y otra vez será que el perdedor deberá hacer lo que diga el ganador.
La reina estaba tan encantada que olvidó la advertencia de la mujer de las gallinas y, triunfante y dispuesta, aceptó jugar una vez más con Conn-eda.
Pero ahora la magia había desaparecido del tablero y esta vez el príncipe era el ganador.
Cuando la Reina descubrió que había perdido, su rostro palideció y su corazón se encogió.
—Has ganado, Conn-eda —dijo—. ¿Qué quieres que haga por ti?
—Lo siguiente —dijo Conn-eda—. Durante el año y el día en que yo no esté, deberás sentarte en lo alto de la torre más alta del castillo y no comer más que todo el trigo rojo que puedas recoger con la punta del huso de tu rueca.
Aquel era un destino duro para la Reina, pero al fin y al cabo sólo sería durante un año y un día, y al cabo de ese tiempo volvería a ser libre y se libraría para siempre del príncipe Conn-eda, por lo que el trato no era tan difícil como parecía al principio. Así que la reina subió y ocupó su lugar en la alta torre, y el príncipe montó en su caballo y cabalgó por el mundo en busca de las manzanas de oro, el gran caballo negro y el perrito mágico Samur.
Pero primero Conn-eda acudió a un sabio que conocía y que era amigo suyo. El príncipe le había hecho muchos favores, y ahora era el momento de pedirle uno a cambio.
El sabio oyó que Conn-eda galopaba hacia la casa y salió a su encuentro; el príncipe desmontó de su caballo y lo saludó respetuosamente.
—Tengo un gran problema —comenzó Conn-eda—, y he venido a ver si puedes ayudarme.
—Lo he visto enseguida en tu cara —respondió el sabio—, y será mejor que empieces por el principio y me cuentes toda la historia, pues hasta que no la oiga entera no sabré cómo ayudarte mejor.
Entonces el príncipe contó al sabio toda la historia de principio a fin. Contó el odio que la Reina sentía por él y las formas en que había intentado hacerle daño; contó cómo le había pedido que jugara al ajedrez con ella, y cómo él le había temido y, sin embargo, no había dudado en ganar la partida; y contó cómo, de alguna extraña manera, él se había convertido en el perdedor, y cómo la reina le había reclamado un acto, y lo que ella le había reclamado.
—Y volvimos a jugar, y aquella vez ella perdió —y contó lo que él le había exigido a ella.
—Y no fue más de lo que ella merecía —dijo el sabio—. No me cabe duda de que la Reina ha intentado hacerte perder la vida en este oficio, y fue una mente astuta la que ideó este truco. Hay alguien más que la Reina detrás.
Se quedó pensativo un momento y volvió a hablar.
—Sólo hay una persona que pueda saber algo sobre las manzanas de oro, el gran caballo negro y el perro mágico Samur, y es la mujer sabia que vive en la choza de la parte trasera del palacio. Se llama a sí misma mujer de las gallinas, pero en realidad es Carlleach de Lago Corib, y la propia hermana del Rey del Agua. Hay cuatro aguadores, tres hermanos y una hermana. El primero es rey de los Fiborgs, y el segundo está encantado. El tercero vive en una casa junto a la mujer de las gallinas, y la cuarta es la propia Carlleach. Y ahora haré lo que pueda para ayudarte.
—No sé dónde está el Lago Corib, pero en mi establo hay un pequeño caballo negro desgreñado. No vale la pena mirarlo, pero tiene mucha fuerza. Tómalo y cabalga donde él te lleve, y suelta la rienda que lleva al cuello para que elija su propio camino. Te guiará hasta la roca donde se posa el Ave de la Sabiduría. Tres días, cada tres años, el pájaro se sienta allí, y poco ocurre en el mundo de lo que él no sepa nada. Este es el momento en que se sienta en el risco, y si quiere hablar, podrá decirte cómo encontrar el lago y los tesoros del Rey del Agua.
El sabio sacó entonces una joya muy hermosa y muy preciosa de una caja que estaba en un estante detrás de la puerta y se la dio a Conn-eda.
—Si el Pájaro de la Sabiduría no quiere hablar —dijo—, dale esta joya en su garra y podrá responderte.
Conn-eda tomó la joya y agradeció amablemente al sabio, y luego fue al establo y sacó al pequeño y desgreñado caballo negro y lo montó en lugar de su propio hermoso corcel; y la verdad es que el caballito no era impresionante. Pero en cuanto Conn-eda se sentó a su lomo, descubrió lo valioso que era el caballo, pues se alejó más ligero que un pájaro y más rápido que el viento. Conn-eda nunca había montado así.
Durante un largo rato, el caballo negro y desgreñado avanzó, y todo el tiempo Conn-eda soltó la rienda, dejando al caballo libre para elegir su propio rumbo. Entonces llegaron a la vista de un acantilado, y en el acantilado se posó un gran pájaro gris. Estaba tan quieto que podría haber formado parte de las rocas, y los ojos de su cabeza estaban tan apagados como piedras frías y muertas.
El caballo se detuvo frente a la roca y pidió al príncipe que hablara con el pájaro.
—Pues es el Pájaro de la Sabiduría del que habló el Sabio —dijo—; él puede decirnos qué hacer ahora, o mejor nos volvemos por donde hemos venido, pues nunca sabremos dónde está el Lago donde vive el rey de los Fiborgs.
Entonces Conn-eda alzó la voz y llamó al pájaro. Tres veces lo llamó, pero el pájaro no movió ni una pluma, sino que se quedó quieto como si lo hubieran tallado en la roca.
Entonces el corcel desgreñado dijo:
—Dale la joya, Conn-eda, y tal vez entonces hable.
El príncipe sacó la joya del pecho, donde la llevaba, la levantó para que brillara a la luz del sol, y volvió a llamar al pájaro. Esta vez volvió la cabeza y lo miró, y sus ojos se volvieron brillantes como si en ellos ardiera un fuego. Luego bajó volando, tomó la joya en su garra y voló con ella de vuelta al acantilado.
Allí se sentó, abrió el pico y gritó en voz alta:
—¡Conn-eda! ¡Conn-eda! Hijo del rey, sé por qué has venido y qué quieres de mí. Baja la luz y levanta la piedra que está cerca de la pata delantera derecha de tu corcel. Debajo encontrarás una bola y una copa. Recógelas, las necesitarás. Haz rodar la bola delante de ti y síguela a donde te lleve. Te llevará a donde quieras. La copa la necesitarás más tarde.
Entonces el Pájaro de la Sabiduría cerró el pico y la luz se apagó de sus ojos, y volvió a quedarse tan quieto y gris como si no tuviera aliento de vida.
Conn-eda se sentó y buscó la piedra de la que le había hablado el pájaro, y no podía fallar, pues la pezuña delantera derecha del caballo estaba pegada a ella. La levantó y allí encontró una copa y una pelota. La copa la guardó en el pecho de su camisa, pero la pelota la arrojó delante de él, de acuerdo con la petición del pájaro. La pelota rodó una y otra vez, cuesta arriba y cuesta abajo, por encima de pantanos y entre espinos, mientras Conn-eda la seguía en su peludo corcel.
Al cabo de un rato, los llevó a la orilla de un lago tan oscuro y profundo que se diría que no había fondo. La pelota rebotó en el lago y desapareció de la vista.
El príncipe estaba desesperado.
—¿Qué haremos ahora? —gritó—. Si seguimos la pelota, nos ahogaremos en las profundas aguas del lago, y si no la seguimos, nunca encontraremos el palacio del Rey del Agua.
Pero el peludo corcel le dijo que se animara.
—Debemos seguir la bola —dijo—, pues es posible que no nos pase nada. Ahora siéntate, maestro —y el caballo se zambulló en el lago, paseándose de un lado a otro por el agua aún fría.
Conn-eda hizo lo que el corcel le ordenaba, y pronto atravesaron el agua y llegaron a una extensión de tierra con agradables praderas y arroyos. El lago era como un cielo sobre ellos, a través del cual brillaba el sol, y ninguno de los dos estaba mojado; y la pelota yacía a sus pies.
—Ahora, Conn-eda, dirige tu luz hacia abajo —dijo el corcel—, y pon tu mano primero en una oreja mía y luego en la otra. En una encontrarás un pequeño cesto de mimbre, y en la otra un frasco de agua curativa. Necesitaremos ambos, pues ahora nos acercamos a la parte peligrosa de la aventura.
El príncipe hizo lo que le decían y metió la mano en las orejas del caballo. En una oreja encontró la cesta de mimbre y en la otra la botella de agua. Luego volvió a montar y se marchó. La bola, que había permanecido inmóvil todo el tiempo, rodó delante de ellos para mostrarles el camino, y ellos la siguieron de cerca.
Al cabo de un rato llegaron al final de la pradera, donde había una gran franja de agua atravesada por una carretera, a lo largo de la cual rodó la pelota. Conn-eda se agarró con fuerza, pues la carretera estaba custodiada por tres grandes serpientes de fuego. Estaban tendidas a lo largo del camino, y el humo se elevaba de su respiración en tres grandes columnas. Al mirarlas, al príncipe se le encogió el corazón de miedo, pues su presencia era aterradora.
Pero el peludo corcel le dijo que fuera valiente.
—Es cierto, Conn-eda, que debemos pasar esas serpientes ardientes —le dijo—. No podemos retroceder, así que tenemos que avanzar. Ahora abre la cesta y encontrarás en ella tres trozos de carne. Mientras salto por encima de las serpientes, lanza un trozo a cada una de sus bocas. Cuando lo hagas, podremos pasarlas sin peligro y recemos para que apuntes bien, porque si fallas a la boca de una de ellas significará la muerte para ti y para mí
Así que Conn-eda abrió la tapa de la cesta y encontró los trozos de carne y los sacó, y el corcel se puso en marcha a través de la carretera, directo en la dirección a donde yacían los monstruos.
Cuando caballo y el jinete se acercaron a ellos, las serpientes se enderezaron, abrieron sus ardientes mandíbulas, y se abalanzaron sobre Conn-eda y su caballo como si quisieran devorarlos; pero el príncipe estaba preparado. Cuando el caballo saltó sobre ellos, Conn-eda lanzó un trozo de carne a cada una de las bocas llameantes; y no falló ni una.
Inmediatamente las serpientes se saciaron, bajaron la cabeza y volvieron a tumbarse en el suelo como si estuvieran dormidas.
El caballo aterrizó lejos, detrás de ellos, en la carretera, y Conn-eda sujetó las riendas con ligereza.
—Conn-eda, ¿sigues a horcajadas sobre mi espalda?
—Así es —respondió el príncipe.
—Ahora me doy cuenta de que eres un príncipe noble y heroico —dijo el corcel—, y tengo la esperanza de que venceremos todas nuestras aventuras con una gran recompensa para ambos al final.
Y siguieron adelante, y siguieron adelante hasta que llegaron a una montaña en llamas, y el calor que hacía era muy grande.
—¿Estás sentado firmemente sobre mi espalda? —preguntó el desgreñado caballo negro.
—Estoy firmemente sentado —respondió el príncipe.
—Entonces no te muevas. No mires a la derecha, ni a la izquierda, ni arriba ni abajo, porque voy a saltar por encima de la montaña, y si mi salto se interrumpe, aunque sea un pelo, caeremos los dos en las llamas, y ése será nuestro fin.
Cuando Conn-eda oyó esto, el miedo se apoderó de su corazón, pero se acomodó en la silla, y cuando el caballo saltó recordó lo que se le había dicho, y no miró ni a derecha ni a izquierda, ni arriba ni abajo, ni se movió más que un pelo.
El buen caballo lo llevó al otro lado, pero aún no habían sobrevolado la montaña cuando las llamas aparecieron y lamieron los pies y la ropa de Conn-eda.
—¿Sigues vivo, Conn-eda? —preguntó el caballo, cuando se posaron al otro lado.
—Apenas —respondió Conn-eda—, pues estoy muy chamuscado.
—Esas son buenas y malas noticias —dijo el caballo—. Buena porque sigues vivo, y mala porque estás muy quemado. Toma el frasco y frota un poco de su poder curativo sobre tus quemaduras y desaparecerán.
Conn-eda lo hizo, e inmediatamente sus quemaduras desaparecieron como si nunca hubieran estado allí, y la piel volvió a estar completamente sana.
—Los peores peligros ya han pasado —dijo el desgreñado caballo negro—, pero hay otras cosas que hacer que pueden resultarte difíciles. Ahora monta y cabalga de nuevo; y puedo decirte que no estamos lejos del palacio del Rey del Agua.
Conn-eda volvió a montar y siguieron cabalgando. Entonces se divisó un castillo, con relucientes cúpulas y torreones, y grandes puertas doradas.
Allí el corcel peludo ordenó al príncipe que encendiera de nuevo la luz.
—Ahora, Conn-eda, escucha bien y responde con sinceridad —dijo el caballo—, pues de lo que suceda a continuación depende tanto tu destino como el mío. Así que, dime la verdad, ¿te he servido bien?
—Nadie podría haberme servido mejor —respondió el príncipe.
—¿Te he salvado la vida o la he arriesgado?
—La salvaste, y sin ti la habría perdido en el camino.
—Y ahora ha llegado el momento de demostrar si estás agradecido o no. Pon tu mano en mi oreja y toma la daga que encontrarás allí. No temas ni tengas miedo, sino clava la daga en mi corazón, pues sólo así podrás recompensarme por lo que he hecho por ti.
Cuando el príncipe oyó estas palabras del caballo, se llenó de horror.
—Nunca, nunca haré algo tan cruel y mezquino —gritó—. Prefiero clavar la daga en mi propio corazón que en el tuyo.
—Si no quieres, no quieres —dijo el desgreñado caballo negro—, pero esto te lo digo claramente: si no lo haces, tanto tú como yo pereceremos.
El caballo siguió hablando, y finalmente Conn-eda accedió a hacer lo que se le pedía.
—Está bien —gritó el caballo, en cuanto el príncipe estuvo de acuerdo—. Y ahora te diré qué hacer a continuación. Una vez que me hayas clavado la daga, quítame la piel y entra tú. Luego serás libre de entrar y salir del castillo a tu antojo, pues de lo contrario te mataría la gente de allí al momento en que entres. Atraviesa la puerta dorada del centro y lo primero que verás será una fuente plateada que salpica. Llena la copa que encontraste bajo la piedra con esta agua y tráela de vuelta y rocíame con el agua. Entonces todo estará bien. Pero oh, Conn-eda, apresúrate a ir y volver, porque en cuanto me hayas dejado las aves de rapiña se reunirán a mi alrededor, y si me despedazaran, ya no habrá más ayuda para mí.
Conn-eda prometió hacer todo lo que el corcel le dijera, y entonces metió la mano en la oreja del caballo y encontró la daga de la que le había hablado. Pero temblaba tanto que apenas tenía fuerzas para apuntar con la daga al caballo, y mucho menos para clavársela. Pero eso fue todo lo que necesitó, pues en cuanto la dirigió hacia el caballo, la daga voló hacia delante, llevándose la mano de Conn-eda, y se enterró hasta la empuñadura en el corazón del corcel, de modo que éste cayó muerto.
Entonces el príncipe lloró amargas lágrimas por su compañero muerto. Al cabo de un rato se levantó y tomó la daga para quitarle la piel, como había prometido; pero no fue necesario cortarla, pues en cuanto la agarró cayó como un guante suelto de la mano que la llevaba, y la piel era tan suave y fina como si la hubiera curtido el rey de los curtidores de pieles.
Conn-eda se apresuró a llegar al castillo, como le había ordenado el caballo, y entró por la puerta dorada.
Dentro había una gran sala con mucha gente paseando y guardias en la puerta, pero nadie le habló ni lo detuvo. En medio de la sala estaba la fuente de plata que salpicaba y de la que le había hablado el corcel, y allí el príncipe se apresuró a llenar su copa de agua; luego corrió en la dirección de donde había venido, hacia donde solía estar el corcel.
Llegó justo a tiempo, pues las aves de rapiña ya se estaban reuniendo y tuvo que combatirlas con su espada para poder ahuyentarlas.
Luego roció el cuerpo del corcel con el agua de la copa, y en cuanto lo hubo hecho, sucedió algo extraño, pues inmediatamente el corcel desapareció, y en su lugar se alzó un joven y apuesto príncipe; era tan alto y de aspecto tan noble que Conn-eda nunca había visto a nadie igual.
El joven se acercó a Conn-eda y lo estrechó entre sus brazos, y las lágrimas corrían por su rostro, pero eran lágrimas de alegría.
—Conn-eda —dijo—, me salvaste de un destino duro y cruel, y nunca pensé que volvería a mi propia forma y viviría como los demás hombres. Soy el hermano del Rey del Agua, y fue a causa de un cruel hechizo que me vi obligado a caminar bajo la apariencia de un pequeño y desgreñado caballo negro. El hechizo me retenía, y sólo si alguien me montaba de vuelta al castillo, me mataba por amor verdadero y me rociaba con agua de la fuente, el hechizo se rompería. Esto has hecho por mí, Conn-eda, y nunca olvidaré lo que te debo. Ahora vuelve conmigo al castillo de mi hermano, para que te dé la bienvenida.
Así que Conn-eda y su compañero volvieron al castillo, y allí la alegría fue tan grande que resultaba inimaginable, pues el hechizo se había roto y el joven príncipe había regresado a su reino.
El Rey del Agua recibió a Conn-eda y le prometió de buen grado las manzanas de oro, el gran caballo negro y el sabueso mágico Samur. Nada le habría negado a Conn-eda por salvar a su hermano de su hechizo.
Se preparó un gran banquete y hubo gritos y aplausos, y el Rey del Agua rogó a Conn-eda que se quedara allí hasta que el tiempo asignado para su búsqueda estuviera a punto de terminar.
El príncipe accedió gustoso, y permaneció allí con el Rey del Agua y su hermano hasta que hubo transcurrido casi un año y un día, y entonces partió hacia el reino de su padre. Cabalgaba en el gran caballo negro, y en su pecho llevaba las manzanas de oro, y el perro mago Samur corría a su lado. Condujo y ahora el camino estaba despejado y nada lo detenía. Así que volvió a su casa, y allí, en la alta torre, seguía sentada la malvada reina, pinchando trigo con su vara de hilar.
Aunque había sido un año duro, su corazón se alegró, pues no le cabía duda de que el príncipe Conn-eda había muerto y su propio hijo reinaría. Y entonces, el último día de la apuesta, se asomó a la torre donde estaba sentada, y Conn-eda cabalgaba en el caballo negro, con el perro a su lado, y ella adivinó correctamente que también llevaba las manzanas con él.
Entonces su ira y su miedo fueron tan grandes que se arrojó desde la torre y pereció miserablemente.
Conn-eda mandó llamar a la mujer de las gallinas, que era en realidad una princesa, y cuando la vio era tan hermosa y honorable, y también tan tierna, que su corazón se encariñó con ella, y no deseó otra cosa que casarse con ella.
Ella accedió y se casaron con gran esplendor. El Rey de las Aguas y su hermano asistieron a la boda, y al tercer príncipe, que había vivido cerca de ella, le dieron un alto cargo en la corte, ¡y así vivieron todos para siempre en gran amor y felicidad!