Érase una vez una familia en la que había siete hijas. Un día, cuando el padre salió a juntar leña, encontró siete huevos de pato silvestre. Los llevó a casa, pero no pensó en dárselos a sus hijas, pues pensaba comérselos él mismo con su esposa. Por la noche, la hija mayor se despertó y preguntó a su madre qué estaba cocinando. La madre dijo:
—Estoy cocinando huevos de pato silvestre. Te daré uno, pero no le digas a tus hermanas.
Y el dio uno. Entonces la segunda hija se levantó, y le preguntó a su madre qué estaba cocinando. Ella respondió:
—Huevos de pato silvestre. Si no le dices a tus hermanas, te daré uno.
Y así fue. Al final, las hijas se comieron todos los huevos y no quedó ninguno.
Por la mañana el padre estaba muy enojado con sus hijas y dijo:
—¿Quién quiere venir con la abuela? —pero su intención era llevar a las niñas al monte y dejar que se las comieran los lobos. Las mayores sospecharon esto y dijeron:
—¡No iremos!
—Nosotras iremos contigo —dijeron las dos menores. Y partieron con su padre.
Después de viajar un rato, preguntaron:
—¿Llegaremos pronto a la casa de la abuela?
—Enseguida —respondió su padre. Y cuando llegaron al monte, les dijo—. Esperen aquí. Iré al pueblo antes que ustedes y le diré a la abuela que irán para allá.
Y se marchó con la carreta. Ellas esperaron y esperaron, pero su padre no volvía. Al final decidieron que su padre no volvería y que las había dejado solas en la montaña. Así que se adentraron más y más en las colinas buscando refugio para pasar la noche. Entonces vieron una gran piedra. Decidieron utilizarla como almohada y la hicieron rodar hasta el lugar donde iban a dormir. Entonces vieron que la piedra era la puerta de una cueva. Había una luz en la cueva y entraron en ella. La luz que habían visto venía de muchas piedras preciosas y joyas de todo tipo que había dentro de la cueva, que pertenecían a un lobo y un zorro. Tenían varios tarros de piedras preciosas y perlas que brillaban de noche. Las niñas dijeron:
—¡Que cueva más bonita! Vamos a tumbarnos y acostarnos a dormir —pues había dos camas de oro con fundas bordadas en oro. Así que se acostaron y se quedaron dormidas.
Por la noche llegaron el lobo y el zorro. El lobo dijo:
—Huelo carne humana.
—¡Tonterías! No hay seres humanos que puedan entrar a nuestra cueva. La cerramos muy bien —respondió el zorro.
—Muy bien, entonces acostémonos en nuestras camas y durmamos —dijo el lobo. Pero el zorro le contestó:
—Acurruquémonos en los calderos junto al fuego.
Un caldero era de oro y otro de plata, y se acurrucaron en ellos.
Cuando las niñas se levantaron por la mañana, vieron al lobo y el zorro acostados allí y se asustaron mucho. Pusieron las tapas en los calderos y amontonaron sobre ellos varias piedras pesadas, para que no pudieran volver a salir. Luego encendieron el fuego. El lobo y el zorro dijeron:
—¡Que hermosa mañana cálida! ¿Cómo es posible?
Pero entonces empezó a hacer demasiado calor para ellos. Se dieron cuenta que las niñas habían encendido el fuego y gritaron:
—¡Déjennos salir! Les daremos muchas piedras preciosas y mucho oro, y no les haremos daño.
Pero las niñas no hicieron caso y siguieron haciendo más fuego. Y ese fue el fin del lobo y el zorro en los calderos.
Entonces las niñas vivieron durante varios días en la cueva. Pero su padre se arrepintió de haberlas dejado en la montaña y fue a buscarlas. Se sentó a descansar en la piedra que había delante de la cueva y golpeó su pipa contra ella para vaciar la ceniza. Entonces las niñas gritaron desde dentro:
—¿Quién llama a nuestra puerta?
—¿Esas son las voces de mis hijas? —respondió el padre.
—¿Esa es la voz de nuestro padre?
Entonces apartaron la piedra, vieron que era su padre y su padre se alegró de verlas. Se sorprendió de encontrarlas en una cueva llena de piedras preciosas, y ellas le contaron toda la historia. Entonces su padre llamó a gente para que lo ayudara a llevar las joyas a casa. Y cuando llegaron a casa, su esposa se preguntó de dónde había sacado todos aquellos tesoros. El padre y las hijas le contaron todo, y se convirtieron en una familia muy rica que vivió feliz hasta el final de sus días.