En la hondonada más profunda del Bosque Encantado, donde el musgo crecía más verde y las violetas florecían más dulces, vivían las hadas. Eran ellas quienes mantenían los arroyos y los manantiales libres de suciedad y obstrucciones, y cuidaban las flores silvestres y los árboles jóvenes. Y eran amigas de todos los pájaros y bestias inofensivas de un extremo a otro del bosque.
Pero no querían a esas criaturas que hacen daño a los demás, ni a los duendes que se deleitan con sus travesuras, y cada día y cada noche se montaba una guardia para expulsarlos del valle de las hadas.
Cada hada montaba guardia por turno y todo iba bien hasta que una noche el hada más querida del valle, Flor de Arce, se durmió en su puesto y los duendes se llevaron el ruiseñor que cantaba cada noche en la corte de la reina.
Grande fue el dolor en el país de las hadas cuando esto se supo.
—Iré volando a atraparlos antes de que tengan tiempo de esconderlo —gritó un hada que se llamaba Rayo Veloz.
—Yo también iré —dijo la pequeña Pies Centelleantes
—Y conmigo, tres —dijo Especia de Vida—, y llevaré mi buena espada de espinas conmigo, así seremos cuatro contra ellos.
Pero la reina de las hadas no consintió.
—Flor de Arce fracasó, y debe ir ella a buscar al Ruiseñor —dijo; y apenas hubo hablado, la pequeña hada se despidió de sus compañeros y se apresuró a salir sola en su búsqueda.
Los duendes no habían dejado rastro tras de sí y Flor de Arce vagaba de aquí para allá por campos y colinas cubiertas de rocío preguntando a cada grillo cantor y a cada murciélago de alas pardas que encontraba:
—¿Pasaron los duendes por aquí?
Nadie podía ayudarla, y estaba a punto de caer rendida de cansancio y tristeza cuando la luna se asomó a la colina y llamó:
—¿A dónde vas, Flor de Arce? ¿A dónde vas?
—Estoy en busca del ruiseñor que han robado los duendes; pero no sé a dónde se lo han llevado —respondió tristemente la pequeña hada.
Entonces la luna dijo:
—Hay muchos ruiseñores en el ancho mundo, tanto libres como enjaulados, ¿y cómo puedo distinguir el tuyo de cualquier otro? Pero puedo decirte esto: a través de una ventana del castillo del Gran Gigante, que se alza sobre una alta colina junto al Mar de Plata, veo un ruiseñor en una jaula de oro que no estaba allí cuando yo brillé a través de esa misma ventana ayer por la noche; y, además, en el Fin del Mundo, que está más allá del castillo del Gigante, veo una banda de duendes contando dinero.
—¡Oh, Luna, muchas gracias! —exclamó Flor de Arce con alegría al oír esto, pues sabía sumar dos y dos tan bien como cualquier hada del País de las Hadas, y no dudaba de que los duendes habían vendido el ruiseñor al Gran Gigante.
—Estaré en el castillo antes de que brilles en la hondonada —dijo a la luna mientras volaba veloz como un colibrí por los aires.
Pero cuando llegó al seto de espinas que guardaba el palacio de una hermosa princesa vecina del Gigante, tropezó con una vela voladora que se apresuraba a iluminar el palacio y cayó de cabeza entre las espinas.
—¡Socorro! ¡Ayuda! —gritó mientras luchaba por liberarse, y un halcón nocturno que había salido en busca de cena bajó volando para ver qué le pasaba.
Cuando vio de qué se trababa dijo:
—¡Oh! ¡Caramba! A las hadas les gusta hacer las cosas a su manera, pero ahora me toca a mí divertirme un poco.
Y arrancó a Flor de Arce de entre las espinas y se la llevó volando en su pico.
Voló arriba y abajo, tan alto que los árboles no parecían más altos que tallos de maíz, y tan bajo que sus ramas rozaban sus alas, hasta que Flor de Arce se desmayó de vértigo.
—Mira qué gran polilla tiene el halcón en el pico —gritó un búho que encontraron a su paso.
—No es una polilla, es un insecto —dijo un chotacabras.
—Un mosquito tan enorme debería ser comida para dos —susurró un hermano halcón, volando cerca.
—¡Tonto! ¿No reconoces un hada cuando la ves? —dijo el halcón nocturno, que ya no podía callarse.
Pero en cuanto abrió el pico para pronunciar su primera palabra, Flor de Arce salió disparada.
El otro halcón se apresuró a atraparla, pero antes de que pudiera alcanzarla sopló una fina brisa.
—¿No es éste mi pequeña compañera de juegos, Flor de Arce, a quien tanto le gusta cabalgar sobre la hierba y mecerse entre las flores? —preguntó la brisa, y se llevó a la pequeña hada tan deprisa que ningún pájaro pudo seguirle el paso.
Llegaron al Mar de Plata en un abrir y cerrar de ojos, y Flor de Arce estaba empezando a pensar que sus problemas habían terminado, cuando la brisa se fue tan rápidamente como había llegado, y la pequeña hada se encontró en el mar antes de saber lo que estaba sucediendo.
Afortunadamente para ella, un gran pez sábalo pasó nadando justo en ese momento.
—Agárrate fuerte a mi cola y te llevaré a salvo a la orilla —le dijo; y Flor de Arce no perdió tiempo en hacer lo que se le pedía.
¡Uf! ¡Qué salada era el agua y cómo rugían las olas cuando los peces se zambullían en ellas, enviando el blanco rocío muy por encima de su cabeza!
La pobre Flor de Arce estaba más muerta que viva cuando llegaron a la orilla, pero en cuanto recobró el aliento, dijo a su nuevo amigo:
—Si vienes conmigo al país de las hadas, podrás nadar en un arroyo claro como el cristal. No hay sal en él, ni olas agitadas y todas las hadas del valle te protegerán de cualquier daño.
—¡Agua sin sal! No puedo imaginarlo —dijo el gran sábalo—. ¡Y sin olas! Me moriría de nostalgia allí.
Así, cuando Flor de Arce vio que no había nada que pudiera hacer por él, le dio las gracias amablemente, y se volvió hacia el castillo del Gigante, que se alzaba sobre una alta colina cerca del mar, tal como había dicho la luna.
Pero las alas de Flor de Arce estaban tan mojadas y tan cansadas que, aunque lo intentó una, dos y tres veces, no pudo volar hasta el borde más bajo de la ventana del castillo; y nadie sabe lo que habría hecho si un vencejo que había salido tarde de casa no hubiera pasado volando justo en ese momento.
Vivía en la chimenea del castillo y, cuando se enteró de lo que quería la pequeña hada, se ofreció a llevarla a su nido.
—Una vez allí, todo será fácil —dijo—, pues no hay mejor manera de entrar en el castillo que por la chimenea.
Así que Flor de Arce se sentó entre las alas del vencejo, y subieron hasta lo alto de la chimenea y luego bajaron por la abertura hasta su hogar, que parecía sólo la mitad de un nido sujeto contra la pared.
—Si vienes conmigo al País de las hadas —dijo Flor de Arce al verlo—, tendrás como hogar el árbol más verde del bosque. Y las hadas te ayudarán a construir allí un nido entero.
Pero el vencejo sólo se rio de ella.
—No hay mejor lugar que una chimenea para criar pajarillos. Me inquietaría verlos cada minuto en un árbol. Y en cuanto a un nido entero, no sé a qué te refieres —dijo ella.
Y cuando Flor de Arce vio que el vencejo estaba bien contento con su hogar, le dio las gracias, se despidió de él y comenzó a bajar por la chimenea.
No había más luz que la que la luna enviaba a través de la abertura situada en lo alto del nido del vencejo, y a todos los lados de la pequeña hada se alzaban las estrechas y rectas paredes de la chimenea, cubiertas de hollín negro. Se aferraba a ellas tan fuertemente como un liquen a una roca, metiendo los deditos de los pies en todas las grietas y agarrándose a los trozos de cemento que sobresalían aquí y allá de los ladrillos. Si agitaba un ala, caía sobre ella una lluvia de hollín, y cuando por fin entró en la habitación del Gigante, estaba tan negra como cualquier duende.
Pero no tuvo tiempo de pensar en sí misma, porque allí, dormido en la jaula dorada que había visto la luna, estaba el ruiseñor de la reina. No había forma de confundirlo, pues le faltaba una plumita en la punta del ala derecha, y la plumita que le faltaba estaba en el gorro de domingo de Flor de Arce, colgado de un arbusto de alisos en el valle de las hadas en ese mismo instante.
El Gigante dormía también, pero la jaula de oro estaba sobre una mesa cerca de él, tan cerca que la pobre Flor de Arce, cuyas alas no habían mejorado por el hollín de la chimenea, no podía alcanzarla sin subirse a la cama del Gigante.
Fue todo lo cuidadosa que pudo, pero apenas pisó la cama, tocó uno de los dedos del pie del Gigante, que dio un gran salto.
—¿Qué ocurre? —preguntó su esposa.
—Oh, nada —dijo—, sólo soñé que un ratoncito me hacía cosquillas en los dedos de los pies —y volvió a dormirse.
Flor de Arce no se atrevió a moverse hasta que lo oyó respirar con dificultad. Entonces, cruzó de puntillas la encimera, teniendo cuidado a cada paso; pero a pesar de su cuidado, sus alas rozaron una de las manos del Gigante; y éste dio un gran salto.
—¿¡Qué ocurre!? —gritó su esposa.
—Oh, nada —dijo—, sólo soñé que me caía una hoja en la mano —y cerró los ojos, se puso de lado y pronto se durmió.
Flor de Arce estaba ya cerca de la jaula, pero la mesa sobre la que estaba era tan alta y ella tan pequeña que, para llegar a la puerta, se vio obligada a pararse sobre la cabeza del Gigante.
Tan ligeros como cardos eran sus pies, pero apenas sintió el Gigante su pisada, dio un gran salto y, levantando la mano, se dio un tremendo golpe en la frente. Flor de Arce habría muerto aplastada si no se las hubiera arreglado para saltar, justo en ese instante, al borde de la jaula, donde se quedó temblando.
—¿¡Qué ocurre, ahora!? —gritó la esposa del Gigante.
—Oh, nada —dijo—, sólo he soñado que una mosca se posaba en mi frente —y pronto volvió a respirar pesadamente.
El ruiseñor, que no estaba acostumbrado a dormir de noche, estaba ya muy despierto, pero cuando vio a Flor de Arce no la reconoció, de tan negra que estaba.
—¿No te acuerdas del valle de las hadas y de la pequeña hada a la que diste una pluma para su gorro? —dijo entonces Flor de Arce; y cuando el ruiseñor oyó aquello, se alegró tanto que apenas pudo evitar estallar en una canción.

Abrir la puerta de la jaula fue sólo un momento y el ruiseñor pronto estuvo tan libre como el aire. Flor de Arce se sentó sobre su espalda y estaba a punto de volar a través de una ventana cercana abierta, cuando el gigante se despertó en verdad, y vio la jaula abierta.
—¡Ladrones! ¡Ladrones! —gritó con una voz tan terrible que el vencejo se estremeció en su nido y los peces grandes del Mar de Plata saltaron fuera del agua.
Si el Gigante hubiera visto a Flor de Arce y al ruiseñor, se habría ensañado con ellos; pero, por suerte para ellos, su esposa, que era una mujer de buen corazón, los vio antes que él y volcó la jaula de oro justo en su camino.
—Todo el lugar está embrujado —rugió él, tropezando con la jaula; y en el revuelo que siguió, el ruiseñor se escabulló sin ser visto.
Atravesaron el Mar de Plata, donde nadaban los peces, el seto de espinas que protegía el palacio de la encantadora princesa, los campos y las colinas donde brillaba el rocío, y llegaron directamente al Bosque Encantado.
—¿Quién viene por aquí? —gritó el hada guardiana de la hondonada.
—Flor de Arce y el ruiseñor —respondió el hada, y el país de las hadas se alegró mucho de su regreso.
—¡Cuánto tiempo te has tardado! —dijo Rayo Veloz.
—¡Qué rápido has vuelto! —dijo el pequeño Pies Centelleantes.
En cuanto a Especia de Vida, no pudo hablar en absoluto por reírse de Flor de Arce.
Entonces Flor de Arce se apresuró a bañarse en el arroyo y se puso su mejor traje de corte, de satén rosa y pétalos de rosa, adornado con encaje de tela de araña, pues la reina de las hadas había organizado un gran baile en su honor y no había tiempo que perder.
Una banda de grillos tocaba alegremente, el ruiseñor cantaba desde un matorral cercano y, dando vueltas y más vueltas, nuestras pequeñas amigas bailaron hasta que cantó el gallo y salió el sol; y era la hora de dormir de las hadas.