Princesa Cantilla

La princesa Canilla vivía en un castillo como la mayoría de las princesas, pero no era una princesa rica, pues su padre había perdido todas sus tierras y su dinero al disputar con otros reyes la extensión de su reino y el de ellos. 

Así que la pobre Cantilla tuvo que trabajar como cualquier campesina común y cocinar las comidas para ella y su padre.

El viejo castillo donde Cantilla y su padre vivían había caído en decadencia, y sólo algunas habitaciones en uno de sus extremos podían ser utilizadas, pues los murciélagos y los búhos se habían apoderado de las torres y de los magníficos salones del otro lado del castillo, donde alguna vez se vieron hermosas damas y caballeros con ánimos felices y festivos. Una cocina y una habitación para cada uno eran todas las habitaciones que Cantilla y su padre, el viejo rey, utilizaban, y los muebles eran tan viejos que apenas se sostenían.

Un día, Cantilla estaba cocinando sopa para la cena, y mientras el vapor salía de la tetera, Cantilla creyó ver una cara con una barba larga mirándola a ella. Pasó su mano por los ojos para aclarar la vista, y cuando volvió a mirar, había un rostro, y también una forma.

Un hombrecito con la espalda deforme y una barba larga y blanca, cuyos mechones llevaba sobre un brazo, salió entre la tapa y la olla y saltó al suelo.

—Princesa —dijo, inclinándose ante Cantilla—, soy un enano encantado. Puedo devolverte tu hermoso hogar y hacer que tu padre vuelva a ser un rey rico nuevamente. Puedo hacer que todas las habitaciones del viejo castillo se vuelvan nuevas y llenarlas de hermosas decoraciones y muebles, como eran antes de que tu padre se volviera tan pobre. 

Cantilla comenzó a sonreír al pensar en todo el lujo y la comodidad que describía el enano, y por un momento perdió de vista su cuerpo y rostro de feo aspecto, pero volvió en sí con lo que dijo el enano a continuación.  

—Te daré todo esto, princesa Cantilla, si te conviertes en mi esposa —dijo, dando un paso hacia Cantilla.

—Oh, no, ¡no! No puedo hacer eso —dijo Cantilla, levantando ambas manos como para ahuyentar incluso la idea de tal cosa. 

—Espera —dijo el enano—. No te precipites, princesa. Volveré a buscar una respuesta esta noche en la fuente del jardín donde crece la madreselva.

Antes de que Cantilla pueda responder, se pasó la barba por encima de la cabeza y desapareció en una nube de lo que parecía humo o vapor.

Cantilla miró a su alrededor y se pellizcó para asegurarse que no había soñado todo lo que acababa de ver. Poco a poco se convenció de que había sido un sueño, que debía haberse quedado dormida en su silla junto al fuego. 

Esa noche, mientras dormía, despertó al sentir que alguien le tocaba la cara. 

Cantilla había sido despertada tantas veces por los ratoncitos que invadían el viejo castillo que sólo se rozó la cara con la mano sin abrir los ojos y se volvió a dormir.

—¡Cantilla, abre los ojos! ¡Abre los ojos! —oyó a alguien susurrándole al oído, y nuevamente sintió que algo le tocaba el rostro.

Cantilla abrió los ojos y se sentó en la cama. La habitación era bastante luminosa, y una hermosa lámpara con pantalla de seda rosa daba un tinte rosado a todo lo que había en ella.

Cantilla estaba segura de que estaba soñando, porque no era su vieja y destartalada habitación lo que estaba mirando. 

Miró la funda de la cama, que también era de seda rosada; la tocó y encontró que estaba rellena del plumón más suave; también observó que llevaba un hermoso camisón de seda rosa y encaje.

En el suelo, junto a la cama sobre una suave alfombra rosa, había un par de pantuflas de raso adornadas con plumas de cisne.

—Estoy soñando —dijo Cantilla—, pero lo disfrutaré mientras dure —y miró a su alrededor.

Los muebles eran blancos y dorados, y en el suelo había suaves alfombras rosas. Su cama tenía pequeños Cupidos de oro en cada poste, que en sus manos sostenían los extremos de seda rosa que formaban un hermoso dosel. Pequeños volados de encaje caían de la parte inferior de la seda, dándole un aspecto muy suave y bonito a la luz de la lámpara.

En la mesa junto a su cama, donde estaba la lámpara, Cantilla vio una gran botella de vidrio y oro. La tomó y quitó el tapón de oro, luego inclinó la botella y se bañó la cara y las manos con el delicioso perfume que contenía.

Cantilla sacó sus pequeños pies de la cama, los metió en las pantuflas y caminó hacia el tocador dorado y blanco al otro lado de la habitación. 

Todo era tan hermoso que al principio sólo miró; luego tomó un cepillo de oro y cepilló su cabello. Tomó cada uno de los artículos de aseo y vio que en cada uno estaba la letra “C”.

—Deben pertenecerme —dijo Cantilla—. Pero, por supuesto, todo es un sueño —dijo, mientras abría un cajón de la gran cómoda dorada y blanca.

Lo que vio hizo gritar a Cantilla de asombro, pues el cajón estaba lleno de hermosas prendas, y al abrir los demás descubrió que todos estaban llenos de prendas de seda y encaje.

Cantilla se olvidó por completo de su sueño y, como si estuviera despierta, corrió hacia un armario, una de cuyas puertas estaba abierta. La echó hacia atrás y miró; ante su atónita mirada, colgaban vestidos de seda rosa y vestidos de seda azul y blanca y delicados vestidos de seda verde y amarilla.

Ahora bien, no les he dicho que Cantilla tenía el cabello negro, con largas ondas alrededor de su bonito rostro y sobre sus blancos hombros, y sus ojos eran tan azules como el azul más profundo de una violeta, y cuando se vistió con uno de los vestidos de seda rosa y se paró frente a un espejo, olvidó todo lo demás por un momento. De repente, escuchó que la llamaban suavemente.

—Cantilla, Cantilla —decía la voz.

Cantilla miró hacia arriba, y en lo alto del espejo había una pequeña hada vestida de gasa rosa. 

—Oh, ¡tienes un hermoso vestido también! —dijo Cantilla, olvidando su sorpresa por ver un hada en la habitación.

—Si, pero es el único vestido que tengo —dijo la pequeña criatura, con una sonrisa—, mientras que tú tienes un armario repleto; pero el mío nunca se desgasta, y los tuyos sí.

—Querrás decir que me despertaré en un minuto, supongo —dijo Cantilla—. Si, sé que es un sueño, pero la estoy pasando bien. Desearía tener este sueño todas las noches. No me importaría ser pobre durante el día.

—Ah, pero no estas soñado, princesa Cantilla —dijo el hada—, y si me sigues, te mostraré más de tu hermoso hogar. Ven.

Cantilla no respondió, sólo caminó tras el hada, que se deslizó delante de Cantilla como un pajarillo rosa. 

El hada tocó una puerta con su varita y se abrió inmediatamente. Cantilla miró a su alrededor con asombro, pues el salón, que había estado decorado con restos descoloridos tapices colgados, ahora parecía el salón de un rey. 

El tapiz colgaba entero y con aspecto lujoso sobre la pared, que era de un azul intenso y dorada. La vieja armadura, que solía estar rota y cubierta de polvo y moho, estaba erguida como si su antiguo portador estuviera dentro de ella.

El hada tocó la puerta de la habitación donde dormía el viejo rey, y nuevamente Cantilla miró con asombro, pues su padre dormía bajo un dosel rojo y dorado sobre una cama de oro, y todos los muebles de su habitación eran dignos de un rey.

Cantilla miró a su padre. Sonreía mientras dormía, y el aspecto cansado de su rostro había desaparecido. 

El hada le hizo una seña y Cantilla, mirando de reojo a su padre dormido, la siguió.

A continuación, se abrió el antiguo comedor para que Cantilla lo viera. Las cortinas, antes decoloradas y rotas, estaban enteras, y los murciélagos y los búhos habían desaparecido de los rincones del salón, donde a menudo hacían sus nidos. 

La hermosa mesa de ónix y plata estaba cubierta por platos de plata, y junto a cada lugar había delicadas servilletas de encaje preparadas para los invitados que llegaran. Pero el hada continuó, y pronto Cantilla vio los hermosos salones donde el viejo rey celebraba sus grandes bailes y reyes, reinas, príncipes y princesas habían danzado.

Las luces encendidas en los apliques de oro y cristal sujetos a las paredes hacían que el lugar luciera como el país de las hadas.

En las ventanas, enteras y relucientes, colgaban invaluables cortinas de damasco azul con sus bordes de encaje, y las sillas de oro se erguían y resplandecían contra las paredes, y el suelo brillaba por su pulido.

Y así, a través de todo el castillo, el hada condujo a la maravillada pequeña princesa a contemplar su antiguo hogar arruinado, ahora hermoso y entero.

Luego el hada llevó a Cantilla a los jardines. Las fuentes, que se habían secado, jugaban a la luz de la luna, se oía a los ruiseñores entre las rosas, y el aire estaba lleno de deliciosos perfumes.

Cuando llegaron al extremo inferior del jardín, Cantilla se detuvo de repente y se quedó quieta. Estaba junto a una fuente, y la madreselva crecía sobre una pérgola cercana a ella.

Cantilla recordó las palabras que le había dicho el enano que había visto en su sueño:

—Volveré a buscar una respuesta esta noche en la fuente del jardín donde crece la madreselva.

El hada se posó en un arbusto junto a ella.

—Ahora lo recuerdas, ¿cierto? —preguntó—. Ves que no estabas soñando esta mañana y no estás soñando ahora, mi princesa, pero no puedo ayudarte. He terminado mi trabajo y debo regresar con mi reina. ¡Adiós!

Cantilla vio desaparecer el hada sin pronunciar una sola palabra. En su mente solo veía los feos rasgos del enano y escuchaba sus palabras.

Un minuto después vio lo que parecía ser una nube cerca del arbusto de madreselva, y luego el enano que había visto en la mañana se paró a su lado con las puntas de su larga barba blanca tendidas sobre un brazo.

—He venido, princesa Cantilla, por mi respuesta — dijo el enano—. Cásate conmigo, y todo lo que has visto será tuyo.

Cantilla extendió las manos como lo había hecho en la mañana y comenzó a responder, pero el enano la detuvo.

—Antes de dar tu respuesta —dijo—, piensa en tu viejo padre, y en lo contento y feliz que se veía rodeado de las comodidades de sus antiguos días de prosperidad.

Cantilla dejó caer sus brazos a los lados, agachó la cabeza y se quedó pensativa. Vio nuevamente a su viejo padre en su cama de oro y su rostro, que parecía tan feliz. Levantó la cabeza sin mirar a la horrible criatura delante de ella y dijo:

—Acepto; me convertiré en tu esposa; no puedo amarte, pero me casaré contigo si eso te satisface.

—Sígueme, entonces —dijo el enano, lanzando su larga barba sobre su cabeza y dejándola caer sobre Cantilla mientras hablaba.

Cantilla vio solo una nube esponjosa que la rodeaba, y lo siguiente que supo es que estaba en una pequeña isla en el medio del océano, de color azul profundo, con el enano de pie a su lado.

El enano, aún con la barba sobre un brazo, se llevó las manos a la boca y dio un grito fuerte y largo, que pareció descender a las profundidades del océano.

Desde el agua salieron un brazo y una mano sosteniendo una enorme caracola, y luego Cantilla vio aparecer una cabeza que lanzó un largo y fuerte soplido en la caracola.

Se oyó un chapoteo y del agua salió un anciano en un carro de nácar.

El carro era tirado por dos caballos con patas y crines de oro, y el anciano llevaba en una mano una larga varita con tres puntas en un extremo.

El anciano golpeó el agua con la extraña varita, y por toda la superficie del agua surgieron ninfas marinas y todo tipo de monstruos y criaturas que viven en el fondo del océano.

Pero cuando aparecieron las sirenas, el anciano las envió rápidamente de regreso, y condujo su carro hacia Cantilla y el enano

Cantilla ya no estaba asustada ni sorprendida, y se quedó de pie junto al enano, esperando a ver qué ocurriría a continuación.

—Mi señor Neptuno —dijo el enano, inclinándose mientras el anciano se acercaba a la isla donde se encontraban Cantilla y el enano—, he venido con mi princesa para que usted realice la ceremonia. Ella ha aceptado convertirse en mi esposa.

—¿Qué? —gritó el anciano enojado—. ¿Quieres decir que has encontrado una princesa que aceptará tener un esposo como tú, desgraciado, feo y deforme?

—Contéstale, mi princesa —dijo el enano—. Dile a mi Señor Neptuno que has aceptado casarte conmigo.

—Acepto casarme con el enano —alcanzó a decir Cantilla, y nuevamente el anciano golpeó el agua, esta vez enojado, y el agua brotó a su alrededor como enormes fuentes vomitando ríos.

Cantilla sintió que el enano le tomó la mano, y le dijo:

—No temas, mi princesa; pronto acabará.

Al cabo de unos minutos el agua se calmó nuevamente, y el anciano en el carro se quedó un poco más alejado, rodeado por ninfas y otras criaturas, sosteniendo la varita de tres picos sobre su cabeza.

—Los libero, están casados; desaparezcan de mi vista —dijo el anciano, y cuando el trompetista hizo sonar su fuerte llamada, el anciano y su carro se adentraron en las aguas profundas, seguidos por las ninfas y los demás.

Cantilla miró hacia el enano, preguntándose si alguien había tenido alguna vez una boda tan extraña; pero, para su sorpresa, había desaparecido, y a su lado se encontraba un hombre apuesto, que dijo:

—Princesa, he aquí tu esposo. He sido liberado del hechizo del anciano del mar, que quería que me convirtiera en un monstruo marino y viviera en el fondo del océano.

—Me transformaron en el enano feo porque no me casé con una sirena que se había enamorado de mí un día mientras me bañaba; ella invocó a una bruja marina para que me transformara en un monstruo marino, y aunque logré escapar antes de tomar la forma del mar, no logré escapar antes que me transformaran en el feo enano que has visto esta mañana.

—Un hada bondadosa intercedió ante su reina para salvarme, y ella acudió al anciano, que es Neptuno, el Dios de los Mares. Le dijo a la reina que, si encontraba una princesa que aceptara casarse conmigo, me liberaría del hechizo que la bruja del mar había lanzado sobre mí.

—Ya sabes cómo se logró eso, princesa, y si piensas que puedes aceptarme como tu esposo en lugar del enano, volveremos al castillo donde tu padre duerme, espero, pues la reina de las Hadas dijo que esperaría hasta el amanecer por nuestro regreso.

Cantilla, que ya no parecía triste, sino sonriente y feliz, tomó la mano de su esposo y le dijo que era la mujer más feliz del mundo.

—Y yo soy el hombre más feliz del mundo —dijo su esposo—, pues no solo me he liberado del hechizo de la bruja del mar, sino que he ganado como esposa a la única mujer del mundo a la que podría amar.

Aplaudió tres veces y apareció el hada de vestido de gasa rosa.

—La reina les envía su amor y este mensaje: “Benditos sean, hijos míos”, y ahora los llevaré a casa, al castillo.

Tocó a la princesa y su marido en la mejilla con su varita y Cantilla se encontró de nuevo en el jardín del castillo, junto a la fuente y el arbusto de madreselva, con su apuesto esposo a su lado.

—Ven, cariño, debemos ir dentro a desayunar —dijo su esposo—. Tu padre debe estar esperándonos.

—¿Cómo le explicaremos nuestra boda y los cambios de apariencia del castillo? —preguntó Cantilla.

—Oh, la Reina de las Hadas ya ha arreglado todo eso —dijo el esposo de Cantilla—. Tu padre no recordará que alguna vez perdió su fortuna; no hará preguntas.

Cantilla y su esposo entraron de la mano al castillo para desayunar, y desde aquel día Cantilla no conoció otra pena ni momento de infelicidad.


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