—¡Bueno, ya está todo arreglado! —exclamó un día el Tío Wiggily Orejaslargas, el señor conejo, mientras subía a saltitos los escalones de su cabaña de troncos huecos donde la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, su ama de llaves rata almizclera, se abanicaba con una hoja de col atada a la cola—. Ya está todo arreglado.
—¿Qué cosa? —preguntó la Srta. Fuzzy Wuzzy—. No querrás decirme que te ha pasado algo, ¿no? —y parecía bastante ansiosa.
—No, estoy bien —rio el Tío Wiggily—, y espero que tú estés igual. Lo que quería decir es que ya está decidido dónde vamos a pasar las vacaciones este verano.
—Oh, ¡dime dónde! —exclamó la señora rata almizclera dando palmadas, ansiosa.
—En una cabaña de troncos huecos, como éste, pero en el bosque en vez de en el campo —respondió el Tío Wiggily.
—¡Oh, eso estará muy bien! —exclamó la Srta. Fuzzy Wuzzy—. Me encanta el bosque. ¿Cuándo nos vamos?
—Muy pronto —respondió el señor tío conejo—. Puedes empezar a hacer las maletas cuando quieras.
Y la Nana Jane y el Tío Wiggily se trasladaron al bosque al día siguiente y comenzaron sus aventuras.
Supongo que la mayoría de ustedes conocen al señor conejo y a su ama de llaves, una rata almizclera que lo cuidaba cuando estaba enfermo de reumatismo. El Tío Wiggily vivió montones y montones de aventuras, de las que les he hablado en los libros anteriores a éste.
Había viajado en busca de fortuna, incluso había navegado en su dirigible, y una vez conoció a Mamá Ganso y a todos sus amigos, desde el Viejo Rey Cole hasta el Pequeño Jack Horner.
El Tío Wiggily tenía muchos amigos entre los niños y niñas animales. Sammie y Susie Colita, los conejos, tienen un libro para ellos solos, al igual que Jackie y Peetie Gua Guau, los cachorros de perro, y Jollie y Jillie Colalarga, los ratones.
—Y supongo que nos encontraremos con todos tus amigos en el bosque, ¿verdad, Tío Wiggily? —preguntó la Nana Jane, mientras se trasladaban de la vieja cabaña de troncos huecos a la nueva.
—Oh, sí, supongo que sí, por supuesto —respondió riendo, mientras se ajustaba más el alto sombrero de seda a la cabeza, se ponía las gafas y tomaba su muleta para el reumatismo, de rayas rojas, blancas y azules, que la Nana Jane le había arrancado de un tallo de maíz.
Así que, érase una vez, no hace muchos años, como deben empezar todas las buenas historias, el Tío Wiggily y la Nana Jane se encontraban en el bosque. Hacía un día precioso entre los árboles, y en cuanto el señor conejo hubo ayudado a la Srta. Fuzzy Wuzzy a arreglar la cabaña de troncos huecos, salió a dar un paseo.
—Quiero ver qué clase de aventuras me esperan en el bosque —dijo el Sr. Orejaslargas mientras avanzaba dando saltitos.
En aquel bosque vivían, entre otras muchas criaturas buenas y malas, dos caimanes que no eran precisamente amigos del tío conejo. Pero no dejen que eso los preocupe, porque, aunque los caimanes, y otros animales desagradables, puedan, de vez en cuando, causarle problemas al Tío Wiggily, nunca dejaré que le hagan daño de verdad. ¡Eso lo arreglaré!
Así que, un día, el caimán de cola jorobada y su hermano, otro caimán de cola jorobada, cuya cola era de doble articulación, estaban dando un paseo juntos por el bosque, tal como hacía el Tío Wiggily.
—Hermano —empezó el caimán de cola jorobada (que es como yo lo llamo para abreviar)—, hermano, ¿no te gustaría un buen conejo?
—Claro que sí —contestó el caimán de cola jorobada, que podía mover las aletas en ambos sentidos—. Y no conozco un conejo más bonito que el Tío Wiggily Orejaslargas.
—¡El mismo en el que estaba pensando! —exclamó el otro caimán—. ¡Atrapémoslo!
—¡Eso es lo que haremos! —dijo el tipo de las dos articulaciones—. Nos esconderemos en el bosque hasta que aparezca, como todos los días, y entonces saltaremos y lo agarraremos. Oh, ¡ñam, ñam!
—¡Vale! —gruñó su hermano—. ¡Vamos!
Se arrastraron por el bosque, y muy pronto llegaron a un sauce, cuyas ramas crecían tan bajas que parecían una cortina que se hubiera desenrollado del rodillo, cuando el gato se cuelga de ella.
—Este es el lugar donde debemos escondernos, en el sauce llorón —dijo el caimán con la cola llena de protuberancias.
—Justo aquí —coincidió su hermano.
Así que se escondieron detrás de las gruesas ramas del árbol, que se había deshojado por el comienzo de la primavera, y allí las dos malvadas criaturas esperaron.
Poco antes, el Tío Wiggily había salido de su cabaña de troncos huecos para pasear por el bosque y los campos, como hacía todos los días.
—Me pregunto qué clase de aventura viviré esta vez —se dijo a sí mismo—. Espero que sea muy bonita.

¡Oh! Si el Tío Wiggily hubiera sabido lo que le esperaba, creo que se habría quedado en su cabaña de troncos huecos. Pero no importa, al final haré que todo salga bien, ya verán si no. Todavía no sé cómo voy a hacerlo, pero encontraré la manera, no teman.
El Tío Wiggily siguió brincando, de vez en cuando balanceando su muleta con rayas rojas, blancas y azules como si fuera un bastón, porque se sentía muy joven, ágil y primaveral. Pronto llegó al sauce. Estaba mirándolo pensativo, preguntándose si no le sentaría bien mordisquear alguna de sus verdes hojas, cuando, de repente, saltaron los dos caimanes malvados y agarraron al señor conejo.
—¡Ahora te tenemos! —exclamó el caimán de cola jorobada.
—Y no podrás escapar de nosotros —dijo el otro, el de la cola de doble articulación.
—Oh, por favor, ¡déjenme ir! —suplicó el Tío Wiggily, pero le clavaron las garras en el pelaje y lo arrastraron de nuevo bajo el árbol, que mantenía sus ramas muy bajas. Ya te he dicho que era un sauce llorón, y justo ahora estaba llorando, creo, porque el Tío Wiggily estaba en apuros.
—Ahora veamos —dijo el caimán de cola de dos articulaciones—. Llevaré este conejo a casa y luego…
—¡No harás nada de eso! —interrumpió el otro, y tampoco muy educadamente—. Lo llevaré yo mismo. Lo he cazado tanto como tú.
—Bueno, tal vez lo hiciste, pero yo lo vi primero.
—¡No me importa! Fue idea mía. A mí se me ocurrió primero esta forma de atraparlo.
Y entonces aquellos dos caimanes discutieron y hablaron muy desagradablemente entre sí.
Pero, todo el tiempo, mantenían bien agarrado al tío conejo, para que no pudiera escaparse.
—Bueno —dijo el caimán de cola de doble articulación después de un rato—, debemos resolver esto de una u otra manera. ¿Voy a llevarlo yo a nuestra guarida, o tú?
—¡Yo! Yo lo haré. Si te lo llevas te lo quedarías todo para ti. Te conozco.
—¡No, no lo haría! Pero eso es justo lo que tú harías. Te conozco demasiado bien. No, si no puedo llevar yo mismo este conejo a casa, ¡tú tampoco lo harás!
—Yo digo lo mismo. Voy a defender mis derechos.
Ahora bien, mientras los dos caimanes malos hablaban de esta manera no prestaron mucha atención al Tío Wiggily. Lo sujetaban tan fuertemente con sus garras que no podía escapar, pero podía usar sus propias patas, y, cuando las dos malas criaturas estaban hablando en la cara del otro, y usando grandes palabras, el Tío Wiggily estiró la mano y cortó un trozo de madera de sauce con su corteza.
Y luego, mientras los caimanes disputaban y no miraban, el tío conejo se fabricó un silbato con el palo del sauce. Aflojó la corteza, que se desprendió como un guante de seda, y luego cortó un lugar para soplar su aliento, y otro lugar para dejar salir el aire y así sucesivamente, hasta que tuvo un silbato muy fino de hecho, casi tan ruidoso como los que tienen los policías para evitar que los automóviles te salpiquen de barro para que un trolebús no te choque.
—Te diré lo que haremos —dijo por fin el caimán de cola jorobada—. Ya que no me dejas llevarlo a casa, y yo no te dejo a ti, llevémoslo los dos juntos. Tú lo sujetas por un lado y yo por otro.
—¡Vale! —exclamó el otro caimán.
—¡Oh, jo! ¡No lo creo! —exclamó de repente el conejo—. Supongo que no me llevará uno de ustedes ni ambos a su guarida. Por supuesto que no.
—¿Por qué no? —preguntó el caimán de cola jorobada, de un modo descortés y sarcástico.
—Porque voy a hacer sonar mi silbato y llamar así a la policía —continuó el tío conejo—. ¡Pi, pi! ¡Pipiripi!
Y entonces hizo sonar su silbato de sauce con tanta fuerza y estridencia que los caimanes tuvieron que taparse los oídos con las patas. Y cuando lo hicieron, tuvieron que soltar al tío conejo. Llevaba el sombrero de seda sobre las orejas, así que daba igual lo fuerte que sonara el silbato. No podía oírlo.
—¡Pi, pi! ¡Pipiripi! —sopló con el silbato de sauce.
—¡Oh, basta! ¡Detente! —exclamó el caimán de cola jorobada.
—¡Vamos, huye antes que venga la policía! —dijo su hermano. Y ambos salieron corriendo de debajo del sauce, dejando al Tío Wiggily a salvo detrás.
—Bueno —dijo el señor conejo mientras saltaba hacia su cabaña—, menos mal que aprendí, cuando era un niño conejo, a hacer silbatos.
Y yo también lo creo.