Érase una vez un árbol que se erguía alto y orgulloso en medio de un inmenso campo verde. Llevaba allí muchos años y había visto cambiar las estaciones muchas veces.
Un día de primavera, el árbol vio que aparecían pequeños brotes verdes en sus ramas. Estaba muy emocionado porque sabía que esos brotes pronto se convertirían en hermosas flores. Sin embargo, la emoción del árbol duró poco cuando llegó la helada.
La escarcha vio los capullos y preguntó al árbol si debía llevárselos. Pero el árbol suplicó a la escarcha que dejara que los capullos se quedaran hasta que se convirtieran en flores. El árbol temblaba desde la raíz hasta la copa mientras esperaba ansioso a que los capullos florecieran.
Pasaron los días, y los capullos del árbol estallaron finalmente en vibrantes y coloridas flores. Los pájaros llegaban volando de todas partes, y cantaban y gorjeaban alegremente entre las ramas.
Sin embargo, el viento no tardó en llegar y vio las flores en el árbol. Le preguntó si debía llevárselas. Pero el árbol suplicó al viento que dejara las flores hasta que se convirtieran en bayas. Las hojas del árbol temblaban mientras esperaba la siguiente etapa de su crecimiento.

Finalmente, las bayas crecieron y maduraron en una fruta deliciosa y jugosa bajo el cálido sol del verano. Una niña que pasaba junto al árbol se fijó en los frutos y le preguntó si podía comer algunos. El árbol respondió alegremente:
—Si, todas las que veas; tómalas, son todas para ti —el árbol inclinó sus ramas para que la niña pudiera recoger toda la fruta que quisiera.
La niña agradeció la generosidad del árbol y prometió volver todos los años para compartir los frutos con su familia y amigos. Y así, el árbol siguió creciendo y dando frutos, sabiendo que sus regalos eran apreciados y valorados por todos los que venían a visitarlo.