El Tío Wiggily y el Camello

—¿Qué clase de aventura crees que vas a tener hoy, Tío Wiggily? —le preguntó una mañana el ama de llaves rata almizclera al conejo, mientras se alejaba a saltitos de su cabaña de troncos huecos.

—Bueno, Nana Jane, no lo sé —fue la respuesta—. Puede que vuelva a encontrarme con alguno de esos animales de circo.

—Espero que sí —dijo la Sta. Fuzzy Wuzzy mientras se hacía un nudo en los bigotes, ya que ese día iba a quitar el polvo de los muebles—. Los animales de circo son muy amables contigo. Y es extraño, porque algunos de ellos son bestias salvajes.

—Sí —dijo el señor conejito—, me alegra decir que los animales del circo eran amables y gentiles. Más que los Pipsisewah o los Skeezicks. Pero, ya ves, a los animales del circo se les ha enseñado a ser amables y buenos, es decir, a la mayoría de ellos.

—¡Espero que nunca te encuentres con los de la otra clase, los que quieren morderte las orejas! —exclamó la Nana Jane mientras el Tío Wiggily se ponía el alto sombrero de seda por delante y se ponía en marcha con su muleta para el reumatismo a rayas rojas, blancas y azules bajo la pata.

—Espero que no le pase nada —suspiró la Nana Jane mientras entraba a colocar los platos en el armario de la vajilla.

Pero algo iba a pasarle al Tío Wiggily. Les contaré todo.

El señor conejo saltaba y saltaba por el bosque, buscando aventuras a un lado y a otro del sendero. Empezaba a pensar que nunca encontraría una cuando, de repente, oyó un susurro entre los arbustos y una voz dijo:

—¡Oh, cielos! ¡No puedo dar un salto más! Estoy muy cansado, me pesa mucho el fardo. Creo que me estoy volviendo viejo.

—¡Ja! Eso suena a problemas de toda la vida —murmuró el Tío Wiggily para sus adentros—. Tal vez pueda ayudar, siempre que no sea el lobo o el zorro, y no suena como ellos.

El señor conejo se asomó a través de los árboles y, sentado en un tronco plano, vio a un viejo señor gato, con aspecto bastante triste y desamparado.

—¡Hola, Sr. Gato! —llamó alegremente el Tío Wiggily, mientras saltaba hacia el tronco—. ¿Cuál es el problema?

—Oh, ¡muchos problemas! —maulló el gato—. Verás, soy vendedor ambulante. Voy de un sitio a otro vendiendo alfileres, agujas y cosas que necesitan las señoras para coser. Aquí está mi mochila —y señaló un gran fardo en el suelo, cerca del tronco.

—Pero, ¿qué ocurre? —preguntó el señor conejo—. ¿Las señoras animales no te compran alfileres, agujas y carretes de hilo? Date una vuelta y ve a ver a la Nana Jane Fuzzy Wuzzy, mi ama de llaves rata almizclera. Siempre está cociendo y remendando. Ella comprará cosas de tu mochila.

—Oh, el problema no es venderlos —dijo el Sr. Gato—. Pero me estoy poniendo tan viejo y rígido que ya casi no puedo llevar la mochila a la espalda. Tengo que sentarme y descansar porque me duele mucho la espalda. ¡Qué cansado estoy! Qué mundo tan agotador es éste.

—¡Oh, no digas eso! —rio el Tío Wiggily, que aquella mañana se sentía bastante alegre—. ¡Mira como brilla el sol!

—Sólo hace que me dé mucho más calor llevar la mochila en mi espalda —suspiró el gato.

—¡Ja! Ahí es donde yo puedo ayudarte —exclamó el Sr. Orejaslargas—. Estoy bastante bien y fuerte, excepto por un poco de reumatismo de vez en cuando. Eso, sin embargo, no me molesta ahora, así que llevaré tu mochila de vendedor ambulante por ti.

—¿Lo harás? ¡Eres muy amable! —dijo el gato—. Quizá algún día pueda hacerte un favor.

—Oh, ¡eso estará bien! —rio el conejo, mientras centelleaba su rosada nariz—. Ven, viajaremos juntos y tal vez encontremos alguna aventura.

El Tío Wiggily se echó a la espalda la mochila del gato, el gato cargó con la muleta del conejito, y juntos se pusieron en marcha a través del bosque. No habían ido muy lejos, y el conejito se preguntaba si no podría vender a la Nana Jane un montón de alfileres para ayudar al pobre gato cuando, de repente, una voz fuerte y gruñona gritó:

—Oh, ¿dónde puedo encontrar un poco de agua? ¡Cuánto necesito beber! Puedo estar siete días sin beber, pero éste es el octavo y si no encuentro agua pronto, ¡no sé lo que me va a pasar!

—Me pregunto quién será —preguntó el gato vendedor ambulante.

—No lo sé, pero pronto lo descubriremos —dijo el Sr. Orejaslargas.

Miraron entre los arbustos y allí vieron un animal muy extraño, y tampoco era lo que se dice bonito. Este animal tenía un cuello largo, doblado como la letra U, y su cara parecía como si se hubiera revolcado sobre ella mientras dormía. Pero lo más extraño de todo era su lomo, en el que había dos jorobas, como pequeñas montañas, que llegaban hasta los picos.

—Oh, ¡qué tipo tan extraño! —maulló el gato vendedor ambulante.

—¡Sh, que no te oiga! —susurró el Tío Wiggily—. Creo que es un animal de circo.

—Tienes razón… ¡Lo soy! —exclamó el tipo de las dos jorobas, mirando hacia los arbustos tras los cuales estaban el Tío Wiggily y el gato—. Yo también he oído lo que ha dicho, señor Gato. Pero no me importa. Soy un camello y estoy acostumbrado a oír a la gente decir lo raro que parezco. Pero ahora estoy en apuros. ¡Ay, cielos!

—¿Qué te pasa? —preguntó el Tío Wiggily amablemente.

—Tengo mucha sed —dijo el camello—. Verás, di un largo trago antes de escaparme del circo, cosa que hice, muy tontamente, pues quería vivir algunas aventuras. Pues bien, las estoy teniendo. Me he perdido en el bosque, y, aunque tenía bastante para comer, no encontraba nada para beber. En el desierto, de donde vengo, podía encontrar agua de vez en cuando. Pero aquí estoy perdido. Y aunque soy un camello y puedo retener suficiente agua en el estómago para varios días, ahora se me ha acabado el tiempo. Hace más de siete días que no bebo, y si no bebo pronto, no sé qué pasará.

—Oh, puedo llevarte al estanque de los patos y podrás beber allí, Sr. Camello —dijo el Tío Wiggily, mientras saltaba desde atrás del arbusto.

—¡Oh, no! ¡Qué gracioso eres! —gruñó el camello; no es que estuviera enfadado, sólo que un gruñido era su forma habitual de hablar—. ¿Eres un pequeño camello?

—Pues no, no soy un camello —respondió el conejo—. ¿Qué te ha hecho pensar eso?

—Por esa joroba que tienes en la espalda —dijo el camello—. Algunos camellos tenemos dos jorobas y otros sólo una. Pero tú no puedes ser un camello de una sola joroba. Nunca he visto uno con orejas tan largas.

—¡Claro que no soy un camello! —rio el Tío Wiggily—. Soy un conejo, y esta mochila que ves pertenece a este pobre gato vendedor ambulante, que está demasiado cansado para llevarla. Así que yo la llevo por él.

—Eres muy amable —dijo el sediento animal de circo—. De hecho, me parece que te gusta mucho ser amable, Sr. Orejaslargas. Llevas la mochila del gato, y ahora te ofreces a mostrarme dónde conseguir un trago. Y, si puedes, me gustaría que me llevaras pronto al agua. ¡Tengo mucha sed!

—¡Sígueme! —dijo el Tío Wiggily.  Y partió saltando por el bosque, llevando la mochila del gato vendedor ambulante, y seguido por el camello de dos jorobas, cuyo largo cuello se balanceaba de un lado a otro como el péndulo de un reloj, mientras sus jorobas se agitaban como dos cuencos llenos de gelatina.

Pronto llegaron al estanque de los patos y allí el camello metió su extraña cara en el agua y bebió cuanto quiso. Tardó mucho en beber, como hacen siempre los camellos, pues deben poner en el estómago lo suficiente para una semana, en caso de que no encuentren más agua antes de que pasen siete días.

El gato y el Tío Wiggily se quedaron mirando al camello, pensando en lo raro y feo que era, pero honesto a pesar de todo, cuando, de repente, ¡salió de detrás de un arbusto el viejo y malvado Pipsisewah!

—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Ya te tengo! —aulló el Pipsisewah—. ¡Ahora te mordisquearé las orejas, Tío Wiggily!

El señor conejito echó a correr, pero, como llevaba atada a la espalda la mochila del gato vendedor ambulante, el conejito no podía dar ningún salto rápido.

—¡Te atraparé! ¡Te atraparé! —dijo el Pipsisewah.

—¡Oh, rayos! ¡Cielos! —dijo el Tío Wiggily, preguntándose quién iba a salvarlo, pues sabía que el viejo y cansado gato vendedor ambulante no podría.

Y entonces, de repente, el camello del circo terminó su largo trago y, con un alegre gruñido, gritó:

—¡Toma! ¡Deja en paz al Tío Wiggily! —y con su ancha pata, que era grande y ancha para que no se hundiera en la suave arena del desierto, el camello pisó la cola del Pipsisewah, reteniéndolo para que no pudiera perseguir al Tío Wiggily.

—¡Guau! ¡Guau! —aulló el Pip.

—¡Jaja! —rio el gato vendedor ambulante—. ¡Miau!

—¡Espera a que me suelte y te perseguiré a ti también! —le gritó el Pipsisewah al gato—. ¡Sólo espera!

—¡No tengas miedo! —dijo el camello, con una sonrisa que le hacía parecer más feo que antes, aunque eso no importaba—. ¡Aquí, Tío Wiggily! ¡Súbete a mi lomo, entre mis dos jorobas! Tú también, Sr. Gato, súbete a mi espalda. Tú y el señor conejo pueden sentarse ahí como solía montarme la gente del desierto antes de que me uniera al circo. Suban, mis amables amigos, y pronto los sacaré sanos y salvos de este bosque. Puedo ir rápido, ahora que he bebido un buen trago de agua. ¡Suban!

El Tío Wiggily, con la mochila del gato, se subió al lomo del camello. El gato también saltó. Todo el tiempo el camello mantuvo su ancha pata en la cola del Pipsisewah, para que el malvado animal no pudiera soltarse. Y cuando el conejito y el gato estuvieron a salvo en su sitio, acurrucados entre las jorobas del camello, la extraña criatura se puso en marcha, soltando la cola del Pip.

 —¡Ja! ¡Ahora no puedes con nosotros! —maulló el gato, mirando desde la espalda del camello.

—¡Espera! Atraparé al Tío Wiggily y a ti también —aulló el Pip—. Y a ti, Sr. Camello, te castigaré por pisarme la cola.

—¡Bah! ¡Tonterías! —gruñó el camello—. El Tío Wiggily me ayudó mostrándome dónde encontrar agua, y ahora yo lo estoy ayudando a él —y se fue, muy deprisa para ser tan raro.

Y el viejo Pip se alejó dando saltitos para ponerse un poco de musgo blando en su dolorida cola.

—¡Qué alegría! —rio el Tío Wiggily, centelleando su rosada nariz—. Nunca esperé dar un paseo sobre el lomo de un camello. ¡Es como un desfile de circo! Ojalá la Nana Jane pudiera verme.

Y la señora rata almizclera lo hizo, porque el amable camello llevó al Tío Wiggily hasta la cabaña del conejito, y cuando la señora rata almizclera, el ama de llaves vio al Sr. Orejaslargas entre las dos jorobas, gritó:

—¡Por las barbas del profeta y una cesta de pompas de jabón! ¿Qué pasará ahora?

—No lo sé —rio el Tío Wiggily.

—En cuanto a mí, volveré al circo —dijo el camello. Y así lo hizo. El gato vendedor ambulante, después de venderle a la Nana Jane un poco de seda para coser, se quedó un tiempo con el señor Orejaslargas, descansando para estar lo bastante fuerte como para llevar su propio paquete de agujas, alfileres e hilo. Y en cuanto al conejito, tuvo más aventuras, por supuesto.


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