En una tierra lejana, con montañas nevadas y ríos serpenteantes, vivió una vez un poderoso zar. Su pueblo lo amaba y no le temía en absoluto. La mirada de su ojo de águila era muy amistosa. Siempre estaba dispuesto a escuchar sus súplicas de ayuda o justicia. Cuando cabalgaba en su gran caballo blanco con adornos dorados, el pueblo se reunía para bendecirlo. En su vasto reino no había un solo hombre, mujer o niño descontento. No tenía enemigos que lo molestaran, pues otros gobernantes sabían que sus tropas se desvanecerían como la niebla a la luz del sol ante un ataque de su victorioso ejército. Sus tres hijos, Dimitri, Vasili e Iván, eran todo lo que un padre podía desear. Sin embargo, el buen zar tenía preocupaciones y, mientras paseaba por su jardín, suspiraba profundamente de vez en cuando.
Este jardín era su mayor orgullo. En él crecían los árboles más hermosos. A la sombra crecían flores deslumbrantes y raras que le traían viajeros de todas partes del mundo. El delicioso aroma de su millón de rosales era transportado por el viento hasta cincuenta millas del palacio. Sus colores eran tan maravillosos que cualquiera que los viera quedaba cegado por tanto brillo. Luego estaban las hermosas orquídeas, por cuya obtención los hombres habían arriesgado sus vidas, con el fin de hacer del jardín de su amado zar el más bello del mundo. Además, todos los tipos imaginables de fruta colgaban en grandes racimos de las ramas de los árboles. Al mirarlos, se te hacía agua la boca. El zar compartía su jardín y sus frutos con los enfermos de su reino.
El árbol que le daba más placer era un manzano con manzanas doradas. Cuando llegaba la primavera y aparecían los brotes en las ranas, el zar hacía extender una red fina sobre él para que los encantadores pájaros cantores no pudieran acercarse. Podían darse todo el festín que quisieran en cualquier otro árbol de su jardín, pero las manzanas de oro eran para él. Y fue como si los pájaros agradecieran sus bondades, pues ningún pájaro se acercó al árbol. Incluso cuando se quitó la red y las manzanas brillaron como el oro de las hadas entre las hojas verde esmeralda, ningún pájaro se acercó a comer las manzanas de oro. Cuando las preocupaciones del Estado pesaban demasiado sobre el zar, buscaba descanso bajo las ramas y olvidaba sus preocupaciones mirando la luz del sol que brillaba sobre las manzanas doradas.
Pero una mañana encontró el manzano sin las manzanas doradas, y sus hojas verde esmeralda estaban esparcidas por el suelo. Esto era obra del Pájaro Mágico, que vivía en los grandes castillos de nubes del dorado Oeste, pero que ahora era esclavo de un rey lejano. Las plumas del Pájaro Mágico eran tan radiantes como los penachos del dios sol, y sus ojos tan claros como el cristal. Si había impuesto su voluntad al manzano, volaba feliz a casa, al jardín de su propio amo. Y por mucho que se esforzaron los jardineros del zar, no pudieron ni siquiera vislumbrar al Pájaro Mágico.
El buen zar pensó en ello durante mucho tiempo y, una mañana ventosa de otoño, llamó a sus tres hijos.
—Hijos míos, conocen el origen de mi dolor, y ahora les imploro me ayuden. Cada uno vigilará por turnos para poder mirar cuando venga el Pájaro Mágico a mi jardín. Al que lo atrape, le daré la mitad de mi reino, y cuando sea mi hora, gobernará en mi lugar.
—Con mucho gusto, Padre, con mucho gusto —respondieron sus tres hijos.
El príncipe Dimitri, como el mayor, fue el primero en vigilar. El jardín estaba inundado por la luz de la luna mientras el príncipe se tumbaba bajo un árbol. El aroma de las rosas pronto lo hizo dormirse. De un matorral llegó el trinar de un ruiseñor que cantaba suavemente. Mientras lo escuchaba, el príncipe se sumió en un profundo sueño. Cuando despertó, había vuelto a amanecer. El manzano había vuelto a ser saqueado y el Pájaro Mágico se había marchado volando.
Lo mismo ocurrió cuando fue el turno del príncipe Vasili. Para ser justos, no se durmió hasta que la noche casi había terminado. Pero cuando empezó a clarear por el este, también a él lo venció el sueño. El Pájaro Mágico volvió a aprovechar la ocasión y vació el manzano una vez más. Al ser interrogados por el zar, ambos príncipes le aseguraron solemnemente que ningún pájaro extraño había estado en el jardín por la noche. Aunque quería creerles, dudaba de que no estuvieran diciendo mentiras.
Ahora le tocaba vigilar al príncipe Iván. No era tan guapo como sus hermanos, pero tenía buen corazón y era sensato. Decidió, a toda costa, permanecer despierto. En lugar de tumbarse en el suelo, se sentó en las ramas de un árbol. Cuando el canto del ruiseñor amenazaba con adormecerle, como había ocurrido con los príncipes mayores, se tapaba los oídos para no oírlo.
Pasaron las horas lentamente. De repente, todo el jardín se iluminó como por la luz del sol. Con rayos de luz que destellaban de cada una de sus plumas doradas, el Pájaro Mágico bajó volando y empezó a picotear las manzanas brillantes. El príncipe Iván, que apenas se atrevía a respirar, alargó la mano y le agarró toda la cola que pudo. Con un grito de sorpresa, el Pájaro Mágico desplegó sus hermosas alas y se soltó. Al hacerlo, dejó atrás una brillante pluma, que el príncipe sujetó con fuerza. Al amanecer, llevó esta pluma a su padre y se disculpó humildemente por su falta de éxito, ya que él mismo no había atrapado al Pájaro Mágico.
—Sin embargo, lo has hecho bien, hijo mío —dijo el zar agradecido, y colocó la pluma (que brillaba tanto que iluminaba toda la habitación en el crepúsculo) en un armario de madera de cedro y nácar.
El Pájaro Mágico no acudió más al jardín de palacio, y no se robaron más manzanas de oro del precioso árbol. Pero el zar no estaba satisfecho. Suspiró que quería al pájaro que le había robado, y volvió a llamar a sus tres hijos.
—Hijos míos —dijo—, estoy enfermo de nostalgia por el Pájaro Mágico. Les imploro que lo busquen y me lo traigan. Ya les he prometido que la mitad del reino será suyo.
Los príncipes aceptaron encantados, cada uno deseoso de encontrar al Pájaro Mágico. Sólo el príncipe Iván deseaba realmente complacer a su padre. Sus hermanos sólo pensaban en su propia riqueza y honor. El hijo menor era tan querido por el zar que no quiso despedirse cuando llegó el momento, pero el joven insistió.
—No tardaré mucho, querido padre —exclamó—. Volveré pronto con el Pájaro Mágico que tanto deseas.
El príncipe Iván tomó el caballo más rápido de los establos imperiales y cabalgó durante días. Finalmente, llegó a un campo desnudo, y en medio había una tosca piedra gris. En la piedra estaba escrito un extraño verso:
“Hambriento y frío estará el hombre estará, que orgullosamente cabalgue hacia mí. Cabalgar desde la izquierda significa muerte y tristeza, aunque su caballo vivirá muchos días más. Quien cabalga desde la derecha todo lo bueno poseerá, pero antes de que pasen tres días, su caballo caerá”.
Al príncipe Iván le preocupaba mucho perder su caballo, pero cabalgar por la derecha parecía lo más prudente. Así lo hizo, y su caballo corrió tan rápido que pronto dejó atrás la piedra gris. Al tercer día, al pasar por el límite de un bosque sombrío, un gran lobo gris saltó de entre los arbustos. Se abalanzó sobre la garganta del caballo, lo tiró al suelo y lo mató a pesar del valiente intento de Iván por derrotarlo. Ahora Iván quería apuñalar al Lobo Gris hasta la muerte con la daga que su padre le había dado como regalo de despedida, pero antes de que pudiera levantarse de donde había sido arrojado, el gran Lobo Gris pronunció estas palabras:
—Perdóname, sabio príncipe —suplicó humildemente—. Sólo he hecho lo que se me ordenó. Mi muerte no te devolverá tu caballo. Si me perdonas la vida, seré tu amigo para siempre y te llevaré por el mundo.
El príncipe Iván se dio cuenta de que no ganaría nada buscando venganza, y como quería continuar su búsqueda, aceptó la oferta del Lobo de ser su caballo.
—¡Dime adónde quieres ir, querido amo! —dijo el Lobo Gris. Y efectivamente, cuando oyó el objetivo del viaje del Príncipe Iván, galopó aún más rápido que el caballo. Al anochecer, se detuvo detrás de un grueso muro de piedra—. Al otro lado de este muro hay un jardín con terrazas, y allí, en una jaula de oro, está el Pájaro Mágico. El jardín está vacío ahora, así que nadie te detendrá si lo atrapas, pero si tocas su jaula, habrá dificultades.
El Príncipe Iván se bajó del lomo del Lobo Gris y trepó por la pared sin mucha dificultad, agarrando rápidamente al Pájaro Mágico. Sin embargo, revoloteó tan salvajemente cuando trató de sujetarlo intentando volver a la jaula. El Príncipe Iván olvidó por completo la advertencia del Lobo Gris. Cuando tocó la jaula, el silencio del jardín se rompió con el sonido de campanas y el tintineo de armaduras. La jaula estaba conectada por hilos invisibles al patio del palacio. Antes de que pudiera escapar, el príncipe Iván fue rodeado por soldados excitados que lo llevaron rápidamente ante el rey.
—¿No te da vergüenza —gritó el rey al ver la costosa vestimenta del joven—, que te atrapen en mi jardín como a un vulgar ladrón? ¿De dónde vienes y cuál es tu nombre?
—Soy Iván, hijo de un gran zar —respondió el joven príncipe—. Mi padre tiene un hermoso jardín en el que crece un árbol con manzanas doradas, que es el orgullo de su corazón. Noche tras noche, tu Pájaro Mágico saqueaba estos preciosos frutos hasta que casi conseguí atraparlo. Sin embargo, fue demasiado rápido para mi y se fue volando, dejándome solo una de sus plumas en la mano. Le lleve esa pluma a mi padre, que quedó muy satisfecho con ella, pero desde entonces anhela poseer al Pájaro Mágico.
El zar Dolmat parecía ahora menos enfadado, aunque seguía frunciendo el ceño.
—Si hubieras venido a mí —dijo—, y me hubieras dicho lo que querías, le habría regalado a tu padre el Pájaro Mágico. Tal como están las cosas, me inclino más por hacer saber a todos los reinos lo deshonroso de tu actuación.
El príncipe Iván bajó la cabeza avergonzado y, tras dirigirle una mirada escrutadora, el zar continuó su discurso.
—Te dejaré en libertad, joven príncipe, si me haces un servicio. En el reino del zar Afron, más allá del reino tres veces noveno, hay un caballo de crines doradas que le pertenece. Deseo mucho ese caballo. Si lo compras y me lo traes aquí, te perdonaré el robo de mi Pájaro Mágico y te lo ofreceré como muestra de honor.
El príncipe Iván prometió hacer todo lo posible, pero tenía pocas esperanzas cuando se reunió con el Lobo Gris, que lo esperaba pacientemente fuera de la muralla. Cuando Iván confesó al Lobo Gris la razón de su encarcelamiento, éste le dio una palmada en el hombro con una pata áspera.
—Hay que ser sabio para admitir que uno se equivoca, así que no hablemos más del asunto. Sube de nuevo a mi lomo y te llevaré al extenso reino del zar Afron, más allá del reino tres veces noveno.
El Lobo Gris corrió tan deprisa que Iván apenas podía ver la tierra que atravesaban, y tras muchas noches y días de viaje, por fin llegaron a la meta. Los establos de mármol del zar brillaban hermosos y majestuosos a la luz de la mañana, y a través de una puerta entreabierta, el príncipe Iván se abrió paso al interior.
El caballo de crines doradas se alimentaba del polen amarillo que las abejas recogían de los altos lirios blancos, y miró con altanería al príncipe Iván cuando éste se acercó. El príncipe Iván agarró con firmeza su crin dorada y lo condujo fuera del establo. El Lobo Gris le había advertido más de una vez que no intentara coger la brida dorada que colgaba encima de la puerta, pero cuando el príncipe salió del establo, pensó de repente en lo útil que sería esa brida. Se dio la vuelta, extendió la mano y tocó la brida. Inmediatamente, las campanas sonaron por todo el palacio, pues al igual que la jaula del Pájaro Mágico, la brida estaba sujeta con hilos invisibles al patio del palacio.
Los guardias del establo entraron corriendo, alarmados y furiosos, en cuanto vieron al príncipe Iván. Lo agarraron bruscamente y lo llevaron ante su amo, el zar Afron, que estaba aún más indignado que el zar Dolmat por el intento de robo del príncipe. Cuando el zar Afron interrogó al príncipe sobre su nacimiento y posición, su rostro se volvió aún más severo.
—¿Es esta la hazaña de un valiente caballero? —preguntó con un desprecio fulminante—. Siento un gran respeto por el nombre de tu padre, y si hubieras venido a mí abiertamente y de buena fe, te habría dado con gusto mi caballo de crines doradas. Pero ahora, todos los reinos serán informados de tu deshonroso comportamiento, pues tales actos tuyos no deben quedar impunes.
Esto era más de lo que el príncipe Iván podía soportar, y rápidamente se mostró dispuesto a reparar su culpa.
—Muy bien, te tomaré la palabra —dijo el zar Afron—. Ve y tráeme a la reina Helena la Hermosa, a quien he amado con todo mi corazón y mi alma durante tanto tiempo. He visto su imagen en el cristal blanco de mi vidente, y es la más bella de todas. No puedo llegar a ella, no importa lo que intente, ya que su reino está custodiado por los elfos. Si puedes capturarla para mí y traerla aquí, te daré todo lo que pidas a cambio.
El príncipe Iván se apresuró a ir a ver al Lobo Gris, temeroso de que se negara a ayudarle en esta nueva empresa, tras haber ignorado sus consejos por segunda vez. Confesó humildemente al Lobo Gris que se había equivocado, y una vez más el Lobo Gris le consoló.
—La sabiduría hay que comprarla —gruñó—. Bueno, súbete a mi lomo y veré que puedo hacer por ti.
Luego corrió tan rápido que parecía que sus pies tuvieran alas. Todos los elfos que custodiaban el reino de la reina Helena la Hermosa se hicieron a un lado, pensando que era un fantasma. Cuando llegó al arroyo dorado que bordeaba el jardín mágico de la reina, le dijo al príncipe Iván que desmontara.
—Vuelve por donde hemos venido —le ordenó—, y espérame a la sombra del gran roble que acabamos de pasar.
El príncipe Iván hizo lo que le decían, y el Lobo Gris se acuclilló bajo un arbusto de enebro y esperó hasta que cayó la tarde. Cuando la luz desapareció con la puesta de sol y la pequeña y pálida luna se elevó lentamente sobre las cimas de las montañas, la reina Helena entró en su jardín. Era tan hermosa y dulce de mirar que hasta el corazón del Lobo Gris se ablandó. Deseó que ella consiguiera un compañero mejor que el estricto zar Afron, que ni siquiera sabía ser gentil en su amor. Al cabo de un rato, se acercó al arroyo y se rodeó el cuello con un pañuelo de seda blanca para no enfriarse con la brisa del atardecer.
—¡No temas, querida señorita! No te haré daño —dijo el Lobo Gris mientras salía de un salto de su escondite y cruzaba el arroyo, sujetándola suavemente por la bufanda, saltando de nuevo a la otra orilla y galopando con ella hasta donde el príncipe Iván esperaba bajo el gran roble.
Cuando la reina y el príncipe se vieron, fue como si un velo hubiera caído de sus ojos. Nunca el mundo había sido tan hermoso, y mientras se contemplaban en el suave crepúsculo, el miedo de la reina desapareció por completo. En cuanto al príncipe Iván, supo desde aquel momento que ella estaba destinada a ser su esposa. Mientras cabalgaban juntos en el lomo del Lobo Gris, ya sentía que ella era suya. El viaje fue corto, y pronto el palacio del zar Afron se alzó ante ellos.
—¿Por qué lloras? —preguntó el Lobo Gris, cuando sintió las lágrimas de la reina sobre su cabeza. La reina Helena no pudo responder, pero las palabras del príncipe Iván fluyeron como un torrente impetuoso.
—¿Cómo podemos evitar que nos amemos, Lobo gris? —gritó— Es imposible, ahora debo entregar a mi bella reina al severo zar Afron, o de lo contrario seré tildado de ladrón en todos los reinos.
—He cumplido mi promesa, príncipe Iván —dijo el Lobo Gris—, y te he ayudado bien, pero haré aún más por ti. A través de la magia que sólo yo conozco, yo, el Lobo Gris, tomaré la forma de la hermosa Reina Helena. Dejarás a la verdadera reina aquí, a la sombra de este bosque de pinos. Cuando hayas presentado al Zar Afron a su extraña novia lobo, que se le aparecerá como una hermosa mujer de cabellos dorados, te entregará el caballo de crines doradas. Entonces despídete de él tan rápido como puedas y cabalga rápidamente hacia el oeste, con tu reina detrás de ti. Cuando hayáis viajado lo suficiente, pediré al zar Afron que me deje pasear por el bosque con mis sirvientas. Si entonces me recuerdas, desapareceré de entre ellas, aunque me estén mirando, y me reuniré contigo y con tu reina.
El príncipe Iván hizo lo que le dijo el Lobo Gris, y el zar Afron se llenó de alegría cuando vio a la alta y hermosa mujer que el príncipe le presentaba. Era aún más hermosa de lo que había imaginado por su retrato, y habría dado no sólo su caballo de crines doradas, sino también su corona por ella, si hubiera sido necesario. El príncipe Iván, sin embargo, no pidió nada más que el caballo de crines doradas y galopó rápidamente por las llanuras con la verdadera reina Helena acurrucada a su lado. Cabalgó hacia el oeste, donde se encontraba el reino del zar Dolmat.
El zar Afron estaba más que satisfecho con su novia lobo. No se alarmó por sus feroces caricias, sólo sonrió. Eso sí, amenazó con matarla si su amor por él flaqueaba un solo instante. El cuarto día después del banquete de bodas, la novia se quejó de que se sentía asfixiada en el palacio real.
—Si pudiera pasear por los prados —dijo—, el aire fresco me refrescaría la mente, me sentiría mejor y podría reír con mi Señor.
Así que el Zar la dejó, con sus criadas, pasear por los prados. Fue en ese preciso momento cuando el pensamiento del Lobo Gris pasó por la mente del Príncipe Iván.
—Oh, ¡me había olvidado de él! —gritó con pesar a su amada esposa—. ¿Qué haría ahora el lobo gris? Ojalá estuviera aquí.
Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando un trueno sonó en las lejanas colinas, y de repente el Lobo Gris reapareció.
—Debes dejar que la reina cabalgue sola en el caballo de las crines doradas —le dijo al príncipe—, y yo seré tu caballo.
Algo reacio, el príncipe aceptó su propuesta, y así cabalgaron hasta las afueras de la capital del zar Dolmat. Las miradas amistosas del Lobo Gris animaron al príncipe a pedirle otro favor.
—Ya que puedes transformarte en una hermosa mujer y luego volver a ser un Lobo Gris, ¿no podrías convertirte en un caballo de crines doradas durante un tiempo, para que yo pudiera entregarte al zar Dolmat y conservar el verdadero para mi querida reina? —preguntó el príncipe.
El Lobo Gris accedió de inmediato y golpeó tres veces con su pata derecha un trozo de tierra desnuda. Inmediatamente apareció un caballo igual que el de las crines doradas. El príncipe Iván dejó a su caballo real con su novia en un prado lleno de flores a las afueras de la ciudad y cabalgó solo hasta el zar. El Zar se alegró mucho de verlo porque las crines de caballo del Lobo Gris brillaban a la luz del sol como oro puro. El zar besó al príncipe Iván en ambas mejillas, lo condujo a su palacio y celebró una fiesta real en su honor. Durante tres días enteros, disfrutaron de los mejores vinos y de la comida más deliciosa. Al tercer día, el zar Dolmat recompensó al príncipe con mucha gratitud y le regaló el Pájaro Mágico en su jaula de oro.
El príncipe Iván supo que su búsqueda había terminado y regresó rápidamente junto a la reina. Sujetó la jaula del Pájaro Mágico al cuello del caballo de crines doradas y cabalgó con ella hacia el reino de su padre. A la tarde siguiente, se les unió el Lobo Gris. El zar Dolmat había salido a cabalgar por un descampado con su recién adquirido tesoro y había sido arrojado al suelo por el falso caballo. Estaba muy dolorido, y el caballo del Lobo Gris se alejó al galope.
Como el Lobo Gris había sido tan buen amigo suyo, el príncipe Iván no pudo negarse a su petición de llevarlo. Así que, una vez más, la reina cabalgó sola en el caballo de crines doradas. Siguieron cabalgando hasta que llegaron al lugar donde el Lobo Gris había matado al caballo que el príncipe Iván había traído del establo de su padre. Allí, el extraño Lobo Gris se detuvo de repente.
—He hecho todo lo que dije que haría y más —dijo al príncipe—. Ahora ya no soy tu sirviente. Adiós —y galopó de regreso al tenebroso bosque de donde había venido.
El príncipe Iván se llenó de pena cuando el Lobo Gris se despidió, pero la alegría de la compañía de la reina fue aún mayor, y pronto olvidó su pérdida. Cuando llegaron a la vista del reino de su padre, se detuvo bajo la sombra de un grupo de pinos. Puso la jaula con el Pájaro Mágico y la brida dorada a la sombra, levantó a su hermosa reina y la tumbó a descansar sobre un lecho de helechos. Estaban cansados de su largo viaje, y pronto se durmieron, murmurando suavemente como palomas en su nido.
Las cosas no habían ido bien para el príncipe Dimitri y el príncipe Vasili en sus viajes, y volvieron al palacio con las manos vacías. Estaban tristes y desanimados. Pero entonces vieron las figuras dormidas y la jaula de oro. El caballo de crines doradas se paseaba tranquilamente a su alrededor. Mientras los contemplaban asombrados, el espíritu maligno de la envidia se apoderó de ellos. Pronto se les pasó por la cabeza la idea de matar a su hermano. Se miraron el uno al otro, y entonces el príncipe Dimitri desenvainó su espada y la clavó en el príncipe Iván mientras dormía. El príncipe murió sin decir palabra, y cuando la reina despertó, lo encontró sin vida.
—¿Qué han hecho? —sollozó a los culpables príncipes—. Si lo hubieran enfrentado en un combate justo y lo hubieran matado de esa manera, al menos podría haberse defendido. Pero son cobardes y sólo sirven de alimento a los cuervos.
Gritó y protestó en vano, mientras los príncipes echaban a suertes las posesiones de su hermano muerto. La reina cayó en manos del príncipe Vasili, y el caballo de crines doradas fue asignado al príncipe Dimitri. La reina lloró amargamente y escondió el rostro entre sus cabellos dorados, mientras sus futuros amos le hablaban con rudeza.
—Ahora estás en nuestro poder, bella Helena —dijeron—. Le diremos a nuestro padre que fuimos nosotros quienes te encontramos a ti, al Pájaro Mágico y al caballo de crines doradas. Si niegas nuestras palabras, te mataremos inmediatamente, así que asegúrate de mantener la boca cerrada y seguir nuestros consejos.
La pobre reina estaba tan asustada por su cruel amenaza que ya no podía articular palabra. Cuando llegaron al palacio, se quedó callada como una estatua de mármol y ni siquiera pudo discutir las mezquinas palabras que les oyó pronunciar.
El príncipe Iván yacía muerto en el suelo, con la cara hacia el cielo. Los elfos del bosque y los guardianes velaron su cuerpo, para que ninguna bestia o ave pudiera acercarse a devorarlo, hasta que pasaron treinta días. Cuando se puso el sol, un cuervo que buscaba comida para su hijo, saltó sobre su pecho. Y le habría picoteado los ojos si el Lobo Gris no hubiera llegado galopando justo a tiempo. Inmediatamente supo que el muerto tenía que ser Iván, y si hubiera saltado sobre el joven pájaro, lo habría despedazado en su ira.
—¡No toque a mi pajarito, feroz Lobo Gris! —suplicó la madre—. No te ha hecho ningún daño y no merece que le hagas ninguno.
—Escucha bien —respondió el Lobo Gris—. Perdonaré la vida de tu pájaro, si vuelas más allá del reino tres veces noveno y me traes el Agua de la Muerte y el Agua de la Vida del arroyo cristalino del que fluyen hacia el Gran Para Siempre.
—Haré lo que quieras —gritó el cuervo—, pero no toques a mi hijo.
Y mientras hablaba, se fue volando. Pasaron tres días y tres noches antes de que regresara al Lobo Gris con dos pequeñas botellas. En una estaba el Agua de la Vida, en la otra el Agua de la Muerte. Cuando el Lobo Gris aceptó las botellas, lanzó un grito de triunfo. Y de un mordisco, partió en dos al joven cuervo y lo despedazó ante los ojos aterrorizados de su madre. Una vez hecho esto, rompió una de las botellas, y cuando roció tres gotas del Agua de la Muerte sobre el pájaro muerto, su cuerpo desgarrado volvió a crecer inmediatamente. Luego lo tocó con unas gotas de la segunda botella, y la criaturita desplegó las alas y se fue volando feliz.
Así, el Lobo Gris supo que el cuervo le había servido bien, y vertió lo que quedaba de las Aguas de la Vida y de la Muerte sobre el cuerpo del príncipe muerto. Al cabo de unos instantes, la vida reapareció en el príncipe, que se puso en pie tambaleándose y sonrió al Lobo Gris.
—¿He dormido mucho? —preguntó somnoliento.
—Habrías dormido para siempre si yo no hubiera estado aquí —fue la respuesta del Lobo Gris. Y el príncipe escuchó con triste asombro cómo el Lobo Gris le contaba todo lo que había sucedido —. Y finalmente tu hermano se casa hoy con tu novia. Debemos apresurarnos a llegar al palacio lo antes posible. Súbete a mi lomo y te llevaré una vez más.
Así galoparon hasta el palacio del viejo zar. El Lobo Gris se despidió por última vez del príncipe Iván cuando desmontó en las grandes puertas. El príncipe se apresuró a entrar en el salón de banquetes, y allí, con el aspecto de una hermosa figura formada de nieve helada, estaba sentada la encantadora reina Helena al lado del príncipe Vasili. Acababan de regresar de la ceremonia nupcial y todos los nobles se habían reunido a su alrededor.
Cuando la reina Helena vio quién había entrado en la sala, recuperó inmediatamente el habla, y voló con un grito de éxtasis hacia su amante y lo besó en los labios.
—Este es mi querido esposo —gritó—. Yo soy suya, y no del malvado príncipe con el que hoy me he casado.
Desde el cobijo seguro del pecho de Iván, le contó al viejo zar todo lo que había sucedido y cómo había sido su hijo menor quien había conseguido a ella, al caballo de crines doradas y al Pájaro Mágico.
La alegría del zar por el regreso de su hijo favorito fue grande, pero se vio atenuada por su dolor y asombro ante el comportamiento de los príncipes mayores. Fueron arrojados a prisión, donde aún languidecen. El príncipe Iván y la bella reina Helena son tan felices como largos son los días. ¿Y el Pájaro Mágico? ¡Se le permitió regresar a su hogar en los castillos de nubes del dorado Oeste!