Hace mucho tiempo, el rey de una gran tierra tuvo una disputa con un duende. El destino quiso que el rey saliera victorioso de la discusión, lo que enfureció tanto al duende que abandonó el reino y se dispuso a encontrar una oportunidad para hacer daño a su enemigo.
Mientras tanto, mientras el duende esperaba su momento, el rey y la reina, que llevaban mucho tiempo sin tener hijos, se convirtieron en padres de un niño. Desde una rosada mañana de verano hasta la susurrante quietud de una noche de verano, el reino entero se llenó de alegría. Las campanas sonaban en los campanarios de las ciudades y de los campos, los cañones tronaban desde las torres de los castillos, y pequeños pasteles, cada uno con una letra del nombre del príncipe en azúcar roja y blanca y cubiertos de glaseado, se distribuían entre los niños del reino por orden real.
Ahora bien, era costumbre del país que el heredero del trono fuera presentado ante la nobleza del reino el primer día de su séptima semana, y pronto se acercaba este día en el calendario.
La tarde de la ceremonia, la escena en el gran salón era magnífica. Con miles de personas reunidas, la nobleza del país, todos en traje de ceremonia intentando moverse; pero como la enorme sala estaba llena hasta el tope, era difícil, y lamento decirlo, pero hubo bastantes personas que se desmayaron por la falta de aire, y también hubo empujones, cuellos arrugados y joyas perdidas.
De pronto, la gran campana del palacio emitió un sonido fuerte y solemne; ¡la ceremonia estaba por comenzar! Varios mensajeros lograron abrir un pasillo a lo largo del salón y, una vez realizada esta hazaña, los dos sargentos más altos del ejército real abrieron las puertas dobles que conducían desde el salón real. Y ahora, anunciada por un gran repique de trompetas de oro acompañadas por un jubiloso trueno en el órgano del palacio, una noble procesión entró lentamente al salón a través de las puertas. Entró una procesión de gente, generales, músicos, floristas y, finalmente, el bebé.
Las ruedas y la manija de empuje del cochecito estaban hechas del oro más fino, mientras que el cuerpo del cochecito estaba lleno de maravilloso ópalo. En medio de un ensordecedor estruendo de ovaciones, la procesión se dirigió solemnemente hacia una plataforma situada en la cabecera de la sala.
De repente, una forma invisible entró volando por una ventana, murmuró algo junto a la cuna del bebé, dejó escapar una risa burlona de duende y huyó sin ser vista.
Tras llevar al bebé al centro del escenario, el Señor Canciller hizo una seña a los trompetistas para que entonasen el himno nacional y se inclinó sobre la cuna para tomar al bebé y mostrárselo a la multitud. Para su espanto, la cuna estaba vacía. La almohada del principito estaba allí, la manta de bordes turquesa y el sonajero lleno de perlas también, pero no había bebé.
—¡El bebé! ¡El bebé! ¿Dónde está el bebé? —balbuceó el Señor Canciller, que apenas podía hablar. Siguió una pausa incómoda; susurros excitados, sospechas, rumores que corrían entre la multitud. Pronto, cuando la verdad comenzó a divulgarse, hubo una gran conmoción; y todos estaban ocupados buscando aquí y allá, levantando los bordes de las alfombras, hurgando detrás de las cortinas, mirando hacia el techo e investigando cada rincón.
De repente, se oyó el débil, pero inconfundible llanto de un bebé.
—Busquen, busquen, ¡amigos míos! —gritó el rey —. ¡Una recompensa real para quien encuentre a mi niño!
¡El llanto del bebé se oyó nuevamente! ¿Dónde podría estar? De repente una inteligente joven de la corte que había buscado en el carruaje de ópalo lanzó un grito desgarrador. Al tantear el carruaje, sintió al bebé, pero no pudo verlo. Todos se dieron cuenta de la terrible verdad.
¡El bebé se había vuelto invisible!
Invisible era e invisible seguiría siendo. Es de imaginarse que su educación fue una tarea difícil. Para colmo, pronto se descubrió que el príncipe no sólo era completamente invisible, sino que cualquier prenda que lo tocara también se volvía invisible. Se podía sentir al pequeño príncipe, se lo podía oír; y eso era todo. Así que cuando se escabullía en la guardería, había que buscarlo a tientas en el aire, palpando con cuidado aquí y allá, o esperar a que llorara. No es extraño que la pobre reina recorriera todo el país en busca de nuevas enfermeras de la corte y enviara a casa a hermanas cuyos nervios no podían soportar la tensión. Nunca se sabe lo que puede suceder.
Una vez, por ejemplo, el niño consiguió escapar de su guardería a los extensos prados del palacio real, y todo el ejército nacional tuvo que arrastrarse a gatas durante toda la tarde antes de que encontraran al príncipe durmiendo bajo un ciruelo.
Ahora bien, cuando todos los intentos de deshacer el encantamiento fallaron, el rey visitó al Sabio de Pansophia, un sabio erudito que se sentaba en un sillón bajo un paraguas de rayas verdes en la encrucijada del mundo, y daba consejos a todos los rincones del mundo. Este sabio estaba vestido con los majestuosos pliegues de una túnica negra completa, una gorra de terciopelo negro descansaba en la coronilla de su cabeza blanca como la nieve, una abundante barba blanca se extendía sobre su pecho y sobre su nariz había un enorme par de gafas redondas, sobre las cuales miraba con autoridad solemne.
Empezando por el paraguas, había una gran fila de peticionantes esperando pacientemente en fila india, de decenas de kilómetros de largo sobre el camino ondulado, y desapareciendo, sin interrupciones, en la cima de una colina lejana. Estas pacientes personas abrieron paso al desafortunado rey.
Después de escuchar la historia del rey, el sabio sacudió la cabeza y respondió:
—El encanto que acecha a tu hijo es poderoso y solo puede ser eliminado tocándolo con el disipador de encantamientos, el talismán todopoderoso que tu ancestro, el rey Décimo, recibió de su novia hada.
—Desafortunadamente —respondió el rey—, el disipador de encantamientos fue robado del tesoro real hace veinte años. ¿No puedes decirnos quién lo robó o dónde puede encontrarse?
—¿No era el único disipador de encantamientos en todo el mundo? —preguntó el sabio.
—Lo era —respondió el rey asintiendo tristemente con la cabeza.
—Lo robó el Maestro Ladrón de las Montañas Adamant —rugió el sabio.
—Y tal vez puedas decirnos dónde podemos encontrarlo —dijo el rey. El sabio negó con la cabeza.
—Pregúntame dónde está la gota de lluvia que cayó ayer al río —contestó el sabio— pero no me preguntes dónde está el Maestro Ladrón. No lo sé. Nadie sabe. Pero en cuanto a romper el encantamiento, es el disipador de encantamientos o nada. Ojalá pudiera ayudarte más —y el sabio se despidió del rey.
Pero ahora debo contarles sobre el Maestro Ladrón de las Montañas Adamant.
Este misterioso personaje, del que todos habían oído hablar, pero al que nadie había visto, vivía en una casa secreta en un valle perdido de las montañas, una casa tan artísticamente formada y tan astutamente oculta con enredaderas y ramas que los pájaros se dejaban engañar por ella y a menudo iban a posarse en la chimenea, confundiéndola con un castaño. En cuanto al propio Maestro Ladrón, era una especie de tallo de judía viviente, porque era más alto que el más alto, más delgado que el más delgado, y estaba dotado de un par de piernas largas e incansables, más veloces que las de los corredores más veloces del país.
Por la noche se movía por el mundo con un extraño traje de color azul brea que se le pegaba con tanta fuerza como la piel de una anguila; durante el día vestía un magnífico traje en el que se podían ver hojas pintadas, manchas de sol, sombras azules y vetas de color marrón terroso.
Ahora, este maestro ladrón no era un ladrón ordinario, pues no robaba por robar, sino solo para reunir nuevas rarezas para un espléndido museo que albergaba en su vivienda. Nunca hubo un museo tan espléndido como el del Maestro Ladrón.
En las profundidades de las solemnes cuevas resonantes, cada una provista de una tarjeta y una etiqueta, dispuestas en orden, estante sobre estante, podía encontrarse los mejores ejemplares de todo lo que el hombre había fabricado o amado en el mundo. La silla más cómoda estaba allí, el alfiler más afilado, la manta más cálida, el tambor más ruidoso, el pegamento más pegajoso, el libro más interesante, el chiste más gracioso, el diamante más grande, el gato de peluche más realista, la pantalla más bonita, y mil cosas más. Renombrar su colección, cambiar las cosas de sitio, hacer cosas con ellas, era la mayor alegría del Maestro Ladrón. Sentado en el sillón más cómodo del mundo, con las puntas de los dedos apretadas, pasaba horas disfrutando sus tesoros y preguntándose si le faltaba algo bajo el sol. De pronto oyó hablar del cochecito de ópalo del bebé invisible por casualidad, e inmediatamente resolvió añadir esta nueva maravilla a su galería.
Primero fue a su guarida secreta, giró un globo de cristal, pronunció cinco palabras en su interior y las selló. Luego se vistió con un traje de dos colores, se embolsó el globo de cristal y partió sobre sus largas piernas por colinas y valles hasta llegar a la ciudad real.
Cuando llegó por la tarde, se dirigió fácilmente a los jardines del palacio. Era un día precioso, y el cochecito de ópalo del bebé permanecía desatendido a la sombra de un grupo de árboles ancianos. Varias enfermeras rodeaban la valla de plata que cerraba el lugar de juegos del príncipe.
Entonces, acercándose sigilosamente sin que nadie lo note, el Maestro Ladrón sacó la pelota de su bolsillo y la lanzó hacia el grupo. La pelota golpeó el suelo y se hizo añicos, y las palabras que el astuto maestro ladrón había sellado en su interior se escaparon por el aire. Y esas palabras fueron “¡Oh, miren el globo!”
Inmediatamente, todas las enfermeras miraron al cielo para ver el globo imaginario, y mientras lo buscaban, el maestro ladrón salto hacia el cochecito de ópalo del bebe, soltó el freno de las ruedas de oro, y empujó el cochecito delante de él, corriendo desenfrenadamente por los callejones repletos de flores y a través de las puertas de los jardines hacia la carretera principal. En una larga línea recta, el Maestro Ladrón huyó mientras empujaba el cochecito todo el tiempo.
Pronto, las campanas de la ciudad comenzaron a sonar con fuerza; se enviaron soldados a la carretera y caballos al galope tras ellos, pero todo fue en vano; el carruaje incrustado en joyas atravesó la tierra como un meteoro. Lo último que vieron de él fue un rayo de luz en movimiento a lo largo de la empinada ladera de una montaña, una luz que brilló como una gran estrella por un momento en la cima y luego se perdió de vista.
Cuando el Maestro Ladrón llegó a su refugio secreto en el valle, gritó triunfante y llevó rápidamente el cochecito de bebé hasta el museo. ¡El cochecito de bebé más magnífico del mundo! El Maestro Ladrón, repantigándose una vez más en el sillón más cómodo del mundo, se reclinó en él y pensó en su último premio.
De repente, un extraño sonido, mitad llanto, mitad gorgoteo, lo hizo incorporarse. ¿Alguien había descubierto su tesoro secreto? ¿Qué podría significar? Y ahora, llego un segundo llanto, que termino en un largo gemido de protesta. ¡El Maestro Ladrón había robado al bebe invisible junto al cochecito!
La idea de tener que cuidar a un bebé, a cualquier bebé, inquietaba al Maestro Ladrón; pero en cuanto a un bebé invisible, ¡eso sí era un desafío! Pero de pronto, el Maestro Ladrón se dio una palmada en la rodilla y sonrió de alegría; estaba pensando en el disipador de encantamientos. El ladrón levantó la linterna más brillante del mundo y se dirigió a la pequeña cueva lateral donde había colocado el talismán. El corazón le saltó en el pecho. ¡El disipador de encantamientos había desaparecido!
Desconcertado, el Maestro Ladrón empezó a buscar en la pequeña cueva, pero no encontró ni rastro del disipador de encantamientos. Finalmente abandonó la búsqueda y se llevó al príncipe de vuelta a su morada.
Y así, pasaron días, meses e incluso años sin que el disipador de encantamientos apareciera. De bebé invisible, el príncipe se convirtió en un niño invisible cuya voz alegre y su amable presencia llenaban la casa del Maestro Ladrón.
Resultó que ser invisible no era tan malo después de todo. Podías ver y encontrar cosas que estaban ocultas para el resto de los mortales; podías subirte al nido de un pájaro, sentarte tranquilamente y observar a la madre alimentar a sus pichones; podías zambullirte en los claros y fríos estanques de los arroyos de la montaña sin ser visto, y atacar a las truchas al acecho con sus colas agitadas; ¡podías seguir a la ardilla hasta su granero secreto!
Cuando el príncipe tenía quince años, sucedió que el Maestro Ladrón se avergonzó de repente de sus malos modales; estaba tan avergonzado que no sólo decidió renunciar a seguir recolectando, sino también devolver todo lo que había robado. El príncipe invisible podía ayudar mucho al Maestro Ladrón con esta tardea. La gente de todos los reinos de todo el mundo empezó a encontrar sus pertenencias robadas esperándoles cuando iban a desayunar por la mañana: el gato de peluche volvió a ser el orgullo de la Torre Azul, el libro más interesante volvió a su lugar en la estantería de la biblioteca real, el pergamino dorado del chiste más divertido apareció como por arte de magia en la pared de la habitación del rey.
Al final del quinto año, el cochecito de ópalo del bebé y el príncipe invisible eran las únicas dos cosas robadas que quedaban por devolver. El príncipe invisible tenía ahora veinte años. Con el corazón apesadumbrado, pues quería al niño como a un hijo, el arrepentido Maestro Ladrón comenzó a prepararse para devolver al príncipe y el cochecito a sus infelices padres.
La mañana de su partida, el Maestro Ladrón descendió por última vez al museo abandonado y recorrió los polvorientos pasillos, dejando huellas en la tierra y meditando sobre la gloria que había sido. Aquí había estado la brillante planta de caucho, aquí el perchero más hermoso, aquí la única goma de borrar que nunca había hecho un agujero en el papel. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Los había amado; los había robado; los había devuelto; ¡era libre!
De repente, su mirada, que vagaba por estantes vacíos, se posó en una pequeña caja encajada en un rincón sombrío. Con un fuerte grito de alegría, el Maestro Ladrón reconoció el disipador de encantamientos. Había caído detrás de una estantería y había permanecido allí escondido casi veinte años. El Maestro Ladrón se lo guardó en un bolsillo y subió las escaleras de un salto.
Tras un agradable viaje, el Maestro Ladrón y el príncipe invisible llegaron a la ciudad y se alojaron en una posada. El príncipe invisible, debo recordarlo, seguía siendo invisible.
El Maestro Ladrón y el príncipe invisible dieron un paseo por la ciudad real. Para sorpresa de los viajeros, encontraron la ciudad llena de adornos. Más extraño aún, a pesar de la festividad, los ciudadanos de la ciudad real parecían particularmente malhumorados.
—Buen anfitrión —dijo el Maestro Ladrón al posadero —¿qué significa este júbilo? ¿Están celebrando algún acontecimiento real?
—Un festival, si —respondió el anfitrión, mirando alrededor para ver si alguien estaba escuchando —, es un festival, pero sólo de nombre. ¿No has escuchado las noticias? Apartémonos un poco y te contaré la historia.
—Hace tres años, nuestro rey Valdoro IV, cansado de las preocupaciones del estado y aun profundamente golpeado en su corazón por la pérdida de su hijo, el príncipe invisible del que habrás oído hablar, entregó el reinado al marqués Malicornio. La semana pasada, este funcionario se apoderó del poder real, encerró a nuestros queridos rey y reina en una torre oscura y se proclamó heredero del trono. La coronación tendrá lugar mañana por la tarde en el gran salón del palacio real. ¡Ojalá volviera el príncipe invisible!
El Maestro Ladrón asintió mientras su ocupado cerebro no dejaba de planear. De repente sonrió. Se le había ocurrido un plan.
Al igual que veinte años atrás, todos estaban en el gran salón del castillo. La nobleza, tan apretada como hace veinte años, esperaba malhumorada la llegada del nuevo rey y su cortejo. Los portales se abrieron, dejando ver a Malicornio y sus seguidores. Todos permanecieron en silencio.
El malvado marqués se dirigió al podio y a la silla de la coronación. El sonido de las campanas y los cañones se detuvo. Un funcionario se acercó con el manto real. Justo cuando se disponía a echarlo sobre los hombros del marqués, algo invisible se la arrebató y desapareció en el aire.
Extremadamente enfadado, pero también preocupado, Malicornio esperaba tener más suerte con el cetro, pero este también fue arrebatado por una mano invisible. En cuanto a la corona real, desapareció en un instante de su cojín morado.
Malicornio, aún en estado de shock, levantó la vista y miró hacia el trono, con un rostro de incredulidad mezclada con ira. El resto de la aristocracia gritó y abucheó, y en medio del alboroto, el Maestro Ladrón salió de detrás de las cortinas, empujó a Malicornio a un lado con un movimiento de sus largos brazos y se dirigió a la multitud:
—Pueblo, han venido a ver a su rey. Su legítimo rey está aquí, ¿quieren verlo?
—¡Si! —gritaron todos. Y entonces, el Maestro Ladrón tocó al príncipe con el disipador de encantos.
En ese momento, un destello de luz hizo parpadear a todos, se oyó una música de hadas y, de repente, el príncipe invisible apareció visible ante el trono. Era alto, moreno, con ojos castaños y complexión delgada, y la corona estaba en su cabeza, la capa sobre sus hombros y el cetro en su mano.
Ahora sí empezaron a sonar las campanas y los cañones, y sopló una alegre brisa que agitó las banderas y estandartes que tan quietos habían quedado en el aire. Todos los soldados lanzaron sus sombreros al aire y aclamaron desenfrenadamente, mientras el organista estaba tan contento que empezó a tocar dos melodías a la vez. Todos reían y gritaban: ¡HURRA!
En cuanto al malvado marqués, salió dando tumbos por la puerta trasera tan rápido como le permitieron sus piernas, y nadie volvió a verlo.
El viejo rey y la reina, liberados de la torre oscura, entraron rápidamente para saludar a su hijo.
—Se parece a ti, querida —le susurró el rey a la reina.
Al Maestro Ladrón lo perdonaron por todo.
Cantando y celebrando, la gente de la ciudad salió de sus casas a las calles soleadas.
Clang, clink! Bum! Clang, clink! Bum, bum! Bum! Bum!
Y vivieron felices para siempre.