El hada Bella Durmiente

Érase una vez un elfo y un hada del País Mágico que se aventuraron por el ancho mundo. Cardo iba vestido de verde, con una capa púrpura y una hermosa pluma en el sombrero; era realmente un elfo muy guapo. Pero en el País Mágico no les caía muy bien; porque él, al igual que la flor —el Cardo— de la que procedía su nombre, tenía muchos defectos y bajo sus hermosas ropas se escondían afiladas espinas. Era perezoso, egoísta y mezquino.

Su amiga Azucena era completamente diferente a él, pues era tan amable y simpática que todo el mundo la quería. Normalmente se pasaba el tiempo arreglando los desperfectos que causaba el travieso Cardo con sus diabluras. Por eso, hoy lo seguía: porque temía que se metiera en líos. Volaron uno junto al otro sobre colinas y valles hasta que llegaron a un hermoso jardín.

—Estoy cansado y sediento —dijo Cardo—. Descansemos aquí y veamos cómo podemos divertirnos.

—Querido Cardo, sé amable con esas flores y no te burles de ellas. Mira cómo extienden sus pétalos para darnos un lugar de descanso, cómo nos ofrecen su miel para comer y su rocío para lavarnos. Sería muy feo de nuestra parte no tratarlas bien después de tan cálida bienvenida —respondió Azucena, mientras se tumbaba para tomar una siesta.

Cardo se echó a reír y luego cogió la miel de las violetas y sacudió enérgicamente las campanillas moradas para coger todo su rocío para su baño. Luego arrugó un montón de hojas hasta tener una cama a su gusto y, tras una breve siesta, ya estaba despierto de nuevo y salió a divertirse. Espantó pájaros, arrancó telas de araña y robó a las abejas.

Finalmente, llegó a un rosal muy bonito, con una rosa en plena floración y un capullo.

—Pequeño capullo de rosa, ¿por qué creces tan despacio? Ya eres demasiado viejo para quedarte meciéndote en tu verde cuna —dijo Cardo, y trepó por el arbusto, dispuesto a hacer aún más travesuras.

—No, mi capullo no es lo suficientemente fuerte para exponerse al sol y al aire —respondió la madre rosa, inclinándose hacia su bebé mientras todos sus pétalos rojos temblaban de miedo, porque el viento le había contado cuánto daño ya había hecho este elfo travieso en el jardín.

—Tonta florcita, esperar tanto tiempo —gritó Cardo y abrió el capullo con tanta brusquedad que todos sus pétalos se rompieron y cayeron al suelo.

—Era mi primer y único capullo, y estaba tan feliz y orgullosa se él. Y ahora lo has destruido, y estoy sola —suspiró la madre, mientras sus lágrimas caían como gotas de lluvia.

Cardo se avergonzó, pero no quiso decir que lo sentía, y se alejó volando hasta que se juntaron las nubes y cayó un fuerte aguacero. Entonces corrió hacia los tulipanes en busca de refugio, seguro de que lo dejarían entrar, porque había alabado sus hermosos colores y eran flores vanas. Pero cuando se quedó allí empapado suplicando que le dejaran entrar, se rieron y agitaron sus anchas hojas hasta que las gotas cayeron con más fuerza que la propia lluvia.

—¡Vete, elfo asqueroso! No te conocemos y no queremos dejarte entrar —gritaron.

—¡Y qué! Las margaritas darán cobijo con gusto a un elfo tan guapo como yo —dijo Cardo, mientras bajaba volando hacia las florcitas de la hierba.

Pero todas las hojitas estaban bien cerradas, y golpeó en vano, pues hasta las margaritas habían oído hablar de sus trucos y no querían arriesgarse. Lo intentó con los ranúnculos y los dientes de león, las violetas, los lirios y la madreselva, pero nadie lo dejó entrar.

—Nadie quiere ser mi amigo y ahora sufriré en el frío. Si tan solo hubiera oído a Azucena, entonces podría estar en algún lugar cálido y seguro como ella —dijo Cardo, mientras tiritaba bajo la lluvia.

—Ya no tengo ningún capullo que proteger, así que puedes entrar —dijo una suave voz sobre él; y cuando levantó la vista, Cardo vio que estaba debajo del rosal.

Aunque triste y avergonzado, el elfo se alegró de aprovechar el cálido cobijo entre los pétalos rojos, y la rosa madre lo estrechó contra su corazón, donde ni la lluvia ni el viento helado podían alcanzarlo. Pero cuando creía que dormía, suspiraba tan triste por su hijo perdido que Cardo no podía descansar y sólo tenía sueños tristes.

Pronto volvió a brillar el sol y Azucena fue a buscar a su amigo; pero él se avergonzó de verla y se escabulló.

Cuando las flores le contaron a Azucena todas las travesuras, ella se puso muy triste y trató de consolarlas. Curó a los pájaros heridos, ayudó a las abejas a las que había robado y regó el pobre rosal hasta que brotaron más capullos de su tallo. Cuando todos volvieron a estar contentos, fue a buscar a Cardo y dejó el jardín lleno de amigos agradecidos.

Mientras tanto, un día una abeja amiga invitó a Cardo a comer en una colmena, y al elfo le encantó aquella casita tan bonita, con el suelo de cera blanca, las paredes de panal dorado y el aire lleno de olor a flores. El lugar era un hervidero de actividad: unas recogían comida en pequeñas celdillas, otras limpiaban, otras cuidaban los huevos y alimentaban a las abejas jóvenes, y otras servían a la Reina.

—¿Quieres quedarte aquí y trabajar con nosotras? Aquí nadie es perezoso y esta es una vida mucho más feliz que jugar todo el día —dijo Gonzer, la simpática abeja.

—Odio trabajar —respondió el perezoso Cardo, y no quiso hacer nada.

Entonces le dijeron que debía irse. Eso lo enfadó y se acercó a unas abejas que había hecho sentirse descontentas con sus descripciones de una vida perezosa y les dijo:

—Vengan, vamos a celebrarlo y a divertirnos. No es invierno aún, y en verano no hay que trabajar. Vamos, alegrémonos mientras esos entrometidos se van y las niñeras cuidan de los pequeños en las celdas.

Entonces trajo a esas abejas perezosas como una banda de ladrones a la colmena. Primero, encerraron a la Reina en su cámara real para que no pudiera hacer nada. Luego ahuyentaron a las pobres amas de llaves, asustaron terriblemente a las abejitas, y se robaron toda la comida. Se quedaron tanto tiempo como se atrevieron, y se aseguraron de irse antes de que las obreras regresaran y encontraran su hermosa colmena destruida.

—¡Qué bien la pasamos! —dijo Cardo mientras se iba a esconder a un gran bosque donde pensaba que las abejas enfadadas no lo encontrarían.

Allí se hizo amigo de una alegre mosca y se divirtieron mucho. Durante un tiempo, Cardo no hizo ningún daño y podría haberlo pasado muy bien si no se hubiera peleado con su amiga por un pececito. Cardo había sido muy malo con el pez y a la mosca no le gustó. Dijo que se lo contaría a los Espíritus del Bosque.

—No le temo a nada —respondió Cardo—. No pueden hacerme daño.

Pero en realidad tenía mucho miedo, y en cuanto la mosca se fue a dormir aquella noche, llamó a una araña grande y fea y le pidió que envolviera completamente a la mosca para que no pudiera mover ni una pata ni un ala. ¡Ahora ya no podía contar nada a los Espíritus del Bosque!

Pero los Espíritus del Bosque saben todo lo que ocurre en su tierra. Mientras Cardo dormía en una flor, enviaron un mensaje a través del viento para que Cardo permaneciera cautivo hasta que ellos llegaran. Los pétalos púrpuras se cerraron alrededor del elfo dormido y, cuando despertó, no pudo salir. Entonces supo cómo debía de sentirse la pobre mosca y deseó no haber sido tan cruel. Pero era demasiado tarde, porque pronto llegaron los Espíritus del Bosque, le ataron las alas con fuertes briznas de hierba, y mientras se lo llevaban, le dijeron:

—Haces tanto daño que te mantendremos cautivo hasta que te arrepientas, porque en este hermoso mundo nadie puede vivir si no es amable y bueno. Aquí tendrás tiempo para pensar en tus actos y aprender a ser un mejor elfo.

Así que lo encerraron en una gran grieta de la roca donde no había luz, salvo un pequeño rayo, y allí se sentó el pobre Cardo, solo y anhelando volver a ser libre, suspirando por todas las cosas agradables que había perdido. Poco a poco dejó de llorar y se dijo:

—Tal vez si soy paciente y alegre, incluso en este oscuro agujero, los Espíritus del Bosque me liberen —así que empezó a cantar, y cuanto más cantaba, mejor se sentía; porque el rayo de sol brillaba más y los días se hacían más cortos.

Durante todo ese tiempo, Azucena lo buscó y encontró su rastro a través de las travesuras que había hecho. Pero Azucena primero ayudó a todas sus víctimas a recuperarse. Luego siguió buscándolo y sintió mucha curiosidad por saber dónde podía estar. Nunca lo habría encontrado si no hubiera cantado tan fuerte. Allí, bajo el sol, las flores salían disparadas y lo miraban con caras felices, mientras el musgo verde y fresco se arrastraba por los lados de la roca, como si quisiera unirse también al concierto. Cuando Azucena llegó a este hermoso lugar, pensó que se estaba celebrando una fiesta, porque los pájaros cantaban, las flores bailaban e incluso la vieja roca parecía alegre. Cuando la vieron, los pájaros dejaron de cantar y las flores de bailar, y ella pudo oír una voz triste que cantaba.

—¿Dónde estás? —gritó y voló entre las flores; pues no veía ninguna abertura en la roca, y no entendía de dónde venía la voz. No obtuvo respuesta, pues Cardo no podía oírla, así que respondió cantando.

Entonces un par de brazos se extendieron por la estrecha abertura, y todas las florecitas bailaron de alegría al encontrar a Cardo. Le dijo a Azucena que lamentaba todas sus travesuras, y ella decidió ir a buscar a los Espíritus del Bosque y preguntarles si podía salir de la roca.

Cardo esperó mucho tiempo a que ella volviera, pero no regresó, y lloró tanto que los Espíritus del Bosque vinieron y se lo llevaron.

—Todo está bien con Azucena, pero está sumida en un sueño encantado del que no despertará hasta que nos traigas las siguientes cosas: una varita mágica de oro de las Ninfas de la Tierra, un manto de sol de los Espíritus del Aire y una corona de diamantes de las Ninfas del Agua. Es una tardea difícil, pues no tienes amigos que te ayuden. Pero si realmente amas a Azucena, debes ser paciente, valiente y amable para tener éxito. Y entonces ella despertará.

Entonces los Espíritus del Bosque lo condujeron a una tienda verde, y dentro de ella, tendida sobre un lecho de musgo, estaba Azucena profundamente dormida, igual que la Bella Durmiente.

—¡Lo haré! —dijo Cardo y se fue volando.

“Las flores serán, probablemente, las que más conozcan a los Espíritus de la Tierra”, pensó, y comenzó su investigación en cada trébol o botón de oro que veía, en cada violeta silvestre o diente de león que se cruzaba. Pero todos se negaron a responderle. Todos recordaron la rudeza con que los había tratado antes y se resistieron a ayudarlo.

—Iré a ver a la rosa, creo que es mi amiga, porque me ha perdonado y me ha dado cobijo cuando las demás me dejaron en el frío —dijo Cardo, un poco asustado por pedir un favor a una flor a la que había hecho tanto daño. Pero cuando entró al jardín, la rosa madre le dio una cálida bienvenida y le mostró con gran orgullo la gran familia de capullos que crecían en su tallo.

—Confiaré en ti y te ayudaré, porque quiero a Azucena —dijo. 

“¡Ah!”, pensó para sí, “si tan solo hubiera sido amable, como Azucena, todos me amarían, confiarían en mí y estarían encantados de ayudarme. Debo hacer todo lo posible por demostrarles que lo siento, entonces me creerán y me dirán cómo encontrar la corona”.

Por la noche, cuando las flores dormían, las regaba. Cantaba canciones de cuna para los inquietos pajarillos y cubría cuidadosamente las florecitas bajo las hojas para que el rocío no dañara sus hermosos pétalos. Acunaba a los capullos más pequeños para que se durmieran cuando se impacientaban antes de que llegara el momento de florecer. Se aseguraba de que los pulgones no pudieran dañar los pétalos de las flores jóvenes.

La rosa siempre era amable con él, y cuando las otras plantas sentían curiosidad por saber quién hacía todas estas bondades, la rosa decía:

—Es Cardo. Ha cambiado tanto que podemos confiar en él. Durante el día se esconde porque nadie es amable con él, pero por la noche trabaja, o se sienta solo suspirando y llorando tan tristemente que no puedo dormir de pena.

Entonces le respondieron:

—Lo querremos y lo ayudaremos, por el bien de Azucena.

Lo llamaron y le dijeron que querían ser amigos suyos, y él se alegró mucho de que lo hubieran perdonado. Pero no olvidó su misión, y cuando se la contó a las flores, éstas llamaron al topo Donsrug y le pidieron que mostrara a Cardo dónde vivían las Ninfas de la Tierra. Éste dio las gracias a las amistosas flores y siguió al topo bajo tierra.

—Aquí están, ahora puedes seguir solo, ¡que tengas un buen viaje! —dijo Donsrug mientras se alejaba arrastrándose, porque lo que más le gustaba es la oscuridad.

Cardo llegó a una gran sala hecha de joyas, brillante como el sol, y en ella una multitud de ninfas bailaban como luciérnagas al son de campanillas de plata.

Una de las ninfas se le acercó y le preguntó por qué estaba allí, y cuando se lo contó, Resplandor le dijo:

—Debes trabajar para nosotras si quieres ganarte la varita de oro.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Cardo.

—Todo tipo de cosas —respondió Resplandor—. Algunas cuidamos las raíces de las flores y las mantenemos calientes y a salvo. Otras recolectamos gotas y hacemos manantiales que brotan de las rocas, donde la gente bebe el agua fresca con alegría. Otras cavan en busca de diamantes y ayudan a los mineros a encontrar oro y plata escondida en lugares oscuros. ¿Puedes ser feliz aquí y hacer fielmente todas esas cosas?

—Si, por Azucena puedo hacer cualquier cosa —dijo Cardo con valentía. Era duro y aburrido para el alegre elfo, que amaba la luz y el aire, vivir en la tierra como un topo. Y a menudo estaba muy triste y cansado y ansiaba desplegar las alas y descansar. Pero no lo hizo, y finalmente Resplandor dijo:

—Ya has hecho suficiente. Aquí tienes la varita de oro y todas las joyas que desees.

Pero Cardo sólo quería la varita, y se apresuró a volver a la luz del sol, tan rápido como pudo subir, ansioso por demostrar a los Espíritus del Bosque lo bien que había cumplido su palabra. Se alegraron de verlo de nuevo y le dijeron que descansara. Pero él no tenía paciencia para esperar y, tras echar un vistazo a Azucena, que seguía profundamente dormida, voló en busca de las Ninfas del Aire.

Nadie parecía saber dónde vivían, y Cardo se desesperó. Pero de pronto recordó que había oído a la abeja Gonzer hablar de estas ninfas en su primer encuentro.

—No me atrevo a ir a la colmena —dijo—, porque las abejas me matarían, ya que les he hecho mucho daño. Tal vez me perdonen, como las flores, si primero les demuestro que lo siento.

Así que se fue a un campo de tréboles y trabajó duro hasta que recogió dos tarros de dulce miel. Los dejó junto a la puerta de la colmena cuando nadie miraba y luego se escondió en un manzano. Las abejas estaban muy contentas y sorprendidas, porque todos los días había dos tarros junto a la puerta, llenos de una miel tan deliciosa que sólo la utilizaban para la Reina y sus hijos reales.

—Debe ser de una buena ninfa que sabe lo mal que lo hemos pasado este verano y que quiere ayudarnos a llenar nuestras celdas antes de que lleguen las heladas. Si descubrimos quién es, se lo agradeceremos calurosamente—dijeron las abejas agradecidas.

—¡Jaja! Creo que nos haremos amigos si sigo así —rió Cardo, y se divirtió mucho en su escondite entre las hojas.

Después, no solo les dejó miel, sino también hierbas en flor, bayas y bolsas llenas de polen de flores para su pan.

Ayudaba a las hormigas a transportar sus pesadas cargas, ayudaba a los ratones de campo con su cosecha y ahuyentaba las moscas de las vacas que pastaban tranquilamente en los prados. Nadie lo veía, pero todos querían al benefactor invisible que tanto bien hacía. Pero al final lo atraparon, justo cuando estaba cubriendo a una lagartija enfermiza con una hoja gruesa, como una manta de lana.

—¡Miren! ¡Allí está el travieso Cardo!  —gritaron las abejas que estaban a punto de picarlo hasta matarlo.

—¡No! —gritó un viejo grillo, que había guardado el secreto hasta ahora—. Ahora es un buen chico y nos ayuda a todos. Guarden sus aguijones y denle la mano antes de que vuele y vuelva a esconderse.

Las abejas apenas podían creerlo al principio, pero estaban dispuestas a hacerse amigas. Cuando se enteraron de lo que buscaba Cardo, enviaron a Gonzer para que le mostrara el camino hacia el País de las Nubes, donde vivían los Espíritus del Aire. 

Estaban ocupados volando de un lado a otro como motas de polvo en un rayo de sol. Unos pulían las estrellas para que brillaran al atardecer, otros sacaban agua de ríos y lagos para verterla después en forma de lluvia o rocío sobre la tierra. Otros tejían telas brillantes para decorar las paredes oscuras, iluminar las plantas en flor y vestir a todos los habitantes del cielo.

Cardo les pidió el manto del sol.

—Primero debes ayudarnos —respondieron los tejedores.

Cardo trabajó duro. Su trabajo favorito era sacudir dulces sueños del árbol de los sueños sobre los niños pequeños en sus camas, y disparar de repente fuertes rayos de luz en las habitaciones oscuras para animar a los tristes o enfermos. A veces llegaba a la tierra montado en una gota de lluvia, como un pequeño hombre del agua, rociando el camino polvoriento o regando una planta sedienta. Ayudaba a los vientos a entregar mensajes y a llevar semillas de flores a lugares solitarios, para que crecieran y florecieran allí como una agradable sorpresa para quien las encontrara.

Era una vida ajetreada y feliz, y él la disfrutaba. Y pronto se había ganado el manto.

—Ahora una prueba más, y entonces despertará —dijeron los Espíritus del Bosque muy complacidos.

—Estoy seguro de que ésta me resultará muy desagradable, porque no soy amigo del agua; pero haré lo que pueda —respondió Cardo y se alejó flotando hacia el bosque, donde siguió un arroyo hasta llegar al pequeño lago donde solía jugar con la mosca. Mientras pensaba en cómo podría encontrar a las Ninfas del Agua, oyó débiles gritos de auxilio, y pronto encontró una pequeña rana tendida sobre el musgo con una pata rota.

—Quería saltar, pero un niño malo me pisó y ahora estoy aquí, entre las piedras. Tengo sed de agua, pero no puedo llegar hasta allí por mis propios medios —suspiró la rana.

Cardo no tenía muchas ganas de recoger a la viscosa criatura, pero cuando recordó lo poco amable que había sido antes con la mosca, puso a la pobre ranita sobre un lecho de hojas de roble y le curó la pata herida. La rana se aburrió y Cardo hizo una barca.

Luego estuvieron flotando todo el día y Hop, la rana, mejoró tan rápidamente que podía zambullirse y remar un poco con sus patas delanteras, o flotar y usar su pata sana como timón. Cardo le había hablado de los Espíritus del Agua, pero Hop no sabía dónde estaban.

Pero entonces un pez asomó la cabeza y dijo:

—Sé dónde viven los Espíritus del Agua, y para ayudar a nuestra querida Azucena, te mostraré dónde están.

Cardo siguió al pececito más adentro del lago, hasta que llegaron a un extraño palacio de coral rojo en el fondo del mar. Coloridas conchas decoraban las paredes y cubrían los suelos, mientras que graciosas algas crecían en la arena blanca y montones de perlas se esparcían por los alrededores. Las Ninfas del Agua, vestidas de azul, flotaban a la deriva aquí y allá, o yacían dormidas sobre lechos de espuma, mecidas por el movimiento de las olas. Se reunieron en torno al forastero y le ofrecieron todo tipo de tesoros, pero él no los aceptó y, en cambio, les dijo lo que necesitaba.

Entonces la pequeña Perla, la más dulce de las ninfas, dijo:

—Debes ayudar a los trabajadores del coral hasta que las ramas de su árbol alcancen el aire, pues necesitamos una nueva isla. Es un trabajo tedioso, pero hasta que no esté hecho, no podremos darte la corona.

Cardo se apresuró hacia el árbol de coral, donde cientos de pequeñas criaturas construían una célula sobre otra hasta que el árbol blanco se extendió ancho y alto en el agua azul.

Era un trabajo realmente tedioso, y el pobre elfo tenía miedo de los extraños monstruos que nadaban a su alrededor, mirándolo con sus grandes ojos o abriéndo la boca, como si quisieran devorarlo. El sol no brillaba allí en las profundidades, sólo un tenue crepúsculo, y el aire parecía lleno de tormentas cuando las olas rodaban por encima de ellos y a veces traían trozos de madera a la deriva. Las flores marinas no olían, no había más aves que peces voladores, y a lo lejos se veían gaviotas.

Cardo ansiaba luz y aire, pero se mantuvo paciente y trabajó con diligencia. Finalmente, el árbol sobresalió por encima del agua y la tarea quedó completada.

—Puedes irte. Aquí tienes la corona. Adiós, adiós —dijo Perla. 

Cuando Cardo llegó al bosque, vio a los Espíritus del Bosque corriendo a su encuentro.

Azucena yacía con el manto de sol a su alrededor y la varita de oro en la mano, esperando la corona y el beso que la despertarían de su profundo sueño. Cardo le dio ambos, y cuando ella abrió los ojos y estiró los brazos hacia él, fue el ser más feliz del mundo. Las Ninfas del Bosque le contaron lo que había hecho y cómo había aprendido a ser gentil, fiel y bueno.

—Quédate con la corona, ya que has trabajado muy duro para conseguirla; y yo llevaré una corona de flores —dijo Azucena, tan feliz y orgullosa que no quería otra cosa.

—Guarda tu corona, querida Azucena, porque aquí hay amigos que han venido a traerle a Cardo su recompensa —dijeron las Ninfas del Bosque, señalando a un grupo de Espíritus de la Tierra que se arrastraban entre las raíces musgosas de un viejo árbol con una corona.

Resplandor trajo una varita de oro, y los Espíritus del Aire llegaron flotando con un manto de sol como regalo. Y las Ninfas del Agua trajeron una corona. Cuando se la colocaron en la cabeza, todas unieron sus manos y bailaron alrededor de la pareja, gritando con sus dulces voces:

—¡Cardo y Azucena! ¡Larga vida a nuestro Rey y a nuestra Reina!


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