El Espantapájaros y el Leñador de Hojalata

En la Tierra de Oz vivían dos hombres extraños que eran los mejores amigos. Eran tan felices cuando estaban juntos que rara vez se separaban; sin embargo, les gustaba separarse de vez en cuando para poder disfrutar del placer de encontrarse de nuevo.

Uno era un Espantapájaros. Esto significa que era un traje azul de Munchkin, relleno de paja, sobre el que se sujetaba una cabeza redonda de tela rellena de salvado para mantener la forma. En la cabeza tenía pintados dos ojos, dos orejas, una nariz y una boca. El Espantapájaros nunca había tenido mucho éxito espantando cuervos, pero se enorgullecía de ser un hombre superior, porque no podía sentir dolor, nunca estaba cansado y no tenía que comer ni beber. Tenía el cerebro afilado, porque el Mago de Oz había puesto alfileres y agujas en el cerebro del Espantapájaros.

El otro hombre estaba todo hecho de hojalata, y tenía los brazos, las piernas y la cabeza hábilmente articulados para poder moverlos con libertad. Era conocido como el Leñador de Hojalata, pues en otro tiempo había sido leñador, y todo el mundo lo quería porque el Mago le había regalado un excelente corazón de felpa roja.

El Leñador de Hojalata vivía en un magnífico castillo de hojalata, construido en su finca del País de Winkie, no lejos de la Ciudad Esmeralda de Oz. Tenía bonitos muebles de hojalata y estaba rodeado de preciosos jardines en los que había muchos árboles de hojalata y lechos de flores de hojalata. El palacio del Espantapájaros no estaba lejos, a orillas de un río, y tenía la forma de una inmensa espiga de maíz.

Una mañana, el Leñador de Hojalata fue a visitar a su amigo el Espantapájaros y, como no tenían nada mejor que hacer, decidieron dar un paseo en bote por el río. Subieron al barco del Espantapájaros, que estaba hecho de una gran mazorca de maíz, ahuecada y puntiaguda por los dos extremos y decorada en los bordes con brillantes joyas. La vela era de seda púrpura y brillaba al sol.

Aquel día soplaba una buena brisa, de modo que el bote se deslizaba velozmente sobre las aguas. Llegaron a un río más pequeño que salía de un profundo bosque, y el Leñador de Hojalata propuso que remontaran el río, ya que estaría fresco y a la sombra de los árboles del bosque. El Espantapájaros, que llevaba el timón, remontó el río y los amigos siguieron hablando de los viejos tiempos y de las maravillosas aventuras que habían vivido mientras viajaban con Dorothy, la niña de Kansas. Se interesaron tanto por esta charla que se olvidaron de darse cuenta de que la barca navegaba ahora a través del bosque, o de que el arroyo se hacía cada vez más estrecho y torcido.

De repente, el Espantapájaros levantó la vista y vio una gran roca justo delante de ellos. 

—¡Cuidado! —gritó; pero la advertencia llegó demasiado tarde.

El Leñador de Hojalata se levantó de un salto en el momento en que el bote chocaba contra la roca, y el golpe le hizo perder el equilibrio. Cayó por la borda y, como era de hojalata, se hundió en el fondo del agua en un instante y quedó tendido boca arriba.

Inmediatamente el Espantapájaros echó el ancla, para mantener el bote en aquel lugar, y luego se inclinó sobre la borda y a través del agua clara miró a su amigo con pesar.

—¡Caramba! —exclamó—. ¡Qué desgracia!

—Si, lo es —respondió el Leñador de Hojalata, hablando en voz baja porque lo cubría mucha agua—. No puedo ahogarme, por supuesto, pero tengo que quedarme aquí hasta que encuentres una manera de sacarme. Mientras tanto, el agua está empapando todas mis articulaciones y estaré muy oxidado antes que me rescaten.

—Muy cierto —asintió el Espantapájaros—; pero ten paciencia, amigo mío, y me sumergiré y te sacaré. Mi paja no se oxida, y es fácil reemplazarla si se daña, así que no le temo al agua.

El Espantapájaros se quitó el sombrero y se lanzó al agua desde el bote; pero era tan ligero de peso que apenas rozó la superficie de la corriente; no pudo alcanzar al Leñador de Hojalata con sus brazos de paja extendidos. Así que flotó hasta el bote y subió a él, diciendo mientras tanto:

—No desesperes, amigo mío. Tenemos un ancla extra a bordo; me la ataré a la cintura para que me hunda y vuelva a sumergirme.

—¡No hagas eso! —gritó el Leñador de Hojalata—. Eso te anclaría también al fondo, donde estoy yo, y ambos estaríamos indefensos.

—Es verdad —suspiró el Espantapájaros, secándose la cara mojada con un pañuelo; y entonces lanzó un grito de asombro, pues descubrió que se había limpiado un ojo pintado y ahora sólo tenía un ojo para ver.

—¡Qué horror! —dijo el Espantapájaros—. Ese ojo debe haber sido pintado con acuarela en vez de con óleo. Debo tener cuidado de no borrarme el otro ojo, porque entonces no podría ver nada para ayudarte.

El Espantapájaros levantó la vista y vio que los árboles estaban llenos de cuervos negros, que parecían divertirse mucho con el rostro tuerto del hombre de paja. Sin embargo, él conocía bien a los cuervos y por lo general habían sido amistosos con él porque nunca los había engañado haciéndoles creer que era un hombre de carne, el tipo de hombre que ellos realmente temían.

—No se rían —dijo—, algún día podrían perder un ojo ustedes.

—No podríamos parecer tan graciosos como tú, si lo hiciéramos —respondió un viejo cuervo, el rey entre ellos—. Pero, ¿qué les ha pasado?

—El Leñador de Hojalata, mi querido amigo y compañero, se ha caído por la borda y ahora está en el fondo del río —dijo el Espantapájaros—. Estoy intentando sacarlo de nuevo, pero me temo que no lo conseguiré.

—Pues es muy fácil —dijo el viejo cuervo—. Átale una cuerda y todos mis cuervos bajarán volando, tirarán de la cuerda y lo sacarán del agua. Aquí somos cientos, así que nuestra fuerza unida podría levantar mucho más que eso.

—Pero no puedo atarle una cuerda —respondió el Espantapájaros—. Mi paja es tan ligera que soy incapaz de zambullirme en el agua. Lo he intentado y me he sacado un ojo.

—¿No puedes pescarlo?

—Esa es una buena idea —dijo el Espantapájaros—. Lo intentaré.

Encontró un hilo de pescar en el bote, con un robusto anzuelo en el extremo. No necesitaba cebo, así que el Espantapájaros dejó caer el anzuelo al agua hasta que tocó al Leñador.

—Engánchalo en una articulación —aconsejó el cuervo, que ahora estaba posado en una rama que sobresalía mucho y se inclinaba sobre el agua.

El Espantapájaros trató de hacerlo, pero como sólo tenía un ojo no veía muy bien las articulaciones.

—Date prisa, por favor —rogó el Leñador de Hojalata—. No tienes idea de la humedad que hay aquí abajo.

—¿No puedes ayudar? —preguntó el cuervo.

—¿Cómo? —preguntó el hombre de hojalata.

—Toma el hilo de pescar y engánchatelo al cuello.

El Leñador de Hojalata hizo el intento y, tras varios intentos, se enrolló el hilo de pesca al cuello y lo enganchó firmemente.

—¡Bien! —gritó el Rey Cuervo, un viejo travieso—. Ahora, entonces, todos agarraremos el hilo de pesca y te sacaremos.

Al instante el aire se llenó de cuervos negros, cada uno de los cuales agarró el cordel con pico o garras. El Espantapájaros los observaba con mucho interés y olvidó que se había atado el otro extremo del cordel a la cintura, para no perderlo mientras pescaba a su amigo.

—¡Todos juntos por los buenos graznidos! —gritó el rey cuervo, y con un gran batir de alas los pájaros se elevaron en el aire.

El Espantapájaros aplaudió alegremente con sus manos de peluche al ver que su amigo era sacado del agua y llevado al aire; pero al momento siguiente el hombre de paja estaba él mismo en el aire, con las piernas de peluche pataleando salvajemente, pues los cuervos habían volado directamente hacia arriba por entre los árboles. De un extremo de la cuerda colgaba el Leñador de Hojalata, colgado del cuello, y del otro el Espantapájaros, colgado de la cintura y aferrado al ancla de repuesto de la barca, a la que se había agarrado con la esperanza de salvarse.

—Hola, ¡cuidado! —gritó el Espantapájaros a los cuervos—. No nos lleven tan alto. Aterricen en la orilla del río.

Pero los cuervos estaban empeñados en hacer travesuras. Les pareció una buena broma molestar a los dos, ahora que los tenían cautivos.

—¡Aquí es donde los cuervos asustan al Espantapájaros! —rio el travieso Rey Cuervo, y a su orden los pájaros sobrevolaron el bosque hasta un alto árbol muerto más alto que todos los demás. En la cima había una horqueta, formada por dos ramas muertas, donde los cuervos dejaron caer el centro de la línea. Luego, soltándose, se fueron volando, parloteando entre risas, y dejaron a los dos amigos suspendidos en el aire, uno a cada lado del árbol.

El Leñador de Hojalata era mucho más pesado que el espantapájaros, pero la razón por la que se equilibraban tan bien era que el hombre de paja seguía aferrado al ancla de hierro. Allí colgaban, a menos de tres metros de distancia, pero incapaces de alcanzar el desnudo tronco del árbol.

—Por el amor de dios, no tires el ancla —dijo ansiosamente el Leñador de Hojalata.

—¿Por qué no? —preguntó el Espantapájaros.

—Si lo hicieras, caería al suelo y mi hojalata se abollaría con la caída. Además, saldrías disparado por los aires y te posarías en algún lugar entre las copas de los árboles.

—Entonces —dijo el Espantapájaros—, me aferraré al ancla.

Durante un rato ambos estuvieron colgados en silencio, mientras la brisa los mecía suavemente de un lado a otro. Finalmente, el hombre de hojalata dijo:

—Aquí hay una emergencia, amigo, en la que sólo los cerebros pueden ayudarnos. Debemos pensar en alguna forma de escapar.

—Yo pensaré —respondió el Espantapájaros—. Mi cerebro es el más afilado.

Pensó tanto tiempo que el Leñador de Hojalata se cansó e intentó cambiar de postura, pero se dio cuenta de que sus articulaciones estaban tan oxidadas que no podía moverlas. Y su aceitera estaba aún en el bote.

—¿Piensas que tu cerebro está oxidado, amigo Espantapájaros? —preguntó con voz débil, pues su mandíbula apenas se movía.

—No, desde luego. ¡Por fin una idea!

Y al decir esto, el Espantapájaros se llevó las manos a la cabeza, olvidando el ancla, que cayó al suelo. El resultado fue asombroso, pues, tal como había dicho el hombre de hojalata, el Espantapájaros ligero voló por los aires, sobrevoló la copa del árbol y aterrizó en un matorral de zarzas, mientras que el Leñador de Hojalata cayó pesadamente al suelo y, al aterrizar sobre un lecho de hojas secas, no se abolló en absoluto. Sin embargo, las articulaciones del Leñador de Hojalata estaban tan oxidadas que era incapaz de moverse, mientras que las espinas mantenían prisionero al Espantapájaros.

Mientras estaban en esta triste situación, se oyó el ruido de cascos y por el sendero del bosque cabalgaba el pequeño Mago de Oz, sentado en un caballete de madera. Sonrió al ver la cabeza tuerta del Espantapájaros asomando por entre las matas de zarzas, pero ayudó al pobre hombre de paja a salir de su prisión.

—Gracias, querido Mago —dijo el Espantapájaros agradecido—. Ahora debemos conseguir la lata de aceite y rescatar al Leñador de Hojalata.

Juntos corrieron a la orilla del río, pero el bote flotaba en medio de la corriente y el Mago se vio obligado a murmurar algunas palabras mágicas para atraerlo a la orilla y que el Espantapájaros pudiera sacar la aceitera. Luego volaron hacia el Leñador de Hojalata, y mientras el Espantapájaros engrasaba cuidadosamente cada articulación, el pequeño Mago movía suavemente las articulaciones de un lado a otro hasta que funcionaron libremente. Después de una hora de trabajo, el Leñador de Hojalata volvió a ponerse de pie y, aunque todavía un poco rígido, pudo caminar hasta el bote.

El Mago y el caballete subieron también a la embarcación de mazorca y juntos regresaron al palacio del Espantapájaros. Pero el Leñador de Hojalata tuvo mucho cuidado de no volver a subirse al bote.


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