El 4 de julio del tío Wiggily

—Debes tener mucho cuidado mañana, tío Wiggily —le dijo la nana Jane Muchopelo al señor conejo una mañana, mientras estaba de pie en los escalones de su cabaña de troncos huecos.

—¿Por qué hay que tener cuidado mañana, más que cualquier otro día del año? —preguntó el señor Orejaslargas—. ¿Va a llover o a nevar?

—¿Quién ha oído hablar de la nieve del Cuatro de Julio? —preguntó la rata almizclera ama de llaves, mientras se sujetaba un esponjoso plumero al extremo de la cola, pues iba a entrar en la casa a quitar el polvo de los muebles.

—¡Oh, mañana es Cuatro de Julio! —exclamó el conejito—. Lo había olvidado por completo. Si, debo tener cuidado. Vivo cerca de niños de verdad y alguno de ellos podría pensar que es divertido explotar un petardo bajo mi rosada y centelleante nariz, o intentar sujetar un buscapiés a mi colita

—En eso estaba pensando —continuó la nana Jane. La cabaña del tío Wiggily, aunque estaba en el bosque, quedaba cerca de las casas de algunos niños y niñas. Y aunque hasta ahora sólo un niño se había portado mal con el conejito (y ese niño se volvió bueno pronto), no se sabía lo que podía pasar.

Así que, mientras el tío Wiggily saltaba por el sendero del bosque, procuraba no alejarse demasiado de los arbustos, detrás y debajo de los cuales podía esconderse. Porque a veces venían niños y niñas al bosque, y una vez un niño con su cometa se perdió y el conejito lo ayudó a encontrar el camino de vuelta a casa.

—¡Hola, tío Wiggily! —gritó una voz de repente, y el señor Orejaslargas se dio vuelta rápidamente, pensando que podía ser un niño o una niña de verdad. Pero sólo era Neddie Colacorta, el niño oso.

—He estado comprando mis petardos —le dijo Neddie a su tío, el conejo—. Me divertiré mucho el Cuatro de Julio —y le mostró al señor Orejaslargas un manojo de palos secos, pintados de rojo, blanco y azul, como la muleta para el reuma del conejito.

Deben saber que en Animalandia los niños y las niñas se divierten como ustedes en vacaciones, pero de otra manera. En vez de verdaderos petardos, que hay que encender con un fósforo o un trozo de carbón encendido, con chispas que tal vez te quemen, los niños animales consiguen palos secos. Los rompen, con fuertes chasquidos, pero sin fuego. Y se divierten mucho. Una vez rotos los palos, pueden ponerlos en la estufa para hervir la tetera.

—¿Le has comprado a tu hermana Beckie algo para el Cuatro de Julio? —le preguntó el Tío Wiggily al niño oso.

—Oh, si, le compré algunos palitos petardos —respondió Neddie.

—¡Qué bien! —dijo el señor Orejaslargas. Entonces siguió su camino por el bosque, encontrándose con Toddle y Noddle Colachata, los niños castores; Joie, Tommie y Kittie Gato, los gatitos; Nannie y Billie Colabailarina, las cabras, y muchos otros niños y niñas animales. Todos ellos gritaban:

—¡Hola, tío Wiggily! ¡Feliz Cuatro de Julio!

Y el conejo respondía:

—¡Gracias! ¡Les deseo lo mismo!

Así, saltando por el bosque, conociendo a los niños animales y enterándose de la diversión que iban a tener al día siguiente, el señor conejo llegó al final del bosque. Un poco más allá estaban las casas y los hogares de niños y niñas de verdad, algunos de los cuales habían sido ayudados por el señor Orejaslargas.

“Creo que hasta aquí puedo llegar, ya que está por llegar el Cuatro de Julio”, pensó el tío Wiggily. “Si los niños de verdad se parecen en algo a los de mis amigos los animales que viven en el bosque, estarán disparando sus petardos y buscapiés antes de tiempo”.

Y justo cuando pensaba eso, el tío Wiggily oyó un fuerte “¡BANG, BANG!”.

El conejito saltó a un lado y se escondió bajo la ancha hoja de una planta de bardana. Luego se echó a reír.

—Creí que era la escopeta de un cazador —susurró el tío Wiggily—. Pero supongo que era algún niño encendiendo un petardo. No tenía por qué asustarme.

Iba a saltar un poco más lejos, antes de volver a su cabaña de troncos huecos, cuando, de repente, vio una hamaca balanceándose entre dos árboles cerca del borde del bosque.

En la hamaca yacía un niño de rostro delgado y pálido, y a su lado estaba sentada una niñera, tirando suavemente de una cuerda que hacía oscilar de un lado a otro la camita, parecida a un nido.

“¡Oh, no! Un niño enfermo. Lo siento por él. No podrá divertirse el Cuatro de Julio como Jackie y Peetie Gua Guau”, pensó el tío Wiggily.

Y entonces el conejito oyó hablar al niño de la hamaca. Y, como últimamente era capaz de entender el habla de las personas de verdad, el tío Wiggily oyó decir al niño:

—¿Crees que podré volver a correr, divertirme y disparar petardos?

—Claro que sí —respondió alegremente la niñera.

—Pero ahora no puedo tener algunos petardos, ¿verdad? —preguntó el niño tímidamente, como si supiera cuál sería la respuesta.

—¡No, Buddie! Aún no estás del todo bien —respondió amablemente la niñera—. ¡Nada de petardos para ti!

—¿Y buscapiés?

—Me temo que tampoco podrás tenerlos —y la niñera sonrió mientras se inclinaba para darle al niño un trago de jugo de naranja.

—¡Oh, cielos! —suspiró el niño en la hamaca, sin más—. ¡Oh, cielos!

El tío Wiggily sintió muchísima lástima por él. 

“Ojalá pudiera hacer algo. Este niño no se divertirá mucho este Cuatro de Julio, ni siquiera como Curly y Floppy Colarretorcida, los cerditos, que tiran mazorcas de maíz contra una cacerola de hojalata y creen que son cohetes”, pensó el señor conejito.

—¡Oh, cielos! —suspiró de nuevo el niño de la hamaca—. ¡Oh, cielos!

—¿Qué pasa ahora? —preguntó la niñera.

—Supongo que ni siquiera podré tener una vela Romana, o un molinete, ¿verdad? —preguntó el niño.

—Oh, claro que no —rio la niñera—. ¡Qué gracioso eres!

Pero el niño no se sentía muy gracioso.

El tío Wiggily movió rápidamente su rosada nariz. Luego se puso firmemente en la cabeza su alto sombrero de seda y, metiendo bajo la pata su muleta para el reumatismo, de rayas rojas, blancas y azules, el tío conejo se fue por el bosque dando saltitos.

—Voy a traer algo del Cuatro de Julio para ese niño —dijo el señor Orejaslargas—. Tiene que tener un poco de diversión.

El tío Wiggily pasó un rato saltando de aquí para allá por el bosque, y a la mañana siguiente, cuando los niños y niñas de verdad estaban disparando petardos y buscapiés de verdad, y cuando los niños y niñas animales estaban rompiendo palos y haciendo buscapiés con hojas anchas y verdes, el señor Orejaslargas saltó hasta donde estaba el niño, una vez más, columpiándose en su hamaca.

El niño tenía la cabeza vuelta hacia un lado y miraba a algunos de sus amigos que, en los descampados, encendían petardos. Cuando la niñera no miraba, desde el arbusto detrás del cual estaba escondido, El tío Wiggily arrojó a la hamaca un manojo de cosas verdes. Cayeron cerca de las manos del niño.

Sin saber apenas lo que hacía, el muchacho enfermo pellizcó una de las cosas verdes entre los dedos. “¡Pop!”, hizo.

—¿Qué es eso? —gritó la niñera—. Sonó como un petardo.

El niño pellizcó otra bola verde parecida a una hoja entre los dedos. “¡Pop!” sonó de nuevo al estallar.

—¡Vaya! —gritó la niñera—. ¡Es como un petardo! ¿Qué tienes ahí, Buddie?

—No lo sé —respondió el niño—. Pero estas bolas redondas y verdes que cayeron en mi hamaca estallan cuando las pellizco. Hay muchas. Puedo pellizcarlas y hacer ruido para el Cuatro de Julio.

—¡Claro que puedes! —exclamó la niñera, pellizcando una ella misma, y saltando cuando hizo “pop”.

—Y no me harán daño, ¿verdad? —preguntó el niño.

—No —respondió la niñera— no te harán ningún daño. Se habrán caído de este árbol, pero no sabía que los petardos verdes crecían en los árboles.

—¡Jaja! —rio el tío Wiggily para sus adentros, escondido bajo un arbusto—. Ella no sabe que le traje bolas de hojaldre al niño.

Pues eso es lo que había hecho el conejito. En el bosque había encontrado las bolitas verdes, dentro de las cuales estaban las semillas de la planta. Más tarde, en otoño, las bolitas estarían secas y crujirían al tocarlas, abriéndose para esparcir las semillas. Pero ahora, al estar verdes y llenas de aire, al apretarlas hacían un ruido como el del Cuatro de Julio.

—Ahora sí que puedo divertirme —rio el niño enfermo, mientras pellizcaba una bola de hojaldre tras otra—, ¡hurra! Ahora estoy celebrando el Cuatro de Julio.

Y así fue. El tío Wiggily lo había ayudado, y el señor conejito había traído suficientes bolas de hojaldre para todo el día.

“¡Pop! ¡Pop!”, sonaban cuando el niño las pellizcaba en su hamaca. Algunas eran grandes, como grandes petardos, y otros pequeños, como pequeños buscapiés.

—¡Oh, que hermoso Cuatro de Julio! —suspiró el niño, cuando llegó el atardecer para poner al sol en la cama, y la niñera llevó al niño en silla de ruedas a la casa.

Y entonces, cuando oscureció, el tío Wiggily convocó a diez mil luciérnagas, que revolotearon y revolotearon por el pórtico, al que habían llevado al niño después de cenar. Las luciérnagas hacían molinetes de sí mismas, se elevaban como cohetes, saltaban en racimos como las bolas de las velas romanas y, por último, cuando llegó la hora de irse a la cama, se agarraron de las piernas y, aferrándose unas a otras, deletrearon: “¡Buenas noches!”

—¡Oh, es igual que los fuegos artificiales de verdad! —gritó el niño, feliz.

—Me alegro de que le haya gustado —dijo el tío Wiggily, mientras volvía a su cabaña de troncos huecos.


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