Pericles, prĂ­ncipe de Tyre

Pericles, el prĂ­ncipe de Tyre, tuvo la desgracia de enemistarse con AntĂ­oco, el poderoso y malvado rey de Antioquia; y tan grande era el peligro que corrĂ­a, que, siguiendo el consejo de su fiel consejero, Lord HelĂ­cano, decidiĂł viajar por el mundo por un tiempo. TomĂł esta decisiĂłn a pesar de que, por de la muerte de su padre, ahora era rey de Tyre. AsĂ­ que se embarcĂł hacia Tarso, nombrando a HelĂ­cano como regente durante su ausencia. Pronto quedĂł claro que hizo bien en abandonar su reino.

Apenas había iniciado su viaje, cuando Lord Thaliard llegó de Antioquía con instrucciones de su maestro real de matar a Pericles. El fiel Helícano descubrió pronto el propósito retorcido del malvado señor, por lo que envió råpidamente mensajeros a Tarso para advertir al rey del peligro que lo amenazaba.

El pueblo de Tarso se hallaba en tal pobreza y angustia que Pericles, sintiendo que no podĂ­a encontrar allĂ­ refugio seguro, se hizo de nuevo a la mar. Pero una imprevista tormenta se abalanzĂł sobre la nave en la que viajaba, y el buen navĂ­o naufragĂł, siendo Pericles el Ășnico sobreviviente. Golpeado, mojado y desfalleciendo, fue depositado sobre las crueles rocas de la costa de PentĂĄpolis, el paĂ­s del buen rey SimĂłnides. Agotado como estaba, no esperaba otra cosa que una muerte rĂĄpida. Pero unos pescadores que bajaban a la costa lo encontraron allĂ­; le dieron ropa y lo invitaron a que se animara.

—Vendrás conmigo a casa —dijo uno de ellos— y comeremos carne para las fiestas, pescado para los días de ayuno y, además, pudines y tortitas, y serás bienvenido.

Le dijeron que por la mañana muchos príncipes y caballeros irían a la corte del Rey, donde se disputarían justas y torneos por el amor de su hija, la hermosa princesa Thaisa.

—Si mi fortuna igualara mis deseos —dijo Pericles—, desearía participar.

Mientras hablaba, pasaron unos pescadores tirando de la red, que se arrastraba pesadamente resistiendo todos sus esfuerzos, para descubrir que contenĂ­a una armadura oxidada; y mirĂĄndola, bendijo a la Fortuna por su bondad, pues vio que era la suya, que le habĂ­a regalado su difunto padre. SuplicĂł a los pescadores que se la dieran para ir a la Corte y participar en el torneo, prometiendo que, si alguna vez mejoraba su mala fortuna, los recompensarĂ­a con creces. Los pescadores accedieron de buena gana. Y asĂ­, totalmente equipado, Pericles partiĂł con su oxidada armadura hacia la Corte del Rey.

En el torneo, nadie se portó tan bien como Pericles, y ganó la corona de la victoria que la bella princesa le colocó en la frente. Entonces, por orden de su padre, le preguntó quién era y de dónde venía; y él respondió que era un caballero de Tyre llamado Pericles, pero no le dijo que era el rey de aquel país, pues sabía que, si Antíoco llegaba a conocer su paradero, su vida no valdría ni un alfiler.

No obstante, Thaisa lo amaba profundamente, y el rey estaba tan complacido con su valor y su porte elegante que permitiĂł alegremente que su hija se saliera con la suya, cuando ella le dijo que se casarĂ­a con el caballero forastero o morirĂ­a.

De este modo, Pericles se convirtiĂł en el esposo de la bella dama por cuyo amor habĂ­a luchado con los caballeros que acudĂ­an con toda su valentĂ­a a justas y torneos.

Mientras tanto, el malvado rey Antíoco había muerto, y el pueblo de Tyre, al no tener noticias de su rey, instó al Lord Helícano a que ascendiera al trono vacante. Pero solo consiguieron que les prometiera que se convertiría en su rey si al cabo de un año Pericles no volvía. Ademås, envió mensajeros a todas partes en busca del desaparecido Pericles.

Algunos de ellos se dirigieron a PentĂĄpolis, y, al encontrar allĂ­ a su rey, le contaron lo descontento que estaba su pueblo por su larga ausencia y que, al morir AntĂ­oco, ya nada le impedĂ­a regresar a su reino. Entonces Pericles contĂł a su esposa y a su suegro quiĂ©n era en realidad, y ellos y todos los sĂșbditos de SimĂłnides se alegraron enormemente al saber que el galante esposo de Thaisa era rey por derecho propio. AsĂ­ que Pericles zarpĂł con su querida esposa hacia su tierra natal. Pero una vez mĂĄs el mar se ensañó con Ă©l, pues de nuevo se desatĂł una espantosa tormenta y, cuando estaba en su apogeo, un sirviente vino a decirle que habĂ­a nacido su hijita. Esta noticia le habrĂ­a alegrado el corazĂłn, de no ser porque el sirviente añadiĂł que su esposa, su querĂ­a Thaisa, habĂ­a muerto.

Mientras rezaba a los dioses para que fuesen buenos con su bebĂ©, se acercaron los marineros, declarando que habĂ­a que arrojar por la borda a la reina muerta, pues creĂ­an que la tormenta no cesarĂ­a mientras quedase un cadĂĄver en el navĂ­o. AsĂ­ que Thaisa fue depositada en un gran cofre con especias y joyas, y un pergamino en el que el apenado rey escribiĂł estas lĂ­neas: 

“Aquí doy a entender

(si alguna vez este ataĂșd llega a tierra),

Yo, el rey Pericles, he perdido

A esta reina que vale todo nuestro coste mundano.

Quien la encuentre, que le dé sepultura;

Fue la hija de un Rey;

AdemĂĄs de este tesoro por un precio,

¡Los dioses recompensen su caridad!”

El cofre fue arrojado al mar, y las olas lo arrastraron hasta Éfeso, donde lo encontraron los sirvientes de un señor llamado Cerimon, quien ordenĂł que lo abrieran, y, al ver el hermoso aspecto de Thaisa, dudĂł de que estuviera muerta, y tomĂł medidas inmediatas para reanimarla. Entonces ocurriĂł una gran maravilla, pues ella, que habĂ­a sido arrojada al mar como muerta, volviĂł a la vida. Pero como estaba segura que nunca volverĂ­a a ver a su esposo, Thaisa se retirĂł del mundo y se convirtiĂł en sacerdotisa de la diosa Diana.

Mientras pasaban estas cosas, Pericles se dirigió a Tarso con su pequeña hija, a la que llamó Marina, porque había nacido en el mar. Dejåndola en manos de su viejo amigo el gobernador de Tarso, el rey zarpó hacia sus dominios.

Dionyza, la esposa del gobernador de Tarso, era una mujer celosa y malvada, y al ver que la joven princesa se había convertido en una muchacha mås talentosa y encantadora que su propia hija, decidió acabar con la vida de Marina. Así, cuando Marina cumplió catorce años, Dionyza ordenó a uno de sus sirvientes que se la llevara y la matara. Este villano lo habría hecho, pero fue interrumpido por unos piratas que llegaron y se llevaron a Marina al mar con ellos, y la llevaron a Mitilene, donde la vendieron como esclava. Sin embargo, era tal su bondad, su gracia y su belleza que pronto llego a ser famosa allí, y Lisímaco, el joven gobernador, se enamoró profundamente de ella, y se habría casado con ella, pero pensó que era de origen muy humilde como para convertirse en la esposa de alguien de su alta posición.

La malvada Dionyza creyó, por el informe de su sirviente, que Marina estaba realmente muerta, por lo que levantó un monumento en su memoria, y se lo mostró al rey Pericles, cuando después de largos años de ausencia vino a ver a su amada hija. Cuando supo que había muerto, su dolor fue terrible de ver. Volvió a zarpar una vez mås vistiéndose de arpillera y juró no volver a lavarse la cara ni a cortarse el pelo. Se construyó un pabellón en cubierta, y allí se quedó, solo, sin hablar con nadie durante tres meses.

Por fin llegó su barco al puerto de Mitilene, y Lisímaco, el gobernador, subió a bordo para preguntar de dónde venía el navío. Cuando oyó la historia de dolor y silencio de Pericles, pensó en Marina, y pensando que ella podría despertar al rey de su estupor, la mandó llamar y le pidió que hiciera todo lo posible por persuadir al rey para que hablara, prometiéndole cualquier recompensa si lo lograba. Marina obedeció gustosa, y despidiendo a los demås, se sentó y cantó a su pobre padre cargado de dolor, pero, por mås dulce que fuera su voz, él no hizo ni siquiera un gesto. Entonces ella le habló, diciéndole que su dolor podría ser igual al de él, pues, aunque era una esclava, provenía de antepasados que estaban a la altura de poderosos reyes.

Algo en su voz y en su historia conmoviĂł el corazĂłn del rey, quien la mirĂł y, al hacerlo, vio con asombro cuĂĄn parecida era a su esposa perdida, por lo que, con una gran esperanza brotando en su corazĂłn, le pidiĂł que le contara su historia.

Entonces, con muchas interrupciones del Rey, ella le contĂł quiĂ©n era y cĂłmo habĂ­a escapado de la cruel Dionyza. Entonces Pericles supo que se trataba efectivamente de su hija, y la besĂł una y otra vez, llorando tanto de alegrĂ­a que sus mares de lĂĄgrimas lo ahogaban con dulzura. 

—Dame mi toga —dijo —. ÂĄOh cielo, bendice a mi niña!

Entonces le llegĂł, aunque nadie mĂĄs podĂ­a oĂ­rlo, un sonido de mĂșsica celestial, y quedĂĄndose dormido, contemplĂł a la diosa Diana en una visiĂłn.

—Ve —le dijo— a mi templo en Éfeso, y cuando mis sacerdotes y doncellas estĂ©n reunidos, revela cĂłmo perdiste a tu esposa en el mar.

Pericles obedeciĂł a la diosa y contĂł su historia ante su altar. Apenas habĂ­a terminado cuando la Sacerdotisa principal gritĂł:

—TĂș eres
 tĂș eres
 ÂĄOh, real Pericles! —y cayĂł desmayada al suelo; y al poco tiempo de recobrarse, volviĂł a hablarle:

—Oh, mi señor, Âżno eres tĂș Pericles? 

—¡La voz de la difunta Thaisa! —exclamĂł asombrado el rey. 

—Esa Thaisa soy yo —dijo ella, y al mirarla vio que decía la pura verdad.

AsĂ­, Pericles y Thaisa, tras largos y amargos sufrimientos, volvieron a encontrar la felicidad, y en la alegrĂ­a del encuentro olvidaron el dolor del pasado. A Marina le fue dada una gran felicidad, y no sĂłlo por haber sido devuelta a sus queridos padres; pues se casĂł con LisĂ­maco y se convirtiĂł en princesa en la tierra donde habĂ­a sido vendida como esclava.


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