Érase una vez, cerca de un bosque, un niño llamado Hans y su hermana, Lisbeth.
Sus padres habían fallecido cuando eran pequeños y su tío los había adoptado pensando que podían hacer todo el trabajo y así él ahorrarse el dinero que debería pagar a un sirviente.
Pero este tío era un miserable y daba muy poca comida a Hans y Lisbeth, tan poquito que a menudo se iban a dormir con mucha hambre.
Una noche en la que estaban más hambrientos que lo usual, pues habían trabajado duro todo el día, Hans susurró desde su cama en un rincón de la habitación:
—Lisbeth, levantémonos y vayamos al bosque. Hay luz de luna y tal vez encontremos algunas bayas. Estoy tan hambriento que no puedo dormir.
Entonces salieron de la casa, asegurándose de que su tío estuviera profundamente dormido, y pronto estuvieron corriendo por el camino a través del bosque.
Hans se detuvo de pronto y apartó a Lisbeth de un árbol.
—¡Mira! —dijo en un susurro—. Hay humo saliendo de un lado de esa gran roca.
Lisbeth miró y, efectivamente, de una pequeña abertura en la roca salía una humareda rizada.
Con mucha cautela, los niños se acercaron sigilosamente a la roca, y Hans se puso de puntillas a olfatear el humo.
—Es una pipa —susurró al oído de Lisbeth—. Alguien está fumando dentro de la roca.
—Nadie puede vivir dentro de una roca —dijo Lisbeth, acercándose sigilosamente mientras se subía a una piedra para poder también olfatear el humo.
Lisbeth sintió curiosidad cuando descubrió que era humo de una pipa.
—Quizás puedas levantarme, Hans —dijo—, así yo podría asomarme para ver si hay alguien dentro.
Hans le dijo que no estaba bien espiar, pero Lisbeth le contestó que aquello era muy diferente a espiar una casa, así que Hans la levantó, pues sentía tanta curiosidad como su hermana.
Lisbeth se agarró al borde de la abertura de la gran roca con sus dos pequeñas manos cuando, para sorpresa de los niños, se desmoronó y Lisbeth perdió el equilibrio.
Ambos cayeron sobre el suave musgo, y cuando se levantaron, Lisbeth sostenía algo en sus dos manitos.
—¡Es pastel! —dijo con los ojos muy abiertos—. No, ¡es pan de jengibre! —se corrigió mientras lo probaba.
Y, efectivamente, era pan de jengibre; la roca, en vez de ser de piedra, era toda de pan de jengibre.
Hans y Lisbeth olvidaron el humo y su curiosidad con la alegría de su descubrimiento, y pronto ambos estaban comiendo tan rápido como podían grandes trozos de la roca de pan de jengibre.
Hans y Lisbeth no eran niños glotones. Así que, una vez saciada su hambre, corrieron a casa sin llevarse siquiera un trozo de pan de jengibre para comérselo al día siguiente.
Pronto se acostaron y se durmieron, y si a la mañana siguiente no se hubieran contado la misma historia, habrían estado seguros de haberlo soñado todo.
La noche siguiente, como de costumbre, estaban hambrientos y cuando la luna estuvo bien alta en el cielo salieron arrastrándose de nuevo y corrieron hacia el bosque.
Pero esta vez no había humo rizado que los guíe, y probaron muchas rocas sin encontrar la roca de pan de jengibre. Pues, por extraño que parezca, el lugar en el que habían estado no aparecía por ninguna parte, y había tantas rocas que los niños no podían encontrarla.
Pero finalmente Hans gritó con alegría:
—¡Aquí está, Lisbeth! —y levantó un gran trozo de pan de jengibre que había arrancado.
Lisbeth, en su prisa por tomar un trozo, arrancó mucho más de lo que pretendía y, para sorpresa de ambos niños, se hizo una gran abertura, lo suficientemente grande como para que pudieran pasar por ella.
—Quizás podamos averiguar de dónde venía el humo —dijo Lisbeth, recordando de pronto el humo que habían visto la noche anterior.
Comiendo mientras avanzaban, ambos se adentraron en la roca y entraron a una gran sala donde, junto a la mesa, estaba un anciano sentado, dormido.
Las gafas se le habían caído de la nariz y la pipa que había estado fumando estaba en el suelo a su lado, donde había caído. Su lámpara se había apagado y el periódico se le había resbalado de la mano.
Lisbeth y Hans lo miraron, primero a él y luego al pan de jengibre que sostenían.
—Es su casa —dijo Hans.
—¡Y nosotros nos la estamos comiendo! ¿Qué hacemos? —preguntó Lisbeth, con expresión asustada.
—Mejor lo despertamos y le decimos —dijo Hans—, y quizás nos deje hornear un poco más para enmendar lo que hemos roto.
—Yo recogeré su periódico y su pipa y barreré las cenizas —dijo la ordenada Lisbeth—, y tú, enciende su lámpara, y quizás nos perdone cuando le digamos que no sabíamos que era su casa lo que nos estábamos comiendo.
Pero cuando se despertó, el anciano en lugar de enfadarse les sonrió y preguntó:
—¿Comieron todo el pan de jengibre que querían?
Hans le dijo que lo sentían mucho y que no sabían que alguien vivía dentro cuando comieron el pan de jengibre de la roca.
—Hornearemos un poco más y remendaremos el lugar con él —dijo Lisbeth.
—Pasando esa puerta, encontrarán la cocina —dijo el anciano —. Vayan, si quieren, y horneen.
¡Y vaya cocina la que encontraron Hans y Lisbeth, y Hans, sin dudarlo, fue a preparar el fuego para su hermana!
Las estanterías y los armarios estaban llenos con harina, manteca, huevos, leche, crema, carne, tartas, galletas, budines, pero no pan de jengibre.
—Primero preparemos un desayuno para el anciano —dijo Lisbeth—, pues estoy segura que debe tener hambre y está amaneciendo. Mira por la ventana.
Para sorpresa de Hans, había una ventana. Luego vio una puerta, y cuando se asomó descubrió que estaban en una bonita casa blanca con persianas verdes, y no en una roca, como suponía.
Hans y Lisbeth se entretuvieron tanto cocinando que se olvidaron de su propio hogar y su desagradable tío que casi los mataba de hambre, y cuando el desayuno estuvo listo lo llevaron a la mesa que el anciano tenía junto a él.
—Pensé que le gustaría desayunar —explicó Lisbeth—, y ahora hornearemos el pan de jengibre para arreglar su casa.
—Pueden hacerlo después del desayuno, si lo desean —dijo el anciano—, pero primero ambos deben comer conmigo.
Vaya, cómo comieron Hans y Lisbeth, pues aunque Lisbeth sólo había cocinado jamón y huevos suficientes para el desayuno del anciano, parecía que había bastante para todos.
Y mientras ellos comen, vayamos a ver que hacía el tío avaro, pues había llamado a los niños al amanecer y no podía encontrarlos.
Sucedió que el suelo estaba húmedo, y el tío vio las huellas de sus pies desde la puerta hasta el camino, y a lo largo del camino hasta el sendero en el bosque, y entonces las hojas blandas y el musgo le impidieron ver por dónde habían ido.
Creyendo que se habían escapado y adentrado en el bosque, su tío se apresuró a llamarlos por su nombre a los gritos.
Cuando comenzó a acercarse a la roca de pan de jengibre, los niños lo oyeron y comenzaron a temblar.
—Es el tío —dijo Hans—. Estará muy enojado porque no hemos hecho nuestro trabajo.
—Siéntense —dijo el anciano cuando los niños comenzaron a levantarse de la mesa, y tomando su pipa, el anciano se sentó bajo una pequeña abertura como una diminuta ventana y comenzó a fumar.
Pronto los niños escucharon a su tío trepando afuera, y supieron que había visto el humo, como ellos lo habían visto la noche anterior, y estaba intentando mirar dentro.
Entonces lo oyeron tambalearse tal como Lisbeth lo había hecho cuando se le rompió la roca de jengibre en sus manos, y supieron que había descubierto que era buena para comer, pues todo quedó en calma por unos minutos.
No se escuchó nada por un rato largo, y luego se oyó el sonido de alguien arrancando grandes trozos, y cuando Hans y Lisbeth treparon, como les dijo el anciano que hicieran, y miraron por la abertura, vieron a su tío con una pala y una carretilla.
Estaba arrancando grandes trozos de pan de jengibre y llenando la carretilla tan rápido como podía.
Pero cuando la hubo llenado, no pudo moverla, pues lo que debía cargar ya no era pan de jengibre, sino piedra.
El anciano dijo a los niños que se mantuvieran en silencio, abrió una puerta que ellos no habían notado y salió.
Los niños nunca supieron lo que dijo. Pero pronto descubrieron que, lejos de ser pobre como ellos creían, su avaro tío había tomado toda la plata y el oro que les habían dejado sus padres y los había escondido en su sótano, bajo las piedras.
El tío miserable desapareció y nunca más se lo volvió a ver, y el anciano, que era en realidad un mago, les dijo a dónde ir y qué hacer con sus riquezas. Y fueron felices para siempre.
Por supuesto, nunca olvidaron la roca de pan de jengibre ni el amable anciano. Pero como era un mago, sabían que no lo volverían a ver, porque las hadas, las brujas y los magos están encantados, y desaparecen de una manera muy extraña.
—Nuestra buena fortuna llegó a nosotros porque intentamos ser amables con el anciano, estoy seguro —dijo Hans un día, cuando estaban hablando de la roca de jengibre.
—Si, y porque quisimos reparar el daño que habíamos causado, él supo que no habíamos tenido malas intenciones —dijo Lisbeth—. Pero nunca más comeré pan de jengibre sin pensar en él.
—Ni yo —dijo Hans.